sábado, 9 de mayo de 2015

Tres cuentos de Peri Rossi: La ciudad de Luzbel, Náufragos, La cabalgata.


CRISTINA PERI ROSSI nació en Montevideo, Uruguay, el 12 de noviembre de l941.

Desde el principio, usó el segundo apellido en homenaje a su madre, que la instruyó desde pequeña en el amor a la literatura, a la música y a la ciencia.

Estudió biología, pero se licenció en Literatura Comparada. Siendo muy joven obtuvo la cátedra que ejerció hasta que tuvo que abandonar el país, por motivos políticos.

Publicó su primer libro en l963, y obtuvo los premios más importantes de Uruguay, pero su obra fue prohibida, así como la mención de su nombre en los medios de comunicación durante la dictadura militar que gobernó el país de l973 a l985.
Se trasladó a Barcelona, España, en l972; comenzó su actividad contra la dictadura uruguaya, escribió en las páginas de la mítica revista Triunfo, pero nuevamente perseguida, ahora por la dictadura franquista, tuvo que exiliarse en París en l974.

Regresó definitivamente a Barcelona a fines de ese año, obtuvo la nacionalidad española y desde entonces vive en España.

Ha sido profesora de literatura, traductora y periodista, y es conferenciante habitual de universidades españolas y extranjeras. Sus numerosos artículos han aparecido en diversos diarios y revistas: El País, Diario 16, La Vanguardia, El Periódico de Barcelona, El Mundo y Grandes firmas de Agencia Efe.

Ha luchado contra las dictaduras, a favor del feminismo y de los derechos de los homosexuales.

Su obra abarca todos los géneros: poesía, relato, novela, ensayo, artículos y es considerada como una de las escritoras más importantes de habla castellana, traducida a más de quince lenguas.

Se reconoce como una escritora de mentalidad renacentista, abierta a todas las disciplinas y con intereses muy variados.

Sus ciudades favoritas: Montevideo, Barcelona, Berlín, San Francisco y New York.

Su paisaje favorito: el mar.

Su música preferida: las canciones y las cantantes italianas.

Ama los animales, detesta la lidia de toros, le gusta el fútbol, la ópera, los días grises, Baudelaire, Eric Satie, el cine europeo, las ciudades portuarias, los juegos y la biología, vestirse de blanco y ha dejado de fumar, por motivos de salud, no de placer.
http://www.cristinaperirossi.es/bio.htm

***
Tres cuentos.

La ciudad de Luzbel
Un viajero me contó que se habla enamorado de una mujer llamada Luzbel en una ciudad extraña. Era una ciudad sin tiempo, sin pasado, suspendida como en una pompa de jabón, y por eso mismo, exonerada del futuro. «Carecer de futuro —me dijo— es haber penetrado en la inmortalidad, pero no se penetra en la inmortalidad de cualquier manera, y la manera de penetrar de la ciudad de Luzbel fue imperceptible, de modo qué todo quedó como estaba, lánguidamente.» De Luzbel, no se puede salir. Nada lo prohíbe, si no es el sueño, pero se trata de un sueño como una membrana, y las tenues, embriagadoras secreciones de esta membrana —vaporosas como los humores del viento— envuelven a sus habitantes, de modo que no saben que sueñan, y por no saberlo, no atinan a despertar. «Al principio —me confesó el viajero— creí que ese imperceptible efluvio se desprendía de los árboles. La ciudad de Luzbel es alta y arbolada. Alta, por erigirse en el descanso de una colina ligera, no muy por encima del nivel del mar, pero lluviosa y sacudida por los vientos. Tanta agua, propicia el crecimiento de los árboles, que lucen brillantes y numerosos, disparando sus ramas hacia la luz celeste del cielo como arcos bien tendidos, y a veces, como suaves alas de pájaros. En la ciudad se respira un aire siempre perfumado, pero en los huecos de los troncos, húmedos todo el año, negros en las cuatro estaciones, creí descubrir otro perfume, éste subrepticio, inmerso en el otro como un pasajero oculto y obstinado, como un náufrago adherido a un madero. El efecto de este perfume es hipnotizador. Es imposible hablar de él con los habitantes de Luzbel, que sonreirían escépticamente: tan acostumbrados están a él, a tal punto nacen y se crían bajo sus efectos.» De Luzbel no se puede salir, pero en cambio, se puede entrar, aunque nadie parece haberlo hecho deliberadamente. Se arriba por casualidad, se llega porque no se pudo ir a otra parte. Son muchos los viajeros que se detuvieron en la ciudad de Luzbel sólo en tránsito, como etapa de un viaje más largo, y no volvieron a salir de ella. Iban por un día, por una noche, pero algo —imperceptible— los detuvo y ya no salieron más. «Lo que los retuvo es el tiempo —me comentó el viajero—, la inmovilidad de un tiempo estancado, siempre el mismo, para el cual no existe el mañana ni el después.» No dan explicaciones, ni arguyen pretextos para quedarse, porque nadie les pregunta nada, y porque, somnolientos, como hipnotizados, tampoco saben que se están quedando. No podrían decir, por ejemplo, que los retienen los negocios: la ciudad de Luzbel tiene una ínfima vida comercial, se fijó en el tiempo —accedió a la inmortalidad, diría el viajero— mucho antes de que los negocios fueran una actividad digna y respetable: cuando todavía era el simple intercambio para vivir, ajeno a cualquier arte, y por ende, despreciable. No podrían decir, por ejemplo, que los retienen el lujo y las comodidades: Luzbel carece de esas fáciles seducciones apropiadas para gente de dinero y que matan el tiempo. En la ciudad de Luzbel no es necesario matar el tiempo, porque el tiempo ya murió, en un ayer antepasado que se prolonga para siempre.
Los viajeros en tránsito depositaron un instante la maleta en una calle, en un andén, en el banco de madera de una plaza, con la intención de descansar un rato, pero algo los atrajo, algo que no aciertan a descifrar y que en todo caso no es motivo de conversación, ni se repite de unos a otros. Según el viajero, a veces es la luz. Una luz lenta y prolongada, todopoderosa, que nimba con tonos matizados cada hora del día y cambia el aspecto de las cosas, de modo que lo que se ha visto hoy, a la rubia y profunda luz de las diez de la mañana ha de verse de otra manera a la grisácea luz de las once y a la luz celeste del mediodía. El viajero que quiere fijar un contorno o guardar una imagen —como se atesoran las hojas de un árbol o las piedras fosilizadas— no ve dos veces la misma luz, ni aprecia, dos veces, la misma forma. Y se sume en un sueño de imágenes que varían, de sombras cambiantes, detrás, siempre, de un contorno que huye, como un buque fantasma. A otros, lo que los retuvo fue una conversación iniciada en un café y que no concluye jamás. Dado que la ciudad de Luzbel carece de industria y de comercio, sus habitantes se entregan, con sumo placer, a la conversación. Por todas partes hay pequeños locales, destartalados y sin puertas, donde se celebran largas e intensas conversaciones que no tienen principio ni fin. Se habla acerca del mundo, porque en una ciudad de la cual no se puede salir, ni nadie ha salido en los últimos años, el mundo está siempre presente, es el punto de referencia imaginario de toda conversación. A miles de kilómetros y océanos por medio de Francia, en la ciudad de Luzbel se habla de Francia con mucho detalle, pues sólo amamos aquello que nos parece distante. El nombramiento de un nuevo ministro francés, la muerte de un escultor de la rue Rivole, el encarecimiento de la gasolina en París o el estreno de una obra en l’Opera —los habitantes de Luzbel están muy bien informados de lo que ocurre en todas partes y son grandes lectores de diarios— tanto como un articulo aparecido en Le Monde—y leído con veinticuatro horas de retraso— son temas de ardientes y continuadas polémicas. Algún viajero ha permanecido en la ciudad toda la vida, dispuesto a investigar en los archivos un oscuro episodio de la guerra del 14, mejor conocida en. Luzbel que en su ciudad natal europea. Otros han quedado prendidos y prendados del agua. En Luzbel llueve muy a menudo, pero ninguna lluvia es igual a otra. Los relatos acerca del agua son múltiples, y cuando se escuchan, invitan delicadamente a quedarse. Se habla de un agua purificadora, que limpia las ventanas, destiñe el hollín de los tejados y hace crecer el cabello. Otra es el agua invasora, que recorre la ciudad haciendo estallar los portales, segando árboles y arrastrando los muebles antiguos de las casas. Y hay un agua rumorosa, que no se ve pero se escucha en el fondo de la vegetación, entre los nudos de las plantas trepadoras y de las hierbas que reptan. Según el viajero, el agua de Luzbel es recogida, íntima y propiciatoria. Cercados por el agua que crea pequeñas islas en el pavimento de la ciudad, una mujer y un hombre que no se conocen, pero que tienen por delante varias horas de intimidad mirando llover, inician siempre una conversación sin prisa que los lleva a divagar por los diversos senderos del sueño, iguales a los del agua. En su isla de cemento, bajo la marquesina reluciente de un café, detrás de un cristal o protegidos por un portal, se sienten los todopoderosos dueños del tiempo, y aislados por el agua, tienen algo de las criaturas primigenias, dotadas del don de la exploración y de la nomenclatura. «Esa lluvia —me contó el viajero— invita a la intimidad y a la fantasía. Establece una imprevista complicidad entre dos que antes no se conocían, unidos ahora por el cerco de la lluvia que los aísla entre el reflejo de las luces en el suelo y la duplicidad del agua en las ventanas.» En la ciudad de Luzbel no existen, casi, referencias al pasado, pues cuando se ha abolido el tiempo, el pasado es eterno. No hay viejos edificios reconstruidos, ni puertas históricas, ni museos. Nada se guarda, puesto que durará para siempre. Por lo demás, los viajeros que llegaron un día de paso y se quedaron, sumergidos en la hipnosis del agua o enfebrecidos por la conversación, sólo tienen memoria de su estancia en la ciudad de Luzbel. Su propio pasado quedó abolido. No piensan regresar a ninguna parte ni ir a otra. «Llegué por azar al puerto —me confesó el viajero—, dispuesto a pasar sólo una noche en la ciudad de Luzbel, de la cual, por lo demás, nunca había oído hablar. Desde la baranda del barco me pareció una ciudad extraña, como si flotara entre el mar y la colina. La había indicado un día antes en mi mapa —me gusta viajar con mapas—, cuando supe que haríamos una pequeña escala, para abastecer el barco. Desde la baranda se divisa un cementerio muy blanco, lleno de curiosas esculturas, algunas de pésimo gusto, todo sea dicho, un cementerio que produce un extraño sobresalto: como si las estatuas y las fotografías, las inscripciones y la música del viento —tañedor y lleno de zumbidos— no permitieran establecer esa frontera definitiva entre los vivos y los muertos que es tan rígida en otras partes.» Como tantos, él había depositado su maleta en el mostrador de estaño de un ínfimo café del puerto, dispuesto a volver al barco en cuanto llegara la hora de la partida, pero algo lo retuvo: había creído encontrar algo familiar y todavía indescifrable en la ciudad de Luzbel. «Nunca había estado en ese lugar, según los datos de mi conciencia; no por lo menos en esta vida, ni recordaba que alguno de mis antepasados lo hubiera estado. Sin embargo, cuando levanté la cabeza del mostrador de estaño, donde un silencioso patrón me habla servido un vaso de whisky nauseabundo, destilado en la ciudad, vi mi nombre reflejado en el espejo, con las letras rojas de la marquesina de un pequeño cabaret. Confieso que me sobresalté. Mi apellido no es común, y por lo que sabía se extinguiría conmigo, si no tenía hijos. Jamás hubiera imaginado encontrarlo, en grandes letras de neón, en la marquesina de una perdida ciudad casi olvidada en los mapas. Me serené y le pregunté, con aparente indiferencia, al hombre que me había servido, acerca del origen de ese nombre que brillaba, rojamente, en la marquesina. Lo miró sin interés y me respondió con displicencia: Algún ruso que se perdió por aquí.» Los habitantes de la ciudad de Luzbel —me informó el viajero— comprenden varias lenguas, posiblemente porque es una ciudad de emigrantes, de vagabundos, hombres y mujeres de origen diverso que llegaron un día y no regresaron más a su lugar natal. Por eso mismo son profundamente indiferentes a las genealogías. También a las nacionalidades. «El lugar de origen les parece un accidente trivial, poco significativo, y en todo caso, están mucho más atentos a las afinidades que produce compartir el tiempo, no el espacio. Luzbel está lleno de rusos, polacos, italianos, turcos, rumanos, alemanes, vascos, holandeses y portugueses: si alguien nació en Luzbel, lo hizo hace muy poco tiempo. Se hablan varias lenguas, por lo menos lo suficiente como para entenderse en las cosas esenciales. Aunque las cosas esenciales, en Luzbel, son algo extrañas. Es esencial, por ejemplo, aunque se esté aparentemente de paso, albergarse en algún café. Se puede no tener casa, pero no se puede vivir en Luzbel sin parar en un café que todo el mundo pueda reconocer. Allí donde uno puede ser encontrado, cuando se le busca. De modo que el patrón, luego de servirme otra copa, "invitación de la casa", según sus palabras, me ofreció el bar como mi nueva residencia. "Si le gusta —me dijo, con sencillez puede quedarse todo el tiempo que quiera. Cierro a las tres de la madrugada, pero usted puede quedarse jugando a la baraja y dormir aquí. Podrá recibir a las visitas en el bar, invitación de la cala, y conocerá mucha gente interesante. Si quiere, habla, si no quiere no habla», me dijo el patrón. Acepté. Estaba intrigado por el nombre en la marquesina del bar o cabaret, todavía no lo sabía, y por lo demás, pasar la noche en un local del puerto de esas características me pareció una empresa singular y quizá bella.»
El viajero intentó investigar el origen de ese nombre, igual al suyo, inscrito en la marquesina brillante del pequeño cabaret. En efecto, se trataba de un cabaret de mala muerte, con butacas de felpa roja raídas por el uso y flecos dorados, retorcidos, que morían por el piso como restos de una antigua cabellera. A algunas butacas les faltaba el respaldo, a otras un brazo, pero también faltaban muchos caireles de la araña manchada de grasa, y las tablas del suelo, desiguales, mostraban grandes agujeros, como caries. Las cuatro o cinco coristas que actuaban cada noche eran mujeres flacas, lánguidas, desentendidas de su oficio que levantaban una pierna machucada como si fuera una sesión de gimnasia y masticaban una rara hierba —barba de choclo, le informó un espectador— que lanzaban, en forma de bola, sobre la cara de los clientes con el impulso de una oscura venganza.
Cuando le preguntó al dueño del cabaret por el nombre que lucía en la marquesina del local, se alzó de hombros y le dijo: «Algún ruso que se perdió por aquí. Se pierde mucha gente por aquí. Se perdió un griego llamado Sócrates —el viajero no supo si reírse o no—, se perdieron varios Homeros, se perdió una bailarina persa llamada Sirta, se perdió un submarino alemán que todavía podrá ver en la costa, si le interesa, se perdió un nazi especialista en abortos, se perdió un húngaro que había inventado el bolígrafo, se perdió un japonés que tenía un record de algo, se perdió una bruja que había huido de Salem, se perdió un cantante de jazz y el holandés del palito.»
Según pudo averiguar en días y copas sucesivos —ya se había acostumbrado al pésimo alcohol de orujo destilado en miserables catacumbas de la ciudad—, el propietario del cabaret de mala muerte lo había obtenido en una partida de cartas, una noche de invierno, hacía dos o diez años: en la ciudad de Luzbel no existe la costumbre de datar con precisión los acontecimientos, porque el tiempo es una eternidad gris, sin ningún significado. El dueño del cabaret lo habla ganado en una partida de cartas hacía un año, dos o diez: este hecho no revestía importancia. El nombre del bar, entonces, ya lucía en la marquesina, y no se molestó en cambiarlo, ni se le ocurrió preguntar su origen: en Luzbel nada se modifica, porque el tiempo, no existe. Educadamente, el viajero le preguntó al nuevo propietario si podía ver los papeles de la cesión, porque tenía interés en saber quién era el antiguo dueño, pero el hombre le dijo que no existían esos papeles, ni creía que hubieran existido nunca, en Luzbel no hay certificados, ni actas, ni documentos autentificados, ni a nadie se le ocurre reclamarlos, porque las cosas que ocurren —compras, ventas, defunciones, nacimientos, peleas, herencias— siguen ocurriendo y ocurrirán para siempre, de modo que no se necesita ningún testimonio, más que la memoria de la gente. «En su memoria —dijo entonces el viajero—, ¿quién era el antiguo propietario del cabaret?» El hombre pensó un rato. Pareció recordarlo, súbitamente, y dijo: «Un polaco que se perdió por aquí.» A esa altura —me contó el viajero— ya había comenzado a sentir los efluvios de Luzbel y aunque conscientemente no se proponía quedarse, iba dejando pasar los días subyugado por las diversas fantasías que flotaban sobre las aguas de Luzbel como telas de araña. En el café conversaba con hombres y mujeres que le contaban historias de una manera tan dulce y lánguida, tan envolvente, que llegó a sentirse como el marino perdido en un mar de sirenas. Las historias nunca tenían fecha: empezaban «Una vez...», o «Hace tiempo», de manera invariable, y cualquier pregunta que intentara situar en el tiempo el relato era considerada una impertinencia, una grotesca irrupción de la prosa en la poesía.
Envuelto en la marea de relatos que subyugaban la voluntad, hacían flotar el horizonte y creaban inmensos espacios de existencia impersonal, el viajero llegó a pensar que Luzbel era una ciudad Pandora: una gran caja sin fondo de la cual los habitantes, memoriosos e imaginarios, sacaban conejos y peces, plantas, murciélagos, corbatas, campanas, abalorios, luces y pájaros. En los escasos raptos de lucidez que le sobrevenían a veces, como luego de una borrachera, se proponía abandonar la ciudad, seguir el viaje. Antes de partir le preguntó, por casualidad, a un parroquiano del café donde vivía cuáles eran las cosas de Luzbel que le faltaban ver. «Vi el viejo submarino alemán que naufragó en la costa —enumeró, preciso—, la mujer araña del parque, la piedra que gira en dirección opuesta al viento, el faro del vigía suicida, el bosque de pinos azules, el ferrocarril que corre al borde del mar y la estación de los ingleses. Pero nunca encontré al holandés del palito» dijo—. «Ni a Luzbel» —agregó el interlocutor, sin acentuar las palabras, como un comentario al margen. El viajero no quiso caer en la trampa. No se mostró interesado ni curioso. Entonces el otro empezó a contar, mirando la copa medio llena. «A Luzbel no la vio todavía porque no sale nunca. El holandés del palito si sale, pero Luzbel no sale. Ni los domingos. No la puede ver por la calle, ni en una tienda, ni en una iglesia, ni visitando un museo, ni en una confitería. Y para visitarla hay que saber la contraseña.» «¿Cuál es la contraseña?», preguntó el viajero, que ahora no podía disimular su interés. «Un verso», respondió su informante. «Pero no cualquier verso. El verso cambia cada pocos días. Ella lo pronuncia detrás de la puerta, y si usted sabe cómo sigue, tendrá acceso a la casa, de lo contrario deberá irse. Y Luzbel es implacable. No perdona a nadie que no sepa cómo sigue. Al otro día, toda la ciudad sabe que usted es un ignorante que no supo continuar el verso. Luzbel se burla de todos sus amantes fracasados.» Al viajero le pareció una prueba llena de azar, y trató de que su interlocutor siguiera con el relato. «El que acierta la primera vez —continuó el parroquiano, sin mirarlo— es bien recibido. Pero si quiere volver, y le aseguro, amigo mío, que todos quieren volver, tendrá que cambiar el verso la próxima vez.» El viajero meditó. En Luzbel, muchas palabras tienen doble sentido, y él había cometido algunas ingenuidades por no saberlo. Las palabras significan lo que significan, más un espectro difuminado de alusiones metafóricas que giran, como planetas diminutos, quizá porque la única manera de salir de Luzbel es con la imaginación. «Tendrá que cambiar el verso», la última frase de su interlocutor, podía querer decir, también, que el amante aceptado por primera vez en la intimidad de Luzbel debía cambiar su discurso la segunda vez. «¿Quiere decir —preguntó, cauteloso— que la contraseña no se repetirá la segunda vez?», dijo. «Ni la segunda, ni la tercera, si es tan dichoso como para acertar más de una vez», respondió su interlocutor. Bebieron en silencio, como si no tuvieran interés en seguir la conversación. «El secreto está en la pared», agregó el parroquiano, luego de un rato. «¿Qué pared?», preguntó el viajero. «La pared —insistió el otro—. Fíjese en la pared. Si consigue entrar una vez, fíjese en las inscripciones de la pared. Luzbel escribe en las paredes, como las antiguas mujeres del Egipto. Llena las paredes de su cuarto con signos, cábalas, enigmas y los versos que prefiere. No escribe con lápiz de labio, no. No escribe con pinceles. Ni con la sangre de sus amantes, ni de sus menstruaciones. Escribe con una barra de cera roja como su sexo. A veces, borra. O escribe encima, y las inscripciones se confunden, como palimpsestos.» El viajero llenó otra vez las copas. Dijo que un olor a cera lo mareaba, y confundido, pensó que eran las velas del bar, sobresaliendo del cuello de las botellas vacías como mástiles. «Luzbel es lenta —siguió el parroquiano—. Desprecia la pasión confusa que omite detalles y precipita los movimientos, en torpe entrevero. Luzbel ama la pasión lenta, larga, que se detiene, morosa, en cada poro. Luzbel pulsa como quien pesa. Palpa como quien no tiene ojos. Mira, a veces, la pared. Pero no es vista: el amante enfebrecido se sumerge, ciego, y no ve, no oye. Jamás mira alrededor; alrededor: los lugares en los que Luzbel, lenta como un siglo, teje su tela de araña, enhebra hilos, tuerce cordeles. Luzbel es lenta. Mientras el agitado amante se hunde en las fuentes, es posible que una de sus manos libre —con la otra guía la cabeza inmadura del viajero— trace signos en la pared. Escritura que el apresurado no verá. Esté atento a esos símbolos, tanto como a sus corvas. Porque en algún momento Luzbel se derrama en cascada. La lentitud de Luzbel es generosa. Cuando se han recorrido todos sus caminos, intervenido en sus puertas, deslizado suavemente por sus galerías, Luzbel se estremece hasta siete veces. Alguien dice hasta setenta veces siete. Como esos temblores de tierra que empiezan a oírse lejos y retumban difundiéndose cada vez en una superficie mayor; como los truenos que repican a la distancia y su eco crece, golpea la tierra, estremece los árboles, arranca los pájaros del nido. Los ecos de Luzbel se escuchan como tambores en el pavimento de la ciudad, cada vez más fuerte. El golpe de una lonja, hondo y repetidor.»
La primera vez, el viajero consiguió penetrar en Luzbel gracias a Dante. Escuchó, detrás de la puerta, el verso iniciático: «Por mí se va a la escondida senda. Por mí se va al eterno dolor.» Emocionado, respondió: «Dejad toda esperanza, vosotros, los que entráis.»
La puerta de Luzbel se abrió lentamente —no la vio, al principio, cegado por la oscuridad— y accedió, temblando, al recinto sagrado. Entonces supo —durante un instante de lucidez— que sólo ese verso le estaba destinado a él, viajero atrapado en la seducción de una ciudad como un sueño.
Cosmogonías, 1988

 Náufragos
Estaba a punto de ganar la costa, cuando escuché los gritos de una mujer, que pedía auxilio. Con gran dificultad había conseguido acercarme a la playa, y no tenía intención de retroceder. Fue cierto sentimiento de vanidad, de suficiencia, más que la generosidad, lo que me llevó a cambiar de parecer. Oscurecía, el cielo amenazaba tormenta, y hubiera sido más fácil nadar unos metros más hacia la orilla. Pero yo ya estaba salvado, y nada hay más peligroso en este mundo que un hombre que ha vuelto a nacer: en su interior, está convencido de que ya nada grave le ocurrirá y especialmente sospecha que su salvación se debe a ciertos méritos personales —la astucia, la inteligencia o la imaginación—, a partir de los cuales es invencible. Pronto olvidé que era un sobreviviente y las fatigas que eso me había causado: retrocedí con arrojo, con el excedente de vida que me sobraba.
El mar estaba picado, y una luz confusa, amarillenta, presagiaba vientos y relámpagos. Las olas, cada vez más altas, comenzaban a precipitarse con mayor rapidez. El mar era azul, profundo, pero a lo lejos se ennegrecía como un tumor.
No había visto nunca antes a aquella mujer, y no me pregunté nada acerca de su naufragio: procediera de donde procediera, se estaba ahogando, y aunque gritaba, no hacía gran cosa por evitarlo. Viéndola sumergirse y reaparecer, con los cabellos sueltos y los ojos desorbitados, llegué a pensar que esa mujer, por algún raro fenómeno, no flotaba. De modo que procuré ayudarla con mis gritos:
¡Flexione las piernas! ¡Muévalas! ¡Agite los brazos en círculo! ¡Cierre la boca!
No sabía si oía mis instrucciones, pero pensé que de todos modos, si el eco de mi voz le llegaba, iba a tranquilizarse un poco: comprendería que no estaba sola, que otro náufrago —recién salvado— se precipitaba en su ayuda. Creo que no me equivoqué, porque a poco de escuchar mi voz, súbitamente su cuerpo se aflojó, adquirió una consistencia de medusa, y comenzó a flotar. Esto me tranquilizó. Sin embargo, no flotaba todo el tiempo. Como sacudida por bruscos impulsos, difíciles de contener, de pronto se sumergía otra vez, repleta de agua, y volvía a reaparecer, extenuada y convulsa. Entonces yo insistía con mis gritos.
La distancia que nos separaba ya no era tan grande, pero yo estaba cansado y muchas veces las olas, aprovechando mi extenuación, me hacían retroceder. Tenía los ojos enrojecidos, la mandíbula inferior me dolía y respiraba con mucha dificultad. Pero me concentré en dos brazadas largas y los metros que nos separaban los superé con un supremo esfuerzo: cuando el agua estaba a punto de arrebatarla conseguí sostenerla por el cuello.
—Tranquilícese —conseguí balbucear.
Aflojó tan súbitamente todo el peso de su cuerpo, que sentí como si un enorme globo, lleno de gas, se precipitara sobre mí. El impacto fue tan inesperado que me impelió otra vez al fondo, y la solté: esa nueva incursión a las entrañas del mar, con su sucio lodo verde y los residuos calcáreos me llenó de horror y por un instante me dejé arrastrar en la corriente, como un pez envenenado que ha perdido el sentido de la orientación. Pero me recuperé en seguida, y recordando a la náufraga, estiré los brazos y la atrapé otra vez. Ella bufaba y lanzaba agua como el hocico de una ballena; en realidad, parecía pesar lo mismo. Cuando conseguí asirla por el cuello, dio patadas al aire, gruñó y yo tuve que aconsejarla.
—Tranquilícese. No tenga miedo. Pronto habremos ganado la orilla y ya habrá pasado todo.
Decidí remolcarla asiéndola por la nuca, pero ella se revolvía como ciertos peces cuando han mordido el anzuelo: conducirlos hasta la costa es una tarea lenta, pesada, que exige enorme habilidad. Igual que el hombre que ha conseguido enganchar un pez espada, para atraerlo, debe soltar línea y dejarlo sacudirse y alejarse, yo debía, por momentos, permitir que el agua se la llevara un poco y aprovechar los momentos en que su resistencia disminuía —o era menor la presión de las olas— para arrastrarla.
Entre tanto, el cielo había oscurecido por completo y algunos relámpagos brillantes lo cortaban en dos, con trazo desigual. Yo aprovechaba esas fugaces iluminaciones para orientarme. Cuando conseguí colocar una de mis manos bajo su axila, pensé que iba a ser más fácil transportarla, pero una violenta sacudida de su cuerpo volvió a separarnos, y no tuve más remedio que reconvenirla.
—¡Un poco de cordura, por favor! —le grité, mientras un relámpago nos iluminó con su amarillento fulgor. Había comenzado a llover, y el agua que me golpeaba la cara, en medio de la oscuridad, me parecía salida de un pozo. Tuve miedo de perderla, en el forcejeo con el agua, pero de pronto me di cuenta de que ella se había aferrado muy hábilmente a mí: sentí el ardor de dos heridas abiertas, en mis costados, allí donde sin duda hubiera sido conveniente que yo tuviera dos asas, como las vasijas, para que pudiera agarrarse mejor.
—¡No apriete tanto, señora! —le grité en medio de un borbotón de espuma que me cubrió la boca.
Fuera como fuera, ella había encontrado una posición bastante cómoda para deslizarse, y no creí oportuno rectificar: debía nadar un buen trecho, todavía, para llegar a la costa; luego me haría curar las heridas.
Nadé unos cuantos metros en esa posición, con ella a mis costados. Pero un golpe muy fuerte de agua debió separarla, porque de pronto sentí que su presión aflojaba, y cuando me volví para ayudarla a mantenerse a flote, un feroz puntapié en el vientre me impelió lejos. Sentí que las aguas me desplazaban hacia adentro, sin resistencia, como un barco desarbolado. Yo iba conducido, mecido por ellas, en un sueño lleno de reflejos, de náusea y de gruñidos. Estaba tan agotado que no tuve deseos de oponerme a esa corriente.
Cuando conseguí abrir los ojos y volver a flotar, en la penumbra alcancé a divisar a la náufraga. Ahora se deslizaba sobre un madero. Había conseguido asirlo con ambas manos y navegaba en la corriente, esta vez en dirección correcta, hacia la costa. De vez en cuando, sin embargo, lanzaba gritos de terror, como si tuviera miedo de soltarse o de no llegar. En cambio a mí las olas me empujaban hacia adentro, aprovechando mi languidez. Tenía los ojos turbios y las piernas, heladas, ya no me respondían. Pero era un hombre salvado, de modo que le grité:
—¡No se suelte! ¡Déjese llevar!
Estaba a punto de desmayarme, pero tuve miedo de que el cansancio la venciera, de modo que conseguí elevar la voz:
—¡No se duerma! ¡Pronto hará pie! ¡Conserve su valor!
Aunque las olas me impulsaban hacia adentro, yo era un hombre salvado y los sobrevivientes suelen ser generosos, por lo menos, durante un rato. Esa pobre mujer podía ahogarse, de modo que gasté mis últimas energías en proporcionarle apoyo moral para llegar a la costa. El cielo había aclarado, con la misma rapidez con que oscureció, y aunque yo tenía los ojos entrecerrados, pude ver la oscura figura de la mujercita, a caballo del madero, muy próxima a la orilla. Seguramente mi voz ya no alcanzaba, para decirle que podía soltar ya su salvavidas y .ganar la costa a pie. Pero era posible que se diera cuenta por sí sola; en cuanto a mí, no había ningún peligro: aunque las olas me conducían hasta el fondo y sentía los pulmones llenos de agua, nada podía ocurrirme: era un hombre salvado, al que ya nada más puede sucederle.
La ciudad de Luzbel, 1992

La cabalgata
Una vez por semana, los verdugos cabalgan sobre sus víctimas. No siempre es el mismo día, de lo contrario la cabalgata perdería el elemento de sorpresa que constituye uno de sus mayores atractivos; el día es elegido al azar, del mismo modo que la cabalgadura.
El ejercicio de equitación se realiza en la escalera que conduce de la primera planta de la prisión a la segunda, y en dirección ascendente. El día señalado, los verdugos irrumpen sorpresivamente en la celda de los prisioneros, eligen a aquellos que han de cabalgar, y de inmediato les colocan las capuchas negras, a fin de que no reconozcan el territorio ni los accidentes de la prueba.
Los prisioneros, empujados por sus jinetes, son conducidos hasta el borde de la escalera, y sus cabezas, bajo las capuchas, se sacuden y agitan como los caballos en la pista.
Debemos reconocer que el lugar elegido para la prueba es muy adecuado: la escalera es angosta y sombría, de cemento; los peldaños están muy distantes entre sí y lo suficientemente gastados como para que la cabalgadura, ciega, trastabille al apoyar el brazo.
Los jinetes montan a hombros de sus víctimas y si alguno resbala, la cabalgadura es duramente castigada: hay que procurar mantener el equilibrio, encajar con precisión las botas de los jinetes bajo las axilas y evitar cualquier clase de vacilación.
Una vez en fila, las cabalgaduras deben iniciar la ascensión.
Los jinetes azuzan a sus víctimas con el látigo, profieren amenazas y disputan el primer lugar, pero los obstáculos son muy numerosos y desconocidos, la ascensión se torna muy difícil.
Muchas cabalgaduras caen, otras chocan entre sí, se escuchan gritos y estertores; aquellos que consiguen subir los primeros peldaños ignoran cuántos faltan, la inclinación de la pista y la índole de los próximos obstáculos. Sucios, manchados de sangre, con los dientes quebrados consiguen reptar la escalera, pero no tienen ninguna certeza acerca del próximo paso.
Aquellos prisioneros que no han sido elegidos para esta prueba tienen, sin embargo, la obligación de animar a las cabalgaduras, y son invitados a ello por severos oficiales que presencian el ejercicio.
El jinete ganador obtiene un trofeo otorgado por el capitán, y la cabalgadura recibe un terrón de azúcar como premio.
La ciudad de Luzbel, 1992

viernes, 8 de mayo de 2015

Blanco nocturno de Ricardo Piglia. La Gran Novela Latinoamericana. Carlos Fuentes.


En apariencia, Blanco nocturno de Ricardo Piglia es una novela policial, y esta vez las apariencias no engañan, sólo que Blanco nocturno, además de novela policial, es un drama familiar, una nueva radiografía de La Pampa, una novela que se sabe ficción y una narración radicada en sus personajes.
Radiografía de La Pampa: en el centro de un mundo que es puro horizonte, arrieros, troperos, domadores, chacareros, arrendatarios, temporarios que siguen la ruta de la cosecha, gauchos capaces de matar a un puma sin armas de fuego, sólo con poncho y cuchillo, gente sin más rango particular salvo el egoísmo y las enfermedades imaginarias, se mueven o permanecen, son visibles e invisibles, son la «materia» humana de una vasta tierra sin término.
Drama familiar. Sobre esta inmensidad natural, se levanta una naturaleza artificial: la industria, más exactamente la fábrica de la familia Belladona, el patriarca Cayetano, los hijos Luca y Lucio, las hermanas Ada y Sofía. El patriarca encerrado en sus dominios. Los hijos rivales, las muchachas liberadas, promiscuas, entregadas al placer, sobre todo si lo procura el extranjero, Tony Durán, puertorriqueño de Nueva York, llegando al pueblo de La Pampa, amante de las hermanas, elegante, dicharachero, perturbador, asesinado. Y hay la madre fugitiva, irlandesa, que huye en cuanto sus hijos cumplen tres años de edad.
Narración de personajes. A los de la familia propietaria se agregan, decisivamente, el abogado Cueto y el jefe de policía Croce. Éste lo sabe todo, escarba en todos los rincones, sabe que los demás saben que sabe, saber es su fortuna y su daño. Cuando sabe lo que nadie más sabe, se interna voluntariamente en un manicomio y observa la «Comedia Humana» que involucra al abogado Cueto y al supuesto asesino de Tony, el sirviente japonés Yoshio.
Novela policial. ¿Quién mató a Tony Durán? Las sospechas recaen sobre el japonés Yoshio, que es detenido y encarcelado. Sólo que Yoshio es ajeno al drama familiar que es el corazón de la trama, «The heart of the matter», diría Graham Greene, y no es fortuito que cite a Greene, cuyos «Entretenimientos» (A Gun for Sale, The Ministry of Fear) son intensas novelas morales disfrazadas de trama criminal. Pero ¿no es Hamlet una obra detectivesca en la que el príncipe de Dinamarca, asesorado por el fantasma de su padre, investiga y captura al criminal Claudio? ¿No es Los miserables una novela de detectives en la que el inspector Javert busca con celo rabioso al criminal Jean Valjean? No doy más ejemplos. Sólo sitúo a Piglia genéricamente y mucho más allá de cualquier reductivismo.
Novela que se sabe ficción. Parte de la armazón (y de la prosa) de Blanco nocturno son las notas numeradas a pie de página con las que Piglia refiere acontecimientos relacionados con la novela, introduce notas políticas, económicas, financieras, que enriquecen la trama sin entorpecer la narración. Este estilo propio del autor nos va guiando con sutileza por una República Argentina cuyo pasado no sólo ilustra su presente, sino, con otra vuelta de tuerca, nos revela la novedad del pasado.
Renzi. No revelo los misterios que tan hábilmente entrelaza Piglia si me refiero al personaje cuasi-narrador, el periodista Emilio Renzi, a quien ya conocimos como joven escritor en una novela anterior, Respiración artificial. Bisoño autor entonces, Renzi escribe la historia de las traiciones (y tradiciones, que a veces es lo mismo) de su familia antes de encontrarse con el protagonista de las mismas, su tío Marco Maggi. Lo cual remite al lector a la dictadura de Juan Manuel de Rosas y al cabo, al drama de la nación argentina: ¿por qué, teniéndolo todo, acaba por no tener nada? Otro «detective», Arozena, busca la respuesta a los enigmas. Al no encontrarlos él mismo, nos envía a Blanco nocturno con un Renzi periodista, envejecido, cínico, útil e inútil para la prensa, perdido para la literatura, salvado por la imaginación de Ricardo Piglia.
(Tomado de: La Gran Novela Latinoamericana).

Ellroy James - Sangre En La Luna. Novela Negra.


Un asesino en serie, metódico y concienzudo, comete varios crímenes sin que nadie sospeche su autoría. Sin embargo, la vida del asesino y la del sargento Hopkins tiene parecidos soprendentes. Ambos están obsesionados por las mujeres y las amas, aunque cada uno a su manera. Ambos, también, fueron violados de niños. Son dos 'iluminados' con una misión que cumplir.
Elegida por el equipo editorial de Etiqueta Negra para ser el número 100 de su colección, Sangre en la luna es también la presentación de James Ellroy a los lectores españoles.

Ellroy, nacido en Los Ángeles en 1938, es un personaje peculiar. Su ingreso tardío en la literatura, su extraña biografía, el éxito formidable de sus primeros libros, la calidad de su prosa, hacen de Ellroy una de las figuras de la nueva narrativa criminal en Estados Unidos.
Conocí a Ellroy en las afueras de la librería Mysteryous, sentados en las escaleras de una de las casas de la calle 57. El sol nos calentaba un poco los huesos de refilón. Se me ocurrió preguntarle por qué en sus novelas el tema de la mujer asesinada por un sicópata es una recurrente, y la respuesta me dejó frío: «A mi madre la mataron así cuando yo era un niño». Ellroy conoce el bajo mundo de la ciudad de Los Ángeles porque lo vivió desde adentro. Conoce casi todas las comisarías de policía porque en todas ellas estuvo detenido. Drogadicto, vago, ladronzuelo, Ellroy salió del mundo del lumpen gracias a la literatura. Y parece que para siempre. El éxito de su trilogía iniciada por Sangre en la luna (19) y por sus novelas El requiem de Brown y Clandestino (nominada para el premio Sgamus y el Edgar respectivamente) abrió la puerta a la corriente de la literatura sobre la paranoia social norteamericana y puso el nombre del autor en primera fila.
PIT II


PARTE PRIMERA
PRIMER SABOR DE SANGRE
CAPÍTULO UNO


Viernes, 10 de junio de 1964, era el comienzo del fin de semana dedicado a los veteranos de la emisora de radio KRLA. Los dos conspiradores que exploraban el territorio donde iba a tener lugar el «secuestro» conectaron la radio portátil a todo volumen para ahogar el rugido de las motosierras, martillos y palancas que pro­venía de las obras de renovación de la clase del tercer piso. Final­mente, la música de los Fleetwood que se emitía logró la suprema­cía auditiva.
Larry Hombre Pájaro Craigie, con la radio pegada al oído, se maravillaba de la ironía de que aquellas obras de construcción tu­viesen lugar a una semana escasa del cierre de la escuela para las vacaciones de verano. En aquel momento se oyó la voz de Gary U. S. Bonds, cantando: «Por fin la escuela ha terminado, me ale­gro de haber aprobado», y Larry cayó sobre el linóleo cubierto de serrín, convulsionado de la risa. Tal vez la escuela se había terminado, pero a él no le habían aprobado, y le importaba un comino. Se arrastró por el suelo sin preocuparse por su camisa violeta de terciopelo recién cepillada.
Delbert Haines, el Rubio, empezaba a sentirse harto y enojado. O bien el Pájaro estaba loco o fingía estarlo, lo que representaba que su aprendiz era más listo que él o, lo que era lo mismo, que le estaba tomando el pelo. El Rubio esperó a que la risa de Larry se calmara y se alzó en una postura obscena. Ya sabía lo que ven­dría a continuación: toda una serie de observaciones espeluznantes sobre las obscenidades que Larry pensaba hacerle a Ruthie Rosenberg, cómo pensaba hacer que se la mamara mientras él se colga­ba de las anillas del gimnasio de chicas.
La risa de Larry se apagó y abrió la boca para hablar. El Rubio no le permitió ir tan lejos; Ruthie le gustaba, y detestaba que dijeran blasfemias sobre las buenas chicas. Clavó la punta de su bota en el homóplato de Larry en el punto preciso donde sabía que el dolor sería intenso. Larry chilló y se levantó de un salto, abrazando la radio contra su pecho.
—No tenías por qué hacerlo.
—No —dijo el Rubio—, pero lo he hecho. Puedo leer en tu mente, psicópata. Maldito psicópata. No digas cosas feas de las chicas buenas. Tenemos al Inútil para meternos con él, no con las chicas guapas.
Larry asintió; puesto que se le incluía en tan importantes pla­nes, tomó la iniciativa del ataque. Se encaminó hasta la ventana más próxima y miró a través de ella para tratar de localizar al Inútil, vestido con sus botas de montar y sus jerséis color crema, con su aspecto de niño bonito y con su revista de poesía, que edi­taba en la tienda de fotografía de Alvarado, lugar en el que tenía una habitación para vivir a cambio de barrer la tienda.
La Revista de Poesía de Marshall no era más que un montón de poemas empalagosos y sin valor, de cursiladas amorosas que todo el mundo sabía que estaban dedicadas a aquella niñata esti­rada, trasladada desde una escuela parroquial irlandesa, y a su grupito poético de perras mocosas; dedicadas a lanzarles ataques jo­didos al Rubio, a él y a todos los niños de papá de derechas de Marshall. Una vez en que Larry, colocado de pegamento, destrozó el Club de Folk Song, la revista conmemoró la ocasión dedicándo­le unos dibujos en los que aparecía con traje de guerrero y una reseña que rezaba: «Ahora tenemos a un camisa negra llamado Pájaro Iletrado; no es hombre de letras. Sus armas son furtivas, y tiene poco seso; lo que en verdad es: una desgracia humana».
Al Rubio le había ido aún peor; después de darle una patada en el culo al Gran John Kafesjian durante una pelea en Rotunda Court, el Inútil había dedicado un número completo de la revista a un poema «épico» que narraba el evento, en el que le calificaba de «provocador, mal perdedor» y finalizaba con una predicción sobre su destino, compuesta a modo de epitafio:
«No hay autopsia que pueda revelar lo que su negro corazón es capaz de abarcar; un ser musculoso, vano y vacuo, definido por el terror y el odio. —Que esto sea un réquiem por este peso mosca.»
Larry se había propuesto proporcionarle al Rubio presta ven­ganza, y de paso hacerse a sí mismo un favor en el proceso. Los jefazos le habían dicho que sería expulsado de haber más peleas o destrozos, y la sola idea de que le echasen de la escuela hacía que se mojara en los pantalones. Pero el Rubio le había quitado importancia al asunto diciendo:
—No, esto es demasiado fácil. El Inútil tiene que sufrir lo mis­mo que nosotros. Nos ha hecho reír a tope. Vamos a devolverle el cumplido, y algo más. Así pues, habían incubado un plan que consistía en desnudarle, golpearle, pintarle los genitales y afeitarle. Y aquél, si todo funcionaba, era el momento. Larry observó có­mo el Rubio, con una navaja, trazaba esvásticas sobre el serrín. La versión de «Come and go with me» de los Del-Viking llegó a su fin y sonaron las noticias, lo que quería decir que eran las tres en punto. Un momento más tarde Larry oyó las voces de los operarios, les observó mientras recogían sus herramientas y su equi­po eléctrico y bajaban con estruendo por la escalera principal, de­jándole solo a la espera del poeta.
Larry tragó saliva y le dio un codazo al Rubio, temeroso de contrariar a su silencioso artífice.
—¿Estás seguro de que vendrá? ¿Qué pasará si se imagina que la nota era falsa?
El Rubio alzó la mirada y le dio una patada a la puerta de un armario de pared, haciéndola saltar sobre sus bisagras.
—Vendrá aquí. ¿Una nota de ese coñazo irlandés? Pensará que as una especie de jodida cita amorosa. Relájate. La nota la escri­bió mi hermana: papel rosa y caligrafía de chica. Sólo que no habriá tal cita de amor. ¿Sabes a que me refiero, niñato?
Larry asintió. Lo sabía muy bien.
Los conspiradores aguardaban en silencio. Larry soñaba despierto, mientras el Rubio escudriñaba los armarios abandonados, en bus­ca de objetos olvidados. Cuando oyeron pasos en el pasillo del segundo piso, que quedaba debajo de ellos, Larry agarró un par de pantalones cortos de jockey de una bolsa de papel marrón y extrajo un tubo de cola de acetato para maquetas de su bolsillo. Luego, vació el contenido entero del tubo dentro de los pantalo­nes y se situó pegado a la fila de armarios que quedaba más pró­xima al hueco de la escalera. El Rubio se puso en cuclillas junto a él, con unas nudilleras de fabricación casera atadas a su puño derecho.
—¿Cariño?
El saludo, musitado con vacilación, precedió al ruido de pasos, que parecían hacerse más firmes mientras se aproximaban al rella­no del tercer piso. El Rubio iba contando para sí, y cuando calcu­ló que el poeta se encontraría al alcance de su mano, apartó a Larry de en medio y se plantó junto al borde de las escaleras.
—¿Querida?
Larry se echó a reír y el poeta se quedó helado a medio esca­lón, con la mano pegada al pasamanos. El Rubio agarró aquella mano y tiró escaleras arriba, con lo que el poeta se arrastró de bruces por los dos últimos escalones. Dio otro tirón y soltó la pre­sión de la mano hasta el ángulo preciso para hacer que el poeta se pusiera de rodillas. Mientras su adversario le miraba fijamente y con ojos suplicantes e impotentes, el Rubio le dio una patada en el estómago y le obligó a levantarse de un tirón, mientras el otro temblaba incontroladamente.
—¡Ahora, Pájaro! —gritó el Rubio.
Larry tapó la boca y la nariz del poeta con los pantalones de jockey y presionó hasta que sus estremecimientos se convirtieron en gorgoteos, hasta que la piel de sus sienes se puso de rosada a roja y después azul y empezó a boquear por falta de aire.
Larry aflojó la presión y se echó hacia atrás, mientras los pantalones de jockey caían al suelo. El poeta se tambaleó sobre sus pies y cayó de espaldas, estrellándose contra la puerta medio abierta de un armario. El Rubio se quedó donde estaba, con los puños alzados, observando cómo el poeta se arqueaba para poder respirar y susurrando:
—Le hemos matado. Juro a Dios que le hemos matado.
Larry estaba de rodillas, rezando y haciendo la señal de la cruz, cuando el poeta tomó finalmente oxígeno y expulsó una bola enor­me de pegamento cubierta de esputo, seguida de un grito entre­cortado:
—¡Es-es-esc… escoria!
Expulsó la palabra en una nueva expiración mientras el calor de su cara volvía a la normalidad y su cuerpo se iba alzando len­tamente sobre sus rodillas.
—¡Escoria! ¡Puerca basura blanca, escoria podrida! ¡Estúpidos, mezquinos, repugnantes, disolutos!
El Rubio Haines empezó a reír mientras la distensión fluía a través de su cuerpo. Larry Craigie empezó a sollozar de alivio y remodeló su plegaria, transformando sus manos unidas en puños cerrados. La risa del Rubio se volvió histérica, y el poeta, ahora en pie, descargó su furia contra él:
—¡Basura musculada automecánica! ¡Ninguna mujer te tocará jamás! ¡Todas las chicas que conozco se reirían de tu pito de cin­co centímetros! ¡Si no hay pito, no hay sexo. No…!
El Rubio se puso colorado y empezó a temblar. Echó un pie hacia atrás y lo disparó con toda su fuerza contra los genitales del poeta, que profirió un alarido y cayó de rodillas. El Rubio chilló:
—¡Pon la radio en marcha, a toda pastilla!
Larry obedeció y las voces de los Beachboys inundaron el pasillo. Mientras tanto, el Rubio aporreaba y daba patadas al poeta, el cual se había enroscado en posición fetal musitando «escoria, escoria» a medida que le alcanzaban los golpes.
Cuando los brazos desnudos y el rostro del poeta estuvieron cubiertos de sangre, el Rubio se echó hacia atrás para saborear su venganza. Se bajó la cremallera para ofrecerle un cálido y líquido golpe de gracia y descubrió con sorpresa que estaba empalmado. Larry se dio cuenta y miró a su jefe en espera de alguna pista de lo que se suponía que debía ocurrir. De repente, el Rubio se sintió aterrorizado. Bajó la vista hacia el poeta que todavía gemía «escoria», y salpicaba de sangre sus botas de paracaidista con pun­tera de acero. Entonces, el Rubio supo lo que significaba su erec­ción; se arrodilló junto al poeta y le bajó los Levi’s y los calzonci­llos, le abrió las piernas y se precipitó disparatadamente dentro de él. El poeta dio un alarido en el momento en que le penetró; luego, su respiración se sosegó en algo extrañamente parecido a una risa irónica. El Rubio acabó, se retiró y miró hacia su espan­tado subordinado en busca de apoyo. Para ponérselo más fácil, subió el volumen de la radio hasta que la voz de Elvis Presley se transformó en un berrido deforme; luego, observó cómo Larry daba su conformidad última.
Le abandonaron allí, privado de lágrimas o del deseo de sentir algo más que el vacío de su devastación. Mientras Larry y el Ru­bio se alejaban, «Cathys Clown», de los Everly Brothers, sonaba en la radio. Antes de marchar, ambos se habían reído y el Rubio le había dado una última patada.
El poeta se quedó allí tumbado hasta que estuvo seguro de que el patio estaría desierto. Pensó en su amada e imaginó que se encon­traba junto a él, con su cabeza descansando sobre su pecho, diciéndole cuánto le gustaban los sonetos que había compuesto para ella.
Finalmente, se puso en pie. Le resultaba difícil caminar; cada paso provocaba un dolor desgarrador desde sus entrañas hasta su pecho. Se palpó la cara; estaba cubierta de una materia seca que debía de ser sangre. Se frotó furiosamente el rostro con la manga hasta que las abrasiones brotaron con nuevos regueros de sangre sobre la suave piel. Aquello le hizo sentirse mejor, y el hecho de que las lágrimas no le hubieran traicionado le hacía sentirse aún mejor.
Exceptuando a un único grupo de chiquillos que haraganeaban y jugaban a perseguirse, el patio estaba desierto. El poeta lo cruzó con sus pasos lentos y dolorosos. Gradualmente, empezó a darse cuenta de que un líquido se escurría por sus piernas. Se alzó la pernera derecha de su pantalón y vio que su calcetín estaba empa­pado en sangre mezclada con un líquido blanquecino. Se quitó los calcetines y se dirigió, cojeando, hacia el Arco de la Fama, un paseo de mármol incrustado que conmemoraba las promociones previas de la escuela. El poeta restregó calcetines de algodón en­sangrentados sobre las mascotas que representaban a los Atenienses del 63 y siguió restregando todo el recorrido hasta los Delfinianos del 31. Entonces, empezó a andar con los pies descalzos, ganando en fuerza y determinación a cada paso, mientras atrave­saba la valla sur del colegio para entrar en el bulevar de Griffith Park. Su mente hervía con fragmentos sueltos de poesía y rimas sentimentales; todo dedicado a ella.
Cuando vio la floristería de la esquina de Griffith Park y la calle Hyperion, supo cuál era su destino. Se acorazó, dispuesto a entrar en contacto con seres humanos y entró para comprar una docena de rosas, que debían mandarse a una dirección que se sa­bía de memoria pero que nunca había visitado. Escogió una tarje­ta blanca que debía acompañarlas y en la parte trasera garabateó algunas meditaciones sobre cómo el amor se grababa con sangre. Pagó a la florista, quien le sonrió y le aseguró que en una hora las flores habrían llegado a su destino.
El poeta salió al exterior y se dio cuenta de que todavía queda­ban dos horas de luz diurna y que no tenía adonde ir. Aquello le asustaba, así que trató de componer una oda a la declinante luz del día para mantener a raya su temor. Probó una y otra vez, pero su mente no se iluminaba y su miedo se convirtió en terror; cayó de rodillas, sollozando por una palabra o una frase que le inspiraran de nuevo.

jueves, 7 de mayo de 2015

Daniel F. Galouye (1920-1976).Novela. Simulacron 03. Ciencia Ficción.


Daniel F. Galouye (1920-1976) era un escritor estadounidense de la ciencia ficción, escribió varias historias en revistas especializadas baratas y de consumo popular manteniendo muchos seguidores, las publicaciones contenían argumentos simples con grabados e impresiones artísticas que ilustraban la narración, de manera similar a un cómic o una historieta.

Participo en la Segunda Guerra Mundial formando parte de la Marina norteamericana como instructor y piloto de pruebas, comenzó a trabajar como reportero para distintos periódicos tras graduarse en la Universidad estatal de Luisiana.

El 26 diciembre de 1945, se casó con Carmel Barbara Jordan. Desde principios de la década de los 40 hasta 1967 colaboró en la edición de la revista The States Item.

Su retiro anticipado a finales de la década de los 60, fue provocado por los problemas de salud originados por las lesiones de la guerra que provocarían su muerte el 7 de septiembre de 1976 en su ciudad natal.

En 1952 vendió su primera novela por entregas a la revista Imagination, para pasar a publicar en otras revistas como Galaxy Science Fiction o The Magazine of Fantasy & Scienceº Fiction. Entre 1961 y 1973 Galouye firmó cinco novelas, entre ellas Simulacron, que insipiró el guion de la película de 1999 The Thirteenth Floor y de la miniserie alemana de televisión Welt am Draht, dirigida por Rainer Werner Fassbinder en 1973. Su primera novela, Dark Universe editada en 1961, fue nominada para un premio Hugo.

Obras
En español

Mundo Tenebroso (novela)
Después de la III Guerra Mundial (novela)
Simulacrón-3 (novela)
La percepción perdida (novela)
La Ciudad De La Energia (relato largo)
Asilo (relato)
Domingo fatal (relato)
Jebaburba (relato)
Justicia del futuro (relato)
Misión diplomática (relato)
Ojos artificiales (relato)
Vuelo fantástico (relato)
Novelas en Ingles

Dark Universe (1961)
Lords of the Psychon (1963)
Simulacron 3 (1964)
A Scourge of Screamers (1968)
The Infinite Man (1973)
Colecciones en Ingles

The Last Leap and other stories of the supermind (1964)
Project Barrier (1968)
Historias Cortas en Ingles

Rebirth, (ss), Imagination, Marzo 1952
Tonight the Sky Will Fall!, Imagination Mayo 1952
The Reluctant Hero, (ss), Imagination: Julio 1952
The Dangerous Doll, (ss), Imagination: Septiembre 1952
The Fist of Shiva, (ss), Imagination: Mayo 1953
Sanctuary, (nv), F&SF: Febrero 1954
Disposal Unit, (ss), Imagination: Marzo 1954
Cosmic Santa Claus, (ss), Imagination: Mayo 1954
Phantom World, (nv), Imagination: Agosto 1954
Jebaburba, (ss), Galaxy: Octubre 1954
Over the River, (ss), Imaginative Tales: Mayo 1955
So Very Dark, (ss), Imaginative Tales: Julio 1955
Country Estate, (ss), Galaxy: Agosto 1955
Deadline Sunday, (nv), Imagination: Octubre 1955
The Day the Sun Died, (nv), Imagination: Diciembre 1955
Seeing-Eye Dog, (ss), Galaxy: Septiembre 1956
All Jackson's Children, (ss), Galaxy: Enero 1957
Gulliver Planet, (ss), Science Fiction Adventures: Abril 1957
Shock Troop, (ss), Galaxy: Junio 1957
Shuffle Board, (ss), IF: Junio 1957
Share Alike, (ss), Galaxy: Octubre 1957
Project Barrier, (ss), Fantastic Universe: Enero 1958
The City of Force, (nv), Galaxy: Abril 1959
Sitting Duck, (ss), IF: Julio 1959
Diplomatic Coop, (ss), Star Science Fiction Stories 1959
The Last Leap, (nv), IF: Enero 60
Kangaroo Court, (ss), IF: Septiembre 1960
Fighting Spirit, (nv), Galaxy: Diciembre 1960
The Reality Paradox, (ss), Fantastic: Enero 1961
The Big Blow-Up, (nv), Fantastic: Marzo 1961
Descent into the Maelstrom, (ss), Fantastic: Abril 1961
Homey Atmosphere, (ss), Galaxy: Abril 1961
The Trekkers, (ss), Fantastic: Septiembre 1961
Mirror Image, (ss), IF: Septiembre 1961
Spawn of Doom, (ss), Fantastic: Diciembre 1961
A Silence of Wings, (ss), Fantastic: Febrero 1962
Recovery Area, (ss), Amazing: Febrero 1963 (*PB)
Reign of the Telepuppets, (na), Amazing: Agosto 1963 (*PB)
Rub-a-Dub, (ss), (1969)
Prometheus Rebound, (nv), (Harrison, 1970)

Premios: Cordwainer Smith Rediscovery Award (2007), posterior a su muerte.

http://www.ecured.cu/index.php/Daniel_Francis_Galouye


(Fragmentos). Novela. Simulacron 03.

***
El coche remontó hacia una colina, bañando la vertiente con sus luces, y dejando al descubierto un trozo de la campiña circundante que no había visto en mi vida.
  Llegamos a la cima de la colina y de repente una angustia y miedo infinitos se aplastaron sobre mi pecho.
  Jinx se revolvió en su asiento pero no se despertó.
  A mí me pareció una eternidad el transcurso de aquellos minutos aunque en ningún momento dejé de mirar al frente sin convencerme de lo que veían mis ojos por inverosímil.
  La carretera terminaba a menos de cien metros.
  A cada lado de la carretera, daba la impresión de que el mundo hubiera desaparecido, abriéndose una sima enorme a uno y otro lado, formando una barrera impenetrable de oscuridad.
  No se veía ninguna estrella, ni la luz de la luna… solo la nada, dentro de la nada, como si nos halláramos en el rincón más apartado del infinito.

***


Aquello no era una ilusión. Era real. No cabía la menor duda de que aquella experiencia, excitaba los centros alucinatorios. La estimulación cortical era así de efectiva.
  Oí una sonora carcajada metálica tras de mí, me volví, y un chapuzón de agua me dio de lleno en el rostro.
  Vi a Dorothy que trataba ponerse fuera de mi alcance. Fui tras ella y se sumergió, mostrando al hacerlo la tersura y flexibilidad de su cuerpo.
  Nadamos bajo el agua, y en un momento dado estuve tan cerca de ella que conseguí atraparla por un tobillo, pero se soltó y volvió a alejarse de nuevo con la facilidad de una auténtica criatura marina.
  Salí a la superficie para llenar de nuevo de aire mis pulmones.
  Y al hacerlo, vi a Jinx Fuller, de pie sobre la playa, erguida y preocupada, mientras miraba con atención la superficie lisa del mar.

miércoles, 6 de mayo de 2015

En 10 puntos. Julio Verne. 20.000 leguas de viaje submarino.


1. Típica novela de aventuras. Sin mayores complicaciones de estructura, hace que  la historia sea de lectura fácil y entretenida.
2. La exposición de los acontecimientos de 20000 leguas de viaje submarino es sencilla:  A) Presentación de los hechos. B) Desarrollo. C) Conclusión. Esta forma lineal, esquemática y simple se mantendrá a lo largo de toda la obra y de cada aventura narrada. Esa es su forma mecánica de contar la historia.
3. Se le podría criticar que en ocasiones, las descripciones son demasiado abundantes, innecesarias y gratuitas. Sin embargo, Verne toma siempre como punto de apoyo o de pivote un acontecimiento histórico y en general científico para iniciar sus narraciones de aventuras, de ahí entonces cierta morosidad en el relato.
4. La  trama principal de la novela es quién es el capitán Nemo, su nacionalidad y la lengua en que se comunica con sus tripulantes en el Nautilus. E igual trama paralela a esta es si Aronnax, Conseil y el arponero Ned Land, lograrán escapar del Nautilus al ser capturados por el capitán Nemo luego de su derrota y, el hundimiento del Abraham Lincoln. Esta pregunta se mantendrá hasta la última página de 20.000,00 leguas de viaje submarino.
5. Un aspecto que se plantea la obra es lo moralmente aceptable por la sociedad, lo justo e injusto, ciencia vs moral. Desafortunadamente, solo obtenemos visos, meras sensaciones y conclusiones a estos planteamientos tan importantes.
6. Es una obra bien documentada, con conocimiento de los adelantos científicos de la época e igualmente de una gran imaginación.
7. Julio Verne es el típico narrador nato. En él la prosa es diáfana, limpia, depurada, legible. No ahonda en detalles de la acción narrada solo en cuanto a los aspectos científicos que siempre están aparejados con lo narrado. Tampoco es una novela psicológica, ni social.
8. En Verne, todo aspecto científico está fundamentado, racionalizado o al menos, se orienta a que así sea.
9. Más que literatura de Ciencia Ficción o Fantástica, podríamos hablar de literatura de anticipación y de aventuras. Verne se adelanta a su época siendo un visionario al crear en su novela un submarino como el Nautilus.
10. En su novela, el verosímil del relato, está completo, redondo, perfecto en su universo. Quizá por las razones anteriores Julio Verne nos sigue agradando como escritor.  J.Méndez-Limbrick.

martes, 5 de mayo de 2015

La nueva narrativa rusa: Vladimir Sorokin.


Vladimir Sorokin. (nacido 07 de agosto de 1955 en Bykovo, Óblast de Moscú) es un escritor y dramaturgo ruso,contemporáneo postmoderno, uno de los más populares de la literatura moderna rusa. En 1972 hizo su debut literario con una publicación en el periódico Za Kadry Neftyanikov.
Se formó como ingeniero en el Instituto de Moscú de petróleo y gas, pero se volvió hacia el arte y la escritura, convirtiéndose en una importante presencia en el metro de Moscú de la década de 1980.
Artista de talento multifacético formado en el ambiente de la vanguardia moscovita de los años 80, Sorokin fue pintor en sus inicios e ilustró una cincuentena de libros antes de dedicarse a la escritura. Su obra fue prohibida en la Unión Soviética, y su primera novela, La Cola, fue publicado por el famoso disidente Andrei Sinyavsky emigrado en Francia en 1983.
En 1992, Collected Stories de Sorokin fue nominado para el Premio Booker ruso, en 1999, la publicación de la controvertida novela Manteca de cerdo azul, que incluía una escena de sexo entre los clones de Stalin y Jruschov, dio lugar a manifestaciones públicas contra el libro y de las demandas que Sorokin ser procesado como un pornógrafo. En 2001, recibió el Premio Andrei Biely por sus sobresalientes contribuciones a la literatura rusa.
Sorokin es también el autor de los guiones de las películas de Moscú, El Kopeck y 4, y del libreto para niños de Rosenthal de Leonid Desyatnikov, la primera nueva ópera para ser comisionado por el Teatro Bolshoi desde 1970. Ha escrito numerosas obras de teatro y cuentos, y su obra ha sido traducida en todo el mundo. Sorokin vive en Moscú.

***
En el siglo XVI, el déspota ruso Iván el Terrible estableció la oprichnina, una especie de estado de emergencia que otorgaba al zar poderes absolutos. Una ola de terror y de sangre invadió Rusia. Los oprichniks, todopoderosos integrantes de la guardia personal de Iván, llevaban a cabo su voluntad sembrando el miedo y la muerte… Todavía en el siglo XXI este período histórico ejerce una peligrosa fascinación.
El oprichnik de la Nueva Rusia, Andrey Komyaga, narra en primera persona su jornada. Su agenda es apretada: ahorcar al noble caído en desgracia, ocuparse de los asuntos amorosos de la Soberana… Desde su fanatizado punto de vista conoceremos la Rusia de 2027, aislada del resto del mundo por la Gran Muralla y gobernada con mano de hierro por el omnipotente Soberano, una sociedad sumergida en la increíble mezcla de pasado medieval y futuro tecnológico.
Vladimir Sorokin, el más provocativo y mordaz autor de la Rusia contemporánea, ha sido el único que se ha atrevido a reflejar en la literatura las alarmantes realidades políticas de la Rusia actual. El resultado es esta aturdidora novela, corta, concentrada, sarcástica. El carácter profético de la ucronía de Sorokin la sitúa al lado de las más angustiosas visiones de Orwell y Zamiatin.
Fuente:N.N.
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El día del opríchnik


Título original: День опричника - Den' oprichnika
Vladimir Sorokin, 2006
Traducción: Yulia Dobrovolskaia y José María Muñoz Rovira
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A Grigory Lukiánovich Skuratov-Belskiy
Apodado Maliuta

El sueño es el de siempre: ando por la ilimitada campiña rusa, que se extiende en sucesivos horizontes; veo al corcel blanco en lontananza, voy hacia él, lo presiento incomparable, el caballo de todos los caballos, bello, presto, de pie ligero; por mucho que me afane, no consigo alcanzarlo, acelero el paso, silbo, grito, lo llamo… De repente comprendo que en ese corcel está toda mi vida, toda mi suerte, toda mi esperanza, que lo necesito como el aire, corro, corro, corro tras él, y él, como siempre, se aleja pausado, impasible, sin hacer caso de nada ni de nadie, se va para siempre, se va de mí y de mi destino, se va por los siglos de los siglos, irremisiblemente, se va, se va, se va…
Me despierta mi parlante:
Latigazo: grito.
Otro latigazo: gemido.
Tercer latigazo: estertor.
Lo grabó Poyarok en la Intendencia Secreta mientras le apretaban las tuercas al gobernador de la región del Lejano Oriente. Esa música despertaría a un muerto.
—Komyaga a la escucha —digo acercando el frío parlante al oído todavía cálido del sueño.
—Salve, Andréy Danílovich. Korostylev al habla —brota la voz del viejo subalterno de la Intendencia de Asuntos Foráneos y, en un santiamén, al lado del parlante, en el aire, se me aparece su jeta bigotuda y nerviosa.
—¿Qué se te ofrece tan temprano?
—Me permito recordarle que esta noche se celebra la audiencia real con el embajador albano. Se mantiene convocada, pues, la docena circundante.
—Ya estaba al tanto —gruño irritado, aunque a decir verdad se me había olvidado por completo.
—Lamento importunarlo, pero debía ratificárselo. Lo manda el reglamento.
Dejo el parlante en la mesita. ¿A santo de qué viene el auxiliar diplomático a recordarme el consabido protocolo? Ah, sí… Olvidaba que los de embajadas se estrenaron hace poco como cooficiantes del lavatorio de manos. Sin abrir los ojos, me siento en el borde de la cama con las piernas colgando y, de un respingo, trato de sacudirme la resaca. Busco a tientas la campanita, la agito. Del otro lado de la pared se oye cómo Fedka salta del banco de la estufa, trajina, hace tintinear los platos. Yo sigo sentado con la cabeza gacha, todavía no preparada para despertarse: ayer otra vez tuve que agarrarme una buena pese a que había jurado beber y aspirar sólo con los míos, como es de rigor. Noventa y nueve reverencias en la catedral de la Dormición, preces a San Bonifacio… ¡Al carajo con todo! No iba a hacerle un desaire al eminente y sabio consejero Kirill Ivánovich, en cuya compañía tanto aprendo. Yo, a diferencia de Poyarok o Sivolay, valoro la virtud de la inteligencia. Jamás me cansaría de escuchar las palabras omniscias de Kirill Ivánovich. Lástima que éste, sin farlopa, sea poco locuaz…
Entra Fedka:
—Salve, Andréy Danílovich.
Abro los ojos.
Fedka trae la bandeja. Y esa jeta suya de todas las mañanas, ajada y descompuesta. En la bandeja, el surtido habitual de una mañana de resaca: un vaso de kvas blanco, una medida de vodka, medio vaso de salmuera de repollo. Trago la salmuera. Me pica la nariz y se me contraen los pómulos. Respiro hondo y me echo el vodka entre pecho y espalda de un solo trago. Suben las lágrimas emborronando la jeta de Fedka. Ya recuerdo casi todo: quién soy, dónde estoy, para qué. Dilato los pulmones aspirando con cautela. Del vodka paso al kvas. Transcurre el minuto de la Gran Inmovilidad. Eructo fuerte, con un gemido de las entrañas, me enjugo las lágrimas. Y ya me acuerdo de todo.
Fedka retira la bandeja e, hincado de rodillas, me ofrece la mano. Me sirvo de ella para levantarme. Por la mañana, huele Fedka aún peor que por la noche. Es la verdad de su cuerpo y no la puedes esquivar. No es algo que se cure con azotes. Estirándome y gimiendo camino hacia el iconostasio, prendo la lamparita, me arrodillo. Musito las plegarias matutinas, hago las reverencias preceptivas. Fedka, detrás, bosteza y se santigua.
Después de rezar, me incorporo apoyándome en Fedka y me encamino al cuarto de baño. Me lavo la cara con el agua recién sacada del pozo, en la que aún se aprecian los trocitos de hielo, y me miro al espejo y él me mira a mí con el rostro ligeramente hinchado, las aletas de la nariz cubiertas de vetas azules, el pelo desgreñado y, en las sienes, las primeras canas, demasiado tempranas para mi edad. Gajes del oficio, qué remedio. Pesa mucho la causa del Estado…
Descargados el vientre y la vejiga, me sumerjo en la pila de hidromasaje, pongo el programa en marcha, reclino la nuca en la templada y confortable cabecera. Miro hacia arriba, al techo pintado donde unas doncellas recogen cerezas en un jardín. Contemplo sus piernas arremangadas, sus cestos llenos de fruta madura. La idílica estampa transmite sosiego. Mientras, el agua sube, se hincha de aire, bulle en torno a mi cuerpo. El vodka por dentro y la espuma por fuera me restituyen poco a poco la lucidez. Al cabo de un cuarto de hora, cesa el borbollón. Remoloneo un rato más antes de pulsar el botón que hace venir a Fedka con la toalla y la bata. Entra y me ayuda a salir, me envuelve con la toalla, me abriga con la bata. Prosigo hasta el comedor. Allí Taniushka ya ha dispuesto el desayuno. En la pared del fondo, me aguarda la burbuja de noticias. Le ordeno en voz alta:
—¡Novedades!
La burbuja se enciende, tornasola con la bandera azul-blanca-roja de la Patria y el águila bicéfala dorada mientras tañen las campanas de la iglesia de Iván el Grande. Sorbiendo té con frambuesa, atiendo a los partes: en la zona norcaucásica del Muro de Meridión, sale otra vez a la luz el latrocinio de funcionarios y miembros de las asambleas; el Tubo del Lejano Oriente seguirá cerrado hasta que se reciba el suplicatorio de los japoneses; los chinos amplían sus colonias en Krasnoyarsk y Novosibirsk; continúa el proceso de la Eraria contra cambistas y agiotistas en los Urales; los tátaros construyen un palacio inteligente para el Aniversario de Su Majestad; los carcamales de la Academia Curanderil acaban los estudios sobre el genoma del envejecimiento; los Citaristas de Murom ofrecerán dos conciertos en Moscú; el conde Trifon Bagratiónovich Golitsin ha dado una paliza a su joven esposa; durante todo enero no se azotará en la plaza Sennaya de San Petrogrado; el rublo se ha fortalecido en relación con el yuan en otro medio kópek…
Taniushka sirve pastel de requesón, nabo al vapor con miel, jalea. A diferencia de Fedka, Taniushka es hermosa y fragante, agradable como el frufrú que hacen sus faldas mientras se mueve discreta y hacendosa por la estancia.
El té fuerte y la jalea de arándano rojo me devuelven a la vida definitivamente. Aflora el sudor salvífico. Taniushka me entrega un paño bordado por ella misma. Seco mi rostro, me levanto de la mesa, me santiguo, doy gracias a Dios por el alimento.
Es hora de atender a los quehaceres.
El barbero a domicilio ya espera en el guardarropa. Voy hacia allá. El rechoncho Sansón me invita reverencioso y sin mediar palabra a tomar asiento ante los espejos, me masajea la cara, me frota el cuello con aceite de lavanda. Sus manos, igual que las de todos los barberos, son poco agradables. Pero discrepo por principios con el cínico de Mandelshtam: el poder no es para nada «aborrecible como las manos del barbero». El poeta no tenía razón. El poder es seductor y atractivo como el seno de la costurera virgen. Y en cuanto a las manos del barbero, hay que resignarse, qué le vamos a hacer si no compete a las hembras afeitar nuestras barbas. Sansón echa en mis mejillas la espuma de un frasco naranja, marca Gengis Khan, la extiende con sumo cuidado, sin tocar mi barba estrecha y bella, toma la navaja de afeitar, la afila sobre el cinturón, apunta, encogiendo el labio inferior, y empieza de manera suave y regular a retirar la espuma de mi rostro. Me miro. Las mejillas ya no están muy lozanas. En estos dos años he adelgazado medio pud. Las ojeras han devenido crónicas. Ninguno de nosotros duerme nunca lo suficiente. Y la noche pasada no ha sido una excepción.
Tras cambiar la navaja por la máquina eléctrica, Sansón retoca diestramente esa isla en forma de hacha que es mi barba.
Compasivo, le guiño un ojo a mi reflejo: «¡Buenos días, Komyaga!».
Las manos poco agradables aplican sobre mi rostro un paño caliente impregnado en menta. Sansón seca mi cara a conciencia, da colorete a las mejillas, riza el tupé, no escatima en polvos dorados, me coloca en la oreja derecha el pesado pendiente de oro: la campanilla sin badajo. Estos pendientes los llevan sólo los nuestros. Ninguna chusma o casta habida o por haber, ni los aristócratas destripaterrones, los hidalgos provincianos y demás alcurnia de medio pelo, ni los chupatintas y leguleyos de palacio y negociado, ni los alguaciles, arcabuceros y el resto de la morralla armada, ni aun los mismísimos caballeros boyardos, se atreverían a lucir, siquiera para una mascarada navideña, nuestra campanilla distintiva.
Sansón rocía mi cabello con Manzana Salvaje, mi esencia favorita, se inclina sin pronunciar palabra y se retira: ha hecho su trabajo de barbero. Enseguida reaparece Fedka, y aunque su jeta sigue tan arrugada como antes, ya ha tenido tiempo para cambiar de camisa, cepillarse los dientes y lavarse las manos y ahora está listo para el proceso de vestirme. Acerco la palma de mi mano a la cerradura del vestidor. Pitan los herrajes, parpadea el piloto de luz roja, la puerta de roble se desplaza hacia un lado y me descubre el mismo estimulante panorama de cada mañana, mis dieciocho trajes alineados. Hoy es un día ordinario, laborable. O sea: ropa de faena.
—Oficial —le indico a Fedka.
Extrae la vestidura del armario, me viste: los paños menores, blancos, ornados con cruces, la camisa roja con el cuello de tirilla, la casaca de brocado con el ribete de marta, bordada de oro y plata, los calzones de terciopelo, las botas de cordobán bermejo. Por encima de la casaca, Fedka me pone el caftán negro, de paño tosco y acolchado y faldón largo.
Tras un rápido vistazo al espejo, vuelvo a cerrar la puerta de roble.
Voy al recibidor, miro el reloj: 8.03. Voy bien de tiempo. En el recibidor ya me esperan para despedirme la niñera con el icono de San Jorge y Fedka, que trae la gorra y el cinturón. Me encasqueto la gorra de terciopelo negro con ribete de cibelina, dejo que me ciñan el ancho cinturón de cuero. A la izquierda va el puñal en su funda de cobre, a la derecha, el Rebroff en la pistolera de madera. La niñera, mientras tanto, me bendice:
—¡Andréy, que la Santa Madre, el santo Nicolás y todos los startsi del monasterio Óptina te guarden!
Tiembla su barbilla puntiaguda, sus ojillos azules lagrimean desbordados de emoción. Me santiguo, beso el icono de San Jorge. La niñera mete en mi bolsillo la plegaria «Al amparo del Altísimo, a la sombra del Poderoso» bordada con hilo dorado sobre cinta negra por las madres del monasterio Novodevichiy. Sin esta plegaria nunca acometo mis empresas.
—Victoria sobre los enemigos… —murmura Fedka santiguándose.
Desde el aposento trasero se asoma Anastasia: sarafan rojiblanco, la trenza castaña clara por encima del hombro derecho, los ojos de color esmeralda. El rubor de su rostro denota su desazón. Baja la vista, se inclina apresuradamente y, ahogando los sollozos, desaparece tras la jamba de roble. La despedida de la doncella despierta instantáneamente el embate en el corazón: la ardiente oscuridad de la otra noche se ha abierto de par en par, ha revivido con el dulce gemido en los oídos, con el cuerpo joven y cálido apretándose contra mí, y ahora hierve en mis venas.
Pero el trabajo es lo primero, y hoy hay trabajo en abundancia. Sólo faltaba ese embajador albano…
Salgo al zaguán. Allí ya se ha alineado toda la servidumbre: pastoras, cocinera, chef, barrendero, perrero, guarda, ama de llaves:
—¡Salve, Andréy Danílovich!
Me dedican una profunda reverencia que yo correspondo con un leve asentimiento de cabeza al pasar. Crujen las tarimas. Abren la puerta forjada. Salgo al patio. El día es soleado y gélido a la vez. La noche ha traído nieve y ha dejado su rastro en los abetos, encima de la valla, en la torre de vigilancia. ¡Bueno es que se acumule nieve! Cubre las vergüenzas de la tierra. Y gracias a ella el alma se hace más limpia.
Entornando los ojos bajo el sol repaso el patio con la mirada: granero, establo, cuadra: todo adecuado, sólido y en orden. Se desprende de la cadena el perro lanudo, aúllan los galgos en la perrera detrás de la casa, canta el gallo en el corral. El patio está limpio, barrido, rastrillado, la nieve arrinconada con esmero, los montones parecen roscones de Pascua. En la puerta está mi Mercedes orondo y reluciente, de color escarlata, como el de mi camisa. El sol arranca destellos de la cabina transparente. Timoja, el mozo de cuadra, espera junto a él con la cabeza de perro en la mano, y en cuanto llego se inclina ante mí:
—¿Da su visto bueno, Andréy Danílovich?
Me muestra la cabeza para el día de hoy: de perro lobo peludo, con los ojos girados, la lengua tocada por la escarcha, los dientes amarillos, fuertes. Sirve.
—¡Adelante!
Timoja sujeta hábilmente la cabeza al paragolpes del Mercedes e instala la escoba encima del baúl. Acerco la mano a la cerradura del Mercedes, el techo transparente se desliza. Me acomodo, medio tumbado, en el asiento tapizado de cuero negro. Me abrocho el cinturón, prendo el motor y se abren ante mí las puertas de la verja, las cruzo y avanzo raudo por el camino recto y estrecho flanqueado por el bosque de viejos abetos cubiertos de nieve. ¡Qué belleza! Buen sitio. Por el retrovisor veo alejarse mi finca. Buena casa, exclama mi alma. Tan sólo hace siete meses que vivo aquí y, sin embargo, la sensación es como si hubiese nacido y crecido aquí. Antes todo esto era propiedad de Gorojov Stepan, lugarteniente de un pez gordo de la Intendencia Eraria. Cuando, a raíz de la Gran Limpieza de Erarias, cayó en desgracia y se quedó al desnudo, le echamos mano a la finca. Durante aquel verano caliente rodaron varias cabezas erarias. A Bobrov y otros cinco compinches los arrastraron en una jaula de hierro por todo Moscú, luego los molieron a palos y los decapitaron en el Patíbulo. La mitad de los de Erarias fue desterrada más allá de los Urales. Tuvimos que aplicarnos a la tarea… Pronto le llegó el turno, pues, a Gorojov y, como es de rigor, para comenzar lo enchastramos hasta las cejas en estiércol, después le atiborramos la boca de billetes, se la cosimos, le metimos una vela en el culo y lo ahorcamos en las puertas de la finca. Se nos ordenó no ensañarnos con la familia, de manera que la desalojamos de su heredad, que luego me fue legada por quien de todo es el único dueño. Justo es nuestro Soberano, gracias a Dios.

lunes, 4 de mayo de 2015

La busca, Mala hierba y Aurora roja.(Trilogía).Ricardo Senabre.


La lucha por la vida, título procedente de las palabras de Darwin en El origen de las especies, es una de las más famosas y significativas trilogías de Pío Baroja. Su primera versión, titulada La busca, apareció por entregas en el diario El Globo, entre el 4 de marzo y el 29 de mayo de 1903, con un total de 59 capítulos. Pero Baroja debió de ir reescribiendo y ampliando la obra casi al mismo tiempo, o muy poco después de concluir la publicación de los folletines en El Globo, puesto que a lo largo de 1904 se editaron, en volúmenes independientes, las tres novelas en que se había convertido aquella primera versión: La busca, Mala hierba y Aurora roja. Entre La busca de 1903 y la trilogía del año siguiente hay abundantes diferencias: cambios de estilo, alteración en el orden de algunos episodios y, sobre todo, una considerable ampliación: de Aurora roja apenas había unas páginas en la versión publicada en El Globo. Sin embargo, una vez que se conoce la versión completa de la trilogía parece evidente que todo lo que Aurora roja aporta al plan primitivo de la obra era necesario para completar la evolución del personaje central.
Porque ésta es la cuestión. Numerosos comentaristas se han referido a La lucha por la vida como si se tratara de un gran fresco colectivo, de una radiografía del Madrid suburbial en el tránsito del siglo XIX al XX Los múltiples personajes que pueblan estas páginas y que a veces aparecen sólo fugazmente ayudan, en efecto, a producir la sensación de un mundo hormiguearte y bullicioso era el que la muchedumbre predomina sobre el individuo. Pero, en realidad, la diversidad de sucesos y personajes constituye el fondo —minuciosamente detallado, eso sí— en el que se inscriben los años de adolescencia y juventud de Manuel Alcázar, desde su llegada a Madrid, hacia 1888, hasta 1902, cuando es dueño de una imprenta y acaba de casarse con la Salvadora. Puede considerarse La lucha por la vida como un relato deformación en el que lo esencial, la línea conductora que proporciona cohesión y unidad al conjunto, es el proceso evolutivo de Manuel desde los doce o trece años, esto es, la narración de sus actos, con los errores y las experiencias que van jalonando su progresiva instalación en la sociedad. Manuel se une a esa oleada inmigratoria que, abandonando la periferia o el medio rural comenzó a invadir las ciudades en busca de mejor fortuna durante los últimos años del siglo XIX. Las tres novelas marcan nítidamente los sucesivos estadios por los que transita el personaje. En La busca, cuya historia dura algo más de tres años, Manuel tras intentar con poco éxito varios trabajos ínfimos, se acerca a una pandilla de jóvenes hampones y descuideros de los suburbios con los que participa en pequeños robos, duerme a la intemperie y se relaciona con randas, pícaros y maleantes del inframundo madrileño. No acaba de acostumbrarse a esta forma de vida, y la novela concluye en un amanecer gris, cuando Manuel, considerando el contraste entre los noctámbulos que vuelven a sus refugios y quienes salen a la calle dispuestos a comenzar una nueva jornada de trabajo, se afirma en su propósito de «ser de éstos, de los que trabajan al sol no de los que buscan el placer en la sombra».
En Mala hierba, Manuel intenta cambiar de vida. Trabaja para un escultor y un fotógrafo, y acaba por entrar de aprendiz en una imprenta, con lo que se apunta ya su camino futuro. Pero aún gravita sobre él su pasado más turbio, y un encuentro fortuito con su primo Vidal y con el Bizco, antiguos cómplices de fechorías, lo devuelve temporalmente al mundo de la delincuencia. El asesinato de Vidal lo impulsa una vez más a escapar de los barrios bajos. Una «sorda irritación contra todo el mundo» le hace prestar atención a las teorías del cajista Jesús, partidario de un anarquismo que conduzca a una sociedad idílica de hombres libres, sin autoridades, sin luchas, sin injusticias. Este cuadro soñado de un ideal utópico cierra Mala hierba y prepara el terreno a la historia de Aurora roja, donde el sector del hampa y el de los artesanos dejan paso, en una gradación paralela al ascenso social de Manuel, al ámbito de los obreros asalariados y de las núcleos anarquistas. Es aquí donde cobra relieve un nuevo personaje: Juan, el hermano de Manuel, que ha abandonado el seminario y predica una especie de fraternidad universal casi mística en la que parecen encarnarse las aspiraciones del anarquismo más idealista.
La muerte de Juan al final de la novela simboliza también el final de un sueño. Baroja recalca en las últimas líneas de la obra el sonido de las paletadas de tierra en la tumba donde queda enterrado Juan y la vuelta de los obreros a sus casas –a la realidad— para concluir con una nota simbólica: «Había oscurecido». Porque, como en otras obras de Baroja, los elementos del paisaje adquieren un sentido que trasciende la mera función descriptiva. En La busca, por ejemplo (tercera parte, capítulo II), Manuel ha pasado la noche guarecido con otros golfos en el pórtico del Observatorio. Al amanecer anota el narrador—«el cielo, aún oscuro, se llenaba de nubes negruzcas». Se mencionan a continuación los edificios y «los ejércitos de chimeneas, todo envuelto en la atmósfera húmeda, fría y triste de la mañana, bajo un cielo bajo de color de cinc». La mirada se extiende hacia las afueras de la ciudad y la descripción concluye así: «Por encima de Madrid, el Guadarrama aparecía como una alta muralla azul, con las crestas blanqueadas por la nieve». La visión de la sierra nevada como una cima distante de pureza, contemplada por un observador que se ha hundido entre golfos, prostitutas y delincuentes, desencadena en la frase siguiente una nota de júbilo: «En pleno silencio, el esquilón de una iglesia comenzó a sonar alegre, olvidado en la ciudad dormida». Ésta es tina de las innovaciones radicales de la novelística barojiana: la asimilación de los rasgos del paisaje al estado de ánimo del personaje o del contemplador, frente a su antigua función, propia de la narrativa decimonónica, de elementos decorativos y estáticos.
La complejidad de personajes y escenarios de las tres novelas no es gratuita ni se halla dispuesta mediante la simple acumulación de episodios. Todo lo que Baroja introduce en la historia tiene una repercusión directa o indirecta en la formación de Manuel, en su difícil adolescencia, en la resolución de sus dudas y en el rumbo de sus acciones. Manuel se debate desde el principio entre influencias contrarias, entre personajes que lo incitan a construirse una vida honrada, laboriosa y digna, como Roberto y la Salvadora —cuyo nombre no es una casualidad—, y otros que, por el contrario, constituyen una fuerza negativa y procuran su hundimiento moral, como Vidal y el Bizco. El influjo bienhechor acaba por triunfar, pero Manuel conoce otros casos de personajes que finalmente escogen la senda equivocada, como la Justa, que pasa de ser una muchachita atractiva a convertirse en «una mujerona de burdel». Existen otros fracasos, como el de Leandro, que se deja arrastrar por la pasión de unos celos enfermizos, o el de Vidal, víctima de su ambición desmedida. De otro signo es el ejemplo de Juan, espíritu puro y generoso, defensor de unos ideales de imposible realización en una sociedad mediocre, insolidaria y egoísta. Juan es, en este sentido, el personaje quijotesco por antonomasia de la literatura barojiana. En el polo opuesto se sitúa don Alonso, representación del español que vive en el pasado, absorto en las grandezas pretéritas, como la caricatura degradada de un viejo hidalgo empobrecido, fuera del tiempo y de la realidad.
Junto a ellos, una multitud de personajes diestramente retratados, cada uno con sus características y su peculiar historia, forman un conjunto sin parangón alguno en la literatura narrativa de la época. Mujeres como la Petra, madre de Manuel o la Salomé, tienen perfiles inconfundibles. Y lo mismo podría decirse del señor Custodio, el trapero, del cínico Mingote, del periodista Langairiños, de los anarquistas Prats y el Libertario. Variadísimo es el friso de chulos y valentones de arrabal —el Valencia, el Pastiri, el Carnicerín, el Cojo, el Tabuenca—, al igual que el de prostitutas —la Rubia, la Chata, la Mellrí, la Rabanitos, etc.—, cuya caracterización lingüística, repleta de giros coloquiales, tics propios, vulgarismos y voces jergales, es de extraordinaria precisión. Comparada con el dibujo del mundo suburbial madrileño que Galdós trazó en su novela Misericordia, o con el Madrid de mendigos y maleantes en que Blasco Ibáñez situó poco después La horda, la trilogía barojiana ofrece una variedad mayor de tipos y ambientes. Su vigencia permanece intacta casi cien años después, cuando la ciudad y la sociedad han cambiado mucho, precisamente porque el propósito de La lucha por la vida no era componer una crónica histórica, sino relatar la formación de un ser humano en un medio hosco y adverso. Y la existencia de holgazanes, pícaros, estafadores, personas laboriosas, seres desvalidos y gentes de espíritu generoso no es algo exclusivo de una época. Esta atención a lo inmutable y esencial, esa intuición narrativa para seleccionar lo perdurable, dejando a un lado los rasgos más externamente costumbristas y perecederos de la historia, es lo que proporciona a La lucha por la vida, como a todas las grandes novelas, su carácter inmarcesible.
RICARDO SENABRE

domingo, 3 de mayo de 2015

Candido O El Optimismo. Voltaire.


La capacidad satírica del gran autor francés Voltaire se pone de manifiesto en esta extraordinaria novela corta, una divertidísima e irónica crítica a la filosofía de Leibniz, quien afirmaba en su teoría de la armonía preestablecida que nos hallábamos en el mejor de los mundos posibles, y un miramiento mordaz a la sociedad e ideologías de la época en un gozoso trayecto repleto de penurias para su protagonista, el optimista Cándido.

A la par que sardónica, la novela, repleta de múltiples aventuras narradas de manera ligera y sencilla, resulta muy entretenida y ágil en la exposición de las diferentes aventuras y personajes que le van sucediendo al ingenuo protagonista, enamorado de Cunegunda, la hija del barón de Thunder-ten-tronck, quien siguiendo la doctrina de su maestro el doctor Pangloss y a pesar de la nefasta realidad que le circunda, siempre ve algo positivo en las continuas desgracias que le van sucediendo.
Fuente:N.N.

(Fragmento).
Traducido del alemán por el Sr. Doctor Ralph
Con las adiciones que se encontraron en el bolsillo del Doctor,
cuando murió en Minden, el año de gracia de 1759.

CAPÍTULO 1
Cándido es educado en un hermoso castillo, y es
expulsado de él.
Había en Westfalia, en el castillo del señor barón de Thunder-ten-tronckh, un joven
a quien la naturaleza había dotado con las más excelsas virtudes. Su fisonomía
descubría su alma. Le llamaban Cándido, tal vez porque en él se daban la rectitud de
juicio junto a la espontaneidad de carácter. Los criados de mayor antigüedad de la
casa sospechaban que era hijo de la hermana del señor barón y de un honrado hidalgo
de la comarca, con el que la señorita nunca quiso casarse porque solamente había
podido probar setenta y un grados en su árbol genealógico: el resto de su linaje había
sido devastado por el tiempo.
El señor barón era uno de los más poderosos señores de Westfalia, porque su
castillo tenía ventanas y una puerta y hasta el salón tenía un tapiz de adorno. Si era
necesario, todos los perros del corral se convertían en una jauría, sus caballerizos, en
ojeadores, y el cura del pueblo, en capellán mayor. Todos le llamaban Monseñor, y le
reían las gracias.
La señora baronesa, que pesaba alrededor de trescientas cincuenta libras, disfrutaba
por ello de un gran aprecio, y, como llevaba a cabo sus labores de anfitriona con tanta
dignidad, aún era más respetable. Su hija Cunegunda, de diecisiete años de edad, era
una muchacha de mejillas
sonrosadas, lozana, rellenita, apetitosa. El hijo del barón era el vivo retrato de su
padre. El ayo Pangloss era el oráculo de aquella casa, y el pequeño Cándido atendía
sus lecciones con toda la inocencia propia de su edad y de su carácter.
Pangloss enseñaba metafísico-teólogo-cosmolonigología, demostrando
brillantemente que no hay efecto sin causa y que el castillo de monseñor barón era el
más majestuoso de todos los castillos, y la señora baronesa, la mejor de todas las
baronesas posibles de este mundo, el mejor de todos los mundos posibles.
-Es evidente -decía- que las cosas no pueden ser de distinta manera a como son: si
todo ha sido creado por un fin, necesariamente es para el mejor fin. Observen que las
narices se han hecho para llevar gafas; por eso usamos gafas. Es patente que las
piernas se han creado para ser calzadas, y por eso llevamos calzones. Las piedras han
sido formadas para ser talladas y para construir con ellas castillos; por eso, como
barón más importante de la provincia, monseñor tiene un castillo bellísimo; mientras
que, como los cerdos han sido creados para ser comidos, comemos cerdo todo el año.
Por consiguiente, todos aquéllos que han defendido que todo está bien han cometido
un error: deberían haber dicho que todo es perfecto.
Cándido le escuchaba con atención, y se lo creía todo ingenuamente: y así, como
encontraba extremadamente bella a la señorita Cunegunda, aunque nunca había osado
decírselo, llegaba a la conclusión de que, después de la fortuna de haber nacido barón
de Thunder-ten-tronckh, el segundo grado de felicidad era ser la señorita Cunegunda;
el tercero, poderla ver todos los días; y el cuarto, ir a clase del maestro Pangloss, el
mayor filósofo de la provincia, y por consiguiente de todo el mundo.
Un día en que Cunegunda paseaba cerca del castillo por un bosquecillo al que
llamaban parque, vio, entre unos arbustos, que el doctor Pangloss estaba impartiendo
una lección de física experimental a la doncella de su madre, una morenita muy guapa
y muy dócil. Como la señorita Cunegunda tenía mucho gusto por las ciencias, observó
sin rechistar los repetidos experimentos de los que fue testigo; vio con toda claridad la
razón suficiente del doctor, los efectos y las causas, y regresó inquieta, pensativa y
con el único deseo de ser sabia, ocurriéndosele que a lo mejor podría ser ella la razón
suficiente del joven Cándido, y éste la razón suficiente de ella misma.
Cuando volvía al castillo, se encontró con Cándido y se ruborizó, Cándido también
se puso colorado, ella le saludó con voz entrecortada y Cándido le contestó sin saber
muy bien lo que decía. Al día siguiente, después de la cena, cuando se levantaban de
la mesa, Cunegunda y Cándido se toparon detrás de un biombo; Cunegunda dejó caer
el pañuelo al suelo y Cándido lo recogió; al entregárselo, ella le cogió inocentemente
la mano; el joven a su vez besó inocentemente la mano de la joven con un ímpetu, una
sensibilidad y una gracia tan especial que sus bocas se juntaron, los ojos ardieron, las
rodillas temblaron y las manos se extraviaron. El señor barón de Thunder-ten-trockh
acertó a pasar cerca del biombo, y, al ver aquella causa y aquel efecto, echó a Cándido
del castillo a patadas en el trasero; Cunegunda se desmayó, pero, en cuanto volvió en
sí, la señora baronesa la abofeteó; y sólo hubo aflicción en el más bello y más agradable
de los castillos posibles.

sábado, 2 de mayo de 2015

Hubert `Cubby` Selby Jr. Novela. La habitación.


Hubert `Cubby` Selby Jr. (julio 23, 1928 hasta abril 26, 2004) fue un escritor estadounidense del siglo XX. Sus novelas más conocidas son Last Exit to Brooklyn (1964) y Réquiem por un sueño (1978). Ambas novelas fueron adaptadas posteriormente al cine,y él apareció en pequeños papeles en ambas producciones.

Su primera novela fue acusada de obscena en Gran Bretaña en 1967 y prohibida en Italia. A pesar de esto su trabajo fue defendido por importantes escritores. Ha sido considerado de gran influencia por varias generaciones de escritores. Además de escritor fue profesor de escritura creativa durante 20 años en la University of Southern California en Los Ángeles, donde vivió desde 1983.
Fuente:N.N.
***
LA HABITACION supone para muchos entendidos la verdadera obra maestra de Selby, una lectura desafiante donde las haya, protagonizada por un delincuente vulgar e iracundo, a la espera de un juicio por un crimen que clama no haber cometido. En el transcurso de la novela, el lector dudará de su inocencia en todo momento, la cual pasa a un plano secundario a medida que se van sucediendo por la mente del reo toda clase de pensamientos desoladores, recuerdos de violaciones, asesinatos, tortura, delirios de grandeza, venganzas inverosímiles, raptos masoquistas y una degradación aún más claustrofóbica dadas las dimensiones de la ubicación de la acción: el calabozo de unos juzgados.

***

(Fragmento de novela, LA HABITACIÓN).


Título Original: The room
  Traductor: Ortiz Peñate, Daniel
  ©1972, Selby Jr, Hubert
  ©2010, Escalera
  Colección: Precursores, 5
  ISBN: 9788493701864
  Generado con: QualityEbook v0.62

  LA HABITACIÓN

  HUBERT SELBY JR

  Traducción de Daniel Ortiz Peñate

 
  NOTA A LA EDICIÓN ESPAÑOLA


  La presente edición de La habitación ha respetado la forma del texto original: distribución de párrafos, interlineado, puntuación, uso de cardinales y ordinales, mayúsculas, signos de exclamación, vocabulario, reiteraciones, cursivas y metáforas.

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  Era consciente de la oscura quietud en el corredor. Sabía que no había nada que ver y pese a ello seguía perforando con mirada fija el reflejo de su rostro en el ventanuco. El corredor medía sólo dos metros de ancho y la pared de enfrente era apenas visible. Leyó los letreros de las cestas para la ropa sucia: camisas azules, pantalones azules, sábanas, toallas de ducha, toallas de mano. A duras penas podía leer los dos últimos a fuerza de apostarse contra el cristal y apurarse hacia un lado. Volvió a leerlos de izquierda a derecha, primero desde el centro del cristal para luego ir escorándose hacia la izquierda, forzando la vista hasta leer el último letrero. Camisas, pantalones; podía recitarlos sin problemas. Cerró los ojos. Toallas de mano, sábanas, toallas de baño... No se molestaba en comprobar si los enumeraba por orden. Estaba convencido de que no se equivocaba.
  Dio la

  espalda a la puerta maciza y cerrada y se miró al espejo sobre el lavabo. Ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad podía verse la cara con nitidez, incluso una pequeña mancha roja que le afloraba en la mejilla. Se acercó al espejo y la recorrió con la yema de los dedos. Un grano incipiente. Comenzó a apretar, luego bajó las manos. ¿Para qué molestarme? Ya rasgará la piel. Esperaré a que asome la cabeza... si no desaparece antes. Quién sabe, tal vez lo haga, y se pasó de nuevo el dedo. Dejó de hurgarse y retrocedió levemente para contemplarse mientras entornaba los ojos hasta el estrabismo y fruncía el ceño hasta que toda la cara se le arrugaba.
  Se encogió de hombros y fue a sentarse al borde del catre. Sabía que la luz en el cuarto era tenue comparada con la luz del día, con todas las lámparas del techo encendidas, pero aún así creyó percibir la misma claridad. Es obvio que tan sólo parecía ser así, aunque si algo parece ser así, es que es así, ¿no? Entonces ahora mismo hay tanta claridad aquí dentro como en una playa soleada y punto.
  Pero sabes que no es así. Sabes que sólo lo parece, y da esa impresión simplemente porque te has acostumbrado a ello. Y cuando enciendan las luces habrá tanta claridad que no podrás siquiera abrir los ojos del todo, entonces, al cabo de un rato, te parecerá que siempre ha sido así, hasta que vuelvan a apagar las luces y dejen sólo las de noche encendidas y de pronto todo se torna muy oscuro, hasta que te acostumbras y luego la claridad regresa tan insoportable como antes. Es siempre igual: te habitúas a algo y entonces ese algo cambia. Te habitúas a otra cosa, y esa otra cosa también cambia. Una y otra vez. Siempre igual.
  En fin,

  al diablo con eso. De todas maneras no tiene importancia. No está oscuro y yo no tengo tanto sueño. Pude haber prescindido de la siesta esta tarde. Si tuviera algo para leer podría cansar un poco la vista y quedarme frito. En el fondo da bastante igual que duerma de día o de noche. Es lo mismo. La misma cantidad de tiempo tiene que pasar cada día y cada noche. Las mismas veinticuatro horas.
  Cierto que mientras más duermes más rápido pasa el tiempo. Igual que en nochebuena cuando eres niño y no puedes esperar al día siguiente para ver qué te ha traído papá noel. Sabes que amanecerá en cuanto te duermas. Es todo lo que hay que hacer: dormirse para luego despertar, saltar de la cama y listo, a arrancarle el papel a los regalos bajo el árbol. Qué difícil era dormir también entonces. Aun sabiendo que en cuanto te durmieras llegaría la mañana, sin importar lo distante que ésta estuviera. Y tú ahí pensando: duérmete y será por la mañana. Era tan difícil dormir. Pero el tiempo pasaba y acababas por dormirte, por fuerza. Y resultaba igualmente difícil conciliar el sueño cuando ya sabías de la inexistencia de papá noel.
  Qué demonios.

  Bueno, de todas formas, el tiempo tiene que pasar. Aunque a veces lo haga jodidamente despacio y parezca arrastrarse y arrastrarse como si pesara una tonelada y se te colgara como un mono. Como si fuera a chuparte toda la sangre o a retorcerte las tripas por dentro. Y en cambio a veces vuela. Simplemente vuela. Y se va a alguna parte, de alguna manera, antes de que puedas darte cuenta. Es como si el tiempo existiera con el solo propósito de humillarte. Esa es la única finalidad del tiempo. Exprimirte. Reventarte. Amarrarte, anudarte y hacerte sentir miserable. Si pudiera dormir entre 12 y 16 horas diarias. Sip, sería estupendo. Por desgracia no funciona así. Puede lograrse de forma ocasional, sí, si por ejemplo: duermes poco durante varios días. Pero una vez te recuperas, vuelves donde empezaste. A intentar dormir para que el maldito tiempo pase.
  Y qué decir de esos viejos locos bastardos que se pasan la puta vida mirando las estrellas y toda esa mierda, sólo para saber dónde están y qué hora es. Jodidos con el tiempo. Sin telescopios. Sin relojes. Ahí, tratando de comprender el tiempo. Miles de ellos, miles de años, sentando el culo y mirando al cielo. Todos jodidos con el tiempo. Tan preocupados por los putos planetas y las putas estrellas. Qué locura. ¿Cómo pueden? Pasarse sus estúpidas vidas mirando al cielo. Y algunos de esos cretinos llegan a vivir 80 o 90 años. Día tras día. Noche tras noche. Malditos tarados. Hace falta estar muy mal. ¿Y adonde llegan con todo eso? Averiguan la posición de marte dentro de diez mil años. Qué pasada. Por dios, menuda pérdida de tiempo. ¿Y qué sacan en claro? ¿Qué? Si una vez averiguan toda esa mierda se mueren o siguen ahí, con el culo sentado, mirando al condenado cielo. Justo donde empezaron.
  Uno siempre acaba donde empieza.

  Pase lo que pase. De vuelta a la misma fosa séptica. Incluso si duermes 24 horas seguidas vuelves al punto de partida, a sentarte a ver pasar las próximas 24 horas y tal vez intentar dormir. Sentado al borde del catre o lo que sea, con la mirada fija en la pared.
  La puta luz nocturna te golpea intermitente en los ojos abiertos.
  Bueno, al menos la pared es gris.

  Gris.

  Sí, es gris. Casi un gris acorazado. Un descanso para los ojos al fin y al cabo. Ya tengo bastante con esa luz toda la puta noche, como para encima tener frente a mis narices una pared brillante transmitiéndome todo su fulgor.
  Eso

  es. Ya sé de dónde he sacado lo del gris acorazado. Me preguntaba. Qué edad tendría. Unos 8 o 9 o así. Apareció entre mis regalos de navidad. Qué acorazado era.
  No recuerdo el nombre. Recuerdo a ciencia cierta que el pegamento apestaba. Supongo que mamá me ayudó a encolarlo. Solía hacerlo. Debimos tardar un par de días. Puede que más. Creo que luego lo lijé hasta dejarlo impecable. Creo que era de aquellos pegamentos que tardaban mucho en secarse. Había que poner mucha atención en no equivocar la posición de las piezas una vez el pegamento comenzaba a secarse. Sip, había que dejarlo junto a una ventana abierta para que el pegamento se secara. Olía fatal. Supongo que lo del gris acorazado se me ocurrió a mí.
  O

  quizá venía en las instrucciones que había que pintarlo de gris.
  En fin. Eso sí, recuerdo ir a comprar la pintura. A la ferretería de enfrente. Venía en una latita que costaba sólo 10 centavos. Lo mismo que un sándwich de jamón con ensalada alemana en Delicatessen Kramers. Lo cierto es que una vez terminado no lucía tampoco gran cosa. No sé, puede que fuera por el gris. Le faltaba algo. Como las maquetas de aviones. Nunca lucen como debieran. No del todo. Pero era divertido armarlas y luego pegarles fuego. Ardían rápido. Ya sé que es una idiotez derramar tanto sudor en la construcción de aquellas putas maquetas. Te tiras todo ese tiempo y ¿cuál es el resultado?: la maqueta de un avión. Menuda mierda absurda.
  Al

  diablo con todo eso, y se concentró en las manchas del suelo tratando de establecer equivalencias entre sus distintas formas. Tiene gracia, pero es más fácil cuando juegas a esto con las nubes que cruzan el cielo. Examinó con cuidado el suelo, pero cuanto más miraba más parecía fundirse el suelo en una amorfa masa gris. Finalmente, tras repasar cada centímetro visible de suelo, sus ojos se posaron en la puerta. Alzó la vista hasta el ventanuco. Sip, ya sé: camisas, pantalones... toallas, sábanas. Hacia atrás, hacia adelante... atrás, adelante.

viernes, 1 de mayo de 2015

John Dee – Libro: El Jeroglífico Monádico. Alquimista, matemático y astrólogo de la Reina Isabel I de Inglaterra.



DE JOHN DEE.
Nacido el 13 de julio de 1527 en Londres, Inglaterra, John Dee era un "alquimista Inglés, astrólogo y matemático que contribuyó en gran medida a la reactivación del interés por las matemáticas en Inglaterra."
- Enciclopedia Británica


"Dee era un estudiante excepcional, que entró en la Universidad de Cambridge cuando tenía quince años... De ese destacó en Cambridge y fue nombrado miembro de la facultad junior antes de recibir su título. Después de graduarse viajó al continente para continuar sus estudios, alcanzar la fama durante la noche en París a la edad de veintitrés años, cuando pronunció una serie de conferencias sobre las obras recientemente exhumadas del matemático griego Euclides."
- Visiones y Profecías


"Tras ejercer como profesor y estudiar en el continente europeo entre 1547 y 1550, Dee volvió a Inglaterra en 1551 y se le concedió una pensión por parte del gobierno. Dee se convirtió en astrólogo de la reina María Tudor, y poco después fue encarcelado por ser un mago, pero fue liberado en 1555. "
- Enciclopedia Británica


Dee conoció a la futura reina Elizabeth mientras ella se encontraba detenida bajo arresto domiciliario por la reina María Los dos desarrollaron una amistad que duró por el resto de sus vidas Como reina, Elizabeth le dio dinero a Dee... Más importante, ella lo protegió de los que le acusaban de brujería."

John Dee (13 de julio de 1527 – finales de 1608 o principios de 1609) fue un notorio matemático, astrónomo, astrólogo, ocultista, navegante, imperialista4 y consultor de la reina Isabel I. Dedicó gran parte de su vida al estudio de la alquimia, la adivinación y la filosofía hermética.

John Dee, fue un Gran Mago muy reputado en la Inglaterra Isabelina, al mismo tiempo que un científico ortodoxo de reconocida calidad a nivel internacional. Su nacimiento tuvo lugar en el año de 1527. Comenzó los estudios en 1542, cuando ingresó en el Colegio de San Juan, en Cambridge, a la temprana edad, para aquellas épocas, de 15 años. Empezó a sobresalir en los estudios en 1547, al estudiar navegación con el entonces famoso Gemma Frisius, durante estos estudios también conoció al Geógrafo destacado Gerardo Mercator. El viaje que realizó con ellos le impresionó vivamente, y regresó a Inglaterra con los inventos nuevos de Frisius en el ramo de la navegación, y con dos globos Terráqueos diseñados por Mercator, impresionando a la sociedad científica Inglesa. En 1548, en busca de mayores conocimientos partió hacia la Europa Continental, por ello en 1550, durante la Quema de Libros que emprendió la mal llamada Reforma en Cambridge y Oxford, Dee se encontraba en París, en donde sus disertaciones sobre los trabajos de Euclides causaban sensación entre los círculos intelectuales Europeos. Para entonces tan sólo contaba con 23 años de edad. A finales de 1550, John Dee regresó a Inglaterra, donde permaneció durante 12 años. Parte de este tiempo lo pasó en la cárcel, pues se le acusó de querer someter a encantamiento a la Reina María al levantarle su Carta Astral e interpretarle su Horóscopo, lo que era equiparable en aquel tiempo al delito de Traición. Después de aclarar que fue la misma Reina la que le solicitó este servicio, hubo de enfrentarse a las autoridades eclesiásticas por petición del Obispo de Londres. Todo este problema sólo duró tres meses, pero fue lo suficientemente fuerte como para dejar una honda marca en el carácter y en la salud de Dee. En 1562, Dee emprendió un nuevo viaje a la Europa Continental, y se encontró en Antwerp, durante su corta estancia, con William Silvius, un conocido Editor, quien un tiempo después le publicó “El Jeroglífico Monádico”. No se sabe a ciencia cierta cuánto tiempo permaneció Dee en  Europa, y en diversas crónicas se recoge su visita a diversas ciudades y capitales Europeas. En lo que todas ellas parecen coincidir, es en que John Dee asistió en Hungría a la coronación del Rey Maximiliano II, a quien Dee dedicó “El Jeroglífico Monádico”. Dee escribió “El Jeroglífico Monádico” en trece días, mientras se encontraba en Antwerp, justamente del 13 al 25 de Enero de 1564. Acto seguido escribió una larga carta de dedicación a Maximiliano II, en donde expone con todo detalle las razones, los ideales y los propósitos de su obra.
Para el 30 de Enero, Dee ya tenía en sus manos el grueso del manuscrito completamente terminado, y en este mismo día se lo entregó a Silvius. Para el 31 de Marzo del mismo año, Silvius había impreso la primera edición de esta obra. Este libro que parece el producto de un repentino furor de Dee, fue en realidad la eclosión de “siete años de gestación”.
A finales de 1560, Dee se encontraba nuevamente en Inglaterra, asentándose en las propiedades familiares, en la población de Mortlake. En este lugar, Dee dedicó quince años al estudio e investigación de todas las ciencias, y fue precisamente durante esta época cuando John Dee ejerció una fuerte influencia en todos los aspectos de la vida que se desarrollaba en la Inglaterra Isabelina. Durante estos quince años, Dee acumuló una de las mayores bibliotecas de su tiempo, compuesta de unos 3.000 volúmenes manuscritos, y unos 1.000 libros impresos. Muchos fueron los navegantes, exploradores e investigadores que fueron a consultar mapas, cartas, manuscritos y libros, atraídos por el carisma de Dee, y por el cúmulo de conocimientos que la biblioteca ofrecía; entre ellos destacan John Hawkins y Sir Francis Drake. El sueño de Dee, era que aquel centro se convirtiera en el Imperio de las exploraciones e investigaciones británicas de su época, de las cuales por cierto el fue un gran promotor, que aportó además de esfuerzos y conocimientos, sus propios fondos económicos para el desarrollo de diversas empresas.
En 1583, John Dee y Edward Kelley, su amigo y mentor en las ciencias herméticas, viajaron a la Europa Continental y se radicaron en Praga, Liepzig y Trebona, por espacio de seis años, aunque se estuvieron moviendo frecuentemente de una ciudad a otra, perseguidos por la ira del Pope y de los intereses políticos de la región. Durante este periodo, Dee y Kelley estuvieron completamente enganchados al estudio de los Rituales Mágicos de la Qabalah. Kelley actuaba como Médium y escriba de Dee. “Una Verdadera y Esplendorosa relación se estableció entre el Dr. John Dee y algunos Espíritus”, escribiría años más tarde en sus memorias Edward Kelley, estas memorias han sido publicadas repetidas veces, y en ellas se narran toda clase de experimentos e increíbles experiencias. Cuando Dee regresó esta vez a Inglaterra, su situación había cambiado mucho y de una forma drástica. En su ausencia, unos ladrones habían saqueado su casa de Mortlake destruyendo buena parte de su preciada biblioteca. Por otra parte, la Corte Real le encontraba sospechoso y se mostró francamente hostil con él, y la Reina Isabel, su protectora era ya demasiado vieja para mantener el orden entre los Nobles más poderosos. La mayoría de sus amigos habían muerto o abandonado la vida pública y los puestos importantes. Poco a poco se fue empobreciendo, al dejar de recibir ciertos aportes Reales que le sustentaron años atrás. En 1596, la Reina Isabel le nombró Intendente del Colegio Cristiano de Manchester, donde Dee se enfrentó con el odio y el miedo. Y por supuesto que la sucesión al trono en favor del supersticioso y reaccionario Jaime I no le ayudó en nada al Dr. Dee, y en 1605, se vio obligado a dimitir de su puesto en el Colegio Cristiano, y tuvo que regresar en condiciones precarias a su casa de Mortlake, en donde falleció en un estado penoso y lamentable en 1608.
Debido a la publicación, cincuenta años después de su muerte, de las memorias de Kelley “Una Verdadera y Esplendorosa Relación con los Espíritus”, y al escándalo que causó esta obra, John Dee ha sido conocido
durante más de cuatrocientos años como un Mago o como un loco investigador de las Ciencias Ocultas. Hasta hace muy poco tiempo, el Dr. John Dee ha sido reconocido como un mecenas de las exploraciones británicas isabelinas, que le dieron a Inglaterra parte de la fuerza Imperial que alcanzó.
Solo ahora se reconoce su aporte “tras bambalinas”, en los círculos científicos y literarios de su época. Dee revivió el interés por las Leyendas del Rey Arturo, por la historia y por las antigüedades británicas, por las ballenas y la Ecología. Dee fue un brillante Mecánico y Matemático, un incansable viajero e investigador, con un fuerte peso académico y político. Y además, la personificación del Mago Renacentista, que supo unir y eslabonar al mundo inmaterial con el material. Su único verdadero sucesor en Inglaterra, ha sido posiblemente Robert Fludd.

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