lunes, 25 de marzo de 2013

MANUEL MUJICA LAINEZ CECIL



MANUEL MUJICA LAINEZ


CECIL


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 La obra narrativa de Manuel Mujica Laínez  se ha destacado mundialmente por entremezclar en sus relatos personajes y acontecimientos históricos con elementos míticos y fantásticos.

Mujica Laínez nació el 11 de septiembre de 1910 en el seno de una familia aristocrática (en su árbol genealógico los nombres llegan hasta el de Juan de Garay y se prolongan en el siglo anterior con Florencio Varela y Miguel Cané). 
Vivió su adolescencia en Europa (recibió gran parte de su educación en Francia y el Reino Unido) y estudió dos años en la Facultad de Derecho antes de dedicarse por completo al periodismo. En 1932 ingresó al diario La Nación, donde desarrolló una extensa trayectoria como reportero, cronista y crítico de arte. 

Obras Destacadas

Glosas castellanas (1936).
Don Galaz de Buenos Aires (1938).
Miguel Cané (padre) (1942).
Vida de Aniceto el Gallo (1943).
Canto a Buenos Aires (1943).
Estampas de Buenos Aires (1946).
Vida de Anastasio el Pollo (1948).
Historia de una quinta de San Isidro (1583-1924)
Aquí vivieron (1949).
Misteriosa Buenos Aires (1950).
Los ídolos (1952).
La casa (1954).
Los viajeros (1955).
Héctor Basaldúa (1956).
Invitados en el paraíso (1957).
Bomarzo (1962).
Cincuenta sonetos de Shakespeare (traducción y notas) (1963).
El unicornio (1965).
Crónicas reales (1967).
De milagros y melancolías (1968).
Cecil (1972).
El viaje de los siete demonios (1974).
El laberinto (1974).
Sergio (1976).
Los cisnes (1977).
El brazalete y otros cuentos (1978).
Los porteños (1979).
El gran teatro (1979).
El escarabajo (1982).
Placeres y fatigas de los viajes (1984).
Un novelista en el Museo del Prado (1984).
Cuentos inéditos (1993).
Angeles de Manucho (1994).





"Tu te piáis a plonger au sein de ton image..."
L'homme et la mer. BAUDELAIRE



'... desde que tuve fuerza para roer un hueso tuve
deseo de hablar, para decir cosas que
depositaba en la memoria..."
Novela y coloquio que pasó entre
Cipión y Berganza, perros del
Hospital de la Resurrección...
CERVANTES

(Fragmento).

I
DEL AMOR


Creo que lo he fascinado, y sé que él me ha fasci-nado también. Presumo que nos perteneceremos el uno al otro hasta que la muerte ocurra. ¿Cuál vendrá primero, desnuda, fría y alta, a visitarnos? ¿La suya, la mía? La mía, probablemente, pese a que él está lejos ya de ser un niño, porque mi vida, por inexorable ca-pricho biológico, cuenta con un plazo mucho más corto que el acordado en general por el Destino a los de su privilegiada especie.
Hace un año que es mi dueño y vivo en su casa, y me asombra todavía, dado mi carácter, que me haya conquistado en tan poco tiempo. Al principio quise resistirle. No había amado aún —soy muy joven, pero de edades prefiero no hablar... por él, por el que amo—, y antes de encontrarlo les temía, quizás ins-tintivamente, a los riesgos del amor. Ahora me he en-tregado, con la intensidad de una pasión primera que sospecho será también la última. Es hermoso amar. Hermoso y terrible. No conozco gozo y tortura equiparables. No pienso que existan. Basta que me desli-ce una mano por el cuerpo, en caricia larga, para que vibre y me estremezca, como si me encendieran una pequeña fogata en el corazón. Pero, asimismo, si mi compañera se arrima y lo besa, sufro como si a mi pobre corazón lo rozase una mano de hielo. Enton-ces, sin poder impedirlo, cedo ante el atroz reclamo celoso, me adelanto, me impongo, no importándome las presencias extrañas y, haciendo de lado el orgullo, exijo lo que me corresponde. Él me mira, entre bon-dadoso y burlón, adivinando mi martirio, y sus hábi-les dedos logran apaciguarme. Siento, en esos instan-tes en que el dolor y la alegría se suceden, rápidos, crueles y dulces, hasta dónde dependo de su volun-tad. Pero, con simultánea lucidez, intuyo, misteriosa-mente, secretamente, hasta dónde es mío, hasta dón-de su fugaz traición no reviste más trascendencia que la de un frívolo juego.
Sí, al principio quise resistirle. Recuerdo el terror y el rencor que me sofocaban, cuando me trajo a la quinta en automóvil, desde la estancia en que nací. Yo no había andado en automóvil nunca. Mis días trans-currieron, hasta aquel que cambió mi suerte, en la pe-rrera y en el parque, uno de doce, entre mis herma-nos y primos, tan similares todos que ni siquiera el hombre encargado de nuestro cuidado y alimentación conseguía distinguirnos cabalmente. Allá, las mañanas y las tardes se confundían dentro de una carrera loca. Corríamos sin cesar, ágiles y finos, sobre el césped, sorteando los árboles, en los alrededores de la casa, en el prado vecino y su ondulación. Si alguna vez me-recí que se me cotejase con un lebrel de tapiz
Como han hecho luego en oportunidades sin número— fue entonces. Las ramas, las hojas, me prestaban su fondo trémulo. Y yo iba, con mis hermanos, con mis primos, bebiendo el aire, ebrio de libertad. Acaso, vagamente, algo que corría conmigo, en la penumbra de mi san-gre alerta, me insinuaba, ya en aquel período inicial, que debía aprovecharlo, porque la libertad es incom-patible con el amor, y el amor me acechaba, oculto. Y yo, delgado lebrel de Inglaterra, devoraba los vientos, las orejas echadas hacia atrás, la punta de la lengua asomada entre los dientes, como luciérnagas brillantes los ojos.
Pero el amor me rondaba. No me quejo, ¡ay! no me quejo. Por nada cambiaría mi situación actual, su inquietud y su delicia profundas. Aquello era un Lim-bo de tapicería. Y sin embargo, de repente, la nostal-gia de la libre inocencia me clava su colmillo. En esas ocasiones, la imagen veloz de mi familia cruza mi mente con brincos cadenciosos. No, no, no regresaría yo al estado de gracia. Soy feliz. Y sin embargo...
Me cuesta comprender que me regalaran así, de buenas a primeras, sin mayor trámite. Tal vez mi anti-guo dueño y mi antigua dueña comprendieron que el Escritor me necesitaba. De ser esto exacto, procedie-ron de modo muy sutil. Yo no lo entendí hasta más adelante. A ellos los quería sin amarlos. Otros de mi raza, anteriores a mí, habían ganado sus corazones; otros, a quienes se permitía entrar en la gran casa ri-ca, mientras que yo quedaba con el resto afuera. Y lo singular es que yo no fui elegido por el Escritor; no le dijeron que escogiese, antes de partir, a uno de los lebreles. Mi dueña me señaló, en la jauría, pero yo barrunto que junto a ella estaba, en ese segundo cru-cial, el Destino, y que fue él quien condujo su mano. Lo cierto es que ni me percaté de lo que acontecía y de su gravedad. Me pareció insólito, eso sí, que me sujetaran una correa al cuello y me condujeran al ves-tíbulo de piedra del caserón. ¡Cómo temblaba! ¡Cómo entrecerraba los ojos asustados! ¡Con qué desespera-ción oía, más allá de los fuertes muros, los ladridos de los once lebreles cuya exhalación atravesaba el parque crepuscular!
Me acurruqué debajo de un banco y hundí el hoci-co en las patas. Desde ese refugio lo entreví, sin ima-ginar el vínculo que nos enlazaría. El seductor preten-dió ensayar su caricia primera y yo retrocedí y me apelotoné, cuanto permitió la traílla tirante. Luego me metió en el automóvil.
El viaje de la estancia a la quinta es largo y, según he oído comentar, notable por la belleza de sus pano-ramas. El Escritor dice que le recuerda a Escocia, pe-ro a él cualquier paisaje, cualquier sitio le recuerda otro, pues ha ambulado mucho, y si su memoria no le brinda de inmediato la perseguida imagen, me pa-rece que la substituye con una aproximada, para no quedarse sin su comparación. Le encanta comparar. Escocia o no, la verdad es que yo no vi nada, durante el recorrido. Echado, ovillado bajo los pies de mi nuevo señor, cuyo contacto evitaba en lo posible, re-duciéndome a mi expresión mínima, no vi ni las ro-cas que simulan ruinas de castillos ni los valles leja-nos que la niebla esfuma. El terror y el rencor me ahogaban. Odiaba entonces y temía al que amo hoy. Me negaba a cederle. Durante dos semanas me negué, no obstante su paciencia. Ahora soy suyo. Me ha ganado. Y eso que no es un hombre de perros. Los ha tenido, por supuesto (¡y gatos, Dios mío!), y hasta está retratado en su biblioteca, por un pintor famoso, con una perrita que murió y hacia la cual no logro eliminar mis celos de ultratumba. Pero me he hecho una composición de lugar y, como quien toma un calmante, me repito que la incluyó en el óleo por ra-zones estéticas, decorativas, superficiales, mientras que lo que por mí experimenta es la punzante mara-villa de un auténtico sentimiento hondo. Supongo que los enamorados proceden así, para serenarse, que conjuran el fantasma de los pretéritos amores con el argumento discutible de que, hasta que el su-yo apareció, los demás no alcanzaron más valor que el de meros ensayos.

domingo, 24 de marzo de 2013

André Maurois


André Maurois es el seudónimo de Émile Herzog, novelista y ensayista francés nacido el 26 de julio de 1885 en Elbeuf (Normandía) y muerto en París el 9 de octubre de 1967. Descendiente de una rica familia dedicada la la industria textil, Maurois realizó estudios secundarios en Rouen (Liceo Corneille) y superiores en Caen. Tuvo como profesor al filosofo Alain que le animó a tomar el camino de la escritura. Ante la perspectiva de tomar la dirección del negocio familiar, optó por la literatura. Durante la primera Gran Guerra, sirvió como interprete del Estado Mayor británico, lo que le familiarizó con el cáracter y la cultura anglosajona. En la II Guerra Mundial luchó por la Francia libre y se refugió en Estados Unidos al negar su obediencia al gobierno pro-nazi de Vichy. En 1938 ingreso en la Academia francesa. Falleció el 9 de octubre de 1967.

No por el hecho de que André Maurois se lance a una especulación científica al modo de H. G. Wells es preciso suponer que realice un salto fuera de nuestro tiempo y una exploración del futuro. La Máquina de Leer los Pensamientos es un relato que puede suceder hoy mismo, que puede suceder mañana o que tal vez sucedió ayer, sus personajes están dotados de las mismas cualidades y defectos que cualquiera de nosotros. Lo extraordinario lo hallamos en la aventura en sí, en la imaginación de que nace, en el trastorno mental que provoca por doquier. 
El mecanismo inventado por ese profesor Hickey que nos presenta Maurois, es una quimera, sin embargo debemos admitir como verosímil el proceso racional en virtud del cual se llega a desear la invención de un aparato capaz de leer la mente ajena. La Máquina de Leer los Pensamientos nos sitúa en un punto de partida desde el cual nuestra mente puede lanzarse libremente al descubrimiento de nuestro espíritu y absorberse en el estudio de nuestro destino como seres humanos. 

Fragmento.
Annotation


  No por el hecho de que André Maurois se lance a una especulación científica al modo de H. G. Wells es preciso suponer que realice un salto fuera de nuestro tiempo y una exploración del futuro. La Máquina de Leer los Pensamientos es un relato que puede suceder hoy mismo, que puede suceder mañana o que tal vez sucedió ayer; sus personajes están dotados de las mismas cualidades y defectos que cualquiera de nosotros. Lo extraordinario lo hallamos en la aventura en sí, en la imaginación de que nace, en el trastorno mental que provoca por doquier.
  El mecanismo inventado por ese profesor Hickey que nos presenta Maurois, es una quimera; sin embargo debemos admitir como verosímil el proceso racional en virtud del cual se llega a desear la invención de un aparato capaz de leer la mente ajena. La Máquina de Leer los Pensamientos nos sitúa en un punto de partida desde el cual nuestra mente puede lanzarse libremente al descubrimiento de nuestro espíritu y absorberse en el estudio de nuestro destino como seres humanos.
  ANDRÉ MAUROIS 




  La Máquina De Leer Los Pensamientos



Traducción de Rosa S. de Naveira



Plaza & Janés Editores, S.A.

  Sinopsis 



No por el hecho de que André Maurois se lance a una especulación científica al modo de H. G. Wells es preciso suponer que realice un salto fuera de nuestro tiempo y una exploración del futuro. La Máquina de Leer los Pensamientos es un relato que puede suceder hoy mismo, que puede suceder mañana o que tal vez sucedió ayer; sus personajes están dotados de las mismas cualidades y defectos que cualquiera de nosotros. Lo extraordinario lo hallamos en la aventura en sí, en la imaginación de que nace, en el trastorno mental que provoca por doquier.El mecanismo inventado por ese profesor Hickey que nos presenta Maurois, es una quimera; sin embargo debemos admitir como verosímil el proceso racional en virtud del cual se llega a desear la invención de un aparato capaz de leer la mente ajena. La Máquina de Leer los Pensamientos nos sitúa en un punto de partida desde el cual nuestra mente puede lanzarse libremente al descubrimiento de nuestro espíritu y absorberse en el estudio de nuestro destino como seres humanos.

Título Original: Machine a lire les pensees Traductor: Naveira, Rosa S. de
  Autor: André Maurois
  ©1985, Plaza & Janés Editores, S.A.
  Colección: El Ave Fénix, 64
  ISBN: 9788401421648
  Generado con: QualityEbook v0.60
  LA MÁQUINA DE LEER LOS PENSAMIENTOS 


  ANDRÉ MAUROIS



Título original: La machine a lire les pensees Versión castellana: Rosa Naveira CAPÍTULO I - INVITACIÓN AL VIAJE 



  AUNQUE sea catedrático de literatura francesa y que mi tesis sobre los orígenes de Balzac haya sido bien acogida, no sólo por mis colegas, sino incluso por los críticos más frívolos, no he escrito nunca hasta ahora ningún trabajo de imaginación. Confieso que en mi juventud, cuando me sentía, como la mayoría de los adolescentes, inquieto y romántico, me atrajeron diversos temas de novela. De haber sucumbido a esta tentación, mi carrera universitaria hubiérase encontrado peligrosamente comprometida. Pero supe resistir, y me ha salido bien. El relato que empiezo hoy es, pues, mi primera tentativa en este nuevo género.
  Sin embargo, no puede decirse en verdad que sea un trabajo imaginativo, puesto que es auténtico hasta el más mínimo detalle. Lo escribo por obligación de historiador más que, siguiendo un impulso de artista. Habiéndome encontrado mezclado, a pesar mío, al descubrimiento de esta máquina de leer pensamientos tan célebre durante algunos años bajó el nombre de psicógrafo, he pensado que sería interesante hacer constar mis recuerdos del episodio. La intimidad de ciertos detalles me impide publicar este relato mientras Susana y yo vivamos, pero autorizo a mis hijos o a nuestros amigos para que le busquen un editor tan pronto nosotros habremos desaparecido.
  El principio de esta aventura está en Caen y (quisiera antes que nada explicarles por qué, lo mismo mi mujer que yo, estábamos encantados de haber obtenido aquel destino. La familia de Susana era de Ruán; su padre, M. Cauvin-Léqueux, magistrado de esta villa, había permanecido en ella aun después de jubilado, porque en Ruán vivían sus numerosos amigos y dos de sus hijas se habían casado allí; una, Marie-Claude, con un industrial del país: Maxime Heurteloup; la otra, Henriette, con un abogado sin clientes: Jérôme Lemonnier. Diré en seguida, puesto que he nombrado a las hermanas de mi mujer, que Susana adoraba a Marie-Claude, personilla mediocre, y, por el contrario se llevaba mal con Henriette, en la que yo admiraba el ingenio y la belleza. En cuanto a los maridos, me fastidiaban los dos; Maxime, un hombre honrado y bien considerado en Ruán entre los «algodoneros» sus colegas, me parecía duro y orgulloso; Jérôme, seductor, holgazán y poco escrupuloso, no pensaba más que en explotar la familia de Su mujer y en hacer desgraciada a Henriette.
  En la calle donde se encuentra, el Gobierno Civil, y que tiene por nombre «Rue de Fontenelle», mi suegro había comprado una casa de cuatro pisos ocupando él el segundo, cediendo el tercero al matrimonio Lemonnier y alquilando los dos restantes. Me creo obligado a dar esos detalles porque la «Rue de Fontenelle», dentro de su clan, ocupaba en la vida de mi esposa Un lugar inmenso y funesto. Susana vigilaba celosamente esta propiedad que algún día: llegaría a ser suya y trataba de obtener de su padre que se la legara completa. En cuanto a las opiniones, prejuicios y repugnancias, la «Rue de Fontenelle» tenía a sus ojos muchísima más importancia que las ideas y los sentimientos de los mayores genios de nuestro tiempo.
  Entre yo y la «Rue de Fontenelle» existían tres motivos de discordia. Uno, era la educación de nuestros hijos, chiquitines, a quienes según mi suegra yo agotaba en lugar de que «hicieran salud» (esté agotamiento consistía en exigir que aprendieran por lo menos, antes de entrar en el colegio, a leer y a escribir); otro, la clase de existencia que llevaba Susana, a la que yo «secuestraba», según decían, siendo como era «una mujer brillante y muy dotada» (Susana no se quejaba lo más mínimo tan pronto se alejaba de la «Rue de Fontenelle», de nuestra vida modesta y retirada, pero perfectamente feliz); el tercero, y sin duda el más grave, era una irremediable oposición entre las ideas políticas de mi suegro y las mías.
  Todos pertenecíamos, no obstante, a una misma clase social, la burguesía media, pero Francia, desde 1789, tiene sus güelfos y sus gibelinos. La familia de Susana había sido siembre conservadora y sucesivamente bonapartista, orleanista, republicanos adheridos y melinista; la mía había figurado siempre en la oposición en tiempo de la monarquía de julio, siendo republicana cuándo el Imperio, gambettisa y luego radical, e incluso socialista por parte de uno de mis tíos. La época de nuestra boda coincidió con aquella en que los franceses, durante algunos años, parecían haberse reconciliado a consecuencia de la guerra, de suerte que nuestro mutuo cariño no había encontrado ningún obstáculo ni tuvo que triunfar sobre los odios latentes. En aquella época, yo era militar y mi uniforme había parecido a M. Cauvin-Lequeux, que sin duda no había leído nada de Stendhal, ni de Paul-Lous Courier, símbolo y garantía de un alma sensata. Con la venida de la paz, los antiguos rencores y las desconfianzas ancestrales se habían reanimado y a partir de las elecciones de 1924 la «Rue de Fontenelle» en peso, excepto mi cuñada Henriette, me había excomulgado; por consiguiente, las cenas familiares me resultaban desagradables, ya que todas las semanas tenía que escoger entre guardar silencio o hablar con acritud y escuchar, al salir, los reproches de mi mujer por mi mutismo o por mi intolerancia.
  Comprenderán ahora perfectamente por qué, satisfechísimo al día siguiente de haber obtenido un puesto en el Instituto de Ruán, me apresuré a terminar el Doctorado y a pedir una cátedra, en la Facultad. Caen, donde había logrado que me destinaban, era para nosotros el lugar ideal. La ciudad es hermosa, tranquila y jansenista; la Universidad ilustre y antigua; el clima, sano, Pero por encima de todo, allí poseía, por completo a mi mujer y a mis hijos, mientras que Susana no se sentía demasiado alejada de Ruán todas las veces que deseaba empaparse de la atmósfera de la «Rue de Fontenelle», que era para ella cómo un balón de oxígeno. Es indispensable añadir que formábamos el matrimonio más unido y, ¿por qué no decirlo?, más tierno. Desde que dejaba que mi mujer fuera sola a casa de su padre, había desaparecido entre nosotros todo motivo, de conflicto. Nuestros dos hijos gozaban de buena salud, mis alumnos eran insoportables y mis colegas, simpáticos. En fin, en la medida que pueden serlo los seres humanos y a despecho de pequeñas tormentas, inevitables en toda vida conyugal, éramos felices.
  Fue un día del mes de abril de 1925 que, mientras preparaba una clase sobre Malherbe, entró mi esposa de pronto en mi cuarto de trabajo anunciándome que un viejo americano quería verme.
  —¿Un viejo Americano? ¿Cómo se llama?
  —Spencer... El presidente Spencer... Ahí está su tarjeta.
  Leí: «Dr. Theodore B. Spencer, presidente de la Universidad de Westmouth.»
  —No lo conozco —dije a Susana— pero Westmouth es una de las instituciones más serias de los Estados Unidos, y su Presidente un personaje importante... Lo recibiré en seguida.
  Susana hizo pasar un hombre de unos sesenta años, de rostro rasurado, ojos de mirar dulce protegidos por gafas con montura de concha y que a primera vista daba una agradable sensación de bondad. Hablando el francés con lentitud y casi devoción eclesiástica, me explicó que la Universidad que él presidía deseaba, a partir de entonces, buscar todos los años en Francia un profesor que comentaría ante los estudiantes uno de nuestros escritores.
  —Hemos recibido —me dijo— para esta cátedra una buena donación. El industrial más rico de la región es un emigrante alsaciano que desea fomentar por tocios los medios la enseñanza francesa en los Estados Unidos, El jefe de nuestro departamento de lenguas latinas, el profesor Macpherson, ha pensado que Balzac sería, como principio de este experimento, el autor que nuestros jóvenes estudiarían más a gusto y que sus trabajos y su tesis le hacían a usted el hombre indicado para comentarlo... Según nos han dicho, conoce usted algo de inglés y esto servirá para que su vida entre nosotros sea más agradable... Como tenía que visitar Francia, me han encargado que viniera a Caen a ofrecerle este nombramiento...
  —Pero me será difícil — empecé a decir.
  Levantó la mano para cortar mis protestas y prosiguió: —Permítame que le hable del otro lado sórdido de esta transacción... Sus honorarios serían tres mil dólares para un curso universitario, es decir, alrededor de cuatro meses... Su viaje, lo mismo que el de su esposa, corre a nuestro cargo porque tenemos un especial empeño en que madame Dumoulin le acompañe. La Universidad le alquilaría, por muy poco dinero, una casita amueblada... Daria dos clases públicas por semana y dirigiría además un Seminario para los mejores alumnos... He aquí, profesor Dumoulin, el mensaje que debía transmitirle... Mi misión ha terminado. Le aconsejo sincera y amigablemente que acepte... Sí; estoy seguro de que no se arrepentirá.
  Sorprendido, perplejo, contesté que conocía la reputación de Westmouth y el valor personal de Macpherson (que es, en efecto, el autor de un atlas lingüístico de la Auvernia Meridional), que les agradecía su elección, pero que por una parte no sabía si el Ministerio y la Facultad me autorizarían a que me hiciera reemplazar y por otra, ignoraba si mi mujer consentiría en alejarse por unos meses de sus hijos y de sus padres...
  —Lo sé —dijo sonriendo—, lo sé... Los matrimonios franceses gozan en discusiones interminables donde toda la familia, hasta los primos lejanos, pesan los méritos de un proyecto... Lo he observado frecuentemente... Quiero decir que lo mismo Mrs. Spencer que yo amamos a Francia y pasamos todas nuestras vacaciones en alguna de sus pequeñas ciudades de provincias..., en Caudebec, en Brantôme, en Vézelay... Sí... hemos recorrido su país... y tal vez lo conozcamos mejor que usted... Sí, sí. Si acepta venir a Westmouth, Mrs. Spencer se ocupará personalmente de madame Dumoulin. Comprendo que necesite unos días para reflexionar, pero como si no acepta; tendré que buscar alguien más, le ruego que me conteste rápidamente. En cuanto a la autorización de su Ministerio, sé que la obtendrá sin dificultad, porque antes de visitarle lo he consultado con el... ¿Cómo le llaman ustedes? ¿Director de la enseñanza superior? Sí... Y le parece bien...; Well, good bye, profesor Dumoulin.
  La velada siguiente a esta visita, la pasamos Susana y yo discutiendo la proposición del presidente Spencer. Dejar los niños era doloroso; llevarlos, difícil y ruidoso. Susana propuso dejarlos en la «Rue de Fontenelle» en casa de sus padres; pero yo encontraba en ello dos inconvenientes: mi madre, celosa de mis suegros, no dejaría de protestar, y mi suegra tendría una ocasión demasiado hermosa para aplicar sus ideas, a mi entender peligrosas, sobre la educación. Mi mujer parecía atraída por el sueldo ofrecido; le hice observar que nuestros gastos serían sin duda mayores en América y que por otra parte nos veríamos obligados a mantener nuestro piso de Caen para dejar allí guardados mis libros y mis ficheros. Por fin, el atractivo del viaje, el interés que para mí tenía el dar a conocer el verdadero Balzac a los estudiantes americanos, y, sobre todo, la personalidad de aquel presidente que nos había encantado a los dos por su aspecto serio y honrado consiguieron que aceptáramos. Escribí al doctor Spencer que llegaríamos a América a fines de septiembre, tal como él deseaba.
  Me felicité inmediatamente de haber tomado esta decisión rápida antes de que Susana hubiera visto a sus padres, porque la «Rue de Fontenelle» movilizó en seguida contra nuestro proyecto esta fuerza colectiva que, siempre poderosa, se hacía irresistible cuando sus habitantes discutían un asunto que ignoraban por completo. M. Cauvin-Lequeux que, estoy convencido, no había visto jamás un americano, odiaba con un vigor heroico los ciento treinta millones de seres humanos que pueblan los Estados Unidos. Me acusó de arrastrar a su hija a un país donde sería secuestrada por gángsters, corrompida por bootleggers y llevada, inocente, a la silla eléctrica, por una justicia de bárbaros. Esta imagen, tan romántica, asustó de tal modo a Susana que tal vez se hubiera batido en retirada si mi suegra, doblemente satisfecha de arrancar a los niños de mi siniestra influencia y del afecto rival de mi madre, no se hubiera puesto de mi parte. Cuando se deshacía el frente de la «Rue de Fontenelle», ésta pasaba a ser vulnerable, y, naturalmente, nos fuimos el día designado en el trasatlántico «France».

sábado, 23 de marzo de 2013

Francisco de Quevedo (1580-1645). EL BUSCÓN.



RESEÑA: 
El Buscón.
En quevedo el humor es un arma, un arma agresiva. Y probablemente en ningún punto alcanza tal agresividad como en El Buscón: uno se puede reir a mandíbula batiente...pero incluso cuando nos estamos riendo, Quevedo no permite que nos olvidemos que la risa es el envoltorio con el que nos esta haciendo tragar una dosis no despreciable de ácido. Como esas pastillas envueltas en excipientes de color brillante y sabor a limón. Quevedo siempre se sintió de corazón miembro de una una caballería espiritual de los más elevados y puros ideales... y se sentía tal en un mundo en el que esos ideales morían victimas de un mundo distinto en el que el dinero (don Dinero, dirá, Quevedo) se estaba convirtiendo en el señor y el Dios. 

Por eso, por que el ideal caballeresco medieval se fundía en las tiendas de los nuevos burgueses, de los nuevos amos. Sufría por eso y por que su cuerpo no era el de los viejos héroes  el de los antiguos amantes dispuestos a morir por su amada... Era como si con su cuerpo contrahecho hubiese sido ridículo morir de amor... eso nunca lo perdono. 

Habia mucho ácido y mucho resentimiento en Quevedo. Y el motivo quizás estaba en que no se atrevía a vivir como el Quijote...Y era que no podía vivir como los viejos caballeros. 

Pues bien, todo ese acido lo vertió Quevedo en su Buscón, una especie de Quijote sin dama y sin valores... o de burgués con mala suerte en bolsa.
Fuente NN.



Historia de la vida del Buscón llamado don Pablos, ejemplo de vagabundos y espejo de tacaños.
Francisco de Quevedo
(1580-1645)

Libro Primero.

Capítulo I:En que cuenta quién es el Buscón.
Yo, señora, soy de Segovia; mi padre se llamó Clemente Pablo, natural del
mismo pueblo; Dios le tenga en el cielo. Fue, tal como todos dicen, de oficio barbero,
aunque eran tan altos sus pensamientos que se corría de que le llamasen así,
diciendo que él era tundidor de mejillas y sastre de barbas. Dicen que era de muy
buena cepa, y según él bebía es cosa para creer.
Estuvo casado con Aldonza de San Pedro, hija de Diego de San Juan y nieta
de Andrés de San Cristóbal. Sospechábase en el pueblo que no era cristiana vieja,
aun viéndola con canas y rota, aunque ella, por los nombres y sobrenombres de sus
pasados, quiso esforzar que era decendiente de la gloria. Tuvo muy buen parecer
para letrado; mujer de amigas y cuadrilla, y de pocos enemigos, porque hasta los
tres del alma no los tuvo por tales; persona de valor y conocida por quien era.
Padeció grandes trabajos recién casada, y aun después, porque malas
lenguas daban en decir que mi padre metía el dos de bastos para sacar el as de
oros. Probósele que a todos los que hacía la barba a navaja, mientras les daba con
el agua levantándoles la cara para el lavatorio, un mi hermanico de siete años les
sacaba muy a su salvo los tuétanos de las faldriqueras. Murió el angelico de unos
azotes que le dieron en la cárcel. Sintiólo mucho mi madre, por ser tal querobaba a
todos las voluntades.
Por estas y otras niñerías estuvo preso, y rigores de justicia, de que hombre
no se puede defender, le sacaron por las calles. En lo que toca de medio abajo
tratáronle aquellos señores regaladamente. Iba a la brida en bestia segura y de buen
paso, con mesura y buen día. Mas de medio arriba, etcétera, que no hay más que
decir para quien sabe lo que hace un pintor de suela en unas costillas. Diéronle
docientos escogidos, que de allí a seis años se le contaban por encima de la ropilla.
Más se movía el que se los daba que él, cosa que pareció muy bien; divirtióse algo
con las alabanzas que iba oyendo de sus buenas carnes, que le estaba de perlas lo
colorado.
Mi madre, pues, ¡no tuvo calamidades! Un día, alabándomela una vieja que
me crió, decía que era tal su agrado que hechizaba a cuantos la trataban. Y decía,
no sin sentimiento: -En su tiempo, hijo, eran los virgos como soles, unos amanecidos
y otros puestos, y los más en un día mismo amanecidos y puestos. Hubo fama que
reedificaba doncellas, resuscitaba cabellos encubriendo canas, empreñaba piernas
con pantorrillas postizas. Y con no tratarla nadie que se le cubriese pelo, solas las
calvas se la cubría, porque hacía cabelleras; poblaba quijadas con dientes; al fin
vivía de adornar hombres y era remendona de cuerpos. Unos la llamaban zurcidora
de gustos, otros, algebrista de voluntades desconcertadas; otros, juntona; cuál la
llamaba enflautadora de miembros y cuál tejedora de carnes y por mal nombre
alcagüeta. Para unos era tercera, primera para otros y flux para los dineros de todos.
Ver, pues, con la cara de risa que ella oía esto de todos era para dar mil gracias a
Dios.
No me detendré en decir la penitencia que hacía. Tenía su aposento – donde
solo ella entraba y algunas veces yo, que, como era chico, podía- todo rodeado de
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calaveras que ella decía eran para memorias de la muerte, y otros, por vituperarla,
que para voluntades de la vida. Su cama estaba armadas sobre sogas de ahorcado,
y decíame a mí:
- ¿Qué piensas? Estas tengo por reliquias, porque los más de estos se
salvan.
Hubo grandes diferencias entre mis padres sobre a quién había de imitar en el
oficio, mas yo, que siempre tuve pensamientos de caballero desde chiquito, nunca
me apliqué a uno ni a otro. Decíame mi padre:
-Hijo, esto de ser ladrón no es arte mecánica sino liberal.
Y de allí a un rato, habiendo suspirado, decía de manos:
-Quien no hurta en el mundo, no vive. ¿Por qué piensas que los alguaciles y
jueces nos aborrecen tanto? Unas veces nos destierran, otras nos azotan y otras
nos cuelgan..., no lo puedo decir sin lágrimas (lloraba como un niño el buen viejo,
acordándose de las que le habían batanado las costillas). Porque no querrían que
donde están hubiese otros ladrones sino ellos y sus ministros. Mas de todo nos libró
la buena astucia. En mi mocedad siempre andaba por las iglesias, y no de puro buen
cristiano. Muchas veces me hubieran llorado en el asno si hubiera cantado en el
potro. Nunca confesé sino cuando lo mandaba la Santa Madre Iglesia. Preso estuve
por pedigüeño en caminos y a pique de que me esteraran el tragar y de acabar
todos mis negocios con diez y seis maravedís: diez de soga y seis de cáñamo. Mas
de todo me ha sacado el punto en boca, el chitón y los nones. Y con esto y mi oficio,
he sustentado a tu madre lo más honradamente que he podido.
-¿Cómo a mí sustentado? -dijo ella con grande cólera. Yo os he sustentado a
vos, y sacádoos de las cárceles con industria y mantenídoos en ellas con dinero. Si
no confesábades, ¿era por vuestro ánimo o por las bebidas que yo os daba?
¡Gracias a mis botes! Y si no temiera que me habían de oír en la calle, yo dijera lo de
cuando entré por la chimenea y os saqué por el tejado.
Más dijera, según se había encolerizado, si con los golpes que daba no se le
desensartara un rosario de muelas de difuntos que tenía. Metílos en paz diciendo
que yo quería aprender virtud resueltamente y ir con mis buenos pensamientos
adelante, y que para esto me pusiesen a la escuela, pues sin leer ni escribir no se
podía hacer nada. Parecióles bien lo que decía, aunque lo gruñeron un rato entre los
dos. Mi madre tornó a ocuparse en ensartar las muelas, y mi padre fue a rapar a uno
(así lo dijo él) no sé si la barba o la bolsa: lo más ordinario era uno y otro. Yo me
quedé solo, dando gracias a Dios porque me hizo hijo de padres tan celosos de mi
bien.

viernes, 22 de marzo de 2013

EMILIO PRADOS. TRES TIEMPOS DE SOLEDAD

En los 
años 80 del siglo pasado, -y cuando me escabullía por los estantes de libros de la Biblioteca Central de la Universidad de Costa Rica, después de aquellas maratónicas sesesiones de lecturas jurídicas- tomaba de los estantes, las obras completas de Emilio Prados y miraba desde la ventana del segundo piso, la inmensidad de la noche, de la oscuridad. El efecto era inmediato: sentía que aquella poesía me calaba, me perforaba hasta el último hueso. De aquellos poemas bellos, bellísimos, está el que transcribo para todos ustedes, y que -como a mí- espero, se sientan tocados por el verso de Prados.

LA SOLEDAD Y EL SUEÑO


TRES TIEMPOS DE SOLEDAD


(I)

SOLEDAD, noche a noche te estoy edificando,
noche a noche te elevas de mi sangre fecunda
y a mi supremo sueño curvas fiel tus murallas
de cúpula intangible como el propio Universo.

Dolorosa y precisa como la piel del hombre
donde vive la estatua por la que el cuerpo obtienes,
tu entraña hueca ajustas al paso de la estrella,
a la piedra y los labios y al sabor de los ríos.

Hija, hermana y amante del barro de mi origen,
que al más lejano hueso de mi angustia te acercas:

¿quién no sabrá que huirte es perderse en el tiempo
y en desgracia inocente desmoronar su historia?

Tenga valor la carne que se desgrana herida,
pues su fuga prepara la pròxima presencia,
igual que en el olvido prepara la memoria
su forma insospechada de la verdad más pura.

Sepa guardar su cauce la arteria que escondida
pone Dios bajo el pecho de quien le dio su imagen.
En ella marcha el oro, el papel, la saliva
y el sol, junto al misterio que da vida a la sombra.

Ni al derribarse el árbol, ni la indecisa piedra,
ni al perderse los pueblos sin flor y sin palabra,
se pierde lo que sueña el hombre que agoniza
sobre la cruz en ríos de su sangre en pedazos.

Lo que no quiere el viento, en la tierra germina
y más tarde hasta el cielo se levanta hecho abrazo.
ASÍ, con la manzana, vemos junto a la aurora
elevarse el olvido y el amor de los hombres.

Soledad infalible más pura que la muerte,
noche a noche en la linfa del tiempo te levanto,
sin querer complicada igual que el pensamiento
que nace en mi memoria sin temor y huye al mundo.

Huye al mundo y cobija sus pequeños fantasmas
dolorosos y agudos como espinas de sangre
que el fruto de la vida feliz le defendieran:
¡soledad ya madura bajo mi amor doliente!

Soledad, noble espera de mi llanto infecundo,
hoy te elevan mis brazos como a un niño o a un muerto,
como a una gran semilla que en el cielo clavara
junto a esta misma luna con que alumbras mi insomnio.

Yo que te elevo, abajo quedo absorto e inmòvil
viendo crecer la imagen de mi propia existencia,
el mapa que se exprime de mi fiera dulzura

Bajo mis pies contemplo tus cuadernos en tierra
y arriba la imprecisa concavidad del cielo.

Hoy te quiero y te busco como a una gran herida
fuente y tumba en el tiempo de mi olvido sin causa.
¿Quién me dará la forma que una nuestras figuras
y me muestre en tu cuerpo como un solo edificio?

Húndeme en tu bostezo: tu mudo laberinto
me enseñe lo que el viento no dejò entre mis ramas.
Los granados se mecen bajo el sol que los dora
y mi paladar virgen desconoce el lucero.

Soledad, noche a noche te elevas de mí sangre
y piedra a piedra asciende tu templo a lo infinito.
Yo conozco el lejano misterio de tus ojos...
Pero mientras te elevas:
¡Mírame, diminuto!


(II)

MÍRAME diminuto sobre esta blanca página,
sobre esta blanca ausencia tendida en mi memoria,
bajo el blanco desierto fecundo del olvido,
como una letra aislada de la flor de mi nombre.

Por buscar me he perdido y sin buscar no encuentro
ya posible la forma que antes me equilibraba
con la forma del árbol, ejemplo de mi vida,
mitad buscando el cielo y medio entre las sombras.

Ni bajo el tiempo mismo podré ya situarme
para saber la estancia precisa de mi cuerpo:

que tres hojas dividen la luz de mis palabras
y entre las tres no entiendo cuál es la más presente.

Pues si el jazmín futuro me coge el pensamiento,
tal desazòn me enturbia las horas donde habito,
que ni la sed me duele, ni el fuego me atormenta
y la rosa obscurece por mis ojos sin luna.

Y si el verme delante me da tan gran alivio
que borra hasta en mis sueños todo afán de presenci
el ser nuevo a que nace mi afirmaciòn de eterno
tiene un ala clavada por dos tiempos al mundo.

Si miro a lo pasado, su eternidad de muerte
de tal manera vive mi corazòn dormido,
que en rosario de piedra puede cambiar el llanto
que otra vez fuera escala de luz para mi vuelo.

Al presente más miro, tratando de fijarme
como fiel de balanza que muestre mi existencia;

pero al hallar su centro no encuentro en la penumbra
la dimensiòn ni encaje preciso en que me busco.

Mas, junto a los tres tiempos que me igualan a un ave
volando entre la tierra y el cielo que la oprime
y en un arco de olvidos, tenso en luz, tenso en sombra,
la flecha de mi cuerpo camina sin ver dònde.

Sòlo tengo conciencia de mi soledad viva,
al pensar en el centro que erige mi balanza,
y a ti te canto, humilde y orgullosa en tu nieve,
como a madre y hermana constante de mi busca.

Mira, mira esta letra que dejo abandonada
en el destino mudo que hoy llamo tu regazo,
soledad: que camine como una hormiga ciega
que el instinto conduce...
Tal vez llegue a mi nombre.




(III)

TAL vez llegue a mi nombre o al nombre de la piedra
o a los nombres del cielo o a los nombres del agua,
que con su antena torpe, mi letra perseguida
no deja cuerpo al mundo que de su tacto libre.

Andando, andando, andando, puede llegar un día
de tan altas preguntas y silencios tan grandes,
que otra vez a mí vuelva por buscar el granero
de más honda memoria, luna de otras palabras.

Allí, bordado, un manto se encontrará, sin orden,
en que el tallo y la oruga y la flor son hermanos
y a la vez intangibles hijos de una figura
que, invisible, les muestre su insospechado origen.

Por allí cruza el hombre silencioso y altivo,
viéndose separado del poder que anhelaba
para el soberbio juego de hacer lo que embellece
a la tierra del mundo, inmutable en su mano.

Sin voluntad camina, que involuntariamente
su voluntad naciò, y ajena a su conciencia
en él fue colocada para ser paz del fuego
que, necesariamente, quemaría su entraña.

Y en libertad padece su voluntad perdida...
Así cruza su pena mirando esta memoria.

Así también yo mismo, que como un hombre propio
quiero verme en la rosa y en el puñal luciente,
siendo parte del hombre que todos construimos,
libre en mi penitencia también puedo encontrarme.

Mas sí al hallarme libre de lo que me atormenta
a mi presente encuentro libre de mi pasado,
tan solo tendré un ala para cruzar el cielo;

pero es timòn un ala si conduce una nave.

Hoy sujeto en mí vivo y como la flor, quieto
por el tallo que amarra a la luz con la sombra,
voy rodando en el mundo de los que me acompañan
cuerpo a cuerpo en la lucha ciega de mi viaje.

Pregunto y más pregunto; pero solo mis ojos
se entienden con la forma que cubre la hermosura.
Así, de esta manera, tan solo la apariencia
presente me responde: —Aguárdame otro día.

jueves, 21 de marzo de 2013

William Somerset Maugham(Enero 25, 1874 - Diciembre 16,1965)


William Somerset Maugham(Enero 25, 1874 - Diciembre 16,1965). Reconocido novelista, autor de obras de teatro y escritor de cuentos cortos británico, que logró reconocimiento más allá de su país de origen como el mejor autor y el mejor pago de los años 30. Aunque algunos de sus trabajos no fueron recibidos con buenas críticas, sobre todo por la temática que trata en ellos.
Nació en Francia,su padre trabajaba en la embajada Británica en París y recién habló inglés a los 11 años, cuando queda huérfano y vuelve a Inglaterra a vivir con su tío. Fué educado en los típicos colegios ingleses y asistió a la universidad donde estudió literatura y filosofía, y luego al Hospital de St Thomas de Londres donde se recibe de Médico en 1897, sin embargo no practica la medicina, volvíendose un escritor full time.
Su primer novela Liza of Lambeth fue publicada en 1897, y muestra muchas de las experiencias de Maugham como médico, sobre todo en aquellos pasajes donde se relatan los nacimientos.
Después vino A Man of Honour(1903), The circle, Our Better y The constant Wife.
Su obra más famosa Of Human Bondage( Servidumbre Humana) fue escrita en 1915 y en ella se refleja mucho de su vida personal.
En 1917 es enviado a Rusia como agente de la inteligancia Británica, allí conoce a Gerald Haxton quien sería su compañero hasta la muerte de éste en 1944.
Su exito le otorga bienestar económico permitiéndole viajar por el mundo, se establece en la riviera Francesa. En 1928 se divorcia de su esposa por su homosexualidad y por continuar conviviendo con Haxton, quedando de de ese 
matrimonio una hija llamada Liza.

Cuadernos de un escritor, que se publicó en inglés en 1949, es una amplia selección de los quince volúmenes de notas que William Somerset Maugham fue escribiendo desde sus dieciocho años. Inspirados, como él mismo dice, en el Journal de Jules Renard, sus páginas recogen las intensas impresiones de sus numerosos viajes y las ideas que, con el tiempo, se convertirían en el germen de algunas de sus novelas. Se trata de un cuaderno de bitácora trufado de agudas observaciones y comentarios hilarantes acerca de la sociedad de su época y del oficio de escribir y vivir. 

FRAGMENTO.

 WILLIAM SOMERSET MAUGHAM 
Cuadernos de un escritor 
Traducción de Manuel Bosch 
Océano 

PREFACIO 
El Journal de Jules Renard es una de las obras maestras menores de la literatura francesa. Renard escribió tres o cuatro comedias en un acto, que no eran ni muy buenas ni muy malas; tampoco divierten ni emocionan mucho, pero bien representadas pueden ser vistas sin aburrimiento. Escribió también varias novelas, una de las cuales, Pelo de zanahoria, obtuvo gran éxito. Es la historia de su propia infancia, la historia de aquel chiquillo rústico cuya madre severa y desnaturalizada lo conduce a una vida desdichada. El estilo de Renard, sin galanura, sin énfasis, realza el patetismo del terrible cuento, y los sufrimientos del pobre chiquillo, no mitigados por el menor rayo de esperanza, son realmente angustiosos. El lector se ríe cruelmente de los vanos esfuerzos del chiquillo por congraciarse con aquel demonio de mujer y siente sus humillaciones, se duele ante los inmerecidos castigos como si fuesen los suyos propios. Muy desnaturalizada tendría que ser la persona que no sintiese bullir su sangre ante la aplicación de tan cruel maldad. Es un libro que no se olvida fácilmente. 
Las demás novelas de Jules Renard no son de gran importancia. Son o fragmentos de autobiografía o una complicación de las minuciosas notas que tomó sobre la gente con quien vivía en íntima relación, pero difícilmente podrían ser contadas como novelas. Estaba tan desprovisto de poder creador que uno se pregunta por qué llegó a ser escritor. No poseía el menor don para realzar el punto álgido de un incidente, ni siquiera para dar forma a una aguda observación. Recopilaba hechos; pero una novela no puede hacerse únicamente de hechos; en sí mismos, son cosas muertas. Su empleo sirve para desarrollar una idea o ilustrar un tema, y el novelista no sólo tiene el derecho de cambiarlos para conseguir su propósito, de acentuarlos o dejarlos en la sombra, sino que se ve en la necesidad de hacerlo. Verdad es que Jules Renard tenía sus teorías; aseguraba que su objeto era meramente exponer los hechos dejando al lector que crease su propia novela, a su gusto, sobre los datos aportados por él, y que intentar otra cosa era vana tentativa literaria. Pero siempre me han infundido sospechas las teorías de los novelistas; no las he considerado nunca otra cosa que la justificación de sus propias carencias. Y así, un escritor privado del don del artificio para relatar una historia os dirá que la facultad narrativa es la parte menos importante de las cualidades de un novelista, y uno que carezca del sentido del humor dirá que el humorismo es la muerte de la ficción. Para dar resplandor de vida a un hecho en bruto es necesaria una transmutación apasionada, y así la única novela buena de Jules Renard es 
aquella en que la piedad de sí mismo y el odio que sentía contra su madre saturaban de veneno los recuerdos de su desgraciada infancia. 
Yo creo que hubiera caído en el olvido de no ser por la publicación póstuma del diario que tan asiduamente llevó durante veinte años. Es una obra notable. Conocía un gran número de personas que tuvieron especial relevancia en el mundo literario y teatral de su tiempo, actores como Sarah Bernhardt y Lucien Guitry, autores como Rostand y Capus, y relata sus diversos encuentros con ellos con una admirable pero cáustica vivacidad. En estos casos sus agudas facultades de observación acudían a su servicio. Mas, a pesar de la verosimilitud de sus retratos y de que la viva conversación de aquella gente inteligente posee un verdadero timbre de autenticidad, hay que tener quizá un cierto conocimiento del ambiente del París decimonónico finisecular y de comienzos del siglo xx —ya por un conocimiento personal, ya por haberlo oído relatar— para apreciar verdaderamente esta parte de su diario. Cuando éste se publicó, sus compañeros de profesión se indignaron al ver la acrimonia con que había escrito sobre ellos. El cuadro que pinta de la vida literaria de su tiempo es sencillamente salvaje. Dicen que los perros no se muerden entre ellos. Esto no es verdad entre la gente de letras de Francia. En Inglaterra, a mi modo de ver, los escritores se preocupan muy poco unos de otros. No viven viéndose constantemente, como hacen los escritores franceses; se encuentran, desde luego, con cierta frecuencia, pero, por inverosímil que parezca, casi siempre por azar. Recuerdo que hace años un autor me dijo: «Prefiero vivir con mi materia prima». Tampoco suelen leerse unos a otros. En una ocasión un crítico americano vino a Inglaterra para entrevistar a algunos escritores distinguidos acerca de la situación de la literatura inglesa, y abandonó su tarea cuando descubrió que un eminente novelista, el primero a quien visitó, no había leído nunca una sola obra de Kipling. Los escritores ingleses juzgan a sus compañeros de arte; de uno de ellos dirán que es muy bueno; de otro que no tiene emotividad, pero su entusiasmo por el primero no alcanza jamás un calor febril, ni su censura del segundo es movida por un ánimo detractor, sino por la indiferencia. No experimentan envidia por los éxitos de los demás y, cuando éste es palpablemente inmerecido, se sienten más inclinados a la risa que a la cólera. Yo creo que los escritores ingleses tienen el centro en sí mismos. Son quizá tan vanidosos como cualquier otro, pero su vanidad queda satisfecha con la apreciación de un círculo limitado. No se sienten excesivamente afectados por la crítica adversa y, salvo una o dos excepciones, no tratan de congraciarse con los críticos. Viven y dejan vivir. 
En Francia las cosas son muy diferentes. Allí la vida literaria es una guerra sin cuartel en la que unos batallan violentamente contra los otros, en la que una camarilla ataca a la otra, hay que estar constantemente en guardia contra las añagazas y las sátiras de los enemigos, y no se puede estar nunca seguro de que el amigo no oculta un puñal para clavárnoslo en la espalda. Es la guerra de todos contra todos y, como en cierta clase de luchas, cualquier cosa está permitida. Es una vida de amargura, de envidias y traiciones, de maldad y de odio. Creo que hay determinadas razones para ello. Una de ellas, desde luego, es que el francés se toma la literatura mucho más en serio que nosotros; un libro tiene para ellos una importancia que no tiene nunca entre nosotros y están dispuestos a contender sobre los principios generales con una vehemencia que nos deja atónitos..., y un poco sonrientes porque no podemos quitarnos de la cabeza que en esto de tomarse el arte tan en serio hay algo cómico. Además, la política y los asuntos religiosos están en Francia íntimamente ligados a la literatura, y el autor verá su libro furiosamente atacado, no porque sea un mal libro, sino porque él es protestante, nacionalista, comunista o lo que sea. Mucho de esto es digno de encomio. Está muy bien que un escritor piense no sólo que el libro que está escribiendo es importante, sino que los libros que están escribiendo los demás son importantes también. Está bien que los autores, por lo menos, piensen que los libros significan en realidad algo y que su influencia es saludable, en cuyo caso deben ser defendidos, o nefasta, y entonces deben ser atacados. Los libros no pueden tener gran importancia si los escritores empiezan por no dársela. Y porque en Francia creen que tienen tanta, esto constituye la razón por la cual toman partido con tanta furia. 
Hay una práctica en Francia, común entre los autores, que me ha causado siempre estupefacción y que consiste en la costumbre de leerse las obras unos a otros, ya sea mientras las están escribiendo, ya sea después de haberlas terminado. En Inglaterra, los escritores mandan algunas veces sus obras inéditas a sus compañeros para pedirles su crítica, lo cual significa alabanza, porque severo tendría que ser el autor que censurase el manuscrito de un compañero; sólo conseguiría ofender y sus censuras no serían escuchadas. Pero no creo que haya en Inglaterra un escritor dispuesto a someterse al torturante aburrimiento de estar sentado horas enteras mientras un compañero le lee su última obra. En Francia parece cosa aceptada, y, lo que es más extraño, incluso eminentes plumas corrigen buena parte de su obra bajo la influencia de las censuras recibidas. Un autor de categoría como Flaubert reconoce haberlo hecho como resultado de las 
observaciones de Turguenev, y por el Journal de André Gide puede deducirse que éste obró a menudo de la misma manera. Esto siempre me ha intrigado; y la explicación que me he dado es que el francés, para quien la carrera de escritor es algo honorable—lo que nunca ha sido en Inglaterra—, a menudo la adopta sin tener ningún notable poder creador; su aguda inteligencia, su profunda educación y el fondo de una ancestral cultura capacitan a los franceses para producir obras de alta categoría, pero que, más que el fruto de una necesidad de crear, son el resultado de una resolución, una industria y un cerebro inteligente y fecundo. De esta forma las críticas y las opiniones de las personas bienintencionadas pueden ser de una utilidad considerable. Sin embargo, me sorprendería saber que los grandes autores, de los cuales Bal-zac es el más eminente ejemplo, se tomaron tal molestia. Escribieron porque tenían que escribir y, habiendo escrito, sólo pensaron en lo que escribirían después. La práctica demuestra, desde luego, que los literatos franceses están dispuestos a tomarse una inmensa cantidad de molestias para conseguir redactar su obra tan perfecta como sea posible, y que, sensibles como son, tienen menos condescendencia consigo mismos que la mayoría de sus compañeros los artistas ingleses. 
Hay otra razón por la cual el antagonismo de los autores franceses es más ponzoñoso que en Inglaterra; el público es demasiado reducido para sostener el gran número de aquéllos. Nosotros tenemos un público de doscientos millones y ellos sólo gozan de cuarenta. Hay sitio para cada escritor inglés; es posible que no hayáis oído hablar nunca de él, pero, si está dotado, en cualquier dirección que sea, puede ganarse desahogadamente la vida. Puede no llegar nunca a enriquecerse, pero si la riqueza le hubiese atraído no hubiera escogido la profesión de las buenas letras. Con el tiempo adquiere su clientela de asiduos lectores, y, dado que para conquistar los anuncios de los editores es preciso que los periódicos dediquen un gran espacio a los libros, el escritor adquiere suficiente atención por parte de la prensa. Llega a poder contemplar a los demás autores sin envidia. Pero en Francia son pocos los que pueden ganarse la vida escribiendo novelas; a menos que tengan medios de vida privados u otra ocupación que les permita vivir, se ven obligados a recurrir al periodismo. No hay clientela suficiente para salir adelante, y el éxito de un escritor puede mermar considerablemente el de otro. Es la lucha por llegar a ser conocido; es la lucha por ocupar un sitio en la estimación de la gente. Todo esto produce frenéticos esfuerzos por llamar la benevolente atención de los críticos, y al efecto que sus crónicas pueden producir debe atribuirse la ansiedad de los hombres de letras de reputación cuando saben que tiene 
que salir una crónica en tal o cual periódico, y su enojo cuando, al aparecer ésta, no es favorable. Es cierto que la crítica pesa mucho más en Francia que en Inglaterra. Ciertos críticos tienen tal influencia que pueden hacer triunfar o fracasar un libro. A pesar de que cualquier persona culta de todo el mundo lee el francés y los libros franceses no son leídos únicamente en París, son sus escritores, sus críticos y sus personalidades inteligentes lo único que cuenta para el autor francés. El hecho de que la ambición literaria esté centralizada en esta ciudad es causa de todas esas luchas y rivalidades. Y la mezquindad de los derechos de autor es causa de tanto afán, de tanta lucha por conquistar los premios concedidos cada año a varios libros, o de entrar en tal o cual academia, que no solamente ponen un sello de honor a su carrera, sino que aumentan el valor del autor en el mercado. Pero hay pocos premios para el escritor que aspira a ellos, pocas vacantes en las academias para el que aspira a ocuparlas. No muchos saben cuánta amargura, cuánto regateo y cuánta intriga encierran la concesión de Un premio o la elección de un cándidato. 
Pero, desde luego, hay en Francia autores indiferentes al dinero y desdeñosos de los honores, y siendo el pueblo francés un pueblo generoso, tales autores se ven recompensados con la consideración de todos. Ésta es, en realidad, la razón por la cual ciertos escritores que, juzgados desde un punto de vista ecuánime, no tienen una gran trascendencia, gozan, especialmente entre la gente joven, de una reputación que resulta incomprensible para el extranjero. Pero, desgraciadamente, el talento y la originalidad no siempre acompañan a la nobleza de carácter. 
Jules Renard era un hombre honrado y no traza un muy buen retrato de sí mismo en su Journal. Era maligno, frío, egoísta, mezquino, envidioso y desagradecido. Su única característica redentora era su amor a su mujer; en todos los volúmenes es la única persona de quien habla con gentileza. Era él enormemente susceptible a toda supuesta afrenta y su vanidad era ultrajante. No tenía caridad ni buen deseo. Mancha con su rencoroso desprecio cuanto no comprende y jamás se le ocurre pensar que su incomprensión sólo a él puede ser achacada. Era odioso, incapaz de un gesto generoso, casi negado para una generosa emoción. Pero, a pesar de todo esto, el Journal es una lectura maravillosa. Es extraordinariamente divertido. Es ingenioso, sutil y a menudo sensato. Es un diario llevado al servicio de su propia vocación por un escritor que buscó apasionadamente la verdad, la pureza de estilo y la perfección de lenguaje. Como autor, nadie pudo ser más concienzudo. Jules Renard anotó claras observaciones y frases inteligentes, epigramas, cosas vistas, los dichos de la gente y sus semblanzas, descripciones escénicas, efectos de luz y de sombra; en una 
palabra, todo lo que podía serle útil cuando se sentaba a escribir; y en muchos casos, como sabemos, cuando había coleccionado suficientes datos, los agrupaba en una narración más o menos urdida y hacía un libro con ellos. Para un escritor, ésta es la parte más interesante de dichos volúmenes; penetra en el gabinete de trabajo del autor y le muestra cuál es el material que consideraba digno de ser recogido y la forma en que lo recogía. No carecía ciertamente de capacidad para sacar el mejor provecho de ello. 
No recuerdo quién dijo que todo autor debería llevar un libro de notas, pero teniendo cuidado de no hacer nunca referencia a él. Si se entiende esta frase debidamente, creo que hay mucho de verdad en ella. Al tomar nota de una cosa que nos llama la atención, la separamos del incesante flujo de impresiones que se amontonan en la visión mental y acaso se fija en nuestra memoria. Todos nosotros hemos tenido buenas ideas o vivas sensaciones que hemos creído podrían sernos útiles un día, pero que, porque fuimos demasiado perezosos para anotarlas, han escapado totalmente a nuestra memoria. Cuando sabemos que vamos a tomar nota de algo, nos fijamos en ello con mayor atención que en el caso contrario y al hacerlo nacen en nosotros las palabras que le darán su lugar privado en la realidad. El peligro de emplear las notas estriba en que nos sentimos inclinados a confiar en ellas, y así se pierde ese manantial natural y equilibrado de la escritura que brota al permitir al subconsciente la plena actividad conocida un poco ampulosamente con el nombre de inspiración. Se siente uno también inclinado a echar mano de las notas, cuadren o no. He oído contar que Walter Pater solía tomar abundantes notas de sus lecturas y reflexiones que archivaba debidamente y que, cuando tenía suficientes sobre un tema determinado, juntaba y escribía un ensayo. Si esto es verdad, explicaría la sensación de cansancio que se experimenta al leerlo. Quizá por ello su estilo no tiene empuje ni vigor. Por mi parte, creo que tomar copiosas notas es una excelente práctica. Sólo puedo lamentar que una natural indolencia me haya impedido hacerlo con mayor diligencia. No pueden dejar de ser de gran utilidad si son usadas con inteligencia y discreción. 
Por lo intensamente que a este respecto llamó mi atención el Journal de Jules Renard, me he aventurado a recopilar también mis notas e impresiones y ofrecerlas a mis colegas. Me apresuro a declarar que estas notas mías están muy lejos de ofrecer el interés de las que he mencionado antes. Son mucho más descabaladas. Hubo años en que no tomé una sola nota. No pretenden ser un diario; jamás anoté nada referente a mis encuentros con gente notable e interesante. Siento no haberlo hecho. Si hubiese registrado mis conversaciones con los numerosos y distinguidos 
escritores, actores y políticos que he conocido más o menos profundamente, las páginas que siguen hubieran sido sin duda alguna mucho más interesantes. Jamás se me ocurrió hacerlo. 
Nunca tomé una nota de algo que no creyese que podía serme útil en un momento u otro de mi vida, y si, especialmente en las primeras, fijé toda clase de ideas y emociones de carácter personal, fue sólo con la intención de atribuirlas tarde o temprano a los seres por mí inventados. Mi intención fue que mis cuadernos de notas fuesen un almacén de materiales destinados a un uso futuro y nada más. 
Mientras avancé en edad me fui dando cuenta de mis intenciones, empleé menos mis libros de notas como registro de mis opiniones personales y más para consignar, mientras estaban todavía frescas en mi memoria, aquellas impresiones sobre tal o cual persona y lugar que podían, a mi juicio, serme útiles para el propósito determinado que tenía a la vista en aquel momento. En una ocasión en que fui a China, con la vaga idea de escribir quizá un libro sobre mis viajes, fueron tan copiosas las notas que tomé que abandoné el proyecto y las publiqué tal como estaban. Estas notas, desde luego, no están incluidas en este volumen. Mi intención ha sido omitir en él todo aquello de que ya he hecho uso, y si el atento lector encuentra accidentalmente aquí o allá una frase que recuerda, no es porque yo esté tan satisfecho con ella que quiera repetirla, sino por inadvertencia. Sin embargo, en una o dos ocasiones he conservado deliberadamente hechos que en un tiempo anoté y que me dieron la idea de una historia o una novela, creyendo que al lector que se diese cuenta de ello podía distraerlo ver sobre qué materiales me fundé para escribir una obra más completa. Jamás he pretendido crear algo de la nada; siempre he necesitado un incidente o un personaje como punto de partida, pero he usado la imaginación, la invención y un sentido del dramatismo para hacer de ello algo mío. 
Mis primeros cuadernos estaban llenos de diálogos para comedias que jamás he escrito porque creí que no interesarían a nadie. He suprimido estos diálogos, pero no un considerable número de observaciones que me parecen ahora exageradas y triviales. Son la expresión de las reacciones de un hombre muy joven ante la vida real, o lo que él suponía que era, y ante la libertad, después de la existencia oculta y confinada, pervertida por las fantasías imaginativas y la lectura de novelas, natural en un muchacho de la clase social en que nací; y expresan su rebeldía contra las ideas y convenciones del ambiente en que fue criado. Creo que hubiera sido poco honrado con el lector haberlas suprimido. Mi primer cuaderno de notas data 
de 1892; a la sazón, tenía yo dieciocho años. No siento el deseo de aparecer más sensible de lo que era. Era ignorante, ingenuo, entusiasta e inexperto. 
Mis cuadernos de notas ascienden a quince gruesos volúmenes, pero, al omitir todo cuanto he dicho más arriba, he reducido su contenido a un volumen no mayor que muchas novelas. Espero que el lector aceptará lo dicho como excusa suficiente para su publicación. No lo publico porque sea lo bastante vanidoso como para suponer que toda palabra mía merece ser perpetuada. Lo publico porque me interesa la técnica de la producción literaria y el proceso de la creación, y si un volumen como éste, escrito por otro autor, cayese en mis manos, me arrojaría sobre él ávidamente. Por una feliz coincidencia, lo que me interesa a mí parece interesar también a mucha gente; jamás lo hubiera esperado y jamás he dejado de estar sorprendido por ello; quizá sea que lo que tantas veces ha ocurrido antes pueda volver a ocurrir, y algunas personas descubran aquí y allá, en las páginas que siguen, algo que pueda interesarles. Hubiera considerado una impertinencia publicar este libro cuando estaba en pleno rendimiento de mi actividad literaria; hubiese podido parecer que reclamaba para mí una importancia que habría podido ser ofensiva para mis compañeros de pluma; pero ahora ya soy viejo y no puedo ser rival de nadie, porque me he apartado de la agitación retirándome no sin comodidades a mi refugio. Cuantas ambiciones haya podido tener han sido, desde hace mucho tiempo, colmadas. No he luchado con nadie, no porque crea que nadie es digno de mi lucha, sino porque he dicho ya lo que tenía que decir y estoy contento de dejar que los otros ocupen mi sitio en el mundo de las letras. He hecho lo que quería hacer y ahora me hundo en el silencio. He oído decir que en nuestros días es uno fácilmente olvidado si no produce ninguna obra nueva que retenga su nombre en la memoria del público, y no dudo de que es verdad. Pero estoy resignado a ello. Cuando por fin aparezca mi óbito en The Times, y alguien diga: «¡Cómo, pero si lo creía muerto hace ya anos!», mi fantasma se reirá silenciosamente.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Gregorio Marañón y Posadillo (Madrid, 19 de mayo de 1887 - Madrid, 27 de marzo de 1960)



Gregorio Marañón y Posadillo (Madrid, 19 de mayo de 1887 - Madrid, 27 de marzo de 1960) fue un médico endocrino, científico, historiador, escritor y pensador español, cuyas obras en los ámbitos científico e histórico tuvieron una gran relevancia internacional. Durante un largo período dirigió la
cátedra de endocrinología en el Hospital Central de Madrid. Fue académico de número de las ocho Reales Academias de España. 

En sus obras analizó, con un género literario singular e inédito: `ensayo biologico`, las grandes
pasiones humanas a través de personajes históricos, y sus características psíquicas y fisiopatológicas: la timidez en su libro Amiel, el resentimiento en Tiberio, el poder en El Conde Duque de Olivares, la intriga y la traición política en Antonio Perez, uno de los hacedores de la leyenda negra española, el `donjuanismo` en Don Juan, etcétera. 

Si bien la huella de Marañón es imborrable en el plano de la ciencia, lo que hace eterna, universal y aún más singular su obra es el descubrimiento y “describimiento` del plano ético, moral, religioso, cultural, histórico... en definitiva “humano”, que la acompaña.

(Fragmento).
GREGORIO MARAÑÓN
EL CONDE-DUQUE DE OLIVARES
la pasión de mandar
Vigésima quinta Edición
ESPASA – CALPE
Madrid – 1992
Diseño y cubierta: José Fernández Olías
Ilustraciones de la cubierta: El conde-duque de Olivares, por Diego Velázquez
(Colección Varez Fisa, Madrid) y El doctor Marañón, por Ignacio Zuloaga (Colección particular). (Fotos Oronoz).
Director de la colección: Ricardo López de Uralde.

Impreso en España
Printed in Spain
ES PROPIEDAD
© María Luisa Marañón Moya de Burns, 1936, 1977
© Espasa-Calpe, S. A , Madrid, 1936
Depósito legal: M. 12 958—1992
ISBN 84—239—2262—6
Talleres gráficos de la Editorial Espasa-Calpe, S  A.
Carretera de Irún, km 12,200. 28049 Madrid


A Azorín,
gran historiador
del alma de España
Prólogo de la segunda edición
ESTA versión definitiva de mi Conde-Duque de Olivares aparece tras otra, reducida al texto, sin citas ni apéndices, publicada en las Ediciones Austral, de Espasa-Calpe (Buenos Aires, 1940), y difundida con la amplitud usual en esa Colección, tan noble, porque ha acertado a hacer compatible la suma dignidad editorial con el fácil acceso a todas las manos. En este intervalo ha aparecido también una magnífica versión alemana (München, 1940), traducida por Ludwig Pfandl y precedida de un estudio, dilatado y profundo, del mismo inolvidable hispanista, al que dedico aquí el recuerdo de gratitud que las circunstancias del mundo impidieron que, en vida, llegara hasta él. Estas mismas circunstancias han retrasado la aparición de las ediciones francesa e inglesa, ya en marcha. Mi deseo de reivindicación de la figura del grande y desgraciado ministro de Felipe IV está, pues, más que satisfecho.
Pero esto de reivindicar exige alguna aclaración. En todos los tiempos ha habido escritores adeptos al artificio de estudiar —estudiar en el mejor de los casos, porque otras veces el estudio no aparece por ninguna parte— cualquier personaje universalmente odiado y presentarle como un serafín. No ha habido límites en el intento. Hasta los facinerosos declarados cuentan hoy con plumas apologéticas. El resultado es infalible para el autor. Lo que este cambio inesperado de posición, en la actitud crítica, tiene de escandaloso, asegura un núcleo importante de lectores; si la defensa se hace con buena maña, acredita, aunque no convenza, de hombre agudo al escritor; después de todo es así, defendiendo malas causas a sabiendas de que lo eran, como han adquirido fama respetable los grandes abogados; y, finalmente, en alguna ocasión, puede hasta haber una parte de justicia en la apología.
La verdad es que, mucha o poca, siempre hay ese punto de justicia en el elogio del hombre más condenable. Las criaturas de Dios no son jamás enteramente perversas. No hay hombre malo que no tenga algo bueno, podríamos decir de nuestros colegas de especie, con las palabras que Don Quijote aplicó a los libros. Y, sobre todo, en los personajes históricos, sujetos a la inevitable pasión de la crítica, es mucho más fácil que en los del montón el que la veta de bondad, o por lo menos de buen deseo frustrado, que nunca falta, haya quedado enterrada en el aluvión de los denuestos. Desenterrarla es hacer Historia, y noble Historia.
Mi pretensión no ha sido el convertir al político que vio deshacerse el Imperio español en un héroe. Sino demostrar que, al lado de sus grandes defectos, Don Gaspar de Guzmán tuvo virtudes notables y algunas excelsas; y que, por estas virtudes, fue muy superior a la casi totalidad de los españoles de su tiempo. Fue él el que recogió, por designio inescrutable de Dios, en sus fuertes manos, un mundo que estaba ya deshecho. Su ambición de mandar no le impidió darse cuenta de que todo se venía abajo, porque él lo vio, y más que lo dijo, lo gritó; y lo sufrió en su alma de gran español. Lo que no supo fue sacrificar a tiempo su disfrute del poder, y convertir el sacrificio en transacciones convenientes al bien público. Acaso le disculpe lo que a muchos otros contumaces en el mando: la leal incertidumbre de si lo que había de sucederle sería aún peor. Si esta duda pasó por su mente, el tiempo le ha dado la razón.
En suma, hay una forma de reivindicar que no es cambiar, por arbitraria prestidigitación, el insulto en aplauso, sino tratar de reducir inteligentemente la figura que nos quieren hacer pasar como demoníaca a sus proporciones de hombre. Nada más que esto me propuse al estudiar al Conde-Duque de Olivares.
G. MARAÑÓN.
Toledo, diciembre 1944.Prólogo de la tercera edición
En esta tercera edición de la versión completa de mi libro, he añadido nuevos datos importantes y algunos grabados, y he revisado otra vez el texto, purgándole de los pequeños errores que aún tenía.
G. MARAÑÓN.
Toledo, julio 1952.


Introducción: la pasión de mandar
Pocos temas pueden interesar al hombre de hoy, por su importancia y por su estructuración imperfecta, como el del instinto y la pasión de mandar. Cuando se habla de la desigualdad humana y de sus posibles remedios, se comete por el común de las gentes el error de localizar el problema en el simple aspecto del bienestar material; y unos dicen: «Algún día no habrá pobres ni ricos.» Y otros: «Siempre los habrá.» Pero el ser pobre o rico es una consecuencia lejana de otras cosas que subsistirán, pese a todos los sueños de volver algún día a aquella quimérica «y santa edad en que eran todas las cosas comunes»; de otras cosas eternas, porque en ellas reside la razón del progreso humano. Y estas cosas inmodificables, inagotables creadoras de una desigualdad mil veces más profunda que la que divide a los hombres en pobres y ricos, se resumen y tienen su raíz en un instinto tan fuerte como el de vivir y procrear, que es el instinto de la superación: que no es lo mismo que el del mando, y hay que aclarar su distinción.
Los libros de psicología hablan, en efecto, de un instinto de mando o de dominio, y frente a él, de otro de sometimiento. Pero ambos son formas parciales del instinto, mucho más general y fuerte, de la superación. Todo ser humano, aun el más humilde y el más desesperanzado, tiene, despierto o latente, el instinto de la superación, el ansia de diferenciarse ventajosamente, según los grados de su tensión, del resto de todos los demás hombres de la tierra, de los de su país, de los de su clase y oficio, del grupo de sus amigos, de sus familiares, en fin. En cuanto se pierde este instinto, el espíritu del hombre se quiebra y queda fuera de la corriente de la vida eficaz. Los médicos sabemos el papel fundamental que el sentimiento de inferioridad juega en la creación de una parte importantísima de las neurosis y psicosis, que inutilizan para el progreso a centenares de hombres bien dotados.
El instinto de la superación, fuente, pues, perenne y fecunda de desigualdad, tiene infinitos aspectos y variedades. En unos hombres es una fuerza principalmente cuantitativa, y les conduce a hacerlos más fuertes, más ricos, más fecundos en obra social que los demás. En otros, su tono es mucho más cualitativo: se aspira entonces a hacer algo que nos diferencie de los otros hombres por su rareza, por su finura, por su originalidad en todos sus grados, desde el inventor que revoluciona el progreso, hasta el pobre diablo que, incapaz de diferenciarse por nada mejor, colecciona cosas inútiles y raras.
El instinto de superación encuentra su cauce y su instrumento en todas las actividades humanas, incluso en las antisociales y en las patológicas. Conduce a la riqueza, al mando, a la gloria, al heroísmo, a la santidad, al crimen y a la perversión sexual. Puede coincidir con los instintos fundamentales, el de la conservación individual y el procreador, pues el superar a los otros hombres facilita, por lo común, el auge personal y hace el amor propicio y la prole fuerte. Pero también puede actuar en contra de ellos, y en esto reside una de sus características más importantes: ninguno como él conduce voluntariamente a la muerte, a la negación del individuo; o a la sexualidad infecunda, a la negación de la especie; puesto que la gloria, uno de sus objetivos supremos, se basa, a menudo, en la renunciación de todo lo mortal: de la sensualidad y de la vida.
De este instinto de la superación, decíamos, es el de la dominación, el de poder y mandar, sólo una variedad. Lo demostraría, si no fuera por sí mismo evidente, el que en muchos hombres el ansia de superar a los otros no supone, en modo alguno, el designio de mandarles. Incluso hay formas —quizá las más altas— del ímpetu de superación, que se basan en el sometimiento, como ocurre en la perfección religiosa o en la renunciación al goce material del sabio o el filósofo, insensibles a toda suerte de honores y prebendas. Otros hombres ansían el poder, pero no como fin, sino como medio, como mero instrumento para el logro de grados superiores de superación. Y, por último, en otro grupo de seres humanos el mando es, por sí mismo, el fin de su instintivo afán: mandar por la fruición pura de mandar, como el avaro ama el oro por el oro: por el gusto de oírlo sonar en su bolsa. Ésta es la forma genuina de la pasión de mandar.
La cantidad de hombres dominados de la pasión de mandar es inmensa. Lo que ocurre es que para mostrarse en toda su plenitud necesita de circunstancias sociales muy eventuales, no siempre coincidentes, que dan por ello de raro en raro ocasión a su próspero desarrollo. La mayoría de los hombres dominados de la pasión de mandar tienen que disimular su afán incumplido en profesiones en las que el mando no tiene un cauce libre, sino que es un oficio reglamentado, como ocurre en la milicia, o en actividades civiles que requieren la dirección de otros hombres, desde el jefecillo político al capataz de una peonía. Conocí una vez, en mi clínica, a un marino viejo, capitán de un barquito pequeño, al que hube de aconsejar, por sus achaques, que se retirase a tierra. A los pocos meses me escribió que no podía soportar la vida sin el mando de sus hombres en el bergantín, que era, durante las largas travesías, un mundo donde sólo reinaba él; y que se daba cuenta de que sólo por esto había sido capitán de barco. Después de esta carta, que conservo, en la que, bajo su tosquedad inortográfica, latía como un pulso inmenso, de satánico poderío, no volví a saber más de este hombre, que, sin duda, pudo haber sido, con astros propicios, un pirata, dueño de los mares, o un emperador.
Otras veces la vida sofoca de tal modo el ímpetu del mando, que los hombres dotados de él buscan el modo de ejercerlo y desahogarlo en toda clase de parodias. Por ejemplo: muchas Asociaciones filantrópicas, culturales, deportivas o de otro orden, organizadas con fines, en apariencia y en sus consecuencias, generosos y altruistas, ocultan, en realidad un oscuro y atenazado designio de dominación, de poseer una masa, por pequeña que sea, de gentes a quienes mandar y dirigir. Recuerdo siempre un caso que me impresionó mucho. En una ciudad importante que visitaba me invitaron a que viese un asilo de huérfanos, modelo de organización, que existía en sus alrededores. Acepté, y me aconsejaron que hiciera la visita acompañado de un hombre —me dijeron— extraordinario, humilde empleado del centro oficial del que el asilo dependía, que voluntariamente había tomado sobre sí la carga de la inspección del orfelinato; y dos veces al día, en cuanto su trabajo burocrático le dejaba en libertad, acudía al Asilo y se ocupaba, con inagotable amor y desinterés, de la vida de los niños, en sus menores detalles. Hice, en efecto, con él la visita. Era un hombre oscuro, inteligente y triste. Me enseñó toda la organización con la humildad y con la minucia de un conserje bien informado; y dejó para el final la visita de los comedores, para que pudiese ver en ellos reunidos a todos los niños. Y entonces ocurrió el gran suceso. Entramos en la nave donde se celebraba la refacción, doscientos muchachos, al verle, se pusieron en pie y gritaron: «¡Viva Don Juan!» don Juan se transformó. Una ráfaga imperativa y orgullosa sacudió su alma de caudillo, represada en una humanidad de oficinista, y, extendiendo la mano, exclamó con una voz nueva: «Basta, basta; gracias y sentaos.» Comprendí que la escena esta entre nuestro hombre —que jugaba con los niños, como los niños con sus soldados de plomo— y sus legiones infantiles, se repetía casi a diario y que con ella se alimentaba, a costa de su devoción y de sus sacrificios, en apariencia gratuitos, el hambre de mandar, que era su más fuerte potencia instintiva.
Hay, finalmente, seres humanos en los que la necesidad del poderío directo no encuentra nunca ni el cauce genuino ni sus posibles sustitutos y sublimaciones. Y esta insatisfacción radical puede desviarlos por las rutas anormales con tanta violencia como a otros hombres el sentimiento aniquilador de la inferioridad.
Pero cuando el hombre rebosante de la pasión de mandar encuentra el ambiente social favorable, esa pasión florece a sus anchas, corre por su cauce libre y entonces aparece el caudillo, el dictador, el conductor de muchedumbres. Es éste, pues, en todos los casos no el fruto puro de su jerarquía humana, sino el producto de una conjunción afortunada de ésta con el factor misterioso de la «circunstancia» propicia. De aquí la profunda verdad de la frase hecha de que en cada rebotica de pueblo, o en cada taller de trabajadores oscuros, puede estar escondido el héroe inédito, pero cuya trayectoria de ambición tiene que tocar, por azar sobrenatural, para hacerse fecunda, con la órbita de una gran conmoción humana: revolución, guerra, relajación de la estructura social o cualquiera otro de los grandes acontecimientos que turban hasta su raíz el curso de la Historia. De aquí también el que con frecuencia el gran caudillo no sea un ejemplar humano excelso; porque la parte que pone en su triunfo lo extraño a su personalidad, el ambiente, puede ser tan propicio que casi baste para subirle a la cumbre. Este factor externo, lo que se llama «suerte», en ninguna otra actividad humana tiene, sin duda, la importancia —o por lo menos la resonancia— que aquí.
El estudio de las condiciones en que se puede producir esa conjunción de la pasión intrínseca de mandar con el ambiente propicio, para producir al gran dominador de hombres, ha ocupado muchas de las horas libres de otras preocupaciones mías; horas que, como no sé jugar a las cartas, quisiera que no dejaran de ser fecundas en la medida de mi limitación. De ellas ha nacido este estudio. Y como mi condición naturalista me lleva, por hábito y por convicción, a huir de las teorías, he preferido escribir sencillamente la vida de uno de los hombres que alcanzaron con mayor plenitud la satisfacción de su ímpetu de dominar a los demás. Ya sé que la vida de un hombre no es más que un ejemplo y que puede ser una excepción. Pero su limitación se compensa con lo que todo lo que es objetivo tiene de permanente e inmodificable y de manantial que no se agota de sugestiones nuevas.
He aquí la razón de esta biografía y el sentido psicológico y no meramente histórico y narrativo con que ha sido compuesta. Y he aquí por qué me excuso de antemano ante los historiadores, pues no tengo ni su técnica ni su erudición; así como me entrego sin reservas al juicio del biólogo y del lector en general.
En la elección del arquetipo de estas reflexiones sobre la pasión de mandar —el Conde-Duque de Olivares— ha influido, además, el deseo de completar y rectificar la vida, muy mal conocida, de este personaje, tan amigo de los españoles, que desde niños hemos visto atravesar por la Historia, galopando en su caballo castaño, con aire imperativo y fanfarrón.


PRIMERA PARTE: LOS ANTECEDENTES
1. La herencia
El abuelo: Don Pedro, el guerrero
DON Gaspar de Guzmán y Pimentel, Rivera y Velasco y de Tovar, Conde-Duque de Olivares, del que en este libro voy a ocuparme, pertenecía a una familia famosa, cuya historia, bien conocida de los heraldistas y popularizada en el vulgo por la hazaña del que en Tarifa sacrificó por la patria a su hijo, no es de este lugar. En el Epitome que de ella escribió Juan Alonso Martínez Calderón , bien que con las naturales exageraciones de los apologistas de la Nobleza, se leen las vidas de estos inquietos y hazañosos señores, de uno y otro sexo, desde su remoto origen; y esta lectura nos explica que la herencia fuera pródiga, todavía en el siglo de la declinación de los Austrias, en Guzmanes soberbios y ávidos de poder. Por aquellos años hubo un brote explosivo, pero el postrero del linaje, en Doña Luisa de Guzmán, la verdadera autora de la sublevación portuguesa y de la independencia de esta nación; en Medina-Sidonia y Ayamonte, ambos Guzmanes, por cuya mente pasó la tentación de hacer un reino independiente de Andalucía; y, por fin, en Don Gaspar que, con iguales ambiciones, pero con mayor rectitud, llegó a ser el Valido de un Monarca sin voluntad. Rey de otro Rey, y, a través de él, dueño absoluto del Imperio español, durante más de veinte años, hasta que sobrevino la desmembración peninsular y, con ella, su desgracia.
Tan larga e insigne herencia influyó decisivamente en el espíritu y en las acciones del Conde-Duque; pero para trazar sus antecedentes eficaces nos basta con tomar su sangre de más cerca: en su abuelo Don Pedro, primer Conde de Olivares, sevillano, criado en Béjar , hermano del Duque de Medina-Sidonia, con el que tuvo pleitos que Novoa califica de «ni decentes ni religiosos». Era, según puede verse en el retrato de F. Pourbus , hombre robusto, de faz enérgica y bondadosa, parecido en su conjunto a su nieto Don Gaspar. Fue gran guerreador, sobre todo durante las Comunidades, en las que, en bando oficial, redujo a Sevilla y allanó a Andujar y Linares y al Corral de Almaguer de gente, entonces como ahora, muy alborotada por la libertad. Sitió a Toledo, y los partidarios de la famosa Doña María de Padilla le hirieron muchas veces junto al castillo de San Servando  y le prendieron. Por todo ello ganó el hábito de Calatrava, el Condado de Olivares y la amistad de Carlos V, al que siguió en las jornadas de Italia, Túnez, Flandes y Alemania. Felipe II le dio nuevas mercedes. Murió viejo. Fue también poeta y no del montón . De él heredó, pues, su nieto, a más de los rasgos físicos, el afán de ganar batallas, aunque éste no en el campo, sino desde su bufete; y la afición literaria.
La abuela: la sangre papelista
Casó este Don Pedro con una señora toledana, Doña Francisca de Ribera Niño. Como fundadores del Condado de Olivares el genealogista de cámara del Conde-Duque pondera, y con motivos, el lustre de la sangre de los Niños. Doña Francisca era Niño por su madre, aunque, como entonces ocurría con frecuencia, llevaba este apellido y no el paterno. Su padre era Don Lope de Conchillos, y por más que el heraldista encarece también la nobleza de este insigne apellido , se advierte el esfuerzo con que trata de sacarle un brillo que no desmerezca del de los Niños y Guzmanes. Pero a nosotros nos interesa la herencia en cuanto fuerza biológica, en cuyo aspecto su eficacia no siempre coincide con el rango heráldico; antes bien, muchas veces, el genio de las grandes estirpes no procede de las claras raíces del árbol genealógico, sino de ciertos injertos de savia menos insigne, pero más poderosa, ya legítima, ya del orden de aquellos «insultos de alguna fecunda alevosía» que, según el padre Feijoo, sufren inevitablemente alguno o algunos de «los tálamos que se cuentan en una serie genealógica». Y en este sentido hemos de destacar la importancia de Don Lope de Conchillos para explicarnos a nuestro Conde-Duque. Era Don Lope, según el apologista, «de familia de las más estimadas y calificadas en el reino de Aragón»; gente letrada y trabajadora; y, en esta actividad, Don Lope alcanzó el puesto de secretario de Carlos V, con el cual vino a Toledo. El maligno Novoa disminuye su categoría y le llama «hombre criado de la pluma» , sin duda para mortificar, ante la posteridad, el orgullo del Conde-Duque. Mas no tiene duda que este hombre de bufete, medio escondido entre el follaje magnífico de reyes, capitanes y santos del árbol de los Guzmanes, es el que tuerce la vena heroica de la familia y la inyecta el gusto y la pasión por los papeles. Es Don Lope el primer «papelista» de la estirpe, abuelo del «gran papelista», como se llamó a Don Enrique, el embajador en Roma, padre del Conde-Duque, y bisabuelo de éste, de Don Gaspar, que en el amor a los oficios de pluma eclipsó a su mismo progenitor.
De los varios hijos de Conchillos había una Doña Francisca, que poseía la nobleza suprema que da la hermosura; y por ser bellísima casó nada menos que con Don Pedro López de Ayala, tercer Conde de Fuensalida, es decir, una de las más altas figuras de la Nobleza toledana. Murió pronto Don Pedro, en aquel palacio vecino de la iglesia de Santo Tomé, que guarda el milagro del Conde de Orgaz en el lienzo del Greco; quizá, en el mismo aposento donde, más adelante, había de morir también la Emperatriz Doña Isabel. El otro Don Pedro, el de Olivares, vencedor de los comuneros, y en edad y condiciones de casarse, se fijó en esta «viuda, de poca edad, rica y muy hermosa», de jerarquía insigne, por su sangre y por su primer matrimonio; y sobre todo esto, virtuosísima. Hubo boda; y la vida confirmó el acierto de la elección del guerrero, pues el noble hogar fue modelo de seriedad y bienandanza; tradición que heredaron los de su hijo y nieto, en medio de la corrupción de costumbres que invadía ya la sociedad española y aseguraba el ocaso del Imperio. Son las tres Condesas de Olivares, a saber: esta Doña Francisca de Rivera y Niño, esposa de Don Pedro; Doña María Pimentel, consorte de Don Enrique, y Doña Inés de Zúñiga, la del Conde-Duque, tres ejemplares admirables de esas mujeres españolas, de todos los tiempos y de todas las clases sociales, colaboradoras calladas de la obra del esposo, sostén y lustre del hogar; de fina inteligencia; rectas hasta el heroísmo y quizá un tanto demasiado puritanas. Sin duda, han sido y son ellas las depositarías de las virtudes esenciales de la raza y las transmisoras de su vitalidad moral a través de los accidentes infinitos de nuestra historia.
Fueron nueve los hijos del matrimonio toledano: el mayor, Don Enrique, padre del futuro Conde-Duque. Los demás, según el sexo, se repartieron en el servicio de Palacio, en el convento o en la milicia. Uno, Don Juan, alcanzó la gloria de acompañar a Don Juan de Austria en Lepanto. Citemos, tan sólo, el tercero. Don Pedro, gentilhombre del Príncipe, futuro Felipe III, que, según Novoa, obraba «con aspereza de condición»: después de ofender, se enojaba «y más parecía el agredido que el agresor, y él se tiraba a sí la piedra». Tenía gran ambición cortesana y sentía celos violentos del Marqués de Denia, favorito del Príncipe .
Queda, pues, como poso de esta primera generación de Olivares, el espíritu guerreador y dominante de Don Pedro; sus aficiones poéticas y su hombría intachable; la afición burocrática, transmitida del abuelo materno; las grandes virtudes de castellana austeridad y rectitud de la hermosa madre, Doña Francisca; y una vena de iracundia y arbitrariedad y emulación de validez cortesana, que aparece de un modo esporádico, pero muy significativo, en uno de los hijos. Y ahora pasemos al progenitor del Conde-Duque.

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