jueves, 21 de marzo de 2013

William Somerset Maugham(Enero 25, 1874 - Diciembre 16,1965)


William Somerset Maugham(Enero 25, 1874 - Diciembre 16,1965). Reconocido novelista, autor de obras de teatro y escritor de cuentos cortos británico, que logró reconocimiento más allá de su país de origen como el mejor autor y el mejor pago de los años 30. Aunque algunos de sus trabajos no fueron recibidos con buenas críticas, sobre todo por la temática que trata en ellos.
Nació en Francia,su padre trabajaba en la embajada Británica en París y recién habló inglés a los 11 años, cuando queda huérfano y vuelve a Inglaterra a vivir con su tío. Fué educado en los típicos colegios ingleses y asistió a la universidad donde estudió literatura y filosofía, y luego al Hospital de St Thomas de Londres donde se recibe de Médico en 1897, sin embargo no practica la medicina, volvíendose un escritor full time.
Su primer novela Liza of Lambeth fue publicada en 1897, y muestra muchas de las experiencias de Maugham como médico, sobre todo en aquellos pasajes donde se relatan los nacimientos.
Después vino A Man of Honour(1903), The circle, Our Better y The constant Wife.
Su obra más famosa Of Human Bondage( Servidumbre Humana) fue escrita en 1915 y en ella se refleja mucho de su vida personal.
En 1917 es enviado a Rusia como agente de la inteligancia Británica, allí conoce a Gerald Haxton quien sería su compañero hasta la muerte de éste en 1944.
Su exito le otorga bienestar económico permitiéndole viajar por el mundo, se establece en la riviera Francesa. En 1928 se divorcia de su esposa por su homosexualidad y por continuar conviviendo con Haxton, quedando de de ese 
matrimonio una hija llamada Liza.

Cuadernos de un escritor, que se publicó en inglés en 1949, es una amplia selección de los quince volúmenes de notas que William Somerset Maugham fue escribiendo desde sus dieciocho años. Inspirados, como él mismo dice, en el Journal de Jules Renard, sus páginas recogen las intensas impresiones de sus numerosos viajes y las ideas que, con el tiempo, se convertirían en el germen de algunas de sus novelas. Se trata de un cuaderno de bitácora trufado de agudas observaciones y comentarios hilarantes acerca de la sociedad de su época y del oficio de escribir y vivir. 

FRAGMENTO.

 WILLIAM SOMERSET MAUGHAM 
Cuadernos de un escritor 
Traducción de Manuel Bosch 
Océano 

PREFACIO 
El Journal de Jules Renard es una de las obras maestras menores de la literatura francesa. Renard escribió tres o cuatro comedias en un acto, que no eran ni muy buenas ni muy malas; tampoco divierten ni emocionan mucho, pero bien representadas pueden ser vistas sin aburrimiento. Escribió también varias novelas, una de las cuales, Pelo de zanahoria, obtuvo gran éxito. Es la historia de su propia infancia, la historia de aquel chiquillo rústico cuya madre severa y desnaturalizada lo conduce a una vida desdichada. El estilo de Renard, sin galanura, sin énfasis, realza el patetismo del terrible cuento, y los sufrimientos del pobre chiquillo, no mitigados por el menor rayo de esperanza, son realmente angustiosos. El lector se ríe cruelmente de los vanos esfuerzos del chiquillo por congraciarse con aquel demonio de mujer y siente sus humillaciones, se duele ante los inmerecidos castigos como si fuesen los suyos propios. Muy desnaturalizada tendría que ser la persona que no sintiese bullir su sangre ante la aplicación de tan cruel maldad. Es un libro que no se olvida fácilmente. 
Las demás novelas de Jules Renard no son de gran importancia. Son o fragmentos de autobiografía o una complicación de las minuciosas notas que tomó sobre la gente con quien vivía en íntima relación, pero difícilmente podrían ser contadas como novelas. Estaba tan desprovisto de poder creador que uno se pregunta por qué llegó a ser escritor. No poseía el menor don para realzar el punto álgido de un incidente, ni siquiera para dar forma a una aguda observación. Recopilaba hechos; pero una novela no puede hacerse únicamente de hechos; en sí mismos, son cosas muertas. Su empleo sirve para desarrollar una idea o ilustrar un tema, y el novelista no sólo tiene el derecho de cambiarlos para conseguir su propósito, de acentuarlos o dejarlos en la sombra, sino que se ve en la necesidad de hacerlo. Verdad es que Jules Renard tenía sus teorías; aseguraba que su objeto era meramente exponer los hechos dejando al lector que crease su propia novela, a su gusto, sobre los datos aportados por él, y que intentar otra cosa era vana tentativa literaria. Pero siempre me han infundido sospechas las teorías de los novelistas; no las he considerado nunca otra cosa que la justificación de sus propias carencias. Y así, un escritor privado del don del artificio para relatar una historia os dirá que la facultad narrativa es la parte menos importante de las cualidades de un novelista, y uno que carezca del sentido del humor dirá que el humorismo es la muerte de la ficción. Para dar resplandor de vida a un hecho en bruto es necesaria una transmutación apasionada, y así la única novela buena de Jules Renard es 
aquella en que la piedad de sí mismo y el odio que sentía contra su madre saturaban de veneno los recuerdos de su desgraciada infancia. 
Yo creo que hubiera caído en el olvido de no ser por la publicación póstuma del diario que tan asiduamente llevó durante veinte años. Es una obra notable. Conocía un gran número de personas que tuvieron especial relevancia en el mundo literario y teatral de su tiempo, actores como Sarah Bernhardt y Lucien Guitry, autores como Rostand y Capus, y relata sus diversos encuentros con ellos con una admirable pero cáustica vivacidad. En estos casos sus agudas facultades de observación acudían a su servicio. Mas, a pesar de la verosimilitud de sus retratos y de que la viva conversación de aquella gente inteligente posee un verdadero timbre de autenticidad, hay que tener quizá un cierto conocimiento del ambiente del París decimonónico finisecular y de comienzos del siglo xx —ya por un conocimiento personal, ya por haberlo oído relatar— para apreciar verdaderamente esta parte de su diario. Cuando éste se publicó, sus compañeros de profesión se indignaron al ver la acrimonia con que había escrito sobre ellos. El cuadro que pinta de la vida literaria de su tiempo es sencillamente salvaje. Dicen que los perros no se muerden entre ellos. Esto no es verdad entre la gente de letras de Francia. En Inglaterra, a mi modo de ver, los escritores se preocupan muy poco unos de otros. No viven viéndose constantemente, como hacen los escritores franceses; se encuentran, desde luego, con cierta frecuencia, pero, por inverosímil que parezca, casi siempre por azar. Recuerdo que hace años un autor me dijo: «Prefiero vivir con mi materia prima». Tampoco suelen leerse unos a otros. En una ocasión un crítico americano vino a Inglaterra para entrevistar a algunos escritores distinguidos acerca de la situación de la literatura inglesa, y abandonó su tarea cuando descubrió que un eminente novelista, el primero a quien visitó, no había leído nunca una sola obra de Kipling. Los escritores ingleses juzgan a sus compañeros de arte; de uno de ellos dirán que es muy bueno; de otro que no tiene emotividad, pero su entusiasmo por el primero no alcanza jamás un calor febril, ni su censura del segundo es movida por un ánimo detractor, sino por la indiferencia. No experimentan envidia por los éxitos de los demás y, cuando éste es palpablemente inmerecido, se sienten más inclinados a la risa que a la cólera. Yo creo que los escritores ingleses tienen el centro en sí mismos. Son quizá tan vanidosos como cualquier otro, pero su vanidad queda satisfecha con la apreciación de un círculo limitado. No se sienten excesivamente afectados por la crítica adversa y, salvo una o dos excepciones, no tratan de congraciarse con los críticos. Viven y dejan vivir. 
En Francia las cosas son muy diferentes. Allí la vida literaria es una guerra sin cuartel en la que unos batallan violentamente contra los otros, en la que una camarilla ataca a la otra, hay que estar constantemente en guardia contra las añagazas y las sátiras de los enemigos, y no se puede estar nunca seguro de que el amigo no oculta un puñal para clavárnoslo en la espalda. Es la guerra de todos contra todos y, como en cierta clase de luchas, cualquier cosa está permitida. Es una vida de amargura, de envidias y traiciones, de maldad y de odio. Creo que hay determinadas razones para ello. Una de ellas, desde luego, es que el francés se toma la literatura mucho más en serio que nosotros; un libro tiene para ellos una importancia que no tiene nunca entre nosotros y están dispuestos a contender sobre los principios generales con una vehemencia que nos deja atónitos..., y un poco sonrientes porque no podemos quitarnos de la cabeza que en esto de tomarse el arte tan en serio hay algo cómico. Además, la política y los asuntos religiosos están en Francia íntimamente ligados a la literatura, y el autor verá su libro furiosamente atacado, no porque sea un mal libro, sino porque él es protestante, nacionalista, comunista o lo que sea. Mucho de esto es digno de encomio. Está muy bien que un escritor piense no sólo que el libro que está escribiendo es importante, sino que los libros que están escribiendo los demás son importantes también. Está bien que los autores, por lo menos, piensen que los libros significan en realidad algo y que su influencia es saludable, en cuyo caso deben ser defendidos, o nefasta, y entonces deben ser atacados. Los libros no pueden tener gran importancia si los escritores empiezan por no dársela. Y porque en Francia creen que tienen tanta, esto constituye la razón por la cual toman partido con tanta furia. 
Hay una práctica en Francia, común entre los autores, que me ha causado siempre estupefacción y que consiste en la costumbre de leerse las obras unos a otros, ya sea mientras las están escribiendo, ya sea después de haberlas terminado. En Inglaterra, los escritores mandan algunas veces sus obras inéditas a sus compañeros para pedirles su crítica, lo cual significa alabanza, porque severo tendría que ser el autor que censurase el manuscrito de un compañero; sólo conseguiría ofender y sus censuras no serían escuchadas. Pero no creo que haya en Inglaterra un escritor dispuesto a someterse al torturante aburrimiento de estar sentado horas enteras mientras un compañero le lee su última obra. En Francia parece cosa aceptada, y, lo que es más extraño, incluso eminentes plumas corrigen buena parte de su obra bajo la influencia de las censuras recibidas. Un autor de categoría como Flaubert reconoce haberlo hecho como resultado de las 
observaciones de Turguenev, y por el Journal de André Gide puede deducirse que éste obró a menudo de la misma manera. Esto siempre me ha intrigado; y la explicación que me he dado es que el francés, para quien la carrera de escritor es algo honorable—lo que nunca ha sido en Inglaterra—, a menudo la adopta sin tener ningún notable poder creador; su aguda inteligencia, su profunda educación y el fondo de una ancestral cultura capacitan a los franceses para producir obras de alta categoría, pero que, más que el fruto de una necesidad de crear, son el resultado de una resolución, una industria y un cerebro inteligente y fecundo. De esta forma las críticas y las opiniones de las personas bienintencionadas pueden ser de una utilidad considerable. Sin embargo, me sorprendería saber que los grandes autores, de los cuales Bal-zac es el más eminente ejemplo, se tomaron tal molestia. Escribieron porque tenían que escribir y, habiendo escrito, sólo pensaron en lo que escribirían después. La práctica demuestra, desde luego, que los literatos franceses están dispuestos a tomarse una inmensa cantidad de molestias para conseguir redactar su obra tan perfecta como sea posible, y que, sensibles como son, tienen menos condescendencia consigo mismos que la mayoría de sus compañeros los artistas ingleses. 
Hay otra razón por la cual el antagonismo de los autores franceses es más ponzoñoso que en Inglaterra; el público es demasiado reducido para sostener el gran número de aquéllos. Nosotros tenemos un público de doscientos millones y ellos sólo gozan de cuarenta. Hay sitio para cada escritor inglés; es posible que no hayáis oído hablar nunca de él, pero, si está dotado, en cualquier dirección que sea, puede ganarse desahogadamente la vida. Puede no llegar nunca a enriquecerse, pero si la riqueza le hubiese atraído no hubiera escogido la profesión de las buenas letras. Con el tiempo adquiere su clientela de asiduos lectores, y, dado que para conquistar los anuncios de los editores es preciso que los periódicos dediquen un gran espacio a los libros, el escritor adquiere suficiente atención por parte de la prensa. Llega a poder contemplar a los demás autores sin envidia. Pero en Francia son pocos los que pueden ganarse la vida escribiendo novelas; a menos que tengan medios de vida privados u otra ocupación que les permita vivir, se ven obligados a recurrir al periodismo. No hay clientela suficiente para salir adelante, y el éxito de un escritor puede mermar considerablemente el de otro. Es la lucha por llegar a ser conocido; es la lucha por ocupar un sitio en la estimación de la gente. Todo esto produce frenéticos esfuerzos por llamar la benevolente atención de los críticos, y al efecto que sus crónicas pueden producir debe atribuirse la ansiedad de los hombres de letras de reputación cuando saben que tiene 
que salir una crónica en tal o cual periódico, y su enojo cuando, al aparecer ésta, no es favorable. Es cierto que la crítica pesa mucho más en Francia que en Inglaterra. Ciertos críticos tienen tal influencia que pueden hacer triunfar o fracasar un libro. A pesar de que cualquier persona culta de todo el mundo lee el francés y los libros franceses no son leídos únicamente en París, son sus escritores, sus críticos y sus personalidades inteligentes lo único que cuenta para el autor francés. El hecho de que la ambición literaria esté centralizada en esta ciudad es causa de todas esas luchas y rivalidades. Y la mezquindad de los derechos de autor es causa de tanto afán, de tanta lucha por conquistar los premios concedidos cada año a varios libros, o de entrar en tal o cual academia, que no solamente ponen un sello de honor a su carrera, sino que aumentan el valor del autor en el mercado. Pero hay pocos premios para el escritor que aspira a ellos, pocas vacantes en las academias para el que aspira a ocuparlas. No muchos saben cuánta amargura, cuánto regateo y cuánta intriga encierran la concesión de Un premio o la elección de un cándidato. 
Pero, desde luego, hay en Francia autores indiferentes al dinero y desdeñosos de los honores, y siendo el pueblo francés un pueblo generoso, tales autores se ven recompensados con la consideración de todos. Ésta es, en realidad, la razón por la cual ciertos escritores que, juzgados desde un punto de vista ecuánime, no tienen una gran trascendencia, gozan, especialmente entre la gente joven, de una reputación que resulta incomprensible para el extranjero. Pero, desgraciadamente, el talento y la originalidad no siempre acompañan a la nobleza de carácter. 
Jules Renard era un hombre honrado y no traza un muy buen retrato de sí mismo en su Journal. Era maligno, frío, egoísta, mezquino, envidioso y desagradecido. Su única característica redentora era su amor a su mujer; en todos los volúmenes es la única persona de quien habla con gentileza. Era él enormemente susceptible a toda supuesta afrenta y su vanidad era ultrajante. No tenía caridad ni buen deseo. Mancha con su rencoroso desprecio cuanto no comprende y jamás se le ocurre pensar que su incomprensión sólo a él puede ser achacada. Era odioso, incapaz de un gesto generoso, casi negado para una generosa emoción. Pero, a pesar de todo esto, el Journal es una lectura maravillosa. Es extraordinariamente divertido. Es ingenioso, sutil y a menudo sensato. Es un diario llevado al servicio de su propia vocación por un escritor que buscó apasionadamente la verdad, la pureza de estilo y la perfección de lenguaje. Como autor, nadie pudo ser más concienzudo. Jules Renard anotó claras observaciones y frases inteligentes, epigramas, cosas vistas, los dichos de la gente y sus semblanzas, descripciones escénicas, efectos de luz y de sombra; en una 
palabra, todo lo que podía serle útil cuando se sentaba a escribir; y en muchos casos, como sabemos, cuando había coleccionado suficientes datos, los agrupaba en una narración más o menos urdida y hacía un libro con ellos. Para un escritor, ésta es la parte más interesante de dichos volúmenes; penetra en el gabinete de trabajo del autor y le muestra cuál es el material que consideraba digno de ser recogido y la forma en que lo recogía. No carecía ciertamente de capacidad para sacar el mejor provecho de ello. 
No recuerdo quién dijo que todo autor debería llevar un libro de notas, pero teniendo cuidado de no hacer nunca referencia a él. Si se entiende esta frase debidamente, creo que hay mucho de verdad en ella. Al tomar nota de una cosa que nos llama la atención, la separamos del incesante flujo de impresiones que se amontonan en la visión mental y acaso se fija en nuestra memoria. Todos nosotros hemos tenido buenas ideas o vivas sensaciones que hemos creído podrían sernos útiles un día, pero que, porque fuimos demasiado perezosos para anotarlas, han escapado totalmente a nuestra memoria. Cuando sabemos que vamos a tomar nota de algo, nos fijamos en ello con mayor atención que en el caso contrario y al hacerlo nacen en nosotros las palabras que le darán su lugar privado en la realidad. El peligro de emplear las notas estriba en que nos sentimos inclinados a confiar en ellas, y así se pierde ese manantial natural y equilibrado de la escritura que brota al permitir al subconsciente la plena actividad conocida un poco ampulosamente con el nombre de inspiración. Se siente uno también inclinado a echar mano de las notas, cuadren o no. He oído contar que Walter Pater solía tomar abundantes notas de sus lecturas y reflexiones que archivaba debidamente y que, cuando tenía suficientes sobre un tema determinado, juntaba y escribía un ensayo. Si esto es verdad, explicaría la sensación de cansancio que se experimenta al leerlo. Quizá por ello su estilo no tiene empuje ni vigor. Por mi parte, creo que tomar copiosas notas es una excelente práctica. Sólo puedo lamentar que una natural indolencia me haya impedido hacerlo con mayor diligencia. No pueden dejar de ser de gran utilidad si son usadas con inteligencia y discreción. 
Por lo intensamente que a este respecto llamó mi atención el Journal de Jules Renard, me he aventurado a recopilar también mis notas e impresiones y ofrecerlas a mis colegas. Me apresuro a declarar que estas notas mías están muy lejos de ofrecer el interés de las que he mencionado antes. Son mucho más descabaladas. Hubo años en que no tomé una sola nota. No pretenden ser un diario; jamás anoté nada referente a mis encuentros con gente notable e interesante. Siento no haberlo hecho. Si hubiese registrado mis conversaciones con los numerosos y distinguidos 
escritores, actores y políticos que he conocido más o menos profundamente, las páginas que siguen hubieran sido sin duda alguna mucho más interesantes. Jamás se me ocurrió hacerlo. 
Nunca tomé una nota de algo que no creyese que podía serme útil en un momento u otro de mi vida, y si, especialmente en las primeras, fijé toda clase de ideas y emociones de carácter personal, fue sólo con la intención de atribuirlas tarde o temprano a los seres por mí inventados. Mi intención fue que mis cuadernos de notas fuesen un almacén de materiales destinados a un uso futuro y nada más. 
Mientras avancé en edad me fui dando cuenta de mis intenciones, empleé menos mis libros de notas como registro de mis opiniones personales y más para consignar, mientras estaban todavía frescas en mi memoria, aquellas impresiones sobre tal o cual persona y lugar que podían, a mi juicio, serme útiles para el propósito determinado que tenía a la vista en aquel momento. En una ocasión en que fui a China, con la vaga idea de escribir quizá un libro sobre mis viajes, fueron tan copiosas las notas que tomé que abandoné el proyecto y las publiqué tal como estaban. Estas notas, desde luego, no están incluidas en este volumen. Mi intención ha sido omitir en él todo aquello de que ya he hecho uso, y si el atento lector encuentra accidentalmente aquí o allá una frase que recuerda, no es porque yo esté tan satisfecho con ella que quiera repetirla, sino por inadvertencia. Sin embargo, en una o dos ocasiones he conservado deliberadamente hechos que en un tiempo anoté y que me dieron la idea de una historia o una novela, creyendo que al lector que se diese cuenta de ello podía distraerlo ver sobre qué materiales me fundé para escribir una obra más completa. Jamás he pretendido crear algo de la nada; siempre he necesitado un incidente o un personaje como punto de partida, pero he usado la imaginación, la invención y un sentido del dramatismo para hacer de ello algo mío. 
Mis primeros cuadernos estaban llenos de diálogos para comedias que jamás he escrito porque creí que no interesarían a nadie. He suprimido estos diálogos, pero no un considerable número de observaciones que me parecen ahora exageradas y triviales. Son la expresión de las reacciones de un hombre muy joven ante la vida real, o lo que él suponía que era, y ante la libertad, después de la existencia oculta y confinada, pervertida por las fantasías imaginativas y la lectura de novelas, natural en un muchacho de la clase social en que nací; y expresan su rebeldía contra las ideas y convenciones del ambiente en que fue criado. Creo que hubiera sido poco honrado con el lector haberlas suprimido. Mi primer cuaderno de notas data 
de 1892; a la sazón, tenía yo dieciocho años. No siento el deseo de aparecer más sensible de lo que era. Era ignorante, ingenuo, entusiasta e inexperto. 
Mis cuadernos de notas ascienden a quince gruesos volúmenes, pero, al omitir todo cuanto he dicho más arriba, he reducido su contenido a un volumen no mayor que muchas novelas. Espero que el lector aceptará lo dicho como excusa suficiente para su publicación. No lo publico porque sea lo bastante vanidoso como para suponer que toda palabra mía merece ser perpetuada. Lo publico porque me interesa la técnica de la producción literaria y el proceso de la creación, y si un volumen como éste, escrito por otro autor, cayese en mis manos, me arrojaría sobre él ávidamente. Por una feliz coincidencia, lo que me interesa a mí parece interesar también a mucha gente; jamás lo hubiera esperado y jamás he dejado de estar sorprendido por ello; quizá sea que lo que tantas veces ha ocurrido antes pueda volver a ocurrir, y algunas personas descubran aquí y allá, en las páginas que siguen, algo que pueda interesarles. Hubiera considerado una impertinencia publicar este libro cuando estaba en pleno rendimiento de mi actividad literaria; hubiese podido parecer que reclamaba para mí una importancia que habría podido ser ofensiva para mis compañeros de pluma; pero ahora ya soy viejo y no puedo ser rival de nadie, porque me he apartado de la agitación retirándome no sin comodidades a mi refugio. Cuantas ambiciones haya podido tener han sido, desde hace mucho tiempo, colmadas. No he luchado con nadie, no porque crea que nadie es digno de mi lucha, sino porque he dicho ya lo que tenía que decir y estoy contento de dejar que los otros ocupen mi sitio en el mundo de las letras. He hecho lo que quería hacer y ahora me hundo en el silencio. He oído decir que en nuestros días es uno fácilmente olvidado si no produce ninguna obra nueva que retenga su nombre en la memoria del público, y no dudo de que es verdad. Pero estoy resignado a ello. Cuando por fin aparezca mi óbito en The Times, y alguien diga: «¡Cómo, pero si lo creía muerto hace ya anos!», mi fantasma se reirá silenciosamente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

Páginas