jueves, 2 de enero de 2025

Cedomil Goic Estudios de poesía Cartas poéticas, otros poemas largos y poesía breve

 



Palabras preliminares

Los estudios reunidos en este volumen fueron publicados originalmente entre

1957 y 2010. Mas allá de sus fechas de publicación, los ordenamos conforme a

ciertos determinantes genéricos. En primer término, siete estudios sobre cartas

poéticas, género trimilenario que se remonta a Horacio, y que abarcan desde el

arte poética hasta las cuestiones más variadas en notables poemas de Andrés

Bello, Guillermo Blest Gana, Rubén Darío, Gabriela Mistral, Pablo Neruda y

Gonzalo Rojas. Les siguen otros estudios del poema largo en su variedad

moderna, hímnica y elegíaca: uno de los Himnos Americanos de Gabriela

Mistral, “Cordillera”, y “Alturas de Machu Picchu”, de Pablo Neruda. Los

poemas largos de diferentes tipos se definen por su extensión y por lo que E. A.

Poe consideraba una ruptura de la unidad de atención en la lectura del poema.

La poesía breve, en tercer lugar, ordena el estudio de cuatro poemas de Gabriela

Mistral, de sus libros Desolación y Ternura; el de tres poetas, Huidobro, Neruda

y Miguel Arteche, a la luz de un motivo similar; de la antipoesía de Nicanor

Parra, en los que abordamos tempranamente la comprensión del antipoema; y

por último, la visión crítica y textual de la publicación póstuma y reciente de

Enrique Lihn, Una nota estridente.

Nuestro método de análisis se aproxima a la retórica y a la semiótica textual.

Desde este punto de vista, las cartas poéticas y otros poemas largos son textos en

los que las derivaciones de la matriz del poema dan lugar a amplificaciones

múltiples de variada extensión. El análisis de las cartas poéticas sigue las normas

retóricas de las tradicionales artes de escribir epístolas e intenta mostrar cómo se

emplean en las cartas muchas de sus partes y de sus figuras características. Los

poemas breves en cambio tienen una amplificación reducida derivada de la

matriz o bien se ciñen a sistemas de ordenación bien definidos en formas

paralelísticas, concatenadas o de sistemas diseminativos recolectivos.

miércoles, 1 de enero de 2025

MEMORIA Y OLVIDO VIDA DE JUAN JOSÉ ARREOLA (1920-1947) FERNANDO DEL PASO fragmento

 



MEMORIA Y OLVIDO

VIDA DE JUAN JOSÉ ARREOLA

(1920-1947)

FERNANDO DEL PASO

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

He dicho antes que trabajo ahora en un libro que se llamará Memoria y olvido en el

que trataré de rescatar lo vivido y lo aprendido para, en cierta forma, formular lo

olvidado, lo que queda en la sombra. A sus pruebas de imprenta me remito.

Cuando ustedes lo consulten, si es que llega a existir, quiero que ese libro justifique

tanto mi vida de escritor como la atención que esta noche ustedes han dispensado

a mis palabras.

JUAN JOSÉ ARREOLA Los Narradores ante el Público, 1965

Yo, señores, soy de Zapotlán el Grande. Un pueblo que de tan grande nos

lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años. Pero nosotros seguimos siendo

tan pueblo que todavía le decimos Zapotlán. Es un valle redondo de maíz, un

circo de montañas sin más adorno que su buen temperamento, un cielo azul

y una laguna que viene y se va como un delgado sueño. Desde mayo hasta

diciembre, se ve la estatura pareja y creciente de las milpas. A veces le

decimos Zapotlán de Orozco porque allí nació José Clemente, el de los

pinceles violentos. Como paisano suyo, siento que nací al pie de un volcán. A

propósito de volcanes, la orografía de mi pueblo incluye otras dos cumbres,

además del pintor: el Nevado que se llama de Colima, aunque todo él está

en tierra de Jalisco. Apagado, el hielo en el invierno lo decora. Pero el otro

está vivo. En 1912 nos cubrió de cenizas y los viejos recuerdan con pavor

esta leve experiencia pompeyana: se hizo la noche en pleno día y todos

creyeron en el Juicio Final.

MEMORIA Y OLVIDO

A PARÍS FUI GRACIAS A LOUIS JOUVET. NO SÉ POR QUÉ ME GUSTÓ tanto como

actor, siendo un hombre cuyo atractivo era más bien del género sombrío o

pesimista. A pesar de ello, hizo de su desgarbado personaje y de su mala dicción

instrumentos que lo convirtieron en un gran actor. Un actor muy inteligente, que

era amigo de escritores importantes y que, por cierto, también escribía.

Sara Sánchez Torres fue como mi madre. Cuando dudé de ir a París, me dijo:

“Qué tontería, Juan José. Vete tú con Louis Jouvet y si te va bien en París pues me

escribes, o mandas por mí, o a ver qué sucede, pero tú no puedes dejar escapar

esta oportunidad”. Digo que en eso se parecía mi mujer a mi madre, porque la

capacidad de mi madre para creer en mí era muy grande. Tenía más fe en mí que

yo mismo, gracias a una percepción sentimental, que era como una antena. De

alguna manera, en mi nerviosidad infantil, en mi patetismo, presintió lo que serían

mis cualidades. Y fue por eso que mi madre nunca me perdonó todas las veces en

que yo desistí de algo. En que me rajé literalmente. Como la primera vez que me

devolví de Guadalajara, la primera vez que me regresé de México y, por último,

cuando me devolví de París. Yo tenía miedo al éxito. Lo he tenido siempre. Y cada

vez que lo tengo, padezco horriblemente. Una vez, mi padre me encontró llorando

después de una actuación de Juanito el Recitador, que había sido todo un éxito.

Sí, a mi madre nunca le gustó que yo volviera al hogar. Ni siquiera podía fingir

que se alegrara de verme otra vez. Fueron muchos los retornos que le tocaron. Para

ella, yo era el mensajero de la familia y cada uno de mis regresos la hacían pensar

que nunca cumpliría mi misión. Era una mujer de sentimientos tan grandes, de

actriz griega consumada, que no vacilaría en calificar de patéticos. O numinosos. Ya

hablaré sobre esta palabra. Sobre lo numinoso.

En fin, el caso es que Louis Jouvet sale de Francia en 1943 y llega a Guadalajara

en 44, cuando yo sabía muy bien quién era él. Lo sabía también mi hermano Rafael,

un año 11 meses mayor que yo, y que era un hombre con una gran capacidad de

juicio y amplio criterio que compartía conmigo una virtud heredada de padre y

madre: la facilidad para interesarnos en los personajes, ya fuera de novela, de

teatro, de película, de ópera, o incluso de la vida real. Coleccionábamos personajes.

Personajes pintorescos, atrayentes y a veces un tanto siniestros, como en el caso

de las primeras apariciones de Jouvet que conocimos. Recordar personas así, muy

características, era costumbre que seguíamos de tíos y tías entre otros familiares.

Mi hermano y yo íbamos al cine los domingos y, cuando se podía, también los

sábados. Vivíamos pobremente y teníamos que ahorrar para ir al cine. A los cines

de barrio, los más alejados del centro, donde hubiera asientos de galería de 10 o 15

centavos, porque no había para más. Fuimos, comparados con los niños de hoy día,

espectadores tardíos, porque además el cine era una cosa prohibida. Algunos de

nuestros amigos mayores se nos adelantaron y nos contaban las películas. Sus

padres les daban permiso de ir al cine siempre y cuando una película ya estuviera

autorizada por los sacerdotes. No había televisión, desde luego, y ni siquiera habían

llegado los aparatos de radio a Zapotlán, aunque dos o tres familias, no más, tenían

sus propios proyectores y un surtido de películas domésticas Pathé Baby que

proyectaban en un aparato de la misma empresa francesa. Esto sucedía en los años

veinte y la Pathé era dueña del cine comercial de ese entonces. Por cierto, un joven

emprendedor, de la familia Velasco, de donde provenía el maestro Alfredo Velasco, y

que más tarde fundaría en Zapotlán la primera estación de radio, tenía un equipo

Pathé Baby, anterior a los Kodak, con el que se podía proyectar incluso el Napoleón

de Abel Gance, que venía en una cintita —15 o 20 pequeños rollos, no recuerdo

cuántos— que quizás no llegaba a los ocho milímetros. Pero por esa época, el cine

de Gance no estaba al alcance de nosotros. Nos ponían películas para niños,

películas hogareñas por así decirlo. No se trataba de caricaturas, sino de cortos con

algún episodio cómico. Nunca olvidaré uno de esos cortos. Sucedía en un jardín,

donde había un bimbalete, que así le llamamos en Zapotlán al subibaja. En él había

dos muchachas preciosas, con vestidos de encaje y sombrero estilo Pamela, que

subían y bajaban, bajaban y subían. Los muebles del jardín y el propio subibaja

eran de hierro con volutas, en un estilo floral. Había personas que contemplaban al

par de muchachas y desde luego la música de siempre, que se hacía por fuera, con

el fonógrafo. Eso era todo. Aunque quizás otro recuerdo que tengo no sea de otro

corto, sino del mismo: el de un pastor que se quedaba dormido, y pienso que de

ese sueño formaban parte las muchachas del bimbalete. El pastor sueña que una

muchacha se le acerca y lo besa. En el momento del beso despierta, estremecido:

una vaca le lame la cara.

Para un niño como yo, de mi edad, ver cómo una muchacha se transformaba de

pronto en una vaca era sensacional. Recuerdo también, y esto lo saben todas las

personas que conocen la historia del cinematógrafo, la famosa película que se

llamaba El tren más largo del mundo. No era otra cosa que un tren interminable por

cuyas ventanillas se asomaban los pasajeros a saludar, y que nunca acababa de

pasar por la pantalla. Llegó también a Zapotlán, cuando tenía yo seis o siete años

de edad, el Cine Matur. Así le decíamos todos: Cine Matur. Sólo muchos años

después me di cuenta que su verdadero nombre era Cinema Tour. El cine, la sala,

era un autobús que se apareció caminando por los rieles del tranvía de mulitas. Uno

se subía a los asientos del autobús, y éste ponía en marcha un motor especial que

lo movía de manera que daba la impresión de que estaba caminando.

Enfrente de nosotros estaba la pantalla, que proyectaba, por ejemplo, un paseo

por Roma, y entonces nos mostraban el Coliseo, la Basílica de San Pedro, las

fuentes, las Termas de Caracalla. Otro día, nos llevaban a París. Por eso se llamaba

cinema tour: cada película era un viaje. Esta experiencia la rescato después en mi

cuento “El guardagujas”, donde en un momento dado el tren está detenido, pero

los pasajeros, gracias a un mecanismo de pantallas y proyectores, ven por las

ventanillas un paisaje en movimiento y maravilla y media que pasa por ellas, y el

tren continúa inmóvil.

Me fue más fácil ir al cine cuando comencé a ganar unos centavos en mis

distintos empleos, ya siendo vendedor en las tiendas de ropa, la fábrica de café o el

molino de chocolate, aunque no era siempre posible que los padres lo dejaran a

uno ir el domingo, que era el día de la familia. Pero ocurrió algo muy importante,

gracias a don Ramón Paniagua, que fue entre otras cosas presidente municipal de

Zapotlán y el primer empresario real, auténtico, de cine, en el pueblo. Él llevó

películas que comenzaban a ser proyectadas los sábados. Seguía la matinée de los

domingos y la función vespertina. Pero entonces don Ramón se dio cuenta que no

le costaba un quinto entretener las películas un día más, y comenzó a dar funciones

también los lunes. Estas matinées de los lunes eran las más baratas de todas las

funciones: la luneta costaba seis centavos, cuatro los palcos y dos la galería, que

también conocíamos como gayola o paraíso. El gallinero. Más tarde los precios se

duplicaron y galería llegó a costar cuatro centavos, pero a veces había oferta de dos

boletos por el precio de uno. Entonces se buscaba a un amigo para compartir la

función, que consistía en un largometraje, dos o tres cortos y el noticiero Éclair de

la Pathé, con el famoso gallo. Todavía no surgía el noticiero de la Paramount, “ojos

y oídos del mundo”. Recuerdo que el gallo de Éclair cantaba en pantalla, porque ya

había sonido, después del año 27. Desarrollé entonces técnicas para escaparme del

trabajo los lunes y asistir a las matinées. O simplemente no me presentaba a

trabajar, hacía lo que en México llamamos “San Lunes”.

Salir del trabajo a la mitad del día para ir al cine, y salir del cine, era un doble

deslumbramiento, un viaje extraordinario. A veces se enteraban en la casa que

había faltado al trabajo y llegaban a pegarme. Las cuerizas eran casi una rutina,

pero no sólo en mi casa, en todas las familias. Eran mal vistos los padres

consentidores que no les pegaban a sus hijos, y los propios niños también, porque,

decían, “los están haciendo mariquitas”. Esto yo lo agradezco en lugar de

censurarlo, porque a mí al menos me dio una especie de temple y la

responsabilidad de saber que, si se hace algo en la vida, va a haber una respuesta.

Una respuesta a nuestros actos. Me acuerdo ahora de un título de Paul Bourget —

novela o cuento largo, no sé—: Nuestros actos nos siguen.

Cuando llego a Guadalajara en 34, bajo la tutela de mi primo Enrique Arreola,

que fue un segundo padre para mí, en casa de mis tías, gozo ya de una libertad

que me permite ir al cine cuando deseo, sin permiso. Es en Guadalajara cuando me

volví persona mayor, pues entre otras cosas ya me ganaba la vida y le pagaba a mis

tías mis alimentos y una renta. De 30 pesos mensuales que ganaba, yo les pasaba

20: las dos terceras partes. Con lo que me quedaba, me compré también mi primer

traje, en pagos de un peso por semana. Comprarme mi ropa fue muy importante

para mí. Volví, decía, a frecuentar el cine y conocí a un actor de nombre raro, que

me impresionó mucho. Eso fue en una película de Julien Duvivier: se llamaba Valéry

Inkijinoff. Esto me hace dar un salto atrás, al cine de Zapotlán, donde fui alguna vez

con mi padre y mi tío Daniel Zúñiga para ver una película muy sonada, El Nautilus,

basada, claro, en Veinte mil leguas de viaje submarino, pero recuerdo que mis

primos y mis hermanos, todos los niños, nos aburrimos. En cambio fue allí, en

Zapotlán, donde vi dos películas francesas que me marcaron para siempre. Una de

ellas, Los hijos de la calle, porque me descubrió a Gaby Morlay, de quien me

enamoré: la veía tan bella, tan joven, tan llena de vida. Después me enteré que en

esa película ella tenía 30 años. Yo, que la veía, 12 apenas. O 13. El actor que la

acompañaba era Charles Vanel, a quien le seguí la huella toda la vida, que fue por

cierto muy larga, pues murió cerca de los 100 años. Otra película que era un

prodigio de texto fue El diablo en la botella. Vimos también en Zapotlán dos o tres

producciones norteamericanas buenas, por fortuna, de modo que cuando llego a

Guadalajara, a los 16 años, ya tenía yo vistas cinco o seis buenas películas.

MIS PRIMERAS IMPRESIONES EN LA VIDA SON DE INFINITO Y DE marea.

Sensaciones, ambas, que se reprodujeron en sueños a lo largo de muchos años de

infancia y de adolescencia. Y el primer recuerdo que quedó completamente fijado

por la experiencia fue el de la persecución del borrego negro. Hoy me he dado

cuenta que la sensación de marea corresponde a lo que yo llamo los canjes

respiratorios de mi madre. En aquel entonces, y en aquellos pueblos, las criaturas

recién nacidas, y hasta que cumplían varios meses, dormían siempre en el lecho

conyugal, a un lado de su madre. Y esto es lo que jamás se me ha olvidado: el

ritmo de la respiración de mi madre. Y también, a veces, el girar de su cuerpo en el

lecho, que me provocaba una sensación de inmensidad. Comprendo ahora,

también, que probablemente esas impresiones, por su carácter respiratorio,

corresponden a percepciones anteriores al nacimiento. Impresiones fetales que me

hacían pertenecer a un todo del cual fui expulsado. “Adán vivía feliz dentro de Eva

en un entrañable paraíso”: la Eva madre original platónica que aloja al hombre

como una glándula, en sus entrañas. Porque eso somos: una glándula de secreción

interna. O un anélido, un gusano que vive como parásito en el cuerpo de la

hembra. Si no la encuentra, si no encuentra ese cuerpo de hembra dónde habitar, él

mismo se vuelve hembra. Pero si logra introducirse, se transforma finalmente en

macho y vive allí, dentro de ella, feliz, como algo precioso.

Yo soy un hombre que no perdonó nunca, ni ha perdonado, ni probablemente

perdone jamás, el haber sido expulsado del vientre materno. Hace poco volví a

pensar en eso, en el hecho de estar uno pequeño junto a algo muy grande,

envuelto por nuestra madre, encapsulado en ella, acolchado, suspendido en el

líquido amniótico. Éste es el paraíso del cual fui expulsado, pero sólo fue el primer

desprendimiento de otros que he sufrido en la vida. Que yo sepa, el parto de mi

madre fue normal, aunque quizás tuvo otros partos difíciles. Hay que recordar que

fuimos 14 hermanos. Y fue quizás por eso que mi madre no tenía, no tuvo tiempo

de chiquear, de consentir a todos. Esto lo resentí mucho también, y se lo reclamé

varias veces. Ella se reía y me contestaba: “Pero si tú fuiste el más latoso de

todos…” La expulsión del paraíso es, desde luego, una de las formidables metáforas

bíblicas y religiosas que forman parte de una portentosa serie de metáforas que

intentan explicar lo inexplicable, a fin de que podamos entender por qué se sufre

tanto en el mundo, por qué somos culpables y de qué… Las expulsiones, los

desprendimientos, se repiten una y otra vez en la vida. También el macho patriarcal

expulsa de la horda a los machos jóvenes. Y por supuesto, la experiencia amorosa

reproduce esta clase de separaciones dolorosas. Yo soy un hombre hecho de

separaciones. De sucesivas separaciones. Mi gran mal en la vida es que yo nunca

pude perdonar a la mujer que me dio la vida, el que me haya separado de ella. Y

un día, de pronto, ya viejo, cuando estaba escribiendo La feria y acudo a la Biblia

para buscar en los profetas violentos frases violentas en las cuales apoyar mi texto,

encuentro las palabras que busco en Moisés y en Job y digo: “¿Y por qué no me

dejó Dios en el vientre de mi madre?”

Esa cadena de separaciones ha sido una de mis fijaciones. No he viajado tanto

como lo hizo Paul Claudel, pero tengo siempre presente lo que decía: “soy, al

mismo tiempo, un arraigado y un desarraigado”. Esto, a su vez, me ha hecho

pensar mucho si no en la dispersión de las cenizas, sí en la incineración. Porque, si

bien me niego también a la idea de entierro y la rechazo, por otra parte entiendo

que el enterramiento cumple la condena, la promesa: salir de la tierra madre, para

volver a la madre tierra.

Contar mi vida podría quizás curarme de ese gran pecado, de esa gran maldad

que representa el no haber olvidado ni perdonado nunca la separación de mi

madre. Una separación que, lejos de provocar alguna desviación de mi conducta

masculina, me hizo más hombre. Porque desde entonces tomé el partido del

hombre y me uní a mi padre, como si comprendiera que él era también la víctima

de una separación. Un expulsado como yo. Desde entonces, sí, puedo afirmarlo, fui

hombre, hombre, radicalmente hombre. Pero todos mis acercamientos a la mujer,

que comenzaron desde la primera infancia, fueron y han sido seguidos de

inmediatas separaciones y rupturas. Yo mismo he propiciado, a lo largo de mi vida,

la ruptura con la mujer amada, que repite el esquema original: el momento del

corte del cordón umbilical.

Ése fue para mí el único paraíso perdido. No comparto con Rilke, Gide y otros, la

idea de que la infancia es paradisiaca. Mentiría yo si aplicara un adjetivo así a mi

infancia. Aunque, claro, recuerdo con agrado, aunque al mismo tiempo de manera

muy vaga, algunos paseos en los que fui feliz, algunas ceremonias religiosas que

me impresionaron. Prometí hablar más tarde de lo que llamo “numen” y de su

importancia. Por ahora, lo mencionaré una vez más a propósito de la tormenta. La

tormenta siempre ha sido un fenómeno que me ha fascinado, que me da una

sensación de felicidad, al contrario de los temblores, que es lo que más me angustia

en la vida, que me llenan de horror, a pesar de que recuerdo, en los terremotos, a

mi madre, que salmodiaba de manera maravillosa: “Mi alma glorifica al Señor y mi

espíritu se llena de gozo al contemplar la grandeza…” Aunque debo señalar que en

esos momentos sentía un terror pánico, sí, pero al mismo tiempo una especie de

aceptación de la grandiosidad del fenómeno.

Hay, sin embargo, una serie de primeras sensaciones, que no podría llamar

paradisiacas, pero que me producen recuerdos muy agradables. Me refiero a las

olfatorias. Es necesario señalar que, cuando nací, mi padre, que sabía de todos los

oficios, estaba en proceso de terminar la casa en la que vine al mundo. Era,

además, la primera casa que fue de su propiedad. Y la casa debió de haber estado

impregnada del olor de las pinturas, de esas pinturas llenas de aroma que se hacían

en las tlapalerías a base de aceite de linaza y del barniz que llamábamos japán.

Pero también se preparaban en casa, yo las vi hacer, a base de pigmentos que se

molían en una gran piedra con una mano también de piedra, tal como 400 años

antes lo hacían los pintores del Renacimiento. Esta piedra era como un molcajete

plano, apenas ligeramente cóncavo. Yo mismo, alguna vez, molí pigmentos, y sus

olores se agregaban a una multitud de aromas que llegaban de la cocina, y se

mezclaban con el perfume de las flores y también, claro, con los olores agrios y

violentos de los animales que nunca faltaban en las casas en ese entonces, o que al

menos no faltaron en la mía, como puercos, gallinas y chivos. Al olor de los

animales se agregaba el de la boñiga, y se sumaba también el olor muy especial

que despedían las carnes frescas de los animales recién sacrificados. Porque

también en mi casa mataban animales. Dije que mi padre tuvo muchos oficios:

también fue carpintero, y recuerdo el olor de las distintas maderas de las puertas y

las ventanas. El olor de la cola, cola de carpintero, que cuando estaba bien hecha

olía muy bien, como el olor del engrudo. No me refiero al de almidón, de un aroma

muy tenue, casi inodoro, y de textura cristalina, sino al engrudo de harina, de una

textura y un aroma mucho más ricos.

Esa casa que construyó mi padre era, como todas las de esa época, con

habitaciones cuyos techos estaban a seis metros de altura. Recuerdo que, ya un

poco más grande, yo me acostaba en el piso, de espaldas y, con las piernas en la

pared, formaba con el cuerpo una especie de escuadra. Fue en esos días cuando

comencé a sentir el principio del vértigo, del que tanto he sufrido y al que tanto

temo, pero, debo confesar, a ese miedo se unía cierta voluptuosidad. Ésas fueron

mis infinitudes hacia arriba, cuando contemplaba el cielo raso de las habitaciones.

Lo hice después al aire libre: tenderme en el suelo para contemplar el cielo.

Siempre necesité armarme de valor para tenderme así, en el patio, y hundir mi vista

en el cielo infinito. No conocía yo entonces, desde luego, los altos cielos de Castilla.

Cuando sucedió, camino de Madrid a Salamanca, muchos años después, me acordé

de esos cielos y de la impresión de abismo que me causaban, como si uno pudiera

arrojarse a ellos, volar al cielo, caerse en él. Eran los días en que a uno le repetían

sin cesar que si los niños se portaban bien se irían al cielo. Y al cielo se fue mi

hermana Margarita, cuya muerte me causó la pena más grande, total y devastadora

que haya tenido yo jamás en mi vida. Se nos murió pequeña y de manera celestial.

Era una criatura iluminada que tuvo conciencia de la cercanía del fin y que nos

habló de él de una manera tal, tan poética, que nos dejó a todos deshechos y

maravillados. Tenía seis años y fue víctima de una meningitis cerebroespinal. En

otras palabras, fue una muerte muy dolorosa, pero de una lucidez y una felicidad

por parte de la moribunda, en medio del sufrimiento de toda la familia, de mi

familia, que es la imagen más grande y más trágica de toda mi vida. Desde

entonces yo quedé vacunado para la muerte. Ni siquiera la muerte de mi hermana

mayor, Elena, que fue mi primera y gran maestra, me dolió tanto como la muerte

de Margarita.

Yo tenía 10 años de edad y era ya un germen de poeta. Lo sé, porque sentía ya

la marea. Esa marea de la que habla Stephen Dedalus en el Retrato del artista

adolescente de Joyce, y que no es otra cosa que la inspiración. “No me evoques

encantos que se van. ¿No estás cansada de ese ardiente afán, tú de ángeles caídos

seducción? No me evoques encantos que se van…”

Quiero hablar del borrego negro. Y de mi viaje a París. Pero antes de abandonar

el tema de la sensualidad, y de las percepciones infantiles, debo hablar del

columpio que, como otras cosas, me producía una sensación muy ambigua: me

aterrorizaba y, como el abismo, me atraía. Los estremecimientos que me producía el

columpio, tanto el ascenso como el descenso, fueron, para mí, el primer

descubrimiento de la sensualidad erótica. En lo que a los alimentos se refiere,

recuerdo la impresión del seno materno y de la leche. Sí, mi madre me dio el

pecho. Incluso lactaba a otros niños. Teníamos varios hermanos de leche en

Zapotlán.

Así que mi reacción inicial ante los alimentos no fue negativa. Porque, además,

mi casa fue desde un principio una panadería y toda ella era como una alacena

olorosa, con ese santo olor de la panadería del que hablaba López Velarde. En ese

sentido, en el de los alimentos terrestres, sí que hubo paraíso en mi infancia. El

paraíso de las golosinas. Cómo olvidarse de las primeras tazas de chocolate, cómo

del paso de la leche materna al mundo de los atoles de maizena y de avena. De

avena, sí, sin corpus seminal, o sea sin semillas, para decirlo de algún modo. Con

un poco de canela y una cascarita de limón verde. Uno comenzaba por tomar el

chocolate con leche, antes de aprender a disfrutarlo con agua, como lo hacía mi

padre. Y por supuesto, nunca comprábamos el chocolate, lo hacíamos en la casa, a

partir del cacao de Tabasco que en esa época era no sólo el mejor de México, sino

de todo el mundo. Cuando alguna vez llegué a comprar cacao de Ceilán porque no

había de Tabasco, mi padre se enojó mucho conmigo. Creo que hasta una azotaína

me dio. Tengo por ahí, la guardo, una lista con todos los nombres de los panes que

se hacían en casa. De todos hablaré algún día, así como del pinole, de los chiclosos,

del esquite, de los buñuelos y de su miel. Y desde luego de los tamales y del

tepache. Del tepache que también hacíamos en casa, porque mi padre fue, entre

sus muchos oficios, tepachero. Y yo también. Y por tepachero perdí algunas novias.

Pero vale la pena señalar que don Juan Ruiz de Alarcón, cuando fue a pleitear a

España, el único empleo que tuvo fue el de juez de tepaches. O sea una especie de

catador, de inspector de tepaches, cargo que ejercía, creo, en la garita de Peralvillo.

También, por entonces, además de ser tepachero, era yo conocido ya como Juanito

el Recitador.

Pero me he adelantado más de la cuenta, sin decir cuándo nací. Dónde, ya se

sabe: en Zapotlán el Grande. Cuándo, el 21 de septiembre de 1918. O sea, el

mismo día en que Marcel Proust sufrió la primera crisis de vértigo y se desplomó

por las escaleras de su casa, día de San Mateo Evangelista y Santa Ifigenia Virgen,

justamente en la noche en que Rainer Maria Rilke le escribió la primera carta a la

que iba a ser su amiga para siempre. Por otra parte, 1918, en pleno estrago de la

gripe española, fue el año en que Benedetto Croce demostró el fenómeno cósmico

de la simpatía, y fue en septiembre del mismo año cuando Franz Kafka fue

declarado mortalmente enfermo de tuberculosis. Nací, como alguna vez lo dije,

entre pollos, puercos, chivos, guajolotes, vacas, burros y caballos.

NOSOTROS TENEMOS UN ANTECEDENTE LEGENDARIO TANTO POR parte de padre

como de madre. Cuando digo nosotros, me refiero a mis hermanos y hermanas.

Fuimos catorce. Yo fui el cuarto. El lote que duró más tiempo fue de 12, seis

hermanos y seis hermanas, hijos de Felipe Arreola Mendoza y de Victoria Zúñiga de

Arreola. Desde que yo era niño, oía historias extraordinarias sobre nuestros

antecesores, porque nuestra familia no existía en Zapotlán en el siglo XVIII. Fue

hasta el XIX que se instaló en el pueblo y demostró ser una familia de miembros

longevos.

El padre de mi abuelo se llamaba Juan Arriola, así, con i. Fue munícipe por

mucho tiempo, y se conservan todavía 42 cartas de puño y letra de don Juan de

Arriola. Porque a veces le daba por el de, como a Juan del Rulfo, que fue su

contemporáneo, antecesor de Juan y también munícipe. Juan Arriola, o Arreola,

tenía un hermano menor, que se llamaba Francisco. Y, según parece, ambos

llegaron en el XVIII a Mazatlán. O sea, llegaron a México no por el Atlántico, por

Veracruz, sino por el Pacífico.

Francisco se fue después a vivir a la ciudad homónima de San Francisco,

California, y de él se supo poca cosa, salvo que nunca se casó ni tuvo hijos, y que

hizo una gran fortuna, la cual a su muerte estaba depositada en un banco de San

Francisco. El banco se comunicó muchas veces con mi familia, y hubo personas que

se ofrecieron como gestores, porque no dejó herederos, y en su cuenta había 50

000 dólares, una cantidad enorme para esos tiempos, y era necesario que se

identificaran los familiares más cercanos para entregarles el dinero. Y nadie lo

rescató. Supongo que algún día la cuestión prescribió y los 50 000 dólares se

perdieron. Todavía hace 50 años personas del propio banco de San Francisco

visitaron Zapotlán, pero nadie, en la familia, movió un dedo. Un licenciado nos

decía: “Señores, denme ustedes un poder, autorícenme para hacer la gestión. Esa

fortuna existe y es muy grande…” Aún vivía mi padre y desde luego mi primo, hijo

del hermano mayor. Supongo que el hermano mayor de mi padre hubiera sido el

beneficiario directo. Pero no se hizo nada.

Dejemos a Francisco y quedémonos con Juan, abuelo, como decía, de mi padre.

Juan de Arreola —no sé en qué momento la i pasó a ser e— dejó una familia en

Mazatlán, la abandonó, no se sabe en qué condiciones ni a causa de qué. Lo más

curioso de todo es que los dos hermanos, cuando estaban en Mazatlán, decían

apellidarse Abad, no Arreola, de modo que los descendientes que dejó en Mazatlán

mi bisabuelo, y que llegué a conocer —cuando menos a algunos que nos visitaron

en Zapotlán—, todos se llamaban Abad. No sé si tomaron después el apellido de la

madre, el caso es que se les conocía indistintamente como los Arreola-Abad y los

Abad-Arreola. Mi padre tendría unos seis u ocho años cuando murió mi abuelo

Salvador. Otro de sus hijos, del mismo nombre, era carpintero, así que la familia

decayó social y económicamente. Lo que más hacía eran cajas de muerto, muchas

a la medida. Otras estaban ya hechas y existía la superstición de que cuando

alguna caja crujía, era porque en ese momento alguien acababa de morir. Los

cajones para adultos los pintaban de negro o de color nogal. Los blancos eran para

personas solteras, vírgenes y niños. Los tiempos eran tan duros —los pobres a

veces no enterraban a sus muertos en cajas, sino envueltos en petates liados con

soga de lechuguilla— que mi abuelo tenía que abandonar la carpintería para irse a

trabajar al campo, de jornalero, por dos reales diarios, que eran como 25 centavos

de entonces.

Pero don Salvador tuvo la fortuna de casarse con una mujer maravillosa, doña

Laurita, verdaderamente ejemplar, que supo ver por sus hijos y por su propio

marido, porque mi bisabuelo solía descuidarse un poco y beber a veces con los

amigos. Pero, por esos milagros que hay, le salieron dos hijos sacerdotes, José

María y Librado. Felipe, mi padre, fue el menor, y por su parte se casó con una

muchacha bien, Victoria Zúñiga. Me decían que a veces los familiares de mi madre

se burlaban de Felipe, le decían: nosotros de chicos tomábamos chocolate, mientras

que a ustedes les daban cola de carpintero, el agua-cola, a la que le ponían un

poco de panocha, de miel o de azúcar, y ése era su chocolate.

La familia por parte de mi padre fue, pues, modesta siempre, hasta entonces,

pero habían conservado al menos, desde los tiempos de Juan de Arreola, una

buena casa. Mejoró más todavía cuando los hermanos se hicieron sacerdotes. La

familia pasó así, como la de Montaigne, a pertenecer a la nobleza de toga. Los dos

fueron alumnos muy distinguidos en el seminario y luego profesores del mismo

seminario. José María, a los 20 años de edad, había ya formado en Zapotlán el

primer observatorio astronómico de todo Jalisco y daba clases de física, de

astronomía y, según creo, también de historia. Los dos se ordenaron de sacerdotes

el mismo día y su padrino de ordenación fue un condiscípulo que había cantado

misa uno o dos años antes que ellos. Pascual Díaz, que fue después canónigo,

luego obispo y finalmente arzobispo de México, el mismo que años después, con

Portes Gil, le diera solución a la revolución cristera. Por haber sido tan amigos,

siempre se hablaron con don Pascual de tú y nunca olvidaron el apodo que le

habían puesto en el seminario. Tanto que durante la revolución cristera, mi tío de

pronto decía a media comida: “Bueno, y a todo esto, después de lo que ha dicho

Calles, ¿qué opina la Rata?” Y mi tía Cuca se escandalizaba: “Pero por Dios,

Librado, es el arzobispo de México”. “Pues para mí siempre será la Rata”,

contestaba Librado.

Por supuesto, mis dos tíos tenían un cierto orgullo por haber sido condiscípulos

del arzobispo de México, pero eran personas tan seguras de sí mismas, tan

completamente dueñas de su ser, que nunca recurrieron a él. Fueron también muy

amigos de otro personaje, éste de la revolución cristera, muy importante, don

Francisco Orozco y Jiménez, arzobispo de Guadalajara. En momentos en que

Orozco y Jiménez había ya asumido este arzobispado, fue cuando ocurrió el drama

de la separación de la Iglesia de mi tío José María. Eso pasó en 1914. Lo último que

hizo, como sacerdote, fue bautizar a mi hermano mayor.

José María Arreola dejó la Iglesia por causa de discrepancias graves, de orden

teológico y jerárquico. El nudo gordiano de la cuestión fue el culto a la Virgen de

Guadalupe, porque mi tío tuvo en sus manos el ayate de Juan Diego. Era mi tío,

como he dicho, un hombre de ciencia muy respetado. Para ese tiempo ya trabajaba

con don Manuel Gamio, el que emprendió la teotihuacánida. Fue uno de los

ayudantes de Gamio, que colaboró en la exploración de las ruinas y en la

catalogación de los tesoros de Teotihuacán. Me viene a la memoria que también mi

tío estaba relacionado con un famosísimo personaje de la historia de México, que

tuvo mucho que ver con Maximiliano, monseñor de Labastida y Dávalos, compadre

de don Joaquín García Icazbalceta, y cuyo nombre completo era tan largo: don

Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos Rodríguez de la Cuesta, o algo por el estilo,

que cuando lo anunciaron ante el papa en el Vaticano, el pontífice dijo: “Que pase

uno primero y el otro después”.

Mi tío José María, seguidor de fray Servando Teresa de Mier, se había

relacionado con sacerdotes ilustrados que tenían una devoción particular,

escondida, por figuras como Hidalgo y Morelos, a los que en esa época todavía se

les seguía juzgando casi como heresiarcas. Era, pues, un hombre liberal que incluso

leía libros fuera del orden eclesiástico, con licencia o sin ella. Tuvo en sus manos,

como dije, el ayate de Juan Diego, para su examen, y naturalmente no pudo

aceptar que la pintura de la guadalupana fuera un milagro, y que se hubiera

elaborado con elementos, con sustancias, que no existían en esta tierra, con

elementos celestes. Este acto de rebeldía no fue el único de su vida como

sacerdote. Más de una vez lo castigaron enviándolo a lugares inaccesibles, como La

Yesca, un lugar perdido, entre Jalisco y Zacatecas.

Las presiones aumentaron, y querían que mi tío firmara un documento en el que

aceptaba el origen milagroso de la pintura del ayate. Entonces dijo: “Yo hasta aquí

llegué”.

Todo había comenzado con una especie de plebiscito sacerdotal destinado a

consagrar a la Virgen de Guadalupe y hacer la petición en tal sentido al papado,

cosa que se había ya hecho una o dos veces antes. En otras palabras, se pedía que

se le concediera la categoría de culto autorizado a la Virgen, cuyas apariciones

habían estado cuestionadas en particular en el siglo XVIII, pero también en el XIX.

Entonces el Vaticano le pide a Labastida y Dávalos que envíe toda la

documentación histórica que pueda conseguir, y a monseñor se le ocurre llamar a

su compadre, García Icazbalceta, para que lo ayudara en la tarea. García

Icazbalceta, que ya había investigado al respecto, le presenta una larga memoria

erudita, que abarcaba desde los tiempos de la Conquista, y en la cual, y con gran

dolor, supongo, porque era católico hasta el fondo del alma, afirma la falsedad de

las apariciones. El Vaticano ignoró la opinión del sabio mexicano, y mi tío se separó

de la Iglesia. Otro miembro distinguido lo hizo también, el que entonces era el

obispo de Coahuila.

Algo interesante que no hay que olvidar es que las apariciones no son artículo

de fe. O sea, la Iglesia no obliga a nadie a creer en la aparición de la Virgen de

Guadalupe o de cualquier otra. Hay muchas personas en Francia, muy católicas,

que no creen en la Virgen de Lourdes, por ejemplo. Es en el Credo y en lo que es

dogma, en lo que es obligatorio creer.

Considero oportuno afirmar que yo soy un cristiano católico porque nací en ese

mundo, el del cristianismo y el catolicismo, y en él quiero morir. Me defino como un

occidental, porque soy heredero de las culturas occidentales que se reúnen en el

crisol de Europa. Sin olvidar todas esas corrientes que se desprenden desde la

manga de Tartaria y Siberia, para desembocar en la parte norte de Europa y

continuar hacia el centro, hacia ese cedazo gigantesco que es Hungría. Finalmente

esas corrientes van a dar a España, la cual se nutre, por otra vía, del Lejano y del

Cercano Oriente, de los persas, de la India, de Egipto y desde luego del mundo

árabe. Yo me siento un producto ínfimo y remoto, pero producto al fin, de ese

magnífico crisol. Y me someto.

Me someto como se sometió mi tío Librado, que, sin desconocer las razones de

su hermano José María, vivió hasta el fin de su vida en una difícil, a veces

dificilísima sumisión a la Iglesia, pero completa, total. Bien decía Claudel: “¿Para

qué sufrir si es tan fácil obedecer?” “Yo me he dado cuenta —decía Librado— de

que me ha sido dada la posibilidad de hacer el bien.” Y a eso se dedicó, en efecto, a

hacer el bien, y fue un sacerdote muy querido en Zapotlán y desde luego en

Tamazula, de la que fue cura 32 años.

Era muy generoso y siempre que podía regalaba medicinas, alimento y dinero a

quienes más lo necesitaban. Cuando murió, el pueblo entero acudió a su entierro

en Guadalajara. José María, por su parte, dijo: “Yo también puedo hacer el bien,

pero en la Universidad de Guadadalajara”, y así fue, se dedicó por el resto de sus

días a la enseñanza, y se conservó célibe.

A José María se le atribuyó, durante un tiempo, una hija, pero nunca se pudo

comprobar nada.

Con estos dos sacerdotes, como decía, la familia subió en la escala social, y mi

padre vivió una vida de señorito, o casi, y ya en 1900 pudo viajar a México, en un

viaje del que recordó todos los detalles. Otra cosa significativa es que fue

condiscípulo en el seminario del primer cardenal que hubo en México, otro

personaje jalisciense, José Garibi Rivera. De modo que no era raro recibir la visita,

en casa, de Garibi o de monseñor Orozco y Jiménez. Lo que no sucedió, en cambio,

con don Pascual, acaparado por el gran problema de la revolución cristera.

De hecho, otros obispos y jerarcas eclesiásticos mexicanos nunca le perdonaron

a don Pascual que hubiera, según ellos, comprometido a la revolución cristera. Pero

lo que sucede es que él se dio cuenta que esa guerra no tenía sentido, no tenía ni

pies ni cabeza, y se cometían toda clase de atrocidades terribles, secuestros,

asesinatos, incendios, torturas, por parte de ambos bandos. Coincidió con esta

opinión el presidente Portes Gil, que se hizo entonces famoso con su bombardeo de

comestibles y ropas y mensajes en los que ofreció la libertad a todos aquellos

cristeros que depusieran las armas y obedecieran al arzobispo. Siendo pues un

pacificador, a don Pascual la Iglesia le ha guardado cierta distancia.

Decía que, al subir de nivel de vida la familia, así como en la estima social, mi

padre Felipe y su hermano Esteban se convierten en señoritos, en hombres de

corbata de moño y camisas de céfiro. Y ahora que digo céfiro pienso que habrá que

dedicarle un capítulo a las telas. También fui vendedor de telas.

Pero antes de pasar a otra cosa, en lo que respecta al origen de la familia debo

señalar que, aunque mis dos apellidos son ambos de origen vascongado, Arreola y

Zúñiga, el que debía corresponderme, Abad, que viene de abba —padre en arameo

—, quizás lo relegó mi bisabuelo a segundo lugar en un intento de borrar una

última fama de converso.

viernes, 27 de diciembre de 2024

Descansa, Roberto. Quedáte así inmóvil... FRAGMENTO. NOVELA. LA CONFESIÓN. INÉDITA.

 



Descansa, Roberto. Quedáte  así inmóvil como si ya estuvieras muerto, no te agités, no abrás los ojos. ¿Tenés frío? Por supuesto, cómo no has de tener frío si te has desnudado, te has quitado el pijama y no te has dado cuenta. ¿Por qué te quitaste el pijama? ¿Tenías calor y ahora de repente sentís el sereno de la noche? Roberto, nunca he entendido del por qué en las clínicas no hay cobijas, solo sábanas cuando las sábanas no calientan, mucho menos en la agonía, mucho menos cuando las voces secretas de la noche también duermen. No, no abrás los ojos que te tengo una sorpresa. ¿Me prometés que no vas a abrir los ojos, que no te vas a mover? Júramelo, Roberto, ¿qué sentís? Unos labios que se posan en tus labios. Te recorre un calorcillo por todo el cuerpo. Abajo, más abajo sentís una liviandad que se derrama más allá del poro, más abajo del hueso, en el tuétano. ¿Abrir los ojos? Por el contrario, apretás los párpados como si con aquello hiciera más fuerte la presencia de la mujer, a un palmo de poderla tocar o que ella te vuelva a tocar en el mutismo. Sentís por un momento cómo el cuerpo se difumina en el infinito del universo. Escuchás, pero más que escuchar, estás atento. Ahora escuchás el deslizarse de las sábanas que cubrían tu cuerpo más allá de los pies. Se rasga el silencio en una diminuta elipsis del deseo. En un segundo lance ella roza tus labios con sus labios y su lengua como un animalito curioso busca tu lengua que abres con lentitud como en un ritual pagano. Un sabor dulzón paladeás en la saliva como el néctar oscuro y misterioso ahora que ella se inclina más hacia tu cuerpo. Ahora, tus manos le sirven de apoyo en la cama y sentís el peso de su cuerpo que se funde poco a poco con el tuyo. ¿Abrir los ojos? En verdad aunque lo desearas no podrías hacerlo. 

Te invade una catalepsia y aunque deseás abrir los ojos, no podés. No podés moverte, no podés pronunciar palabra: es una loca ausencia de fuerza, de voluntad que te aqueja, pero contrariamente, no tenés temor, pensás por un  instante que existe una argucia de la mujer, que ella ha provocado el estado cataléptico. Que no ha habido ausencia de vacilación al momento de tocarte, de besarte, de pronunciar tu nombre.

Como el fetiche que no deseas abandonar tratás de abrazar a la mujer, no deseás dejarla, que se aparte de vos, que se escape; aunque sabés que es un intento fallido porque no podés moverte; seguís petrificado en las palabras, en el aire, en tu cuerpo.

Sentís la desnudez de su piel en tu desnudez, su calorcillo, sentís su pubis que roza tu sexo para luego posarse en él como una oscura noche.

¿Te abandonás al misterio, a la incógnita, a esa carne palpitante?


jueves, 26 de diciembre de 2024

LA CONFESIÓN NOVELA INÉDITA. FRAGMENTO

 



Año: 2054

Sábado 26 de diciembre.

La noche como una catarata de oscuridad asalta tu ojo. Luces mayores y menores inician el camino con vos y con el Rolls-Royce Phantom de color negro. Cerrás las ventanas del vehículo, y ya no escuchás el ruido exterior.  Ya no percibís el olor de las hierbas, ni el inicio del canto de los grillos que desean destronar a la oscuridad. 

 Los ojos del Phantom: rectangulares alumbran la carretera. El Phantom es un caparazón negro y gigante.

El dolor ha sido insoportable. ¡Sos el viejo guerrero abatido en una noche que principia! ¡Ya nada te importa! ¿Qué es la vigilia para vos? Ya no podés pedirle mucho a…  Quizá el tiempo. El tiempo que escapa burdo y constante por en medio de tus propios pensamientos ahora que te ves reflejado en el cristal del vehículo. Farsa o aventura, no, no sabés que ha sido la vida. La vida ha sido como tirar una moneda al aire como en un juego —escudo o corona— y que en ocasiones has ganado y en otras ocasiones has perdido.


¿Quién sos? ¿Caíste de nuevo en la trampa burda del recuerdo? Hay personas que viven solo de recuerdos, de glorias pasadas, de amantes y de amores idos, espejos que ya no poseen formas. 

Sos un profesional, te graduaste de abogado, y luego seguiste escalando posiciones en la sociedad: presidente de varias corporaciones de automóviles de lujo, accionista mayoritario de canales de televisión por cable; ¿el zar de las telecomunicaciones centroamericanas por satélite? 

Pero, ahora, ¿qué sos? ¿Una sombra? ¿Un ovillo de nada, encapsulado en un vehículo que se dirige a una clínica porque te estás muriendo muy despacio?

***


AÑO 2054

Sábado 26 de diciembre. 

Más allá del arco tensado de la noche, soñás. Es un sueño placentero por momentos.  En otros momentos recordás la clínica la Santé donde sucedieron los asesinatos que en verdad nunca fueron solucionados porque, para las autoridades judiciales, fue caso cerrado y que, sin embargo, hoy, final de año, te corroe las entrañas, aquellos hechos. ¿Remordimiento? En verdad, no lo sabés con certeza y quizá en el fondo de tu conciencia no te importa demasiado: lo hecho, hecho está, lo que se dijo, se dijo y lo que se ocultó, mejor así… ¿Callarlo…?

¿Y ahora qué podés hacer? Es una culpa compartida que te ha mantenido en vilo por 30 años. ¡30 años! Ahora que estás al límite de tu existencia, pensás que a nadie le has confesado esos crímenes que nunca abandonaron tu mente. ¿Valdría la pena decirle al mundo, a los medios de comunicación colectiva, a los periodistas torpes lo que en verdad sucedió en la Santé?…

miércoles, 25 de diciembre de 2024

¿Qué sucedió? ... Fragmento. El Retornante Nocturno. Novela.




 ¿Qué sucedió? No lo pudieron atrapar, eso es lo más admirable. Se supone que fue el único crimen que cometió, su única obra de arte. Pero, su firma estaba ahí, porque estos asesinos dejan una firma en sus crímenes, al igual que un pintor o un artista firma sus cuadros o su obra literaria. ¿La firma? Como ya he comentado: la posición del cuerpo, la de los brazos en ángulo recto reproduciendo la fotografía del minotauro de Man Ray, este es el corolario, el punto final a su obra de arte.

¡Escalofriante! Dije sin pensarlo.

Al mediocre, al imitador de artista siempre lo atrapan, pero, al verdadero artista jamás es descubierto… Se habló y se tuvo sospechas de muchas personas del medio artístico de Hollywood de aquella época. Pero, se descartaron. Creo que la mejor hipótesis es que quien realizó el asesinato fue un hombre culto, cultísimo, un cirujano de nombre George Hodel... ¿Razones? 

Fragmento. Novela. Inédita. EL RETORNANTE NOCTURNO. IV parte de MARIPOSAS NEGRAS PARA UN ASESINO.


martes, 24 de diciembre de 2024

EL RETORNANTE NOCTURNO. IV PARTE DE MARIPOSAS NEGRAS PARA UN ASESINO.

 



""Se entrevistaron las personas que vieron el cuerpo y declararon bajo la fe del juramento - que, en efecto—, el cuerpo que llevaron a la Morgue Judicial, no era el mismo. E igual, el personal que realizó la autopsia de don Julián Casasola Brown fue un equipo “ad hoc” para aquel momento. Se cuestionó del porqué no estaba su amigo y patólogo, el Dr. Rodrigo Castilleja de la Cuesta. Sin embargo, se pudo corroborar que el galeno en ese momento estaba fuera de San José, que una semana antes solicitaba unas vacaciones adelantadas. Presiones internas del Poder Judicial hizo que el juez autorizado para tales efectos girara una orden de exhumación del cadáver pero, fue risible dicho “mandamiento” a las autoridades del Cementerio General. Todos sabían que el cuerpo había sido cremado. En realidad el mandamiento se envió como un mero formalismo administrativo. ¿Por qué se incineró el cadáver? Su amigo, el licenciado Yglesias Guardia manifestó que por orden del mismo Casasola ordenó que su cuerpo fuera incinerado. Yglesias ante una investigación presentó un poder especial en el cual se le otorgaba la facultad para decidir sobre el cuerpo de don Julián Casasola Brown.

Cabe anotar que don Julián no tenía pariente vivo dado su longeva edad. Tampoco tuvo hijos ni hermanos.
¿Qué fue lo curioso de aquel incidente rocambolesco? Que al final las mismas cenizas fueron esparcidas en el mar, por lo que tampoco se pudo corroborar mediante una investigación molecular de ADN si, en efecto, el cuerpo incinerado fue el de Casasola Brown".

Novela. Inédita. EL RETORNANTE NOCTURNO. IV PARTE DE MARIPOSAS NEGRAS PARA UN ASESINO.

lunes, 23 de diciembre de 2024

José Ferrater Mora: Indagaciones sobre el lenguaje FRAGMENTO

 



José Ferrater Mora:

Indagaciones sobre el lenguaje

El Libro de Bolsillo

Alianza Editorial

Madrid

© Jo sé Ferraler Mora, 1970

© Alianza Editorial, S. A., Madrid 1970

Calle Milán, 38; X 2 0Ü 0045

Depósito legal: M. 804 - 1970

Cubierta: Daniel Gil ,

Impreso en España por Ediciones Gistilla, S. A.

Calle Maestro Alonso, 21. Madrid

Printed in Spain

Le langage est }a maison dans laquelJe l’hommc

habite.

Juliette, en la película de Jean-Luc Godard,

Deux ou trois cboses que je sais d'elle.

Is it possiblc to describe anything accurately?...

The answer is, like so many answers to

important questions, neither yes ñor no.

Gore Vida], Myra Bréckinridge.

1 .

¿Qué pueden decir los filósofos sobre el lenguaje que

no lo hayan dicho, o puedan decirlo, los lingüistas, psicólogos,

sociólogos, antropólogos, etc.?

Esta pregunta es una variante de muchas otras: ¿Qué

pueden decir los filósofos sobre el hombre que no puedan

decirlo los biólogos, arqueólogos, economistas, historiadores?

¿Qué pueden decir los filósofos sobre el

mundo físico que no puedan decirlo los físicos, químicos,

geólogos, astrónomos? Etc., etc.

Los filósofos no tienen por qué decir nada de las cosas

que dicen, o puedan decir, quienes, para abreviar,

llamaremos «científicos». La filosofía no es, ni hace falta

que sea, una ciencia, rigurosa o laxa, exacta o inexacta.

Los filósofos no tienen tampoco por qué sentar normas

para la acción, dar instrucciones para la manufactura de

objetos o echana volar la fantasía en la producción de

obras de arte. No tienen, en suma, por qué decir o hacer

ninguna de las cosas que dicen o hacen quienes no sean

filósofos. En vista de lo cual es lícito preguntarse si los

filósofos no tendrán más remedio que jubilarse.

Esperamos que no. Por lo pronto, pueden (y deben)

plantear cuestiones que normalmente no se les ocurren

a quienes no practican su oficio. No son cuestiones arcanas

ni herméticas ni relativas a asuntos de los que se

supone que los demás seres humanos no tienen noticia.

Por el contrario: son cuestiones y asuntos que todos los

seres humanos pueden plantearse cuando se hacen cuestión

de sus actividades. El «mundo de los filósofos» es

el mundo de todos, sólo que hirviendo en cuestiones.

Estoy rodeado de lo que llamo «cosas» —piedras, flores,

sillas—, mas ¿por qué las llamo «cosas»? En algún sentido,

la razón me sobra, pero en otro sentido la noción

de «cosa» —y, en general, de «objeto»— es cuestionable.

¿Son también cosas lqs colores? ¿Es el azul de la

silla azul un dato sensible? Estoy viviendo en una comunidad

que juzga punible matar al prójimo (aunque a veces,

¿quién lo entiende?, lo estima loable si el prójimo

es miembro de una clase o colectividad llamada «el enemigo

»), y que aduce a tal efecto múltiples razones o

principios: lo prohíbe Dios, la autoridad, la ley natural,

etcétera. Ninguno de estos principios o razones me

parecen satisfactorios, pero no alcanzo a vislumbrar otros

que lo sean. Pues la verdad es que no hay respuesta satisfactoria;

sólo hay cuestión, a la que sin cesar se da

vueltas.

Esos son ejemplos de una vasta familia de cuestiones

que, en puridad, no son cuestiones, sino perplejidades.

Para enfrentarme con ellas pongo en marcha un tipo de

actividad filosófica que se llama «analítica». En muchos

casos es una actividad lingüística —quiero decir, consiste

en escrutar expresiones y modos de decir que, por un

lado, resultan sospechosos, o engañosos, pero que, por

otro, muestran ser adecuados si se los coloca en un determinado

contexto —el cual resulta ser a su vez cuestionable—.

En otros casos es una actividad que cabe llamar

«fenomenológica» y que consiste en examinar modos

de ver que parecen impropios cuando no tengo en

cuenta la correspondiente —y también cuestionable—

perspectiva. Grande es la tentación de confrontar los aludidos

modos de decir o de ver con algún modo principal

de ver o de decir que sea un patrón para enjuiciar todos

los demás, pero, a menos que baga trampa, no lo encuentro

en ninguna parte. Es asimismo grande la tentación

de concluir que todos los modos de decir y de ver son

justificados en sus pertinentes contextos y perspectivas,

pero no hay razón para que los propios contextos y perspectivas

permanezcan a salvo. Haga lo que haga, quedará

siempre un remanente de perplejidad que no consigo

extirpar y con el cual, a pesar de todo, sigo batallando.

En el curso de este batallar pongo en claro cuestiones,

mas no necesariamente para resolverlas; a menudo mis

aclaraciones me hacen rebotar sobre nuevas perplejidades.

En todo caso, en el proceso de la actividad analítica

no logro descubrir nada que previamente no sepa, o pueda

saber —nada que me sea revelado simplemente por

medio de mi análisis—. En este sentido es legítimo afirmar

que la filosofía no dice, ni puede, ni tiene por qué,

decir nada de nada, esto es, nada de ninguna «cosa». La

filosofía no es, pues, estrictamente hablando, una actividad

cognoscitiva. Cierto que mientras pienso filosóficamente

puedo tener atisbos de realidades, y sería imprudente

desdeñarlos, pero no se me ocurrirá creer que son

algo más que atisbos. Tan pronto como dejan de serlo,

se convierten en conocimientos y dejan eo ipso de ser

materia de indagación filosófica.

Al plantear y dilucidar cuestiones no puedo, en tanto

que filósofo, prescindir de armar conceptos. Esto ocurre

también en actividades no filosóficas —por ejemplo, en

las ciencias— , pero mi conceptuación filosófica difiere de

las no filosóficas en un punto importante: los conceptos

que armo no tienen por objeto servir de andamiajes para

una estructura cognoscitiva de la que se pueda enunciar

que es verdadera o falsa, demostrable o indemostrable,

probable o implausible. Pero entonces, ¿no será mi análisis

filosófico una pura vaciedad? Con la excusa de que

no tiene alcance cognoscitivo (o, en otra esfera, no sienta

normas para la acción humana), ¿no me habré colocado

tan fuera y aparte de todo que no pueda, literalmente,

decir nada?

Al comparar las tareas del filósofo de la ciencia con

las'del científico, Stephen Toulmin1 ha indicado que

mientras el lenguaje del primero es el del espectador, el

del segundo es el del participante. Esta distinción merece

ser ampliada. El filósofo de la ciencia no se ocupa,

como el científico, de realidades; sin embargo, plantea en

el lenguaje del espectador —de un espectador por lo general

bastante bien informado— cuestiones que, en su

lenguaje de participante, formula el científico. Análogamente,

el filósofo tout court actúa de «espectador» con

respecto a todos los «participantes» —incluyéndose a sí

mismo en la medida en que participa en alguna actividad,

y especialmente en alguna actividad cognoscitiva;—.

Hay que reconocer que el filósofo es un espectador bastante

sui generis, porque propone «modos de ver» que

no son de la incumbencia del participante. Tales modos

de ver son tan sui generis como el espectador que los

propone, porque no aspiran a constituirse en cuerpos de

conocimientos. Más que decirnos cómo es, o podría ser,

el mundo, los modos de ver filosóficos ponen en entredicho

todos los modos de ver el mundo. Se ha dicho que

la tarea de la filosofía no es resolver problemas, sino disolverlos.

Sería más adecuado decir que no es instituir

estructuras conceptuales, antes ablandar (mediante análisis

conceptual, que otra vía no hay) las ya existentes 2.

De este modo la filosofía puede seguir siendo fiel al incesante

planteo de cuestiones. Es cierto que los conceptos

armados por los filósofos se congelan a veces en

«posiciones» —posiciones llamadas «dualismo», «fenomenismo

», «escepticismo», etc.— , pero ninguna de ellas

resulta jamás definitiva. De lo contrario, las posiciones

se convertirían en dogmas en vez de ser lo que, a la

postre, son: haces, más o menos bien ligados, de cuestiones.

No olvido que ciertas operaciones filosóficas tienen un

aire asaz dogmático. Así ocuíre cuando se toman decisiones

«de principio», y específicamente cuando se adopta

un «compromiso ontolÓgico», o un «criterio de compromiso

ontológico». Sin embargo, ni siquiera en estos casos

se trata de elegir un patrón supuestamente absoluto en

virtud del cual se enjuicien inapelablemente todos los

modos de ver y de decir. Las «decisiones filosóficas» no

tienen por qué ser caprichosas; puede no alcanzar a darse

en un momento dado razón de ellas, pero tienen que

ser de todos modos «razonables». Los «principios» (o supuestos)

sólo son dignos de mantenerse si se está dispuesto

a hurgar constantemente en ellos. Ninguna «decisión

», ningún «supuesto», ninguna «creencia» puede

ser en filosofía asunto definitivo; lo que dentro de un

determinado marco conceptual ejerce el papel de principio

o de supuesto, deja de serlo dentro de otro marco.

Ejecutar una de las operaciones indicadas es más bien

como trazar un mapa con el fin de averiguar qué rutas

caben en él. El filósofo usa al efecto «materiales» procedentes

de actividades no filosóficas; puede decirse, pues,

que trabaja sobre datos previos, que son resultados de

estudios empíricos y de experiencias en principio accesibles

a todos. Así, en lo que toca al lenguaje, el filósofo

tiene (o debe tener) en cuenta gran copia de «materiales

»: resultados de investigaciones lingüísticas, observaciones

sobre los diversos modos de comunicación humana,

experiencias propias en el uso de una o más lenguas.

La mayor o menor atención prestada a tal o cual conjunto

de «materiales» condiciona la especie de análisis filosófico

practicado. Cabe atenerse principalmente a investigaciones

y teorías lingüísticas; escrutar ciertas expresiones

en un lenguaje corriente; estudiar analogías y

contrastes entre lenguajes formales e «informales»; dilucidar

problemas suscitados por la teoría de la información;

clasificar funciones lingüísticas; examinar usos poéticos;

explorar los diversos aspectos de la comunicación humana

en contextos históricos y sociales, etc. En algunos casos

—como en el último— los «materiales» son especialmente

abundantes, porque se hallan estrechamente trabados

con factores personales, sociales y políticos, cuya

complejidad es notoria. Piénsese sólo en una situación típica:

la mecanización y ritualización del lenguaje en una

sociedad (o ciertos estratos de ella), que pueden ser aceptados

como indispensables o beneficiosos (tal, el movimiento

de la «máquina de hablar» que describió Tolstói

bajo la forma de una reunión mundana) 3 o ser denunciados

como degradantes o inauténticos. Aun en estos casos,

sin embargo, el filósofo tiene que operar analíticamente

con los materiales dados. Tanto más tiene que hacerlo,

pues, cuando sus «materiales» son de índole más directamente

lingüística, esto es, cuando tiene en cuenta las

investigaciones de los lingüistas; o se ocupa de los problemas

que suscitan ciertas expresiones en un lenguaje

corriente; o se propone clasificar funciones lingüísticas.

El uso de «materiales» procedentes de actividades no

filosóficas no tiene por qué llevar al filósofo a bosquejar

ninguna teoría general del lenguaje capaz de dar cuenta

de todos los hechos lingüísticos, o siquiera de justificar o

validar epistemológicamente enunciados acerca de hechos

lingüísticos. Aun si semejante teoría general del lenguaje

fuese posible, no sería filosófica. Por otro lado, no es tampoco

tarea filosófica formular enunciados empíricos o

descriptivos. Lo que hace el filósofo con los «materiales»

en cuestión es categorizarlos. En alguna medida, el modelo

de trabajo filosófico es el que oportunamente indicó

Kant: la filosofía es «trascendental» en tanto que su «objeto

» no son realidades, y menos todavía «supra» o «ultra

» realidades, sino posibilidades de conocimiento de

(y de acción sobre) realidades. El hecho de que cuanto

el filósofo alcance a decir sea falible y rectificable, no lo

hace menos «categorial» y «universal». A diferencia de

Kant, sin embargo, no parece razonable insistir sobre

sistemas de categorías, y menos aun sobre sistemas completos

de ellas. Además, las categorías —las conceptuaciones—

filosóficas no rigen necesariamente la experiencia,

como si estuviesen en la base de ella, o fuera de ella.

Categorizar materiales es simplemente examinar que conexiones

necesarias pueden darse dentro de esferas determinadas

de «datos». Ello ocurre especialmente cuando

los materiales sobre los cuales se trabaja proceden de

investigaciones lingüísticas de índole descriptiva, o de

estudios «informales» de un lenguaje corriente.

No está excluido que el análisis filosófico sea algo más

ambicioso. Sin pretender «imponer» condiciones de conocimiento

de realidades —y no digamos de condiciones

de existencia de las propias realidades—, el filósofo puede

ir extendiendo el ámbito de sus categorizaciones, organizando

éstas en perspectivas amplias. En esta coyuntura

pueden irrumpir nociones o supuestos «metafísicos»,

pero éstos pierden su aire de especulación gratuita —y

hasta su carácter «metafísico»—- cuando con las perspectivas

de referencia se aspira sólo a hacer ver, o ver mejor,

desde algún nuevo punto de vista, lo mismo que ya

se conocía. Las perspectivas resultantes pueden ser muy

variadas, pero ello no es ningún argumento contra ellas;

es una de las pocas plausibles razones que pueden ofrecerse

para seguir admitiéndolas como «hipótesis de trabajo

».

2

El cultivo de la filosofía, cuando no se es demasiado

ingenuo, o no se obra de mala fe, suele engendrar en el

ánimo del cultivador un constante sentimiento de frustración.

En ausencia de patrones, esquemas, modelos, sistemas

e hilos conductores supuestamente definitivos, el filósofo

tiene la impresión de estar navegando a la deriva o de

estar metido en un laberinto. Pronto descubre que, apenas

se vislumbra una salida del laberinto, ya está metido

hasta el cogollo en otro; que no hay idea filosófica que, a

poco de servirse de ella, no empiece a deslustrarse; que,

desde el mismo instante en que alcanza una posición, ya

está flaqueando; que aunque hay muchos argumentos en

filosofía, ninguno constituye prueba; que no parece haber,

en suma, donde agarrarse.

No es sorprendente que de vez' en vez los filósofos se

sientan desilusionados, y hasta amargados. ¿Quién me

metió a mí en la filosofía? Mejor me hubiera ido de haberme

consagrado a la química, a la psicología experimental,

o a la planificación urbana. En estas, y en todas,

las actividades se puede fracasar, pero las actividades

mismas parecen estar a salvo del fracaso. Cabe pasar años

en un laboratorio para determinar qué enzimas controlan

la descomposición de la urea y no obtener ningún resultado

apreciable. Mala suerte, o falta de talento, o escasez

de medios, pero no por ello se va a desconfiar de la

bioquímica. Se puede construir un puente y desplomarse

en el momento de su inauguración. Asunto grave, material

y moralmente, pero no suficiente para dar al traste

con la ingeniería de puentes. En filosofía, en cambio, no

se sabe nunca bien si lo que fracasa es el filósofo o la

propia filosofía —en cuyo caso... Por eso los filósofos

abrigan a veces la sospecha de que lo son por razones

similares a las que, según un político español de antaño,

hace que los españoles sean españoles: «serán filósofos...

los que no puedan ser otra cosa» —lo que es magro consuelo,

inclusive cuando engendra, por reacción, la cada

día más justamente desacreditada «soberbia filosófica».

Puede alegarse que no hay para tanto, y que las cuestiones

filosóficas no son indomeñables. Por ejemplo, cabe

zafarse de un problema para el cual no se encuentra salida

arrinconándolo y abordando otro. Es una operación

que se practica con alguna frecuencia; basta recorrer las

publicaciones filosóficas de muchos períodos para advertir

que se terminó con ciertas cuestiones sobre las que

se había debatido interminablemente de un modo harto

sencillo: dándoles la puntilla. Durante una época más o

menos dilatada vemos a legiones de filósofos batallar encarnizadamente

en torno a un problema. De súbito, éste

se eclipsa; parece como si se hubiese producido un estado

de cansancio general, una imperiosa necesidad de cambiar

de postura. Sin embargo, las cosas no se arreglan

tan llanamente. Los problemas cambian, pero la sensación

de seguir en un laberinto permanece. Por si

ello fuera poco, se descubre que ciertos problemas son

tenaces y gozan de tan larga vida como la propia filosofía:

el supuesto «nuevo problema» revela ser con frecuencia

un aspecto distinto de un problema añejo. Algunos

problemas filosóficos se parecen a los «posibles» leibnizianos:

se codean unos a otros como si se afanaran

por reaparecer tan pronto como las condiciones sean propicias.

La frustración filosófica es muy explicable, y hasta deseable,

si permite recordar al filósofo que su tarea no es

resolver problemas o dar con soluciones definitivas. A este

efecto las llamadas «cuestiones lingüísticas» pueden prestar

señalado servicio. No son cuestiones tras las cuales

uno se parapeta cuando quieren evitarse jaquecas filosóficas.

Algunos han creído que tales jaquecas las engendran

exclusivamente cuestiones como «el sentido del

ser», «la estructura de la realidad», «la condición del

hombre» y otros temas oceánicos, y que basta «limitarse»

a asuntos menos ostentosos para andar más sobre seguro.

Quienes tal creen no están muy familiarizados con estas

lides. Las «cuestiones lingüísticas» pueden ser mayores o

menores, pero en cuanto a arduas, pocas las ganan. Hasta

es posible que produzcan más frustraciones que otras

para las cuales se tiende a forjar prontamente soluciones

perentorias.

Una de las cosas que se aprenden cuando se filosofa

«lingüísticamente» es a andar con pies de plomo. Esta

indudable virtud no se ve siempre libre de una serie de

vicios; a fuerza de afinar y calibrar se degenera a veces

en meros altercados, en los cuales lo que parece importar

es hacerle la contra a alguien, que no ha tenido en cuenta

tal o cual subdistinción dentro de alguna distinción

ya de suyo harto alambicada. El querellante tiene a menudo

razón, pero sólo porque no se ha limitado a dejar

de ver el bosque, mas no ve ni siquiera el árbol. Por

ejemplo, pueden encontrarse «peros» a la distinción ya

clásica entre uso y mención de los signos 4. Casos hay en

los que esta distinción falla, y otros en los que resulta

inútilmente pedante. No obstante, sería ilusorio creer que

tales «peros» desbaratan para siempre la distinción de

Ferratcr Mora, 2

referencia; lo cierto es que únicamente cuando se descubre

alguna otra distinción más capital, puede la que está

en litigio ser condenada. Y aun entonces lo que suele

ocurrir es que la tesis disputada quede «absorbida», no

eliminada totalmente. Hay que tener en cuenta esta situación

en casi todos los debates sobre cuestiones lingüísticas

realmente básicas para no perderse en una maraña

inextricable. Se puede mostrar inclusive que ciertas tesis

contrarias llevan en cada caso a situaciones irreparables:

afirmar, pongamos por caso, que los nombres propios tienen

significado (o «sentido») no parece ni mejor ni peor

que negar que lo tengan. Pero ello sugiere que, aunque

hay que seguir andando con pies de plomo, no se debe

perder demasiado tiempo en reyertas que pueden distraer

de lo que está en discusión.

3

En filosofía cabe tratar lingüísticamente cuestiones muy

diversas: algunas de ellas son lingüísticas y otras no. Entre

las primeras, unas son cuestiones concernientes al

lenguaje y otras son cuestiones suscitadas por el lenguaje.

Correlativamente, algunas cuestiones lingüísticas pueden

ser tratadas alingüísticamente —queremos decir, no

fuera de todo lenguaje— sino simplemente teniendo sobre

todo en cuenta factores extralingüísticos.

No es siempre fácil precisar qué tipos de cuestiones

se tratan, y hasta qué tipo de pensar filosófico se practica

para tratarlas. La llamada por antonomasia «filosofía lingüística

» no siempre hace uso de análisis estrictamente

lingüísticos. En rigor, el adjetivo ‘lingüístico’ describe

menos un tipo bien preciso de filosofía o un conjunto

bien circunscrito de cuestiones, que un determinado tono

filosófico y una cierta preferencia por ciertos temas. Desde

este ángulo, la filosofía que se practica en este libro

y las cuestiones en él tratadas pueden ser llamadas «lingüísticas

». ,

Con esto no se ha dicho todavía mucho, primero porque

la expresión 'filosofía lingüística’ sigue siendo vaga,

y segundo porque no estamos aún en claro respecto a qué

cuestiones cabe llamar, más estrictamente, «lingüísticas».

Las que así llamamos en esta obra no son siempre de

data reciente, pero figuran de modo prominente en una

parte considerable de la literatura filosófica contemporánea

que se ha dado en calificar de «analítica». No por ello

desdeñamos otras cuestiones, y aun otros aspectos de las

cuestiones lingüísticas propiamente dichas, pero no tenemos

más remedio que delimitar nuestro campo.

‘¿Dónde cae el edificio central de correos?’, ‘Te prometo

pagarte mañana’, ‘La filosofía me aburre’, ‘Todos

los hombres son mortales’, ‘Hay unicornios en la Puerta

del Sol’, ‘Juan cree que los platillos volantes transportan

legiones de marcianos’, ‘Quienes creen en Dios no se

han enterado de que Dios ha muerto’, ‘Tengo el placer

de anunciarte la boda de mi hija’, ‘Morir significa dejar

de v i v i r ’No se puede saber que la nieve es blanca si

es falso que la nieve sea blanca’, ‘«Fumo» puede querer

decir que estoy fumando y también que suelo fumar; en

español, la primera persona del presente de indicativo

del verbo «fumar» puede expresar dos tipos distintos de

acción verbal’, ‘Decir que las golondrinas son reales

equivale a decir que hay por lo menos una golondrina

en alguna parte’, ‘París es la capital de Francia’ : he aquí

algunos entre muchos otros posibles ejemplos de expresiones

que plantean problemas dignos de nota. Nada

más que el adecuado tratamiento de dos o tres de ellos

bastaría para llenar un abultado mamotreto. En un ejemplo

transparcce la cuestión de las oraciones indirectas; en

otro, el problema de si ciertas expresiones son o no a la

vez actos lingüísticos; en otro, la cuestión de si una

descripción identificadora está o no ligada al nombre propio

que identifica descriptivamente. Lo que todos estos

ejemplos tienen en común es el poder recurrir a ellos

para examinar cuestiones suscitadas por el lenguaje (o un

lenguaje), las cuales pueden convertirse a su vez en

cuestiones concernientes al lenguaje. En todos importa,

de consiguiente, su dimensión lingüística. Esta puede ser

examinada desde sus respectivos puntos de mira por

lógicos, psicólogos, antropólogos y, por descontado, lingüistas,

pero nuestra intención es ver lo que tales ejemplos

—o las cuestiones para cuyo tratamiento se aducen—

dan de sí filosóficamente. A este efecto nos

atendremos a las especificaciones antes señaladas, y en

particular a la que consiste en adoptar el punto de vista

del «espectador» con relación a todos los «participantes».

Con ello no pretendemos deslindar siempre claramente

entre dichos puntos de vista por varias razones, entre las

cuales destacan éstas: primero, los «participantes» y los

«espectadores» usan el mismo lenguaje; segundo, y sobre

todo, no se puede salir del lenguaje para hablar sobre

él. Se puede pasar de una lengua a otra —y este paso

es a menudo muy iluminativo—, pero no se puede prescindir

de toda lengua y del andamiaje conceptual en ella

implicado.

Nos ocuparemos en este libro de algunos de los problemas

antes aludidos, y de otros aun no mencionados,

pero no pretendemos abarcar todas sus vertientes. Ello

sería demasiado y, a la vez, paradójicamente, demasiado

poco.

Sería demasiado, porque nos obligaría a enzarzarnos

en discusiones interminables con tal copia de casos, excepciones

y distinciones que pronto acabaríamos estrangulados

por nuestro propio «material». Es lo que ocurrió

a menudo en lo que J. R. Searle ha llamado «la filosofía

lingüística clásica» (de 1950 a 1960 aproximadamente) 5

y que ha ido siendo menos común en los últimos años. No

sugerimos que los detalles y los refinamientos no cuenten.

Algunos cuentan mucho, y hay que prestarles la

atención debida, pero otros, seamos sinceros, no tanto.

Así, por ejemplo, el verbo ‘preguntar’ puede poseer,

como hoy se dice, una «fuerza» distinta del verbo ‘quedarse

perplejo’, pero sería hilar demasiado delgado medir

«grados de fuerza», los cuales estarían siempre ligados,

además, a situaciones concretas que habría que describir

en cada caso y que podrían multiplicarse al infinito, Está

en su punto tener en cuenta la existencia de situaciones

lingüísticas, pero no es razonable incrementarlas más de

lo necesario. Es justo también plantearse cuestiones filo*

sóficas a base de expresiones en una determinada lengua,

pero no lo es tomar tal lengua como paradigma de todas

las otras. En este sentido, habrá que moverse entre dos

situaciones distintas y que parecen incompatibles.

Por un lado, ciertas cuestiones filosóficas que surgen

dentro de una lengua no surgen en otra. Ello sucede no

sólo en tanto que, como se dice a veces, una lengua (o,

más generalmente, un tipo de lengua) expresa ciertos

modos de ver y conceptualizar el mundo, sino también, y

más específicamente, en tanto que ciertas expresiones

que pueden conducir a conclusiones erróneas en la lengua

í (o en un tipo de lengua A) no conducen a tales

conclusiones en la lengua b (o en un tipo de lengua B).

Los casos más notables al respecto se presentan cuando

se comparan ciertas expresiones en dos lenguas estructuralmente

muy diferentes (por ejemplo, entre el alemán

y el árabe, o entre cualquiera de ellos y el chino). Hay

que tener en cuenta algunas de estas diferencias, o algunas

diferencias típicas de esta índole, para evitar caer en

el provincianismo lingüístico.

Por otro lado, hay que tener presente que numerosas

expresiones en lenguas diversas pueden funcionar de la

misma manera, de suerte que lo que filosóficamente (y

hasta semánticamente) importa no es la expresión misma,

sino su función —digamos, su «concepto»— . Así,

‘todo’, alies y omnis funcionan del mismo modo en las

lenguas respectivas y expresan, por tanto, el mismo «concepto

». Es cierto que a veces inclusive términos similares

en dos lenguas no demasiado alejadas entre sí tienen

sentidos diversos; recuérdese la alharaca que se armó,

tiempo ha, en una reunión de la Sociedad de Naciones

cuando un delegado británico dijo del discurso de un delegado

de otra nación que era fastidious. Fastidious no

quiere decir «fastidioso», sino algo así como «muy detallado

» y «pormenorizado». Pero ello no impide traducir

fastidious a otra lengua, ni tampoco ‘fastidioso’ al

inglés. En general, las lenguas son mucho más intertraducíbles

de lo que se supone —aunque esta intertraducibilidad

requiere a menudo habilidad y esfuerzo— . Además,

es característico de una lengua corregir de algún

modo sus propias «deficiencias» con respecto a otra. Una

lengua puede no poseer morfemas para indicar el plural,

pero ello no le quita necesariamente la posibilidad de

expresarlo; puede hacerlo mediante la anteposición, o

yuxtaposición, a un nombre de un adjetivo, o de una

locución (‘muchos’, ‘más de uno’, etc.). Ninguna lengua

hace exactamente lo mismo que otra —de lo contrario, 110

se entendería por qué hay tantas, a menos que cada una

sea considerada como «especialmente apta» para determinados

propósitos—. Pero los que usan una lengua

pueden ingeniárselas para hacerle desempeñar tareas para

las cuales no estaba originariamente «dotada». Los traductores

avezados saben bastante de ello. Sin duda que

el grado de traducibilidad no es el mismo en todos los

niveles y aspectos de una lengua. Muchas expresiones

idiomáticas y (por razones distintas) expresiones poéticas

son de traducción difícil. A veces sucede también que

una lengua carezca de términos para exhibir «conceptos»

que en otra lengua resultan muy básicos, pero no por

ello son radicalmente inexpresables en la última.

Indicamos antes que tratar de explorar todas las vertientes

de cada uno de los problemas dilucidados sería

demasiado, pero a la vez demasiado poco. Hay otros

problemas además de los aquí más circunstanciadamente

explorados. Ya en la discusión de problemas «normales»

en filosofía lingüística se topa a menudo con cuestiones

que envuelven muy variados aspectos. Hablar de «juegos

lingüísticos» es hablar también de «modos de vida»

—que es lo que, en último término, se declara que son

tales «juegos»— ; preguntar si ‘es real’ es o no un

predicado es formular una cuestión central ontológica,

a la vez que lógica y lingüística; dilucidar la función

de expresiones como ‘esto’, ‘yo’, ‘aquí’, etc. equivale no

sólo a debatir si estos términos indican mas no nombran,

sino también a tocar un punto de evidente interés epistemológico.

Etc., etc.

La lista cíe problemas que se suscitan en relación con

el tratamiento de «cuestiones lingüísticas» es larga: las

funciones sociales del lenguaje; la autenticidad, inautenticidad,

buena fe o mala fe en la comunicación; el papel

que a veces puede desempeñar el silencio en el intercambio

verbal6; los modos de hablar indirectos (no sólo

las oraciones indirectas); los lenguajes artísticos averbales

y su comparación con los verbales, etc. Muy importantes

aspectos de la existencia humana pueden aclararse

en función del tipo de práctica que va ligada con el

lenguaje y de los intereses que determinan u orientan

usos lingüísticos. Con ello se relacionan los problemas

que suscitan ciertas formas de comunicación —incluyendo

la llamada «pseudo-comunicación»— cuando se destacan

los factores interpersonales y sociales de las mismas.

Se ha puesto de relieve, por ejemplo, que en ciertos casos

la «mecanización» de la comunicación es causa (o efecto)

de un tipo de sociedad que consigue esclavizar a sus

miembros con pleno consentimiento de éstos. De tal

modo, se intensifica la inautenticidad y a la vez se abren

las compuertas para reacciones que, a primera vista, pueden

resultar «chocantes», pero que son harto «comprensibles

» —la práctica casi sistemática del desenfreno verbal,

destinado a romper las convenciones y a protestar

contra «el empobrecimiento de la comunicación».

Una vez reconocida la copia de problemas que se suscitan

al ocuparse del lenguaje es menester, sin embargo,

ser un tanto morigerado. Rozar algunos de estos problemas

cuando se presente la ocasión está muy en su

punto. Lo está inclusive explorar cuestiones lingüísticas

con propósitos algo más «especulativos» siempre que

ello se haga sin descuidar los aspectos más propiamente

lingüísticos de tales cuestiones —como lo ha hecho, por

ejemplo, Paul Ricoeur al proponer una «meditación de

la palabra» a base de pasar del carácter «cerrado» del

universo de signos al carácter «abierto» del discurso7.

No es éste el camino que seguiremos en este libro, lingüísticamente

orientado en dos sentidos: por ser «filosofía

lingüística» y por atender a problemas tratados por

la lingüística. Ello es más de lo que parece a primera

vista. Herbert Marcuse ha acusado a los filósofos lingüísticos

de tratar de mantener el statu quo alegando que

si el lenguaje corriente «está bien tal como está» no

parece que valga la pena esforzarse por cambiar nada de

é l Esto es tomar el rábano por la hojas. Decir que

‘La horca está al final del patio' puede describirse o anaÜ2arse

de modo similar a ‘La escoba está en la esquina’

no equivale a decir que vivimos en un mundo en el cual

no importa nada que haya horcas al final de-patios o

escobas en las esquinas. Lo único que con ello se dice

es que no es menester descomponer dichas oraciones en

supuestos elementos componentes, que serían nombres de

«objetos»: ‘El mango está en la esquina y el manojo está

en la esquina’, ‘Los dos palos hincados en la tierra están

al final del patio y el palo encima trabando los dos está al

final del patio’. ¿Qué statu quo se mantiene con ello?

Es posible que a algunos filósofos lingüísticos no les interese

saber si hay o no horcas, o para qué se arman, pero

esto no tiene nada que ver con que sus análisis sean

más o menos adecuados. Afirmar, como Wittgenstein,

que «si las palabras ‘lenguaje’, ‘experiencia’, ‘mundo’

tienen algún uso, tiene que ser tan humilde como el de

las palabras ‘mesa’, ‘lámpara’, ‘puerta’» 9 no es defender

ningún sistema de gobierno. Se dirá que ahí radica el

mal, pero no veo que un aviso contra navegaciones filosóficas

estratosféricas impida a nadie defender o atacar

ningún gobierno o sistema social. No hay el menor inconveniente

en que los términos ‘libertad’ y ‘justicia’

tengan un uso «humilde» —lo que quiere decir, a la

postre, que tengan el uso que les compete y no uno que

subrepticiamente se les insufle— y sean a la vez «palabras

mayores», dignas de que se haga algo para llenarlas de

contenido.

No todos los filósofos lingüísticos están libres de tachas.

Algunos han abierto tanto las puertas a una especie

de «pluralismo verbal» y extremo «contextualismo» que

han terminado por dar cabida a mucho que merece severo

escrutinio. Puede mencionarse al efecto el «entusiasmo

teológico» de algunos «lingüistas» —paralelo al

«entusiasmo lingüístico» de algunos teólogos— . No parece

que merecía la pena tronar tan fuerte contra los

filósofos especulativos para terminar por introducir, todo

lo «lingüísticamente» que se quiera, las mismas nociones

que ellos. No me opongo (aunque lo parezca) al examen

de cuestiones teológicas, pero se me hace un poco a cuestas

contribuir a cebar la mixtificación.

4

Repitamos: ¿Qué pueden decir sobre el lenguaje los

filósofos que no puedan decirlo los lingüistas? ¿Hay, además

de cuestiones lingüísticas stricto sensu, de las que

se ocupan profesíonalmente los lingüistas, algunas cuestiones

lingüísticas de interés filosófico?

Algunos autores, como Jerrold J. Katz, han atacado

a los filósofos que se han ocupado del lenguaje sin tener

en cuenta los resultados y teorías de la lingüística10:

¿qué nociones generales, categorías, o «universales lingüísticos

» merecen ser tenidos en cuenta si se prescinde

de «datos concretos», de los lenguajes naturales efectivamente

existentes (incluyendo los ya extintos)?

Katz tiene razón, pero sólo en un sentido trivial: los

filósofos que se ocupan de «cuestiones lingüísticas filosóficas

» no pueden prescindir de «datos concretos» o de

«resultados lingüísticos». No pueden hacerlo tampoco

(ni lo hacen) los filósofos que se ocupan especialmente

de los conceptos y métodos usados por los lingüistas,

esto es, los que cultivan la filosofía de la lingüística en

un sentido parecido a como algunos cultivan la filosofía

de las ciencias físicas o biológicas. En suma, a un filósofo

lingüístico no le perjudica la competencia lingüística

en ningún sentido de ésta: como persona que habla (y

entiende) una lengua (o varias) y como persona, además,

que se halla al tanto de lo que se traen entre manos los

lingüistas.

Por otro lado, Katz parece ser demasiado estricto en

dos puntos. Primero, los «datos lingüísticos» que parecen

casi exclusivamente interesarle son los que permiten

indicar qué rasgos más generales cabe rastrear en todas

las lenguas. Segundo, se inclina a ver la tarea filosófica

como una serie de generalizaciones.

Aunque quepa rastrear características generales en todas

las lenguas, lo serán sólo de lenguas que se conozcan

y no se podrá estar seguro de si ha habido, hay (o habrá)

lenguas que no ostenten dichos rasgos. Supongamos, empero,

que se haya resuelto el asunto, que se conozcan

todas las. lenguas o —cosa más razonable— que todas

se hallen especificadas de acuerdo con ciertas estructuras.

Aun así, el filósofo lingüístico no ha llegado al cabo

de la calle. En rigor, se topará con materiales lingüísticos

filosóficamente más interesantes cuando explore ciertas

expresiones en algunas lenguas determinadas.

¡Lo último ha sido objeto de debate, porque varios

autores han estimado que las llamadas «tesis filosóficas

relativas a un lenguaje» no son filosóficas y que, en todo

caso, si lo son, o pueden serlo, con respecto a una

lengua, no lo son, o pueden dejar de serlo, con respecto a

otra. En nuestra opinión, no hay tal; las tesis en cuestión

no son, propiamente hablando, «relativas a un lenguaje

», aun cuando es obvio que suelen plantearse partiendo

de alguna lengua.

Consideremos la distinción propuesta por Ryle entre

verbos que expresan una tarea o actividad y verbos que

expresan el resultado de una tarea o actividadn. La

distinción ha sido suscitada por la comparación entre

verbos como to listen, to look, to travel y verbos como

to hear, to see, to arrive; los primeros son verbos de

acción y los segundos de cumplimiento o logro. Normalmente

se dice en inglés Henry is travelling (‘Enrique está

viajando’, ‘Enrique está de viaje’), pero no Henry is

arriving ('Enrique está llegando’) —o, si se dice lo último,

es en el setnido de is about to arrive (*está a punto

de llegar’ ). También se dice en español que estoy buscando

algo (o que busco algo), mirando algo (o que miro

algo) y viajando, pero no que estoy encontrando, viendo

algo (a menos de ser «recorriendo con la mirada») o

llegando. No puedo encontrar algo sin haber encontrado,

verlo sin verlo y llegar sin haber llegado. ¿Quiere esto

decir que se suscita el problema indicado en inglés o en

español, pero acaso no en otras lenguas? Tsu-lin Mei

responde afirmativamente poniendo como ejemplo el

chino, donde hay, al parecer, «verbos resultativos» compuestos

de dos miembros, el primero de los cuales indica

el tipo de acción verbal y el segundo señala el resultado

o alcance de la acción expresada por el primero 12. En

consecuencia, no es necesario plantearse en chino el problema

que se planteó con relación al inglés o al español.

Dudamos, sin embargo, que el hecho de que haya en

chino versos cuya composición morfológica indica si se

trata de una acción o de un logro elimine el problema de

referencia. Pues aunque la cuestión haya sido suscitada

por el examen en una o más lenguas de ciertos términos,

no depende exclusivamente de éstos. A la postre, se trata

de una distinción conceptual, expresable en principio en

cualquier lengua, o cuando menos de una distinción acerca

de la cual se puede disertar en cualquier lengua.

Por lo demás, a veces se plantea un problema en una

lengua justamente cuando ésta lo tiene, por así decirlo,

«resucito». Consideremos la distinción entre ‘ser’ y ‘estar’,

por lo pronto a un nivel elemental. Se dice en español

‘Catalina está divina’ y no 'Catalina es divina’, si

bien cabe decir ‘Catalina es una mujer divina’ que en un

momento determinado puede dejar de serlo —en cuyo

caso se dirá ‘Catalina no está divina’ y, más específicamente,

‘Catalina no está nada divina hoy (o en estos

últimos tiempos)’. Se dice ‘El Espíritu Santo es divino’,

pero sería chusco decir ‘El Espíritu Santo está divino’.

En español, y en algunas otras lenguas (catalán, portugués,

italiano) el problema de la distinción entre ‘ser’

y ‘estar’ se plantea justamente porque se halla incorporada

en el idioma. En otras lenguas puede asimismo plantearse

con tal que se atienda a varios factores. Si digo

Katbléeti is divine, no se entenderá que esa dama es una

diosa, sino más o menos lo que se dice en español con

‘Catalina está divina’. A veces, el que una distinción se

halle incorporada en una lengua, puede introducir confusiones

en quien no esté familiarizado con ella. ‘Lolita

está rica’ no es lo mismo que ‘Lolita es rica’, y esta diferencia

se expresa en otras lenguas mediante el uso de

distintos adjetivos, o mediante la anteposición a ‘rica’ de

‘una mujer’, ‘una persona’, etc.

Hay muchos problemas relativos a tal o cual lengua

que no son filosóficos, pero si lo son es dudoso que sean

relativos a tal o cual lengua. No hay «problemas filosóficos

en español» distintos de «problemas filosóficos en

húngaro», independientemente del hecho de que una determinada

lengua pueda resultar particularmente apropiada

para poner de relieve ciertos problemas.

Ver la tarea del filósofo lingüístico como una serie de

posibles generalizaciones es adecuado si por ‘generalización’

se entiende el partir de un caso dado, que en algún

respecto es paradigmático. No es adecuado si por ‘generalización’

se entiende una actividad empírica consistente

en coleccionar, y colacionar, datos en virtud de los cuales

cabe producir enunciados de la forma ‘Todos lo s...’,

‘La mayor parte de lo s...’. La filosofía es empírica o, mejor,

está empíricamente orientada sólo en tanto que, por

indirectamente que sea, la experiencia en sus diversas

formas es la encargada de llamar al orden a los filósofos.

Aparte de ello, la tarea filosófica es un análisis de índole

conceptual y categorial. Sólo en razón de este carácter

pueden los filósofos aportar algo que no es de la incumbencia

de los lingüistas, aun si lo que éstos dicen resulta

para los filósofos de interés capital.

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  " Disminuido en mi cuerpo y ayudado por el chófer y mi segundo doctor me introduzco  de nuevo – y como lo hice 5 días atrás – en el R...

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