viernes, 4 de julio de 2025

Borges envidiaba el coraje de Jünger

 

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https://blogs.elpais.com/ladrones-de-fuego/2014/05/borges-envidiaba-a-ernst-j%C3%BCnger.htmlBorges envidiaba el coraje de Jünger

Por:  05 de mayo de 2014

ERNST JÜNGER   (1895-1998)   

 

 

     Se sabe que Jorge Luis Borges viajó hasta el retiro del escritor alemán Ernst Jünger, en Wilflingen, para testimoniarle su admiración y poder estrechar su mano. 
    Mas sepan que esa admiración no proviene única y principalmente por el hecho estético, ya que en tanto escritores, los dos comparten, con parecida intensidad, la cerebración de la palabra y poseen una aspiración mutua, como es alcanzar el máximo conocimiento oceánico del saber literario. Esa admiración se debe al valor guerrero de Jünger, considerado como uno de los grandes héroes de la Primera Guerra Mundial, y acreditado, con pruebas documentales, como un valiente entre los valientes. 
    En los libros de Borges encontraremos pasajes de su literatura donde antepone el valor por encima de todo lo demás. El escritor argentino admiraba a los malevos de sus cuentos por el valor desmedido mostrado –imagen viva de lo viril, “con pechos dilatados de hombría”–, al punto de ser la única clase baja consentida por él. En su caso, sólo puede admirarlos desde la ficción. Por el contrario, a Ernst Jünger lo admira a través de lo real. Si como literato nada tiene que envidiarle, es el valor personal de Jünger lo que le rebasa. Para decirlo de una vez: lo que en él es ficción, en Jünger es estricta y valentísima realidad. Por eso proyecta ese viaje suyo para poder estrechar la mano del alemán.     
     A partir de esta línea dejo a un lado el valor real y el valor de ficción de uno y otro escritor (equivalente a la duda cervantina entre lo real y lo ideal), para contar cómo me relacioné con Ernst Jünger sin tener que ir a su retiro a buscarlo.
    En el otoño de 1989 Ernst Jünger viajó a Bilbao. La Universidad del País Vasco le había concedido el título de Doctor Honoris Causa. Con sus 94 años pleno de lucidez, el escritor alemán respondió a la investidura con un discurso brillante y profundo. Recordó al auditorio la emoción de sus días de niño cuando su padre le leía El Quijote, del impar Miguel de Cervantes. 
    Después de la investidura un grupo reducido de amigos mantuvimos una conversación literaria con él en el hotel en el que se encontraba alojado. Al día siguiente apareció un artículo mío en el periódico donde colaboraba, en torno a la obra de Jünger.
     Pasados unos días desde su marcha, le escribí a Wilflingen, proponiéndole una entrevista. Le envié las preguntas, traducidas con suma acuciosidad por un amigo mío. 
     Respondió casi de inmediato (4 de noviembre de 1989). Apuntaba en su carta la imposibilidad de contestar a todas las preguntas, porque se encontraba “extraordinariamente lleno de trabajo”. En uno de los pasajes mostraba un signo de bullente modestia: “Quizá le puedan ser útiles estas respuestas; en caso contrario, confíelas a su papelera”. Antes de despedirse, aludió al día de su investidura: “He visto que todavía se saben celebrar fiestas en Bilbao; y guardo un buen recuerdo de los días que he vivido allí”. 
     Vuelvo a Borges y al valor de Jünger, a través de unas palabras de éste último cuando refiere –en edad madura–, un pasaje sobre su experiencia en la Primera Guerra Mundial: “la guerra nos arrebató como una borrachera; nos parecía un lance viril, un alegre concurso de tiro celebrado sobre floridas praderas en que la sangre era el rocío”.
    Es esa misma mano de sangre arrebatada la que Borges quiso estrechar con enfervorizada admiración.

                                [siguiente personaje Franz Kafka: 12-5-2014]

Hay 8 Comentarios

Comprendo a Borges: el valor es un dios en sí mismo que puebla nuestra imaginación de héroes, de esplendentes hazañas y realidades a la medida de nuestros sueños.
De la mano de estos dos ladrones, unidos no sólo por el valor, sino tal vez más aún, por la inteligencia, el poder ver más allá y el saber decirlo, Merino nos presenta un texto sugerente y ágil, que nos lleva en volandas de Wilflingen a Buenos Aires, pasando por Bilbao, de la Primera a la Segunda Guerra Mundial, del ayer borgiano al ayer propio. Y en ese vertiginoso viaje deja caer, sin darle importancia, una cita poderosísima como la de Jünger (por verdad, por evocación, por belleza en sí misma), una personalísima como la de Borges (siempre lucidísimo en sus metáforas), más un guiño amoroso hacia Cervantes y un puñado de humildad del recién elegido doctor honoris causa.
Resulta hermoso pensar también que una cierta forma de heroísmo es conservar la lucidez, la inteligencia y por ende la esperanza, más allá de la edad real. Y esa batalla la podemos librar todos.
Por último, añadir a la galería de citas la de Hölderlin, a la que aludió el propio Jünger y referida por Santiago Fernández en su comentario. Y lamentar la instauración de esa edad de los titanes que ha acallado a poetas y héroes (¿acaso no son lo mismo?).

Me han encantado el texto y los comentarios. Y me resulta muy difícil entrar en el terreno de la supervivencia teniendo en cuenta el contexto. Una personalidad pública que fue utilizada por parte de individuos organizados que mutaron su categoría animal y su naturaleza humana primando sobre todas la vida de los insectos.
Me ha gustado la fotografía elegida. Coincido con el titular. Y agradezco siempre la ausencia de hipocresía en el terreno literario.

Como complemento del magnífico texto de José lus Merino señalaré que fue tal la admiración de Borges por Jünger que escribió un cuento titulado “Deutsches Requiem”, el mismo título de uno de los libros de Jünger. El cuento se publicó por primera vez en febrero del ‘46 en la revista Sur y lo incluyó en su libro El Aleph.en el año 49, pero curiosamente no fue incluido en las selecciones que hizo, tanto en 1961 como en 1967.
Para los que hayan leído a Jünger, en “Deutches Requiem” encontrarán frases exactas, tomadas del libro, e incluidas en el cuento de Borges. De hecho muchas veces reconoció el escritor argentino que que había “fusilado” otros textos, pero de éste guardó silencio hasta 1982.
¿Como llegó Borges a conectar con Jünger? Es posible que Arthur Schopenhauer tuviera mucha culpa.
Un saludo
Santi

Desde luego nunca imaginé la admiración de Borges por Jünger. Es como mezclar dos perfumes antagónicos. Borges el preciso e intimista. Jünger el polémico y personaje público. Creo que la razón por la que Borges trató acercarse a Jünger no fue la de conocer al gran pensador sino admirar a la persona que los dioses le habían reservado un sentido épico.
De Jünger quiero recordar uno de sus pensamientos: "Una frase bien lograda es más importante que un combate ganado" dijo el escritor Ernst Jünger, durante su investidura como doctor “honoris causa” por la Universidad Complutense en San Lorenzo de El Escorial(1995).
A punto de cumplir los cien años Jünger ante la pregunta ¿Cómo imagina usted, por lo tanto, el próximo siglo?, respondía “No tengo una idea demasiado feliz y positiva. Por decirlo con una imagen, quisiera citar a Hölderlin, que en "Brot und wein" (Pan y vino) escribió que vendrá la edad de los titanes. En esta edad venidera el poeta deberá aletargarse. Los actos serán más importantes que la poesía que los canta y que el pensamiento que los refleja. Será una edad muy propicia para la técnica, pero desfavorable para el espíritu y para la cultura”
.............

Me gustaría cree que no fuera así … ya veremos.
Un saludo y gracias José Luis
Santi

Es cuanto menos curioso que entre dos grandes de las letras sea el mayor motivo de admiración la valentía y el ardor guerreros. Obviamente, son hombres.

Más allá de coincidencias estéticas creo que había grandes diferencias, digamos político-filosoficas, entre Jünger y Borges. Mientras el primero reivindicaba el nacionalismo alemán, el concepto de Volk, de indudable connotación colectivista, Borges era partidario de una suerte de individualismo radical, un "spenceriano" , como alguna vez se definió.

Está muy bien hablar del "valor" así, en abstracto. Pero quizá tendría algún interés recordar que ese "valor" en abstracto no existe, que se lo ejerce en circunstancias concretas; en el caso de Jünger, por ejemplo, con el ejército nazi, durante la 2ª Guerra Mundial. Es cierto que fue crítico con Hitler, que posiblemente participó en un atentado contra él; también que él mismo escribió que "El uniforme, las condecoraciones y el brillo de las armas, que tanto he amado, me producen repugnancia". Justo por eso, porque el "valor" en abstracto no existe, y el oficial más valiente a cargo, digamos, del campo de exterminio de Auschwitz es algo más, y algo bastante más sórdido y atroz, que un ejemplo de valor personal. Quizá convendría hablar algo de eso, ¿no?

Dos excepcionales filósofos: por lo poco que conozco a Jünger, deduzco que sus valores más apreciados, están insertos en la racionalidad, mientras los de Borges se inclinan hacia la metafísica.
Las guerras siempre son nocivas.

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Sobre el autor

Jose Luis Merino

Jose Luis Merino nació en Bilbao. Vive en esa ciudad. Es autor de 14 libros de arte y literatura. Trabaja en la actualidad en cuatro más, asimismo de arte y literatura. Ha tenido muchas edades. Ahora tiene la edad que representan sus palabras.

Sobre el blog

Como lo haría un fotógrafo de palabras, en este blog aparecerán retratos o semblanzas de gentes de la cultura. La mayoría de ellos son ladrones de fuego, en el sentido rimbaudiano del término. También se hablará de arte y poesía (el único ángel vivo sobre la tierra), en tanto se descubre cuánto hay de auténtico y de falso en esos dos universos.

JOSÉ EMILIO PACHECO EL PARQUE HONDO CUENTO COMPLETO

 




A Carlos Fuentes

A Elena Poniatowska


EL PARQUE HONDO


Todas las tardes, cuando salía de la escuela, Arturo miraba la gran extensión verde situada abajo de la calle. Pero esa vez fue hasta el estanque de aguas inmóviles. Al ver que oscurecía entre los árboles, tuvo miedo y se alejó casi huyendo del parque hondo.

—Si no te gusta no lo comas. Pero te prohíbo que en la noche saques cosas del refrigerador. —La tía Florencia retiró el plato de albóndigas con arroz. Arturo dio algunos sorbos a la leche tibia y juntó las migajas que salpicaban el mantel.

Iba a cumplir nueve años. El mundo se reducía a Florencia, la casa de un piso, la gata que no se dejaba tocar, la primaria «Juan A. Mateos» y Rafael, su condiscípulo, su amigo, el que lo acompañaba en las funciones de cine y la pesca furtiva en el estanque del parque hondo.

Meses atrás Arturo llevó a casa un sapito envuelto en un pañuelo húmedo. Florencia le pegó en las manos y arrojó el sapo al calentador en que ardían leños y periódicos viejos. Después Arturo compró un ratón blanco. Florencia no le dijo nada. Se limitó a sonreír y a regocijarse cuando la gata saltó sobre él y lo mató sin que Arturo pudiera arrebatárselo.

Volvió a la sala, tomó el cuaderno de aritmética y se puso a resolver los quebrados. Al terminar dejó su lápiz junto al retrato del hombre que cada mes lo visitaba y le daba algo de dinero. Arturo nunca quiso llamarlo «papá» como a él le hubiera gustado.

Una noche se enteró de todo. Estaba a punto de dormirse cuando llegó hasta él la voz de su tía. Florencia, en la sala, echaba la baraja ante una de sus clientas.

—Hace siete años que ella no lo ve. Desde luego, lo intenta pero no la dejamos. Arturo cree que su mamá se fue al cielo y que su papá lo visita sólo de cuando en cuando porque es piloto aviador y siempre anda de viaje. A los niños no se les puede contar la verdad. Ricardo tiene una nueva familia y lo anterior, gracias a Dios, quedó borrado. El chico no es mayor problema. Vive conmigo desde que su madre lo abandonó y, ya ve usted, lo estoy educando como formé a mi hermano. Lo terrible, señora, es que el dinero ya no alcanza para nada. No puedo exigirle más a Ricardo porque él tiene muchos gastos con su esposa y sus niñas. Me veo obligada a buscar por todas partes. Desde los quince años he trabajado de sol a sol. Ésa fue mi cruz. Primero por mi hermano y ahora por mi sobrino. Para mí no hubo novios ni fiestas ni diversiones. No me quejo. Nuestro Señor sabe lo que hace. Mi única compañía es mi gatita, porque Arturo es un ingrato y ni siquiera me dirige la palabra... Ay, señora, perdone. Usted con sus problemas y yo dándole lata con los míos. No me haga caso, por favor... Baraje siete veces. Pártame en dos las cartas y luego tóquelas.

Florencia entró en el cuarto de Arturo. Llevaba en brazos a la gata:

—¿Dijiste ya tus oraciones? Híncate. Anda, vamos los dos.

Se arrodillaron al lado de la cama. La gata saltó y se acomodó entre las almohadas. Al terminar Florencia la recobró, besó al niño en la frente y salió de la habitación. Arturo temió que los pelos grises, brillantes en la blancura de la sábana, entraran en su boca y se abrieran camino hasta los pulmones. Es horrible la gata. No sé cómo la quiere tía Florencia.

—¿La envenenaste? —preguntó Rafael.

—No, cómo crees. Sola se puso mal. No quiere comer y chilla todo el tiempo. La vieja cree que los vecinos de enfrente le dieron matarratas.

Sentados en el parque miraban las frondas agitadas por el viento. Con un lápiz sin punta Arturo trazaba signos en la tierra.

—Mira, un trébol de cuatro hojas —gritó Rafael.

—No: tiene cinco. Fíjate bien.

—Lástima, parecía de buena suerte.

—Oye, completé mi álbum de toreros. Ven a la casa para que te lo enseñe.

—Se enoja tu tía.

—Ni se da cuenta: está muy triste por lo de la gata.

Desde la esquina vieron acercarse a Florencia. No contestó el saludo de Rafael. Miró de frente a Arturo y dijo:

—La gatita ya no tiene remedio. No quiero que siga sufriendo. Tienes que llevarla al veterinario. Aquí está la dirección del consultorio. Queda muy cerca. Di que vas de mi parte y entrega al animalito junto con estos billetes. No veas cómo la inyectan.

—¿Qué hago con el cadáver?

—Ellos se encargarán de incinerarlo.

Entraron en la casa. La gata estaba inmóvil en el sofá. Arturo comprobó que aún respiraba. Florencia la besó, la acarició y la cubrió de lágrimas. Incómoda ante la presencia de Rafael, se sintió obligada a explicar:

—No saben lo que siento. Me ha acompañado por más de diez años. No volverá a haber otra igual.

La acomodó entre algodones en una bolsa de henequén. Salieron a la calle. Florencia se quedó a las puertas de la casa y siguió llorando mientras los niños se perdían de vista.

—¿Cuánto traes? —preguntó Rafael.

Arturo le mostró los billetes.

—¿Todo eso te dio? ¿Tanto cobran por matar a una gata?

—Es la tarifa del veterinario.

—¿Sabes qué se me ocurre?: dejarla en el parque y quedarnos con el dinero.

—Jamás. ¿Te imaginas si revive y si vuelve? Mi tía me mata, de verdad me asesina. La gata ha estado perdida muchas veces y siempre regresa. A lo mejor lo hace de nuevo.

—Pero si ya se está muriendo. ¿No la ves? Haremos una obra de caridad al rematarla.

—Me da miedo. Si mi tía se da cuenta...

—No lo sabrá nunca. Imagínate lo que podemos hacer con ese dinero: ir al cine, a remar en Chapultepec, comprar toda clase de dulces y de refrescos. En fin...

Arturo palpó el cuerpo bajo la bolsa de henequén. ¿Estará muerta? Es mala. Florencia la quiere más que a mí.

—No, no me atrevo. Te juro que me da lástima la gata.

—De todos modos se va a morir, ¿no? Deja la bolsa enmedio de la calle. Con tantos coches ni quién se entere.

—Pero sufriría mucho. Un día me tocó ver a un perro...

—Tienes razón. Busquemos otra forma.

—¿Dársela a alguien?

—¿Estás loco?... Ya sé: la echamos al agua.

—No seas tonto: los gatos saben nadar.

—Mira, vamos al parque. A estas horas no hay nadie.

En el parque desierto el olor del estanque se difundía entre los árboles. Rafael saltó para alcanzar las ramas bajas y luego imitó una cabalgata. Dijo:

—Oye, ¿por qué no la ahorcamos?

—Sufriría mucho —repitió Arturo. La gata se revolvió en el interior de su prisión. No debo tener miedo. Mejor acabar con ella de una vez.

—Cuidado; no abras la bolsa: puede escaparse.

—No. ¿Te imaginas? Mi tía es capaz de todo si sabe que la desobedecimos y nos robamos el dinero.

Arturo se estremeció de frío y chasqueó los dedos. La noche estaba a punto de caer. Rafael descubrió un trozo de concreto perdido entre las hierbas, parte de algún proyecto abandonado. Se acercó a él y logró levantarlo.

—Ya estuvo: sosténme a la gata y yo le aviento esta piedrota.

—¿No hay otro remedio?

—Haz lo que te digo.

Arturo sacó a la gata inerte y la alzó por el vientre.

—Apúrate. Esto pesa muchísimo. Tengo que acertarle en la cabeza.

—Ahora. No me vayas a dar.

Rafael mantuvo en vilo el trozo de concreto:

—Cuento hasta tres y se lo tiro. Ahí va: uno, dos...

La gata intuyó el peligro y volvió a ser flexible. Se arrancó de las manos de Arturo, saltó, cayó ilesa varios metros adelante y corrió a perderse en un matorral.

—No la agarraste bien. Qué bruto eres.

—No pude. Se me zafó quién sabe cómo.

Arturo quedó inmóvil. Un minuto después urgió:

—Está viva. Hay que buscarla. Regresará. Mi tía Florencia nos va a asesinar.

—Ahora sí la fregamos. Llámala a ver si viene.

—Sí, cómo no. Los gatos son inteligentísimos. Ya la oigo diciéndonos: «Aquí estoy a sus órdenes. Mátenme por favor y gástense el dinero». Además a mí nunca me obedeció.

Durante mucho tiempo buscaron, llamaron, abrieron la maleza, observaron las ramas de los árboles, rastrearon cada sitio del parque entre el rumor de grillos, ranas, pájaros: todos los seres de la noche que ocultaba a la gata. Cansado y temeroso, Arturo se despidió de Rafael. Regresó con el terror de hallarla en el sofá. Pero en la sala nada más estaba Florencia. Jugaba con las cartas y no había dejado de llorar.

—Perdón por la tardanza. Había mucha gente en el consultorio y tuve que esperar el último turno.

—¿La entregaste en manos del doctor?

—Sí. Me dijo que no habría ningún problema.

—Te veo muy mal... Lo entiendo, claro. Debí haber ido yo misma... ¿Quieres merendar?

—No, gracias. Voy a acostarme.

—No sabes cómo extraño a la gatita. Mañana a primera hora iré por sus cenizas. Mientras yo viva me acompañará en esta casa.

El alba lo encontró insomne entre las sábanas revueltas. No quiero imaginarme qué va a pasar cuando Florencia se entere de que no llegamos al consultorio. No creerá nunca que la gata escapó. Dirá: «Tú siempre la odiaste. Fue tu venganza. No te perdonaré nunca. Ese niño es malo. Él te aconsejó. Ustedes la mataron para hacerme daño y robarme el dinero. Maldito, hijo de tu madre tenías que ser. Ahora verás quién soy yo. Acabo de hablar con mi hermano y te vas derechito al reformatorio, a pudrirte con ladrones y asesinos de tu calaña». No, él me defenderá. O quién sabe: nunca he sido cariñoso ni le agradezco sus regalos. Por culpa de Rafael estoy en un lío del que nadie me sacará.

Ahora su única esperanza era el regreso de la gata. En el ruido más leve creía escuchar sus pasos. Mira, tía, te juro por Dios Santo que no nos atrevimos a llevarla para que la mataran. Revivió y por eso la dejamos libre en el parque. Comprende, tía Florencia, yo también quiero mucho a la gatita.

No pudo más. Se levantó, sacó los billetes que había ocultado en el clóset, los rompió y los echó por la ventana. El viento dispersó los trozos de papel. Tal vez lo mejor será huir y no volver nunca. Pero ¿adónde iré si no sé hacer nada y ni siquiera conozco bien la ciudad?

Florencia escuchó ruidos y abrió los ojos. En vano buscó a su lado el cuerpo que pulían sus caricias. Lentas, inútiles caricias con que Florencia se gastaba, se iba olvidando de los días.

jueves, 3 de julio de 2025

600 LIBROS DESDE QUE TE CONOCÍ CORRESPONDENCIA VIRGINIA WOOLF LYTTON STRACHEY TRADUCCIÓN DE SOCORRO GIMÉNEZ

 



600 LIBROS DESDE QUE TE CONOCÍ CORRESPONDENCIA VIRGINIA WOOLF LYTTON STRACHEY TRADUCCIÓN DE SOCORRO GIMÉNEZ 

NOTA A LA EDICIÓN EN ESPAÑOL 

 La primera versión de esta correspondencia (1956) fue editada por Leonard Woolf y James Strachey, quienes suprimieron algunos fragmentos para no herir las sensibilidades de personas que aún estaban vivas. Aquí hemos repuesto los pasajes censurados. También hemos agregado nuevas notas o ampliado las escritas por los dos editores originales. Para ello hemos empleado varias fuentes, fundamentalmente la correspondencia completa de Virginia Woolf (editada por Nigel Nicolson y publicada por The Hogart Press), la de Lytton Strachey (editada por Paul Levy y publicada por Viking) y la edición francesa de estas cartas (preparada por Lionel Leforestier y publicada por Le Promeneur). 46 Gordon Square Querido señor Strachey, Jueves [22 de noviembre, 1906] 

 Nos gustaría mucho verlo, si pudiera venir algún día. ¿Le vendría bien el próximo domingo alrededor de las seis de la tarde? Vanessa está mucho mejor y le encantaría conversar con usted.1 Atentamente, Trevose House Draycot Terrace St. Ives, Cornualles Querido Lytton, Miércoles [22 de abril, 1908] VIRGINIA STEPHEN El único papel de carta que se puede conseguir en el condado de Cornualles es éste: el que llaman comercial. La verdad es que, si pudieras ver en qué circunstancias escribo cartas, te figurarías que soy una especie de moralista. Mi despacho es el comedor; hay un aparador, una aceitera y una caja de galletas de plata. Escribo sobre la mesa, después de haber doblado una esquina del mantel y quitado de en medio varios floreritos de plata. (Éste podría ser el comienzo de una novela de John Galsworthy.) Mi casera, aunque ya tiene cincuenta años, es madre de nueve niños —alguna vez fueron once— y el menor es capaz de llorar el día entero. Si consideras que el cuarto de estar de la familia se encuentra junto al mío, y que tan sólo nos separan unas puertas plegadizas —¿qué te parece esta última frase?—, comprenderás que me parece difícil escribir acerca de J. T. Delane, «el hombre». Recibí una larga carta con instrucciones de Smith.2 Me propone que resalte el lado humano, «su lealtad inquebrantable tanto a subordinados como a superiores; en una palabra: sus grandes virtudes humanas e intelectuales, las cuales», etc., etc. «No, mi querida señorita Stephen, no hay comparación, en lo que se refiere al auténtico interés humano, que es lo que la Cornhill Magazine busca, entre Delane y Abercrombie […] De verdad creo, querida señorita Stephen, que si usted pone cabeza y corazón en ello, conseguirá dejar su impronta en el mundo de la reseña».3 ¿Alguna vez has recibido un elogio como éste? Sin embargo, paso la mayor parte del tiempo a solas, con mi Dios, en los páramos. Esta tarde me senté durante una hora (quizá fueran diez minutos) en una roca y estuve pensando cómo debía describir el color del Atlántico. Tiene extraños destellos púrpura y verde, pero si uno los llama «rubores», introduce desagradables asociaciones con la carne enrojecida. Me temo que a ti te conmueve poco la naturaleza. Desde que llegué aquí, he visto un sinfín de cosas que valdría la pena apuntar: «la retama amarilla y el mar», los árboles recortados contra el océano, pero seguramente emplearía tantas palabras equivocadas que tendría que volver a escribir esta carta (como Clive).4 He leído una buena cantidad de libros, me parece. La criada mira con suspicacia tu Pascal. Ayer corté una rama de flores blancas y le pregunté qué era; me contestó que era espino. Por algún motivo, yo pensaba que el espino era rosa. Me haría ilusión que me respondieras. Estoy tremendamente charlatana porque desde que te vi no he vuelto a hablar salvo para ponerme de acuerdo sobre lo que hay que cocinar. Tuya, V. S. 67 Belsize Park Gardens Hampstead, N.W. Querida Virginia, 23 de abril, 1908 

 Tu carta vino a consolarme en mi soledad, causada por un resfriado que ha retornado más virulento y nasal que nunca. Estoy probando el remedio desesperado de no moverme de la misma habitación. Estuve aquí todo el día de ayer y me quedaré hoy todo el día, y supongo que mañana, y así para siempre, agazapado contra una estufa de gas y lloriqueando y maldiciendo y bebiendo quinina. Esto sí parece el final de una novela de algún francés decadente. Prefiero a Galsworthy y estoy muy celoso de ti y de tu Cornualles, con su naturaleza que a mí tan poco me conmueve. Deberías ver la niebla y la lluvia que hay aquí ahora y sentir el viento frío que te cala hasta la médula. Pero me atrevo a decir que efectivamente lo sientes, pues tus descripciones me parecieron quizá demasiado literarias, con eso de la retama —¿de verdad la retama es amarilla?— y el espino blanco que debió haber sido rosa, y el Atlántico. Y, querida señorita Stephen, no me creo una palabra de lo que dices acerca del pobre señor Smith. Es una flagrante calumnia, un invento tuyo, y no me lo creeré hasta que lo vea escrito de su puño y letra. El viernes pasado salí, en parte para recuperarme de mi resfriado; fui al Green Dragon en Salisbury Plain, donde estaban James, Keynes y otros, por las Pascuas.5 Por supuesto que regresé hecho trizas: los vientos más fuertes que puedas imaginar arrasando la llanura, mala comida, falta de asientos confortables. Pero, en general, me entretuve. Los otros eran Bob Trevy, Sanger, Moore, Hawtrey y un joven estudiante llamado Rupert Brooke —¿no es un nombre romántico?—,6 de mejillas rosadas y brillante pelo amarillo —suena horrible, pero no lo era—. Moore es un ser magnífico, y además canta y toca maravillosamente, así que las tardes resultaron agradables. Me hubiese gustado que estuvieras allí —tal vez disfrazada de otro estudiante—. ¿Te habrías muerto del aburrimiento? Hablamos de política menos de lo que imaginas, pero quizá las bromas te habrían parecido un poco pesadas —yo me reí muchísimo y, si en algún momento comenzaba a sentirme estúpido, podía contemplar el pelo amarillo y las mejillas rosadas de Rupert—. James también es una figura interesante: muy misterioso y reservado; a ratos increíblemente joven, a ratos inconcebiblemente viejo. Estuve todo el tiempo mirando por la ventana, esperando ver llegar a Adrian atravesando la llanura con sus calzas color lavanda, pero nunca apareció.7 ¿Sabes algo de él? Me pregunto qué aventuras tendrá en esas tabernas que frecuenta. ¡Ah, las aventuras! ¿Todavía se tienen en estos tiempos? Para mí tu carta fue una aventura, pero no se me ocurre otra, aunque creo que sí, cada tanto las tengo. ¿Y tú? ¿El Atlántico te basta? Muchas veces pienso que soy un hombre salvaje de los bosques y que tal vez sea incomprensible para la gente civilizada que vive en Cornualles y escribe sobre Delane, «el hombre». Salí al frío para cenar y ahora estoy de vuelta, aterido y sintiéndome desgraciado, deseando no haber puesto un pie fuera de aquí, con la nieve que cae por la chimenea y gotea sobre el fuego. Me gustaría hablar con alguien. Sería maravilloso que vinieras ahora, sobre todo porque así podría explicarte exactamente qué quiero decir con eso de que soy un hombre salvaje de los bosques. Claro que en realidad no te lo explicaría nunca, pero aquí habría una silla para ti, y un poco de calor, y un poco de conversación. Mientras tanto, te imagino en tu comedor, oyendo a los hijos de tu casera e inventando cartas escandalosas del señor Smith. ¿O ya te has puesto con la descripción de Cornualles? Eso sería emocionante. Yo he estado leyendo nuevamente a Racine, con placer casi total. No ha habido jamás un artista más grande. Y escribe acerca de lo único sobre lo que merece la pena escribir, según mi opinión: el corazón humano. «J’aimais jusq’à ses pleurs que je faisais couler.» [«Amé incluso las lágrimas que había hecho brotar.»]8 ¡Verdaderamente divino! Se está haciendo tarde y debo irme a la cama. Esta carta partirá hacia ti mañana por la mañana. Me temo que es como la carta de un inválido. Me senté a escribirla tan pronto leí la tuya, así que tienes que responderme. ¿De verdad vives en un sitio llamado Trevose House? Tu letra es un poco confusa. Parece un nombre extraño. Tuyo siempre, G[iles] L[ytton] S[trachey] Trevose House Draycot Terrace St. Ives, Cornualles Querido Lytton, Martes [28 de abril, 1908] Tu carta fue un gran consuelo. Había comenzado a dudar de mi propia identidad: me imaginaba que era una gaviota y por la noche soñaba con estanques profundos de agua azul llenos de anguilas. Pero de pronto, ese mismo día, llegó Adrian, como una adusta figura salida de una saga del Norte —eso me pareció—: un explorador que hubiera viajado durante siglos con la barba congelada. Le habían caído encima nieve, lluvia y granizo, y cuando, hacia la tarde, recalaba en alguna granja solitaria, las mujeres se escondían detrás de la puerta y se recordaban a sí mismas que eran honradas. Algunas veces conseguían convencerse y él se veía obligado a caminar varios kilómetros más por la noche, luego de la travesía diurna. En cualquier caso, lo había pasado bien, había conocido a muchas personas ilustres y tenía muchas historias para contar. Luego vinieron Nessa y Clive con el bebé y la nodriza, y hemos estado tan domésticos que no he leído ni escrito nada. Mi artículo sobre Delane ha quedado abandonado a mitad de una página, así que, para responder a esa pregunta tuya «Pero ¿y qué pasa con “el hombre”?», será necesario que regreses —el sábado—; aquí tendrás tiempo de escribir y de aprender que mi b es así y mi v, así. Los niños son como el mismísimo diablo: alientan, me parece, las peores y más inexplicables pasiones de sus padres —y de su tía—. Cuando estamos conversando sobre el matrimonio, la amistad o la prosa, de pronto Nessa nos interrumpe porque ha oído un llanto, y entonces todos debemos intentar distinguir si el que solloza es Julian o el pequeñito de dos años [Quentin],9 que tiene un absceso y por lo tanto llora en una escala diferente. Adrian volvió anoche a tomar té con S[idney-] T[urner], a cenar con S[idney-] T[urner] y a hablar de ópera con S[idney-] T[urner].10 Le envié un gran cazo de nata y espero recibir en cualquier momento una carta en latín ciceroniano: «¿Qué opinas de mi uso de cur [¿?] con el dativo, o te parece demasiado tacitano?». En cuanto a ti, me aterroriza lo que me cuentas sobre la congregación de intelectos en Salisbury Plain. Mi devoción por los jóvenes inteligentes me provoca una especie de parálisis mental, hasta el punto de que no puedo ni imaginarme lo que son capaces de producir en una conversación las mentes de todos los que nombras. ¿Tú sí puedes…? Yo no, ni por un momento. Una vez atisbé a Rupert Brooke en Newnham, inclinado sobre una baranda y mirando a la galería entre la señorita Reeves y algunos miembros de la Sociedad Fabiana.11 Vamos a ir a un sitio llamado The Gurnard’s Head esta tarde, pero ahora miro al cielo y ¡he aquí que llueve! Así que, en vez de salir, nos sentaremos junto al fuego, y yo diré cosas muy agudas, y Clive y Nessa me tratarán como a un monito adorable, y el bebé llorará. Seguramente Hampstead está cubierta de nieve, ¿cómo sigue tu resfriado? A mí me dio tortícolis después de mi paseo por las rocas, pero ya se me pasó. Tuya siempre, Querido Lytton, A[deline] V[irginia] S[tephen] Fitzroy Square, 29, W. Martes [18 de mayo, 1908] ¿Podrías venir a tomar el té conmigo el jueves?12 Estoy tan miserablemente enfrascada en la ópera y la lengua alemana que creo que sólo podré tener esa tarde libre, pero sería maravilloso si pudieras venir. Te alegrará saber que he estado ordenando mis libros: los huecos entre los libros son horribles. Tuya siempre, Querido Lytton, Fitzroy Square, 29, W. [28 de julio, 1908] V. S. Estaré en casa el jueves a las 16.30, encantada de que vengas. ¿Por qué te pones pedigüeño? Ése no es el Lytton que conozco. El sábado me marcho a pasar un mes en el colegio teológico de Wells. Tuya siempre, Milton Cottage Rothiemurchus Aviemore, N. B. Querida Virginia, 24 de agosto, 1908 A. V. S. Hace algún tiempo le sugerí a Frank Sidgwick que publicara un libro con las cartas de Boswell. Él estuvo de acuerdo, me pidió que escribiera una introducción por la que me ofreció cinco guineas y me dijo que debía estar lista para el 15 de septiembre, a lo que me negué. Entonces me preguntó si conocía a alguien que pudiera hacer el trabajo. Acabo de escribirle sugiriéndole que quizá tú querrías, así que prepárate a tener noticias suyas.13 La paga me parece miserable, pero lo que terminó de disuadirme fue tener que hacerlo tan pronto. No puedo soportar la prisa y la preocupación: tengo que respirar. Últimamente apenas respiro, pero cuando lo hago es aire escocés, fresco y puro, lo que no es poco. Creo que llevo aquí unos quince días, luego de una semana horriblemente húmeda en Skye. Como lugar, esto es la perfección: aquí uno comienza a darse cuenta de que la naturaleza puede ser romántica y hermosa. Me paso el día entero contemplando lagos y escalando montañas, y las noches junto a una estufa de carbón, escribiendo cartas interminables a las que —me parece— nadie responde. ¿Tú estás en Gales? Si es así, quizá te encuentres con mi hermano James y un grupo de fabianos, pero no lo creo. Llegó carta de Clive, desde Wiltshire; me dice (entre otras cosas) que después de los de Catulo «y quizá algunos otros», mis poemas son los que le han gustado más. Eso es muy alentador. Supongo que ahora mismo él y Vanessa están jugando al bridge en algún pabellón de caza. Qué cosas más curiosas hacemos todos. Yo he estado leyendo a Voltaire, Vathek, de William Beckford, y a mademoiselle de Lespinasse, y creo que debería continuar con Darwin (Emma).14 ¿De veras te vas a Italia pasado mañana? Quelle joie! [¡Qué alegría!] Cuando estés entre tus olivos, piensa de tanto en tanto en este aterrorizado espectro que garabatea sin cesar y de cuyo fantasmal cerebro no dejan de brotar delirios en vano, ¡en vano! Para mi imaginación algo arruinada, en este preciso momento tú eres una mujer de un sentido común sólido y firme. Yo desvarío y tú pides pastillas para el hígado. ¿Es así? Todo mi ser es tan débil y frágil que no se me ocurre ni una sola idea. Mi único consuelo es que mi salud, de hecho, es casi tolerable. Estoy bronceado por el sol y consigo digerir los alimentos. Escríbeme si puedes. Pippa y Pernel están en una casa a un kilómetro de aquí, y cientos de conocidos acechan detrás de cada arbusto.15 Los hay de todo tipo: condesas, primos del campo, criados marchitos y respetuosos, y jóvenes herederos de bienes raíces. Todos son sumamente repugnantes. Creo que haré una enciclopedia de todos ellos. Será muy voluminosa. Tuyo, Querido Lytton, LYTTON STRACHEY Manorbier, Gales Domingo [30 de agosto, 1908] No he sabido nada de Frank Sidgwick, así que supongo que debe de haber encontrado a alguien más. Sería maravilloso escribir la introducción de ese libro, pero no veo cómo podría acabarla a tiempo. Andaré vagando por posadas italianas, sin tintero, ni papel borrador, ni secante, ni —supongo— una sola novela francesa. En fin, he pasado unas vacaciones deliciosas, entregada a la reflexión y a las bellezas naturales. Ni siquiera sé cómo conseguiré volver a salir a la superficie, o si lo haré hablando sólo con monosílabos. No vivo muy confortablemente, pero he alquilado una habitación en otra casa, adonde me retiro a hablar entre dientes mientras leo a George Moore, y a exclamar «¡por Dios, qué hombre!» cuando leo a Racine. Aventuras no tengo ninguna, a menos que cuente como tal una correspondencia filosófica con Saxon [Sydney-Turner] acerca del estilo de la escuela holandesa de pintura. Él me envía un inventario de los muebles de su dormitorio y yo le respondo —es mi única defensa— con la metáfora más licenciosa posible. También me invitaron a pasar una semana con los Russell para conocer a Gilbert Murray y a su esposa; a Jane Harrison, F. M. Cornford y Mary Sheepshanks.16 Todo era demasiado rancio: no fui capaz de enfrentarlo. Sí, Clive habló bien de tus poemas, y por fin conseguí que Nessa me los diera. Están aquí, sobre la mesa, frente a mí, y los leo cuando me siento suficientemente pura. Sé que los elogios no significan nada para ti, ni mis rubores verdes, ni ninguna otra forma de adulación. Dices que soy una mujer firme y sensata, pues yo también tengo una imagen muy clara de ti: un potentado oriental en bata floreada. Nessa y Clive parecen estar aburriéndose horriblemente en los Highlands, y no me extraña. Los escoceses son gente asombrosa. Me pasé la mañana esforzándome con unas escocesas, incluida tu pariente, la señora Grant de Laggan,17 y tuve que recurrir muchísimo a mi imaginación. Ah, qué bendición sería dejar de escribir y, en cambio, recostarse en un viñedo y echarse uvas a la boca. Pero debo ir a hacer las maletas, mañana parto para Londres. Tuya siempre, Querida Virginia, V. S.

miércoles, 2 de julio de 2025

PRINCIPIOS NOCTURNOS. NOVELA. FRAGMENTO. —¿Y la gramática y la lógica? —pregunté.




 —¿Y la gramática y la lógica? —pregunté.

 —La gramática no es otro tema que el orden secuencial de las ideas. Orden… De lo contrario, subsiste el caos y el caos no es bueno. La lógica es la aplicación de un orden en nuestros menesteres diarios —afirmaba una y otra vez, recostado como un califa en el enorme sillón, porque, debo confesarlo: por alguna razón misteriosa, Belfegor no solo me acompañaba y me instruía en la retórica, gramática y la lógica –el trivium medieval–, sino que al viejo demonio le agradaba arroparse y fumar opio cuando 100 no hablábamos o no estaba instruyéndome en los menesteres a los que había sido encomendado: mi educación, la laboriosa erudición. En esas oportunidades, estaba allí por horas sin hacer nada; fumaba opio, dormitaba, entreabría los ojos y volvía a retomar la pipa de agua en un éxtasis, hasta que caía rendido por el sueño. Así duraba varias horas, mientras yo continuaba escribiendo en una especie de exacerbación, apuntando, haciendo notas en las horas de mi creación artística. Al final, sus ronquidos lo despertaban y, entonces, con aire zalamero y retozón, me decía: —Joven Deford, joven Deford, que esto sea un secreto entre nosotros, pooor favooorrr, pooor favooorrr. No vayan a creer mis hermanos que me tomo muy en serio el pecado que represento, jejeje.

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GRACIAS LECTORES DE IRLANDA, MÉNDEZ-LIMBRICK

  🍀 ¡A los lectores irlandeses: GRACIAS con mayúsculas! Desde este rincón literario, queremos rendir homenaje a quienes, desde la tierra de...

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