Witold Gombrowicz
Cosmos
FRAGMENTOS DE MI DIARIO EN LOS QUE SE HABLA DE COSMOS
1962 — ¿Qué es una novela
policíaca? Un intento de organizar el caos. Por eso mi Cosmos, que me gusta
lla¬mar «una novela sobre la formación de la realidad», será una especie de
novela policial.
1963 — Trazo dos puntos de
partida, dos anomalías muy distantes una de otra: a) un gorrión colgado; b) la
asociación entre la boca de Katasia y la boca de Lena.
Estos dos problemas exigen un
sentido. El uno penetra en el otro tendiendo hacia la totalidad. De este modo
comienza un proceso de suposiciones, de asociaciones, de investigaciones, algo
que va a crearse, pero se trata de un embrión más bien monstruoso, un aborto… y
este rebus oscuro, incomprensible, exigirá una solución… buscar una Idea que
explique, que imponga un orden…
1963 — ¡Qué de aventuras, qué de
incidentes con lo real durante esta inmersión en el fondo de las tinieblas!
Lógica interior y lógica
exterior.
Astucias de la lógica.
Riesgos intelectuales: las analogías,
las oposiciones, las simetrías…
Ritmos furiosos, acelerados
bruscamente, de una Realidad que se desencadena. Y que estalla. Catástrofe.
Vergüenza.
La realidad que de pronto se
desborda debido a un hecho excesivo.
Creación de tentáculos laterales…
de cavidades oscuras… de fracturas cada vez más dolorosas… Frenos… curvas…
Etc., etc., etc.
La idea gira en torno a mí como
un animal salvaje…
Etc., etc.
Mi colaboración. Yo en el lado
opuesto, en el lado del rebus. Intentando completar ese rebus. Arrastrado por
la violencia de los acontecimientos que buscan una Forma.
Es en vano que me lance a ese
remolino, a expensas de mi felicidad…
Microcosmos-macrocosmos.
Mitologización. Distancia. Eco.
Irrupción brutal de un absurdo
lógico. Escandaloso.
Puntos de referencia.
León que oficia.
Etc., etc., etc.
(Pero no hay nada que temer,
después de todo será una historia normal, una novela policíaca normal, aunque
un poco rugosa)
De la infinidad de fenómenos que
pasan en torno a mí, aíslo uno. Elijo, por ejemplo, un cenicero sobre mi mesa
(el resto desaparece en la sombra).
Si esta percepción se justifica
(por ejemplo, he señalado el cenicero porque debo tirar la ceniza de mi
cigarrillo) todo es perfecto.
Si he elegido el cenicero por
azar y no vuelvo después a advertirlo, también todo va bien.
Pero si, después de haber
destacado ese fenómeno sin objeto preciso, vuelve usted a él, ahí está lo
grave. ¿Por qué ha vuelto usted, si aquel carece de importancia? ¡Ah, ah!, ¿así
que significa algo para usted, ya que vuelve a él? He aquí cómo, por el simple
hecho de concentrarse sin razón alguna un segundo de más en ese fenómeno, la
cosa comienza a ser diferente del resto, a cargarse de sentido…
—¡No, no! (se defiende usted), es
solo un cenicero ordinario.
—¿Ordinario? ¿Entonces por qué
defenderse, si es en verdad un cenicero ordinario?
He aquí cómo un fenómeno se
convierte en una obsesión…
¿Será que la realidad es, en
esencia, obsesiva? Dado que nosotros construimos nuestros mundos por asociación
de fenómenos, no me sorprendería que en el principio de los tiempos haya habido
una asociación gratuita y repetida que fijara una dirección dentro del caos,
instaurando un orden.
Hay algo en la conciencia que se
convierte en trampa de ella misma.
PRIMERO
Voy a contar ahora otra aventura,
aún más extraña…
Sudor. Fuks avanza. Yo tras él.
Pantalones. Zapatos. Polvo. Nos arrastramos.
Arrastramos. Tierra, huellas de
ruedas en el camino, un terrón, reflejos de piedrecillas brillantes.
Resplandor. Calor infernal, hirviente. Un sol cegador. Casas, cercas de madera,
campos, bosques. Este camino, esta marcha, de dónde, cómo, para qué hablar más.
La verdad era que estaba harto de mis padres y de toda la familia; quería
superar al menos un examen y disfrutar del cambio; alejarme, pasar algún tiempo
en otro sitio. Me fui a Zakopane y cuando andaba por el camino de Krupowki,
buscando una pensión barata, me encontré con Fuks, rubio desteñido, ojos
saltones y mirada abúlica. Se alegró y me alegré. ¿Cómo estás?, ¿qué haces?,
ando buscando una habitación; yo también, tengo la dirección de una casa, más
barata porque se halla un poco lejos del centro, casi en las afueras.
Caminamos, pantalones, tacones enterrados en la arena, camino, calor, miro
hacia abajo, tierra, arena, chispean los guijarros, uno, dos, uno, dos,
pantalones, zapatos, sudor, somnolencia en los ojos insomnes durante el viaje
por tren. Y nada sucede sino esa marcha que nos reduce al nivel del suelo. Fuks
se detuvo.
—¿Descansamos un poco?
—¿Aún estamos lejos?
—No mucho.
Eché una mirada en nuestro
derredor y vi todo lo que se podía ver y que no quería ver por haberlo ya visto
tantas veces: pinos y empalizadas, abetos y casuchas, matas y yerbas, zanjas,
senderos y camellones de flores, el campo, una chimenea… el aire… y un sol
resplandeciente; pero, no obstante, todo estaba negro, la espesura de los
árboles, la tierra gris, el verdor de las plantas cerca de la tierra, todo
negro. Ladró un perro. Fuks se metió entre unas matas.
—Aquí hace menos calor.
—Sigamos.
—Espera un momento. Descansemos
un poco.
Se internó entre las matas hasta
el sitio donde se formaba una cavidad, unos huecos sombreados por las ramas de
unos abetos y por las hojas de unos árboles que entretejían sus frondas; dirigí
la mirada hacia esa maraña de hojas, ramas, manchas luminosas, espesuras,
agujeros, hojas apretadas, dobleces, diagonales, redondeces y no sé qué diablos
más, hacia ese espacio lleno de manchas que presionaba y aflojaba, se
silenciaba, crecía, no sé qué, se abría, estallaba en mil fragmentos…
desconcertado y bañado en sudor sentía la tierra negra y desnuda bajo mis pies.
Arriba, entre las ramas, había algo; algo se destacaba, algo extraño, intruso e
indefinible… algo que también mi compañero estaba observando.
—Es un gorrión.
—Sí.
Era un gorrión. Un gorrión
colgado de un alambre. Colgado. Con la cabeza inclinada y el pico abierto.
Colgaba de un alambre fino enredado a una rama.
Algo absurdo. Un pájaro ahorcado.
Un gorrión ahorcado. Era algo que proclamaba a gritos su excentricidad y
señalaba acusadoramente una mano humana que había penetrado en la maleza… ¿la
mano de quién? ¿Quién había sido el ahorcador? ¿Y para qué? ¿Cuál podía ser la
causa?, pensaba yo confusamente en medio de aquella vegetación que se excedía
en miles de combinaciones; por otra parte estaba el fatigoso viaje en tren, la
noche llena de ruidos ferroviarios, el sueño, el aire, el sol, la marcha con
Fuks, mi madre, Jasia, el conflicto provocado por aquella carta, mi frialdad
hacia Román, mi padre, incluso los problemas de Fuks con el director de su oficina
(problemas de los que me había hablado), las huellas dejadas por las ruedas,
los terrones, los zapatos, pantalones, piedras, hojas, todo se concentraba de
golpe en ese gorrión, como una muchedumbre arrodillada.
Él reinaba en su total
excentricidad… Reinaba en aquel sitio.
—¿Quién lo habrá ahorcado?
—Algún chico.
—No. Está demasiado alto.
—Vámonos.
Pero no se movía. El gorrión
pendía. La tierra estaba desnuda, a trechos cubierta por una hierba corta,
rala, y además había demasiadas cosas, un pedazo de lata retorcido, un palo,
otro palo, un cartón roto, un palito, incluso un escarabajo, una hormiga, otra
hormiga, un gusano de nombre para mí desconocido, una tabla, etcétera,
etcétera, hasta llegar a la hierba junto a las raíces de los arbustos. Y Fuks
que, como yo, observaba todo esto.
«Vámonos», pero seguía sin
moverse, observaba; el gorrión estaba colgado; yo también miraba sin moverme.
«Vámonos.» «Vámonos.» Pero pese a todo no nos movíamos, quizá porque habíamos
estado allí demasiado tiempo y habíamos dejado pasar el momento oportuno para
la retirada… y ahora aquello se volvía cada vez más difícil, más molesto…
nosotros y el gorrión ahorcado que pendía entre las ramas… sentí algo parecido
a un desequilibrio, a una falta de tacto, una impertinencia de parte nuestra…
Tenía un sueño horrible…
—Sigamos nuestro camino —dije. Y
comenzamos a alejarnos, dejando solo al gorrión entre las ramas.
La marcha por el camino, bajo el
sol, nos incineró, nos hastió; después de unos cuantos pasos nos detuvimos
disgustados y volví a preguntarle si estábamos lejos. Fuks me respondió
entonces, señalando con un dedo un letrero que colgaba de una cerca de madera:
—Mira, aquí también alquilan
cuartos.
Miré. Un jardín. Una casa en el
jardín sin ningún adorno, sin balcones, miserable, gris, construida
económicamente, un porche pobretón, saliente, de madera, al estilo de Zakopane,
dos hileras de ventanas: cinco en la planta baja, cinco en la alta; en el
jardín unos árboles enanos, pensamientos que se marchitaban en los camellones,
varios senderos cubiertos de grava. Pero él pensaba que era mejor entrar y ver,
no perderíamos nada, a veces en semejantes casas la comida era excelente y los
precios muy bajos. Yo también estaba dispuesto a entrar y ver. Antes habíamos
pasado varios anuncios parecidos sin prestarles ninguna atención, pero ahora
sudábamos a chorros. El calor era tremendo. Fuks abrió el portón y por un
sendero cubierto de grava nos dirigimos hacia las resplandecientes ventanas.
Fuks tocó el timbre; esperamos un momento en el porche hasta que se abrió la
puerta; apareció una mujer madura y cuarentona que parecía encargarse de la
casa; era regordeta, tenía grandes pechos.
—Quisiéramos alquilar una
habitación.
—Un momento. Voy a llamar a la
señora.
Esperamos en el porche; yo tenía
la cabeza atestada del estruendo del tren, del viaje, de los acontecimientos
del día anterior; un enjambre, un tumulto, un caos. Una cascada, un estruendo
ensordecedor. Me había llamado la atención un extraño defecto de los labios de
la mujer, un defecto en medio de un rostro de honesta ama de casa, rostro de
ojillos claros. De un lado tenía la boca como estirada, y ese alargamiento,
mínimo, de un milímetro, provocaba un enroscamiento del labio superior que
saltaba o se deslizaba como un reptil, y aquel deslizarse accesorio, fugitivo,
tenía una frialdad reptiloide, batrácica, que a mí me encendió e hizo arder de
inmediato, pues era el oscuro pasadizo que conducía hacia un pecado carnal
gelatinoso y viscoso. Pero me sorprendió su voz, no sé qué clase de voz imaginaba
en tal boca, y hela aquí que hablaba con una voz natural de ama de casa
avejentada y rechoncha. Podía oír su voz que venía del interior de la casa:
—Tía, están aquí unos señores que
buscan cuarto.
Su tía llegó rodando como sobre
rodillos un momento después. Era también rechoncha; intercambiamos unas cuantas
frases, sí, claro, tenemos un cuarto con pensión completa para dos personas,
pasen por favor. Nos llegó un olor de café tostado; había un pequeño corredor,
un vestíbulo, unas escaleras de madera; ¿se quedarán mucho tiempo?, claro, los
estudios, aquí tendrán mucha paz y silencio… En la parte superior otro corredor
y varias puertas. La casa era pequeña. Al llegar al fondo del corredor abrió el
último cuarto y yo lo recorrí de una ojeada, era como todos los cuartos de
alquiler, oscuro, con las cortinas corridas, dos camas y un armario, una
percha, una jarra sobre un platito, y junto a las camas dos lámparas de noche,
pero sin bombillas eléctricas, y un espejo en un marco sucio y feo. Un poco del
sol que había tras las cortinas caía sobre el suelo, en un solo lugar, y
llegaba hasta nosotros un olor de hiedra y el zumbido de un tábano, solo que… Y
sin embargo hubo una sorpresa pues una de las camas estaba ocupada; yacía en
ella una muchacha, e incluso podía sospecharse que no yacía de manera
totalmente adecuada, pero yo no sabía en qué residía aquella —llamémosla así—
peculiaridad, tal vez estribaba en el hecho de que la cama no tenía sábanas
sino solo un colchón desnudo, o porque una de las piernas se recostaba sobre la
red metálica de la cama (pues el colchón se había deslizado ligeramente), o
quizá en el hecho de que la unión de su pierna y el metal me ponía nervioso en
ese día caluroso, sofocante, de bochorno.
¿Dormía? Al vernos se sentó sobre
la cama y comenzó a arreglarse el cabello.
—¡Lena! ¿Pero qué haces aquí,
tesoro? ¡Habrase visto! Permítanme presentarles a mi hija.
La mujer inclinó la cabeza en
respuesta a nuestros saludos, se levantó y salió en silencio. Aquel silencio
amortiguó la idea de que algo anormal ocurría.
Vimos después el cuarto de junto;
era igual, pero un poco más barato pues no tenía puerta al baño. Fuks se sentó
en la cama y ella en una silla y el resultado fue que alquilamos aquel cuarto,
el más barato, junto con las comidas de las que la señora Wojtys decía que «ya
veríamos».
El desayuno y la comida se nos
iban a servir en nuestro cuarto y la cena la comeríamos con toda la familia en
la planta baja.
—Vayan por su equipaje mientras
Katasia y yo arreglamos todo.
Fuimos por el equipaje.
Regresamos con el equipaje.
Desempacamos y Fuks comenzó a
decir que habíamos tenido suerte, que el cuarto era barato, que seguramente el
que le habían recomendado sería más caro… y además más lejos… La comida será
buena, ya verás. Su rostro pisciforme me tenía cada vez más harto, tenía ganas
de dormir… dormir… me acerqué a la ventana, me asomé, el miserable jardincillo
ardía bajo el sol, más allá estaba la cerca de madera y el camino y al otro
lado había dos abetos que marcaban en medio de la maleza el sitio donde pendía
el gorrión. Me tiré en la cama, me revolví en ella hasta quedar dormido, con la
boca fuera de la boca, los labios hechos más labios por ser menos labios… Pero
no dormía. Ya estaba despierto. Junto a mí estaba la sirvienta. Amanecía, pero era
un amanecer oscuro, nocturno. Por otra parte, eso no era el amanecer. La
sirvienta me despertó:
—Los señores los esperan para
cenar.
Me levanté. Fuks se ponía ya los
zapatos. La cena. En el comedor que era como una estrecha jaula con una alacena
de espejos, había leche agria, rábanos y un discurso del señor Wojtys,
exdirector de Banco, un gran anillo y gemelos de oro.
—Yo, mi queridísimo amigo, me
encuentro actualmente a la disposición de mi media naranja y me dedico a
diversos trabajillos: componer el grifo del agua, por ejemplo, o la radio… le
aconsejaría un poco más de crema para los rábanos; nuestra crema es de primera…
—Gracias.
—¡Vaya calor! Esto terminará en
tormenta. Lo juro por lo más sagrado que podamos jurar yo y mis granaderos.
—¿Oíste los truenos a lo lejos,
al otro lado del bosque? (hablaba Lena a quien yo no había visto aún
suficientemente, aunque la verdad sea dicha había visto muy pocas cosas. Pero
hay que admitir que el exdirector o exgerente, se expresaba de un modo
pintoresco).
—Si me fuese posible le
recomendaría otro poqui tín de leche agria, mi esposa es una especifiquísima
especialista de este producto lácteo. Y el secreto, le pregunto al señorito
aquí presente, ¿en qué reside? En el recipiente. La calidad de la leche agria
está en razón directa de las cualidades lácteas del recipiente.
—Tú nada sabes de estas cosas,
León —intervino su esposa.
—Soy jugador de bridge,
señoritines míos, un banquero venido a jugador de bridge, con el expedito
consentimiento de mi esposa; juego en las horas vespertinas y los domingos por
la tarde. ¿Ustedes han venido a estudiar? Perfectamente, no podrían encontrar
nada mejor, aquí tendrán la tranquilidad y el silencio necesarios; el intelecto
podrá hacer cuanta pirueta ansíe…
Pero yo le escuchaba sin demasiada
atención. El señor León tenía una cabeza acantarada, como de enano, su calvicie
invadía la mesa, reforzada por el sarcástico brillo de sus gafas; a su lado
estaba Lena, serena como un lago y la señora Wojtys, sentada en toda su
redondez y aventurándose fuera de ella solo para atender la cena con una
especie de sacrificio que yo no comprendía. Fuks decía algo desganadamente, sin
entusiasmo, flemáticamente, yo comía unos ravioles y seguía sintiendo sueño;
hablaban del polvo, de que la temporada de turismo no comenzaba aún, pregunté
si las noches eran frías, terminamos los ravioles, nos sirvieron la compota y
después Katasia le acercó a Lena un cenicero cubierto por una redecilla de
alambres, ni siquiera el eco, el remotísimo eco, de aquella otra red (la de la
cama) donde su pierna, cuando yo entré en el cuarto, cuando su pie, un trozo de
muslo, sobre la red de la cama, etcétera, etcétera.
El labio que se deslizaba de la
boca de Katasia se encontró cerca de la boca de Lena.
Me sentí desconcertado. Yo, después
de haber dejado aquello, allá, en Varsovia, me hallaba aquí metido ahora en
esto que apenas comenzaba… Por un momento me sentí desconcertado, pero Katasia
salió, Lena puso el cenicero en el centro de la mesa y yo también encendí un
cigarrillo, conectaron la radio, el señor Wojtys tamborileó con los dedos en la
mesa y entonó una melodía, algo así como un tiru-liru-lá, pero dejó de hacerlo,
para otra vez en seguida tamborilear y canturrear e interrumpirse nuevamente.
Nos sentíamos incómodos. La
habitación era muy pequeña. La boca de Lena, cerrada o entreabierta, su
timidez… y nada más, buenas noches. Nos retiramos a nuestras habitaciones.
Nos desvestimos y Fuks volvió a
quejarse de Drozdowski, su jefe. Con la camisa entre las manos empezó a decirme
desganada y torpemente, sin entusiasmo, que Drozdowski…, que al principio se
llevaban espléndidamente, pero que después ya no, que esto, lo otro, empecé a
resultarle molesto, irritante, imagínate, viejo, le irrito, haga lo que haga le
irrito, ¿comprendes?, irritar al jefe durante siete horas diarias; no me puede
soportar, veo que se esfuerza por no mirarme, durante las siete horas, cuando
por casualidad me ve aparta de mí los ojos como si se hubiera quemado. ¡Siete
horas diarias! Yo mismo no sé —dijo mirando fijamente sus zapatos—, a veces me
dan ganas de caer de rodillas y decirle, señor Drozdowski, perdón. ¡Perdón!
¿Pero de qué me puede perdonar? Y yo sé que no lo hace por mala voluntad, sino
que de verdad le resulto molesto; los compañeros de oficina me dicen que no
debo preocuparme, que me tranquilice, que no haga nada, pero —añadió, mirándome
con sus melancólicos ojos saltones—, ¿qué puedo hacer o no hacer, si estamos
juntos en un mismo cuarto durante siete horas diarias? Si carraspeo, bueno,
solo con moverme, se le ponen los pelos de punta. ¿Será posible que yo apeste?
Esas lamentaciones de un Fuks malquerido se me asociaban con mi salida de
Varsovia, salida sin entusiasmo y llena de desprecio; ambos, él y yo estábamos
despojados de… oh, el desprecio… y en esa habitación alquilada, desconocida, de
una casa cualquiera, accidental, nos desvestíamos como seres arrojados,
eliminados. Hablamos un rato de los Wojtys, dijimos que su casa tenía ambiente
familiar y después me dormí. Desperté. Era de noche. Todo estaba a oscuras.
Pasaron varios minutos antes de que sumergido en las sábanas me diese cuenta de
que me hallaba en aquel cuarto amueblado con un armario, una mesilla y una
jarra de agua, en una posición determinada respecto a las ventanas y a la
puerta. Y logré advertir esto gracias a un silencioso y prolongado esfuerzo
cerebral. Durante largo rato no supe si dormir o no… No quería dormir, pero
tampoco quería levantarme, así que comencé a pensar en lo que debía hacer,
levantarme, dormir, seguir acostado, por fin estiré una pierna y me senté en la
cama y al sentarme vi la blancuzca mancha de las cortinas de la ventana que
descorrí después de acercarme descalzo a ellas: allá, más allá del jardín, de
la cerca de madera, del camino, allá estaba el sitio donde se hallaba el
gorrión ahorcado entre una maraña de ramas, sobre una tierra negra en la que
había un pedazo de cartón, una lata, un tronco, allá donde las puntas de los
abetos se clavaban en la noche estrellada. Cerré la ventana, pero no me alejé
de ella, pues se me ocurrió que Fuks me podía estar observando.
Y efectivamente no se oía su
respiración… Y si no dormía, entonces me había visto asomado a la ventana… lo
que no tenía nada de malo a no ser por la noche y por el pájaro. El que yo me
hubiera asomado a la ventana tenía que relacionarse forzosamente con el pájaro…
y eso me avergonzaba… pero el silencio se prolongaba demasiado y era absoluto,
lo que me dio la seguridad de que Fuks no se hallaba en el cuarto. Y de verdad
no estaba, en su cama no había nadie. Abrí la ventana y a la claridad de las
estrellas vi vacío el lecho de Fuks. ¿Adónde habría ido?
¿Tal vez al baño? No, de allá
solo llegaba el ruido del agua. Pero, entonces… ¿habría ido a ver al gorrión?
No sé cómo se me ocurrió la idea, pero en seguida me di cuenta de que no era
imposible; podía haber ido; se había interesado demasiado en aquel gorrión;
habría ido a buscar una explicación entre aquellas matas; además, su cara de
pelirrojo flemático se prestaba a tales inquisiciones; tratar de saber, de
pensar, de dilucidar, ¿quién lo ahorcó y por qué…? Además, seguramente había
elegido esta casa debido al gorrión (la idea me pareció un tanto exagerada,
pero no desechable, la mantenía en un segundo plano), el hecho era que se había
despertado, o quizá ni siquiera había dormido, e invadido por la curiosidad se
levantó y salió, quizá para comprobar algún detalle y para examinarlo todo en
la noche… ¿jugaba al detective…? Me inclinaba a creerlo. Cada vez estaba más
dispuesto a creerlo. Esto no me molestaba personalmente, pero hubiera preferido
que nuestra estancia en la casa de los Wojtys no empezara con tales correrías
nocturnas; por otra parte me irritaba un poco que el gorrión entrara nuevamente
a escena, que se hinchara, creciese y se creyera más importante de lo que era.
Y si el idiota de Fuks hubiera ido a ver al gorrión aquel se volvería un
personaje capaz incluso de recibir visitas. Sonreí. ¿Qué pasaría ahora? No
sabía qué hacer, pero no quería volver a la cama, me puse los pantalones, abrí
la puerta y me asomé al corredor. Estaba vacío y helado. A la izquierda la
oscuridad se aclaraba en el sitio donde empezaban las escaleras; había ahí una
pequeña ventana; agucé el oído, pero no oí nada… Salí al corredor y me molestó
el hecho de que Fuks hubiese salido y que yo mismo saliera también
furtivamente… Así, sumadas, ambas salidas dejaban de ser inocentes… Al salir
del cuarto recreé en mi memoria la distribución de la casa, el plano de los
cuartos, las combinaciones de paredes, vestíbulos, corredores, objetos e
incluso personas… era algo que yo no conocía, algo que apenas empezaba a
conocer.
Pero me encontraba en el corredor
de una casa ajena, de noche, en pantalones y mangas de camisa… y eso tendía a
la sexualidad, se deslizaba hacia ella como el es-cu-rrimiento en la boca de
Katasia… ¿dónde dormiría?, ¿acaso dormía? Al hacerme esta pregunta en el
corredor me convertí de inmediato en alguien que iba en medio de la noche hacia
ella, descalzo, en pantalones y mangas de camisa; ese retorcimiento, ese
reptiloide escurrimiento labial casi, casi, apenas un poco, unido a mi
separación, a mi alejamiento de quienes habían quedado en Varsovia, alejamiento
frío, desagradable, ese retorcimiento me conducía con frialdad hacia la
perversión que se escondía en alguna parte de aquella casa somnolienta… ¿Pero
dónde dormiría? Avancé algunos pasos, llegué a las escaleras y me asomé por una
pequeña ventana, la única que había en el corredor y que daba al otro lado de
la casa, allá donde no estaban ni el camino ni el gorrión, a un gran espacio limitado
por un muro e iluminado por enjambres de estrellas donde se veía otro
jardincillo con arbustos endebles y veredas cubiertas de grava, jardincillo que
luego se convertía en un terreno baldío en el que había una pequeña bodega y un
montón de ladrillos. A la izquierda, inmediatamente junto a la casa, había un
pequeño cuarto aislado, seguramente la cocina o el lavadero. O quizá ese era el
sitio donde Katasia preparaba para el sueño sus inquietantes labios…
Era increíble aquel cielo
estrellado y sin luna. Entre sus enjambres se destacaban las constelaciones;
algunas de ellas me eran conocidas: la Osa Mayor, la Osa Menor…; las localicé
en seguida, pero otras constelaciones que me eran desconocidas estaban también
allí, como inscritas entre las estrellas principales; traté de fijar líneas que
las configurasen… pero estos trazos diferenciantes y las exigencias de ese mapa
me fatigaron pronto y desvié entonces la atención hacia el jardín; pero también
en él la proliferación de objetos me fatigó en seguida, la chimenea, el tubo,
el canalón, las molduras del muro, un arbusto y otras combinaciones,
combinaciones de otras combinaciones; como por ejemplo la curva y el fin del
sendero, el ritmo de las sombras… y, sin quererlo, empecé también aquí a buscar
figuras, formas; en realidad no lo deseaba, estaba aburrido, impaciente y
caprichoso hasta que advertí que lo que me atraía en aquellos objetos, lo que
me tenía absorbido era el que «estuvieran detrás», o sea que un objeto estaba
«tras» otro, el tubo tras la chimenea, el muro tras la esquina de la cocina,
todo como… como… como… como los labios de Katasia tras los labios de Lena,
cuando durante la cena aquella le pasaba a la otra el cenicero de red metálica,
inclinándose sobre ella, bajando el escurrimiento de los labios y
acercándoselo… Pero eso me sorprendía más de lo que debía sorprenderme; en
general me sentía inclinado a la exageración. Además, las constelaciones —la
Osa Mayor, etcétera— me producían algo parecido al agobio cerebral. Pensé:
«¿Qué importan esas dos bocas juntas?», pero lo que me extrañaba especialmente
era que esos labios —los de la una y la otra— permanecieron entonces en la
imaginación, en el recuerdo, más unidos entre sí de lo que habían estado en la
mesa; agité la cabeza para despejar la mente, pero solo conseguí que la unión
de los labios de Lena y Katasia se volviera más precisa; dado esto sonreí, pues
la retorcida disolución de Katasia, su huida en la perversidad, no tenía nada,
absolutamente nada, en común con la pureza y la frescura de los entreabiertos
labios de Lena; solo que unos labios existían «en relación con los otros», como
en un mapa cada ciudad existe en relación con las otras; los mapas se me habían
metido en la cabeza, el mapa del cielo o un mapa común y corriente con
ciudades, etcétera. Toda «unión» no era precisamente una unión, era simplemente
una boca considerada en relación con otra boca, en el sentido de la distancia,
por ejemplo, o de la dirección o de su situación… nada más… pero era cierto que
al calcular yo que la boca de Katasia se encontraba en algún sitio cercano a la
cocina (allí dormía), trataba de saber en dónde, en qué dirección, a qué
distancia de ella podían encontrarse los labios de Lena. Y la fría sensualidad
de mi marcha hacia Katasia en ese corredor fue retorcida a causa de la
accesoria intromisión de Lena.
Y esto iba acompañado de una
distracción creciente; lo que no era extraño, pues el concentrar excesivamente
la atención en un objeto induce a la distracción, ya que aquel objeto único
hace ensombrecer todos los demás. Si fijamos los ojos en un solo punto del mapa
sabemos entonces que se nos escapan todos los demás. Así yo, atento al jardín,
al cielo, a la doblez de las bocas que se hallaban una tras otra, sabía, sabía,
que algo se me escapaba… algo importante… ¡Fuks! ¿Dónde estaba? ¿Acaso «jugaba
al detective»?
¡Ojalá no acabara todo mal! Me
sentí a disgusto de haber alquilado un cuarto junto con ese pisciforme Fuks al
que conocía tan poco… pero frente a mí estaba el jardín, los árboles, los
senderos, y más allá había un terreno con una pila de ladrillos que se
extendían hasta el muro blanquísimo; pero esta vez todo se me presentó como una
evidente señal de lo que no podía ver, de lo que había al otro lado de la casa,
donde también había un trozo de jardín, después de la barda, el camino, y, más
allá, la maleza… De pronto, la intensidad de las estrellas se me asoció con la
intensidad del gorrión ahorcado. ¿Acaso estaba allá Fuks, junto al gorrión?
¡El gorrión! ¡El gorrión! En
realidad ni Fuks ni el gorrión me interesaban mayormente; las bocas eran por
supuesto mucho más inquietantes… así pensaba en mi distracción… y por eso hice
a un lado al gorrión para concentrarme en las bocas, pero esto provocó una
desagradable partida de tenis, pues el gorrión me arrojaba a las bocas y las
bocas al gorrión, y así me encontré entre el gorrión y las bocas; cada uno de
esos puntos se cubría con el otro; cuando lograba llegar a las bocas,
vorazmente, como si las hubiese perdido, sabía ya que más allá de este lado de
la casa estaba el otro lado, más allá de las bocas se hallaba a solas el
gorrión ahorcado… Y lo más molesto era que el gorrión no se dejaba situar en el
mismo mapa de las bocas, se hallaba completamente afuera, pertenecía a otro
mundo, y, además, era casual, absurdo. ¿Por qué entonces me perseguía? ¡No
tenía derecho…! ¡Claro que no tenía derecho! ¿No tenía derecho?
Cuanto menos se justificaba su
presencia más intensamente me perseguía y me era más difícil olvidarlo… Porque
si no tenía derecho era entonces mucho más significativo el que me obsesionara
de esa manera.
Estuve un momento más en el
corredor, entre el gorrión y las bocas. Luego volví a mi cuarto, me acosté, y
antes de que pudiera pensarlo concilié el sueño.
Al día siguiente desempacamos
nuestros papeles y libros y nos dispusimos a trabajar.
No le pregunté qué había hecho en
la noche. Recordaba con disgusto mis propias aventuras en el corredor. Me
sentía como alguien que hubiese caído en la exageración y luego se sintiera
extraño, sí, me sentía extraño, pero Fuks también tenía un gesto extraño;
silenciosamente comenzó a hacer sus cuentas —que eran muy complicadas— en
muchísimas hojas de papel, utilizando incluso logaritmos. Esas cuentas tenían
por objeto elaborar un sistema para jugar a la ruleta, sistema que era —y él no
abrigaba ninguna duda al respecto— un gran fraude, una tomadura de pelo, pero
al que pese a todo entregaba por entero sus energías, pues en realidad no tenía
otra cosa que hacer; su situación era desesperada; en dos semanas más
terminarían sus vacaciones y tendría que volver a su oficina donde Drozdowski
haría esfuerzos sobrehumanos para no verlo, y para eso no había remedio, pues
aun cuando Fuks cumpliera sus obligaciones de la mejor manera posible seguiría
resultándole intolerable a Drozdowski… Fuks empezó a bostezar. Los ojos se le
habían convertido en dos hendiduras pequeñas e incluso ya no se quejaba,
solamente se abandonaba a la indiferencia y, cuando mucho, criticaba mis
problemas familiares; decía, por ejemplo:
—¿Te das cuenta?, a todos nos ocurre
lo mismo, a ti tampoco te dejan en paz, maldita sea, es terrible, te digo que
nada vale siquiera la pena…
Por la tarde fuimos en autobús a
Krupowki y arreglamos varios asuntos. Luego llegó la hora de la cena,
impacientemente esperada por mí, pues quería ver nuevamente a Lena y a Katasia,
a Katasia junto a Lena después de lo acontecido la noche anterior. Entre tanto
ahogaba en mí todo pensamiento referente a ellas; quería primero volver a
verlas y después comenzar a pensar.
¡Pero qué trastorno tan inesperado!
¡Estaba casada! Su esposo llegó
mientras comíamos. Inclinó sobre el plato su afilada nariz y yo me dediqué a
observarlo con vulgar curiosidad, ya que era su compañero erótico. Había una
gran confusión. No se trataba de celos, pero ella había cambiado, había
cambiado totalmente por culpa de aquel hombre que me era tan extraño pero que
conocía perfectamente los más secretos movimientos de aquellos labios. Era
evidente que se había casado hacía poco; tenía la mano puesta sobre la de ella
y la miraba a los ojos. ¿Cómo era? Grande, bien formado, apuesto aunque un poco
pesado, bastante inteligente; era arquitecto y trabajaba en la construcción de
un hotel. Hablaba poco.
Tomó un rábano. ¿Pero cómo era?
¿Cómo era? ¿Y cómo eran los dos cuando estaban juntos, a solas? ¿Qué le hacía
él a ella y ella a él? ¿Qué hacían juntos…? Ver a un hombre junto a la mujer
que nos interesa no tiene nada de agradable; pero lo peor es que aquel hombre,
totalmente extraño, se vuelve inmediatamente objeto de nuestra —obligatoria—
curiosidad y sentimos la obligación de adivinar sus más ocultos gustos… y
aunque nos produzca asco… tenemos que sentirlo a través de esa mujer. No sé qué
hubiera preferido, que ella con todo y lo atractiva que era, se volviera
repulsiva gracias a él, o bien que se volviera todavía más atractiva a través
del hombre que había elegido.
¡Cualquiera de ambas
posibilidades me resultaba terrible!
¿Se amaban? ¿Con amor pasional?
¿Prudente? ¿Romántico? ¿Fácil? ¿Difícil? ¿No se amaban? Ahí, en la mesa, en
presencia de la familia, desplegaban la ternura cortés de los matrimonios
jóvenes. Y era difícil observarlos; se les podía cuando mucho dirigir una que
otra mirada, había que utilizar toda una serie de maniobras atrevidas que no
llegaran a trasponer la línea de demarcación… En esa situación no podía mirarla
fijamente a los ojos; mis búsquedas pasionales y llenas de repulsión debían
limitarse a su mano, que yacía frente a mí sobre la mesa, cerca de la mano de
Lena. Observaba esa mano, grande, bien cuidada, con dedos no desagradables,
uñas cortas… La observaba y cada vez me molestaba más tener que penetrar en las
posibilidades eróticas de esa mano (como si yo fuera ella: Lena). No averigüé
nada. Sí, esa mano tenía muy buen aspecto, pero qué importaban las apariencias;
todo depende del tacto (pensaba), de su manera de tocarla; y podía muy bien
imaginarme la forma en que ellos se tocaban, decente o indecentemente,
perversa, salvaje, furiosamente, o de una manera totalmente matrimonial, y
nada, nada me resultaba claro, nada, porque, ¿quién podía asegurar que unas
manos bien formadas no pudieran tocar de un modo feo, horrible? ¿Dónde estaba
la garantía? ¿Es difícil admitir que una mano sana, correcta, se permita tales
excesos?
Seguramente; pero basta pensar
que «no obstante» se los permite y ese «no obstante» se vuelve una perversión
más. Y si no podía estar seguro de las manos, ¿podía estarlo de las personas
que se hallaban en un plano más lejano, allá donde yo casi no me atrevía a
mirar? Y sabía que hubiese bastado un leve y apenas perceptible roce de sus
dedos para que ellos mismos se volvieran infinitamente libertinos, aunque él,
Ludwik, decía precisamente en ese momento que había traído unas fotografías que
habían salido muy bien y que ya nos las mostraría después de cenar…
—Algo comiquísimo —dijo Fuks,
terminando el relato de cómo por el camino habíamos encontrado un gorrión en
medio de unas matas—, un gorrión ahorcado.
¡Ahorcar a un gorrión! ¡Vaya, es
demasiado!
—¡Demasiado, efectivamente
demasiado! —afirmó amablemente el señor León, cosa que hizo con placer por
hallarse de acuerdo—. ¡Demasiado! Imaginaos, vosotritos, qué locurita, qué
sadismo.
—Son unos salvajes —exclamó seca
y tajantemente doña Bolita, quitando un hilo de la manga de su marido.
Y él afirmó en seguida, con
placer:
—Unos salvajes.
A lo que doña Bolita replicó:
—Siempre tienes que llevarme la
contraria.
—Pero, mujer, precisamente digo
que son unos salvajes.
—Pues yo en cambio opino que son
unos salvajes —exclamó ella como si él hubiera dicho otra cosa.
—Precisamente unos salvajes, eso
es lo que yo digo…
—Ni siquiera sabes lo que dices.
Le arregló la punta del pañuelo
que tenía en el bolsillo de la chaqueta.
Katasia llegó para llevarse los
platos y entonces su boca, estirada, untuosa, fugitiva, apareció cerca de los
labios que tenía frente a mí. Era el momento que había esperado intensamente,
pero traté de ahogarlo; me volví hacia otro lado para no influir en nada, para
no inmiscuirme… para que el experimento resultara objetivo. Sus labios
comenzaron inmediatamente a «relacionarse» con los otros labios… Vi cómo al
mismo tiempo Ludwik le decía algo a Lena y el señor León participaba en la
conversación mientras Katasia iba de un lado a otro, atareada, y los labios se
relacionaban con los labios, como una estrella con otra estrella, y esa
constelación de bocas confirmaba mis aventuras nocturnas, que deseaba olvidar…
Ahí estaba una boca junto a la otra, ahí estaba una estirada horripilancia
furtiva y escurridiza junto a unos labios entreabiertos, suaves, limpios… ¡Como
si efectivamente tuvieran algo en común! Caí en una especie de sorpresa
temblorosa ante el hecho de que dos bocas que no tenían nada en común tuvieran
pese a todo algo en común. El hecho me aturdía y, sobre todo, me hundía en una
increíble distracción. Y todo estaba impregnado de noche, de tinieblas, como
sumergido en el día anterior.
Ludwik se limpió la boca con una
servilleta y la dobló metódicamente y la puso a un lado (parecía muy limpio y
ordenado, pero podía ser que su limpieza fuera no obstante sucia…), dijo con su
voz de bajo barítono que una semana antes él también había visto en uno de los
abetos junto al camino un pollo ahorcado, pero que no le había prestado mayor
atención, y que después de unos cuantos días el pollo había desaparecido.
—¡Qué cosa más rara! —dijo Fuks,
extrañado—. Gorriones ahorcados, pollos ahorcados. ¿No será tal vez una señal
del fin del mundo? ¿A qué altura estaba ahorcado el pollo? ¿Lejos del camino?
El único motivo de aquellas
preguntas era que Drozdowski no lo soportaba y que además no sabía qué hacer…
Se comió un rábano.
—Unos salvajes —repitió doña
Bolita. Arregló el pan en la cesta con un ademán de buena ama de casa y
excelente distribuidora de los alimentos. Sopló las migajas—. ¡Unos salvajes!
¡Hay ya tantos niños que hacen lo que les viene en gana!
—Sí —dijo León.
—El problema está —dijo
débilmente Fuks— en que tanto el gorrión como el pollo se hallaban colgados a
la altura de una mano adulta.
—¿Cómo? ¿Quién pudo haber sido
sino esos diablillos? El señoritín piensa que fue algún loquillo. No he oído
decir que haya algún loco por estas partes.
Tarareó un tiru-liru-lá y con
gran empeño se dedicó a la labor de fabricar bolitas con miga de pan. Las
acomodaba en hilera sobre el mantel y las observaba.
Katasia le acercó a Lena el
cenicero de red metálica. Lena sacudió la ceniza y en mí volvió a nacer su
pierna sobre la red de la cama, pero la distracción, unos labios sobre otros
labios, el alambre, el pollo y el gorrión, su esposo y ella, la chimenea tras
el canalón, la boca tras la boca, boca y boca, árboles y senderos, árboles y
camino principal, demasiado, demasiado, sin ningún orden, ola tras ola,
inmensidad en la distracción, en la dispersión. Distracción. Fatigante
extravío, allí, en un rincón, había una botella en el armario y podía verse un
pedazo de algo, quizá de corcho, pegado a su cuello… clavé los ojos en ese
corcho y en él descansé hasta que nos retiramos a dormir, el sueño, el dormir,
y nada más durante varios días, nada, solo el cieno de las acciones, de las palabras,
de las comidas, de las subidas y bajadas por la escalera, pero me enteré de
algunas cosas más. En primer lugar supe que Lena era maestra de idiomas y que
apenas llevaba dos meses de casada con Ludwik. Habían pasado la luna de miel en
Hel y ahora vivían allí hasta que él terminara de construir su casa. Todo esto
me lo relató Katasia mientras limpiaba los muebles con un paño, con gusto, con
amabilidad. En segundo lugar me enteré (esto por boca de Bolita) «hay que
operarla y coserla de nuevo; me lo dijo un cirujano, un viejo amigo de León;
¡cuántas veces no le habré dicho que yo cubro los gastos!; porque, sabe usted,
ella es sobrina mía, aunque de una pequeña aldea cerca de Grójec, pero yo no me
avergüenzo de los parientes pobres; además eso es antiestético, es una ofensa a
la estética, inclusive llega a ser repulsivo; cuántas veces no se lo habré
dicho durante todos estos años; porque hace ya cerca de cinco años, sabe usted,
un accidente; el autobús en que viajaba chocó contra un árbol; suerte que no le
haya ocurrido nada peor; cuántas veces no se lo habré dicho: Kata, no seas
floja, no tengas miedo, consulta con un médico, opérate, te ves mal, muy mal,
cuida de tu apariencia; pero qué va, es la pereza misma, tiene miedo, día tras
día viene y me dice: tía, ahora sí voy a ir, pero no va; nosotros ya nos hemos
acostumbrado y solo cuando alguien de afuera nos dice algo volvemos a
acordarnos, pero aunque yo soy muy sensible a la estética, ya podrá usted
imaginarse que con tanto trabajo, la limpieza, el lavado, hacerle a León esto o
lo otro, o Lena que quiere alguna cosa, o bien Ludwik, así desde que amanece
hasta que anochece, hacer esto, aquello, lo de más allá que aún espera, ¿de
dónde voy a sacar tiempo?, quizá cuando Ludwik y Lena se muden a su casa, quizá
entonces, pero mientras tanto por lo menos me da gusto que Lena haya encontrado
un hombre tan bueno, así está bien, porque si la hiciera infeliz yo lo mataría,
lo juro, tomaría un cuchillo y lo mataría, pero gracias a Dios hasta el momento
todo va bien, solo que ellos no me ayudan en nada, ni él ni ella; lo mismo que
León, salió igual al padre; yo tengo que preocuparme de todo; tengo que
recordar que todo esté en orden, que haya agua caliente, café; tengo que
preparar la ropa para el lavado, los calcetines; remendarles la ropa, planchar,
coser botones; además, los pañuelos, los emparedados, el papel; pulir el piso,
poner todo en orden, y ellos no hacen nada; aquí chuletas, allá ensalada, desde
que amanece hasta que anochece; después están los inquilinos; usted mismo puede
darse cuenta; yo no digo nada; es verdad, pagan, alquilan; pero también tengo
que ocuparme de ellos, tengo que hacer esto y lo otro para que todo salga bien;
tengo que hacer esto y aquello…».
Por otra parte, muchos
acontecimientos absorbentes y accesorios. Y noche tras noche la cena,
inevitable como la luna. Estar sentado frente a Lena mientras los labios de
Katasia se movían en nuestro derredor. León hacía bolitas de pan y las colocaba
en filas, meticulosamente; las observaba con atención y después de pensarlo un
rato pinchaba algunas de ellas con un mondadientes. Volvía después a meditar
largamente, tomaba un poco de sal con la punta del cuchillo y la depositaba
sobre la bolita elegida, para después observarla dubitativamente a través de sus
pince-nez.
—Tiru-liru-lá.
—Hijita querida, ¿por qué no le
das a tutulu papacítulu un rábanulu? Tíramulu.
Lo que significaba que le pedía a
Lena un rábano. Era difícil entender su lenguaje.
«Hijita mía, flor del árbol
paterno.» «Bolitita, qué trajintínulas ¿No te das cuenta qué tintín?» Pero no
siempre empleaba aquel lenguaje; en ocasiones comenzaba con un idioma de loco
para terminar normalmente, o viceversa. La brillante redondez del calvo cántaro
bajo el cual se hallaba el rostro y los pince-nez,
se erguía sobre la mesa como un globo. A menudo estaba de buen humor y contaba
anécdotas.
—Mamacita, despacita, ¿conoces el
cuento del biciclo triciclo? Iciclo se subió a un biciclo y se formó un
triciclo, ja, ja, ja…
Bolita entre tanto le arreglaba
algo cerca de una oreja o en el cuello de la camisa. León se ponía nervioso y
trenzaba los flecos del mantel o enterraba en él un mondadientes, pero no en
todos los sitios, solo en algunos, los que después de meditar un rato volvía a
observar en silencio con el ceño fruncido.
—Tiru-liru-lá.
A mí todo aquello me irritaba
pues pensaba en Fuks y sabía que se trataba de paja para su hoguera-Drozdowski,
esa hoguera que lo devoraba durante todo el día, a él, quien dentro de tres
semanas debía volver inevitablemente a su oficina para que otra vez Drozdowski
—con gesto de mártir— clavara la mirada en la estufa; pues, como decía Fuks, a
Drozdowski le daba urticaria con solo mirar su sombra. ¡Qué hacer!, ¡ni modo!
Drozdowski no podía soportarlo y
las locuras de León herían a Fuks, que las observaba con frialdad, sin ninguna
expresión… y esto me hacía sentir mayor disgusto hacia mis padres, mayores
deseos de olvidar todo lo referente a Varsovia, y continuaba así sentado a
disgusto, rencorosamente, mirando sin querer la mano de Ludwik, mano que no me
importaba, mano que me asqueaba y atraía y en cuyas posibilidades
erótico-táctiles debía yo penetrar… y otra vez Bolita. Sabía que ella tenía
mucho trabajo: lavar, barrer, repasar la ropa, prepararlo todo, planchar,
etcétera, etcétera. Distracción. Sonido y furia.
Volvía a concentrarme en mi trozo
de corcho en la botella, observaba aquel cuello y aquel corcho para no observar
ninguna otra cosa; aquel corcho se había vuelto en cierta forma mi barca en el
océano, en un océano del que solo me llegaba un murmullo lejano, un murmullo
demasiado general, demasiado universal para que en realidad pudiera ser oído. Y
nada más. Fueron varios días llenos de retazos de todo.
El calor seguía siendo intenso.
Era un verano fatigante. Todo se arrastraba, el esposo, las manos, las bocas,
Fuks, León; se arrastraban como se arrastra quien va por un camino en un día de
bochorno… El cuarto o quinto día, no por primera vez, la mirada se me extravió
en el fondo del cuarto. Bebía precisamente una taza de té y fumaba un
cigarrillo. Después de abandonar el corcho mis ojos tropezaron con un clavo que
había en la pared, junto a un anaquel; del clavo pasé al armario; conté sus
listones; cansado y somnoliento me aventuré por encima del armario; en los
sitios menos accesibles; donde se deshilachaba el empapelado de la pared;
llegué hasta el techo, hasta ese blanco desierto, pero esa monótona blancura se
convertía un poco más allá, cerca de la ventana, en un terreno rugoso, oscuro,
infectado de humedad, con una complicada geografía de continentes, bahías,
islas, penínsulas y extraños círculos concéntricos semejantes a los cráteres de
la luna; había además otras líneas diagonales, fugitivas. En algunos sitios
esto se volvía malsano, como un eczema, y en otros era salvaje, indómito; o
bien caprichoso gracias a sus garabatos y curvas; de todo esto emanaba el
peligro de lo definitivo, de algo que se perdía en una vertiginosa lejanía.
Había además unos puntitos, quizá huellas de moscas. En general estas génesis
eran indescifrables… Con fijeza, sumergido en esto y en mis propias
complicaciones, observaba y observaba, sin esforzarme demasiado, esas manchas;
pero lo hacía con terquedad, con obstinación, hasta que por fin sentí como si
ya hubiera cruzado una frontera y estuviera casi «del otro lado». Bebí un sorbo
de té.
Fuks me preguntó:
—¿Qué miras?
No tenía ningún deseo de hablar.
Tenía calor. Bebía mi té. Al fin respondí:
—Aquella raya, allá en el rincón,
tras esa isla y esa especie de triángulo… junto al hilillo.
—¿Qué tiene?
—Nada.
—¿Entonces?
—Nada.
Después de un momento le
pregunté:
—¿A qué se parecen?
—¿La raya y el hilillo? —dijo
animadamente. Pero yo sabía bien la razón de ese entusiasmo, sabía que al
responderme se olvidaba de Drozdowski. ¿Eso? Déjame ver…
A un rastrillo.
—Podría ser un rastrillo.
Lena intervino en nuestra
conversación, pues jugábamos a las adivinanzas, juego de salón, sencillo;
perfectamente adecuado para su timidez.
—¡Qué va a ser un rastrillo! Es
una flecha.
Fuks protestó:
—¡Cómo va a ser una flecha!
Transcurrieron varios minutos
llenos de acontecimientos diversos. Ludwik le preguntó a León si quería jugar
al ajedrez; a mí me molestaba una uña rota; cayó al suelo un periódico; unos
perros ladraban al otro lado de la ventana (dos perrillos pequeños, jóvenes, juguetones,
que dormían en el patio). Había también un gato.
León dijo:
—Solo una partida.
—¿También a ti te parece una
flecha? —preguntó Fuks.
—Podría ser una flecha y podría
no serlo —dije, levantando el periódico. Ludwik se incorporó. Un autobús pasó
por el camino.
Bolita preguntó:
—¿Llamaste por teléfono?