lunes, 1 de julio de 2024

Witold Gombrowicz Cosmos FRAGMENTOS DE MI DIARIO EN LOS QUE SE HABLA DE COSMOS Y PRIMER CAPÍTULO

 

 


Witold Gombrowicz

 Cosmos

 

 

   FRAGMENTOS DE MI DIARIO EN LOS QUE SE HABLA DE COSMOS

 

1962 — ¿Qué es una novela policíaca? Un intento de organizar el caos. Por eso mi Cosmos, que me gusta lla¬mar «una novela sobre la formación de la realidad», será una especie de novela policial.

1963 — Trazo dos puntos de partida, dos anomalías muy distantes una de otra: a) un gorrión colgado; b) la asociación entre la boca de Katasia y la boca de Lena.

Estos dos problemas exigen un sentido. El uno penetra en el otro tendiendo hacia la totalidad. De este modo comienza un proceso de suposiciones, de asociaciones, de investigaciones, algo que va a crearse, pero se trata de un embrión más bien monstruoso, un aborto… y este rebus oscuro, incomprensible, exigirá una solución… buscar una Idea que explique, que imponga un orden…

1963 — ¡Qué de aventuras, qué de incidentes con lo real durante esta inmersión en el fondo de las tinieblas!

Lógica interior y lógica exterior.

Astucias de la lógica.

Riesgos intelectuales: las analogías, las oposiciones, las simetrías…

Ritmos furiosos, acelerados bruscamente, de una Realidad que se desencadena. Y que estalla. Catástrofe. Vergüenza.

La realidad que de pronto se desborda debido a un hecho excesivo.

Creación de tentáculos laterales… de cavidades oscuras… de fracturas cada vez más dolorosas… Frenos… curvas…

Etc., etc., etc.

La idea gira en torno a mí como un animal salvaje…

Etc., etc.

Mi colaboración. Yo en el lado opuesto, en el lado del rebus. Intentando completar ese rebus. Arrastrado por la violencia de los acontecimientos que buscan una Forma.

Es en vano que me lance a ese remolino, a expensas de mi felicidad…

Microcosmos-macrocosmos.

Mitologización. Distancia. Eco.

Irrupción brutal de un absurdo lógico. Escandaloso.

Puntos de referencia.

León que oficia.

Etc., etc., etc.

(Pero no hay nada que temer, después de todo será una historia normal, una novela policíaca normal, aunque un poco rugosa)

De la infinidad de fenómenos que pasan en torno a mí, aíslo uno. Elijo, por ejemplo, un cenicero sobre mi mesa (el resto desaparece en la sombra).

Si esta percepción se justifica (por ejemplo, he señalado el cenicero porque debo tirar la ceniza de mi cigarrillo) todo es perfecto.

Si he elegido el cenicero por azar y no vuelvo después a advertirlo, también todo va bien.

Pero si, después de haber destacado ese fenómeno sin objeto preciso, vuelve usted a él, ahí está lo grave. ¿Por qué ha vuelto usted, si aquel carece de importancia? ¡Ah, ah!, ¿así que significa algo para usted, ya que vuelve a él? He aquí cómo, por el simple hecho de concentrarse sin razón alguna un segundo de más en ese fenómeno, la cosa comienza a ser diferente del resto, a cargarse de sentido…

—¡No, no! (se defiende usted), es solo un cenicero ordinario.

—¿Ordinario? ¿Entonces por qué defenderse, si es en verdad un cenicero ordinario?

He aquí cómo un fenómeno se convierte en una obsesión…

¿Será que la realidad es, en esencia, obsesiva? Dado que nosotros construimos nuestros mundos por asociación de fenómenos, no me sorprendería que en el principio de los tiempos haya habido una asociación gratuita y repetida que fijara una dirección dentro del caos, instaurando un orden.

Hay algo en la conciencia que se convierte en trampa de ella misma.

 


 PRIMERO

 

Voy a contar ahora otra aventura, aún más extraña…

Sudor. Fuks avanza. Yo tras él. Pantalones. Zapatos. Polvo. Nos arrastramos.

Arrastramos. Tierra, huellas de ruedas en el camino, un terrón, reflejos de piedrecillas brillantes. Resplandor. Calor infernal, hirviente. Un sol cegador. Casas, cercas de madera, campos, bosques. Este camino, esta marcha, de dónde, cómo, para qué hablar más. La verdad era que estaba harto de mis padres y de toda la familia; quería superar al menos un examen y disfrutar del cambio; alejarme, pasar algún tiempo en otro sitio. Me fui a Zakopane y cuando andaba por el camino de Krupowki, buscando una pensión barata, me encontré con Fuks, rubio desteñido, ojos saltones y mirada abúlica. Se alegró y me alegré. ¿Cómo estás?, ¿qué haces?, ando buscando una habitación; yo también, tengo la dirección de una casa, más barata porque se halla un poco lejos del centro, casi en las afueras. Caminamos, pantalones, tacones enterrados en la arena, camino, calor, miro hacia abajo, tierra, arena, chispean los guijarros, uno, dos, uno, dos, pantalones, zapatos, sudor, somnolencia en los ojos insomnes durante el viaje por tren. Y nada sucede sino esa marcha que nos reduce al nivel del suelo. Fuks se detuvo.

—¿Descansamos un poco?

—¿Aún estamos lejos?

—No mucho.

Eché una mirada en nuestro derredor y vi todo lo que se podía ver y que no quería ver por haberlo ya visto tantas veces: pinos y empalizadas, abetos y casuchas, matas y yerbas, zanjas, senderos y camellones de flores, el campo, una chimenea… el aire… y un sol resplandeciente; pero, no obstante, todo estaba negro, la espesura de los árboles, la tierra gris, el verdor de las plantas cerca de la tierra, todo negro. Ladró un perro. Fuks se metió entre unas matas.

—Aquí hace menos calor.

—Sigamos.

—Espera un momento. Descansemos un poco.

Se internó entre las matas hasta el sitio donde se formaba una cavidad, unos huecos sombreados por las ramas de unos abetos y por las hojas de unos árboles que entretejían sus frondas; dirigí la mirada hacia esa maraña de hojas, ramas, manchas luminosas, espesuras, agujeros, hojas apretadas, dobleces, diagonales, redondeces y no sé qué diablos más, hacia ese espacio lleno de manchas que presionaba y aflojaba, se silenciaba, crecía, no sé qué, se abría, estallaba en mil fragmentos… desconcertado y bañado en sudor sentía la tierra negra y desnuda bajo mis pies. Arriba, entre las ramas, había algo; algo se destacaba, algo extraño, intruso e indefinible… algo que también mi compañero estaba observando.

—Es un gorrión.

—Sí.

Era un gorrión. Un gorrión colgado de un alambre. Colgado. Con la cabeza inclinada y el pico abierto. Colgaba de un alambre fino enredado a una rama.

Algo absurdo. Un pájaro ahorcado. Un gorrión ahorcado. Era algo que proclamaba a gritos su excentricidad y señalaba acusadoramente una mano humana que había penetrado en la maleza… ¿la mano de quién? ¿Quién había sido el ahorcador? ¿Y para qué? ¿Cuál podía ser la causa?, pensaba yo confusamente en medio de aquella vegetación que se excedía en miles de combinaciones; por otra parte estaba el fatigoso viaje en tren, la noche llena de ruidos ferroviarios, el sueño, el aire, el sol, la marcha con Fuks, mi madre, Jasia, el conflicto provocado por aquella carta, mi frialdad hacia Román, mi padre, incluso los problemas de Fuks con el director de su oficina (problemas de los que me había hablado), las huellas dejadas por las ruedas, los terrones, los zapatos, pantalones, piedras, hojas, todo se concentraba de golpe en ese gorrión, como una muchedumbre arrodillada.

Él reinaba en su total excentricidad… Reinaba en aquel sitio.

—¿Quién lo habrá ahorcado?

—Algún chico.

—No. Está demasiado alto.

—Vámonos.

Pero no se movía. El gorrión pendía. La tierra estaba desnuda, a trechos cubierta por una hierba corta, rala, y además había demasiadas cosas, un pedazo de lata retorcido, un palo, otro palo, un cartón roto, un palito, incluso un escarabajo, una hormiga, otra hormiga, un gusano de nombre para mí desconocido, una tabla, etcétera, etcétera, hasta llegar a la hierba junto a las raíces de los arbustos. Y Fuks que, como yo, observaba todo esto.

«Vámonos», pero seguía sin moverse, observaba; el gorrión estaba colgado; yo también miraba sin moverme. «Vámonos.» «Vámonos.» Pero pese a todo no nos movíamos, quizá porque habíamos estado allí demasiado tiempo y habíamos dejado pasar el momento oportuno para la retirada… y ahora aquello se volvía cada vez más difícil, más molesto… nosotros y el gorrión ahorcado que pendía entre las ramas… sentí algo parecido a un desequilibrio, a una falta de tacto, una impertinencia de parte nuestra…

Tenía un sueño horrible…

—Sigamos nuestro camino —dije. Y comenzamos a alejarnos, dejando solo al gorrión entre las ramas.

La marcha por el camino, bajo el sol, nos incineró, nos hastió; después de unos cuantos pasos nos detuvimos disgustados y volví a preguntarle si estábamos lejos. Fuks me respondió entonces, señalando con un dedo un letrero que colgaba de una cerca de madera:

—Mira, aquí también alquilan cuartos.

Miré. Un jardín. Una casa en el jardín sin ningún adorno, sin balcones, miserable, gris, construida económicamente, un porche pobretón, saliente, de madera, al estilo de Zakopane, dos hileras de ventanas: cinco en la planta baja, cinco en la alta; en el jardín unos árboles enanos, pensamientos que se marchitaban en los camellones, varios senderos cubiertos de grava. Pero él pensaba que era mejor entrar y ver, no perderíamos nada, a veces en semejantes casas la comida era excelente y los precios muy bajos. Yo también estaba dispuesto a entrar y ver. Antes habíamos pasado varios anuncios parecidos sin prestarles ninguna atención, pero ahora sudábamos a chorros. El calor era tremendo. Fuks abrió el portón y por un sendero cubierto de grava nos dirigimos hacia las resplandecientes ventanas. Fuks tocó el timbre; esperamos un momento en el porche hasta que se abrió la puerta; apareció una mujer madura y cuarentona que parecía encargarse de la casa; era regordeta, tenía grandes pechos.

—Quisiéramos alquilar una habitación.

—Un momento. Voy a llamar a la señora.

Esperamos en el porche; yo tenía la cabeza atestada del estruendo del tren, del viaje, de los acontecimientos del día anterior; un enjambre, un tumulto, un caos. Una cascada, un estruendo ensordecedor. Me había llamado la atención un extraño defecto de los labios de la mujer, un defecto en medio de un rostro de honesta ama de casa, rostro de ojillos claros. De un lado tenía la boca como estirada, y ese alargamiento, mínimo, de un milímetro, provocaba un enroscamiento del labio superior que saltaba o se deslizaba como un reptil, y aquel deslizarse accesorio, fugitivo, tenía una frialdad reptiloide, batrácica, que a mí me encendió e hizo arder de inmediato, pues era el oscuro pasadizo que conducía hacia un pecado carnal gelatinoso y viscoso. Pero me sorprendió su voz, no sé qué clase de voz imaginaba en tal boca, y hela aquí que hablaba con una voz natural de ama de casa avejentada y rechoncha. Podía oír su voz que venía del interior de la casa:

—Tía, están aquí unos señores que buscan cuarto.

Su tía llegó rodando como sobre rodillos un momento después. Era también rechoncha; intercambiamos unas cuantas frases, sí, claro, tenemos un cuarto con pensión completa para dos personas, pasen por favor. Nos llegó un olor de café tostado; había un pequeño corredor, un vestíbulo, unas escaleras de madera; ¿se quedarán mucho tiempo?, claro, los estudios, aquí tendrán mucha paz y silencio… En la parte superior otro corredor y varias puertas. La casa era pequeña. Al llegar al fondo del corredor abrió el último cuarto y yo lo recorrí de una ojeada, era como todos los cuartos de alquiler, oscuro, con las cortinas corridas, dos camas y un armario, una percha, una jarra sobre un platito, y junto a las camas dos lámparas de noche, pero sin bombillas eléctricas, y un espejo en un marco sucio y feo. Un poco del sol que había tras las cortinas caía sobre el suelo, en un solo lugar, y llegaba hasta nosotros un olor de hiedra y el zumbido de un tábano, solo que… Y sin embargo hubo una sorpresa pues una de las camas estaba ocupada; yacía en ella una muchacha, e incluso podía sospecharse que no yacía de manera totalmente adecuada, pero yo no sabía en qué residía aquella —llamémosla así— peculiaridad, tal vez estribaba en el hecho de que la cama no tenía sábanas sino solo un colchón desnudo, o porque una de las piernas se recostaba sobre la red metálica de la cama (pues el colchón se había deslizado ligeramente), o quizá en el hecho de que la unión de su pierna y el metal me ponía nervioso en ese día caluroso, sofocante, de bochorno.

¿Dormía? Al vernos se sentó sobre la cama y comenzó a arreglarse el cabello.

—¡Lena! ¿Pero qué haces aquí, tesoro? ¡Habrase visto! Permítanme presentarles a mi hija.

La mujer inclinó la cabeza en respuesta a nuestros saludos, se levantó y salió en silencio. Aquel silencio amortiguó la idea de que algo anormal ocurría.

Vimos después el cuarto de junto; era igual, pero un poco más barato pues no tenía puerta al baño. Fuks se sentó en la cama y ella en una silla y el resultado fue que alquilamos aquel cuarto, el más barato, junto con las comidas de las que la señora Wojtys decía que «ya veríamos».

El desayuno y la comida se nos iban a servir en nuestro cuarto y la cena la comeríamos con toda la familia en la planta baja.

—Vayan por su equipaje mientras Katasia y yo arreglamos todo.

Fuimos por el equipaje.

Regresamos con el equipaje.

Desempacamos y Fuks comenzó a decir que habíamos tenido suerte, que el cuarto era barato, que seguramente el que le habían recomendado sería más caro… y además más lejos… La comida será buena, ya verás. Su rostro pisciforme me tenía cada vez más harto, tenía ganas de dormir… dormir… me acerqué a la ventana, me asomé, el miserable jardincillo ardía bajo el sol, más allá estaba la cerca de madera y el camino y al otro lado había dos abetos que marcaban en medio de la maleza el sitio donde pendía el gorrión. Me tiré en la cama, me revolví en ella hasta quedar dormido, con la boca fuera de la boca, los labios hechos más labios por ser menos labios… Pero no dormía. Ya estaba despierto. Junto a mí estaba la sirvienta. Amanecía, pero era un amanecer oscuro, nocturno. Por otra parte, eso no era el amanecer. La sirvienta me despertó:

—Los señores los esperan para cenar.

Me levanté. Fuks se ponía ya los zapatos. La cena. En el comedor que era como una estrecha jaula con una alacena de espejos, había leche agria, rábanos y un discurso del señor Wojtys, exdirector de Banco, un gran anillo y gemelos de oro.

—Yo, mi queridísimo amigo, me encuentro actualmente a la disposición de mi media naranja y me dedico a diversos trabajillos: componer el grifo del agua, por ejemplo, o la radio… le aconsejaría un poco más de crema para los rábanos; nuestra crema es de primera…

—Gracias.

—¡Vaya calor! Esto terminará en tormenta. Lo juro por lo más sagrado que podamos jurar yo y mis granaderos.

—¿Oíste los truenos a lo lejos, al otro lado del bosque? (hablaba Lena a quien yo no había visto aún suficientemente, aunque la verdad sea dicha había visto muy pocas cosas. Pero hay que admitir que el exdirector o exgerente, se expresaba de un modo pintoresco).

—Si me fuese posible le recomendaría otro poqui tín de leche agria, mi esposa es una especifiquísima especialista de este producto lácteo. Y el secreto, le pregunto al señorito aquí presente, ¿en qué reside? En el recipiente. La calidad de la leche agria está en razón directa de las cualidades lácteas del recipiente.

—Tú nada sabes de estas cosas, León —intervino su esposa.

—Soy jugador de bridge, señoritines míos, un banquero venido a jugador de bridge, con el expedito consentimiento de mi esposa; juego en las horas vespertinas y los domingos por la tarde. ¿Ustedes han venido a estudiar? Perfectamente, no podrían encontrar nada mejor, aquí tendrán la tranquilidad y el silencio necesarios; el intelecto podrá hacer cuanta pirueta ansíe…

Pero yo le escuchaba sin demasiada atención. El señor León tenía una cabeza acantarada, como de enano, su calvicie invadía la mesa, reforzada por el sarcástico brillo de sus gafas; a su lado estaba Lena, serena como un lago y la señora Wojtys, sentada en toda su redondez y aventurándose fuera de ella solo para atender la cena con una especie de sacrificio que yo no comprendía. Fuks decía algo desganadamente, sin entusiasmo, flemáticamente, yo comía unos ravioles y seguía sintiendo sueño; hablaban del polvo, de que la temporada de turismo no comenzaba aún, pregunté si las noches eran frías, terminamos los ravioles, nos sirvieron la compota y después Katasia le acercó a Lena un cenicero cubierto por una redecilla de alambres, ni siquiera el eco, el remotísimo eco, de aquella otra red (la de la cama) donde su pierna, cuando yo entré en el cuarto, cuando su pie, un trozo de muslo, sobre la red de la cama, etcétera, etcétera.

El labio que se deslizaba de la boca de Katasia se encontró cerca de la boca de Lena.

Me sentí desconcertado. Yo, después de haber dejado aquello, allá, en Varsovia, me hallaba aquí metido ahora en esto que apenas comenzaba… Por un momento me sentí desconcertado, pero Katasia salió, Lena puso el cenicero en el centro de la mesa y yo también encendí un cigarrillo, conectaron la radio, el señor Wojtys tamborileó con los dedos en la mesa y entonó una melodía, algo así como un tiru-liru-lá, pero dejó de hacerlo, para otra vez en seguida tamborilear y canturrear e interrumpirse nuevamente.

Nos sentíamos incómodos. La habitación era muy pequeña. La boca de Lena, cerrada o entreabierta, su timidez… y nada más, buenas noches. Nos retiramos a nuestras habitaciones.

Nos desvestimos y Fuks volvió a quejarse de Drozdowski, su jefe. Con la camisa entre las manos empezó a decirme desganada y torpemente, sin entusiasmo, que Drozdowski…, que al principio se llevaban espléndidamente, pero que después ya no, que esto, lo otro, empecé a resultarle molesto, irritante, imagínate, viejo, le irrito, haga lo que haga le irrito, ¿comprendes?, irritar al jefe durante siete horas diarias; no me puede soportar, veo que se esfuerza por no mirarme, durante las siete horas, cuando por casualidad me ve aparta de mí los ojos como si se hubiera quemado. ¡Siete horas diarias! Yo mismo no sé —dijo mirando fijamente sus zapatos—, a veces me dan ganas de caer de rodillas y decirle, señor Drozdowski, perdón. ¡Perdón! ¿Pero de qué me puede perdonar? Y yo sé que no lo hace por mala voluntad, sino que de verdad le resulto molesto; los compañeros de oficina me dicen que no debo preocuparme, que me tranquilice, que no haga nada, pero —añadió, mirándome con sus melancólicos ojos saltones—, ¿qué puedo hacer o no hacer, si estamos juntos en un mismo cuarto durante siete horas diarias? Si carraspeo, bueno, solo con moverme, se le ponen los pelos de punta. ¿Será posible que yo apeste? Esas lamentaciones de un Fuks malquerido se me asociaban con mi salida de Varsovia, salida sin entusiasmo y llena de desprecio; ambos, él y yo estábamos despojados de… oh, el desprecio… y en esa habitación alquilada, desconocida, de una casa cualquiera, accidental, nos desvestíamos como seres arrojados, eliminados. Hablamos un rato de los Wojtys, dijimos que su casa tenía ambiente familiar y después me dormí. Desperté. Era de noche. Todo estaba a oscuras. Pasaron varios minutos antes de que sumergido en las sábanas me diese cuenta de que me hallaba en aquel cuarto amueblado con un armario, una mesilla y una jarra de agua, en una posición determinada respecto a las ventanas y a la puerta. Y logré advertir esto gracias a un silencioso y prolongado esfuerzo cerebral. Durante largo rato no supe si dormir o no… No quería dormir, pero tampoco quería levantarme, así que comencé a pensar en lo que debía hacer, levantarme, dormir, seguir acostado, por fin estiré una pierna y me senté en la cama y al sentarme vi la blancuzca mancha de las cortinas de la ventana que descorrí después de acercarme descalzo a ellas: allá, más allá del jardín, de la cerca de madera, del camino, allá estaba el sitio donde se hallaba el gorrión ahorcado entre una maraña de ramas, sobre una tierra negra en la que había un pedazo de cartón, una lata, un tronco, allá donde las puntas de los abetos se clavaban en la noche estrellada. Cerré la ventana, pero no me alejé de ella, pues se me ocurrió que Fuks me podía estar observando.

Y efectivamente no se oía su respiración… Y si no dormía, entonces me había visto asomado a la ventana… lo que no tenía nada de malo a no ser por la noche y por el pájaro. El que yo me hubiera asomado a la ventana tenía que relacionarse forzosamente con el pájaro… y eso me avergonzaba… pero el silencio se prolongaba demasiado y era absoluto, lo que me dio la seguridad de que Fuks no se hallaba en el cuarto. Y de verdad no estaba, en su cama no había nadie. Abrí la ventana y a la claridad de las estrellas vi vacío el lecho de Fuks. ¿Adónde habría ido?

¿Tal vez al baño? No, de allá solo llegaba el ruido del agua. Pero, entonces… ¿habría ido a ver al gorrión? No sé cómo se me ocurrió la idea, pero en seguida me di cuenta de que no era imposible; podía haber ido; se había interesado demasiado en aquel gorrión; habría ido a buscar una explicación entre aquellas matas; además, su cara de pelirrojo flemático se prestaba a tales inquisiciones; tratar de saber, de pensar, de dilucidar, ¿quién lo ahorcó y por qué…? Además, seguramente había elegido esta casa debido al gorrión (la idea me pareció un tanto exagerada, pero no desechable, la mantenía en un segundo plano), el hecho era que se había despertado, o quizá ni siquiera había dormido, e invadido por la curiosidad se levantó y salió, quizá para comprobar algún detalle y para examinarlo todo en la noche… ¿jugaba al detective…? Me inclinaba a creerlo. Cada vez estaba más dispuesto a creerlo. Esto no me molestaba personalmente, pero hubiera preferido que nuestra estancia en la casa de los Wojtys no empezara con tales correrías nocturnas; por otra parte me irritaba un poco que el gorrión entrara nuevamente a escena, que se hinchara, creciese y se creyera más importante de lo que era. Y si el idiota de Fuks hubiera ido a ver al gorrión aquel se volvería un personaje capaz incluso de recibir visitas. Sonreí. ¿Qué pasaría ahora? No sabía qué hacer, pero no quería volver a la cama, me puse los pantalones, abrí la puerta y me asomé al corredor. Estaba vacío y helado. A la izquierda la oscuridad se aclaraba en el sitio donde empezaban las escaleras; había ahí una pequeña ventana; agucé el oído, pero no oí nada… Salí al corredor y me molestó el hecho de que Fuks hubiese salido y que yo mismo saliera también furtivamente… Así, sumadas, ambas salidas dejaban de ser inocentes… Al salir del cuarto recreé en mi memoria la distribución de la casa, el plano de los cuartos, las combinaciones de paredes, vestíbulos, corredores, objetos e incluso personas… era algo que yo no conocía, algo que apenas empezaba a conocer.

Pero me encontraba en el corredor de una casa ajena, de noche, en pantalones y mangas de camisa… y eso tendía a la sexualidad, se deslizaba hacia ella como el es-cu-rrimiento en la boca de Katasia… ¿dónde dormiría?, ¿acaso dormía? Al hacerme esta pregunta en el corredor me convertí de inmediato en alguien que iba en medio de la noche hacia ella, descalzo, en pantalones y mangas de camisa; ese retorcimiento, ese reptiloide escurrimiento labial casi, casi, apenas un poco, unido a mi separación, a mi alejamiento de quienes habían quedado en Varsovia, alejamiento frío, desagradable, ese retorcimiento me conducía con frialdad hacia la perversión que se escondía en alguna parte de aquella casa somnolienta… ¿Pero dónde dormiría? Avancé algunos pasos, llegué a las escaleras y me asomé por una pequeña ventana, la única que había en el corredor y que daba al otro lado de la casa, allá donde no estaban ni el camino ni el gorrión, a un gran espacio limitado por un muro e iluminado por enjambres de estrellas donde se veía otro jardincillo con arbustos endebles y veredas cubiertas de grava, jardincillo que luego se convertía en un terreno baldío en el que había una pequeña bodega y un montón de ladrillos. A la izquierda, inmediatamente junto a la casa, había un pequeño cuarto aislado, seguramente la cocina o el lavadero. O quizá ese era el sitio donde Katasia preparaba para el sueño sus inquietantes labios…

Era increíble aquel cielo estrellado y sin luna. Entre sus enjambres se destacaban las constelaciones; algunas de ellas me eran conocidas: la Osa Mayor, la Osa Menor…; las localicé en seguida, pero otras constelaciones que me eran desconocidas estaban también allí, como inscritas entre las estrellas principales; traté de fijar líneas que las configurasen… pero estos trazos diferenciantes y las exigencias de ese mapa me fatigaron pronto y desvié entonces la atención hacia el jardín; pero también en él la proliferación de objetos me fatigó en seguida, la chimenea, el tubo, el canalón, las molduras del muro, un arbusto y otras combinaciones, combinaciones de otras combinaciones; como por ejemplo la curva y el fin del sendero, el ritmo de las sombras… y, sin quererlo, empecé también aquí a buscar figuras, formas; en realidad no lo deseaba, estaba aburrido, impaciente y caprichoso hasta que advertí que lo que me atraía en aquellos objetos, lo que me tenía absorbido era el que «estuvieran detrás», o sea que un objeto estaba «tras» otro, el tubo tras la chimenea, el muro tras la esquina de la cocina, todo como… como… como… como los labios de Katasia tras los labios de Lena, cuando durante la cena aquella le pasaba a la otra el cenicero de red metálica, inclinándose sobre ella, bajando el escurrimiento de los labios y acercándoselo… Pero eso me sorprendía más de lo que debía sorprenderme; en general me sentía inclinado a la exageración. Además, las constelaciones —la Osa Mayor, etcétera— me producían algo parecido al agobio cerebral. Pensé: «¿Qué importan esas dos bocas juntas?», pero lo que me extrañaba especialmente era que esos labios —los de la una y la otra— permanecieron entonces en la imaginación, en el recuerdo, más unidos entre sí de lo que habían estado en la mesa; agité la cabeza para despejar la mente, pero solo conseguí que la unión de los labios de Lena y Katasia se volviera más precisa; dado esto sonreí, pues la retorcida disolución de Katasia, su huida en la perversidad, no tenía nada, absolutamente nada, en común con la pureza y la frescura de los entreabiertos labios de Lena; solo que unos labios existían «en relación con los otros», como en un mapa cada ciudad existe en relación con las otras; los mapas se me habían metido en la cabeza, el mapa del cielo o un mapa común y corriente con ciudades, etcétera. Toda «unión» no era precisamente una unión, era simplemente una boca considerada en relación con otra boca, en el sentido de la distancia, por ejemplo, o de la dirección o de su situación… nada más… pero era cierto que al calcular yo que la boca de Katasia se encontraba en algún sitio cercano a la cocina (allí dormía), trataba de saber en dónde, en qué dirección, a qué distancia de ella podían encontrarse los labios de Lena. Y la fría sensualidad de mi marcha hacia Katasia en ese corredor fue retorcida a causa de la accesoria intromisión de Lena.

Y esto iba acompañado de una distracción creciente; lo que no era extraño, pues el concentrar excesivamente la atención en un objeto induce a la distracción, ya que aquel objeto único hace ensombrecer todos los demás. Si fijamos los ojos en un solo punto del mapa sabemos entonces que se nos escapan todos los demás. Así yo, atento al jardín, al cielo, a la doblez de las bocas que se hallaban una tras otra, sabía, sabía, que algo se me escapaba… algo importante… ¡Fuks! ¿Dónde estaba? ¿Acaso «jugaba al detective»?

¡Ojalá no acabara todo mal! Me sentí a disgusto de haber alquilado un cuarto junto con ese pisciforme Fuks al que conocía tan poco… pero frente a mí estaba el jardín, los árboles, los senderos, y más allá había un terreno con una pila de ladrillos que se extendían hasta el muro blanquísimo; pero esta vez todo se me presentó como una evidente señal de lo que no podía ver, de lo que había al otro lado de la casa, donde también había un trozo de jardín, después de la barda, el camino, y, más allá, la maleza… De pronto, la intensidad de las estrellas se me asoció con la intensidad del gorrión ahorcado. ¿Acaso estaba allá Fuks, junto al gorrión?

¡El gorrión! ¡El gorrión! En realidad ni Fuks ni el gorrión me interesaban mayormente; las bocas eran por supuesto mucho más inquietantes… así pensaba en mi distracción… y por eso hice a un lado al gorrión para concentrarme en las bocas, pero esto provocó una desagradable partida de tenis, pues el gorrión me arrojaba a las bocas y las bocas al gorrión, y así me encontré entre el gorrión y las bocas; cada uno de esos puntos se cubría con el otro; cuando lograba llegar a las bocas, vorazmente, como si las hubiese perdido, sabía ya que más allá de este lado de la casa estaba el otro lado, más allá de las bocas se hallaba a solas el gorrión ahorcado… Y lo más molesto era que el gorrión no se dejaba situar en el mismo mapa de las bocas, se hallaba completamente afuera, pertenecía a otro mundo, y, además, era casual, absurdo. ¿Por qué entonces me perseguía? ¡No tenía derecho…! ¡Claro que no tenía derecho! ¿No tenía derecho?

Cuanto menos se justificaba su presencia más intensamente me perseguía y me era más difícil olvidarlo… Porque si no tenía derecho era entonces mucho más significativo el que me obsesionara de esa manera.

Estuve un momento más en el corredor, entre el gorrión y las bocas. Luego volví a mi cuarto, me acosté, y antes de que pudiera pensarlo concilié el sueño.

Al día siguiente desempacamos nuestros papeles y libros y nos dispusimos a trabajar.

No le pregunté qué había hecho en la noche. Recordaba con disgusto mis propias aventuras en el corredor. Me sentía como alguien que hubiese caído en la exageración y luego se sintiera extraño, sí, me sentía extraño, pero Fuks también tenía un gesto extraño; silenciosamente comenzó a hacer sus cuentas —que eran muy complicadas— en muchísimas hojas de papel, utilizando incluso logaritmos. Esas cuentas tenían por objeto elaborar un sistema para jugar a la ruleta, sistema que era —y él no abrigaba ninguna duda al respecto— un gran fraude, una tomadura de pelo, pero al que pese a todo entregaba por entero sus energías, pues en realidad no tenía otra cosa que hacer; su situación era desesperada; en dos semanas más terminarían sus vacaciones y tendría que volver a su oficina donde Drozdowski haría esfuerzos sobrehumanos para no verlo, y para eso no había remedio, pues aun cuando Fuks cumpliera sus obligaciones de la mejor manera posible seguiría resultándole intolerable a Drozdowski… Fuks empezó a bostezar. Los ojos se le habían convertido en dos hendiduras pequeñas e incluso ya no se quejaba, solamente se abandonaba a la indiferencia y, cuando mucho, criticaba mis problemas familiares; decía, por ejemplo:

—¿Te das cuenta?, a todos nos ocurre lo mismo, a ti tampoco te dejan en paz, maldita sea, es terrible, te digo que nada vale siquiera la pena…

Por la tarde fuimos en autobús a Krupowki y arreglamos varios asuntos. Luego llegó la hora de la cena, impacientemente esperada por mí, pues quería ver nuevamente a Lena y a Katasia, a Katasia junto a Lena después de lo acontecido la noche anterior. Entre tanto ahogaba en mí todo pensamiento referente a ellas; quería primero volver a verlas y después comenzar a pensar.

¡Pero qué trastorno tan inesperado!

¡Estaba casada! Su esposo llegó mientras comíamos. Inclinó sobre el plato su afilada nariz y yo me dediqué a observarlo con vulgar curiosidad, ya que era su compañero erótico. Había una gran confusión. No se trataba de celos, pero ella había cambiado, había cambiado totalmente por culpa de aquel hombre que me era tan extraño pero que conocía perfectamente los más secretos movimientos de aquellos labios. Era evidente que se había casado hacía poco; tenía la mano puesta sobre la de ella y la miraba a los ojos. ¿Cómo era? Grande, bien formado, apuesto aunque un poco pesado, bastante inteligente; era arquitecto y trabajaba en la construcción de un hotel. Hablaba poco.

Tomó un rábano. ¿Pero cómo era? ¿Cómo era? ¿Y cómo eran los dos cuando estaban juntos, a solas? ¿Qué le hacía él a ella y ella a él? ¿Qué hacían juntos…? Ver a un hombre junto a la mujer que nos interesa no tiene nada de agradable; pero lo peor es que aquel hombre, totalmente extraño, se vuelve inmediatamente objeto de nuestra —obligatoria— curiosidad y sentimos la obligación de adivinar sus más ocultos gustos… y aunque nos produzca asco… tenemos que sentirlo a través de esa mujer. No sé qué hubiera preferido, que ella con todo y lo atractiva que era, se volviera repulsiva gracias a él, o bien que se volviera todavía más atractiva a través del hombre que había elegido.

¡Cualquiera de ambas posibilidades me resultaba terrible!

¿Se amaban? ¿Con amor pasional? ¿Prudente? ¿Romántico? ¿Fácil? ¿Difícil? ¿No se amaban? Ahí, en la mesa, en presencia de la familia, desplegaban la ternura cortés de los matrimonios jóvenes. Y era difícil observarlos; se les podía cuando mucho dirigir una que otra mirada, había que utilizar toda una serie de maniobras atrevidas que no llegaran a trasponer la línea de demarcación… En esa situación no podía mirarla fijamente a los ojos; mis búsquedas pasionales y llenas de repulsión debían limitarse a su mano, que yacía frente a mí sobre la mesa, cerca de la mano de Lena. Observaba esa mano, grande, bien cuidada, con dedos no desagradables, uñas cortas… La observaba y cada vez me molestaba más tener que penetrar en las posibilidades eróticas de esa mano (como si yo fuera ella: Lena). No averigüé nada. Sí, esa mano tenía muy buen aspecto, pero qué importaban las apariencias; todo depende del tacto (pensaba), de su manera de tocarla; y podía muy bien imaginarme la forma en que ellos se tocaban, decente o indecentemente, perversa, salvaje, furiosamente, o de una manera totalmente matrimonial, y nada, nada me resultaba claro, nada, porque, ¿quién podía asegurar que unas manos bien formadas no pudieran tocar de un modo feo, horrible? ¿Dónde estaba la garantía? ¿Es difícil admitir que una mano sana, correcta, se permita tales excesos?

Seguramente; pero basta pensar que «no obstante» se los permite y ese «no obstante» se vuelve una perversión más. Y si no podía estar seguro de las manos, ¿podía estarlo de las personas que se hallaban en un plano más lejano, allá donde yo casi no me atrevía a mirar? Y sabía que hubiese bastado un leve y apenas perceptible roce de sus dedos para que ellos mismos se volvieran infinitamente libertinos, aunque él, Ludwik, decía precisamente en ese momento que había traído unas fotografías que habían salido muy bien y que ya nos las mostraría después de cenar…

—Algo comiquísimo —dijo Fuks, terminando el relato de cómo por el camino habíamos encontrado un gorrión en medio de unas matas—, un gorrión ahorcado.

¡Ahorcar a un gorrión! ¡Vaya, es demasiado!

—¡Demasiado, efectivamente demasiado! —afirmó amablemente el señor León, cosa que hizo con placer por hallarse de acuerdo—. ¡Demasiado! Imaginaos, vosotritos, qué locurita, qué sadismo.

—Son unos salvajes —exclamó seca y tajantemente doña Bolita, quitando un hilo de la manga de su marido.

Y él afirmó en seguida, con placer:

—Unos salvajes.

A lo que doña Bolita replicó:

—Siempre tienes que llevarme la contraria.

—Pero, mujer, precisamente digo que son unos salvajes.

—Pues yo en cambio opino que son unos salvajes —exclamó ella como si él hubiera dicho otra cosa.

—Precisamente unos salvajes, eso es lo que yo digo…

—Ni siquiera sabes lo que dices.

Le arregló la punta del pañuelo que tenía en el bolsillo de la chaqueta.

Katasia llegó para llevarse los platos y entonces su boca, estirada, untuosa, fugitiva, apareció cerca de los labios que tenía frente a mí. Era el momento que había esperado intensamente, pero traté de ahogarlo; me volví hacia otro lado para no influir en nada, para no inmiscuirme… para que el experimento resultara objetivo. Sus labios comenzaron inmediatamente a «relacionarse» con los otros labios… Vi cómo al mismo tiempo Ludwik le decía algo a Lena y el señor León participaba en la conversación mientras Katasia iba de un lado a otro, atareada, y los labios se relacionaban con los labios, como una estrella con otra estrella, y esa constelación de bocas confirmaba mis aventuras nocturnas, que deseaba olvidar… Ahí estaba una boca junto a la otra, ahí estaba una estirada horripilancia furtiva y escurridiza junto a unos labios entreabiertos, suaves, limpios… ¡Como si efectivamente tuvieran algo en común! Caí en una especie de sorpresa temblorosa ante el hecho de que dos bocas que no tenían nada en común tuvieran pese a todo algo en común. El hecho me aturdía y, sobre todo, me hundía en una increíble distracción. Y todo estaba impregnado de noche, de tinieblas, como sumergido en el día anterior.

Ludwik se limpió la boca con una servilleta y la dobló metódicamente y la puso a un lado (parecía muy limpio y ordenado, pero podía ser que su limpieza fuera no obstante sucia…), dijo con su voz de bajo barítono que una semana antes él también había visto en uno de los abetos junto al camino un pollo ahorcado, pero que no le había prestado mayor atención, y que después de unos cuantos días el pollo había desaparecido.

—¡Qué cosa más rara! —dijo Fuks, extrañado—. Gorriones ahorcados, pollos ahorcados. ¿No será tal vez una señal del fin del mundo? ¿A qué altura estaba ahorcado el pollo? ¿Lejos del camino?

El único motivo de aquellas preguntas era que Drozdowski no lo soportaba y que además no sabía qué hacer… Se comió un rábano.

—Unos salvajes —repitió doña Bolita. Arregló el pan en la cesta con un ademán de buena ama de casa y excelente distribuidora de los alimentos. Sopló las migajas—. ¡Unos salvajes! ¡Hay ya tantos niños que hacen lo que les viene en gana!

—Sí —dijo León.

—El problema está —dijo débilmente Fuks— en que tanto el gorrión como el pollo se hallaban colgados a la altura de una mano adulta.

—¿Cómo? ¿Quién pudo haber sido sino esos diablillos? El señoritín piensa que fue algún loquillo. No he oído decir que haya algún loco por estas partes.

Tarareó un tiru-liru-lá y con gran empeño se dedicó a la labor de fabricar bolitas con miga de pan. Las acomodaba en hilera sobre el mantel y las observaba.

Katasia le acercó a Lena el cenicero de red metálica. Lena sacudió la ceniza y en mí volvió a nacer su pierna sobre la red de la cama, pero la distracción, unos labios sobre otros labios, el alambre, el pollo y el gorrión, su esposo y ella, la chimenea tras el canalón, la boca tras la boca, boca y boca, árboles y senderos, árboles y camino principal, demasiado, demasiado, sin ningún orden, ola tras ola, inmensidad en la distracción, en la dispersión. Distracción. Fatigante extravío, allí, en un rincón, había una botella en el armario y podía verse un pedazo de algo, quizá de corcho, pegado a su cuello… clavé los ojos en ese corcho y en él descansé hasta que nos retiramos a dormir, el sueño, el dormir, y nada más durante varios días, nada, solo el cieno de las acciones, de las palabras, de las comidas, de las subidas y bajadas por la escalera, pero me enteré de algunas cosas más. En primer lugar supe que Lena era maestra de idiomas y que apenas llevaba dos meses de casada con Ludwik. Habían pasado la luna de miel en Hel y ahora vivían allí hasta que él terminara de construir su casa. Todo esto me lo relató Katasia mientras limpiaba los muebles con un paño, con gusto, con amabilidad. En segundo lugar me enteré (esto por boca de Bolita) «hay que operarla y coserla de nuevo; me lo dijo un cirujano, un viejo amigo de León; ¡cuántas veces no le habré dicho que yo cubro los gastos!; porque, sabe usted, ella es sobrina mía, aunque de una pequeña aldea cerca de Grójec, pero yo no me avergüenzo de los parientes pobres; además eso es antiestético, es una ofensa a la estética, inclusive llega a ser repulsivo; cuántas veces no se lo habré dicho durante todos estos años; porque hace ya cerca de cinco años, sabe usted, un accidente; el autobús en que viajaba chocó contra un árbol; suerte que no le haya ocurrido nada peor; cuántas veces no se lo habré dicho: Kata, no seas floja, no tengas miedo, consulta con un médico, opérate, te ves mal, muy mal, cuida de tu apariencia; pero qué va, es la pereza misma, tiene miedo, día tras día viene y me dice: tía, ahora sí voy a ir, pero no va; nosotros ya nos hemos acostumbrado y solo cuando alguien de afuera nos dice algo volvemos a acordarnos, pero aunque yo soy muy sensible a la estética, ya podrá usted imaginarse que con tanto trabajo, la limpieza, el lavado, hacerle a León esto o lo otro, o Lena que quiere alguna cosa, o bien Ludwik, así desde que amanece hasta que anochece, hacer esto, aquello, lo de más allá que aún espera, ¿de dónde voy a sacar tiempo?, quizá cuando Ludwik y Lena se muden a su casa, quizá entonces, pero mientras tanto por lo menos me da gusto que Lena haya encontrado un hombre tan bueno, así está bien, porque si la hiciera infeliz yo lo mataría, lo juro, tomaría un cuchillo y lo mataría, pero gracias a Dios hasta el momento todo va bien, solo que ellos no me ayudan en nada, ni él ni ella; lo mismo que León, salió igual al padre; yo tengo que preocuparme de todo; tengo que recordar que todo esté en orden, que haya agua caliente, café; tengo que preparar la ropa para el lavado, los calcetines; remendarles la ropa, planchar, coser botones; además, los pañuelos, los emparedados, el papel; pulir el piso, poner todo en orden, y ellos no hacen nada; aquí chuletas, allá ensalada, desde que amanece hasta que anochece; después están los inquilinos; usted mismo puede darse cuenta; yo no digo nada; es verdad, pagan, alquilan; pero también tengo que ocuparme de ellos, tengo que hacer esto y lo otro para que todo salga bien; tengo que hacer esto y aquello…».

Por otra parte, muchos acontecimientos absorbentes y accesorios. Y noche tras noche la cena, inevitable como la luna. Estar sentado frente a Lena mientras los labios de Katasia se movían en nuestro derredor. León hacía bolitas de pan y las colocaba en filas, meticulosamente; las observaba con atención y después de pensarlo un rato pinchaba algunas de ellas con un mondadientes. Volvía después a meditar largamente, tomaba un poco de sal con la punta del cuchillo y la depositaba sobre la bolita elegida, para después observarla dubitativamente a través de sus pince-nez.

—Tiru-liru-lá.

—Hijita querida, ¿por qué no le das a tutulu papacítulu un rábanulu? Tíramulu.

Lo que significaba que le pedía a Lena un rábano. Era difícil entender su lenguaje.

«Hijita mía, flor del árbol paterno.» «Bolitita, qué trajintínulas ¿No te das cuenta qué tintín?» Pero no siempre empleaba aquel lenguaje; en ocasiones comenzaba con un idioma de loco para terminar normalmente, o viceversa. La brillante redondez del calvo cántaro bajo el cual se hallaba el rostro y los pince-nez, se erguía sobre la mesa como un globo. A menudo estaba de buen humor y contaba anécdotas.

—Mamacita, despacita, ¿conoces el cuento del biciclo triciclo? Iciclo se subió a un biciclo y se formó un triciclo, ja, ja, ja…

Bolita entre tanto le arreglaba algo cerca de una oreja o en el cuello de la camisa. León se ponía nervioso y trenzaba los flecos del mantel o enterraba en él un mondadientes, pero no en todos los sitios, solo en algunos, los que después de meditar un rato volvía a observar en silencio con el ceño fruncido.

—Tiru-liru-lá.

A mí todo aquello me irritaba pues pensaba en Fuks y sabía que se trataba de paja para su hoguera-Drozdowski, esa hoguera que lo devoraba durante todo el día, a él, quien dentro de tres semanas debía volver inevitablemente a su oficina para que otra vez Drozdowski —con gesto de mártir— clavara la mirada en la estufa; pues, como decía Fuks, a Drozdowski le daba urticaria con solo mirar su sombra. ¡Qué hacer!, ¡ni modo!

Drozdowski no podía soportarlo y las locuras de León herían a Fuks, que las observaba con frialdad, sin ninguna expresión… y esto me hacía sentir mayor disgusto hacia mis padres, mayores deseos de olvidar todo lo referente a Varsovia, y continuaba así sentado a disgusto, rencorosamente, mirando sin querer la mano de Ludwik, mano que no me importaba, mano que me asqueaba y atraía y en cuyas posibilidades erótico-táctiles debía yo penetrar… y otra vez Bolita. Sabía que ella tenía mucho trabajo: lavar, barrer, repasar la ropa, prepararlo todo, planchar, etcétera, etcétera. Distracción. Sonido y furia.

Volvía a concentrarme en mi trozo de corcho en la botella, observaba aquel cuello y aquel corcho para no observar ninguna otra cosa; aquel corcho se había vuelto en cierta forma mi barca en el océano, en un océano del que solo me llegaba un murmullo lejano, un murmullo demasiado general, demasiado universal para que en realidad pudiera ser oído. Y nada más. Fueron varios días llenos de retazos de todo.

El calor seguía siendo intenso. Era un verano fatigante. Todo se arrastraba, el esposo, las manos, las bocas, Fuks, León; se arrastraban como se arrastra quien va por un camino en un día de bochorno… El cuarto o quinto día, no por primera vez, la mirada se me extravió en el fondo del cuarto. Bebía precisamente una taza de té y fumaba un cigarrillo. Después de abandonar el corcho mis ojos tropezaron con un clavo que había en la pared, junto a un anaquel; del clavo pasé al armario; conté sus listones; cansado y somnoliento me aventuré por encima del armario; en los sitios menos accesibles; donde se deshilachaba el empapelado de la pared; llegué hasta el techo, hasta ese blanco desierto, pero esa monótona blancura se convertía un poco más allá, cerca de la ventana, en un terreno rugoso, oscuro, infectado de humedad, con una complicada geografía de continentes, bahías, islas, penínsulas y extraños círculos concéntricos semejantes a los cráteres de la luna; había además otras líneas diagonales, fugitivas. En algunos sitios esto se volvía malsano, como un eczema, y en otros era salvaje, indómito; o bien caprichoso gracias a sus garabatos y curvas; de todo esto emanaba el peligro de lo definitivo, de algo que se perdía en una vertiginosa lejanía. Había además unos puntitos, quizá huellas de moscas. En general estas génesis eran indescifrables… Con fijeza, sumergido en esto y en mis propias complicaciones, observaba y observaba, sin esforzarme demasiado, esas manchas; pero lo hacía con terquedad, con obstinación, hasta que por fin sentí como si ya hubiera cruzado una frontera y estuviera casi «del otro lado». Bebí un sorbo de té.

Fuks me preguntó:

—¿Qué miras?

No tenía ningún deseo de hablar. Tenía calor. Bebía mi té. Al fin respondí:

—Aquella raya, allá en el rincón, tras esa isla y esa especie de triángulo… junto al hilillo.

—¿Qué tiene?

—Nada.

—¿Entonces?

—Nada.

Después de un momento le pregunté:

—¿A qué se parecen?

—¿La raya y el hilillo? —dijo animadamente. Pero yo sabía bien la razón de ese entusiasmo, sabía que al responderme se olvidaba de Drozdowski. ¿Eso? Déjame ver…

A un rastrillo.

—Podría ser un rastrillo.

Lena intervino en nuestra conversación, pues jugábamos a las adivinanzas, juego de salón, sencillo; perfectamente adecuado para su timidez.

—¡Qué va a ser un rastrillo! Es una flecha.

Fuks protestó:

—¡Cómo va a ser una flecha!

Transcurrieron varios minutos llenos de acontecimientos diversos. Ludwik le preguntó a León si quería jugar al ajedrez; a mí me molestaba una uña rota; cayó al suelo un periódico; unos perros ladraban al otro lado de la ventana (dos perrillos pequeños, jóvenes, juguetones, que dormían en el patio). Había también un gato.

León dijo:

—Solo una partida.

—¿También a ti te parece una flecha? —preguntó Fuks.

—Podría ser una flecha y podría no serlo —dije, levantando el periódico. Ludwik se incorporó. Un autobús pasó por el camino.

Bolita preguntó:

—¿Llamaste por teléfono?

domingo, 30 de junio de 2024

CÁTEDRA EN EL CAFÉ. DIARIO. Sábado, 29 de junio de 2024 Hoy iniciamos la lectura del libro ¨ PORNOGRAFÍA

 




CÁTEDRA EN EL CAFÉ. DIARIO.

Sábado, 29 de junio de 2024

Hoy iniciamos la lectura del libro  ¨ PORNOGRAFÍA  que en verdad es una mala  traducción del título y del polaco de la novela de GOMBROWICZ y que algunos editores así la han traducido. Al menos ese es el pensamiento del Dr. Raffo. Yo no estoy tan seguro de que sea una mala traducción y título: supongo que llama a la curiosidad (el título) y es una manera de mercadotecnia.  ¿Será? Nuestro amigo, Lanfranco solo ha sonreído y ha comentado que los últimos títulos que hemos leído y disertado son bastante patibularios como el anterior título de la novela de BARON BIZA: “EL DERECHO DE MATAR”. A mí, en particular —y sin contar el aspecto publicitario—, me agrada el título de: “LA SEDUCCIÓN” y que es la traducción que seguiremos de Gabriel Ferrater, año de 1968.

EL hombre no desea ser un dios, o ser joven, creo que en el fondo lo que desea el hombre es: “saber”, comentó Lanfranco refiriéndose al texto del prólogo de la novela escrito por GOMBROWICZ.

***

“El existencialismo se esfuerza por reinventar el

valor, mientras que para mí lo sub-valioso, lo insuficiente,

lo subdesarrollado, están más cerca del hombre

que todos los valores. Me parece que la fórmula de

que el hombre quiere ser Dios expresa muy bien las

nostalgias del existencialismo, en tanto que yo le opongo

otra, desaforadamente desmedida: el hombre quiere

ser joven”. GOMBROWICZ. LA SEDUCCIÓN. PRÓLOGO DEL AUTOR.

***

“¿Queda claro? Se dice que una obra se explica por

sí misma, que los comentarios del autor son superfluos.

¡Claro que es verdad en principio! Pero el arte

contemporáneo no siempre es de fácil acceso, y muchas

veces sería útil que el autor tomara al lector

de la mano y le sugiriera un camino” GOMBROWICZ.

***

“La persona,

torturada por su máscara, se construye en secreto,

para su uso privado, una especie de subcultura: un

mundo hecho con los desperdicios del mundo cultural

superior, un dominio de la ratería, de los mitos informes,

de las pasiones inconfesadas... un secundario

dominio de compensación. Es allí donde nace una poesía

vergonzosa, una cierta comprometedora hermosura...

¿No estamos ya muy cerca de La seducción?” LA SEDUCCIÓN. GOMBROWICZ WITOLD.

***

“Cuando es el viejo quien

crea al joven, todo marcha a las mil maravillas, mirado

desde un punto de vista social y cultural. Pero

cuando el viejo se somete al joven, ¡qué tinieblas!

¡Cuánta perversión y vergüenza! ¡Qué de trampas!

Pero la verdad es que la juventud, biológicamente superior,

físicamente más hermosa, no tiene la menor

dificultad para encantar y ganarse al viejo, ya infectado

por la muerte”.

GOMBROWICZ W.

***

 “En La seducción he renunciado a la distancia que

proporciona el humorismo. No es una sátira, sino una

novela, una novela clásica... La novela de dos señores

de media edad y de una pareja adolescente: una novela

metafísico-sensual. ¡Qué vergüenza!”

LA SEDUCCIÓN. GOMBROWICZ.

***

“Citaré todavía de mi Diario lo que sigue:

“Uno de mis fines intelectuales y estéticos es el

de encontrar un más abierto y dramático acceso a la

juventud. Descubrirle lo que la ata a la madurez, para

que se completen una a otra.”

Y luego:

“No creo en ninguna filosofía no-erótica. No me fío

de ningún pensamiento desexualizado.

"Claro que es difícil creer que la Lógica de Hegel

o la Crítica de la Razón pura hubieran podido concebirse

si sus autores no se hubieran mantenido a cierta

distancia del cuerpo. Pero la conciencia pura, en cuanto

se realiza, tiene que sumirse de nuevo en el cuerpo,

en el sexo, en él Eros; el artista tiene que zambullir

al filósofo en el embeleso, en el atractivo, en la gracia”.

GOMBROWICZ. LA SEDUCCIÓN.

***

En cierto momento, el crepúsculo, esa sustancia

que se come las formas, se puso a borrarlo,

y él se volvió indistinto en el vagón lanzado y traqueteante,

que se adentraba en la noche e invitaba al

no-ser. Pero aquello no atenuó su presencia, que

sólo para la mirada se hizo inasequible: él se agazapaba

tras el velo del no ser visto, exactamente tal

como era. Luego se encendió la luz y lo trajo de nuevo

a la visibilidad, mostró su barbilla, las crispadas comisuras

de la boca, y las orejas... pero él no se sobresaltó,

fijaba los ojos en una cuerda que se balanceaba,

y existía.

LA SEDUCCIÓN.

sábado, 29 de junio de 2024

CÁTEDRA EN EL CAFÉ. (No pudo dormir aquella noche.)

 






miércoles, 26 de junio de 2024

CATEDRA EN EL CAFÉ (Fragmentos de novelas, ideas literarias, comentarios y otros).

 

 

No pudo dormir aquella noche. Sintió la necesidad de poseerla para siempre. Caos. Necesitaba realizar una comunión  con su carne y su sexo. Pensó que no le bastaría plasmarla en el tapiz. Atraparla en la tela no le sería suficiente. ¿Entonces?....

EL RETORNANTE NOCTURNO. Fragmento. Inédito. Novela.

***

No deseaba que el jugo de la carne se fuese a perder en la porosidad del recipiente utilizado. Necesitaba que ni el aliento de un ángel se escapara al sabor que ya había soñado días atrás.

¿Cocinar la carne en salsa, al horno, a la parrilla, freír con aceite de oliva extra virgen? Tampoco lo tenía decidido.  Se extasió por una semana comprando los condimentos e ingredientes necesarios: ajo (su sabor picante y aromático le traería una sensación placentera a la carne-pensó-), laurel (invariable para un guiso, estofado, carnes, las dimensiones del arte culinario eran enormes), tomillo (cerró los ojos y pensó en los atributos gastronómicos, ¿quizá para un plato graso? Imaginó hacer cortes finos y delgados en los muslos internos de aquel cuerpo, rociaría pimienta negra con su sabor picante  a la carne ya marinada por varios días; aceite de oliva extra-virgen le daría un dorado  si se le antojase una cena con algo crocante coronando el plato con ciruelas y vino de Oporto.

Por supuesto tenía en mente otras variantes de salsas, quería experimentar. En ocasiones, las salsas por no decir que siempre tenían una importancia decisiva a la hora de la compenetración con el cuerpo de la mujer. Se dijo que los sabores agridulces serían perfectos. ¿Cómo la prepararía? La improvisación en un acto como aquel sería una experiencia orgásmica, se dijo.

¿Marinar la carne? Suavizarla para el paladar, llevarla a la exquisitez y a un placer jamás soñado. Primer ingrediente para marinar: un elemento ácido que no necesitaba ser limón. Como ya se dijo tendría una base de vino tinto, vino de Oporto, orégano, romero y por supuesto dejar aliñar  a temperatura ambiente por varias horas. Y Aquellas horas de sazonar la carne serían… ¿inolvidables? ¿Cuánto tiempo sería necesario? ¿12 horas ó 24 horas? Pero, esta carne era diferente…  Con solo pensarlo sintió una comunión consigo mismo. El paladar y la lengua serían la antesala una vez introducido el pequeño trozo en la boca y en una tibieza al iniciar el mordisqueo pensaría en las zonas y proporciones de donde la había extraído. ¡Exquisitez!

En un anticuario compró la vajilla de porcelana china y cubiertos de plata. Aquellas carnes finas no podían ser colocadas en una loza vulgar. E igual compró un juego de copas de cristal de bacará, para que así, el aroma y el gusto del vino se apreciaran mucho mejor. El sabor del vino se mantenía en óptimas condiciones – forma, olor y sabor -  en una copa de cristal lo que no sucedía con el vidrio: degustar, paladear, la concentración del etanol y la concavidad del cristal tenía que ser precisa, exacta para que el vino no perdiera su sabor, olor, ni su cuerpo. Entonces, adquirió en una segunda subasta un juego de copas de cristal que habían pertenecido a un noble francés del siglo XVIII. Cuando las llevó a su mansión observó con detenimiento: el cristal le maravilló, las miró a contraluz, luego introdujo una porción de agua: el líquido desaparecía, los bordes se difuminaron al instante. Afinó el ojo para encontrar esa nitidez del borde del agua en la copa. Luego, vertió la proporción correcta de vino: un rojo profundo le hizo por un instante recordar la sangre que  derramaría en la tabla de arce.

 

 

En un acto de desolación y de erotismo, él se desnudó y se introdujo en la bañera: compartiría con ella los últimos latidos de vida y aliento de su cuerpo. Abrió el grifo del agua caliente para entibiar la bañera y así la sangre saliera con mayor premura por la herida.

Sosteniendo su torso le besó los labios carnosos. Luego, atrajo su cuerpo hacia él y sintió sus pechos redondos y tibios… ¿Dónde sería la primera incisión? Apenas el cuchillo se introdujo en el bajo vientre, el metal buscó profundidades obedientes a la mano de su dueño. Con suavidad empujó la navaja hasta que el hombre se dio cuenta de que la hoja detenía su viaje de muerte. Ella entreabrió la boca y dejó escapar un breve suspiro: ¿quizá un sueño punzante que no podía descifrar? Él sintió la sangre que emergía a la superficie de la piel que navegó más allá del filo del cuchillo, que humedecía sus junturas. Pensó que si la mujer no moría a los pocos minutos, introduciría un segundo estilete de plata en su seno izquierdo, pero, no fue necesario.

NOVELA. INÉDITA. EL RETORNANTE NOCTURNO.

Witold Gombrowicz Transatlántico prólogo del autor

 





 

Witold Gombrowicz

  Transatlántico

 

 

 


 

 Prólogo

Aparentemente no debía ya temer al rugido de la indignación… El primer encuentro de Transatlántico con los lectores tuvo lugar hace algunos años, durante mi exilio, y lo considero ya a mis espaldas. Debería ahora salvar otro peligro: y es que esta obra no sea leída con una visión demasiado estrecha y superficial.

En vísperas de la publicación de esta novela en Polonia debo exigir una lectura más profunda y universal. Debo, porque en cierto sentido se trata de una obra que tiene que ver con la nación, mientras que nuestra mentalidad, en el exilio o en la patria, no se ha liberado aún de manera suficiente, continúa siendo deforme y hasta amanerada… Sencillamente, no sabemos leer los libros que tratan sobre este tema. Nuestros complejos polacos son aún demasiado fuertes, y las tradiciones pesan en exceso sobre nosotros. Hay quienes (y yo pertenecía a ellos) llegan a temer al término «patria» como si él retrasara en unos treinta años su desarrollo. Para otros es un término que conduce inmediatamente a los esquemas que dominan nuestra literatura. ¿Exagero, tal vez? Sin embargo, el correo continúa transmitiéndome voces procedentes de Polonia con relación a Transatlántico. Así me entero, por ejemplo, de que «se trata de un panfleto sobre la fraseología Dios-Patria» y también «sobre la Polonia de la preguerra»… Hay quienes han llegado a descubrir una invectiva contra la Sanacja (gobierno de derecha que mantuvo el poder en Polonia en la década de los treinta). El juicio que me interesa obtener es el de quienes consideran el libro como «un ajuste de cuentas con la conciencia nacional» y no «una crítica de nuestros defectos nacionales».

¿Qué ventajas podría extraer del combate contra la difunta Polonia de la preguerra, o contra un estilo de patriotismo antiguo, también ya eliminado, si se considera que tengo otros problemas que combatir, mucho más universales? ¿Es posible acaso que pierda mi tiempo en fruslerías del pasado? Formo parte de ese grupo de ambiciosos tiradores que si deben hacer muecas las hacen participando en la caza mayor.

No lo niego: Transatlántico es, entre otras cosas, también una sátira, y también un intenso ajuste de cuentas…, no con una Polonia en particular, entendámonos, sino con aquella Polonia creada por las condiciones de su existencia histórica y por su dislocación en el mundo (o sea con la Polonia débil). Convengo también que Transatlántico es una nave corsaria que contrabandea una fuerte carga de dinamita, con la intención de hacer saltar por el aire los sentimientos nacionales hasta hace poco vigentes entre nosotros. Es más, eso oculta en su interior una explícita propuesta que tiene que ver con aquel sentimiento: «superar la polonidad». Aflojar esa relación que nos vuelve esclavos de Polonia. ¡Independizarnos por lo menos un poco! ¡De pie, basta ya de vivir arrodillados! Hagamos evidente, legalicemos el otro polo de las percepciones que obligan al individuo a la actitud defensiva en relación con la nación, como ocurre en el caso de cualquier violencia colectiva. En fin, lo más importante es que conquistemos la libertad en lo referente a la forma polaca: aunque sigamos siendo polacos, busquemos ser algo más amplio y superior al polaco.

Tal es el contrabando ideológico de Transatlántico. Se trata, por consiguiente, de una revisión bastante profunda de nuestra relación con la Nación —una revisión a tal punto extremada que podría modificar de modo radical nuestro estado de ánimo y liberar energías que, en último análisis, podrían resultarle útiles hasta a la Nación. Ésta sería, adviértase bien, una revisión universal… Le sugeriría lo mismo a las personas pertenecientes a otras naciones, ya que el problema se refiere no tanto a la relación entre un polaco y Polonia, sino entre un individuo y la nación a la que pertenece. Revisión, en fin, estrechamente ligada a toda la problemática moderna, ya que pretendo (como he pretendido siempre) reforzar y enriquecer la vida del individuo, haciéndola más resistente al abrumador predominio de la masa. Tal es la tónica que impera en Transatlántico.

He tratado estas ideas más detalladamente en mi Diario, que aparece en Kultura, de París. Acaba de publicarse en libro, también en París. ¿La idea expuesta ahora constituye acaso el argumento clave de esta obra? ¿Puede considerarse el arte como una labor emprendida en torno a un argumento determinado? Imagino que se trata de una pregunta impertinente… Temo, en efecto, que la crítica literaria en Polonia no se haya liberado del todo de la manía socialista de exigir «un arte con contenido». No, Transatlántico no contiene ningún tema, fuera de la historia que allí se narra. No es sino un relato, un mundo relatado… que tendría validez sólo a condición de parecer alegre, multicolor, revelador y estimulante… Cualquier cosa, en fin, que brille y refleje una multitud de significaciones.

Transatlántico es un poco de todo: una sátira, una crítica, un tratado, un divertimento, un absurdo, un drama…, pero nada de eso en forma exclusiva, porque, en definitiva, no es otra cosa sino yo mismo, mi «vibración», mi desahogo, mi existencia.

¿Y entonces? ¿Se trata precisamente de Polonia? Pero si jamás he escrito una sola palabra que no se refiriera sólo a mí mismo… No me siento autorizado para hacer otra cosa. En 1939 me encontré en Buenos Aires, expulsado de Polonia y de mi vida precedente, y fue una situación extremadamente peligrosa. El pasado…, un derrumbe. El presente…, como la noche oscura. El futuro…, impenetrable. Ningún apoyo. La Forma se inclina y se moldea bajo los golpes del devenir universal… Lo que ahora pertenece al pasado es la impotencia, lo nuevo y lo que aún está por ocurrir…, la violencia. Sobre estos caminos imprevisibles de la anarquía, entre los dioses caídos yo podía únicamente hablar de mí mismo. ¿Cuáles hubiesen debido ser, según ustedes, mis sentimientos en semejante momento? ¿Destruir el pasado? ¿Entregarse al porvenir?… Muy bien…, sólo que no me proponía ofrecer mi ser a ninguna forma futura…, quería ser algo superior y más rico que aquella forma. De aquí resulta la comicidad de Transatlántico. Ésta fue la aventura de la que nació una obra grotesca, tensa entre el pasado y el porvenir.

Añado, por amor al orden, aunque tal vez no haya necesidad de hacerlo, que Transatlántico es una fantasía. Todo ha sido inventado, y sus vínculos con la Argentina verdadera son muy leves, así como con la colonia polaca real de Buenos Aires. También mi «deserción» fue distinta en la vida real. (Los curiosos pueden conocerla en mi Diario).

WITOLD GOMBROWICZ
 1957.

viernes, 28 de junio de 2024

Witold Gombrowicz PORNOGRAFÍA PRÓLOGO.


 


Título de la edición original:

PORNOGRAFIA

Traducción de Gabriel Ferrater

© de la edición original: Witold Gombrowicz

(E) de los derechos en lengua castellana y de la traducción española:

EDITORIAL SEIX BARRAL, S. A. - BARCELONA, 1965

Primera edición (Primer a quinto millar), 1968

Depósito Legal B. 37.556 - 1967 Prin ted in Spain

PRÓLOGO DEL AUTOR

Un escritor polaco me escribió preguntándome qué

sentido filosófico tiene La seducción.

Le contesté:

“Procuremos expresarnos de la manera más sencilla.

El hombre, todos lo sabemos, tiende a lo absoluto.

A la plenitud. A la verdad, a Dios, a la madurez

entera... Abarcarlo todo, realizarse enteramente

—éste es su imperativo.

“Pero en La seducción se manifiesta, a lo que creo,

otro objetivo del hombre, más secreto sin duda, ilícito

en cierto modo: su necesidad de lo inacabado... de lo

imperfecto... de lo bajo... de la juventud.

“TJna de las escenas más explícitas, en este sentido,

es la de la iglesia, donde la ceremonia de la misa

se hunde bajo el peso de la tensa conciencia de Fryderyk,

y con ella se hunde el absoluto Dios, mientras

que de la tiniebla cósmica y del vacío surge un nuevo

ídolo, terreno, sensual, formado por dos seres que,

menores de edad como son, cierran a pesar de todo un

círculo —ya que se someten a una atracción mutua.

”Otra escena importante es la del consejo que precede

al asesino de Siemian, cuando los adultos se

sienten incapaces de sacrificarlo porque saben lo que

pesa el crimen. Tendrán que matarlo, pues, los adoleseantes,

empujados hacia la ligereza, la irresponsabilidad,

—sólo así será el crimen posible.

”Por lo demás, ya he hablado de todo eso, por lo

menos en mi Diario, por ejemplo en un pasaje sobre

el Retiro de Buenos Aires (1955): Me parecía que la

juventud era el valor más alto de la vida... Pero ese

valor tiene una peculiaridad, inventada sin duda por

el diablo: en tanto que es juventud, su valor no alcanza

al nivel de ningún valor.

”Estas últimas palabras, lo de no alcanzar al nivel

de ningún valor, explican por qué no he podido arraigar

en ninguno de los existencialismos contemporáneos.

El existencialismo se esfuerza por reinventar el

valor, mientras que para mí lo sub-valioso, lo insuficiente,

lo subdesarrollado, están más cerca del hombre

que todos los valores. Me parece que la fórmula de

que el hombre quiere ser Dios expresa muy bien las

nostalgias del existencialismo, en tanto que yo le opongo

otra, desaforadamente desmedida: el hombre quiere

ser joven.

”A mi modo de ver, las edades del hombre sirven

de instrumento a esa dialéctica entre lo cumplido y lo

incumplido, entre el valor y el sub-valor. Y he aquí

por qué mi universo se ha degradado: como si alguien

me hubiera agarrado el espíritu por el pescuezo y me

lo hubiera zambullido en la ligereza, en la bajeza.

”Pero recuerde que para mí la filosofía no cuenta:

no es asunto mío. No me propongo más que explotar

ciertas posibilidades de un tema. Busco las “bellezas”

que son propias a ese conflicto...”

* * *

¿Queda claro? Se dice que una obra se explica por

sí misma, que los comentarios del autor son superfluos.

¡Claro que es verdad en principio! Pero el arte

contemporáneo no siempre es de fácil acceso, y muchas

veces sería útil que el autor tomara al lector

de la mano y le sugiriera un camino.

* # *

Ferdydurke es sin duda mi obra fundamental, la

mejor introducción a lo que soy y represento. Escrita

veinte años más tarde, La seducción se origina en

Ferdydurke. Tengo que decir, pues, algunas palabras

sobre este libro.

Es la grotesca historia de un señor que se vuelve

un niño porque los demás lo tratan como tal. Ferdydurke

quisiera desenmascarar la gran inmadurez de

la humanidad. El hombre, según aquel libro lo describe,

es un ser opaco y neutro, que necesita llegar a expresarse

mediante ciertas actitudes y comportamientos,

gracias a los cuales cobra externamente —para

los demás— mucho más contorno y precisión que los

que posee en su intimidad. De ahí una trágica discordancia

entre su inmadurez secreta y la máscara que

se pone al tratar con otros. No le queda más remedio

que acomodarse interiormente a aquella máscara, como

si fuera realmente lo que parece ser.

Puede decirse, pues, que el hombre de Ferdydurke

es creado por los otros, que las personas se crean unas

a otras al imponerse formas, lo que llamamos “maneras

de ser”.

Ferdydurke se publicó en 1937, cuando no estaba

U

todavía formulada la teoría de Sartre sobre el regard

d’autrui. Sin embargo, debo agradecer a la popularización

de las nociones de Sartre el que ese aspecto

de mi libro fuera mejor comprendido y asimilado.

De todos modos, Ferdydurke se aventura por otros

terrenos, menos hollados: la palabra “forma” se asocia

en el libro con la de “inmadurez”. ¿Cómo hay que

describir a aquella persona ferdydúrquica? Creada

por la forma, es creada desde el exterior, lo cual vale

decir que es inauténtiea, deformada. Ser una persona

equivale a no ser nunca uno mismo.

Y también la persona es una incesante productora

de la forma: segrega forma infatigablemente, como la

abeja segrega miel.

Pero por otra parte lucha contra la propia forma.

Ferdydurke es una descripción de las luchas del hombre

con su propia expresión, del tormento de la humanidad

en el lecho de Procrusto de la forma.

La falta de madurez no siempre es innata o impuesta

por los demás. Se da también una inmaturidad

a la que la cultura nos abalanza cuando su ola

nos arrolla y no conseguimos elevarnos a su nivel.

Toda forma “superior” nos pueriliza. La persona,

torturada por su máscara, se construye en secreto,

para su uso privado, una especie de subcultura: un

mundo hecho con los desperdicios del mundo cultural

superior, un dominio de la ratería, de los mitos informes,

de las pasiones inconfesadas... un secundario

dominio de compensación. Es allí donde nace una poesía

vergonzosa, una cierta comprometedora hermosura...

¿No estamos ya muy cerca de La seducción?

Sí, La seducción nació de Ferdydurke. Es un caso,

particularmente irritante, del mundo ferdydúrquico:

el joven creando al viejo. Cuando es el viejo quien

crea al joven, todo marcha a las mil maravillas, mirado

desde un punto de vista social y cultural. Pero

cuando el viejo se somete al joven, ¡qué tinieblas!

¡Cuánta perversión y vergüenza! ¡Qué de trampas!

Pero la verdad es que la juventud, biológicamente superior,

físicamente más hermosa, no tiene la menor

dificultad para encantar y ganarse al viejo, ya infectado

por la muerte. Desde este punto de vista, hay en

La seducción más ánimo y más valor que en Ferdydurke,

que utilizaba sobre todo la ironía y el sarcasmo

—y en el humorismo hay ya distanciación. En

aquella época, yo miraba mis temas desde lo alto,

y alguien pudiera sostener que en Ferdydurke peleé

gallardamente contra la inmaturidad. De todos modos,

se percibe ya claramente un tono muy equívoco, que

da a entender que aquel adversario de la inmadurez

está precisamente muriendo de amor por la inmadurez.

En La seducción he renunciado a la distancia que

proporciona el humorismo. No es una sátira, sino una

novela, una novela clásica... La novela de dos señores

de media edad y de una pareja adolescente: una novela

metafísico-sensual. ¡Qué vergüenza!

* * *

Citaré todavía de mi Diario lo que sigue:

“Uno de mis fines intelectuales y estéticos es el

de encontrar un más abierto y dramático acceso a la

juventud. Descubrirle lo que la ata a la madurez, para

que se completen una a otra.”

Y luego:

“No creo en ninguna filosofía no-erótica. No me fío

de ningún pensamiento desexualizado.

"Claro que es difícil creer que la Lógica de Hegel

o la Crítica de la Razón pura hubieran podido concebirse

si sus autores no se hubieran mantenido a cierta

distancia del cuerpo. Pero la conciencia pura, en cuanto

se realiza, tiene que sumirse de nuevo en el cuerpo,

en el sexo, en él Eros; el artista tiene que zambullir

al filósofo en el embeleso, en el atractivo, en la gracia.

”U

na última cita, aunque haya de hacerme sospechoso

de megalomanía: “¿Y si La seducción fuera un

intento por renovar el erotismo polaco?... Un intento

por hallar de nuevo una erótica que concordara mejor

con nuestro hado y con nuestra historia reciente —hecha

de violaciones, de esclavitud, de peleas de chiquillos

brutos—, un descenso hasta las oscuras lindes

entre la conciencia y el cuerpo?”

* * *

Cada vez me inclino más a presentar los temas que

me parecen más complejos bajo una forma sencilla,

incluso ingenua. La seducción está escrita un poco al

modo de una “novela de provincias” al estilo polaco;

es como si me paseara en un coche de caballos destartalado

por el veneno del dernier cri (un grito de dolor

completamente pasado de moda, ni que decir tiene).

¿Tengo razón en pensar que, cuanto más descarada

y difícil sea la literatura, más debiera volver a las formas

más viejas y fáciles, o las que los lectores están

acostumbrados f

Ií. A. Jelénski, a quien mi obra debe tantos y tan

valiosos estímulos, opinaba que La seducción se presenta

de modo demasiado dibujado; me aconsejaba

borrar algunas de mis huellas, como hacen los animales

o ciertos pintores. Pero ya estoy cansado de todos

los malentendidos que se amontonan entre mí y mis

lectores, y de haber podido, les habría limitado todavía

más la libertad de interpretarme.

WlTOLD GOMBROWICZ

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