jueves, 14 de diciembre de 2023

Ramón María del Valle-Inclán Obras completas, I Narrativa MARGARITA SANTOS ZAS

 

 


 

            Ramón María del Valle-Inclán

 

 Obras completas, I

 

 

            Narrativa

 

 

           

 

 

 


            Ramón María del Valle-Inclán, 2017

 

           

             

 

 


 INTRODUCCIÓN

 

            EDITAR A VALLE-INCLÁN: HACIA SUS OBRAS COMPLETAS

            Si bien es verdad que en las dos últimas décadas se han producido avances relacionados con la difusión de la obra literaria de Ramón del Valle-Inclán, no lo es menos que una simple aproximación cuantitativa a la trayectoria literaria del escritor nos revela lagunas en una tarea editorial que requiere mayor empeño para alcanzar la publicación de ediciones fiables de la obra del escritor[1]. Dicho en otros términos, entre 1895 y 1936 Valle-Inclán publicó en formato libro algo más de 60 títulos originales (Serrano Alonso y Juan Bolufer, 1995; J. y J del Valle-Inclán, 1995), de los cuales casi la mitad de ellos ha cumplido el siglo de vida[2]: Femeninas (1895), Epitalamio (1897), Cenizas (1899), La Cara de Dios [1900], Corte de amor (1903), Jardín umbrío/Jardín novelesco (1903-1905), las cuatro Sonatas (1902-1905), Flor de Santidad (1904), El Marqués de Bradomín (1907), Aromas de leyenda (1907), la trilogía de La Guerra Carlista (1908-1909), dos de sus tres Comedias Bárbaras (Águila de Blasón, 1907 y Romance de Lobos, 1908), Una Tertulia de Antaño (1909), Cuento de Abril (1910), Voces de Gesta (1912), La Marquesa Rosalinda (1913), El Embrujado (1913), La Cabeza del Dragón (1914), La Lámpara Maravillosa (1916) y La Media Noche (1917).

            Esta prolija enumeración pretende mostrar una situación que resulta un tanto paradójica desde el punto de vista editorial, si pensamos que solamente diez de las veintiséis obras nombradas han sido objeto de una edición crítica con posterioridad a 1936, proporción que se incrementa ligeramente si hacemos extensiva la evaluación a la totalidad de las obras que Valle-Inclán editó sueltas, agrupadas en trilogías o tetralogías o recogió selectivamente en su Opera omnia (1913-1933). Y en todos los casos llevan el mismo sello editorial —la antigua y desde 1990 renovada colección Clásicos Castellanos de Espasa-Calpe—, cuyos títulos y editores vale la pena recordar: Tirano Banderas y Luces de Bohemia (Zamora Vicente), La Guerra Carlista (Alonso Seoane), Divinas Palabras (Iglesias Feijoo), Martes de Carnaval (Ricardo Senabre), Águila de Blasón, Romance de Lobos y Cara de Plata (Antón Risco), Retablo de la Avaricia, la Lujuria y la Muerte (Rubio Jiménez), Tablado de Marionetas para Educación de Príncipes (Jorge Urrutia) y Sonata de Primavera (Eliane Lavaud), a las que se suma la edición de Femeninas, de Joaquín del Valle-Inclán y Flor de Santidad, de Díez Taboada (Ed. Cátedra).

            A estas ediciones críticas hay que añadir las divulgativas en colecciones de amplia tirada: entre 1937 y 1943, la edición de la obra valleinclaniana corrió esencialmente a cargo de la veterana colección Austral, que publica el primer título del escritor en 1937 (Tirano Banderas), y la argentina Losada, que dio a la estampa en 1938 Sonata de Otoño y Sonata de Invierno, que continuaría haciéndolo hasta finales de los años 50, en que a ellas se sumaría la española Rúa Nueva, a la que me voy a referir en seguida. Asimismo, contamos con algunas ediciones sueltas en otras editoriales (vgr. Alianza Editorial, Taurus, Cátedra, Plaza y Janés o Carisma Libros…). En ningún caso se ha conseguido alcanzar la cifra que hemos estimado correspondería a la totalidad de las obras originales de Valle-Inclán publicadas en librería o en colecciones populares.

            Reservo el último lugar de nuestro repaso a los intentos de reunir la obra completa del escritor, cuyo precedente más lejano es el propio proyecto valleinclaniano, que se materializó en una selectiva Opera omnia, editada entre 1913 y 1933 (ver infra). Por otra parte, los primeros intentos de compilar el conjunto de la obra de Valle post mortem los inicia la editorial Rúa Nova-Rivadeneyra (1944), con un diseño que es una réplica de la Opera omnia valleinclaniana, y que tuvo continuidad —con un corpus más amplio— en la editorial Plenitud (1952, 2ª ed. y 1954, 3ª ed.), si bien en ningún caso son completas. Muy posterior ha sido el intento de la «Biblioteca Valle-Inclán» del Círculo de Lectores, dirigida por Zamora Vicente, que reunió en 25 tomos (1990-1992) buena parte de la obra valleinclaniana.

            El proyecto más reciente (2002) acoge las obras del escritor en dos vols. Prosa (I) y Teatro. Poesía. Varia (II), el primero de los cuales se reeditó después como Narrativa completa (2010). Ninguna de estas amplias compilaciones pretende ser una edición crítica, tarea que es inabarcable individualmente por razones que se harán patentes al completar este panorama, que rescato parcialmente de un trabajo previo (Santos Zas, 2013: 271-308).

            Se han apuntado como justificación de esta situación editorial factores de carácter extraliterario y otros propiamente literarios. Es un hecho bien conocido que la publicación de la obra del escritor gallego se ha vinculado a Espasa-Calpe, que ha tenido prácticamente la exclusiva, lo que explicaría la práctica ausencia hasta la fecha de las obras valleinclanianas en otras empresas. Sin embargo, es necesario señalar que la editorial madrileña emprendió en 1990 un encomiable proyecto de ediciones críticas, que se frustró 10 años después de iniciarse, con un saldo que, pese a la excelencia de algunos de sus resultados, sigue siendo insuficiente, si pensamos que Valle-Inclán es un escritor a quien hoy nadie niega la categoría de «clásico», ni se le regatea su innovadora aportación literaria ni la vigencia de su obra, sin duda la más vigorosa de cuantas produjeron sus compañeros de andadura literaria.

            Ello nos induce a pensar que existen otros factores, de orden propiamente literario, que podrían explicar en cierta medida el fracaso de ese proyecto editorial. Me refiero, en concreto, al complejo sistema de escritura y publicación de Valle, más de una vez señalado por la crítica, que dificulta considerablemente poder alcanzar la meta de estas ediciones críticas, si necesarias en el caso de cualquier autor, imprescindibles en el de Valle-Inclán para el estudio riguroso de su obra, precisamente porque su propio sistema de escritura y publicación determina la existencia de complejas génesis textuales y ediciones sucesivas de una misma obra, que presentan notables variantes entre sí, que tienen significativas repercusiones estilísticas, semánticas o estructurales.

            Abordar, pues, la particular problemática editorial del escritor, que integra una compleja y dispersa suma de testimonios impresos, y apuntar sus estrategias de escritura y publicación comporta, como paso previo, realizar una rápida aproximación al corpus valleinclaniano, ciñéndonos a la obra de creación propiamente dicha (se prescinde aquí de prólogos a obras propias y ajenas, artículos, conferencias, etc.), de cuya edición él mismo fue a menudo gestor (Joaquín del Valle-Inclán, 2006), papel que no es soslayable a nuestros fines. Excluimos de este somero balance el recientemente recuperado Legado Valle-Inclán Alsina, depositado en la USC desde 2009, que contiene, además de otros documentos, los «borradores» autógrafos de don Ramón conservados en distintos estados redaccionales de obras editadas en vida y de títulos desconocidos que no llegaron a alcanzar la fase de impresa (para su descripción véase Santos Zas, 2008, 2012 y 2013).

            EL CORPUS IMPRESO VALLEINCLANIANO

            Desde 1888 (su primer relato, «Babel») y hasta 1902, en que se publica Sonata de otoño, Valle-Inclán es esencialmente autor de narrativa breve, que ve la luz inicialmente en la prensa y/o en antologías sucesivas entre 1895 y 1936. A la narrativa breve se suman las novelas: La Cara de Dios, la tetralogía de las Sonatas, Flor de Santidad, la trilogía de La Guerra Carlista, Una Tertulia de Antaño, La Media Noche, Tirano Banderas y la serie histórica e inconclusa de El Ruedo Ibérico. En paralelo Valle-Inclán desarrolla su obra dramática: no hace falta insistir en ello, fue, ante todo, «un hombre de teatro»: actor, director, asesor, adaptador y desde 1899, fecha de publicación de Cenizas, también autor dramático. De su obra teatral es destacable la diversidad de modalidades genéricas: comedia, tragedia, tragicomedia, autos, farsas, esperpentos, denominaciones a las que habitualmente añade modificadores (vgr. Comedias bárbaras, Tragicomedia de aldea, Tragedia de ensueño, Tragedia pastoril, Melodrama para marionetas o Autos para siluetas, entre otras), en un deseo de explicitar la subversión de los códigos genéricos convencionales. Por otra parte, es autor de una obra poética, comparativamente más escueta, la más desatendida de su producción: tres poemarios publicados entre 1907 y 1920, que agrupa en 1930 en Claves líricas y poemas sueltos que nunca incluyó en aquellos libros (Mascato, 2013). Finalmente, como autor de ensayos, hay que mencionar La Lámpara Maravillosa, su tratado de estética y su obra más hermética. Esta relación de textos —prosa narrativa y ensayística, teatro y poesía— conforman el proyecto editorial que nos ocupa, al que voy a referirme en breve.

            Poco dice, sin embargo, este somero repaso de la obra del escritor villanovés, si no bosquejamos al menos su historia textual, que afrontaremos en dos niveles, prensa y libro. En primer lugar, pues, la prensa, cuyo papel es esencial en los procesos editoriales del autor y su casuística resulta reveladora de la complejidad que, como decíamos, conlleva editar a Valle-Inclán, tarea que, adelantémoslo ya, constituye una de las principales líneas de trabajo del Grupo de Investigación Valle-Inclán-USC, que la presente edición ejemplifica.

            LA PRENSA —EL CORPUS MEDIÁTICO— (1888-1936)

            Hasta que se produjo la aparición del hasta entonces desconocido corpus manuscrito de Valle-Inclán, la prensa no solo ha sido una fuente imprescindible para la reconstrucción del proceso de creación de la mayoría de las obras del escritor, sino que periódicos y revistas han constituido una suerte de banco de pruebas, un medio idóneo para ejercer su obsesivo afán de perfección literaria —la «fiebre del estilo», ensayando todo tipo de modificaciones antes de dar a sus textos su forma definitiva, aunque en el caso de Valle ese estadio «definitivo» es muy relativo, porque todas sus obras posteriores a la editio princeps han sido sometidas a procesos de revisión, que los convierten en nuevas versiones.

            La firma de Valle-Inclán es una constante en la prensa periódica desde 1888, en que publica «Babel» y el poema «En Molinares…», ambos en la revista estudiantil compostelana Café con Gotas (Santos Zas y Grupo de Investigación Valle-Inclán, 1999), hasta poco antes de su muerte, con sus últimas colaboraciones en el periódico Ahora. Sus textos aparecen impresos en diversos rotativos gallegos, nacionales y/o latinoamericanos, de signo político muy dispar, y generalmente, se reeditan con modificaciones de mayor o menor calado. Un mismo cuento, «A media noche» (1889) o «Un cabecilla» (1895), pongamos por caso, superan la decena de versiones, no siempre autorizadas, que constituyen otros tantos testimonios, que conforman la tradición impresa de cada texto. La prensa, además de banco de pruebas en el que forja su estilo, supone una imprescindible fuente de ingresos, si bien a diferencia de la mayoría de sus coetáneos, Valle-Inclán raras veces publicó en los periódicos textos que no fuesen propiamente literarios, excepción hecha de sus colaboraciones en la prensa mexicana (Fichter, 1952) durante su estancia en el país azteca (1892-1893).

            Pero, además, Valle-Inclán suele reunir sus relatos en colecciones, cuyos contenidos tampoco permanecen inalterables. Tal es el caso de Femeninas (1895), que reedita como Historias Perversas (1907); o las sucesivas ediciones de Corte de Amor (1903, 1908 y 1922), Cofre de Sándalo (1909) o Historias de Amor (1909), entre las que se advierte un trasvase de sus contenidos, con las consiguientes modificaciones. ¿Cuál de estas versiones si, por ejemplo, pensamos en Femeninas, tendría prioridad a la hora de decidir el texto base para su edición crítica? Si, como suele ocurrir, se optase por la última edición «autorizada», habría que elegir Historias Perversas (1907), en cuyo caso la editio princeps de estas Seis historias amorosas —es decir, nada menos que la opera prima del escritor— quedaría relegada al aparato crítico. De hecho, Serrano Alonso (1993), Lavaud (1991: 91-111), y especialmente Núñez Sabarís (2005a y 2005b) ponen de manifiesto la relevancia de esta primera obra, a pesar de su limitada difusión, como parte esencial de la narrativa breve del escritor.

            En el mismo terreno de la narrativa breve, la mayoría de los relatos de Jardín Umbrío/Jardín Novelesco (alterna los dos títulos, con un subtítulo común: Historias de santos, de almas en pena, de duendes y ladrones, con ligeras modificaciones entre las varias ediciones) aparecieron en la prensa en paralelo al proceso de incorporación a las sucesivas ediciones (1903, 1905, 1908, 1914 y 1920), en las que el escritor va incrementando el número de los relatos que las conforman (de los 5 iniciales a los 17 de la edición de 1920), sin dejar de retocarlos.

            Editar la narrativa breve de Valle exige, pues, tener en cuenta las versiones periodísticas dispersas en numerosos rotativos y las sucesivas ediciones de las compilaciones del autor, atendiendo a todas sus variantes, de origen no siempre autorial, que forman parte de la historia textual de dichas colecciones, que no son una rareza, sino el mecanismo habitual del escritor, que diversos estudiosos se han ocupado de examinar (Lavaud, 1991, Serrano Alonso, 1996; o Núñez Sabarís, 2005a), al igual que se ha hecho con los varios testimonios de un mismo texto (poemas y relatos, sobre todo) dispersos en los periódicos.

            El mundo de la prensa es inagotable, y en ella Valle da a conocer los primerísimos pasos de buena parte de sus novelas y textos teatrales, a modo de relatos autónomos o breves piezas dramáticas, que incorpora posteriormente a dichas obras mediante un proceso de reelaboración, que en ocasiones, además de su reestructuración, implica el fenómeno de la transmodalización. Es decir, la conversión de un relato en texto dramático o viceversa. Así construye, y es solo una muestra, Águila de Blasón (Serrano Alonso, 1990: 83-121) que cuenta con una larga y compleja prehistoria —pretextos y folletín—, que no es soslayable a la hora de elaborar una edición crítica.

            En esta misma línea se inscribe la publicación por entregas en periódicos y revistas españoles y latinoamericanos de la práctica totalidad de sus obras, como El Imparcial, El Mundo, Relieves, España Nueva, El Estudiante, España, Heraldo de Madrid, Mundial Magazine, La Pluma, La Nación (Buenos Aires)… En estos o en otros rotativos da a la estampa Sonata de Invierno, Águila de Blasón, Romance de Lobos, las novelas de La Guerra Carlista, Voces de Gesta, La Media Noche, Luces de Bohemia, La Hija del Capitán y un largo etcétera. Sin excepción, el paso de la prensa al libro supone con frecuencia una concienzuda reescritura del texto original, con cambios estructurales, semánticos y estilísticos.

            Veamos un ejemplo: las tres novelas de La Guerra Carlista se publican por entregas en El Mundo, a lo largo de un año (entre noviembre de 1908 y noviembre de 1909). Al editarlas en libro (1908-1909), Valle altera la ordenación de los capítulos originales, desglosa algunos y los redistribuye, suprime otros y añade algunos nuevos. Esta reestructuración enfatiza el fragmentarismo constructivo de esas novelas, tendente a conseguir el efecto de la simultaneidad temporal. Para ello presta atención a los dos bandos beligerantes —carlista y liberal— en bloques alternantes, que, mediante un juego contrapuntístico, adquieren una carga ideológica adicional, que evidencia las preferencias hacia uno de los contendientes. Pero esa reestructuración determina asimismo modificaciones en comienzo y final de capítulo orientadas a mantener la coherencia interna. A estos cambios se suman los estilísticos: adición o supresión de palabras, frases o párrafos, que comportan cambios semánticos (Santos Zas, 1993: 215 y ss.).

            Es decir, el paso de la prensa al libro —raras veces sucede a la inversa (vgr. Los Cruzados de la Causa)— no se puede ignorar a la hora de preparar una edición crítica de cualquiera de las obras mencionadas. Pero el proceso no concluye aquí. A los pretextos y ediciones por entregas en prensa —algunas inconclusas— hay que añadir la casuística de las ediciones en libro, el segundo de los niveles antes enunciados, que ha sido nuestra auténtica base de operaciones para la presente edición.

            EDICIONES EN LIBRO ANTERIORES A 1936

            Es sabido que Valle-Inclán a la hora de publicar sus libros raras veces se resigna a su papel de autor, sino que desempeña la función de editor y se asigna un doble rol: es editor de sus obras y no pocas veces responsable también de su diseño gráfico. Este doble papel no se puede perder de vista a la hora de afrontar las modificaciones que incorpora a sus textos, porque, como bien ha señalado Joaquín del Valle-Inclán (2006), no siempre obedecen a motivos literarios sino que en muchas ocasiones se deben a ese papel de editor que asume con frecuencia. Por otra parte, en la producción de un libro intervienen distintas manos (impresor, tipógrafo, cajista, corrector de pruebas…) y no siempre las erratas o errores que se observan son atribuibles al autor sino a quienes intervienen en el proceso, máxime cuando los originales que se entregaban en la imprenta eran manuscritos, fuesen autógrafos u hológrafos (en el caso de Valle nos consta que su esposa, Josefina Blanco, se encargaba de poner en limpio los autógrafos de su marido y de hacer los traslados para la imprenta). Teniendo esta situación presente, veamos cuál es la problemática general de las ediciones valleinclanianas en libro anteriores a 1936.

            Son contadas las obras que Valle-Inclán editó una única vez en formato libro —La Cara de Dios, La Media Noche. Visión estelar de un momento de guerra, o Luces de bohemia. Esperpento—; lo habitual es la existencia de obras publicadas por diferentes impresores o casas editoriales (Andrés Landín, Antonio Marzo, Fernando Fe, Ambrosio Pérez y Cía., Sucesores de Hernando, Imp. Alemana, Pueyo, Primitivo Fernández, CIAP…), que reedita en esas mismas o en otras y, a partir de 1913, reúne además en su Opera omnia, proyecto que no llegó a completar.

            Las ediciones que siguen a la princeps presentan casi sin excepción variantes textuales. Resulta elocuente al respecto la tetralogía de las Sonatas (1902-1905), no solo porque se han contabilizado 37 ediciones en vida del autor (aunque su número difiere en cada una de ellas), sino porque los cambios que se constatan entre la primera y la última de cada Sonata acusan la evolución estético-estilística de las tres décadas que median entre su editio princeps y la última autorizada. Este lapso temporal no se puede minimizar so pena de calificar como pre-esperpénticos rasgos de las primeras Sonatas, que Valle incorpora en las ediciones posteriores a 1924, fecha en que ha definido el esperpento en la versión definitiva de Luces de Bohemia. Lo cual significa que las variantes que se advierten en las versiones tardías de las Sonatas, potencialmente deudoras de la estética esperpéntica, no son extrapolables a las primeras. Sin tener en cuenta esta circunstancia, las conclusiones podrían ser —de hecho así ha ocurrido más de una vez— equivocadas. Esta situación vuelve a plantear el problema de la elección del texto base, ya que la última edición en vida del autor no responde —pongamos por caso la Sonata de Otoño (1933)— al momento estético en que fue concebida y publicada (1902). Pues siendo, como es, una obra emblemática del modernismo literario hispánico, deudor de Rubén Darío, se desvirtúa en su última versión. Bien es cierto que las variantes —recordemos lo dicho respecto de Femeninas— se consignarían en el aparato crítico de la edición, en caso de hacerlo explícito, pero aun siendo así ¿no sería más coherente ofrecer al lector la editio princeps, que, dada su rareza —es prácticamente inencontrable—, no tendrá ocasión de leer tal como Valle-Inclán la concibió en 1902, si no es como texto base de una edición crítica? De hecho, en el plan de trabajo que aquí acometemos, adoptamos, como explicaré en los criterios editoriales, como texto base de cada obra su editio princeps, si bien contemplamos excepciones a la norma general que creemos justificadas.

            En la casuística editorial valleinclaniana hay que contar también con coediciones realizadas por varios libreros, que dan origen a variantes en cubiertas y portadas de una misma impresión tipográfica, es el caso de las cuatro que conocemos de Cuento de Abril (1910), las dos de La Pipa de Kif o el más complicado de la trilogía de La Guerra Carlista (1908-1909), editada por cuatro libreros —Pueyo, Victoriano Suárez, Primitivo Fernández y Perlado Páez y Cía—, que se multiplican en El Resplandor de la Hoguera, un caso particularmente complejo y elocuente (Santos Zas, 1993: 241-242; Iglesias Feijoo, 2015: 103-142), que abordaremos en detalle en el volumen II de la narrativa del autor. Pero además, la tirada de una edición puede contener variantes, derivadas de la intervención del autor-editor, como hemos podido comprobar al cotejar diversos ejemplares de El Resplandor de la Hoguera (1909), en el que de nuevo se verifican pequeños cambios en el último cuadernillo. La trilogía carlista fue reeditada, sin mencionar las colecciones populares, en 1920/1927 (salvo Gerifaltes de Antaño) y en 1929 y 1930 en la CIAP.

            Igualmente, Valle-Inclán ha dado a la estampa como textos autónomos capítulos o partes de Tirano Banderas y El Ruedo Ibérico en colecciones populares —Los Novelistas, La Novela de Hoy, La Novela Semanal, La Novela Mundial…—, que integra en la serie isabelina (Cartel de ferias, 1925, en cubierta: Cartel de feria; Ecos de Asmodeo, 1926; Estampas isabelinas. La Rosa de Oro, 1927; Teatrillo de enredo, 1928; o Las reales antecámaras, 1928, son algunas de ellas), mecanismo que vale, aunque en grado de menor complejidad, para la pionera novela de dictador, Tirano Banderas (vgr. Agüero nigromante, 1926/Agüero nigromántico, en la cubierta). Pero también acude a la reutilización de materiales previos: Una Tertulia de Antaño (1909), que transforma al incorporarla a El Trueno Dorado (publicada en Ahora: 19 de marzo a 23 de abril de 1936).

            Agreguemos a lo expuesto que a partir de 1913 y hasta 1933 Valle-Inclán se ocupa de la edición de su Opera omnia, vols. I al XXX, aunque no llegaron a ver la luz los tomos XXIV al XXIX (no incluye Cenizas, La Cara de Dios, El Marqués de Bradomín. Una Tertulia de Antaño o La Media Noche), y otros se anunciaron con un número de volumen que, o bien cambió (el caso de Divinas Palabras) o se consignaron como obras de próxima publicación, pero nunca se editaron, tal sucede con Un día de guerra (visión estelar), que apareció en 1926, en la portadilla del Tirano Banderas como vol. XVIII de la Opera omnia, y en la del Retablo de la Avaricia, la Lujuria y la Muerte, como vol. XX. No es la única vez que Valle anuncia títulos que, hasta donde sabemos, no llegó a publicar: Hernán Cortés, Las Banderas del Rey, La Guerra en las Montañas y todos los que conforman las dos últimas series de El Ruedo Ibérico, distribuidos en tres trilogías (véase el vol. III de la presente edición). Por otra parte, dejó reservado el vol. I de este proyecto de obras completas para La Lámpara Maravillosa, su tratado de estética, que incorporó a la colección en 1916.

            Coetáneas a la Opera omnia se constatan otras ediciones sueltas de sus obras en empresas editoriales y en colecciones populares, que ya he ido mencionando a lo largo de esta exposición (queden citadas de pasada dos antologías, Las mieles del rosal, 1910, vol. I de la Biblioteca de Autores Galegos; y una selección de prosa y poesía realizada por G. Jiménez, Cuentos, estética y poemas, 1919).

            Por último, son ediciones póstumas: el ya citado El Trueno Dorado, publicado como libro en 1976; y Flores de Almendro, antología de relatos que vio la luz el 31 de marzo de 1936, aunque no hay constancia de que fuese Valle-Inclán su responsable.

            En este complejo proceso de difusión de la obra valleinclaniana se aprecian además frecuentes cambios de títulos y subtítulos: Cenizas. Drama en tres actos (1899), se reescribe bajo el nombre: El Yermo de las Almas. Escenas de la vida íntima (1908); El Terno del Difunto (1926) se convierte, al incorporarlo a Martes de Carnaval (1930), en Las Galas del Difunto, que supone siempre una reelaboración del texto original hasta el punto de constituir auténticas reescrituras. Igualmente, emplea diferentes denominaciones genéricas para una misma obra, que subrayan el fenómeno de la interdiscursividad (Águila de Blasón. Novela en cinco jornadas, en su paso de la prensa al libro se transforma en Águila de Blasón. Comedia bárbara en cinco jornadas; La Cabeza del Bautista y La Rosa de Papel. Novelas macabras (1924) se subtitulan «Melodramas para marionetas» al reeditarlas en Retablo de la Avaricia, la Lujuria y la Muerte, 1927). Por último, Valle agrupa tardíamente obras, editadas inicialmente sueltas, a las que confiere un título general (vgr. Martes de Carnaval, Tablado de Marionetas para Educación de Príncipes, el citado Retablo de la Avaricia, la Lujuria y la Muerte o Claves Líricas), agrupaciones que comportan siempre la existencia de variantes, más de una vez significativas modificaciones estructurales y cambios semánticos derivados de sus relaciones con los textos que comparten su nuevo destino.

            Los datos expuestos tan solo permiten vislumbrar —no era otra su finalidad— el complejo sistema de escritura y publicación de Valle-Inclán, quien concibe su obra no como definitivamente fijada sino como «obra en marcha» —utilizando la expresión juanramoniana, afín a la valleinclaniana por muchos conceptos—, que el investigador ha de afrontar a la hora de editar cualquiera de sus textos. Por ardua que resulte la tarea, la crítica textual nos ofrece la metodología e instrumentos para resolver los problemas que plantean los diversos testimonios —desde la editio princeps y sucesivas versiones, hasta la última edición en vida del autor—, la intrincada historia textual de cada obra, sus complejas génesis, con largas y dispersas prehistorias en la prensa, que conforman la historia textual de cada obra, sin olvidar que el diseño e ilustración de las obras del escritor son condicionantes —y a veces hasta determinantes— de variantes textuales, como ha demostrado Joaquín del Valle-Inclán (2006). A esta casuística, que requiere una paciente indagación hemerográfica, disponer de las ediciones/emisiones de cada obra e incluso del mayor número de ejemplares posible de cada tirada, ha venido a sumarse ahora el Legado manuscrito del escritor, que responde, en términos generales a otra tradición con sus propios códigos de análisis, edición y difusión.

            NUESTRO PROYECTO EDITORIAL

            Se han mencionado ya los antecedentes del presente proyecto editorial, cuyos criterios generales y específicos relego a la nota que cierra esta introducción. Sin embargo, acaso convenga adelantar dos de sus supuestos básicos, a saber: que nuestro proyecto está concebido como una compilación de la totalidad de la obra del autor editada en librería, y en esto no discrepa de otros editores que han asumido similar tarea, pero difiere de sus predecesores en la elección del texto base —editio princeps—, una decisión que contempla contadas excepciones, que creemos poder justificar. Dicho esto, de los cinco volúmenes de que consta esta edición, tres de ellos se destinan a la prosa de creación de Valle-Inclán, narrativa de ficción (relato corto y novela) y ensayo (23 títulos originales del autor); y los dos volúmenes siguientes a su producción teatral (22 títulos más) y poética (3 títulos). En términos generales y en todos los casos, se combinan dos criterios: genérico (prosa ficcional y ensayística, teatro y poesía), que, a su vez, se ordena siguiendo un orden cronológico de publicación.

            La distribución original de nuestro proyecto, modificada por razones editoriales, organizaba la narrativa en dos grandes bloques, cuya frontera era La Media Noche. Visión estelar de un momento de guerra (1917), obra que comporta la formulación de una poética narrativa que adscribe al autor en el ámbito de la vanguardia literaria. La organización en tres volúmenes aconsejó un reajuste en ese inicial planteamiento, de manera que este primer volumen agrupa la narrativa breve del autor: Femeninas (1895), Epitalamio (1897), Corte de Amor (1903/1922) y Jardín Umbrío/Jardín Novelesco (1903-1920), y La Cara de Dios (1900). El volumen II contiene las cuatro Sonatas (1902-1905), Flor de Santidad (1904), la trilogía de La Guerra Carlista (Los Cruzados de la Causa, El Resplandor de la Hoguera y Gerifaltes de Antaño, 1908-1909), Una Tertulia de Antaño (1909), La Media Noche (1917) y Tirano Banderas (1926).

            El volumen III y último de prosa narrativa se dedica casi íntegramente al ciclo incompleto de El Ruedo Ibérico. Recordemos que Valle-Inclán llegó a anunciar, bien en la prensa o en las portadillas de sus libros, todos los títulos que conformaban las tres series de El Ruedo Ibérico, concebido como tres trilogías, de las que se publicaron dos novelas completas de la primera serie, La Corte de los Milagros (1927/1931) y Viva mi Dueño (1928); y en la prensa la tercera, que dejó incompleta, Baza de Espadas (1932). Los restantes textos que se relacionan directamente con el ciclo de los «Amenes del reinado isabelino», incluidos asimismo en dicho volumen, son: Fin de un Revolucionario (1928), Un Bastardo de Narizotas (1929), y El Trueno Dorado (1936).

            Pero además de los textos que conforman El Ruedo Ibérico, este tercer tomo se cierra con la prosa ensayística del escritor, incorporando La Lámpara Maravillosa. Ejercicios espirituales (1916), un libro al que Valle-Inclán reservó el volumen inicial de su Opera omnia, confiriéndole el valor de «obertura» de la partitura que despliega ante el lector. Sin embargo, en la presente edición hay dos secciones: narrativa y ensayo, donde se aloja el tratado de estética del escritor, siguiendo un criterio condicionado por las características de la colección. No obstante, como se dice en una nota editorial al vol. III, el carácter excepcional de La Lámpara Maravillosa en la producción y trayectoria del escritor gallego (mirada integradora de pasado y futuro), permite adjudicarle simbólicamente el papel de alfa u omega de su itinerario literario.

            El teatro y la poesía valleinclanianos, por su parte, se distribuyen en dos tomos (IV y V de las Obras completas), el primero reúne las piezas dramáticas que abarcan los quince primeros años de su labor dramatúrgica (1899-1914), que se cierran con la llamada «crisis teatral», que lo aparta de los circuitos teatrales comerciales, a raíz de su ruptura con María Guerrero y Díaz de Mendoza, la compañía, junto con la de Irene López Heredia, más potente del país, que cierran sus puertas a los estrenos de Valle-Inclán. Años de silencio teatral, que se rompe a partir de 1919 con una serie de obras que marcan la etapa más creativa y revolucionaria del dramaturgo, que inaugura el esperpento.

            Así, el volumen IV da cabida a piezas dispares: desde el convencional drama en tres actos, Cenizas (1899), hasta la farsa La Cabeza del Dragón (1914). Entre ambos extremos se hallan: El Marqués de Bradomín (1907), El Yermo de las almas (1908), las Comedias Bárbaras (Cara de Plata, 1923; Águila de Blasón, 1907; y Romance de Lobos, 1908); Cuento de Abril (1910), Voces de Gesta (1911), La Marquesa Rosalinda (1913) y El Embrujado (1913). Obras que en su mayoría Valle-Inclán tuvo ocasión de estrenar, antes o después de editarlas.

            Sucede lo contrario en las obras que integran el volumen V, que responden a un período de libertad y madurez creativas y sin embargo apenas fueron representadas, a resultas, entre otras razones, del enfrentamiento que Valle mantuvo con las principales empresas teatrales, lo que significó su exclusión de los circuitos comerciales durante la década de los años 20. En este volumen se agrupan Divinas Palabras (1920), las tres farsas que reunió en Tablado de Marionetas para Educación de Príncipes: Farsa Infantil de la Cabeza del Dragón (1914), Farsa Italiana de la Enamorada del Rey (1920), y Farsa y Licencia de la Reina Castiza (1922). A ellas se suman el primer esperpento, Luces de Bohemia (1924), dos melodramas: La Rosa de Papel (1924) y La Cabeza del Bautista (1924), de los que se conservan los manuscritos en una fase redaccional que se podría considerar acabada; Ligazón (1926), Sacrilegio (1927), Los Cuernos de don Friolera (1925), El Terno/Las Galas del Difunto (1926) y La Hija del Capitán (1927). Buena parte de estos títulos Valle-Inclán los reagrupa de acuerdo con afinidades temáticas o estético-estilísticas y los designa con un nuevo título que confiere un nuevo significado a cada texto en ese conjunto. Es el caso, por poner un ejemplo, de los tres últimos citados, que reunió bajo la designación de Martes de Carnaval. A esta relación se suma como broche final la poesía —tantas veces relegada o sencillamente olvidada—, que tardíamente Valle reunió, reestructurando sus tres poemarios: Aromas de Leyenda (1907), La Pipa de Kif (1919) y El Pasajero (1920), en Claves Líricas (1930), pero que aquí se editan en sus correspondientes primeras ediciones.

            Estas obras conforman la edición designada como Obras completas de Valle-Inclán, sabiendo que lo es con la restricción inicialmente señalada, que excluye las publicaciones periodísticas, los textos sueltos, los prólogos a obras ajenas, etc., como recordaré en los criterios editoriales.

            EL TEXTO EN SU CONTEXTO: LA OBRA VALLEINCLANIANA A VISTA DE PÁJARO (1895-1936)

            Con el marco editorial previamente descrito, nos acercamos ahora desde este prisma al primer volumen de la narrativa del escritor, que es también el inicial de estas Obras completas. Reunimos aquí las colecciones y ediciones sueltas de narrativa breve del autor publicadas entre 1895 y 1920, junto con la novela de folletín, rara avis en la producción valleinclaniana, como explicaré después, La Cara de Dios [1900], que ha tenido una única edición anterior a 1936, una novela sobre la que pesa la duda de la paternidad de don Ramón, como veremos en su lugar.

            Al contemplar la trayectoria literaria y, en concreto, narrativa de Valle-Inclán, desde su opera prima, Femeninas. Seis historias amorosas (1895), hasta la inconclusa Baza de espadas, tercera novela de la inacabada primera serie de El Ruedo Ibérico o, para ser más precisa, El Trueno Dorado (marzo-abril, 1936), han transcurrido más de cuatro décadas, que suponen profundos cambios histórico-políticos, sociales, científicos, culturales… y, desde luego, biográficos. Y el Arte no solo no escapó a esas radicales transformaciones, sino que el arte de la escritura fue adalid de ese cambio de rumbo estético, que dejaba atrás —con el positivismo filosófico— el realismo y el naturalismo para interpelar el concepto mismo de arte hasta entonces vigente y el papel del artista, y dar origen a nuevas formas literarias, que se acogen a la bandera del llamado Modernismo/Modernism. «Ramón del Valle-Inclán fue de entre los nuestros el escritor al que alcanzó más directamente esa ola de fecundidad creativa que alumbró la renovación modernista de la literatura en el primer tercio del siglo XX» (Villanueva, 2010: XI).

            La vida y la obra de Valle-Inclán, histórica y literariamente hablando, cae de lleno en este proceso de transformaciones. La biografía del autor gallego, que no es este lugar de trazar ni siquiera en una somera síntesis (ver Joaquín del Valle-Inclán, 2015), ha empezado a emerger con nuevos perfiles, tras la suma de esfuerzos realizados en los últimos veinte años por documentarla y conferirle el rigor que el descomunal y espurio anecdotario, que suscitó su personalidad, le había restado, hasta el punto de ocultar —como señaló su amigo Manuel Azaña— su verdadero rostro. Bien es cierto que no ha favorecido su nitidez el hermetismo del escritor, celoso defensor de su intimidad, poco proclive a la confidencia, incluso a la expresión de sus afectos, que ha llevado aparejada la tendencia de la crítica a buscar respuestas en las criaturas de ficción del escritor, en las que creen hallar su alter ego (vgr. el Marqués de Bradomín o don Juan Manuel Montenegro). Con ellas se han establecido afinidades ideológicas, rasgos parejos de personalidad o preocupaciones e intereses comunes, un constante trasvase entre su rostro y su máscara, que ha dado como resultado un cúmulo de contradicciones respecto de su personalidad, carácter y pensamiento: esteta y hombre comprometido, carlista y bolchevique, religioso y ateo, bohemio y dandi, pobre y derrochador, asceta y sibarita, iracundo y tierno, escritor reconocido y fracasado dramaturgo… Dualidades que, no debemos ignorar, el propio escritor contribuyó a construir con algunos de sus textos, sus anécdotas ingeniosas, sus comportamientos excéntricos… que en ningún caso son gratuitos, porque detrás de esas actitudes iconoclastas no se esconde un hombre cismático y estrafalario, sino un individuo inconformista, independiente y lúcido, que en lo personal fue capaz de dimitir de puestos no poco golosos, como Conservador General del Tesoro Artístico o la dirección de la Academia de Bellas Artes en Roma, porque no le dejaron poner en práctica su renovador proyecto (y sabemos de sus intentos frustrados, por ejemplo, en la Academia romana). El desempeño de estos cargos, con sus luces y sombras, hablan de un hombre que se tomaba su trabajo muy en serio y cuyos objetivos nadie se tomó realmente en serio. En esta misma línea se inscribe su desconocido papel como gestor de sus libros, cuyo proceso editorial controlaba personalmente desde el diseño hasta sus ventas, una imagen que dista mucho de la del bohemio, que también ha calado en el imaginario popular y siempre va acompañada de una retahíla de tópicos, que pesan como losas sobre la personalidad y vida del autor, y siguen resultando todavía hoy difíciles de desterrar.

            Igualmente, don Ramón fue un hombre comprometido con su tiempo, y lo fue incluso cuanto parecía ser ajeno a cualquier preocupación que no fuese la obra literaria, porque su declarado esteticismo —el arte por el arte— no era una evasión en abstracto, sino la forma de manifestar su desacuerdo con la realidad histórica que le tocó vivir, sembrada de acontecimientos de gran trascendencia a nivel internacional, como la Guerra de 1914, que el escritor conoció como coyuntural corresponsal de prensa e invitado por el gobierno francés para visitar el frente aliado en 1916. De esta experiencia da fe un cuaderno de notas manuscritas (Santos Zas, 2016), que constituye la raíz de un libro posterior, a todas luces francófilo, La Media Noche, editado en el volumen II de estas Obras completas. La incidencia literaria de una experiencia biográfica de tamaña importancia se repite en su estancia en México (1921), que tiene un precedente lejano de no menor importancia, pues en confesión del autor, su primera estancia en el país azteca (1892-1893) fue el crisol de su vocación literaria. En la segunda, escritor ya consagrado, fue invitado como huésped de honor del Gobierno del Presidente Obregón. Valle-Inclán, al margen de la Delegación oficial, «llevaba al Centenario de parte de ciertos intelectuales españoles, un mensaje de solidaridad con el espíritu revolucionario de México, adhesión que traía consigo una protesta ante la falta de ese espíritu en “la España oficial”» (Dougherty, 1979: 138). México ofrecía un panorama de cambios profundos de sus estructuras económico-sociales, que bajo la presidencia de Obregón había cobrado un gran impulso, y cuyos ecos resuenan en Tirano Banderas. Los efectos de otra revolución, la rusa, también, se dejaron sentir sobre el autor, que firmó dos manifiestos de los Amigos de la Unión Soviética, uno en 1933, de carácter nacional; y al año siguiente, el segundo, esta vez internacional («Manifiesto del Comité Internacional de los Amigos de la URSS»). Dos años antes, en 1932, había firmado otra —era la única adhesión española, al lado de las de Gorki, John Dos Passos o Einstein—, para promover un congreso de escritores contra la guerra; y en 1935 su nombre figura en el presidium del Congreso de Escritores para la Defensa de la Cultura, junto a Thomas Mann, Aldous Huxley, Bernard Shaw, etc. (ver Amparo de Juan 2013: 94-95).

            En el ámbito de la política española nacional e internacional, Valle-Inclán vive desde el llamado Desastre del 98, hasta la sangría económica y humana de la guerra con Marruecos, que precisamente en julio de 1921 sufrió su peor derrota en Annual; fue testigo del deterioro del sistema de la Restauración, pasó por la dictadura de Primo de Rivera («Eximio escritor y extravagante ciudadano», llamó a don Ramón) y vivió la República, etapa en la que presentó su candidatura a diputado en las Constituyentes de 1931, por el Partido Radical de Alejandro Lerroux, aunque no obtuvo el acta (Serrano y De Juan, 2007; Dougherty, 1986). Fue precisamente durante la República cuando sus piezas dramáticas volvieron a los escenarios (Divinas Palabras, El Embrujado, Farsa y Licencia de la Reina Castiza), después de un larguísimo período de silencio escénico, a raíz de la ruptura con las principales compañías teatrales de Madrid, que le cerraron sus puertas desde 1912-1913; y cuando desempeña cargos importantes y bien remunerados como los arriba citados, al tiempo que coincide con el contrato con la CIAP que, aunque por poco tiempo, dejaría pingües beneficios a su autor. En estos años firma cartas colectivas contra la pena de muerte, la dictadura de Machado o en apoyo de los mineros de Río Tinto… En 1935 retorna desde Roma a Madrid y desde allí a Santiago para ser tratado de un cáncer de vejiga, que le llevaría a la muerte el 5 de enero de 1936.

            En este contexto Valle-Inclán desenvuelve su itinerario literario, y lo hace un hombre consciente de su arte, obsesionado por perfeccionarlo constantemente, capaz de renunciar a sus lectores —como señaló Pío Baroja, que no le profesaba particular simpatía—: «Si hubiese vislumbrado un sistema literario, una forma nueva, aunque no la hubiesen estimado más de diez o doce personas, hubiese abandonado sus viejas recetas y hubiese ido a lo nuevo, aun a riesgo de quedar en la miseria» (Baroja, 1944: 61).

            Fue un trabajador incansable, a pesar de alardear de una escritura fácil y sin correcciones. Una declaración repetida, que el Legado Valle-Inclán Alsina, integrado por más de 5000 páginas autógrafas (además de otros documentos), desmiente categóricamente, pues muestra a un hombre que corrige, enmienda, tacha, reescribe palabras, frases, párrafos, páginas enteras… búsqueda infatigable de esa perfección nunca hallada. En 1916 escribía:

            Ambicioné que mi verbo fuese como un claro cristal, misterio, luz y fortaleza. En esta palabra cristal yo ponía aquel prestigio simbólico que tenían en los libros cabalísticos las letras sagradas de los pentáculos […]. Y años enteros trabajé con la voluntad del asceta, dolor y gozo, por darles emoción de estrellas, de fontanas y de hierbas frescas (La Lámpara Maravillosa, 170).

            Valle, sin embargo, no fue un escritor de torre de marfil, sino un autor lúcido, sabedor e intérprete de lo que ocurría en el mundo y en el mundo del arte de su tiempo, sin embargo son escasos sus textos teóricos («fue un escritor de grandes atisbos teóricos pero no fue un gran teórico», señaló con acierto Buero Vallejo, 1966: 140), bien que significativos: desde su temprano artículo «Modernismo» (1902), declaración de principios de su filiación modernista, que desarrolla en el prólogo a Corte de Amor (1908), hasta La Lámpara Maravillosa (1916), su «hermético» tratado de estética, el único texto teórico que cobra «la fisonomía sistemática de una doctrina cerrada» (Blasco Pascual, 1995: 9); o la «Breve Noticia», el prologuillo —tan breve como trascendente— a La Media Noche. Visión estelar de un momento de guerra (1917), que condensa su innovadora poética narrativa, cuya praxis adquiere su plenitud en Tirano Banderas y El Ruedo Ibérico; pasando por una serie de consideraciones críticas sobre literatura y arte, realizadas con motivo de las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes de 1908 y 1912 o las referidas a Romero de Torres, recogidas en el Catálogo de la Exposición de Buenos Aires de 1922, reveladoras de su concepción estética «anti-realista» (Schiavo, 1991). Sin olvidar, desde luego, sus conferencias o sus declaraciones sobre su teatro y el esperpento en entrevistas numerosas veces glosadas, así como las frecuentes formulaciones teóricas que pueden espigarse en sus textos, en particular las contenidas en Luces de Bohemia (1920/1924) y Los Cuernos de don Friolera (1925), sobre las que descansa de manera primordial la interpretación del esperpento. No estamos hablando, pues, de un hecho aislado, sino de una reflexión con diversas manifestaciones, que convierte la labor creativa del escritor en un trabajo plenamente consciente.

            Frente a esta actitud creativa del escritor de constante indagación, la respuesta de la crítica ante su magna obra con demasiada frecuencia ha estado muy por debajo de sus méritos. Como señaló a finales de los años 60 Ricardo Gullón, uno de los errores más persistentes a la hora de evaluar su obra, que ha llegado a contaminar la apreciación dominante de su figura y obra, ha sido verlo en el contexto español, como partícipe peninsular del modernismo hispanoamericano o —en afortunada expresión de Pedro Salinas— como «hijo pródigo del 98». Esta temprana reivindicación de un Valle-Inclán inscrito en el ámbito de la renovación de los lenguajes artísticos, que se produce en el período de entreguerras, tiene una formulación más decidida en Darío Villanueva, quien destacó, ya en 1978, el carácter innovador de su obra, cuyo punto de inflexión es La Media Noche (1917), que asocia al «vasto movimiento internacional y cosmopolita que se desarrolló fundamentalmente en el primer tercio del siglo XX y dio sus mejores frutos en los años veinte de entreguerras» (Villanueva, 2010). Y en este marco, hay que situar la obra de Valle-Inclán para comprender su importancia y darle la categoría que merece.

            VALLE-INCLÁN, AUTOR DE RELATO BREVE

            Si nos centramos en los textos que conforman la presente edición, salta a la vista que la primera producción del autor gallego está formada mayoritariamente por relatos breves: por una parte, los que integran Femeninas, Epitalamio y Corte de Amor, que abren este volumen; por otra, los cuentos de Jardín Umbrío/Jardín Novelesco (1903-1920), que se modifican y amplían en las sucesivas ediciones de esta colección, que alterna ambos títulos.

            Las tres primeras colecciones son deudoras de la lectura de escritores franceses e italianos, conocidos a través de la biblioteca pontevedresa que albergaba la Casa del Arco, de Jesús Muruais, en la que alternaban clásicos de la literatura gallega con las últimas novedades de la europea (J. M. Lavaud, 1972: 257-401): prerrafaelistas, parnasianos, simbolistas, decadentistas… ocupaban los anaqueles de aquella cosmopolita biblioteca, en la que figuraban títulos y autores tan significativos como Gautier, Banville, Victor Hugo, junto a Shakespeare y el teatro clásico francés o los tres primeros dramas simbolistas de Maeterlink, siendo la narrativa de ficción el bloque más amplio, en el que comparte espacio con D’Annunzio, Manzoni, el Fausto y Werther de Goethe, Dostoievski, Gogol, Gorki, Tolstoi, Turgueniev… todos traducidos al francés; siendo los autores galos los mejor representados con nombres tan significativos como los hermanos Goncourt, Maupassant, Zola, Flaubert, Huysmans, Barbey d’Aurevilly, Villiers de L’Isle-Adam… que se codeaban con diversas muestras de literatura sicalíptica o las famosas «regles d’amour» del Kama Sutra. A este sucinto sumario hay que añadir revistas literarias y gráficas, a las que Muruais estaba suscrito (más de ciento cincuenta se han contabilizado), que llegaban puntualmente de París, y muy posiblemente familiarizaron a Valle-Inclán con la iconografía Art Nouveau. Todo ello resulta revelador de la curiosidad y cosmopolitismo de su propietario (recibía numerosos catálogos de librerías londinenses y parisinas, además de madrileñas), cuya influencia se ha señalado como uno de los factores influyentes en la formación de la personalidad artística del joven Ramón Valle Peña, que asimila aquellas lecturas del decadentismo finisecular (Leda Schiavo, 1991), una huella que se advierte sin necesidad de pesquisas en estas primeras obras, Femeninas, Epitalamio y Corte de Amor, que tienden un puente con el modernismo rubendariano, que hallamos en las «Memorias del Marqués de Bradomín», protagonista de las cuatro Sonatas. Este mundo cosmopolita se concilia con el universo gallego, que había tenido a su alcance en la biblioteca paterna, en el que se han visto concomitancias con el de escritores irlandeses, como Yeats o Joyce (ver Villanueva, 2005). Una realidad, la de su Galicia natal, que se reconoce como esencial componente de los relatos que conforman los «Jardines».

            Para completar este boceto del joven Valle en su etapa de formación, señalaría otros dos datos significativos: por un parte, el despertar de su interés por las ciencias ocultas, en su doble vertiente popular —Galicia volvía a ser en este caso una fuente inagotable— y culta, que fue, además, una afición extendida en los ambientes intelectuales finiseculares, que fomentó su posterior amistad con Rafael Urbano o Roso de Luna, que va a adquirir pleno sentido en La Lámpara Maravillosa (1916). Por otra, hay que señalar el bagaje adquirido en su primer viaje y estancia en México (1892-1893), país que le deslumbró y donde conoció a los escritores del modernismo, que trató en las redacciones de los periódicos en los que colaboró, tanto en la capital azteca como en la ciudad de Veracruz. Sus huellas, con las de su fugaz paso por Cuba en el viaje de ida y regreso a México, se perciben en la narrativa breve de Valle-Inclán. Con estos mimbres, pues, escribe sus primeras obras.

            Femeninas. Seis historias amorosas, Epitalamio y Corte de Amor: vasos comunicantes

            En 1895 la imprenta Landín, de Pontevedra, publica Femeninas. Seis historias amorosas[3], gracias también a una subvención de 500 pesetas concedida por la Diputación de la ciudad. Valle se había instalado en esta ilustrada ciudad en 1890, al abandonar sus estudios de Derecho.

            La obra, dedicada a Pedro Seoane, amigo y contertulio en los años compostelanos, contiene seis historias galantes (Castro Delgado, 2003: 33-52) que llevan por título otros tantos nombres de mujer: «La Condesa de Cela», «Tula Varona», «Octavia Santino», «La Niña Chole», «La Generala» y «Rosarito». Estas novelitas acusan de forma nítida el bagaje de lecturas que definen el decadentismo Fin de Siècle —en la línea de Les Diaboliques de Barbey D’Aurevilly— y responden al principio estético de L’art pour l’art. De hecho, ya en su tiempo se consideró este libro (así lo valoraron Torcuato Ulloa y Said Armesto, sus primeros reseñadores; ver Santos Zas, 2015: 423-464) un modélico ejemplo del modernismo literario, considerado, desde la perspectiva actual, manifestación hispana del complejo fenómeno de la modernidad (Villanueva, 2005).

            Esta colección recogía asimismo, debidamente reformulados, algunos de los relatos que de modo disperso don Ramón había publicado previamente en prensa (Núñez Sabarís, 2005a y 2005b). Sucede con «Octavia Santino» y «La Generala», que con los títulos de «La confesión» y «El canario», ambos presentados como «novela corta», habían aparecido en el periódico mexicano El Universal, durante su significativa estancia en México (1892-1893), en donde, según confesión propia, se decantó su vocación de escritor y su determinación de serlo. Aquel año publicó en la prensa mexicana y veracruzana medio centenar de trabajos de muy variado asunto (Fichter, 1952).

            Femeninas no volvería a editarse como libro; en cambio, lo hicieron sueltos cada uno de los relatos que lo integran, algunos en publicaciones periódicas y todos ellos en las diferentes colecciones de narrativa breve. Historias Perversas (1907), publicada en Barcelona, merced a las relaciones del escritor con la editorial Maucci (tradujo las obras de Eça de Queirós), serían, junto a la edición pirata, Historias de Amor (1909), las últimas en recoger la totalidad de los relatos de 1895, además de Epitalamio.

            En 1909, Valle-Inclán, tras haber dado a la estampa varias colecciones de novelas cortas (Corte de Amor, 1903, 1908) y cuentos (Jardín Umbrío 1903 y Jardín Novelesco, 1905), reorganiza y agrupa sus relatos conforme a ambas modalidades genéricas, lo cual determinará, en adelante, la integración de los textos de Femeninas en diferentes colecciones. Así, la primera modalidad se integra en Corte de Amor (1914 y 1922) y Cofre de Sándalo (1909 y 1922); la segunda en Jardín Umbrío (1914 y 1920). De esta manera: «La condesa de Cela», «La Generala», «Tula Varona» y «Octavia Santino» se incorporarían, casi sin excepción, a Cofre de Sándalo (1909 y a la pirata de 1922) y en los dos primeros casos también a Corte de Amor (1922). A su vez, la temática fantástica, misteriosa y rural de «Rosarito» casaba mejor con la ambientación de los cuentos «de santos: de almas en pena: de duendes y de ladrones», de modo que, a partir de 1905, formará parte sucesivamente de la serie Jardín Umbrío/Jardín Novelesco. (Serrano Alonso, 1996; Núñez Sabarís, 2005a).

            Mención aparte merece «La Niña Chole», una vez que se incorpora, casi literalmente, a los ocho primeros capítulos de Sonata de Estío (1903), desaparece como relato breve, modalidad que mantuvo solamente en las citadas colecciones de Historias Perversas (1907) e Historias de Amor (1909).

            Este juego de trasvases, que se puede hacer extensivo a toda la narrativa breve de Valle-Inclán (Serrano Alonso, 1996), supone modificaciones de distinto calado, que corroboran esa explícita insatisfacción del autor con su propia obra y comporta para sus editores la obligación de tener en cuenta los testimonios de cada texto. Piénsese, a modo de ejemplo, en la compleja historia textual de «Octavia Santino» (Núñez Sabarís, 2005a), que pone el acento en el fenómeno de la intertextualidad tan característico de la obra de Valle-Inclán.

            Si ahora contemplamos Femeninas como producto artístico (Núñez Sabarís, 2005b; Santos Zas, 2004 y 2015), las Seis historias amorosas son deudoras de un modernismo todavía incipiente, que pretende recoger la atmósfera decadente —depravada y sutil, se dice en «La Niña Chole»— que define la literatura fin de siècle, asumida como estética combativa por la juventud modernista del novecientos, que importaba las formas más estridentes de la contemporaneidad literaria parisina para derribar —renovar, insistían— las anquilosadas formas del patrón realista y las convenciones académicas de escritores consagrados. Resulta a este respecto significativo que Valle vaya reduciendo paulatinamente en su reescritura de los relatos las referencias explícitas a los préstamos literarios, que se vislumbraban en Femeninas, probablemente porque no necesitaba ya de referentes consagrados que diesen lustre a una obra que nunca dejó de reeditar, excepción hecha de la ya mencionada «La Niña Chole», acaso por fidelidad a aquellos sus primeros pasos todavía vacilantes, o tal vez por una razón menos nostálgica y más poderosa, pues tiene que ver con el excelente comportamiento editorial que la narrativa breve tenía en un momento de expansión de revistas literarias y prensa periódica, como prueba el hecho de que casi todos los relatos de Femeninas se publicaron en rotativos en los años posteriores a 1895. Las posibilidades editoriales que se abrían en 1900 van a favorecer los géneros breves, que vivieron su época dorada en el modernismo.

            La naturaleza galante de esta literatura fin de siècle (Castro Delgado, 2003: 33-52) tiene su primer punto de apoyo en las tormentosas relaciones amorosas que se desarrollan en cada uno de los relatos de Femeninas y en los que incorpora posteriormente a Epitalamio (1897) y Corte de Amor (1903).

            Las seis historias reproducen las relaciones amorosas de las seis damas, mucho menos diabólicas con sus pretendientes, que el precedente daurevillesco que el propio Valle evoca, y reflejan, con la brevedad que impone el género, el instante final de unas relaciones eróticas. En este marco se inscriben los dos prototipos femeninos finiseculares —la femmefatal y la donna angelicata—, que encarnan las protagonistas de las Seis historias amorosas (Litvak, 1979; Hinterhaüser, 1980). En todas ellas se advierte un premeditado deseo de escandalizar, de épater le bourgeois, de ahí el cultivo intencionado de lo morboso: el adulterio, el incesto, la seducción, el ¿suicidio/asesinato?…, pero las más de las veces domina un toque más frívolo que dramático, con un esteticismo artificioso, que apunta ya en la dirección de las Sonatas. Si los personajes femeninos actualizan figuras como Salomé o la perversa Lilith, nos ofrecen una variedad de comportamientos en el instante final de sus relaciones: desde el sentimiento de culpa de Octavia, ya moribunda, por «vivir en pecado» con su joven amante, hasta el juego sádico y narcisista de Tula con el suyo, pasando por la actitud desenfadada e intrascendente de Currita —la Generala—, que contrasta con el final trágico de Rosarito. Por su parte, los personajes masculinos son tipos donjuanescos, seductores, bohemios o dandis, forjados sobre modelos de la literatura galante contemporánea (Castro Delgado, 2003), que oscilan entre el joven romántico arrebatado por la pasión y el maduro seductor de ribetes satánicos: Pedro Pondal, amante de Octavia y Juan Manuel Montenegro, seductor y ¿asesino? —el final es ambiguo— de la adolescente Rosarito, respectivamente. Entre ambos extremos se dibujan: el hermoso criollo Aquiles Calderón, amante de la condesa de Cela, el frívolo y petulante duquesito de Ordax, pretendiente de la maligna Tula, el rendido admirador de la cruel y exuberante criolla, Niña Chole, que ejerce absoluta fascinación sobre el narrador (antecedente del marqués de Bradomín); y Sandoval, el joven ayudante del General Rojas, que juega a seducir a la irreflexiva Currita Jimeno. Todas las historias están contadas por narradores externos, con la excepción de «La Niña Chole», que es una autobiografía ficticia, y sus protagonistas, caracterizados por sus poses artificiosas y sus estudiados —estereotipados muchas veces— movimientos, se desenvuelven en ambientes refinados y exquisitos, mientras los casos excepcionales —la modesta buhardilla de Pondal o la casa de Aquiles Calderón— se dignifican al asociarse con el escritor bohemio y el estudiante universitario de la imaginaria Brumosa, convertida en versiones posteriores en Santiago de Compostela. Por otra parte, hay una preferencia por ambientes urbanos, con la salvedad de «Rosarito», que se desarrolla en el mundo rural gallego, concretamente en el señorial pazo de la anciana condesa de Cela (personaje que nada tiene que ver con el cuento homónimo de esta misma colección); excepción también a la regla general de desenfado y frivolidad que preside los restantes relatos, quizá por ello Valle-Inclán, como queda dicho, lo incorporó a las sucesivas ediciones de las colecciones de cuentos de Jardín Umbrío y Jardín Novelesco (1903, 1905, 1914 y 1920), con las que estaba más en consonancia tanto por la ambientación gallega, que reitera como marco de muchas ficciones posteriores, como por la atmósfera de misterio que preside esta novela corta. En «Rosarito» la inesperada aparición de don Juan Manuel Montenegro —exiliado en Portugal por razones políticas— en el pazo de la condesa de Cela provoca el encuentro con la jovencísima nieta de la señora del pazo y de ahí nace una desigual relación en la que el viejo Montenegro, dueño de todas las artes de la seducción, las ejerce sobre la inocente Rosarito, subyugada por el magnetismo erótico que sobre ella proyecta el hombre maduro, y cuya dramática muerte —aparece en su lecho con el alfilerón que sujetaba su cabello clavado en el pecho— se convierte en un enigma, porque el autor voluntariamente escamotea al lector los datos para resolverlo. Todos esos rasgos justifican su antes comentada supresión en posteriores reagrupaciones de los relatos galantes, Corte de Amor (1903, 1908 y 1922) y Cofre de Sándalo (1909), aunque lo mantiene en Historias Perversas (1907) e Historias de Amor (1909).

            Las sucesivas versiones de los seis relatos permiten, no obstante, observar la preocupación de Valle-Inclán hasta 1909 —año en que fija prácticamente la versión definitiva de estas novelas cortas—, por ir adecuando estas narraciones de juventud a su evolución estética. Como se puede observar también en los relatos de Epitalamio y Corte de Amor, las transformaciones principales son acometidas en ese año de 1909, en que Valle publica su última novela corta, «Mi hermana Antonia», cerrando de este modo el ciclo de las «honestas y nobles damas», aunque continuaría reeditándolas.

            En dichas alteraciones acomete también correcciones de calado para rectificar las numerosas vacilaciones del texto de 1895: incorrecciones ortográficas, morfológicas y sintácticas, una puntuación inestable (vgr. el uso de coma entre sujeto y predicado) o el excesivo uso de interjecciones y exclamaciones, de evidente coloquialismo, que son eliminadas en las reediciones.

            Estas características de escritura permanecen, aunque en menor medida, en su segundo libro, Epitalamio (1897), el primero publicado en Madrid, con escasa fortuna de ventas y críticas, si exceptuamos el conocido «Palique» de Clarín, que censuraba el modernismo amoral, provocador y ramplón del texto. En efecto, Epitalamio profundiza en un decadentismo consciente, que desarrollará años después —si bien no se puede omitir la clave paródica e irónica— en la tetralogía de las Sonatas.

            Epitalamio, como Femeninas, carece de recorrido como publicación independiente, pero va a incorporarse también a las diferentes colecciones de novela corta, en concreto se integra, a partir de 1903, en las sucesivas reediciones de Corte de amor.

            La historia relatada en Epitalamio se construye, igualmente, sobre el eje de una relación amorosa. La ambientación pagana y decadente decora la relación de Augusta, que aúna todos los tópicos de la bella femme fatale, con su amante, el poeta y aristócrata Attilio Bonaparte. Aparece, como novedad —creando un perverso triángulo amoroso—, Beatriz, la hija de Augusta, que, a su vez, encarna los tópicos finiseculares de la niña angelical, de belleza dulce e inocente (ver Litvak, 1979, Hinterhaüser, 1980, Dijkstra, 1994).

            La historia textual de Epitalamio sigue procesos análogos a los descritos para los relatos de Femeninas (López Mella y Núñez Sabarís, 2006). En la versión de Corte de Amor (1903) en la que se incluye, se acomete una importante revisión del texto. En primer lugar se modifica el título de la novelita, que pasará a llamarse «Augusta», en conformidad con los demás textos de la colección, titulados con el nombre de su protagonista femenina. También, por dotar de coherencia su universo literario, el nombre de la niña ya no será Beatriz —coincidente con la protagonista del relato homónimo e integrado también en la colección de 1903— sino Nelly.

            Resulta significativa, al igual que sucedía en Femeninas, la desaparición de las referencias explícitas a los préstamos literarios (vgr. D’Annunzio) y la omisión de términos gallegos, que impregnan las narraciones de un localismo que resulta incompatible con su pretendido cosmopolitismo; o en este caso con la atmósfera italianizante, en consonancia con su temática; tal sucede con los galleguismos «pazo» o «patín», o con la onomástica y, en concreto, con la sustitución de «Maruxa» por «Foscarina», un cambio que no es inocente, sobre todo porque se aplica a una vaca.

            Ahora bien, las variantes más notables se registran en 1909 y en la segunda edición de Corte de Amor, y tienen significativas consecuencias estilísticas, pues pule expresiones que pecaban de un exceso de coloquialismo.

            La antología Corte de Amor (1903) presenta cuatro narraciones en las que el título resalta a su protagonista femenina, comenzando por «Augusta», un relato cuyo carácter libertino adquiere irónica relevancia a la luz del subtítulo de la compilación: Florilegio de honestas y nobles damas; «Rosita» reproduce el tono desenfadado y juguetón de «La Generala», también con un duquesito como partenaire. Más sombríos resultan los equilibrios de Eulalia entre sus remordimientos de madre y esposa adúltera y el amor por su joven amante Jacobo. El último relato «Beatriz» va a seguir una trayectoria semejante a la de «Rosarito». Por razones análogas, su temática se aproxima más al mundo misterioso de los cuentos, antes que al mundano de las novelas cortas, de modo que pasará en 1920 a integrar la versión definitiva de Jardín Umbrío.

            Para terminar este juego de vasos comunicantes entre novelitas de distintas colecciones, la génesis de los relatos de Corte de Amor también sigue un recorrido complejo, con versiones que transitan de la prensa al libro y viceversa. «Rosita» tiene un pre-texto en prensa titulado «La reina de Dalicam», publicado en 1899 en La Vida Literaria en Madrid. «Eulalia» también se había editado un año antes en el periódico El Imparcial, con el mismo título. Ambas, como «Augusta», continuarían formando parte de las continuas ediciones de Corte de amor, de las que cabe destacar la de 1908 que incluye uno de los pocos textos que podríamos considerar doctrinales del escritor. Me refiero a la «Breve noticia acerca de mi estética cuando escribí este libro», culminación de esa intermitente reflexión estética que inicia con su artículo «Modernismo» (Ilustración Española y Americana, 22-02-1902), primer esbozo del prólogo al libro de Melchor Almagro, Sombras de vida (1903), que precisamente ampliado será el pórtico a esa segunda edición de Corte de Amor, al igual que a la de 1914.

            Comentario aparte merece «Beatriz». Por la temática —una inocente niña expuesta a abusos explícitos del corrupto fray Ángel, en un clima de misterio y conjuros (Speratti Piñero, 1974; Garlitz, 1990)— forma, como ha señalado la crítica, una especie de trilogía con «Rosarito» y «Mi hermana Antonia». Sin embargo, a diferencia de la novela corta de Femeninas, tarda en integrarse en las colecciones de cuentos recogidos en la serie Jardín Umbrío/Jardín Novelesco, incorporándose únicamente a la edición de Jardín Umbrío, de 1920, que se tiene por la definitiva. Este cuento tiene también una historia textual previa a su primera publicación en libro en 1903. Con el título «Satanás» se presentó al concurso del periódico El Liberal, cuyo jurado lo excluyó por considerarlo inmoral, pero como contrapartida, mereció un comentario elogioso de Juan Valera en la prensa, que le otorgó cierta notoriedad. En 1901 se publicaba ya como «Beatriz» en la revista Electra, aunque Valle lo integró en La Cara de Dios como parte de la biografía de Víctor Rey. Todavía reaparece en la edición de 1908 de Corte de Amor, antes de pasar a Jardín Umbrío (1920).

            Las redacciones iniciales de estas obritas diseminaban menciones más o menos explícitas a escritores, textos literarios, tópicos universales que permitían entrever las fuentes literarias de la etapa de formación. Pero el análisis y estudio crítico de las primeras narraciones del escritor también ha dejado al descubierto intertextualidades evidentes en la creación de estas historias, comprometiendo de algún modo su originalidad. Said Armesto fue el primero en advertir la similitud de argumento y detalles descriptivo-narrativos entre «Octavia Santino» y la obra de Maupassant, Fort comme la mort, que en efecto se puede verificar (Santos Zas, 2015); o como la historia de «La Generala» que tenía un antecedente bastante explícito en una noticia titulada «El cadete y el canario», publicada en el Heraldo de Madrid (1891), el mismo día en que aparecía también en el rotativo el cuento «El mendigo» de Valle.

            Las lecturas (y traducciones) que Valle realizó de Eça de Queirós dejaron una huella importante en el estilo narrativo de estos primeros años, pero también apropiaciones prácticamente literales de breves fragmentos y episodios de las novelas del escritor portugués. Me limito aquí a señalar que Valle toma prestada —y no es el único préstamo— la historia del cadete y el canario para idear a Currita y Sandoval; en «La Generala» también hay mucho de la queirosiana O Mandarim, merced a las similitudes explícitas en ambos relatos entre los diálogos y coqueteos entre Sandoval/Teodoro y ambas generalas (Núñez Sabarís, 2011).

            Editar las colecciones de novela corta de Valle-Inclán: Femeninas, Epitalamio y Corte de Amor

            El mencionado juego de trasvases de textos, se plasma en esta ocasión en la tendencia a reeditar sus escritos siempre con modificaciones, que nos habla con elocuencia de su sistema de creación. Porque todas esas versiones revelan el afán de perfección literaria que guía al escritor y le lleva a revisar sus textos infatigablemente. Múltiples cambios —adiciones, supresiones, modificaciones— que el autor incorpora cada vez que edita sus textos sueltos o en colectáneas: son variantes morfológicas, sintácticas y semánticas, que afectan a la estructura, estilo y significado de los textos: cambia una palabra, un topónimo, pule una frase, suprime una descripción, amplía un retrato, depura la página o el párrafo de todo aquello que considera superfluo o redundante en procura de la esencialización y la condensación, en busca de una prosa melódica, elige el adjetivo cuidadosamente y confiere a la palabra la capacidad de sugerir no solo por su significado o su valor simbólico, sino por su sonido o su colocación en la frase.

            La edición que aquí presentamos reproduce las únicas ediciones de Femeninas (1895) y Epitalamio (1897) y la primera de Corte de Amor (1903), con los criterios que se explican en la nota editorial, aquí materializados como correcciones ortográficas y lingüísticas.

            Por otra parte, por su interés «doctrinal» no hemos querido renunciar a ofrecer la reproducción del prólogo «Breve noticia acerca de mi estética cuando escribí este libro» (1908), como apéndice a nuestra edición de Corte de Amor, sobre el que volveremos al abordar las Sonatas (volumen II).

            Estas ediciones quieren ofrecer al lector la posibilidad de adentrarse en la lectura de los textos que corresponden a los años iniciales de la carrera literaria de Ramón del Valle-Inclán, por tanto, fieles al contexto en que se escribieron y publicaron, coherentes con una larga trayectoria que evoluciona en pos de una constante renovación de su propio lenguaje artístico. Valle-Inclán nunca rechazó estos primeros textos, de hecho los evoca en el prólogo a Corte de Amor (1908) con cierta nostalgia expresando su amor por aquella literatura juvenil y atrevida con la que se había iniciado, desmarcándose de los ya trillados caminos de los viejos prematuros:

            He aquí un libro de juventud, un libro escrito en esa edad dichosa de sueños y de esperanzas. ¡Hoy esa edad se me aparece ya casi lejana! Al releer estas páginas, que después de tantos años tenía casi olvidadas, he sentido en ellas no sé qué alegre palpitar de vida, qué abrileña lozanía, qué gracioso borboteo de imágenes desusadas, ingenuas, atrevidas, detonantes. Yo confieso mi amor de otro tiempo por esta literatura (véase apéndice a Corte de Amor).

            En suma, el interés de estos relatos de iniciación radica, en consecuencia, en que nos permite apreciar el estado de la escritura de Valle-Inclán a principios de 1900 y poder adentrarnos en las particularidades que van definiendo su trayectoria literaria, en la que se pueden constatar las lecturas que incidieron en su formación, sus limitaciones y vacilaciones o los hallazgos que permiten advertir recurrencias en obras posteriores.

            LA COLECCIÓN DE JARDÍN UMBRÍO/JARDÍN NOVELESCO: GALICIA AL FONDO

            Si Femeninas representa estéticamente el cosmopolitismo literario y el mundo cultural europeo, con el que el inquieto Valle-Inclán había conectado a través del círculo pontevedrés de Jesús Muruais, que frecuentó hasta su marcha a Madrid; no se puede dejar pasar por alto el hecho de que la opera prima valleinclaniana esté prologada por Manuel Murguía, cuyo nombre está unido a destacadas personalidades de la época y del llamado «Rexurdimento Galego», entonces en plena efervescencia. Murguía encarna de manera emblemática la reivindicación de las señas de identidad propias de Galicia y estaba relacionado estrechamente con el mundo local y familiar de Valle-Inclán, pues el viudo de Rosalía de Castro era amigo de Ramón Valle Bermúdez, padre del escritor en ciernes.

            De la curiosidad e interés de Ramón Valle por todo lo gallego da cuenta su proyectada, nunca llevada a cabo, Historia de Galicia, sus tempranas lecturas de la literatura gallega en la biblioteca paterna, en la que figuraban los escritores más relevantes de la época, que merecieron su admiración. Tal sucede con Vicetto, cuya famosa novela histórica, Los hidalgos de Monforte, recuerda en términos elogiosos en la primera de sus «Cartas Galicianas», pues en ella encontraba descrita una realidad familiar —«el mundo que conocí de rapaz»—, que él mismo llegaría a recrear en su obra y, particularmente, en los cuentos que, en un constante juego de trasvases, van conformando las colecciones tituladas Jardín Umbrío y Jardín Novelesco entre 1903 y 1920 (véase su relación más adelante), aunque algunos de sus relatos no llegaran a formar parte de ninguna de estas colecciones.

            Pero todos los cuentos que en ellas se integraron a lo largo de los años, aparecieron en la prensa gallega, nacional y/o latinoamericana antes y después de su publicación en dichas colecciones y siempre, como si de una suerte de tela de Penélope se tratase, escribe y reescribe sus textos infatigablemente. Es decir, en la prensa, de la que Valle fue asiduo colaborador desde sus años de estudiante universitario, afiló su pluma y ensayó sus primeros textos narrativos, sus poemas o sus ensayos… la prensa fue una suerte de «forja» para el escritor, que utilizó también como fuente de ingresos.

            De hecho, Ramón del Valle-Inclán inició su andadura como narrador de cuentos en su etapa compostelana, en los años 80, considerados unánimemente la Edad de Oro de la prensa gallega, que registra más de 250 periódicos, portavoces de sectores sociales, grupos políticos y organismos varios con periodicidad diaria, semanal o quincenal y una vida por lo común bastante efímera. El Santiago de aquellos tiempos es, desde esta óptica, muestra patente del vigor de la prensa local. Una ciudad, no cabe olvidarlo, que fue centro neurálgico del movimiento regionalista, que tanta resonancia tuvo en el campo ideológico-político y cultural.

            En este marco se inscribe la revista Café con Gotas, que nace en 1886 y vive a saltos la década de oro de la prensa gallega en su propia e intermitente historia (Bouza Brey, 1966; Santos Zas y Grupo de Investigación Valle-Inclán, 1999). Se trata de una revista estudiantil, cuyo carácter ilustrado y talante humorístico son sus notas definitorias, perceptibles ambas desde su mismísima portada. Esa línea dominante incorpora Café con Gotas a una tradición de prensa satírica, que cuenta con numerosos antecedentes.

            Nos hemos extendido en esta publicación porque en ella Ramón del Valle de la Peña, tal era su firma entonces, publicó sus dos primerísimos textos de creación (Bouza Brey, 1966): un cuento, «Babel», y un poema, cuyo primer verso reza «En Molinares es verdad notoria» (4 y 11 de noviembre de 1888, respectivamente), que evidencian en ambos casos su carácter iniciático y su escuálido valor literario. No obstante, cabe señalar que el cuento, en el marco de la exaltación de las lenguas autóctonas, bromea desde su propio título con la confusión plurilingüística. Valle no recogió este relato en ninguna de sus antologías. Dato curioso, en estas mismas fechas estampa también su firma en la revista su hermano mayor, y lo hace como Carlos Valle-Inclán.

            No sucede así con el que sería su segundo relato, «A media noche», aparecido en El Globo tan solo un año después, pero que representa no solo el salto a la prensa nacional (se editará más de una decena de veces), sino que se convierte en paradigma del trabajo de reelaboración al que Valle somete sus textos en sus sucesivas reediciones, con correcciones, supresiones o adiciones siendo, además, uno de los cuatro textos que Valle-Inclán incluye en todas las versiones de sus «Jardines», en tanto pionero de las líneas maestras que caracterizan estas compilaciones.

            Jardín Umbrío (1920)

            Son diecisiete los relatos que contiene en su última versión Jardín Umbrío (1920), todos ellos publicados en uno u otro de los anteriores «Jardines» (ver la relación comparada infra), a excepción de dos, «Beatriz» y «Mi hermana Antonia», que solo se recogieron en 1920 (González del Valle, 1990; Serrano Alonso, 1993). Estas dos presencias, que tampoco son una novedad (la primera vio la luz en la revista Electra, en 1901, y ya había sido utilizada en La Cara de Dios para desvelar el misterioso pasado del atormentado Víctor Rey; mientras que la segunda se publicó por vez primera en Cofre de Sándalo, 1909), sin embargo desempeñan en esta compilación un papel relevante, si se tiene en cuenta la organización del libro.

            A pesar del dilatado proceso de configuración de esta antología de cuentos, no estamos ante una recopilación ocasional o fortuita —en Valle-Inclán nada nunca lo es—, sino que se advierte una unidad de concepción, que se apoya en rasgos temáticos, constructivos y estilísticos afines, más de una vez apuntados. Añadiría por mi parte, si nos atenemos a la distribución de los relatos, que «Mi hermana Antonia» ocupa exactamente el centro, flanqueado por ocho relatos en cada caso, que suman los dieciséis restantes. Esta posición central confiere a esta novelita corta una función axial, que Valle-Inclán crea para articular en torno a ese eje un diálogo que se establece con otros cuentos, que van creando lazos, que refuerzan asociaciones temáticas, estructurales y recursos narrativo-descriptivos bastante evidentes.

            Estos diecisiete relatos están enmarcados por un breve texto, a modo de prólogo, que en las primeras colecciones se designa en el índice como el propio libro; y se cierra con otro texto, que titula «Oración». Dos textos que se repiten en todas las ediciones de los «Jardines», aunque con variantes.

            Empecemos por la coda de este Jardín Umbrío (1920), que reza:

            Fue una amiga ya muerta, quien con amoroso cuidado reunió estos cuentos, escritos a la ventura y en tantos sitios, para morir olvidados. Cuando un día me los entregó, después de muchos años, yo creí hallar en ellos el perfume ideal de sus manos. ¡Pobres manos frías, ojalá pudieseis ahora volver a perfumar estas páginas!

            Estamos ante un reconocible artificio retórico de larga tradición literaria, que en este caso evoca de inmediato la figura de la «pobre Concha» cuyo perfume también impregnaba la carta que, moribunda enviara al marqués de Bradomín solicitando su presencia. Una evocación que, como en la Sonata de Otoño, también aquí se tiñe de modernismo. Pero además esta «Oración» justifica la colección, al confiarle a la voz de la enunciación los relatos de Micaela la Galana, conservados celosamente hasta entonces.

            Por lo que se refiere al prólogo, en 1920 hallamos una voz en primera persona que presenta la fuente de estas narraciones y explica el título de la compilación, pero adviértase desde ahora que no solo tiene una función presentativa sino que crea una atmósfera, un clima que confiere unidad a la obra:

            Tenía mi abuela una doncella muy vieja que se llamaba Micaela la Galana: Murió siendo yo todavía niño: Recuerdo que pasaba las horas hilando en el hueco de una ventana, y que sabía muchas historias de santos, de almas en pena, de duendes y de ladrones. Ahora yo cuento las que ella me contaba, mientras sus dedos arrugados daban vueltas al huso. Aquellas historias de un misterio candoroso y trágico, me asustaron de noche durante los años de mi infancia y por eso no las he olvidado. De tiempo en tiempo todavía se levantan en mi memoria, y como si un viento silencioso y frío pasase sobre ellas, tienen el largo murmullo de las hojas secas. ¡El murmullo de un viejo jardín abandonado!

            Es decir, en el preámbulo las historias presentadas por una voz en primera persona son relatos que tienen su origen en «una vieja criada», que se los contaba a un niño que de adulto se convierte en su transmisor. Esta presencia en la nota preliminar de un narrador testigo y la evocación de su propia infancia conecta con varios relatos de esta antología, que están narrados desde la subjetividad de un yo adulto, que recuerda —evocación de miedos infantiles— una experiencia vivida de niño o adolescente («El Miedo», «Mi hermana Antonia», «Del misterio», «Milón de la Arnoya» y «Nochebuena»), a diferencia de los restantes relatos, contados por un narrador en tercera persona, despojado del componente biográfico ficcional.

            Pero ese preámbulo proporciona otra información fundamental: el sentido de su título, que remite a los temas dominantes, sintetizados en esta fórmula: «historias de santos, de almas en pena, de duendes y ladrones». A pesar de la variedad temática y argumental de estos diecisiete relatos, todos ellos se articulan en torno a los motivos enunciados, que protagonizan personajes básicamente del ámbito rural gallego —raramente urbano, como el caso de «Mi hermana Antonia»—, del que se vale el escritor para recrear tradiciones y creencias populares de endemoniados, almas en pena, pecadores arrepentidos, santos puestos a prueba… temas que, a modo de teselas, van creando un gran mosaico de mundo gallego tópico pero poético, marcado por el misterio y la tragedia, lo mágico maravilloso, que se manifiesta tanto en el contenido de los relatos como en las técnicas y recursos artísticos utilizados. Un mundo de ficción en el que se oyen los ecos de la toponimia y la onomástica gallega (Arnoya, Cela, Brandeso, Santiago, Bretal…), más patente en sus versiones primeras; una Galicia de saludadoras, mendigos, curas de aldea, señores de pazo, criados sumisos, bandoleros y ladrones, guerrilleros…

            Por último, conviene aludir al uso del término historias para referirse a las que se cobijan en este Jardín Umbrío, que abarcan formas distintas: desde el cuento breve, casi una estampa de gusto arcaizante e ingenuo y sin apenas argumento («Nochebuena», «La adoración de los Reyes»), hasta el relato largo que admite la división en capítulos, como «Rosarito», «Beatriz» o «Mi hermana Antonia», cuyo carácter axial en el conjunto de los relatos se refleja también en su capacidad de síntesis de motivos y recursos de esta colección. Es «Mi hermana Antonia» una de las pocas historias que se localiza en un espacio urbano, y tiene componentes de misterio en la órbita de la narrativa gótica, según ha mostrado Luisa Castro (2011: 5-29), siendo su principal característica la mencionada focalización y enunciación del discurso por medio de un narrador testigo, que se remonta a su infancia para referir los funestos hechos familiares relacionados con la supuesta posesión diabólica de un seminarista que le impartió clases de latín a domicilio, y estableció relaciones con su hermana mayor, Antonia. La atmósfera, los personajes, la ambigüedad de los hechos, la finura de la descripción hacen de este relato extenso una pequeña obra maestra. Por último, es necesario mencionar dos historias de la colección, que adoptando las formas propias del género dramático y sus títulos de raigambre teatral («Tragedia de ensueño» y «Comedia de ensueño»), sin embargo el propio escritor nunca los consideró como tales; de hecho ambos constituyen muestras tempranas (se publicaron por vez primera en 1901 y 1906, respectivamente) del hibridismo genérico del que hizo gala Valle-Inclán.

            Para cerrar este panorama a vista de pájaro de la trayectoria del escritor como autor primordialmente de cuentos, añadiría dos rasgos propios de su sistema de escritura y publicación que tiene su punto de partida en estos mismos relatos, y se proyectan hacia otras obras.

            Me refiero, por una parte, al citado fenómeno de la transmodalización, es decir, la conversión de textos narrativos en dramáticos (vgr. sin ir más lejos, el drama de Arniches transformado en novela extensa; el cuento «Un bautizo», 1906, reconvertido en escena dramática de Águila de Blasón). Un fenómeno este que no es ajeno al hibridismo genérico, que como signo de época, Valle lleva a sus últimas consecuencias, al difuminar las fronteras genéricas y propiciar la interdiscursividad (la novela se hace dialogada o lírica, el teatro tiene acotaciones descriptivo-narrativas cercanas a la novela y tan literarias como el propio diálogo teatral, etc.) y ofrecer obras que no encajan en las categorías genéricas convencionales. Casos tempranos de este hibridismo genérico son los textos citados de «Tragedia de ensueño» y «Comedia de ensueño», que preludian el de textos como Águila de Blasón, que en su versión periodística (1906) figuraba como «Novela en cinco jornadas»; o La Rosa de papel y La Cabeza del Bautista. Novelas macabras.

            Por otra parte, es necesario subrayar el rico diálogo intertextual que las obras de Valle-Inclán entablan a lo largo del tiempo, un rasgo propio de su sistema de escritura que se asienta en el uso de la recurrencia. En la obra del escritor encontramos temas transversales, como el carlismo y la guerra entre carlistas y liberales, que se atisba en sus primerísimos cuentos («A media noche», 1889), y alcanza su plenitud en el ciclo histórico de La Guerra Carlista (1908-1909), pero está presente en otras obras, como las Sonatas o El Ruedo Ibérico. Asociados a los temas aparecen personajes-tipo que también se repiten, como el caso del bandido, que representa el cuento «Juan Quinto», o la cuadrilla de bandoleros de «Comedia de ensueño»; pero esta figura (con el antecedente del artículo sobre el bandido histórico «Mamed Casanova. Un retrato») la hallamos nuevamente en Sacrilegio y en El Ruedo Ibérico. Otro tipo que se reitera en la obra de Valle-Inclán es el del guerrillero, que adquiere categoría de protagonista en el cuento «Un cabecilla» (1895), que, por su parte, tiene versiones distintas, y alcanza su forma más lograda en la figura del Cura Santa Cruz, protagonista de Gerifaltes de Antaño (1909) y entre ambas obras se registra una larga lista de personajes representativos de las partidas carlistas, que remiten al leitmotiv de la guerra. Algo similar sucede con la figura del emigrado político, que tiene su primera imagen en el Montenegro del relato «Rosarito» (1895) y su figura más emblemática en el Marqués de Bradomín. Es precisamente Xavier de Bradomín uno de esos personajes cuyas sucesivas apariciones perfilan un individuo con biografía propia, pues transita la obra de Valle desde sus primeros cuentos (incluso aparece como topónimo: Bradamín/Bradomín) hasta El Ruedo Ibérico, pasando por las cuatro Sonatas que además protagoniza; reaparece en las novelas de La Guerra Carlista, Una tertulia de antaño e incluso en Luces de Bohemia, en compañía de Rubén Darío, al tiempo que este personaje enlaza, por su categoría de emigrado político, con la del también seductor Don Juan Manuel Montenegro, de la novela «Rosarito» de Femeninas.

            Valle igualmente reitera espacios y tiempos históricos que actúan como telón de fondo de sus ficciones. Así, en los primeros relatos hallamos la forma en que designará habitualmente el mundo del Trópico, «Tierra Caliente». Este sintagma, que acuña en un primer relato, «Páginas de Tierra Caliente. Impresiones de un viaje», es, a su vez, un pre-texto de «La Niña Chole» (1895). Más tarde lo integra, con la consiguiente reelaboración, en Sonata de Estío (1903), respondiendo al gusto por lo exótico de la literatura finisecular y, por fin, reaparece para designar el emblemático espacio en el que se desarrolla nada menos que Tirano Banderas. Novela de Tierra Caliente (1926), espacios asociados a una doble experiencia biográfica: sus viajes a México en 1892 y 1921. Por otra parte, esas «impresiones de un viaje» sugieren el punto de partida del género memorias, que parece querer adelantar las famosas del Marqués de Bradomín.

            Sus temas, personajes y ambientes van perfilándose poco a poco, amplificándose y modificándose; de modo que una peculiaridad del conjunto de su producción artística es el diálogo que crea entre sus obras, aunque estas resulten distantes en el tiempo. Este juego de trasvases, pese a ser una mínima muestra del diálogo intertextual arriba mencionado, es también revelador de los procesos de gestación en Valle-Inclán, a veces muy largos, de manera que muchos de los hallazgos que singularizan su obra están en sus primerísimos textos y ello confiere a estos relatos no solo el valor intrínseco que poseen, sino también, un carácter de cantera de obras futuras.

            Y todo ello nos habla de su propio y peculiar sistema de escritura, procesos lentos y madurados, que van creciendo de manera paulatina hasta alcanzar una definición acabada y una praxis perfecta años después de haberlas ensayado por vez primera, siendo esta una de las constantes de su trayectoria, cuyas claves primeras nos brindan su narrativa breve.

            Editar los cuentos de Valle-Inclán: la tela de Penélope

 

            Si el trasvase de textos entre las colecciones de relatos «galantes» es frecuente, otro tanto se puede decir de los cuentos que conforman las sucesivas ediciones de Jardín Umbrío/Jardín Novelesco, en las que además han buscado acomodo, por razones explicadas, algunas narraciones originalmente publicadas en las colecciones protagonizadas por mujeres, como ocurre con «Rosarito» y «Beatriz», ya comentadas.

            Como excepción a la norma, hemos optado en este caso por editar Jardín Umbrío. Historias de santos: de almas en pena: de duendes y ladrones (Madrid: Sociedad General de Librería Española, Tip. Europa, Opera omnia, XII, 1920 [colofón: «Este libro acabose de imprimir en la Villa de Madrid por la Tipográfica Europa a ocho días del mes de octubre y año de MCMXX»]).

            Si se analizan las cinco compilaciones, que relacionamos después, se advierte que todas sin excepción comparten, además del prologuillo y la «Oración» final, cuatro cuentos («El miedo», «Tragedia de ensueño», «El Rey de la máscara» y «Un cabecilla»); por otra parte, excepto Jardín Umbrío (1903) todas repiten siete títulos más («La adoración de los Reyes», «La misa de San Electus», «Un ejemplo», «Del misterio», «A media noche», «Comedia de ensueño» y «Nochebuena»), lo que, significa que, con la salvedad de Jardín Umbrío (1903), las colecciones de los «Jardines» (1905-1920) tienen en común once títulos. Las semejanzas se van estrechando a partir de esa cifra, de manera que solamente dos colecciones, Jardín Umbrío 1914 y 1920, tienen nuevamente en común otros cuatro relatos («Juan Quinto», «Milón de la Arnoya», «Mi bisabuelo» y «Rosarito», que procede de Femeninas). Son quince —la totalidad en el primer caso— los que comparten ambas antologías, pero la edición de 1920, por su parte, contiene dos narraciones más en exclusiva («Beatriz» y «Mi Hermana Antonia»). Estas dos novelitas cortas, sin embargo, no la convierten numéricamente en la colección que reúne mayor número de historias, record que tiene Jardín Novelesco (1908), que relaciona en su índice dieciocho relatos. Sin embargo, la prelación dada a la edición de 1920, que cuenta con un relato menos, se fundamenta en otros criterios: por una parte, las narraciones que contiene en exclusiva la edición de 1908 son todas ellas pre-textos de novelas, a las que se asimilaron tras un proceso de reelaboración; mientras que los dos relatos, que no comparte la edición de 1920 con los restantes «Jardines», son novelitas cortas, que han tenido antes y después su propia trayectoria y su presencia proporciona a dicha colección un equilibrio estructural del que carece Jardín Novelesco de 1908, pues «Mi hermana Antonia» ocupa el centro de una distribución simétrica de relatos (8+1+8), equilibrio caro a Valle-Inclán, que además es el vértice de un triángulo que ocupan otras dos novelas con nombre de mujeres, «Beatriz» y «Rosarito», que comparten temas, motivos y ambientes. Por último, la elección de Jardín Umbrío (1920) como texto base de nuestra edición se justifica, no tanto por ser la última edición autorizada (criterio que no ha regido la concepción de estas Obras completas), con la importancia que sin duda ello comporta, sino porque se podría considerar la compilación más completa de relatos propiamente autónomos de todas las publicadas por el escritor, y esto le otorga una singularidad que nos ha parecido importante poner de relieve.

            Por otra parte, los textos que integran esta edición han sufrido a lo largo de su propia trayectoria (prensa y libro) transformaciones que incluso han modificado la propia estructura del relato (caso más notable es el citado «A media noche», cuento que ha tenido más de una decena de ediciones) o han cambiado su título (valga el mismo ejemplo que en 1905 pasó a denominarse «Del camino»). Frente a esos casos extremos, que pueden llegar a transformar un texto de mano inexperta en un cuento logrado, lo habitual en estos relatos es la presencia de variantes textuales de muy diverso alcance. En el caso de nuestra edición, hemos querido ser fieles al texto de cada cuento tal como aparece en 1920, aplicándole los criterios que se explicitan en la nota final de esta introducción, siempre que no contradigan el usus escribendi del autor, criterio antepuesto incluso a la norma actual.

            Ediciones sucesivas y sus contenidos de Jardín Umbrío/Jardín Novelesco (1903-1920), consultadas para esta edición:

            1903: Jardín Umbrío, Madrid, Casa Editorial Viuda de Rodríguez Serra, Biblioteca Mignon, vol. XXXIII [1903]. [Contiene: «Jardín umbrío», «Malpocado», «El miedo», «Tragedia de ensueño», «El rey de la máscara», «Un cabecilla», «Oración»]. Adviértase que el título «Jardín umbrío», que aparece en el índice, no es un cuento sino un breve prólogo, en el que se explica el origen de los cuentos antologados; de la misma forma que se cierra con un breve texto, titulado «Oración», que tampoco es un relato.

            1905: Jardín Novelesco. Historias de santos: de almas en pena: de duendes y de ladrones, Madrid, Tip. de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1905. [Contiene: «Jardín novelesco», «¡Malpocado!», «La adoración de los Reyes», «El miedo», «Tragedia de ensueño», «Un cabecilla», «La misa de San Electus», «El rey de la máscara», «Don Juan Manuel», «Un ejemplo», «Del misterio», «A media noche», «Comedia de ensueño», «Nochebuena», «Geórgicas», «Oración»]. Adviértase que el título «Jardín novelesco», que aparece en el índice, no es un cuento sino que corresponde al prólogo en el que se explica el origen de los cuentos antologados; de la misma forma que se cierra con un breve texto, titulado «Oración», que tampoco es un relato.

            1908: Jardín Novelesco. Historias de santos: de almas en pena: de duendes y ladrones, Barcelona, Maucci, 1908. [Contiene: «¡Malpocado!», «La adoración de los Reyes», «El miedo», «Tragedia de ensueño», «Un cabecilla», «La misa de San Electus», «El rey de la máscara», «Un ejemplo», «Del misterio», «A media noche», «Comedia de ensueño», «Nochebuena», «Geórgicas», «Fue Satanás», «La hueste», «Égloga», «Una desconocida», «Hierbas olorosas», «Oración»]. Véase la advertencia supra.

            1914: Jardín Umbrío. Historias de santos: de almas en pena: de duendes y ladrones, Madrid, Perlado, Páez y Cía., Imp. de José Izquierdo, Opera omnia, XII, 1914 [colofón: «Acabose de imprimir este libro en la Imprenta de José Izquierdo en Madrid a XII días del mes de julio de MCMXIV años»]. [Contiene: «Jardín umbrío», «Juan Quinto», «La adoración de los Reyes», «El miedo», «Tragedia de ensueño», «Un cabecilla», «La misa de San Electus», «El rey de la máscara», «Rosarito», «Del misterio», «A media noche», «Mi bisabuelo», «Comedia de ensueño», «Milón de la Arnoya», «Un ejemplo», «Nochebuena», «Oración»]. Véase la advertencia supra.

            1920: Jardín Umbrío. Historias de santos: de almas en pena: de duendes y ladrones, Madrid, Sociedad General de Librería Española, Tip. Europa, Opera omnia, XII, 1920 [colofón: «Este libro acabose de imprimir en la Villa de Madrid por la Tipográfica Europa a ocho días del mes de octubre y año de MCMXX»]. [Contiene: «Jardín umbrío», «Juan Quinto», «La adoración de los Reyes», «El miedo», «Tragedia de ensueño», «Beatriz», «Un cabecilla», «La misa de San Electus», «El rey de la máscara», «Mi hermana Antonia», «Del misterio», «A media noche», «Mi bisabuelo», «Rosarito», «Comedia de ensueño», «Milón de la Arnoya», «Un ejemplo», «Nochebuena», «Oración»]. Véase la advertencia supra.

            La Cara de Dios (1900), modelo de novela popular

            En el conjunto de la producción literaria de Valle-Inclán La Cara de Dios cobra importancia por varias razones. En primer lugar, constituye la primera novela extensa del autor. En segundo lugar, la singularidad del producto final responde al molde de la novela popular y de este aprende el escritor, al igual que Galdós u otros novelistas, recursos que luego rentabiliza en otras de sus creaciones. Posee, pues, no solo interés literario sino valor histórico y sociológico intrínseco.

            Además es un texto polémico por cuanto se sospecha, no sin fundamento, una posible autoría compartida —obra de varios autores (Zamora Vicente, 1973: 67) o colectiva (Cabañas Vacas, 1987: 57-67)—, sospecha que ha inclinado a cuantos han afrontado una edición de obra completa (Valle-Inclán, 2002 y 2010) o escogida a ni siquiera contemplar la inclusión de este texto, que el escritor nunca volvió a publicar ni a reclamar, una razón más para excluirlo de cualquier trabajo compilatorio. A su historia textual me referiré después.

            A finales de 1899 Valle-Inclán acepta el encargo editorial de escribir una novela por entregas a partir del drama homónimo de Arniches, estrenado con éxito lisonjero en el Teatro Parisch de Madrid el 28 de noviembre de ese mismo año. Resulta evidente que su triunfo inmediatamente fue aprovechado para hacer un buen negocio de ventas: ya el 27 de diciembre, apenas un mes después del estreno, Arniches escribe una carta a Valle-Inclán concediendo su permiso para transformar el drama en novela, carta que puede verse reproducida en nuestra edición.

            Esta saldría por entregas, hasta el momento ilocalizables, probablemente desde enero o febrero de 1900, destinada a un público lector poco exigente con la calidad literaria de este producto, pero ávido de un argumento que lo mantuviese atrapado hasta el desenlace apaciguador.

            Fueron 56 las entregas de la novela que se vendieron a sus suscriptores; no obstante contradice este dato el apuntado por Joaquín del Valle-Inclán (2009: 5-13), que habla de 29 entregas y aporta el precio de venta de cada entrega (25 céntimos) y los recibos de 28 pesetas abonados a Valle-Inclán por cada cuadernillo; por otra parte, López del Arco, hijo del editor declaró en 1973 que Valle había cobrado 1000 pesetas en total. Estos datos, siendo del mayor interés, no nos permiten, sin embargo, dirimir el número de entregas correcto. Se sabe, sin embargo, que las entregas no fueron distribuidas por un único editor sino por dos a través de un proceso de compra-venta: el primer editor, quizá el que formuló el encargo a Valle-Inclán, fue Tomás Q. de Alarcón quien, después de repartir las seis primeras entregas, vendió la novela a otro editor, Antonio López del Arco. Este segundo editor publicó las cincuenta entregas restantes con nuevas ilustraciones y con toda probabilidad Valle las vendió de acuerdo con lo preceptuado en el contrato. Esta circunstancia de la cesión explicaría que Valle-Inclán dejase de ser dueño de la obra y perdiese sus derechos de autor una vez finalizado el trabajo (Míguez Vilas, 1998: 78-79).

            Pues bien, la novela conoció con posterioridad a la difusión por entregas, que al menos se mantuvo hasta el mes de agosto de 1901, una nueva edición, ahora en libro, realizada por la madrileña «La Nueva Editorial», de J. García, que la dio a la estampa con ilustraciones en blanco y negro y en color. Esta edición consta de 688 páginas, pero carece de colofón y fue impresa por la Tipografía Moderna. En la cubierta del ejemplar consultado figura el nombre del autor, Ramón del Valle Ynclán [sic]. Esta aparición conjunta de entregas y edición en libro era práctica bastante habitual en la época y pone de relieve que la venta seriada de La Cara de Dios debió de constituir un éxito comercial notable. Teniendo en cuenta, además, que la difusión de 50 entregas necesitaba aproximadamente de un año para ser completada, se puede colegir que en el caso de la novela de Valle-Inclán su difusión en libro no debió hacerse efectiva hasta 1901. Las entregas, cuadernillos o pliegos independientes que semanalmente distribuían el texto de una obra, presentaban una impresión muy descuidada, numerosos errores tipográficos y la calidad del papel era muy baja. Pero poseían la ventaja de facilitar la compra progresiva del producto a precio asequible por parte de los lectores suscritos.

            Toda esta información sobre La Cara de Dios era desconocida —de hecho lo era la propia obra— hasta que en 1972 Domingo García-Sabell la publica en la editorial madrileña Taurus con un prólogo, que proporciona esos datos. Su aparición destapó la caja de Pandora y no solo arreciaron los comentarios en prensa acusando a Valle-Inclán de plagio, sino que se cuestionó su autoría.

            A estas alturas de su carrera literaria Valle-Inclán ya tiene claro su método de trabajo, pues el proceso de génesis de sus obras mayores pasa por la escritura previa de textos independientes, dados a conocer a través de periódicos y revistas, que potencia el rico diálogo intertextual entre sus creaciones. En La Cara de Dios el procedimiento de asimilar por vías distintas textos propios y ajenos participa de ese mismo método creativo según el cual los textos literarios en sí mismos poseen autonomía, pero pueden llegar a formar parte de nuevas obras gracias a la oportuna contextualización. Además, con La Cara de Dios en concreto se ve obligado a escribir espoleado por la obligación de vender un número fijo de páginas cada semana al editor con quien ha firmado un contrato. Este círculo vicioso mercantilista en que crea el autor de novelas populares condiciona la escritura de la obra, concebida siempre bajo presión editorial y del público lector, e impide la revisión de la misma.

            En la trayectoria de Valle-Inclán La Cara de Dios, además de ser su primera novela extensa, es una obra singular, tanto por la distancia estética que media con el resto de la producción valleinclaniana como por su amplia recepción contemporánea. Pero, sobre todo, cobra interés por el método creativo utilizado que parte del reciclaje de materiales propios y ajenos, estrategia que el escritor ensaya más de una vez a lo largo de su carrera, para mostrar cómo una historia en otro contexto literario, si está bien integrada, funciona de modo distinto. En este sentido, La Cara de Dios constituye un buen ejemplo de prácticas transtextuales, en el sentido genettiano, que responden a la concepción valleinclaniana de la literatura, combinando la libertad creativa y la recreación libresca.

            En este sentido, es conocida la polémica que acompañó la primera edición moderna de La Cara de Dios (1972), asociada a los «plagios» del escritor —cuyas pistas él mismo facilitó—, que en este caso se relacionaron con una traducción francesa de la novela de Dostoievski, Niétoschka Nezvánova (1849), publicada bajo el título de Âme d’enfant (Míguez Vilas, 1998: 53). Pero si el «plagio» remite a las relaciones intertextuales, hay que subrayar que La Cara de Dios es desde su mismo título deudora explícita del drama de Arniches, como se ha indicado, y cuya reescritura supuso, ante todo, un ejercicio de transmodalización, al convertir en novela un texto originalmente teatral. A la ampliada versión del drama arnichesco y los textos de su admirado Dostoievski, que integra de forma discontinua entre los caps, X al XIX, se suma la inserción literal de dos cuentos de Baroja («El trasgo» y «Médium») en los capítulos V y IX; otros dos relatos breves del propio Valle-Inclán: «Satanás» y «Ádega (Historia milenaria)», en los capítulos VII y VIII. Por último, se han detectado también ecos, reminiscencias —siguiendo la terminología de Genette— de Poe, Balzac y del Dostoievski de Crimen y castigo (Míguez Vilas, 1998: 31-65). En suma, el escritor se sirvió de un conjunto de materiales literarios muy diversos con los que configura un mundo de ficción a partir de textos pre-existentes, es decir: hace literatura sobre literatura y esto apunta inequívocamente hacia una concepción antirrealista de la misma, ya apuntada, que es una las señas de identidad de su obra, sea cual sea la etapa de su trayectoria.

            Si Valle-Inclán busca con la presencia de todos estos materiales aumentar las entregas, no es su único objetivo. El autor intenta dotar a su novela de la suficiente coherencia en cuanto a desarrollo argumental, por eso incorpora cambios que afectan a la filiación entre personajes, su función y su significado. Hay un empeño denodado por situar convenientemente los textos reutilizados, aunque la integración de estos materiales llegue a resultar artificiosa y los vínculos temáticos y argumentales no sean suficientes para dotar de trabazón al conjunto. No obstante, esta novela popular gustó al público lector de la época, ávido de tramas laberínticas y de historias que alimenten al máximo su interés.

            Al margen de su compleja génesis literaria y los problemas que ha suscitado la reelaboración de ese conjunto de materiales propios y ajenos, desde el punto de vista de las estrategias genéricas y narrativas, La Cara de Dios es un alarde del conocimiento que Valle poseía de las convenciones y técnicas propias de un género específico, la novela popular de crímenes (Míguez Vilas, 1998: 12 y 77-83), en cuyo análisis cabe destacar la habilidad del escritor para adaptarse a una estructura compositiva y a unas estrategias deudoras del subgénero literario mencionado, incrustando esa diversidad de materiales con una técnica similar al collage, sin soslayar los condicionantes derivados del tipo de destinatario y la sujeción a un ritmo de publicación preestablecido, que imponía además un número de páginas cada semana.

            Pues bien, de la novela popular retoma Valle-Inclán estrategias y recursos varios como pueden ser el origen misterioso del protagonista Víctor Rey, que Valle-Inclán rentabiliza al máximo; la presencia de elementos melodramáticos en el desarrollo de la trama tales como la convivencia de víctimas y traidores, la recompensa de la virtud y el castigo del vicio; las reiteradas intrusiones del narrador externo, que llega a dialogar con un destinatario ficticio al que guía; la historia contada por el propio protagonista para conmover a los lectores; los personajes estereotipados del folletín —excepción hecha del personaje principal—, hasta el punto de que el personaje arnichesco de Ramón pierde la complejidad adquirida en el drama; el desenlace en que de manera satisfactoria para el lector de folletín se restablece el orden perdido, y muy alejado de la tragedia con la que concluye el drama de Arniches; la repetición de esquemas conocidos y de tópicos manidos; una intriga convencional pero cargada de efectismos; la presencia del misterio, los crímenes y las desapariciones; el manejo de la sorpresa y la tensión expectante; la existencia de enigmas pendientes de resolución hasta el final; la estructura temporal retrospectiva pues la novela de crímenes se organiza desde el desenlace y camina hacia el inicio de la historia; el truco del suspense para despertar la curiosidad del lector e incesantes preguntas; los cambios bruscos de fortuna; la sucesión laberíntica de peripecias; el maniqueísmo y el enfoque didáctico-moralizante dado al desarrollo de la historia, en cuyo desenlace triunfan el bien y la virtud…

            Desde el punto de vista de su diseño, la obra está organizada en dos libros con 25 y 19 capítulos respectivamente, numerados en romanos (salvo el primero y último de cada libro), cuya extensión es desigual.

            Los capítulos están titulados (exc. XIX de la primera parte, y XVIII de la segunda), pero solo los primeros van sistemáticamente acompañados de una ilustración, que sirve como carta de presentación del episodio correspondiente. En otros casos, aparecen ilustraciones a inicio, mitad o final de página. Las ilustraciones intercaladas a página completa (recto, con ilustración; verso, en blanco) no siguen la paginación correlativa del folletín. Esto es, carecen de numeración, por lo que podrían aparecer insertadas en cualquier otro punto del capítulo.

            La influencia de la entrega, unidad de creación y de consumo, de esa transmisión señalizada y de las normas genéricas en el diseño de los capítulos, la manera de distribuirlos, sus divisiones internas, sus títulos y el diseño de sus finales, interrumpidos de manera inesperada, es más que notable. Pero otros aspectos estructurales de La Cara de Dios también quedan condicionados por ese mecanismo de difusión y por el deseo de mantener atrapado al lector mientras dura la venta de las entregas. Típicos del género son, por ejemplo, los motivos de la traición, la enfermedad, la envidia o el crimen. El tratamiento de los temas centrales de la novela (amor, muerte, miseria y destino) responde asimismo a los gustos de los lectores de folletines. En cuanto a los espacios, estos solo interesan como marco de las acciones, de ahí que apenas aparezcan descritos, salvo aquellos pertenecientes a los textos valleinclanianos insertados dentro de la novela. La contraposición entre ámbitos rurales galaicos y los urbanos no parece casual, sino que refuerza la idea de que Madrid es centro del vicio y del peligro, en suma, un laberinto amenazador.

            No será solo esta última característica de La Cara de Dios, en lo que respecta a la visión de la ciudad-monstruo de Madrid, la que vuelva a reaparecer en obras posteriores de Valle-Inclán, notablemente en Luces de Bohemia. En este su primer esperpento también acude el autor a la ficcionalización de personas reales, al motivo de la venta de la capa, a un diálogo entre Max y el preso catalán en el que podemos advertir concomitancias con el mantenido entre Víctor y Palomero sobre el anarquismo. Y no olvidemos que los diálogos de Luces de Bohemia adeudan al género chico buena parte de los modismos y expresiones que el dramaturgo depura. Un trabajo de estilo en parte ya realizado por Valle-Inclán cuando en 1900 adapta y aumenta el drama homónimo de Carlos Arniches. En fin, el entramado del folletín y varios de sus motivos afloran en los otros esperpentos, todos ellos de ambientación urbana y varios presididos por el personaje colectivo.

            EDITAR LA CARA DE DIOS

            Llegados a este punto y antes de clarificar en qué medida Valle-Inclán sigue los parámetros de la novela popular de crímenes, conviene hacer varias puntualizaciones acerca de la apuntada hipótesis de una autoría compartida o colectiva de La Cara de Dios, razón que ha llevado a excluirla de proyectos similares al nuestro. Ciertamente nada es descartable mientras no se demuestre lo contrario y, sobre todo, porque las colaboraciones entre escritores y el intercambio de los mismos dentro del proceso de escritura de una novela de folletín eran usuales en la época. Pero igual de frecuente lo era que proyectos inicialmente pactados entre ellos, a la postre los resolviese un único escritor (por ejemplo, Ramiro de Maeztu).

            Acaso ante la mera sospecha, bastaría seguir el argumento que fray Benito Jerónimo Feijoo adujo para justificar el uso del castellano en lugar del latín en su Teatro Crítico Universal ante quienes se lo reprochaban: hemos decidido editar La Cara de Dios por considerar, como principal razón, que no tenemos ninguna en contra. Pero siendo esta un buen motivo, creemos estar en condiciones de ofrecer argumentos nuevos a los conocidos.

            Ya Catalina Míguez Vilas había aportado en una de las poquísimas monografías dedicas a esta novela (1998: 19-22) razones de orden extraliterario y literario, que nos inclinan a considerar a Valle-Inclán como artífice de La Cara de Dios.

            Empecemos por recordar las palabras del propio don Ramón en el prólogo a Sonata de Primavera (1904), reproducido en el volumen II: «No hace todavía tres años vivía yo escribiendo novelas por entregas, que firmaba orgullosamente, no sé si por desdén, si por despecho». Palabras que —¿por qué dudarlo?— reconocen malgré lui la paternidad de un tipo de novelas, a la que se adscribe La Cara de Dios. Parece corroborarlo la siguiente declaración de Ricardo Baroja:

            Aquella época era ingrata para los jóvenes literatos […]. Valle-Inclán, como todos —recuerda Ricardo Baroja en La Pluma, 1923—, se resentía de la crisis […]. Un editor de novelas por entregas le encargó que convirtiera en narración novelesca una obra estrenada con éxito, y Valle-Inclán satisfizo el deseo del escritor, hinchando aquel perro melodramático de modo que diera muchas entregas (ver Esteban, 1973: 58).

            Pero a las declaraciones se agregan los datos: por una parte, los recibos de cobro conservados están firmados por Valle-Inclán —quien llegaría a ganar unas 1 000 pesetas de la época por las entregas de La Cara de Dios—; por otra, la carta de autorización de Arniches va dirigida al autor gallego (ver su reproducción en edición); en la cubierta de la novela figura su nombre como autor: «Don Ramón del Valle-Inclán», y la huella del escritor se aprecia en infinidad de detalles, sobre todo, rasgos de estilo reconocibles, cuando justamente brillan por su ausencia en este tipo de novelas que repiten fórmulas.

            Y aquí es necesario explicar que el estudio comparado con otros textos del autor, cotejo que facilita el trabajo en equipo, nos ha permitido observar la presencia de vocablos y expresiones que Valle reitera en otras obras, pero sobre todo se aprecia el uso de galleguismos, construcciones sintácticas y tiempos verbales típicamente gallegos (vgr. el uso del imperfecto de subjuntivo, que equivale al pluscuamperfecto español). Si hubo varias manos colaboradoras durante la escritura de las entregas de la novela, la dificultad estriba en determinar el grado de intervención de cada «ayudante» en tanto la escritura de este tipo de novelas populares responde a tópicos y estereotipos muy marcados. Existen, además, testimonios de amigos y literatos del momento, como «Azorín» o Ricardo Baroja, cuyas declaraciones juegan a favor o en contra de la autoría valleinclaniana exclusiva o de la colectiva. A pesar del momento vital difícil por el que debía atravesar Valle-Inclán, debieron disfrutar quienes con gran sentido del humor tuvieron implicación directa o indirecta en este juego literario, al tiempo que resolvían los apuros monetarios del autor gallego. En la novela Valle-Inclán pone en práctica el mismo procedimiento que luego reaparece en Luces de Bohemia: el de ficcionalizar entes reales hasta verlos convertidos en personajes literarios. Lo llamativo de este guiño de complicidad es que entre esos entes de ficción, que enmascaran a los amigos y conocidos reales de Valle-Inclán (Cornuty, Bargiela, Baroja, Palomero…), no figura nunca el nombre de don Ramón.

            Por otra parte, el hecho de que Valle-Inclán no la incluyera en su Opera omnia no obedece necesariamente a la voluntad de olvidarla sino, como he apuntado, al contrato firmado, un contrato de cesión que suponía la pérdida de los derechos sobre la obra una vez finalizadas las entregas (Míguez Vilas, 1998: 78-79).

            En suma, a pesar de la exclusión de los varios intentos de obra completa y escogida del escritor y sobre todo de la más reciente edición de la Obra completa y de la Narrativa completa (Valle-Inclán, 2002 y 2010, respectivamente), que nos disuadían de su edición, creemos haber dado razones que justifican su presencia en estas páginas y desde luego no hemos encontrado otra más poderosa que nos desaconsejase hacerlo.

            En esta edición, de los 44 capítulos numerados en romanos (salvo el primero y el último de cada libro), hemos enmendado dos errores en la numeración. Por otra parte, nuestro texto base ha sido el publicado por la editorial J. García [1900], que a diferencia de otros, que nos constan autorizados por el autor, hemos intervenido con mayor libertad para enmendar erratas y errores derivados de un tipo de publicación, cuyas características propician los descuidos. Los más comunes en esta obra son: guiones, signos de interrogación o admiración olvidados, que se han restablecido, al igual que son frecuentes la falta de concordancia de género, número y de tiempo verbal. En nombres propios se ha optado por la forma mayoritaria en el texto, cuando este presenta fluctuaciones (en cursiva la opción elegida): Baroja / Baraja; Morucho / Moruno; Bradomín / Bradamín; con una excepción: el topónimo gallego Céltigos, que el texto registra mayoritariamente sin acento, como tantas veces sucede con topónimos o vocablos gallegos, muy usados por el autor, que los tipógrafos, cajistas, no identifican. Unificamos también en mayúscula la Generala, Condesa o Misia Carlota y se enmienda la minúscula de Hermana de la Caridad por ser el nombre abreviado de una congregación religiosa, al igual que Cárcel Modelo y Cuartel de los Docks, por referirse a espacios concretos localizados en Madrid.

            Hemos mantenido, finalmente, el ideolecto propio de los personajes, de acuerdo con los criterios generales establecidos, expuestos en la nota final.

            MARGARITA SANTOS ZAS

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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