jueves, 19 de octubre de 2023

Ernst Jünger SOBRE EL DOLOR FRAGMENTO ENSAYO FILOSOFÍA

 



Ernst Jünger

SOBRE EL DOLOR

seguido de

La movilización total

y Fuego y movimiento

Traducido del alemán

por Andrés Sánchez Pascual

Ensayo

tu sO uets V^EpriORES

Títulos originales: líber den Schmerz (1934)

Die Totale Móbilmachung (1930)

Feuer und Bewegung (1930)

1." edición: octubre 1995

© 1980 by Emst Klett Verlage GmbH u. Co. Kg

La traducción al castellano de esta obra ha sido subvencionada por

Inter Nationes

© de la traducción: Andrés Sánchez Pascual, 1995

Diseño de la colección y de la cubierta: BM

Reservados todos los derechos de esta edición para

Tusquets Editores, S.A. - Iradier 24, bajos - 08017 Barcelona

ISBN: 84-7223-910-1

Depósito legal: B. 29.976-1995

Fotocomposición: Foinsa - Passatge Gaiolá, 13-15, 08013 Barcelona

Impreso sobre papel Oftset-F Crudo de Leizarán, S.A. - Guipúzcoa

Libergraf, S.L. - Constitución, 19 - 08014 Barcelona

Impreso en España

De este gran escritor alemán, inigualable testigo de nuestro siglo,

figuran ya en nuestro catálogo las siguientes obras: Tempestades

de acero, El tirachinas, los tres primeros volúmenes de

Radiaciones —Diarios de la segunda guerra mundial (dos vols.) y

Pasados los setenta I— (Andanzas 53, 55, 98/1, 98/2 y 98/3), así

como La emboscadura, El trabajador y La tijera (Ensayo 1, 11 y

18). Sesenta años después de que Emst Jünger publicara los

tres textos fundamentales que el lector se dispone a leer, y

ahora que cumple cien años, aparecen por primera vez traducidos

a nuestro idioma y reunidos en un único volumen con un

prólogo especial del autor en forma de carta a su traductor.

Indice

Carta-prólogo a la edición española .......... I

Sobre el dolor .............................................. 9

La movilización total .................................. 87

Fuego y movimiento .................................. 125

Carta-prólogo a la edición española

Querido amigo Sánchez Pascual:

Con los ensayos que ha traducido para este volumen

se remonta usted mucho a la primera mitad

de mi vida. Estos textos, que usted presenta

en orden inverso al de su aparición, fueron dados

a la estampa entre 1930 y 1934 en diversas publicaciones

periódicas y reunidos con varios otros

en el volumen titulado Hojas y piedras; este volumen

fue desmembrado más tarde, desde puntos

de vista temáticos, para mis Obras Completas y

no ha vuelto a editarse como volumen separado.

Los tres tratados pertenecen a la época que

hoy se me recrimina como Realismo Heroico. El

más antiguo, Fuego y movimiento, procede todavía

enteramente de mis experiencias en la primera

guerra mundial, así como de los pensamientos

que desarrollé durante mi colaboración en la

Comisión de Reglamentos y, en general, durante

el tiempo en que presté servicio en la Reichswehr.

La movilización total me ha acarreado hasta el

día de hoy muchos reproches, especialmente después

de la segunda guerra mundial, durante la cual

se practicó ese principio en Alemania. De ambos

ensayos cabe decir que yo no escribí instrucciones

de uso, sino que desarrollé unas teorías que, por

cierto, casi al mismo tiempo estaba desarrollando

en Francia el general De Gaulle. Tanto más cautivador

resultó observar que casi siempre se ha reclamado

la guerra total en los conflictos entre los

Estados que desde entonces han librado tantas

guerras. A la vista de esa experiencia, en la reimpresión

de este escrito en mis Obras completas he

suprimido, con el fin de exponer con pureza el

asunto de principio, la segunda parte, que se refería

a las circunstancias existentes en la Alemania

de la posguerra, es decir, lo accidental.

Finalmente, Sobre él dolor ha de ser visto en

conexión con El trabajador, obra que usted tradujo

en 1990 y que sólo en los últimos años, al

cabo de más de medio siglo, está agitando acá y

allá tan rectamente los ánimos.

A todos los ensayos les es común la discusión

con el progreso, en especial con la prepotencia de

la técnica, la cual está avasallando nuestro siglo

en todos los terrenos en una secuencia cada vez

más rápida. En estos ensayos fue visto con anticipación,

creo, algo que en aquel entonces nos

fascinaba y que hoy más bien nos angustia.

Querido amigo, no es fácil la tarea que usted

se ha impuesto, pero sé que la habrá resuelto de

manera ejemplar.

Suyo,

Emst Jünger

Wilflingen, agosto de 1995

Sobre el dolor

Los cangrejos son, de todos los animales

que sirven de alimento al ser humano,

los que han de sufrir una muerte más horrenda,

pues se los pone al fuego vivo en

agua fría.

Kochbuch für Haushaltung aller Stande [Libro

de cocina para el buen gobierno de la

casa de todos los estamentos], Berlín, 1848

Does a little booby cry for any oche? The

mother scolds him in this fashion: «What a

coward to cry for a trifling pain! What will

you do when your arm is cut off in battle?

What when you are called upon to commit

harakiri?».

[¿Pero es que un bobito va a llorar por

cualquier dolor? La madre lo regañaría

con estas palabras: «¡Qué cobarde, llorar

por un dolor de nada! ¿Qué harás cuando

en la batalla te corten un brazo? ¿Y qué,

cuando hayas de hacerté el harakiri?»]

Inazo Notibé, Bushido, Tokio, 2560 (1900)

Hay algunos criterios grandes e inmutables en

los cuales se hace patente el significado del ser

humano. El dolor es uno de ellos; él es el examen

más duro en esa cadena de exámenes que solemos

llamar vida. De ahí que una considgpaciün

^ u e se ocupe en el dolor sea desde luegfo impopular;

nías no iólo resulta instructivaNgn üT

mismar-sino que a la vez ilumina una serie de

cuestiones en que nosotros estamos ocupándonos

ahora^El dolor es una de esas llaves con que abrimos

las puertas no sólo de lo más íntimo, sino a

la vez del mundo.' Cuando nos acercamos a los

puntos en que el ser humano se muestra a la altura

del dolor o superior a él logramos acceder a

las fuentes de que mana su poder y al secreto que

se esconde tras su dominio. ¡Dime cuál es tu relación

con el dolor y te diré quién eres!

,Como criterio el dolor es inmutablg; variable

es, en cambio, el modo y manera como el ser humano

se enfrenta a él. Con cada una de las mudanzas

significativas que acontecen en su temple"

básico se modifica también la relación del ser hu-"

mano con el dolor. Esa relación no está ya fijada

en modo alguno; antes bien, se sustrae a la consciencia,

pero constituye la mejor piedra de toque

para conocer una raza.* En nuestro tiempo cabe

observar bien ese hecho, pues ya disponemos de

una relación nueva y peculiar con el dolor, sin

que todavía le estén dadas a nuestra, vida unas

normas absolutamente vinculantes.

Mediante esta consideración nuestra de esa relación

nueva que ya existe con el dolor pretendemos

alcanzar un punto elevado, un punto que

nos permita mirar y efectuar mediciones y desde

el cual acaso resulte posible divisar ciertas cosas

que aún resultan invisibles cuando nos encontramos

allá abajo en el llano. La cuestión que nos

planteamos reza así: ¿Qué papel desempeña el dolor

en esa raza nueva que cabalmente ahora está

ofreciendo las primeras manifestaciones de su

vida y que nosotros hemos llamado él trabajador?

Por lo que se refiere a la forma interna de esta

investigación que ahora iniciamos, pretendemos

obtener el efecto de un proyectil de espoleta retardada,

y al lector que nosliiga con atencióiTTe

prometemos no tener miramientos con él.

* «Raza» es aquí sinónimo de «tipo» o de «trabajador» (entendido

en el sentido de Jünger). El propio autor lo aclara varias veces en este

escrito: véase, por ejemplo, el final del párrafo siguiente, así como las

págs. 69, 78 y 80. Sobre el concepto de tipo puede verse la obra de Jünger

El trabajador (Tusquets Editores, n° 11 de la colección Ensayo),

págs. 88 y 110-111. (N. del T.)

¡Dirijamos nuestra mirada en primer lugar a la

mecánica peculiar del dolor y a su economía! Es

cierto que al escuchar juntas y relacionadas las

palabras dolor y mecánica nuestros oídos se sienten

escandalizados — se debe a que la persona

singular se afana por relegar el dolor al reino del

azar, a una zona eludible, de la que podemos escapar

o por la que en todo caso no es necesario

que seamos alcanzados.

Mas si aportamos la frialdad adecuada a la

consideración de esta materia, es decir, la mirada

propia del médico o también la del espectador

que desde lo alto de las gradas del circo ve correr

allá abajo la sangre de gladiadores extranjeros,*

pronto tenemos la sensación de que el acoso del

dolor es seguro e ineludible. Nada nos es más

cierto y nada nos está más predestinado que cabalmente

el dolor; se asemeja a un molino que

con sus movimientos cada vez más finos y cada

vez más hondos va apresando los granos que dan

saltos, o bien a la sombra de la vida, a la que ningún

contrato nos posibilita sustraemos.

* En su relato de 1939 Sobre los acantilados de mármol (capítulo

13) Jünger añade un matiz personal a lo que aquí acaba de decir. En

un párrafo claramente autobiográfico y que sin duda alude también a

este pasaje de Sobre el dolor, afirma: «Para escalar puestos en la Orden

de los Jinetes de Púrpura no nos habrían faltado sin duda ni coraje ni

talento; pero a nosotros se nos había negado el don de contemplar con

desdén los padecimientos de las personas débiles y anónimas, como se

contempla desde lo alto de los asientos senatoriales lo que ocurre en los

circos». (N. del T.)

La ineludibilidad del acoso del dolor se pone

de relieve con especial claridad cuando contemplamos

vidas pequeñas, comprimidas en un breve

espacio de tiempo. Así es como nos parece amenazado

en proporciones inimaginables el insecto

que va serpenteando a nuestros pies por entre las

hierbas cual si fuera atravesando los árboles de

una selva virgen. Su pequeño camino se asemeja

a una ruta de espantos; un enorme arsenal de fauces

y pinzas se halla expuesto a ambos lados de

ella. Y, sin embargo, esa ruta constituye tan sólo

un trasunto de la nuestra. Es cierto que en épocas

de seguridad tendemos a olvidar eso, pero lo recordamos

con gran nitidez tan pronto como se

torna visible la zona de los elementos. Ahora bien,

los hombres de hoy nos hallamos inmersos ineluctablemente

en esa zona y no podemos sustraemos

a ella por ninguna especie de ilusión óptica.

A- veces, sin embargo, banqueteamos y

deambulamos sobre su superficie como banqueteaba

y deambulaba Simbad el marino con sus

compañeros sobre la espalda del gigantesco pez

que él tenía por una isla.

El canto Media in vita brota de un temple que

conoce esa amenaza. Parábolas magníficas del

cerco y asedio a que el dolor somete a la vida las

poseemos también en los grandes cuadros del

Bosco, de Breughel y de Cranach; sólo hoy estamos

acercándonos al sentido de esos cuadros que

hasta no hace mucho tiempo teníamos por invenciones

absurdas. Son cuadros mucho más modernos

de lo que creemos y no es casual que en ellos

desempeñe la técnica un papel tan significativo.

Muchos cuadros del Bosco se asemejan, con sus

hogueras nocturnas y sus chimeneas infernales, a

paisaje^éiíáustriales en pleno funcionamiento, y

el gran Inferno de Cranach que poseemos en Berlín

co»tie»e-un completo repertorio de instrumentos

técnicos. Uno de los motivos recurrentes es

una tienda rodante de cuya abertura sale un cu-'

chillo grande y reluciente. El aspecto de tales máquinas

provoca un género especial de espanto:

son símbolos de la agresión disfrazada de máquina,

que es la agresión más fría e insaciable de

todas.*

3

Una circunstancia que intensifica extraordinariamente

el acoso del dolor es la nula atención J

que él presta a nuestros órdenes de valores. ~Ef

emperador que, cuando le rogaron se retirase de

la línea de fuego, respondió preguntando si alguna

vez se había oído antes que un emperador

* Las .obras de los tres pintores citados, especialmente las de El

Bosco, han sido objeto constante de la contemplación y meditación de

Jünger durante toda su vida. Análisis de cuadros del Bosco pueden verse

en otras obras suyas; por ejemplo, en Radiaciones I (Tusquets Editores,

n° 98/1 de la colección Andanzas), pág. 44, y en Pasados los setenta I

(Tusquets Editores, n° 98/3 de la colección Andanzas), págs, 291-292.

(N. del T.)

hubiese caído en la batalla, era víctima de uno de

esos errores a los que tanto nos gusta entregarnos.

No hay ninguna situación humana que tenga

un seguro" contraTel dolor. Nuestros cuentos p o -

pulares finalizan con una frase que dice que el héroe,

tras superar muchos peligros, vive feliz y contento

largos años, y nos agrada oír tales cosas,

pues ya el mero enteramos de la existencia de un

lugar sustraído al dolor nos proporciona tranquilidad.

A la vida le falta propiamente una conclusión

satisfactoria y ese hecho tiene su expresión

en el carácter fragmentario de la mayoría de las

grandes novelas, las cuales, o bien están inacabadas,

o bien son recubiertas con un cielo raso

artificial. Por cierto que un cielo raso artificial de

ese género es el que, cual techo de emergencia,

clausura también el Fausto.

En tiempos tranquilos resulta fácil encubrir el

hecho de que el dolor no reconoce nuestros valores.

Pero cuando a un hombre feliz, rico o poderoso

lo afecta uno de esos azares que son los

más habituales de todos, empezamos a sentimos

desconcertados. Así es como provocó un sentimiento

de asombro casi incrédulo la enfermedad

de Federico III, fallecido de uno de esos cánceres

de laringe que no es raro observar en los hospitales.

Un sentimiento muy parecido nos sobrecoge

cuando en la anatomía contemplamos un órgano

salpicado de inclusiones malignas o perforado de

manera indiscriminada, cuyo aspecto permite deducir

la existencia de un prolongado calvario individual.

Qué indiferente le resulta al germen patógeno

destruir una brizna de paja o un cerebro

genial. A ese sentimiento se refieren estos burlescos

pero significativos versos de Shakespeare, que

en su versión alemana dicen así:

Der grosse Casar, Lehm geworden,

Verstopft ein Loch im hohen Norden.

[El gran César, convertido en cieno,

En el lejano norte tapa un agujero.]*

Y Schiller desarrolla con amplitud en su escrito

Spaziergang unter den Linden [Paseo bajo los

tilos] el pensamiento que subyace a ese sentimiento______

^ — -<---------------------- -

/'"El carácter indiscriminado de la amen a z a re

toma significativamente más visible en tiempos

que solemos calificar de insólitos. En la guerra,

cuando las balas pasan silbando a gran velocidad

junto a nuestro cuerpo, sentimos bien que ningún

grado de inteligencia, virtud o coraje es lo bastante

fuerte para apartarlas, aunque sólo sea un

pelo, de nosotros. A medida que aumenta la amenaza

nos invade también la duda de la validez de

nuestros valores. El espíritu se inclina a una concepción

catastrofista de las cosas en los sitios

donde ve que todo se encuentra en entredicho.

* Los versos son de Hamlet (V,l) y su texto inglés es el siguiente:

Imperious Caesar, dead and tumed to clay, / Might stop a hole to keep the

■wind away. (N. del T.)

Una de las eternas cuestiones disputadas es la

gran controversia entre vulcanistas y neptunistas

— al siglo pasado, en el cual predominaron las

ideas evolucionistas, cabe calificarlo de edad neptuniana,

mientras que los hombres de hoy nos inclinamos

crecientemente por la concepción vulcaniana.

Donde mejor cabe conocer semejante inclinación

es en las predilecciones especiales del espíritu;

una de ellas es, por ejemplo, la tendencia al

catastrofismo, que no sólo ha conquistado amplias

áreas de la ciencia, sino que explica también

la fuerza de atracción poseída por numerosas sectas.

Están acumulándose las visiones apocalípticas;

y así tenemos que la consideración histórica

empieza a investigar las posibilidades de la catástrofe

completa, la cual se produciría, o bien desde

dentro, por enfermedades mortales de la cultura,

o bien desde fuera, por la agresión de fuerzas lo

más ajenas e inmisericordes posible, como, por

ejemplo, las razas «de color». En conexión con

eso el espíritu se siente atraído por la imagen de

imperios poderosos que sucumbieron cuando se

hallaban en pleno florecimiento. La fulminante

destrucción de las culturas suramericanas se impone

de ese modo como un ejemplo de que ni siquiera

a las más grandes culturas conocidas por

nosotros les está otorgada la seguridad de llegar

a término. En tales tiempos vuelve a destacar

también el recuerdo primordial de la Atlántida

hundida. La arqueología es con toda propiedad

una ciencia consagrada al dolor; ella barrunta

en los diversos estratos geológicos yacen imperios.

y más imperios de los que hasta el nombre se ha

perdido. En tales sitios nos sobrecoge una~aflic^

ción extraordinaria, que quizás en ninguna otra

narración del mundo se halle descrita de modo

más penetrante que en el cuento lleno de poderío

y misterio de la Ciudad de Latón.* En esa ciudad

muerta y rodeada de desiertos el emir Musa lee

en una placa de acero chino estas palabras: «Yo

poseí cuatro mil corceles bayos y un palacio soberbio

y tuve por mujeres mil hijas de reyes, doncellas

semejantes a lunas, de senos altos; fui bendecido

con mil hijos parecidos a fieros leones y

viví contento de alma y de corazón mil años;

y amontoné tesoros como no los poseían todos los

reyes de todas las regiones de la Tierra, pues creía

que las delicias permanecerían a mi lado. Pero sobre

mí cayó imprevistamente el aniquilador de todas

las delicias, el separador de toda comunidad,

el devastador de las ciudades, el saqueador de los

lugares habitados, el asesino tanto de los grandes

como de los pequeños, de los niños de pecho, de

los hijos, de las madres — él, que no tiene misericordia

de los pobres en razón de su pobreza y

que no teme al rey por mucho que éste dé órdenes

e imparta prohibiciones. En verdad nosotros

* Lector asiduo de Las mil y una noches desde su infancia, Jünger

se ha sentido fascinado siempre por el cuento de la Ciudad de Latón.

Lo menciona en varias de sus obras; por ejemplo, en Radiaciones I, pág.

275, en Radiaciones II (Tusquets Editores, n° 98/2 de la colección Andanzas),

pág. 208, y en Pasados los setenta /, pág. 308. (N. del T.)

estuvimos viviendo seguros y bien aposentados en

este palacio hasta que nos llegó el juicio». Además,

en una mesa de ónice amarillo se hallan grabadas

estas otras palabras: «En esta mesa han comido

mil reyes que eran ciegos del ojo derecho

y mil reyes que eran ciegos del ojo izquierdo y otros

mil que veían con los dos ojos, y todos se han ido

de este mundo y han establecido su morada en

los sepulcros y en las catacumbas».

Con la consideración pesimista de la historia

compite la astronomía, que proyecta en espacios

planetarios el aspecto de la destrucción. El interés

que despierta en nosotros la noticia de que en el

planeta Júpiter existe una «mancha roja» resulta

sorprendente. También los ojos del conocimiento

quedan obnubilados por nuestros deseos y miedos

más secretos; donde mejor s£ ve eso dentro de las

ciencias es en el carácter sectario que de repente

adquiere una de sus ramas, como, por ejemplo, la

«teoría de las glaciaciones». Sintomática es asimismo

la atención que precisamente en los últimos

años han suscitado los grandes cráteres que,

a lo que parece, causó en la corteza terrestre el

impacto de esos proyectiles que son los meteoritos.

Finalmente, también la guerra, que desde

siempre fue un componente de las visiones apocalípticas,

está brindándole abundante alimento a

la imaginación. Ya antes de la guerra mundial*

* En los tres escritos de Jünger reunidos en este volumen, que fuefueron

muy populares las descripciones de confrontaciones

futuras; también hoy vuelven a formar

tales descripciones una literatura amplísima.

Lo peculiar de esa literatura es el papel que en

ella desempeña la destrucción total; el ser humano

está familiarizándose con la visión de futuros

campos de ruinas en los que celebra sus triunfos

una muerte mecánica cuyo dominio no conoce límites.

Las efectivas medidas preventivas que ya

están en plena marcha nos hacen damos cuenta

de que aquí se trata de algo más que de mera literatura.

Así es como la protección contra los gases

que hoy se prepara en todos los países civilizados

del mundo está recubriendo la vida con un

oscuro sentimiento de amenaza parecido a una

nube. En su relato de la peste de Londres, un

texto que merece leerse, describe Defoe cómo antes

de la auténtica difusión de la «muerte negra»

se desparrama sobre la ciudad, cual vanguardia

del soplo infernal, y junto a los famosos «médicos

de la peste», toda una tropa de magos, curanderos,

profetas, sectarios y estadísticos. Son situaciones

que se repiten una y otra vez, pues la vista

del dolor, realidad a la que no cabe escapar y que

resulta inaccesible a los órdenes de valores del ser

humano, hace que los ojos de éste anden acechando

lugares en que existan protección y seguridad.

Al crecer el sentimiento de que el ámbito

ron publicados por vez primera entre 1930 y 1934, la recurrente expresión

«guerra mundial» significa siempre, como es obvio, «primera» guerra

mundial. (N. del T.)

vital en su conjunto se halla cuestionado y amenazado

crece también la necesidad sentida por el

hombre de volverse hacia una dimensión que lo

sustraiga al dominio ilimitado del dolor y a su vigencia

universal.

miércoles, 18 de octubre de 2023

Ernst Jünger Heliópolis FRAGMENTO NOVELA

  




  Ernst Jünger          

  Heliópolis    


 Heliópolis es la primera gran novela del Jünger del período de posguerra. Tras la parábola anti-hitleriana de Sobre los acantilados de mármol, y antes de la escéptica recapitulación global que desplegaría en Eumeswil, Jünger, en Heliópolis, construye el modelo de una sociedad en crisis, desgarrada entre la legitimidad conservadora y la legalidad del poder popular. Utopía negativa, centrada en el fracaso del personaje principal, cuya creciente conciencia de la imposibilidad moral de adherirse a cualquier alternativa concreta le impulsa a buscar en lo intemporal una armonía superior, a la vez poema y apólogo, Heliópolis es una de las cimas del arte de Jünger.



ERNST JÜNGER nació en Heildelberg el 29 de marzo de 1895 y falleció en febrero de 1998. A los dieciséis años huyó de casa de sus padres y se alistó en la legión extranjera francesa. De regreso en Alemania, participó en la primera guerra mundial como oficial de un grupo de voluntarios y fue herido siete veces. En el período de entreguerras, adquirió fama de escritor con Tormentas de acero (1920), Fuego y sangre (1925), El corazón aventurero (1929), El trabajador (1932), Hojas y piedras (1934) y Juegos africanos (1936). En la novela alegórica Sobre los acantilados de mármol (1939) expresó su actitud crítica ante el nazismo. En su obra de posguerra -de la que destacan los diversos volúmenes del Diario, las novelas Heliópolis, Eumeswil y Un encuentro peligroso (los tres

en Seix Barral)- Jünger ha mostró su posición lúcidamente desencantada ante la fanatización y la crueldad de la era contemporánea.


 PRIMERA PARTE          


 

 

  REGRESO DESDE LAS HESPÉRIDES         

 

 

  LA HABITACIÓN, mecida por un suave balanceo, sacudida por un sutil temblor, se hallaba sumida en la oscuridad. En el techo giraba en remolinos un juego de líneas luminosas. Plateadas chispas se desparramaban, temblorosas y deslumbrantes, para reencontrarse a tientas y volver a fundirse en las ondas. Emitían óvalos y círculos de luz que palidecían en los bordes hasta que retornaban a su origen, ganaban luminosidad y acababan siempre por desaparecer como verdes relámpagos, tragados por la oscuridad. Las ondas tornaban una y otra vez, se alineaban en suaves secuencias. Se entrecruzaban para formar dibujos que ora se acentuaban ora se difuminaban, cuando crestas y senos se fundían. Pero el movimiento creaba sin cesar nuevas imágenes.   
Las figuras se sucedían como en un tapiz que se desenrolla en tirones incesantes y luego vuelve a quedar oculto. Siempre cambiantes, nunca repetidas, se parecían sin embargo entre sí como llaves de cámaras secretas o como el motivo de una obertura que se va entretejiendo en la acción. Mecían los sentidos. Un suave rumor marcaba su ritmo y traía el recuerdo del choque de lejanos rompientes y el ritmo de remolinos junto a los acantilados. Resplandecían las escamas de los peces, un ala de gaviota cruzaba el aire salado, las medusas extendían y replegaban sus umbelas, se balanceaba al viento un cocotero. Se abrían a la luz las madreperlas. En los jardines marinos flotaban algas pardas y verdes, los purpúreos penachos de las anémonas. La fina arena cristalina de las dunas formaba pequeños torbellinos.

Luego surgió una imagen definida: un navío se deslizaba lentamente sobre el cielo raso. Era un clipper de verdes velas, mientras las olas se deslizaban como nubes a lo largo de la quilla. Lucius siguió con la mirada su ondulante curso. Le gustaba este cuarto de hora de artificial oscuridad en la que la noche se prolongaba. Ya de niño solía permanecer así, acostado en un pequeño dormitorio, con la ventana cerrada por la espesa cortina. Sus padres y maestros no veían con agrado esta costumbre; deseaban educarle en el activo espíritu del castillo, donde la gente se levanta a toque de trompeta. Pero pudieron comprobar que aquella inclinación hacia mundos cerrados y soñados no dañaba su espíritu. Se contaba en el número de los que se levantan tarde pero están a punto a la hora establecida. El trabajo fluía en sus manos con alguna mayor ligereza y facilidad, cerca del centro, donde las órbitas son menores. La inclinación a la soledad, a la quieta contemplación y meditación en los profundos bosques, en la orilla del mar, en las cumbres o bajo los cielos del Sur, era un don que más bien le daba fortaleza y una tenue aura de melancolía. Así fue él hasta la segunda mitad de su vida, ya en sus cuarenta años de edad.

El verde velero desapareció de la vista; en su lugar apareció, también invertido, un rojo petrolero, viejo modelo del mundo de las Islas. En la proximidad del puerto aumentaba el número de barcos. Una estrecha rendija del ojo de buey hacía incidir las imágenes y las invertía como en un gabinete donde se representa el curso del mundo como en un modelo y se le acepta como simple espectáculo.

El energeion había calentado ya el agua del baño. Todavía seguía vivo su plancton, cuyo fulgor aumentaba la temperatura. Al chocar con los azulejos, brillaban minúsculas olas; también su propio cuerpo parecía cubierto de suave luz, de pátina fosforescente. La flexión de las articulaciones, los pliegues y contornos parecían siluetados con mina de plata. El vello, bajo las axilas, brillaba con un verde musgoso. De vez en cuando, Lucius movía piernas y brazos, que despedían entonces un nuevo fulgor. Contemplaba las uñas de los dedos de manos y pies como si se estuvieran formando en el seno materno, la red de las venas y arterias, las armas en el anillo de la mano izquierda.

Un toque de trompeta anunció finalmente los preparativos del desayuno. Lucius se levantó; un suave brillo salpicó las paredes. Apareció a la vista un reducido cuarto de baño, con una bañera incrustada y un lavabo de porcelana. La piel había enrojecido vivamente al contacto de la sal marina; eliminó las marcas bajo la ducha de agua dulce. Luego se envolvió en el albornoz y se dirigió al lavabo.

El fonóforo se hallaba entre los objetos sacados del neceser. Lucius lo tomó y giró con el pulgar el pequeño disco de las conexiones fijas. Inmediatamente, en la oquedad en concha del pequeño aparato, se dejó oír una voz:

“Aquí Costar. A sus órdenes.”

Siguió el informe, tal como lo prescriben las ordenanzas de las travesías marinas: longitud y latitud, velocidad del barco, condiciones químicas, temperatura del aire y el agua.

“Está bien, Costar. ¿Ha preparado el uniforme?”

“Sí, mi comandante. Le espero al lado.”

Lucius marcó una segunda cifra y sonó otra voz, más clara:

“Aquí Mario. A la orden.”

Buon giorno, Mario. ¿Está el coche preparado?”

“El coche está listo y bien revisado.”

“Espéreme a las once y media en el muelle del Estado; el barco atracará puntualmente.”

“A la orden, mi comandante. Se dice que hay desórdenes en la ciudad. Las tropas de vigilancia han sido puestas en estado de alerta.”

“¿Cuándo no hay desórdenes en la ciudad? No se salga del Corso y solicite un hombre de escolta.”

Lucius cubrió su rostro con blanca espuma y giró la lámpara para recibir más luz. Luego deslizó sobre mentón y mejillas la fina rejilla de curvadas hojas. Como siempre que se afeitaba, surgieron agradables recuerdos. Veía las blancas amonitas en la rojiza roca y sentía la vieja seguridad del castillo de Jaspe. Pensaba también en los paseos con su maestro Nigromontano, por la orilla del río, y en las flores, que cambiaban con las estaciones. En cada recodo, el rojo castillo brillaba a nueva distancia. Debería haberse quedado allí para siempre. ¿Qué es lo que nos impulsa a abandonar estos lugares?

Resonó un segundo toque de trompeta; los pasajeros se dirigían al comedor. Lucius se estaba retrasando. Abrió la puerta de la cabina; Costar había extendido la ropa sobre la cama y le ayudó a vestirse. Le entregó primero la ropa interior, tejida de seda verde claro. El uniforme era algo más oscuro, de un verde mate, adornado en los bordes por un estrecho cordoncillo de oro. Era el uniforme de los cazadores montados, que Lucius volvía a vestir desde hacía poco, tras haber pasado largos años dedicado a los estudios y los viajes. En esta tropa venían sirviendo desde los viejos tiempos los hijos del país de los Castillos. Se la consideraba como de absoluta fidelidad y proporcionaba los correos encargados de transmitir noticias y cartas secretas. Sus oficiales figuraban en el séquito de los mariscales y los procónsules; en todo Estado Mayor, había siempre dos o tres cazadores verdes cerca de la púrpura. Eran confidentes de importantes secretos y, con frecuencia, portadores de mensajes decisivos. En estos tiempos del interregno, su cuerpo, aunque escaso en número, actuaba como elemento de cohesión que mantenía unidos los puestos de mando.

Costar procedía de una de las familias que se habían establecido desde los primeros tiempos a la sombra del castillo. Los segundones de estas familias se hacían marinos o soldados, a no ser que buscaran fortuna en las ciudades o se ganaran el pan en los conventos, como hermanos legos. Sólo muy tarde, o nunca, regresaban a las musgosas cabañas, donde siempre había un lugar esperándolos. Dondequiera se asentaran como hermanos auxiliares, eran siempre hombres dignos de confianza. También hoy Lucius se sentía conmovido viendo cómo Costar le miraba con ánimo tenso, cómo se esforzaba por darle cada prenda en el momento exacto en que la necesitaba. Tras haber colocado el micrófono en el bolsillo del pecho de Lucius y haberle frotado con un paño la última mota imaginaria de botones y espuelas, retrocedió un paso y pasó atenta revista a su obra.

A Lucius le agradaba este celo por las cosas pequeñas; lo consideraba como una de las señales inconscientes en las que el orden se afirma como un instinto superior. También sentía el amor que había en estos gestos. Su mirada se posó con benevolencia en Costar, quien, con una muda inclinación, dio a entender que su aspecto era impecable.

En el comedor del Aviso Azul reinaba la viva excitación que caracteriza el último día de un crucero por mar. Con suave zumbido, los ventiladores distribuían aire frío y aromatizado; de los reguladores de ambiente se desprendían crepitantes chispas. Al murmullo de las voces de la estancia, animada por el sol matutino y el reflejo de las olas, se añadían el tintineo de la vajilla y los pedidos que los camareros cantaban melódicamente, por los montaplatos, a la cocina.

Tras los saludos, Lucius se dirigió a su puesto, junto a la ventana. El color de las olas era todavía el de alta mar, de un opaco azul cobalto. De vez en cuando, empujados por la quilla de la nave, ascendían cristalinos remolinos. En su vibración, que trazaba dibujos de mármoles y flores, cobraba vida la tonalidad del mar. Las blancas burbujas resplandecían como racimos de perlas en oscuras monturas.

“Aquí puede comprenderse a Homero cuando habla del vinoso mar. Hasta las más osadas imágenes parecen justificadas -¿no es verdad, comandante?”

Así preguntaba un hombrecillo de aspecto de gnomo que, encaramado en su silla, frente a Lucius, había seguido su mirada. Tenía una figura contrahecha y envejecido y amargado rostro, a pesar de su expresión de infantil asombro. Vestía con negligencia un traje gris en cuyas solapas se veían dos martillos cruzados tallados en lapislázuli. Sostenía en la mano derecha un lápiz con cuya punta había ido siguiendo las líneas de un cuaderno de apuntes. Ante su plato aparecía el fonóforo de los universitarios.

Comme d’habitude, pidió Lucius al camarero que se había acercado a su silla por detrás.

Comme d’habitude’, repitió éste, y se oyó cantar por el montaplatos.

Le déjeuner pour le commandant de Geer.

Entonces se dirigió al hombrecillo de aspecto de gnomo y respondió a su pregunta con otra:

“¿A qué se debe, señor consejero de minas, que el mar sólo despliegue sus más bellos colores en presencia de un cuerpo extraño, quiero decir, cerca de las costas, en las grutas o en la estela de los navíos y los animales marinos?”

“Como discípulo predilecto de mi venerado maestro Nigromontano, usted debería saberlo mejor que yo. En su teoría sobre los colores debe encontrarse con toda seguridad algún pasaje dedicado a la influencia de las blancas islas sobre los polícromos contornos.”

Lucius podía, desde luego, añadir detalles al tema: se despertaron en él los recuerdos de viejas conversaciones.

“Si la memoria no me engaña, relacionaba este influjo con una de sus ideas predilectas, la realeza del color blanco. En su proximidad aumenta la significación de la paleta, del mismo modo que el rey confiere rango y sentido a la nobleza. El blanco da fondo a todos los juegos de colores, también en la pintura. La perla es tan preciosa porque en ella se hace palpable y visible esta verdad. El maestro tocó una vez este tema cuando estábamos contemplando una pareja de pinzones rojos en un bosque nevado.”

FUENTE:
 Visión retrospectiva de una ciudad

Traducción del alemán por MARCIANO VILLANUEVA

Seix Barral Biblioteca Breve

Cubierta: Miguel Parreño y Pedro Romero

Título original: Heliopolis

Primera edición en Biblioteca Formentor: enero 1981 Segunda edición en Biblioteca Breve: marzo 1998

© 1965, Ernst Klett Verlag, Stuttgart

martes, 17 de octubre de 2023

ABJEAS DE CRISTAL NOVELA JÜNGER ERNST FRAGMENTO.

 


            Nacido en Heidelberg en 1895 y destacado participante en la vida intelectual alemana del período de entreguerras, ERNST JÜNGER es uno de los creadores más brillantes del siglo XX. Su compleja y polémica obra, injustamente postergada tras la II Guerra Mundial por razones político-ideológicas, ha vuelto recientemente a merecer el interés de crítica y lectores; la indiscutible calidad literaria de Jünger fue reconocida en 1981 por la concesión del Premio Goethe. Sus ensayos, diarios de guerra y novelas revelan una penetrante capacidad de análisis y una singular minuciosidad narrativa, tal vez deudoras de su pasión por la investigación científica y los estudios entomológicos. La parábola simbólica, la reflexión atenta, el toque de ensoñación surrealista y la observación detallada de la realidad se conjugan en ABEJAS DE CRISTAL (1957), fascinante narración sobre la que se proyecta la sombra de las obsesiones del autor, emparentados con las ideas de Heidegger sobre la técnica, las instituciones sociales contemporáneas y el destino del hombre moderno frente a una realidad que no controla. La añoranza de un pasado heroico regido por valores que han perdido su vigencia, el recelo ante un futuro dominado por un automatismo ubicuo capaz de invadir todos los aspectos de la existencia humana (desde la guerra hasta el ocio) y el sacrificio del individualismo en aras del culto a una tecnología de dudosa utilidad final para la humanidad son algunos de los temas suscitados por el encuentro entre Zapparoni, el fabricante de robots que mira hacia un futuro dominado por la técnica, y un antiguo oficial de caballería, que camina en la zaga de los tiempos mirando nostálgicamente al pasado.

 


 

Ernst Jünger

Abejas de cristal

 

 

 

 

 


Título original: Gläserne Bienen - Ernst Jünger Sämtliche Werke Band 15

Ernst Jünger, 1957

Traducción: L. M.

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

 

 

 

 


 1

Cuando nos iba mal, tenía que intervenir Twinnings. Me hallaba en su casa, sentado a la mesa. Esta vez había esperado demasiado; debía haberme decidido a ir a verle hacía mucho tiempo, pero la miseria nos despoja de la fuerza de voluntad. Va uno rodando por los cafés mientras le queda algún dinerillo y luego anda por ahí, mirando a las musarañas. La mala racha no acababa de pasar. Me quedaba aún un traje con el que dejarme ver, pero no podía cruzar las piernas cuando iba a hacer alguna visita porque las suelas de mis zapatos dejaban entrever ya las plantillas. En esos casos se prefiere la soledad.

Twinnings, con quien había servido en la Caballería Ligera, era el intermediario nato, un hombre servicial. Me había echado una mano en varias ocasiones, lo mismo que a otros compañeros. Estaba bien relacionado. Después de escucharme me aclaró que ya sólo podía aspirar a empleos que correspondiesen a mi situación; es decir, aquellos que tuviesen gato encerrado. Tenía toda la razón; no estaba en condiciones de elegir.

Éramos amigos, lo cual no quería decir gran cosa ya que Twinnings era amigo de casi todos aquellos a quienes conocía y con quienes no estuviese enemistado. Vivía de eso. No me molestó que me hablase sin rodeos; tuve más bien la sensación de hallarme en la consulta de un médico que auscultara minuciosamente sin pronunciar discursos. Me asió la solapa de la chaqueta palpando la tela. Advertí las manchas que había sobre ella como si mi vista se hubiera agudizado.

Luego pasó a considerar los pormenores de mi situación. Yo estaba bastante quemado y, aunque había visto mucho, había hecho poco a lo cual pudiera remitirme. Tuve que admitirlo. Los mejores puestos eran aquellos que proporcionaban grandes ingresos sin tener que trabajar y que suscitaban la envidia de todos. Pero ¿tenía yo parientes que pudieran otorgar prebendas y empleos, como era el caso, por ejemplo, de Paulchen Domann, cuyo suegro fabricaba locomotoras, y que ganaba, sólo durante el desayuno, más que otros que se matan a trabajar las veinticuatro horas del día, incluidos los domingos? Cuanto mayores son los objetos con los que se negocia, menos trabajo dan; es más fácil vender una locomotora que una aspiradora.

Un tío mío había sido senador. Pero había muerto hacía mucho tiempo y nadie le conocía ya. Mi padre había llevado una tranquila vida de funcionario; la pequeña herencia que me dejó se había consumido hacía mucho y yo me había casado con una mujer pobre. Un senador muerto y una esposa que abre la puerta personalmente cuando suena el timbre no dan pie para muchas pretensiones.

Luego estaban los empleos que dan mucho trabajo y no rinden nada. Se trataba de ofrecer neveras o lavadoras de casa en casa hasta cogerles fobia a los llamadores de las puertas. Había que importunar a antiguos compañeros, visitándoles y atacándoles arteramente con vinos de Mosela o algún seguro de vida. Twinnings pasó de largo sobre eso con una sonrisa y se lo agradecí. Habría podido preguntarme si había aprendido a hacer algo mejor. Sabía, desde luego, que yo había trabajado en el servicio de recepción e inspección de tanques, pero también que allí había figurado en la lista negra. Luego volveré sobre este punto.

Quedaban, por fin, los empleos que entrañaban riesgo. La vida era cómoda, se ganaba dinero, pero se dormía mal. Twinnings pasó revista a varios: eran empleos de tipo policial. ¿Quién no tenía hoy día su propia policía? Los tiempos eran inseguros. Había que proteger vida y propiedad, vigilar edificios y transportes, defenderse contra extorsiones y atentados. La desvergüenza crecía en proporción directa a la filantropía. A partir de cierto nivel de importancia uno ya no podía confiar en el brazo público, sino que debía tener un garrote en su propia casa.

Pero también en este terreno había mucha menos oferta que demanda. Los buenos puestos ya estaban ocupados. Twinnings tenía muchos amigos y corrían malos tiempos para los militares retirados. Ahí estaba Lady Bosten, una viuda inmensamente rica y todavía joven que temblaba de miedo por sus hijos, sobre todo desde que el secuestro de niños había dejado de castigarse con la pena de muerte. Pero Twinnings le había proporcionado ya a una persona.

Luego estaba Preston, el magnate del petróleo, a quien le había dado por los caballos. Estaba tan chiflado por su cuadra como un antiguo bizantino; un hipómano que no reparaba en gastos con tal de satisfacer su pasión. Trataba a los caballos como a semidioses. A todos nos gusta darnos importancia y Preston consideraba que, para ello, los caballos resultaban más apropiados que las flotas de buques-cisterna o las selvas de torres de perforación. Los caballos atraían a príncipes a su casa. Pero daban muchas preocupaciones. Había que vigilarlos atentamente en la cuadra, durante los transportes y en el hipódromo. Los chanchullos de los jockeys, las envidias de otros maniáticos de los caballos, las pasiones que acompañan a las apuestas elevadas representaban una amenaza. No hay diva que requiera tanta vigilancia como un caballo de carreras destinado a ganar el Gran Premio. Era un trabajo apropiado para un antiguo oficial de Caballería, para un hombre con los ojos bien abiertos y un gran amor por los caballos. Pero allí estaba ya Tommy Gilbert, quien había colocado a la mitad de su escuadrón. Y Preston le mimaba como a la niña de sus ojos.

Una rica sueca de Rond Point buscaba un guardaespaldas. Ya había tenido varios, pues temblaba permanentemente por su virtud. Pero cuanto más en serio se tomaba uno ese puesto, con tanta mayor facilidad se producía un horrible escándalo. Además, ese no era trabajo para un hombre casado.

Twinnings enumeró ése y otros ejemplos como un jefe de cocina enumera los exquisitos manjares suprimidos del menú. Todos los intermediarios tienen esa peculiaridad. Quería abrirme el apetito. Finalmente, hizo ofertas tangibles: seguro que en ellas había más de un gato encerrado.

Ahí estaba, por ejemplo, Giacomo Zapparoni, podrido de dinero, aunque su padre había atravesado los Andes sin más que un bastón en la mano. Era imposible abrir un periódico o una revista, o sentarse ante una pantalla, sin toparse con su nombre. Sus fábricas se hallaban cerca de allí. Mediante la explotación de inventos ajenos —y también propios— había logrado un monopolio.

Los periodistas contaban cosas fabulosas acerca de lo que se fabricaba en ellas. Al que tiene mucho, todavía se le atribuye más; es probable que dejasen volar la fantasía. Las fábricas Zapparoni producían robots para todos los fines imaginables. Los hacían por encargo o en modelos en serie que se veían en todos los hogares. No se trataba de los grandes autómatas en que se piensa inmediatamente al oír la palabra. La especialidad de Zapparoni era los robots liliputienses. Salvo algunas excepciones, los que llegaban al límite superior alcanzaban el tamaño de una sandía, mientras que en el inferior llegaban a lo minúsculo y recordaban las curiosidades chinas. Estos últimos actuaban como hormigas inteligentes, pero siempre en unidades autónomas que funcionaban como mecanismos, es decir, nunca de forma molecular. Ésta era una de las máximas comerciales de Zapparoni, o, si se quiere, una de sus reglas del juego. Al parecer, entre dos soluciones, solía dar preferencia a la más refinada, costara lo que costase. Era el signo de los tiempos y no le iba mal con ello.

Zapparoni había comenzado con minúsculas tortugas, a las que denominaba selectores y que producían un gran rendimiento en procesos muy minuciosos de selección. Contaban, pesaban y clasificaban piedras preciosas o billetes de banco, separando las falsificaciones. El método se había extendido pronto al trabajo en ambientes peligrosos, al tratamiento de explosivos y de sustancias contaminantes o radiactivas. Había enjambres de selectores que no sólo detectaban pequeños focos de incendios, sino que también los extinguían en su propio nacimiento; otros que reparaban puntos defectuosos de conducciones, y otros aún que se alimentaban de suciedad y que se hicieron imprescindibles en todos aquellos procesos que exigían una limpieza perfecta. Mi tío el senador, que durante toda su vida padeció de fiebre del heno, pudo ahorrarse los viajes a la alta montaña a partir del momento en que Zapparoni lanzó al mercado un selector entrenado para eliminar el polen.

Sus aparatos no tardaron en hacerse imprescindibles, no sólo para la industria y la ciencia, sino también en el hogar. Economizaban mano de obra y crearon, en el ámbito de la técnica, un clima desconocido hasta el momento. Un cerebro ingenioso había detectado una laguna en la que nadie se había fijado hasta entonces y la había llenado. Así es como se hacen los grandes negocios; los mejores.

Twinnings insinuó cuál era el punto débil de Zapparoni. No lo sabía con exactitud, pero se podía imaginar aproximadamente. Consistía en los conflictos con sus empleados. Cuando se tiene la ambición de hacer pensar a la materia, no puede uno prescindir de cerebros originales. Sobre todo, tratándose de proporciones minúsculas. Probablemente, al principio fue más difícil crear un colibrí que una ballena.

Zapparoni disponía de una plantilla de excelentes especialistas. Prefería que los inventores que le traían modelos entrasen a trabajar para él de forma fija. Reproducía sus inventos o los transformaba, lo cual se hacía especialmente necesario en aquellos departamentos sujetos a la moda, como el de juguetes. En ese terreno, jamás se habían visto cosas tan increíbles como desde que comenzó la era Zapparoni; había creado un reino liliputiense, un mundo vivo de gnomos que hacía olvidar el tiempo y fascinaba no sólo a los niños, sino también a los adultos. Superaba a la fantasía. Pero todos los años, por Navidad, había que adornar ese teatro de gnomos con nuevos decorados y dotarlo de nuevas figuras.

Zapparoni daba trabajo a empleados a los que pagaba sueldos de profesor e incluso de ministro. Ellos se lo devolvían con creces. La dimisión de uno de ellos le habría significado una pérdida insustituible, o, peor aún, una catástrofe si el empleado se proponía proseguir su tarea en otra empresa del país o, lo que era más grave, en el extranjero. La riqueza de Zapparoni, su poder monopolista, se fundaba no sólo en el secreto industrial, sino también en una técnica de trabajo que únicamente se podía adquirir a lo largo de decenios y que no era accesible a cualquiera. Y esa técnica era inherente al trabajador, a sus manos, a su cabeza.

De cualquier modo, pocos se sentían inclinados a abandonar un trabajo en que se era objeto de un trato y una paga principescos. Pero había excepciones. Es una antigua verdad la de que jamás se puede contentar al ser humano. Por otra parte, Zapparoni tenía un personal decididamente difícil. Lo cual estaba relacionado con la índole del trabajo; manejar objetos minúsculos y a menudo complicados engendraba, con el tiempo, un talante estrafalario y caprichoso; creaba caracteres que hacían montañas de un grano de arena y que ponían pegas a todo. Artistas que hacían herraduras a las pulgas y, además, se las atornillaban. Su trabajo rayaba en la pura fantasía. El mundo de autómatas de Zapparoni, bastante curioso ya de por sí, estaba poblado de espíritus que se entregaban a las manías más singulares. Se decía que en su oficina se desarrollaban escenas dignas del despacho del director de un manicomio. Y todo porque aún no existían robots que fabricasen robots. Eso habría sido la piedra filosofal. La cuadratura del círculo.

Zapparoni no tenía más remedio que resignarse a los hechos. Formaban parte de la esencia de la empresa. Y lo hacía bastante bien. Se había reservado la relación con el personal de la sección de prototipos, donde desplegaba todo el encanto y la soltura de un empresario meridional. En ese terreno llegaba a los límites de lo posible. Ser explotado como explotaba Zapparoni era el sueño de todos los jóvenes aficionados a la técnica. El dominio de sí mismo y la afabilidad le abandonaban muy raramente. Aunque entonces se producían escenas terribles.

Naturalmente, trataba de que en los contratos quedaran atados todos los cabos, aunque lo hacía del modo más agradable. Tales contratos eran vitalicios, preveían subidas de sueldo, primas, seguros, y, en caso de ruptura, determinadas sanciones. El que había firmado un contrato con Zapparoni y alcanzaba en sus fábricas la calificación de maestro o autor podía darse con un canto en los dientes. Tenía su casa, su coche, y sus vacaciones pagadas en Tenerife o Noruega.

Claro que había limitaciones. Pero apenas eran perceptibles y, si hemos de llamar a las cosas por su nombre, se reducían a la inserción en un complicado sistema de control. A tal fin servían distintas secciones que funcionaban bajo esos nombres inofensivos con los que se disfrazan actualmente los servicios de seguridad; una de ellas se denominaba, según creo, Departamento de Liquidaciones. Los expedientes que allí se guardaban sobre cada uno de los empleados de las Fábricas Zapparoni se asemejaban a las fichas de la policía, sólo que eran mucho más detallados. Hoy en día es necesario calar muy hondo en un hombre para saber qué cabe esperar de él, porque las tentaciones son grandes.

En esto no había nada de improcedente. Prever abusos de confianza se cuenta entre los deberes de quien dirige una gran empresa. El que ayudaba a Zapparoni a guardar sus secretos industriales se hallaba del lado de la ley.

Pero ¿qué pasaba si alguno de esos especialistas se despedía legalmente? ¿O si sencillamente dejaba el trabajo abonando la sanción correspondiente? Éste era uno de los puntos flacos del sistema de Zapparoni. A fin de cuentas no podía retenerlos a viva fuerza, lo cual suponía un gran peligro para él. Le interesaba, pues, demostrar que ese modo de despedirse tampoco le convenía al empleado en cuestión. Existen muchos medios para amargar la vida a una persona, sobre todo cuando el dinero no cuenta.

En primer lugar, podía empapelarle. Por ese procedimiento habían metido a más de uno en vereda. Pero había lagunas en la ley, la cual, desde hacía mucho, iba a la zaga de la evolución técnica. ¿Qué significa, por ejemplo, la autoría? Más que un mérito personal, era la chispa que salía de la punta de un colectivo. Era imposible separarla del conjunto y apropiársela. Y algo similar ocurría con la experiencia adquirida a lo largo de treinta o cuarenta años con ayuda, y a expensas, de la empresa. No era exclusivamente propiedad individual. Pero el individuo es indivisible… ¿o no lo es? Se trataba de problemas para los cuales no bastaba la burda mentalidad policiaca. Existen puestos de confianza que exigen autonomía. Lo específico del cargo se adivina; no se menciona por escrito ni de forma oral. Hay que captarlo intuitivamente.

Esto fue lo que deduje, aproximadamente, de las insinuaciones de Twinnings. Eran elucubraciones, hipótesis. Quizá él supiese más, o quizá menos. En tales casos se suele hablar más bien de menos que de más. Yo había comprendido ya lo suficiente: buscaban a un hombre que se encargase de la ropa sucia.

Aquel trabajo no era para mí. No voy a hablar de moral; sería ridículo. Estuve en Asturias durante la guerra civil y en esa clase de conflictos nadie deja de mancharse las manos, esté arriba o abajo, a derecha o a izquierda. Se ensucia hasta el que trata de permanecer en el centro; éste precisamente más que ninguno. Había allí tipos con un historial que habría espantado al confesor más encallecido. Naturalmente, ni en sueños pensaban en confesarse, sino que por el contrario, cuando se hallaban reunidos, daban muestras del mejor de los humores y hasta se jactaban de sus malas acciones, como se dice en la Biblia. No gozaban de estima los de nervios delicados. Pero existía un código de conducta. Un trabajo como el que me proponía Twinnings no lo habría aceptado ninguno de ellos, por muy negras que vieran las cosas, si quería seguir unido a los otros. Le habrían excluido de la camaradería, de la mesa del café, del campamento. Le habrían retirado su confianza; se habrían mordido la lengua en su presencia, no habrían contado con él en un apuro. Hasta en las cárceles, hasta en las galeras, existe esa sensibilidad.

Por consiguiente, si Theresa no hubiera estado esperándome en casa, me habría puesto en pie inmediatamente, nada más oír lo referente a Zapparoni y a sus litigantes. Pero era mi última oportunidad y Theresa había puesto grandes esperanzas en esa visita.

Tengo escasas aptitudes para todo lo relacionado con el dinero y el modo de ganarlo. Debo de tener un Mercurio mal aspectado, como se ha ido poniendo más y más de manifiesto con los años. Al principio habíamos vivido de la paga del ejército y luego de la venta de objetos, pero también eso se nos había acabado. En todos los hogares hay un rincón en el que antes se hallaban los lares y penates y en el que hoy se conserva lo inajenable. En nuestro caso, eran trofeos ganados en carreras de caballos y otros objetos grabados, parte de los cuales habían pertenecido a mi padre. Los había llevado al platero hacía poco tiempo. Theresa creía que me había dolido la pérdida. No fue así; me alegró deshacerme de esas cosas. Por fortuna no tenía hijos y era mejor acabar de una vez por todas.

Theresa se creía una carga para mí; ésa era su idea fija. Realmente yo hubiera debido actuar hacía mucho tiempo; toda nuestra miseria actual se debía a mi comodidad, al hecho de que me repugnaban los negocios.

Si hay algo que no aguanto es el papel de mártir. El que alguien me considere un buen hombre es cosa que puede ponerme frenético y Theresa había adquirido precisamente esa costumbre. Andaba a mi alrededor como si fuera un santo. Me veía bajo una luz falsa. Habría debido insultar, enfurecerse, romper jarrones, pero, por desgracia, no era ese su modo de proceder.

Ni de niño, cuando iba al colegio, me gustaba trabajar. Cuando estaba con el agua al cuello, escurría el bulto con un acceso de fiebre. Tenía un medio para lograrlo. Cuando estaba en cama, venía mi madre con jarabes y cataplasmas. Engañar no me importaba; hasta me divertía. Pero lo terrible era que me mimasen por ello, que me consideraran un pobre enfermo. Trataba entonces de ponerme insoportable, pero cuanto más lo lograba, mayor era la preocupación que suscitaba.

Algo similar me ocurría con Theresa; me resultaba intolerable pensar en la cara que pondría si regresaba a casa sin ninguna esperanza. Me lo notaría inmediatamente, en cuanto me abriese la puerta.

Tal vez yo estuviera viendo las cosas desde un ángulo demasiado desfavorable. Aún estaba lleno de prejuicios anticuados que en nada me beneficiaban. Se iban cubriendo de polvo dentro de mí, como esos trofeos de plata que tenía en casa iluminando la desolación que los rodeaba.

Desde el momento en que todo debía basarse en un contrato, que no se fundase en la confianza y el honor, ya no existían ni la fidelidad ni la fe. La disciplina había desaparecido del mundo. La catástrofe la había sustituido. Se vivía en una intranquilidad permanente donde nadie podía confiar en los demás: ¿era culpa mía? Yo no pretendía ser peor, pero tampoco mejor.

Twinnings, que me veía indeciso y parecía conocer mi punto flaco, me dijo:

«Theresa se alegrará si llegas con algo seguro».

lunes, 16 de octubre de 2023

Voltaire La princesa de Babilonia Título original: La Princesse de Babylone Voltaire, 1768 Traducción: Gloria Pampillo




Voltaire La princesa de Babilonia Título original: La Princesse de Babylone Voltaire, 1768 Traducción: Gloria Pampillo Editor digital: Titivillus ePub base r1.2 El problema de la fidelidad en los tiempos heroicos Los héroes de la antigüedad, aquellos que ocuparon el discurso épico, azoraban por su valentía y su sumisión a los dioses. Sufrían, como sufren los simples mortales, pero se levantaban de su pesadumbre para torcer los designios funestos del destino. Y para conseguir lo que buscaban —un reino, una mujer, un objeto preciado— debían sortear infinitos peligros, realizar numerosas hazañas y burlarse de la muerte cientos de veces. Los héroes de la antigüedad eran capaces de sentir los sentimientos más nobles, capaces de renegar de sus más hondas pasiones en virtud de conseguir lo que anhelaban, o de ser fieles a su objetivo. La princesa de Babilonia es un extenso relato maravilloso que recrea las características mágicas de la Antigüedad. Voltaire, ese memorable escritor y filósofo francés del siglo XVIII que fue autor de estas páginas, debió encontrar en la Mesopotamia remota una cuna fecunda para desarrollar esta ficción que tanto parece un relato para niños, como un complejo tratado sobre la fidelidad. La primera parte del texto donde tres reyes se disputan la mano de la princesa Formosanta sirve para poner de relieve las verdaderas características del héroe en contraposición con los rasgos de aquellos que detentan el poder. El faraón de Egipto, el Sha de las Indias y el gran Khan de los escitas son vulnerables ante la destreza y el talento de un joven desconocido que dice ser hijo de un pastor. Luego comienza un largo peregrinaje de la princesa detrás de este mancebo, Amazán, cuyo amor incorruptible lo lleva a rechazar a las doncellas más dignas de la tierra y a huir de ella misma por creerla infiel: "Hermosa princesa del linaje de China, merecéis un corazón que no haya sido jamás más que vuestro; he jurado a los dioses inmortales no amar a nadie más que a Formosanta, princesa de Babilonia, y enseñarle cómo se pueden vencer las pasiones durante los viajes; ella tuvo la desgracia de sucumbir ante el indigno rey de Egipto; soy el más desgraciado de los hombres; he perdido a mi padre y al fénix, y la esperanza de ser amado por Formosanta; he dejado a mi madre en la aflicción, a mi patria, ya no podía vivir ni un momento en los lugares donde supe que Formosanta amaba a otro que no era yo; he jurado recorrer la tierra y serle fiel. Lo curioso de este sacrificio de fidelidad que se impone el héroe, es que luego de recorrer numerosas: provincias, su constancia llega a la capital de los galos, y se tuercen los designios. Allí los hombres son ociosos y viven únicamente para el placer. La frivolidad y la, alegría los asisten. Amazán piensa desde la perspectiva de Voltaire que «La libertad era decorosa, la alegría no era estridente, la ciencia nada tenía de engorroso, ni el genio de áspero. Se dio cuenta de que el término buena sociedad no es un término vano, aunque a menudo sea usurpado». Será en ese sitio donde Amazán olvidará su promesa y se rendirá a la belleza de una joven. Sin embargo, es la debilidad del héroe la que lo vuelve más humano. Esta caída de Amazán no destruye su caracterización previa, la afianza. No desbarata su amor por Formosanta, lo incrementa con nuevas promesas. Lejos de ser simplemente una fábula sorprendente sobre tiempos heroicos, La princesa de Babilonia desarrolla temas universales. Sin duda fue mayor en Voltaire la intención de retratar las costumbres de sus contemporáneos, que historiar los amores de los tiempos remotos.

domingo, 15 de octubre de 2023

VOLTAIRE CANDIDO FRAGMENTO

 

 


 Candido

Voltaire

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 1

Donde se da cuenta de como fué criado Candido en una hermosa quinta, y como de ella fué echado á patadas.

 

En la quinta del Señor baron de Tunderten-tronck, título de la Vesfalia, vivia un mancebo que habia dotado de la índole mas apacible naturaleza. Víase en su fisonomía su alma: tenia bastante sano juicio, y alma muy sensible; y por eso creo que le llamaban Candido. Sospechaban los criados antiguos de la casa, que era hijo de la hermana del señor baron, y de un honrado hidalgo, vecino suyo, con quien jamas consintió en casarse la doncella, visto que no podia probar arriba de setenta y un quarteles, porque la injuria de los tiempos habia acabado con el resto de su árbol genealógico.

Era el señor baron uno de los caballeros mas poderosos de la Vesfalia; su quinta tenia puerta y ventanas, y en la sala estrado habia una colgadura. Los perros de su casa componian una xauria quando era menester; los mozos de su caballeriza eran sus picadores, y el teniente-cura del lugar su primer capellan: todos le daban señoría, y se echaban á reir quando decia algun chiste.

La señora baronesa que pesaba unas catorce arrobas, se habia grangeado por esta prenda universal respeto, y recibia las visitas con una dignidad que la hacia aun mas respetable. Cunegunda, su hija, doncella de diez y siete años, era rolliza, sana, de buen color, y muy apetitosa muchacha; y el hijo del baron en nada desdecia de su padre. El oráculo de la casa era el preceptor Panglós, y el chicuelo Candido escuchaba sus lecciones con toda la docilidad propia de su edad y su carácter.

Demostrado está, decia Panglós, que no pueden ser las cosas de otro modo; porque habiéndose hecho todo con un fin, no puede ménos este de ser el mejor de los fines. Nótese que las narices se hiciéron para llevar anteojos, y por eso nos ponemos anteojos; las piernas notoriamente para las calcetas, y por eso se traen calcetas; las piedras para sacarlas de la cantera y hacer quintas, y por eso tiene Su Señoría una hermosa quinta; el baron principal de la provincia ha de estar mas bien aposentado que otro ninguno: y como los marranos naciéron para que se los coman, todo el año comemos tocino. De suerte que los que han sustentado que todo está bien, han dicho un disparate, porque debian decir que todo está en el último ápice de perfeccion.

Escuchábale Candido con atención, y le creía con inocencia, porque la señorita Cunegunda le parecía un dechado de lindeza, puesto que nunca habia sido osado á decírselo. Sacaba de aquí que despues de la imponderable dicha de ser baron de Tunder-ten-tronck, era el segundo grado el de ser la señorita Cunegunda, el tercero verla cada dia, y el quarto oir al maestro Panglós, el filósofo mas aventajado de la provincia, y por consiguiente del orbe entero.

Paseándose un dia Cunegunda en los contornos de la quinta por un tallar que llamaban coto, por entre unas matas vio al doctor Panglós que estaba dando lecciones de física experimental á la doncella de labor de su madre, morenita muy graciosa, y no ménos dócil. La niña Cunegunda tenia mucha disposicion para aprender ciencias; observó pues sin pestañear, ni hacer el mas mínimo ruido, las repetidas experiencias que ámbos hacian; vió clara y distintamente la razon suficiente del doctor, sus causas y efectos, y se volvió desasosegada y pensativa, preocupada del anhelo de adquirir ciencia, y figurándose que podía muy bien ser ella la razón suficiente de Candido, y ser este la suya.

De vuelta á la quinta encontró á Candido, y se abochornó, y Candido se puso también colorado. Saludóle Cunegunda con voz trémula, y correspondió Candido sin saber lo que se decia. El dia siguiente, despues de comer, al levantarse de la mesa, se encontraron detras de un biombo Candido y Cunegunda; esta dexó caer el pañuelo, y Candido le alzó del suelo; ella le cogió la mano sin malicia, y sin malicia Candido estampó un beso en la de la niña, pero con tal gracia, tanta viveza, y tan tierno cariño, qual no es ponderable; topáronse sus bocas, se inflamáron sus ojos, les tembláron las rodillas, y se les descarriáron las manos…. En esto estaban quando acertó á pasar por junto al biombo el señor barón de Tunder-ten-tronck, y reparando en tal causa y tal efecto, sacó á Candido fuera de la quinta á patadas en el trasero. Desmayóse Cunegunda; y quando volvió en sí, le dió la señora baronesa una mano de azotes; y reynó la mayor consternación en la mas hermosa y deleytosa quinta de quantas exîstir pueden.

 


 Capítulo 2

De lo que sucedió á Candido con los Búlgaros

 

Arrojado Candido del paraiso terrenal fué andando mucho tiempo sin saber adonde se encaminaba, lloroso, alzando los ojos al cielo, y volviéndolos una y mil veces á la quinta que la mas linda de las baronesitas encerraba; al fin se acostó sin cenar, en mitad del campo entre dos surcos. Caía la nieve á chaparrones, y al otro dia Candido arrecido llegó arrastrando como pudo al pueblo inmediato llamado Valdberghof-trabenk-dik-dorf, sin un ochavo en la faltriquera, y muerto de hambre y fatiga. Paróse lleno de pesar á la puerta de una taberna, y repararon en el dos hombres con vestidos azules. Cantarada, dixo uno, aquí tenemos un gallardo mozo, que tiene la estatura que piden las ordenanzas. Acercáronse al punto á Candido, y le convidáron á comer con mucha cortesía. Caballeros, les dixo Candido con la mas sincera modestia, mucho favor me hacen vms., pero no tengo para pagar mi parte. Caballero, le dixo uno de los azules, los sugetos de su facha y su mérito nunca pagan. ¿No tiene vm. dos varas y seis dedos? Sí, señores, esa es mi estatura, dixo haciéndoles una cortesía. Vamos, caballero, siéntese vm. á la mesa, que no solo pagarémos, sino que no consentirémos que un hombre como vm. ande sin dinero; que entre gente honrada nos hemos de socorrer unos á otros. Razón tienen vms., dixo Candido; así me lo ha dicho mil veces el señor Panglós, y ya veo que todo está perfectísimo. Le ruegan que admita unos escudos; los toma, y quiere dar un vale; pero no se le quieren, y se sientan á la mesa.—¿No quiere vm. tiernamente?… Sí, Señores, respondió Candido, con la mayor ternura quiero á la baronesita Cunegunda. No preguntamos eso, le dixo uno de aquellos dos señores, sino si quiere vm. tiernamente al rey de los Bulgaros. No por cierto, dixo, porque no le he visto en mi ida.—Vaya, pues es el mas amable de los reyes, ¿Quiere vm. que brindemos á su salud?—Con mucho gusto, señores; y brinda. Basta con eso, le dixéron, ya es vm. el apoyo, el defensor, el adalid y el héroe de los Bulgaros; tiene segura su fortuna, y afianzada su gloria. Echáronle al punto un grillete al pié, y se le lleváron al regimiento, donde le hiciéron volverse á derecha y á izquierda, meter la baqueta, sacar la baqueta, apuntar, hacer fuego, acelerar el paso, y le diéron treinta palos: al otro dia hizo el exercicio algo ménos jual, y no le diéron mas de veinte; al tercero, llevó solamente diez, y le tuviéron sus camaradas por un portento.

Atónito Candido aun no podia entender bien de qué modo era un héroe. Púsosele en la cabeza un dia de primavera irse á paseo, y siguió su camino derecho, presumiendo que era prerogativa de la especie humana, lo mismo que de la especie animal, el servirse de sus piernas á su antojo. Mas apénas había andado dos leguas, quando héteme otros quatro héroes de dos varas y tercia, que me lo agarran, me le atan, y me le llevan á un calabozo, Preguntáronle luego jurídicamente si queria mas pasar treinta y seis veces por baquetas de todo el regimiento, ó recibir una vez sola doce balazos en la mollera. Inútilmente alegó que las voluntades eran libres, y que no queria ni una cosa ni otra, fué forzoso que escogiese; y en virtud de la dádiva de Dios que llaman libertad, se resolvió á pasar treinta y seis veces baquetas, y sufrió dos tandas. Componíase el regimiento de dos mil hombres, lo qual hizo justamente quatro mil baquetazos que de la nuca al trasero le descubriéron músculos y nervios. Iban á proceder á la tercera tanda, quando Candido no pudiendo aguantar mas pidió por favor que se le hicieran de levantarle la tapa de los sesos; y habiendo conseguido tan señalada merced, le estaban vendando los ojos, y le hacían hincarse de rodillas, quando acertó á pasar el rey de los Bulgaros, que informándose del delito del paciente, como era este rey sugeto de mucho ingenio, por todo quanto de Candido le dixéron, echó de ver que era un aprendiz de metafísica muy bisoño en las cosas de este mundo, y le otorgó el perdon con una clemencia que fué muy loada en todas las gacetas, y lo será en todos los siglos. Un diestro cirujano curó á Candido con los emolientes que enseña Dioscórides. Un poco de cútis tenia ya, y empezaba á poder andar, quando dió una batalla el rey de los Bulgaros al de los Abaros.

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