jueves, 1 de junio de 2023

ROJO OSCURO — 1975 — Dario Argento o la alquimia del miedo Salvador Bernabé

 


 


 ROJO OSCURO

 

— 1975 —

 

 

Después de la realización de la serie «La porta sul buio» para la RAI. y el paréntesis que supuso la película «La Cinque Giornate». Dario Argento volvió al giallo cinematográfico con un film de título muy significativo: «Rojo oscuro». Se trataba de un proyecto ambicioso, que necesitaba marcar distancias respecto a muestras menores de ese género que él puso de moda, y que circulaban de forma alimenticia y indiscriminada por las carteleras de los cines de barrio. Para un primer tratamiento del guión de ese film que iba a cambiar de una vez por todas los estereotipos del giallo, el cineasta contrató los servicios de Bemardino Zapponi, colaborador habitual de Federico Fellini («Toby Dammit», «Satiricón», «Roma», «Casanova»). Y para el papel protagonista contó con David Hemmings, aunque, en un principio, el atormentado personaje de Mark Daly debía ser interpretado por el italiano Lino Capolicchio, que el cineasta había conocido durante el rodaje de «Metti una sera a cena», y que quedó fuera del proyecto a causa de un accidente de coche. Hemmings tenía a sus espaldas la mítica «Blow up» de Antonioni y otro singular thriller —«Los pasos del miedo» de Richard C. Serafian—, que le permitían sintonizar sin trabas con el universo del giallo. Al actor británico se añadieron Daria Nicolodi, que se uniría sentimentalmente a Argento, y la que fuera mítica diva del cine italiano, Clara Calamai, que había dado vida a la hermosísima Giovanna en «Ossessione», opera prima de Luchino Visconti, y sobre el personaje de la cual recayó, en «Rojo oscuro», la responsabilidad directa de la serie de crímenes. Otros de los intérpretes del film —Glauco Mauri, Gabriele Lavia, Giuliana Calandra— provenían, en cambio, del teatro, hecho no del todo anecdótico en una película que se iniciaba con un hipnótico y literal levantamiento de telón.

 

 

 

 

 

Uno de los carteles de «Rojo oscuro».

 

  Sinopsis

 

 

Durante una conferencia de parapsicología, la médium Helga Ulman (Macha Meril) sintoniza con una mente criminal que le provoca un estallido de palabras sin sentido aparente. Alguien de entre el público abandona su asiento y se refugia en los lavabos. Esa misma noche, la médium es asesinada en su apartamento. Mark (David Hemmings), joven compositor inglés, vecino de la médium, se encuentra con Carlo (Gabrielle Lavia), con quien comparte profesión y amistad. Ambos conversan, en una solitaria plaza, hasta que el segundo se despide. Instantes después, Mark ve a Helga debatiéndose desesperadamente en una ventana y a un desconocido estrellando su cabeza contra el cristal. El joven corre a socorrerla. Entra en el piso, atraviesa un pasillo adornado por una inquietante colección de cuadros y llega hasta el cadáver. La policía interroga a Mark sobre el aspecto del asesino. El joven se muestra intrigado por un detalle que no entiende: en el pasillo falta algo —¿un cuadro?— y, sin embargo, nadie parece haber tocado nada. Una joven periodista, Gianna Brezzi (Daria Nicolodi) fotografía a Mark. Ambos vuelven a coincidir en el entierro de Helga. Mark se queja del uso que la periodista ha hecho de su fotografía, que aparece en primera plana del diario, junto a un artículo que le involucra en el caso. Gianna le propone que trabaje con ella en la investigación, y ambos se entrevistan con el profesor Giordani (Glauco Mauri), colaborador de Helga, que les pone al corriente de lo sucedido durante la conferencia. Mark va en busca de su amigo Carlo y conoce a su madre (Clara Calamai), una vieja actriz algo trastornada. Más tarde, y ante la insistencia de Mark por el cuadro desaparecido. Carlo le conmina a que olvide todo el asunto. El músico inglés, sin embargo, sigue sus investigaciones, y es amenazado de muerte por el asesino. Un amigo del profesor Giordani, también ligado a la parapsicología, habla a la pareja de investigadores del capítulo de un libro sobre mansiones encantadas en torno a una casa, que pudiera vincularse a las palabras misteriosas que la fallecida Helga pronunció durante la conferencia, en las que citaba los lloros desconsolados de un niño. Mark localiza el libro en una biblioteca y arranca la página que contiene una fotografía de la casa. Alguien le vigila desde lejos. La autora del libro (Giuliana Calandra) es asesinada antes de que Mark pueda hablar con ella. La mujer tiene aún fuerzas para escribir algo en el espejo del cuarto de baño. La inusual posición del dedo señalando el cristal llama la atención de Mark cuando encuentra el cadáver. El joven telefonea al profesor Giordani, que promete acercarse al lugar del crimen. La vegetación que aparece en la fotografía de la casa es decisiva para dar con ella. El guarda informa a Mark que la casa perteneció a un escritor alemán que murió en un accidente. Mark explora la mansión y halla, bajo la capa de yeso de una de las paredes, el rastro de un dibujo. Rasca la superficie hasta completarlo. Se trata de un aterradora y violenta pintura infantil. Giordani visita la casa de la escritora asesinada y descubre el significado del mensaje que dejó esta en el espejo. Trata inútilmente de ponerse en contacto con Mark, pero es asesinado. De vuelta a su apartamento, Mark observa la fotografía de la casa y se percata de una ventana que no recuerda haber visto. Mark vuelve a la casa, descubre la ventana tapiada y encuentra en su interior un cadáver. Alguien le golpea y le deja sin sentido. Al volver en sí, se halla entre los brazos de Gianna. La casa arde por los cuatro costados. Mark descubre que la hija del guarda tiene un dibujo colgado en la pared idéntico al que él vio en la casa. La niña confiesa que es una copia de un original perteneciente a los archivos del colegio del pueblo. Mark y Gianna van hasta el colegio, donde encuentran el dibujo original y el nombre del autor, Carlo, que, después de apuñalar a Gianna, aparece empuñando un revólver. La llegada de la policía salva a Mark. Carlo huye, pero es atropellado accidentalmente por un camión. Quedan, sin embargo, demasiados interrogantes. Tras ser informado de que la vida de Gianna no corre peligro, Mark vuelve al apartamento de su vecina asesinada. Lentamente, atraviesa el pasillo flanqueado por las pinturas para sorprenderse a sí mismo reflejado en un espejo. Lo que vio en realidad fue la cara del asesino reflejada en él: la madre de Carlo. Esta aparece de pronto y clama venganza por la muerte de su hijo, que se había limitado a protegerla. En el pasado, ella mató a su marido y escondió el cadáver. El pequeño Carlo fue testigo de todo el horror y lo trasplantó enfermizamente a los dibujos. La madre se abalanza sobre Mark. Durante la lucha, su collar queda atrapado en el ascensor. Mark pulsa el botón de arranque. La cadena corta el cuello de la asesina. El rostro de Mark se refleja en el «Rojo oscuro» de la sangre.

 

 

 

 

 

Las paredes esconden secretos tenebrosos.

 

 

  Río Argento

 

 

Si la trilogía zoológica se caracterizaba por una ambivalencia entre geografías que tendían a abrazar lo extraño y lugares de irritante banalidad que desequilibran el conjunto, con «Rojo oscuro» se produce un maduro decantamiento hacia lo primero. Argento se vuelca en pos de una geografía abstracta e ideal, que confraterniza con su visión también abstracta e ideal del crimen. «Rojo oscuro» supone, así, la construcción del espacio mítico de Dario Argento, un particular Monument Valley perpetuamente nocturno, constituido por plazas expurgadas de la menor presencia humana y calles delimitadas por arquitecturas caprichosas que se introducen en el relato con la naturalidad de los sueños. Este escenario se revela como un altar idóneo para la celebración casi sagrada del asesinato y sus prolegómenos rituales. Estamos situados más allá del mero espejo que refleja el thriller hasta deformarlo en giallo; estamos en Río Argento y nadamos en las turbulentas aguas de su deseo cinematográfico, a merced de la lógica y la moral de sus corrientes. La construcción de ese sudario arquitectónico de perfiles oníricos y porte operístico con el que envolver las muertes y sublimar la puesta en escena del terror tiene lugar a partir de tres elementos de puesta en escena que se revelan esenciales en el desarrollo posterior del cine de Argento: melancolía, teatralidad y fascinación por los objetos.

Respecto a lo primero, hay que señalar la explícita relación que Argento establece entre su film y la obra pictórica de Giorgio De Chirico. Ese misterioso trasvase plástico trasciende la mera cita puntual. En 1912, el artista italiano nacido en Grecia y principal representante de la llamada “pintura metafísica”, realiza una obra de significativo titulo, ‘Melancolía’, que será decisiva para el panorama pictórico del momento. El cuadro reproduce una gran plaza solitaria a la hora del crepúsculo en la que se aprecian dos insignificantes figuras, una estatua clásica yacente sobre un pedestal y unos edificios porticados. Todos esos elementos pueden ser reconocidos en la secuencia del encuentro nocturno entre Mark y Carlo: los dos amigos en un escenario vacío cuya amplitud les miniaturiza, la fuente rectangular con la gran figura yacente adosada y unas edificaciones que no desmerecen en semejanza a las de la pintura. Pero el camino de ida hasta el artista plástico no se agota en la invocación externa de su obra. De Chirico es un pintor de la melancolía y de la consecuente extrañeza que ésta impone sobre el entorno, dos caras de una misma moneda que se reflejan nítidamente en la osamenta formal de «Rojo oscuro». Los lugares que fijan este insólito giallo están modelados desde una mirada que anhela precisamente contravenir la realidad que habitualmente reclama el espectador del género. Argento nos presenta a David Hemmings a través de una angulación que persigue quizás recuperar, nueve años después, la última imagen que nos dispensara Michelangelo Antonioni de aquel fotógrafo a la moda protagonista de «Blow up», interpretado por el mismo actor. ¿Un primer ejercicio de melancolía cinéfila? La cámara desciende y le sigue hasta mostrarnos el Blue Bar, un local acristalado que cita de frente a otro pintor de la melancolía, Edward Hopper, y a su obra ‘Nighthawks’. Un poderoso picado nos ubica en las alturas, para construir un encuadre que evoca a De Chirico: Marc en una esquina, el local luminoso, la fuente con la estatua y Carlo sentado junto a ella. De Hopper a De Chirico la geometría se revela esencial para boicotear la realidad cotidiana. Argento, sin embargo, inicia una aproximación a los dos amigos y les encierra en la intimidad del primer plano consiguiendo, mediante un clásico mecanismo de alternancia, liberarles momentáneamente de la presión de la gran plaza vacía: el lugar distinto que ocupan ambos propicia un juego de picados y contrapicados que subraya la diferente órbita por la que se mueven anímicamente, pero sus miradas transpiran una complicidad auténtica y emotiva que les equilibra. La extrañeza del conjunto, su fuerte impresión onírica, se acrecienta a partir de la inmovilidad de los figurantes del local, de la impresión de artificio escenográfico de musical de los cincuenta que irradia de su estructura. Mark y Carlo tienen el aspecto de dos frágiles almas sometidas a la disciplina cruel de un destino que apunta con superarles si nos atenemos a la significativa fuerza del soberbio vacío operístico que les acota y empequeñece, dos tenores captados durante la ejecución de una conmovedora aria (“Brindo por ti, virgen violada”, exclama Carlo al oír un grito de mujer en la noche), cuyas oscuras y sangrientas consecuencias todavía ignoran. Después del asesinato, hay un plano soberbio que muestra a los dos amigos situados cada uno en un extremo del encuadre, mientras la gigantesca estatua, condicionando la composición, ocupa la totalidad central. Se hace difícil sortear la idea de que los dioses del Olimpo, personificados por la escultura, y a tenor de la perturbadora diferencia de escalas, han decidido ya por ellos y la tragedia está irreversiblemente en marcha. Respecto a la conciencia de representación. Argento había acudido ya al interior de un teatro para «Cuatro moscas sobre terciopelo gris». Allí, el protagonista atravesaba sucesivos cortinajes hasta llegar a la sala central del mismo, como aquí hace la cámara que penetra en la conferencia de parapsicología o como, años después, hará la protagonista de «Opera». Dentro del teatro vacío, Roberto era víctima de lo que es consustancial a un escenario, una representación —creía matar a su perseguidor—, de la que levantaba acta un fotógrafo con careta debidamente apostado en el mejor palco. Representación y crimen volverán a estar presentes en «Opera» cuando el comisario Alan Santini escenifique su muerte a medio camino entre el folletín y el grand guignol; y en el clímax de «Tenebrae» con un salidísimo Peter Neal cortándose el cuello con una navaja de atrezzo. La Representación como propuesta estética se manifiesta, por ejemplo, en la forma de visualizar el asesinato primigenio, durante los títulos de crédito: las imágenes parecen sacadas de un teatrillo con marionetas de carne y hueso, un espectáculo sangriento ofrecido en un tono rigurosamente naif, que se justifica por la presencia de un niño. Carlo, que crecerá traumatizado por ese horror navideño. Su madre, por otro lado, es una figura esencialmente escénica, quien el matrimonio condena a abandonar las tablas, empujándola a la locura. El veneno del teatro se reactivará durante la conferencia de parapsicología y le permitirá interpretar su último papel: cada asesinato implica una preparación ritual, un vestirse para matar y estar a la altura de la representación definitiva. A la singular visión del espacio cinematográfico y su diálogo con las figuras que lo integran hay que añadir, por último, el enorme potencial expresivo que adquieren los objetos gracias a la utilización de la cámara Snorkel. Esa indispensable herramienta tecnológica surca con fluidez inaudita, en la mencionada secuencia inicial, la superficie de una mesa que exhibe la variopinta colección de objetos del asesino: una cuna de juguete, canicas, una muñeca, varias trenzas de lana algunas de las cuales forman muñecos, una estatuilla de metal que representa un guerrero y dos navajas abiertas. La realidad snorkelizada agiganta lo diminuto y nos lo devuelve extraño.

 

 

 

 

 

Clara Calamai, víctima de sus propias joyas.

 

 

  Cadáveres exquisitos

 

 

—Helga Liman. Uno. Prolegómenos. Dos travellings de configuración falsamente subjetiva delimitan la secuencia que se desarrolla en el interior del teatro. El primero atraviesa una poderosa cortina roja para adentrarnos en la sala. El segundo es su inverso y utiliza de nuevo el cortinaje para clausurar la secuencia. Esas respectivas subida y bajada de telón sirven para presentar el incidente que motiva la implacable cadena de crímenes. Lo que tenía que ser una previsible conferencia de parapsicología se disloca en el momento en que la médium recibe el desasosegador contacto de unos pensamientos diabólicos. Argento acude de nuevo al movimiento de cámara para describir el proceso. Una panorámica ascendente toma en picado a los tres conferenciantes; accedemos incluso al impúdico primerísimo plano de la boca de Helga escupiendo el agua que su colega le ha ofrecido a fin de tranquilizarla. Finalmente la auténtica focalización subjetiva, origen de los oscuros pensamientos, se pone en marcha iniciando un recorrido en dirección a los lavabos. Al cierre del telón en rojo le sucede el blanco de los lavabos, con la inquietante visión del grifo, el agua y el agujero de desagüe —tres elementos clave en la imaginería del cineasta— para acabar con la fálica energía que emana del primer plano de unas manos ajustándose la cremallera de unos guantes negros. A esta afirmación rotunda sigue el plano subjetivo que espía la conversación de Helga y Giordani después de la conferencia y en el teatro vacío. “Ahora ya se quién es esa persona”, dice la mujer, condenándose. Del flujo subjetivo y omnipotente que les observa pasamos al plano de la Snorkel deslizándose a través de los objetos, bajo el fascinante tema musical de Goblin. Un corte directo nos deja a solas con el ojo del criminal sorprendido en el instante de maquillarlo: la ceremonia de la muerte es inevitable.

Dos. El crimen. Apartamento de Helga. La cámara se aproxima a la médium, que está atendiendo una llamada telefónica. El movimiento es descriptivo, pero la imagen que le ha precedido, el ojo del criminal, imprime un matiz subjetivo, que conectaría con el poder demiúrgico que va a sustentar la mirada de aquel a lo largo del film. Una panorámica que parte de Helga nos presenta el pasillo en el que se aprecian los cuadros que tanta importancia tendrán para la resolución final del caso. El sonido de la canción de cuna, ya familiar para el espectador, irrumpe en el silencio de la estancia. Argento utiliza la puerta como epicentro de las lineas de fuerza que mueven los latidos de la secuencia. La planificación enlaza a Helga con los distintos ámbitos que median hasta la puerta, construyendo, así, una trayectoria visual entre la mujer y el origen de la música, que culmina con un plano del timbre sonando.

Un segundo tiempo, nos muestra a Helga dirigiéndose a la puerta y retirándose de ella al sentir la cercanía de la muerte. La puerta, entonces, se convierte en el catalizador de los biorritmos del criminal. Del impulso incontenible de matar, muy característico de los asesinos argentorianos y magníficamente expresado en los dos planos sucesivos de la puerta rompiéndose y mostrando la hacheta, pasamos a la tranquilidad aterradora con que el criminal la cierra una vez dentro. Quedan en la memoria sus avanzando inexorablemente y la propia fisicidad del crimen, con la sistemática rotura del cuerpo a base de golpes de hacheta, un ritual de muerte cuya efectividad última hay que buscar no tanto en la escatología sanguinolenta, como en la violencia implícita en el montaje.

 

 

 

 

 

El silencio de los inocentes.

 

 

—Amanda Righetti. La presencia en el relato de Amanda Righetti es posible a partir del uso ya conocido de las denominadas sequenze lunghe. Gracias a ellas, Argento puede montar por todo lo alto una secuencia de asesinato sin necesidad de justificar el poco peso específico que el personaje aporta al desarrollo del film. En este caso, se trata de la autora de un libro de casas encantadas que supuestamente conoce la identidad del criminal. Su muerte, al margen de ser un excelente fin en sí mismo, sirve para encadenar un nuevo crimen: el asesinato del profesor Giordani. Siguiendo un estricto ritual, Argento cita al asesino ante sus fetiches. La cámara gira en espiral sobre su ojo mientras una sincopada elipsis —en la línea utilizada para «El gato de las nueve colas»— nos traslada a la casa aislada donde vive la escritora. En torno a la mujer, el cineasta construye un sádico mecanismo de espera que se pone en marcha con la aparición de una muñeca ahorcada.

Cierto es que la reacción de la escritora regresando a la casa después del macabro descubrimiento raya con el absurdo. Pero esa ilógica hace más irrevocable su destino, y nos acerca más a la pesadilla. Hay una magnífica lectura visual del pasillo de la casa, a base de una apurada profundidad de campo. Argento cuida más que nunca la geometría de sus interiores para potenciar el aislamiento y la peligrosa soledad de la figura humana en el encuadre. Dos planos consecutivos muestran a Amanda, de espaldas, avanzando por el pasillo. El segundo de los planos se prolonga con una panorámica a la izquierda, que deja a la mujer fuera de cuadro y se centra en el interior de un armario ropero de cuyo fondo emerge la terrorífica imagen de un ojo. Esa imagen constituye un nítido homenaje al inicio del clásico de Siodmak «La escalera de caracol», film sobre el que Argento siente probada admiración. El graznido de unos pájaros atacando inesperadamente a la escritora, armada con una aguja, es debidamente incorporado como elemento exasperante de sonido. Reencontraremos el piano de Amanda junto al sofá, armada también con una aguja, en el clímax final de «La noche de Hallowen». Sin embargo, la suerte de la escritora no será la de Jamie Lee Curtis. Amanda no clava la aguja al criminal, sino a uno de los pájaros, incidente que enriquece la secuencia con un perturbador motivo visual: las patas del ave agitándose al ser traspasada. Pero la definitiva alquimia del miedo se produce con la entrada en cuadro del asesino, una silueta oscura con sombrero e impermeable, que se sitúa progresivamente detrás de la víctima, desapareciendo tras ella unos segundos, fundiéndose en una suerte de ósmosis visual y generando un fuera de campo en campo. Esta sugerente idea había tenido su primer borrador, aunque invertido —una entrada de campo en el campo— en «El pájaro de las plumas de cristal»: Dalmas se agachaba un momento y nos dejaba ver el inesperado cadáver del ex púgil; en «Tenebrae» encontraremos el mismo método, pero llevado a una perfección manierista: Peter Neal surgiendo detrás del capitan Giermani cuando éste se agacha para recoger un pañuelo. Brian de Palma aprovechará la idea para el guiño final de «En el nombre de Caín». La caída del telón para Amanda Righetti se produce en el cuarto de baño: el criminal, finalmente emergido de las sombras, ahoga a la mujer en agua hirviendo. El segmento nos presenta a ese Argento excepcional y alquimista, atento a la fisicidad del menor elemento: la voracidad del agua hirviendo, sus consecuencias en el rostro de la mujer, el vaho impregnando ambiente y azulejos, el dedo de ella intentando aprovechar ese vapor para dejar un mensaje en el espejo y el aire entrando por la ventana hasta hacer desaparecer las que ha escrito la víctima antes de morir.

 

 

 

 

Argento, dirigiendo a David Hemmings y a Clara Calamai.

 

 

—El profesor Giordani. El profesor Giordani acude a casa de la escritora y desvela el secreto de las palabras escritas en el espejo. Su hallazgo no pasa desapercibido para el asesino, que parece encontrarse también en la casa. El plano que lo confirma es bastante significativo por hacer coincidir en él objetividad y subjetividad: para componer el encuadre, Argento recurre a la profundidad de campo y a una marcada perspectiva que sigue las líneas del pasillo principal de la casa de Amanda. Giordani y la sirvienta están al fondo. La impresión que transmite el plano es claramente subjetiva, alguien les observa a distancia. Después de que Giordani se marche, la sirvienta oye un ruido: “¿Quién hay?”, pregunta mirando en dirección a la cámara que se desplaza hacia la izquierda, dejando a la mujer fuera de campo. De ser una estricta focalización del asesino, éste hubiera estado demasiado expuesto y fácilmente detectable en todo momento. La ambigüedad del punto de vista, su ambivalencia, es decisiva para reafirmar el pulso fantástico que presiona el film y que hace de cada plano un sospechoso de acoger la escoptofilia del criminal. El asesinato de Giordani es un pasaje de antología en el giallo argentoriano. En él se verán involucrados puertas y pasillos de geométrica presencia y una cámara en incesante movimiento. El cineasta organiza las imágenes después de un violento fundido en negro que, lejos de puntuar la secuencia, pretende transmitir al espectador un primer aviso de inquietud. La cámara sigue en travelling a Giordani por el pasillo hasta la puerta de una habitación. Giordani entra en ella. La cámara queda en el exterior propiciando un encuadre de fuerte composición geométrica, en el que destaca el rectángulo vertical de la puerta en el mismo centro, y a través del cual vemos a Giordani sirviéndose una tisana. Al salir, la cámara continúa el plano, siguiéndole en un travelling inverso al del inicio. Giordani sale de cuadro y la cámara continúa filmando una esquina del pasillo. Un corte directo nos lleva de nuevo a la puerta abierta: un travelling lateral recupera el mismo encuadre con su rigor geométrico, pero ahora enfatizando la ausencia del profesor. El vacío es también protagonista del siguiente plano: el dormitorio en penumbra. En esos espacios en silencio no es difícil presentir la impronta de Antonioni y la melancolía y soledad de las pinturas de Hopper, pero debidamente instrumentalizados para construir el ambiente necesario para la ulterior puesta en crimen. El despacho de Giordani será el escenario de su muerte. El personaje, inquieto, se arma de una reluciente daga que vuelve a dejar en la mesa, convencido de que su súbito miedo ha sido infundado, error del que le saca un perturbador susurro. El cortejo de la muerte se inicia con la entrada de la rítmica percusión de Goblin y con un movimiento de cámara lateral que permite ver a Giordani en su despacho a través de un panel acristalado. La profundidad de campo es decisiva para relacionar los dos espacios que culminan en otra de las hermosas excentricidades geométricas que caracterizan «Rojo oscuro»: Giordani reencuadrado por la puerta del panel que da acceso al despacho. Argento afianza la escoptofilia esotérica al jugar con los puntos de vista, como buen mago que es, para sorprender luego al espectador: la vocación subjetiva del plano del pasillo con Giordani al fondo queda en suspenso al sernos mostrado su directo contracampo: el vano de la puerta esta vacío, no hay nadie que justifique tal subjetividad, ni la mirada a cámara del profesor. La aparición sorprendente de un autómata, gentileza de Carlo Rambaldi, llena de contenido onírico el ecuador de la secuencia, y su rostro, partido de un contundente golpe de cuchillo, es un eco premonitorio para la víctima real. El asesino irrumpe por la derecha del encuadre, cubierta su identidad por la cortina blanca del despacho, como si fuera un fantasma. La acción criminal es rápida y visualmente cruel en el detalle: aprovechándose del aturdido profesor, el asesino golpea su boca contra distintos cantos, y luego le apuñala en la nuca.

 

 

 

 

 

Una mirada que promete.

 

 

 

  De Mark a Marta

 

 

De Mark, del que tan sólo sabremos a ciencia cierta que es inglés, compositor y vecino de Helga Ulman, emana una aureola de fragilidad que confraterniza a la perfección con Carlo, su amigo italiano. Hay un sostenido afecto entre los dos, un poso de melancolía, lo hemos dicho a propósito del referente dechiriquiano, que los une con más hondura de lo que conseguirá Gianna con Mark. El destino querrá que ambos se conviertan en enemigos al alinearse en bandos diferentes. Mark servirá a esa especie de Maga benefactora, de Madre positiva, que es Helga Ulman, mientras que Carlo perderá la vida defendiendo el lado oscuro representado por la ogresa o Madre terrible que parece habitar en la profundidad de un espejo. Esos arquetipos sugieren el deslizamiento de «Rojo oscuro» hacia una dimensión que hace factible el cruce entre el giallo y el cuento de hadas, abriendo una senda que se consolida en «Suspiria» y que acompañará al cineasta posteriormente. En dicha intersección habría que buscar también la esencia última de la sobresaliente secuencia del profesor Giordani que, como discípulo aventajado de la desaparecida Helga, invoca, mediante la magia del agua hirviendo, las esotéricas fuerzas que permitirán desenmascarar el rostro del Mal a través de las palabras escritas en un espejo. Mark es testigo de algo que ignora conscientemente, una imagen fugaz, un destello que se posesiona de él, un encantamiento que le hiere y le mortifica (proceso heredado de «El pájaro de las plumas de cristal» y al cual recurrirá Argento hasta hacerlo parte significativa de su cine). Pero el cineasta no se contenta con Mark, y nos contagia de la misma visión que atormenta a su personaje: una mirada atenta, imposible de captar durante un primer visonado del film, nos devuelve el rostro del asesino que se refleja en el espejo. Todo el film pugna para volver a esta imagen primigenia y liberamos de su tacto subliminal. Para llegar hasta ella y deshacer el hechizo, Mark debe descender a los infiernos en un viaje que exige como peaje las vidas de algunos personajes, incluido su amigo Carlo. Mark se enfrenta a éste en una secuencia que es simétrica a la que cerraba el litigio entre Nina y Roberto en «Cuatro moscas sobre terciopelo gris». Como en la conclusión de aquélla, Carlo muere en un aparatoso y sádico accidente, sacrificado en el altar de la madre terrible a la cual se ha mantenido fiel a su pesar. Marta, la madre de Carlo, está vinculada al espejo como |a bruja de Blancanieves. Al ser puesta en evidencia por Helga durante la conferencia, se refugia en los lavabos. El espejo que la refleja está roto, desconchado, sucio. Marta ve de frente no el rostro que hasta entonces creía poseer, sino una contundente imagen de su locura que ha emergido hasta desfigurarla. “Los espejos atraen las miradas dementes”, nos dice S. Melchior-Bonnet en su ‘Historia del espejo’. Pero el espejo también le otorga poder y hace de ella ese asesino omnisciente que vampiriza cada plano con su aliento escoptofílico. Destruirla pasa entonces forzosamente por la necesidad de sacarla de él, que es tanto como desposeerla de su reino y sus poderes. No deja de ser curioso que Amanda Righetti, la autora del libro sobre folclore y casas encantadas, intente desenmascararla escribiendo la clave en un espejo. Es Mark quien en la última secuencia conseguirá arrojarla del ámbito mágico, mostrándola como es en realidad: una pobre actriz demente que ha perdido a su hijo. No hay, sin embargo, satisfacción ni alivio tras la catarsis: al apretar el botón del ascensor que provoca su muerte, Mark no puede evitar sumergirse definitivamente en el «Rojo oscuro» de la sangre.

lunes, 29 de mayo de 2023

LA CINQUE GIORNATE — 1973 — Dario Argento o la alquimia del miedo Salvador Bernabé

 

 




 
 LA CINQUE GIORNATE

 

— 1973 —

 

 

El éxito obtenido por «El guapo» (1971) de Sergio Corbucci, una producción SEDA con Adriano Celentano de protagonista, ambientada en la Roma de 1800, animó al clan Argento a explotar el filón. Para ello se recuperó una historia escrita por Argento en sus tiempos de guionista, centrada en el levantamiento popular contra la dominación austríaca en Milán, en 1848. Ugo Tognazzi tenía que ser su protagonista y Nanni Loy, su director. Cuando éste último dejó el proyecto, Tognazzi insistió en que fuera Dario Argento quien tomara la dirección. Cuando éste aceptó, Luigi Cozzi, Enzo Ungari y el poeta Nanni Balestrini se le unieron para ultimar una nueva versión del libreto. A punto de iniciarse el rodaje, Tognazzi se apeó de la aventura y fue sustituido por Adriano Celentano. «La cinque giornate», un film completamente al margen del resto de la filmografia de Argento, supuso, sin embargo, el encuentro profesional de Argento con el escenógrafo Giuseppe Bassan, que acompañaría al cineasta en buena parte de su filmografía futura, y con Luigi Kuveiller, que reincidiría en su cometido en «Rojo oscuro», el siguiente film de Argento y su primera obra maestra.

 

 

 

 

 

Argento, fotografiado durante el rodaje de «La Sindrome di Stendhal».

 

 

 


  Sinopsis

 

 

 

 

 

Milán. 1848. El pueblo se levanta en armas contra el invasor austríaco. Un cañonazo libera de la prisión a Cainazzo (Adriano Celentano), un ladrón de poca monta ajeno a todo aquello que no tenga que ver con su oficio. Perdido en medio de unas calles tomadas por los revolucionarios, Cainazzo busca a su antiguo jefe y camarada Zampino, que se ha enrolado con los insurrectos y se hace llamar Libertad. Durante un bombardeo, Cainazzo se refugia en una panadería donde conoce a Romulo (Enzo Cerusico), un ingenuo panadero tan desorientado como él por los turbulentos acontecimientos. La pareja asiste, atónita, a los sucesos acaecidos en las barricadas que lidera una aristócrata (Marilú Tolo), que se excita en el fragor de la batalla con la sangre de los caídos. Por la noche, Cainazzo y Romulo entran en un palacio con la intención de robar y se encuentran con sus dos extraños moradores: un noble que les recibe medio desnudo y su sobrina que ha perdido el juicio. La visión que el aristócrata da de la revolución es desalentadora. Los dos amigos se enrolan con los revolucionarios del Barón Tranzunto (Sergio Graziani). Durante una ataque a un edificio ocupado por austríacos son testigos de una violencia extrema y sin sentido. Cainazzo cree que el ingenuo panadero ha muerto en la sangrienta refriega y huye del lugar, abatido por la pérdida del amigo y horrorizado por los estragos de la escaramuza. El constante peregrinar de Cainazzo hace de él un espectador excepcional de surrealistas acontecimientos que nada dicen a favor de la revolución. Una crítica al Comité de guerra le cuesta un paliza de la que le salva finalmente Romulo, que logró sobrevivir milagrosamente a la matanza callejera. La viuda de un traidor (Carla Tatú) invita a la pareja a su casa, después de que la hayan ayudado a deshacerse de un grupo de revolucionarios resentidos. Romulo se siente atraído por la mujer y Cainazzo aprovecha para irse. Dispuesto a abandonar Milán a toda costa, Cainazzo decide arriesgarse y cruzar por la zona austríaca, pero es hecho prisionero. El destino quiere que el presidente del tribunal que debe condenarlo a muerte sea su amigo Zampino. Cainazzo se muestra profundamente decepcionado al descubrir que su viejo camarada es un traidor. De nuevo en libertad, los pasos de Cainazzo coinciden con los de Romulo, que vuelve a estar en el grupo del Barón Tranzunto. Una joven milanesa (Ivana Monti), amante de un soldado austríaco, es delatada por su despechado pretendiente. El Barón y sus hombres sorprenden a la pareja de enamorados. El austríaco es asesinado sin contemplaciones. El Barón decide entonces violar a la muchacha. Romulo se opone y los dos hombres luchan. El Barón cae por unas escaleras y se rompe el cuello. Romulo es fusilado sin que Cainazzo pueda hacer nada. El pueblo celebra la victoria sobre los austríacos. Cainazzo dirige unas palabras a sus compatriotas desde un palco oficial: “Yo quiero decir que nos han jodido. Sí, todos éstos —señalando a los dirigentes que lo acompañan en el palco— nos han jodido”.

 

 

 

 

 

  Notas breves a un paréntesis sin consecuencias

 

 

El tiempo ha hecho de esta simpática sátira histórica que es «La cinque giornate» una intrusa en la filmografía de Dario Argento. El film narra el itinerario físico y moral que sigue el ladrón Cainazzo por una ciudad tomada y cambiada por la revolución, y se vertebra a partir de pequeños episodios independientes que mezclan con variable fortuna lo cómico y lo trágico.

“«La cinque giornate» —expone Argento— era absolutamente surrealista. Los referentes históricos eran muy fuertes, pero el relato estaba en clave de farsa, de comedia musical… La realicé de la forma más diferente posible de como la hubiera hecho un director italiano: era irónica, sarcástica, anómala con respecto a la idea que se tiene de los films de época”.

La anomalía a la que alude el realizador se apoya en distintos y reconocibles modelos cinematográficos, el más evidente de los cuales es el cine cómico norteamericano, al que se homenajea con persecuciones aceleradas y acompañamiento musical. No falta tampoco el ascendente Chaplin —y muy en concreto el de «Tiempos modernos»— como inductor del gag con Cainnazzo portando la bandera tricolor mientras detrás de él se congrega una multitud ávida de acción. En contraposición a la celeridad del burlesque, destaca el uso del ralentí a lo Sam Peckinpah para enfatizar el dramatismo de algunas secuencias: el niño junto al cadáver de su madre, mientras la banda sonora reproduce exclusivamente su llanto; la pelea de Cainazzo con los revolucionarios después de que les haya criticado; y el fusilamiento de Romulo. La afortunada secuencia que muestra al protagonista escondido bajo la mesa durante un banquete de la aristocracia, asistiendo atónito al cruce clandestino y frívolo de los pies de los comensales, se diría inspirada, por su parte, en el mejor cine de Lubitsch. Y hasta el soviético Eisenstein es llamado a filas por Argento, reinterpretado en el montaje del asalto a la catedral de Milán. Del anterior Argento de la trilogía, zoológica se reconoce el gusto por los movimientos de cámara (algunos tan impecables como el que abre el film, con la descripción minuciosa de la cochambrosa cárcel, o el que redime la exasperante secuencia de la parturienta), la efectividad de las elipsis (de la muerte del Barón Tranzunto pasamos al carro que se lleva a Romulo al patíbulo), la utilización de la cámara subjetiva en la secuencia de la condesa ofreciéndose a la improvisada tropa popular, el encuentro en la biblioteca con el inquietante aristócrata y su sobrina (que recupera las noches del giallo y anuncia los interiores de «Suspiria» e «Inferno»), la concepción de la ciudad de Milán como un laberinto y la devoción casi patológica por el arma blanca y por los apuñalamientos.

domingo, 28 de mayo de 2023

Dario Argento o la alquimia del miedo Salvador Bernabé CUATRO MOSCAS SOBRE TERCIOPELO GRIS — 1972 —

 





  CUATRO MOSCAS SOBRE TERCIOPELO GRIS

 

— 1972 —

 

 

El éxito de los dos primeros films de Argento despertó el interés de la Paramount, que se comprometió para la distribución mundial del tercero. El interés de la productora por conseguir un reparto atractivo trajo consigo una inestable lista de posibles estrellas, de la que llegaron a formar parte Terence Stamp, Tony Musante, Michael York, John Lennon y Ringo Starr. El realizador, sin embargo, impuso a un joven actor desconocido: Michael Brandon. Se ha dicho a menudo que Brandon guardaba un cierto parecido físico con Argento, y éste quería hacer de «Cuatro moscas sobre terciopelo gris» un raro ejercicio autobiográfico. Si ese criterio fuese cierto, debió alcanzar también a la actriz Mimsy Farmer, cuyo parecido con la mujer de Argento en aquella época (Marisa Casale), ha sido reconocido por el propio director. Luigi Cozzi repitió su colaboración dramática, participando en la escritura del argumento, y Ennio Morricone siguió siendo el colaborador imprescindible para extender la creación alquímica del miedo a la banda sonora.

 

 

 

 

 

Roberto Tobias dando palos de ciego.

 

 


  Sinopsis

 

 

La vida cotidiana del músico Roberto Tobias (Michael Brandon) se ve alterada por un desconocido que le sigue continuamente. Dispuesto a terminar con la situación, Roberto decide encararse con el hombre que lo espía, pero éste huye sin mediar palabra. El joven le persigue hasta el interior de un gran teatro vacío donde ambos discuten, hasta que el desconocido saca una navaja que, durante el forcejeo, se vuelve contra él. Alguien, desde un palco superior, fotografía el siniestro acontecimiento. Roberto, incapaz de reaccionar, guarda para sí el incidente, y nada dice a su esposa Nina (Mimsy Farmer). Sin embargo, pronto se ve atrapado por la tela de araña que teje el invisible fotógrafo chantajista: le manda objetos del muerto, le cuela entre sus discos las fotografías tomadas en el teatro y hasta entra en su casa durante la noche para amenazarlo de muerte. El curso desconcertante que toma la pesadilla obliga a Roberto a confesarse ante su esposa. Paralelamente, su vida onírica se ve trastornada por un sueño recurrente: una ejecución pública en la que se decapita al reo. Roberto pide ayuda al estrambótico Carlo (Bud Spencer), que vive como un indigente en un pequeña barraca. Éste le da la dirección de un detective privado, no sin antes haberle presentado a «El profesor» (Oreste Lionello), personaje de pintoresca catadura, que se compromete a vigilar la casa de los Tobias día y noche. La doncella del matrimonio conoce la identidad del chantajista y se pone en contacto con él, vía telefónica. Se citan en un parque. El tiempo pasa y la mujer empieza a inquietarse. El parque cierra sus puertas con ella dentro. Al sentirse amenazada, la mujer inicia una desesperada huida que finaliza con su asesinato. El misterioso hombre que Roberto creyó matar accidentalmente en el teatro sigue vivo. Todo forma parte de un plan más complejo que alguien dirige desde la sombra. El falso muerto se entrevista con el responsable del plan y le pide más dinero a cambio de su silencio. Sólo consigue una muerte inmediata. Las amenazas persisten y Nina, sujeta a una tensión creciente, decide abandonar la casa. Roberto, por su lado, se pone en contacto con Gianni Arrosio (JeanPierre Marielle), el detective privado que le recomendara Carlo, al tiempo que inicia una relación sentimental con Dalia (Francine Racette), una prima de su mujer. Arrosio descubre algo revelador e inquietante en las fotografías personales que Roberto le diera como material de partida, y acaba descubriendo la identidad del chantajista. Pero es asesinado mientras sigue a éste en el interior del metro. La joven amante de Roberto corre la misma suerte. La puesta en marcha de una novedoso experimento policial —la fotografía de la última imagen que ha quedado impresa en el ojo de Dalia en el momento de su muerte— da como resultado la visión de cuatro enigmáticas moscas sobre un fondo de terciopelo gris. Roberto se propone terminar con el caso de manera expeditiva. Carlo le proporciona un revólver. Por la noche, solo en casa, aguarda la llegada del asesino. Quien aparece es Nina. Roberto le cuenta su determinación, y hace lo posible para que se vaya. Ya en la puerta, descubre que el medallón de Nina, al oscilar en su cuello, crea la imagen de las cuatro moscas que delató la retina de Dalia. Nina se apodera del revólver y le confiesa la razón de su violencia: el trato brutal a que la sometió su padre y su posterior deseo de venganza. El parecido físico de Roberto con el padre hace que ella lo utilice a modo de chivo expiatorio. Nina dispara a Roberto, pero la llegada de Carlo evita la muerte de éste. Nina huye en su coche, pero se estrella contra un camión, y muere decapitada como el reo del sueño.

 

 

 

 

 

  Los abismos de la elipsis

 

 

El film que cierra la trilogía zoológica de Dario Argento presenta un curioso giro en relación a sus predecesores. Hay, a priori, y aún conjugando situaciones y motivos del universo criminal y policíaco, una menor presencia de los efectos propios del giallo. Ello hace de «Cuatro moscas sobre terciopelo gris» un film de factura más cotidiana pero no menos personal. Cambiando el sentido de una frase de Chandler para su tratado ‘El simple arte de matar’, podríamos decir que Argento devuelve el crimen a unos ambientes y personajes que no están aparentemente acostumbrados a él. Argento propone en su tercer film un ejercicio terapéutico que tiene como objetivo desprenderse de sus fantasmas inmediatos. El parecido físico que Argento y su esposa Marisa Casale guardan con la pareja protagonista del film permite el exorcismo autoral, en una obra en que la sangre fluye con una calidez inédita y en que el dolor inscrito en la imagen es más espeso que el miedo sobre el que se funda. Una apertura virtuosa con sabor a montaje de atracciones sirve al cineasta romano para introducirnos en la intriga: un solo de batería interrumpido, a modo de contrapunto visual y sonoro, por la imagen y el latido de un inesperado corazón, el movimiento envolvente de cámara que nos presenta a Roberto y lo relaciona con el misterioso hombre que le acecha, un encuadre imposible desde el interior de una guitarra, Roberto conduciendo su automóvil, la impertinente mosca que muere aplastada entre los platillos y el hombre de gafas negras que no cesa en su acoso. Al trepidante prólogo sigue una persecución a través de la noche por calles sin apenas transeúntes. Una cámara sumamente estilizada permite unir en rápida panorámica la imagen de Roberto en plano general con un primer plano de la nuca del hombre misterioso. Cada nuevo plano inyecta velocidad a la carrera de Roberto en pos del otro: a los tres planos sucesivos de aproximación a la puerta del teatro, le siguen rápidos planos subjetivos de Roberto atravesando distintas capas de espesos cortinajes. Prisionero de este movimiento vertiginoso, el protagonista cruza el umbral y aterriza en el corazón de un teatro fantasmagórico. Allí se las ve con quien hasta entonces fuera su perseguidor. Con la muerte accidental de éste, al clavarse su propia navaja en el forcejeo, Roberto queda integrado en la órbita de lo liminal, lugar de lo inesperado y lo imposible. Tan sólo le resta sobrevivir al ritual de dolor y muerte que oficia y dirige quien se esconde tras la máscara, en un ejercicio de forzosa soledad iniciática, sujeto a mecanismos que perturban la nitidez de su entorno. La elipsis se revela como magnífico utensilio retórico a la hora de puntuar las imágenes y empaparlas del creciente desconcierto en el que Roberto se debate. Éste recibe una carta con el documento de identidad del hombre muerto. Un primer plano de Roberto/un primer plano del documento/un nuevo primer plano del joven que interpretamos como continuación de la secuencia, pero una desconcertante voz en off que le llama —le creíamos solo— y una panorámica nos muestra la casa llena de invitados. Ha habido un salto en el tiempo que no afecta, sin embargo, al protagonista, que permanece indeciso, como petrificado en su pesadilla. Es precisamente esta actitud la que mejor le define. Roberto acusa un recurrente aislamiento en su entorno, del que solo se libera en contacto con el estrambótico Dios interpretado por Bud Spencer, ese personaje maduro y experimentado que enlaza con el veterano policía de «El pájaro de las plumas de cristal» y con el Arno de «El gato de las nueve colas», todos ellos integrados a la inexorable lógica paterno-filial que hace evidente el contenido iniciático de todas las historias de la trilogía zoológica. La benefactora influencia de Dios (Spencer) en la vida de Roberto invita a éste, por primera vez en la película, a tomar la decisión de actuar, de no quedar al margen de la intriga criminal en la que se encuentra inmerso y que ya se ha cobrado una víctima inocente (su propia criada). Para mostrar ese cambio de actitud, que cristaliza en su visita a un detective privado, Argento se decanta de nuevo por una elipsis agresiva, a mitad de camino entre lo épico y lo irónico: varios planos en contrapicado de Roberto al volante se combinan —siempre con el denominador común del rugiente sonido del motor del coche— con los futuros contraplanos subjetivos del protagonista subiendo escaleras, marchando por un pasillo y abriendo la oficina del detective.

 

 

 

 

 

El estrambótico Dios interpretado por Bud Spencer

 

  Cadáveres exquisitos

 

 

—La doncella de los Tobías. Este asesinato se inspira en el capítulo ‘Conchita Contreras’ de la obra de Cornell Woolrich, ‘Coartada negra’. La joven invocada en el título va a una cita galante clandestina a un cementerio. El tiempo pasa, y su pareja no hace acto de presencia. El cementerio cierra sus puertas dejándola dentro. El capítulo es la crónica de su miedo y de su muerte a manos de un invisible asesino:

Sin embargo, Conchita se dio cuenta de que, desde la masa negra del follaje, algo miraba hacia ella. Algo vagamente luminoso, de un verde pálido, fosforescente. Un ojo ávido, despiadado, que la miraba”.

Jacques Touneur filmó en 1943 una estilizada versión de la novela, que conservaba inalterable el episodio. La propuesta de Argento para «Cuatro moscas sobre terciopelo gris» tiene lugar en un plácido parque público. Como tantas otras veces, el personaje es explícitamente condenado en una secuencia preliminar, en la que una llamada telefónica relaciona a la doncella con el misterioso personaje que mueve los hilos de la conspiración. Un travelling de aproximación a un cabina telefónica situada en el centro del encuadre, al que se suma un zoom, nos presenta a la mujer hablando por teléfono. Varios planos en movimiento siguen y persiguen la conversación a través de los hilos. El interlocutor no tiene rostro, pero el cineasta desnuda en imágenes sus fantasmas, la forma lancinante de su locura: una agresiva voz en off masculina planea sobre la imagen de varias fotografías en una mesa, antes de dar paso a una violenta panorámica de 360 grados en el interior de Una celda acolchada en impetuoso blanco. El primer plano de una navaja de afeitar advierte que la ceremonia entre emisor y receptor será sangrienta. El inicio de la secuencia del asesinato está regido por un tono de plácida cotidianidad que bien podría leerse como esbozo de la magnífica secuencia del asesinato de John Saxon en «Tenebrae». La mujer aguarda sentada en un banco. Un diegético hilo musical invade el lugar, mientras Argento monta planos del rostro de la mujer mirando, con banales contraplanos de la vida en el parque: unos niños jugando en unos columpios, una pareja besándose… Argento imprime el tiempo en cada plano. El de la espera, al principio. Y el que trae la muerte, después. Luego, la música de los altavoces cesa. La mujer se ha quedado sola, encerrada en el parque. Para evidenciarlo, Argento repite los contraplanos del espacio donde estaban los niños y la pareja, para mostrarlos ahora vacíos. El sonido del viento trae oscuros presagios. La cámara inicia una virtuosa danza de seguimiento de la mujer alejándose, con travellings frontales y laterales. Con la llegada de la noche, el parque cobra una nueva entidad, se hace laberíntico como las futuras construcciones arquitectónicas de «Suspiria» e «Inferno», vive y se estrecha contra la mujer. No vemos el desenlace pormenorizado. Al contrario, el asesinato se transfiere a un único primer plano: el de la mano de la mujer rasgando, en la agonía, el muro que le impide abandonar el parque.

—El impostor. La mano vuelve a ser utilizada como motivo visual en la segunda y auténtica muerte de ese oscuro personaje que Roberto acuchillaba accidentalmente en el teatro. Hay un tratamiento virtuoso del plano subjetivo del criminal, con una cámara que avanza en travelling siguiendo al hombre hasta una sucia habitación. Un jarrón de metal que reposa en la zona derecha del encuadre es elegido como improvisada arma homicida que avanza contra el hombre siguiendo la estricta subjetividad del plano. Asistimos luego al minucioso rastreo de la habitación a través de una cámara que continúa manteniendo su naturaleza subjetiva. La focalización nos lleva hasta un rollo de alambre. Argento pasa a un primer plano de la mano del hombre inconsciente y mantiene la toma el tiempo necesario para que el espectador lea en la mano el dolor que se le inflinge al cuerpo con el alambre hasta la muerte.

—El detective Arrosio. Con la homosexualidad del detective Arrosio, Argento rompe los esquemas habituales que el espectador suele esperar de una profesión mitificada en miles de páginas de novelas hard-boiled (esa condición insólita encontraría perfecto acomodo, en nuestro país, en la piel de Gay Flower, el recalcitrante detective privado creado por el escritor José García Martínez). Su recorrido por «Cuatro moscas sobre terciopelo gris» no se olvida con facilidad. Arrosio es afable, divertido, y un excelente profesional. Tras una ardua investigación, el detective descubre la verdad, y localiza el piso del criminal. Sin embargo, el asesino también es consciente del éxito de Arrosio: hay un expresivo y perturbador plano de éste en la calle, filmado desde una de las ventanas, en el que se confunden los puntos de vista de detective y criminal, pero dejando claro que la escala y la angulación en picado condenan al indefenso Arrosio de antemano. Esa impresión de muerte se intensifica con minuciosas imágenes de la preparación de la jeringuilla y el veneno que acabarán con su vida. La secuencia de la muerte, iniciada en el interior de un vagón de metro donde Arrosio parece seguir al misterioso asesino, basa buena parte de su tensión en el desconocimiento que el espectador tiene de la identidad de este último, que puede ser cualquiera y de la información sobre la jeringuilla cargada con veneno que Arrosio ignora. El detective pierde a su presa entre el gentío de una de las estaciones. El andén, las escaleras adyacentes y pasillos se vacían, en esa ya clásica figuración del despoblamiento que precisan las antológicas secuencias de muerte de la filmografía de Argento. Arrosio opta por entrar en los lavabos. La blancura del lugar contrasta con la semipenumbra del espacio anterior. La cámara subjetiva vuelve a tener un protagonismo excepcional. El objetivo de la cámara se aproxima a Arrosio hasta una intimidad que sólo puede ser conductora de amor o de muerte, polos opuestos que en Argento se mezclan sin rubor. Es imposible olvidar la mirada del detective hacia su verdugo, y cómo esa misma mirada se congela en la agonía, arrebatándonos el anhelado contraplano.

 

 

 

 

 

La geografía melancólica de Dario Argento, en estado puro.

 

 

—Delia. Una verdad a medias es la que retendrá el ojo de la última víctima, un enigma sobre el que toma cuerpo el título del film, y cuya resolución delatará a ese culpable que Argento nos escamotea crimen a crimen. El ojo pertenece a Delia, la amante de Roberto, a la que vemos morir en una prolongada sequenza que conjuga la lentitud y contención temporal del suspense con la velocidad del montaje metonímico, a base de planos de contundente y agresiva visualidad. Acosada por el criminal, Delia se refugia en el interior de un armario. La cámara permanece con ella dentro del armario, aislándola de un exterior que se manifiesta tan sólo a través del apretado campo visual que le permite la ranura de la puerta casi cerrada. Vemos lo que ella ve y oímos lo que ella oye. Sólo al final, cuando se cree segura y abandona el refugio, la cámara la precede, dejándola fuera de campo unos segundos, para hacer coincidir su entrada con la del cuchillo asesino que le corta la cara. Los planos se suceden con rapidez y sin soporte musical: el simple ruido de la cabeza de Delia rebotando por los escalones, su grito al ver el reflejo de su cara en el filo del cuchillo descendiendo y el sonido de la puñalada en off, mientras un primerísimo primer plano del rostro de Delia ocupa por completo el encuadre, intensifican descarnadamente el desenlace.

 


  La muerte eternizada

 

 

La relación Roberto/Nina, prolongación de las inquietudes que agitan los vínculos entre Argento y su propia esposa, se ha convertido en piedra angular de todo el film. Desde el principio, Argento ha advertido (aunque el espectador no quiera verlo) la profunda turbiedad de ese matrimonio, que viaja cinematográficamente hacia la destrucción. Ya la secuencia de presentación de Nina al lado del marido, en una inquietante media penumbra que ilustra la ambigüedad en que ambos viven, violentamente ensamblados a partir de un osadísimo salto de eje que parece advertimos de lo artificioso de esa unión, ha puesto en cuarentena todo espejismo de confort matrimonial. Esta heterodoxa incorrección visual encuentra una coherente rima en el último trayecto del film, cuando es otro salto de eje el que separa a la pareja para siempre, al descubrir Roberto que su mujer es la asesina. La escritura de Argento, visualizando el momento en que Nina dispara contra el protagonista, se hace, aquí, espectacular y violenta: una rapidísima panorámica parte del marido y barre el espacio, hasta ser sesgada por un plano detalle de la boca de Nina y por el sorprendente plano en ralentí que sigue la trayectoria de la bala. El mismo gusto por el ralentí es utilizado en la visualización del accidente inmediato que Nina sufre al huir en coche: el flujo expresivo de una cámara lenta elevada al cubo (y deudora directa del final de «Zabriskie Point»), sumerge al público en una metamorfosis de formas líquidas, entre las que sobresale el rostro de la mujer, aún frágil y hermoso, en cuyos ojos se está imprimiendo este ballet abstracto e ingrávido de hierros y cristales que la envuelve y la mata: un espejismo que cesa con el seco plano de su cabeza rodando por el asfalto.

sábado, 27 de mayo de 2023

Dario Argento o la alquimia del miedo Salvador Bernabé EL GATO DE LAS NUEVE COLAS — 1971 —

 





  EL GATO DE LAS NUEVE COLAS

 

— 1971 —

 

 

La rapidez con la que Dario Argento se puso al frente de «El gato de las nueve colas» traducía la favorable acogida que se dispensó a su ópera prima, una acogida que incentivó, de paso, la puesta en marcha del giallo en el interior de la industria cinematográfica italiana. Para su segunda película. Argento recurrió a dos actores norteamericanos con cierto renombre: el veterano Karl Malden y el apuesto James Franciscus. A ellos se unió la bella Catherine Spaak. El argumento del film —concebido en colaboración con Luigi Collo y Dardano Sacchetti— se inspiraba en dos anteriores producciones anglosajonas: el clásico de Robert Siodmak «La escalera de caracol», en el que un psicópata invisible —sólo veíamos su ojo— asesinaba a jóvenes con algún defecto físico, y un thriller británico de 1969, «Twisted Nerve», escrito por el guionista de «El fotógrafo del pánico» Leo Marks, que aportaría la idea de la doble “Y” cromosómica como forma de identificación de la psicología criminal.

 

 

  Sinopsis

 

 

Ciego a causa de un accidente que le alejó del periodismo, Franco Arno (Karl Malden) vive en compañía de una sobrina de corta edad, Lori (Cinzia De Coralis). Una noche en que ambos vuelven a casa. Amo escucha una extraña conversación en un coche aparcado frente al vecino Instituto Terzi, sociedad científica que tiene como objetivo el estudio de la genética. Esa misma noche, uno de los ocupantes del coche entra clandestinamente en el Instituto tras golpear furiosamente al guarda. Por la mañana, cuando el periodista Bruno Giordani (James Franciscus) se dirige al instituto para cubrir la noticia del misterioso asalto, se tropieza con Amo, y, después de percatarse de su ceguera, le informa de lo sucedido. Ya en el interior del instituto, conversa con el fotógrafo de su periódico, Righetto (Vitorio Congia), y con el comisario Spimi (Pier Paolo Capponi), amigo personal y encargado del caso. Spimi manifiesta su sorpresa ante el hecho de que nada se ha sustraído. Quien sí parece saber lo ocurrido es el doctor Calabresi (Carlo Alighiero), que transmite sus certeras sospechas a su amante Bianca Merusi (Rada Rassimov), y que acude, acto seguido, a una estación de tren, donde se ha citado con el responsable del asalto nocturno. Este aprovecha la llegada de uno de los trenes para empujar a Calabresi a las vías. Casualmente, Righetto se encuentra en el lugar, y fotografía lo que parece sólo un accidente. Lori, la sobrina de Arno, reconoce a Calabresi, cuya muerte ocupa la primera plana del periódico, como uno de los dos hombres que conversaban en el interior del coche. Arno contacta con Giordani y le expone la extraña coincidencia. Ambos barajan la posibilidad de que la fotografía del accidente contenga más información. Giordani telefonea a Righetto y le pide que analice el negativo. Pero mientras Giordani y Arno se dirigen al domicilio del fotógrafo, éste es estrangulado sádicamente. Arno y Giordani unen sus fuerzas para encontrar al culpable, a pesar de diversos intentos criminales que se ciernen sobre ellos. Se perfilan varios sospechosos, todos vinculados al Instituto de investigación genética: los doctores Casoni (Aldo Reggiani), Mombelli (Emilio Marchesini) y Braun (Horts Frank), —que aparecerá posteriormente asesinado—, el propio Terzi (Tino Carraro) y su hija Anna (Catherine Spaak). Giordani inicia una relación sentimental con ésta, que le proporciona información sobre los sospechosos.

Bianca Merusi, la que fuera amante de Calabresi, también tiene sus sospechas. Llevada de una intuición, busca en el coche aparcado del difunto, se hace con una hoja de la agenda donde está anotado el nombre del asesino y la esconde en el interior de su medallón. Pero, después de citar a Arno para ofrecerle tan decisiva prueba, es asesinada en su apartamento. El doctor Casoni refiere a Giordani los últimos experimentos del Instituto Terzi, basados en una teoría según la cual si el cuadro cromosómico de un individuo se cierra con la tríada XYY, ese individuo tendrá una natural tendencia a la criminalidad. Llevados por la intuición de Arno, éste y Giordano profanan la tumba de Bianca Merusi en busca del medallón que contenía el nombre del asesino. Pero éste irrumpe en escena antes de que puedan leer el nombre y huye con la nota. Amo tiene tiempo de herirle con su bastón de estoque. Para evitar el asedio al que está siendo sometido, el criminal secuestra a Lori, la sobrina del ciego. Giordani pide ayuda a su amigo Spimi, y ambos registran el hogar y el instituto de los Terzi, hasta encontrar a Lori en la azotea. Su secuestrador no es otro que el joven y brillante doctor Casoni. Giordani y el asesino luchan, y el primero es herido. Aparece Amo, ante quien el médico reconoce que su cuadro cromosomático terminaba en las fatídicas XYY (síntoma inequívoco de su condición criminal), y que el doctor Calabresi se proponía chantajearlo. Amo y Casoni forcejean, y éste último cae a través del hueco del ascensor.

 

 

 

 

 

Lori en el cuarto de los ratones.

 

 

  Ojos asesinos

 

 

El título de «El gato de las nueve colas», nada tiene que ver con la vida animada, y sí con el número de pistas que los protagonistas contabilizan antes de resolver el enigma: nueve pistas, como nueve son las terminaciones de los látigos de castigo que utilizaban los piratas, conocidos como gatos de las nueve colas, según refiere el viejo Arno a su amigo Giordani. Un título, en definitiva, tan abstracto como el de «El pájaro de las plumas de cristal», cuya fascinación zoológica enmarca una nueva investigación policíaca (aún está lejos el giallo sobrenatural), que mezcla los mecanismos del whodunit (la localización de un asesino entre diversos sospechosos), con la poética hitchcokiana del macguffin (la constante búsqueda de objetos como trampolín para la acción dramática). La herencia de la literatura criminal sigue siendo evidente, además, en el tratamiento de sus dos protagonistas. Los modelos referenciales de Arno y Giordani, los dos investigadores de esta nueva serie criminal, pueden rastrearse en parejas carismáticas del género como Perry Mason y Paul Drake en las obras de Earle Stanley Gardner, Nero Wolfe y Archie Goodvvin en las de Rex Stout, o Ed Hunter y su tío Am en las de Fredric Brown, por citar algunas amistades literarias caracterizadas por una matemática división entre cerebro y piernas. El cerebro del dúo es Arno, un enigmático periodista ciego, dedicado a confeccionar jeroglíficos y provisto de un bastón con un cuchillo escondido en su extremo, que bien pudiera ser el reflejo violento de un pasado turbio que no nos será revelado jamás. Giordani, la parte activa —y atractiva— de este dúo de periodistas investigadores, sustituye el bastón por unos buenos puños y, en la mejor tradición de los añejos héroes edgarwallacianos, se presenta dispuesto a combinar los lances épicos con las tribulaciones sentimentales. (Tan atento debió de estar a las enseñanzas del maestro ciego, que el actor que lo encarnaba, James Franciscus, no tardaría en heredar esa ceguera sabia cuando, dos años después, interpretase al abogado invidente Longstreet en la homónima serie de televisión). El film, sin embargo, trasciende el material de base policíaca, para privilegiar el territorio del Miedo sobre el del Enigma, y encontrar en aquel su vocación auténtica. Es lícito aventurar que Argento está reescribiendo el género en busca de nuevos códigos que le permitan la máxima creatividad, códigos que sólo encontrará plenamente a partir de «Rojo oscuro». Buen ejemplo de esa búsqueda obstinada es la magnífica apertura de «El gato de las nueve colas», donde una conversación sorprendida al azar en el interior de un automóvil aparcado —mientras Amo y su sobrina caminan de regreso a casa— enhebra, en la imaginación oracular del ciego, imágenes teñidas de siniestros presagios. Una vez en el apartamento, Arno acuesta a su sobrina, y queda solo, dedicado a su cotidiana actividad de confeccionar crucigramas en clave Braille. Pero la llamada del miedo ya ha tenido lugar en la captura de esa breve conversación criminal. Lo que viene a continuación es un abanico de imágenes nacidas para corroborarlo —Arno, desde el interior del edificio, presiente la mirada criminal que late en la calle—, a partir de métodos más propios de lo que consideraríamos un cine de arte y ensayo que de la pura caligrafía de un psychothriller. Argento, lisa y llanamente, se atreve a insertarnos un flashforward (la imagen enigmática de un cuerpo cayendo) que, unos segundos después, veremos completar en tiempo presente. ¿Premonición oracular del ciego, sumido en sus pensamientos? ¿Imagen subjetiva del ojo asesino, que, desde el exterior del edificio, contempla un retazo de su actividad inminente? Argento no responde. Pero el recurso del flashforward (figura retórica que Argento utiliza con intención elíptica en varias ocasiones, aunque con desigual fortuna), indica hasta qué punto el cineasta desafía la lógica lineal de lo narrativo para explorar e investigar los mecanismos del miedo a través del montaje. Lo que sí deja claro la secuencia es el duelo de paradójicos poderes que ha de enfrentar, en los noventa minutos sucesivos, el ojo criminal con la mirada ciega (pero sabia) del investigador. Después del plano del cuerpo cayendo, Arno abre una de las indiscretas ventanas que dan a la calle. Un plano general desde el exterior nos lo muestra en el borde. Hay una ligera vibración en la textura de este plano, que delata su condición subjetiva, de mirada proveniente de un sujeto oculto en el exterior. A continuación, la pantalla se llena con el primerísimo plano de un ojo, motivo icónico habitual en la posterior obra de Argento, y consustancialmente ligado al asesino. El siguiente plano retoma la fachada del edificio y tras una panorámica —seguimos sujetos a la mirada del ojo— recupera, en el mismo punto, la desconcertante imagen del hombre caído que se interpuso al primer plano de Arno antes mencionado, desvelándonos así su naturaleza de flashforward. Al margen de su efecto turbador, la secuencia encauza su sentido límite en la paradoja que se establece entre la imposibilidad de la mirada en Arno, que es ciego, y ese ojo gigante, de naturaleza monstruosa, cuyo deseo excesivo e incontenible prolongará algunos planos subjetivos de largo calibre. Un ojo, pues, contra un ciego: un ojo de mirada fálica y voraz, que será destruido por la parte más oscura de Arno, que no es la ceguera, sino un punto en su memoria (“¿No cree que siempre hay algo que no está claro en el pasado de todo el mundo?” —le dirá a Giordani), y que, como hemos advertido, parece encarnarse en el cuchillo que duerme en el extremo de su bastón. A lo largo del film. Argento hace lo posible para utilizar la ceguera de Arno en abierta oposición al tratamiento que le dio Terence Young, sólo dos años antes, en su celebrado film «Sola en la oscuridad». Allí, la ceguera dejaba a la protagonista a merced de sus peligrosos antagonistas; en el caso de «El gato de las nueve colas», Arno está siempre fuera de las secuencias de amenaza y, en contrapartida irónica, es Giordani quien sufre en sus carnes los peligros que esconde el relato, hasta convertirse en víctima directa de la oscuridad más aterradora, al quedar atrapado en el panteón junto al cadáver de Blanca Merusi. Al fin y al cabo, todas las víctimas del criminal han visto su rostro, y por ello perecen, pero sólo el ciego, auténtico Tiresias de este thriller en clave oracular, sobrevive sabiamente, y marca al asesino con su bastón de estoque, precipitando su caída.

 

 


  Cadáveres exquisitos

 

 

—El doctor Calabresi. La presencia del ojo, y un largo plano subjetivo, vehiculan el trazado inicial de la secuencia de la estación, en la que perece el doctor Calabresi. Los diferentes movimientos de la cámara esperando la llegada del tren —dos panorámicas de derecha a izquierda y viceversa— transmiten la impaciencia de quien siente crecer el impulso criminal en medio de esa borrachera de cromosomas asesinos que se revela en el pintoresco desenlace. Esa vorágine interior se formaliza cuando el criminal empuja a Calabresi fuera del andén, en un acto que comporta un deje de trágica sorpresa por ambas partes: la del hombre que se descubre capaz de matar —pensemos que es su primer asesinato— y la de la víctima que no espera morir. El rostro de Calabresi se convierte en una máscara sobre la que se cincela el horror descarnado de la muerte, en una secuencia que quiere atrapar la mayor cantidad de detalles en el menor tiempo: su expresión desconcertada al ser expulsado fuera del campo de visión del asesino, su caída que se sabe sin retorno y su cara chocando con la parte frontal de la máquina, antes de llegar al plano conclusivo de su cuerpo desmadejado bajo las ruedas del tren y a un bello correlato metafórico de su sangre invisible: el jersey rojo intenso de un anónimo viajero que atraviesa el andén se apodera por completo del encuadre, para ratificar de forma abstracta el estallido simbólico de la muerte. Y es que en esta aparatosa espiral que engulle a la víctima para mostrarnos progresivamente su miedo ante lo irremediable y su cuerpo roto tras la colisión, no es el mecanismo del crimen (por otra parte brillante), sino el terror que se desborda de su interior, lo que Argento anhela conducir hasta la superficie de la pantalla.

 

 

Uno de los sospechosos de «El gato de las nueve colas».

 

 

—El fotógrafo Righetti. Una fotografía que guarda dentro de su encuadre un perturbador secreto, un mecánico click capaz de perfilar un infierno: de “Las babas del diablo” en palabra de Cortázar a las imágenes pop del «Blow up» de Antonioni —sin olvidar aquel revelador macguffin fotográfico que William Irish concibió para su novela ‘La negra senda del miedo’ (una fotografía inocente denunciando, sin saberlo, una culpable mano criminal)—, el fotógrafo Righetti de «El gato de las nueve colas» podría encontrar multitud de referentes en los que reflejarse para objetivar su condición de azaroso depositario de una prueba criminal contenida en una de sus fotografías. Pero para saber VER —efecto irónico típicamente argentoniano— hay que ser ciego como Amo. Ver sin saber significa la muerte, al menos según la lógica que rige la conducta de «El gato de las nueve colas». Como antes Calabresi (que no sabe ver y por eso muere) y más tarde Bianca Merusi (que leerá el nombre del culpable sólo a tiempo para ser su víctima), Righetto descubre demasiado tarde la mano del criminal invadiendo su fotografía. La secuencia de su asesinato, situada (no podía ser de otra forma) en su laboratorio fotográfico, viene precedida del habitual cortejo de planos que tensa el tiempo antes del desenlace: la puerta inexplicablemente abierta, la cámara que se detiene en el espacio unos segundos más de lo que se espera y la música intermitente de Morricone, que cesa de súbito para dejarnos oír el sonido del lazo que va a segar la vida del fotógrafo. El crimen se desarrolla bajo una luz verde —Righetto esta revelando la fotografía— que hace de él un cadáver antes de llegar a serlo. Nuevamente, el desbordamiento simbólico de las imágenes es superior a la pura ejecución del crimen. Los angustiantes planos de la boca abierta en pos del aire y el lazo que se adhiere al cuello como un reptil enloquecido actúan de percutores del miedo, pero es el rostro del fotógrafo el lugar donde se escribe el tránsito de la agonía a la muerte, y donde apunta la cámara de Argento a fin de atrapar el descarnado horror del instante. La tensión, lejos de relajarse, se mantiene con la llegada inmediata de Giordani y Arno. El asesino, en cámara subjetiva, abandona el portal después de que el periodista haya subido al apartamento del fotógrafo. En la calle, la paradoja inquietante entre la mirada ostentosa del criminal y la no-mirada de Arno vuelve a reproducir el desasosiego que nos transmitía en el arranque del film: el movimiento continuo de la cámara se interrumpe para mostrarnos el ojo del asesino, bajo el rasgo mayúsculo del plano detalle, en un instante de naturaleza exclamatoria, de sorpresa y desconcierto, al descubrir al ciego en un contexto que no esperaba. Un plano de Arno escuchando los pasos del criminal que se alejan nos hace abandonar la intimidad del asesino —su ojo y su mirada—, para trasladarnos a la inquietud sin forma que pugna en la oscuridad del veterano periodista, que parece relacionar la cadencia de los pasos con los que oyera desde su casa la primera noche. Sin embargo, pronto recuperamos el plano subjetivo del asesino alejándose del lugar.

—Bianca Merusi. La muerte de Bianca Merussi sola en casa, sigue parámetros similares a los del fotógrafo, pero Argento la construye sobre un descarnado e hiriente realismo, que en el caso de Righeti se veía distanciado por el color verde de la iluminación. Bianca muere en su apartamento, sometida a un largo y exasperante estrangulamiento por lazo. La vemos debatirse a través de la mirada subjetiva del asesino, en una proximidad que incomoda. Se trata de aprehender, en el instante, toda la fisicidad posible que conlleva el miedo y la agonía de la muerte. No existe esa sensualidad perversa que Argento perpetrará en los crímenes venideros. Hay, en este acto violento, una suciedad y hasta una vulgaridad que lo humanizan. El plano a ras de suelo de Bianca con la boca desencajada, sometida al último estertor, es de una duración perversa que busca, una vez más, filmar el límite entre el cuerpo vivo todavía y el inminente cadáver.

 

 

  El cadáver profanado (nace la ‘sequenza lunga’)

 

 

Con la secuencia del cementerio y la profanación del cadáver de Bianca (homenaje, según Argento, a la necrofilia de su admirado Edgar Alan Poe,) el director inaugura lo que el llama sequenze lunghe, un modelo de representación que será decisivo en la estructura de sus films venideros. La sequenza lunga supone un relato autosuficiente que sobresale del relato principal, capítulos con su propia estructura de presentación, nudo y desenlace, y que acostumbra a tener en el asesinato su epicentro motor. En esta primera exploración, el cineasta romano busca el pulso de la secuencia en el terror atávico que se pone inexorablemente en marcha cuando se filma un cementerio y se tiene por objetivo profanar una tumba para hacerse con un molesto macguffin que reposa alrededor del cuello de un cadáver. Si a la excéntrica pareja de protagonistas (el periodista ciego guiando a su compañero) añadimos la presencia de un peligroso criminal, tendremos una de las colas más inolvidables del metafórico felino que da título al film. La sequenza esconde, en su resolución, al desconcertado Giordani encerrado en la oscuridad tenebrosa del panteón, y su encuentro con un Amo poseído por una mirada impensable en el personaje —una mirada aprehendida en oportuno primerísimo plano—, empuñando el bastón que ahora es un arma mortífera.

 

 

 

 

 

Cartel original italiano.

 

 

 

  Crimen interruptus: la leche envenenada

 

 

Una de los más extraños momentos del film acontece entre Anna y Giordani en el apartamento de este último, cuando están a punto de beber unos vasos de leche envenenada dispuestos por el asesino. En esta secuencia sorprendente, Argento combina un extraño e insólito juego de erotismo y muerte. Hay, al principio, un diálogo desafortunado entre ambos que invita al rubor, pero luego la situación toma un cariz visual imprevisible. Está resuelta de forma elíptica, a partir de diferentes primeros planos: la mirada alternada de los dos amantes —tensa la de él, ausente y temerosa la de ella—, el plano de un brazo que resbala sensualmente por el sofá, un plano recordando los dos cartones de leche envenenada, y otro del pie de la mujer moviéndose con suave ligereza. Estamos ante una secuencia de pulso hipnótico, de un erotismo mórbido, que parece querer desbordarse en su contención y silencio asfixiante, apuntando indistintamente hacia el amor y hacia la muerte. En el futuro. Argento resolverá esa disyuntiva decantándose sin ambages hacia el lado de la muerte, y convirtiendo el asesinato en aria metafórica y sustitutiva del lance sexual. Hay que anotar aún, en relación a esta secuencia misteriosa, el suspense de cuño hitchcockiano en torno a la leche envenenada. Giordani —que es abstemio— no tiene nada mejor que ofrecer a la joven. Los dos vasos de leche se convierten en el centro gravitatorio de la secuencia, que va afilando sus puntas de manera inexorable: a) Giordani con los dos vasos acercándose a la cámara, b) travelling de aproximación a Anna con los dos vasos en primerísimo término. Sin embargo, una llamada telefónica de Arno, que ha sido víctima a su vez de un atentado, pone en alerta al periodista y evita el envenenamiento. La solución, todo hay que decirlo, no convence al completo. La llamada es demasiado oportuna, y el off al que se ve sujeto el personaje de Amo le resta entereza al conjunto.

 

 

 

 

  Ascensor para el cadalso

 

 

El desenlace, en el tejado del instituto Terzi, viene presidido por el sadismo habitual del realizador, que compone un violentísimo enfrentamiento entre Giordani y Casoni, dejando al primero malherido —nada más sabremos de él— y reservando al criminal la impactante caída a través del hueco del ascensor, caída que combina un escalofriante plano subjetivo —las manos agarrándose y desgarrándose en los cables engrasados— con el punto y final del cuerpo chocando con el ascensor.

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