martes, 16 de agosto de 2022

PERDIMOS EL TREN EXPRESO Arthur Conan Doyle. ASESINOS. COMPILADOR ÁLVARO ABÓS.

 


PERDIMOS EL TREN EXPRESO

Arthur Conan Doyle


La confesión de Herbert de Lernac, en la actualidad condenado a muerte en Marseille, ha aclarado uno de los casos criminales más inexplicables del siglo, suceso que, según creo, carece de precedente en país alguno. Claro que los círculos oficiales tratan de ocultar asuntos semejantes y la prensa no está informada. Pero, puesto que la confesión de este archicriminal ha sido corroborada por los hechos, contamos hoy con la solución de un problema hasta hace poco insoluble. Como el caso se remonta a ocho años atrás y, en su momento, su difusión fue opacada por una crisis política que acaparaba la atención del público, no nos parece inútil exponer los hechos, o por lo menos aquellos cuya autenticidad garantizamos. Las fuentes son: los diarios de Liverpool, el sumario instruido por la muerte del mecánico John Slater y los archivos que generosamente puso a disposición nuestra la compañía ferroviaria London & West Coast.

El 3 de junio de 1890, James Bland, superintendente de la estación de Liverpool de la London & West Coast, fue informado de que un señor Louis Caratal, quería verlo. El tal Caratal era un hombre pequeño, moreno y de edad mediana; caminaba encorvado como si padeciera una deformación en su columna vertebral. Lo acompañaba otro hombre, este de imponente estatura, cuya actitud de respeto y atención delataba a un subordinado. Ese amigo o compañero de viaje cuyo nombre no fue jamás pronunciado, era un extranjero de origen presumiblemente español o sudamericano, a juzgar por su piel morena. Tenía un signo particular: llevaba en su mano izquierda una maleta pequeña de cuero negro que, según testimonió un empleado de la compañía ferroviaria, estaba unida a su muñeca por una correa. En un principio, nadie prestó atención a tal detalle, pero los acontecimientos posteriores lo cargaron de importancia. El señor Louis Caratal fue introducido en el despacho del señor James Bland mientras el compañero quedó en la puerta.

Caratal formuló una petición. Acababa de llegar de América Central. Asuntos importantes lo reclamaban en París. No podía desperdiciar ni una hora y había perdido el expreso a Londres. Necesitaba por lo tanto un tren especial. ¿El precio? Pagaría lo que fuese. El dinero no tenía importancia alguna. Sólo contaba el tiempo.

El señor Bland tocó un timbre, convocó al señor Potter Hood, encargado del tráfico ferroviario, y en cinco minutos arregló la cosa. Un convoy especial partiría en tres cuartos de hora; el tiempo mínimo que se necesitaba para liberar una vía. La potente locomotora Rochdale, la N° 247 en los libros de la Compañía, fue enganchada a dos vagones y a un furgón de cola. El primer vagón sólo servía para atenuar las sacudidas. En el segundo vagón había, como era habitual, cuatro compartimientos; uno de primera

clase, otro de primera clase para fumadores, el tercero de segunda clase y el último de segunda, para fumadores. El primer compartimiento, el más cercano a la locomotora, fue asignado a los viajeros. Los otros tres quedaron vacíos. El jefe del tren especial se llamaba James McPherson y estaba al servicio de la compañía desde hacía varios años. El maquinista, William Smith, era nuevo.

Cuando salió del despacho del director de la estación, el señor Louis Caratal se reunió con su compañero. Ambos manifestaban viva impaciencia. Pagaron el precio estipulado, a saber cincuenta libras y cinco chelines, según una tarifa de cinco chelines la milla. Se hicieron llevar hasta el vagón y se instalaron en el compartimiento correspondiente, aunque les habían indicado que el tren demoraría la partida. En el intervalo, la oficina que el señor Caratal acababa de dejar era escenario de una extraordinaria coincidencia.

No era rara, en una gran estación, la solicitud de un tren especial. Pero, ¡dos pedidos de trenes especiales la misma tarde… eso no era algo corriente! Pues bien, apenas el señor Bland hubo terminado de atender al primer viajero, un segundo se presentó para formular un pedido análogo. El señor Horace Moore, con el aire marcial de un oficial, adujo que su esposa acababa de caer gravemente enferma y necesitaba partir sin perder un instante. Eran tan visibles la angustia y ansiedad de este hombre que el señor Bland se esmeró en satisfacerlo. No era cuestión de fletar un segundo tren especial, pues los servicios ya estaban algo perturbados por el primero. Pero el señor Moore podía compartir con el señor Caratal los gastos del tren especial e instalarse en el otro compartimiento de primera clase, en caso de que el señor Caratal se opusiera a la presencia de Moore en el compartimiento que ocupaba. Semejante arreglo no debiera haber presentado dificultad alguna, en principio. Sin embargo, el señor Caratal, a quien le fue ello sugerido por el señor Potter Hood, rehusó con firmeza compartir el viaje. Alegó que ese tren era de él, y exigía la exclusividad. Ningún argumento pudo disuadir su negativa tenaz. El arreglo provisorio debió ser pues deshecho y el señor Moore abandonó la estación desesperado; no le quedaba sino tomar el ómnibus que salía de Liverpool a las seis. Cuando el reloj de la estación marcaba exactamente las cuatro y treinta y un minutos el tren especial ocupado por Caratal y su gigantesco compañero, dejaba la estación de Liverpool. Con vía libre, no debía detenerse hasta Manchester.

El tren especial era esperado alrededor de las seis en Manchester. A las seis y cuarto la sorpresa fue grande y la consternación se pintó en la cara de los funcionarios de Liverpool cuando recibieron un telegrama anunciando que el tren especial aún no había llegado a Manchester. Un pedido de información fue cursado a St. Hellens, que se

encuentra al final del primer tercio de la distancia entre ambas ciudades. St. Hellens contestó así:

A James Bland, comisario de la estación L. & W.C., Liverpool Tren especial pasó por aquí a las 4:52, hora prevista. Dowser, St. Hellens.

Este telegrama fue recibido a las seis y cuarenta. A las seis cincuenta, Manchester emitió un segundo mensaje:

Ninguna novedad del tren especial anunciado por Ud.

Diez minutos más tarde, llegó un tercer mensaje, aun más desconcertante:

Suponemos error concerniente tren especial. Tren local St. Hellens fletado a continuación acaba de llegar y no ha visto el especial. Telegrafíe instrucciones. Manchester.

El asunto tomaba un giro extraño. Evidentemente, bajo un cierto ángulo, el último telegrama aportaba algún alivio a las autoridades de Liverpool. Porque, si el tren especial hubiera sufrido un accidente, el tren local que marchaba sobre la misma vía, lo hubiera visto. Pero, si no hubo ningún accidente, ¿qué había pasado? ¿Dónde podría estar ese tren? ¿Había tomado una bifurcación por una vía secundaria debido a alguna eventualidad imperiosa, a fin de dejar pasar al tren local? Podía ser alguna reparación de urgencia. Un telegrama fue expedido a todas las estaciones entre St. Hellens y Manchester; el comisario y el jefe de movimiento de los trenes aguardaron con la ansiedad que es de imaginar, las respuestas en las bandas de papel, que emitía el telégrafo. Ellas fueron llegando en orden:

Tren especial, pasó a las cinco. Collins Green.

Tren especial pasó a las cinco y seis. Earlestown.

Tren especial pasó a las cinco y diez. Newton.

Tren especial pasó a las cinco y veinte. Kenyon.

Ningún tren especial pasó. Barton Moss.

Ambos jefes de servicio se miraron desconcertados.

—En treinta años de servicio —dijo el señor Bland— ¡nunca me había pasado esto!

—¡Es absolutamente sin precedente e inexplicable, señor! El tren equivocó la vía entre Kenyon y Barton Moss.

—Sin embargo, y si mi memoria no me engaña, ¡no hay desvíos ni ramales entre esas dos estaciones! El tren especial debió descarrilar.

—Pero, ¿cómo no lo vio el tren siguiente?

—No podemos elegir entre diversas hipótesis, señor Hood. ¡Simplemente, descarriló! Es posible que el tren local haya observado algún detalle que esclarecerá este historia extraña. Debemos enviar a Manchester un pedido de informes, y a Kenyon instrucciones para que una vía sea inmediatamente recorrida hasta Barton Moss.

La respuesta de Manchester llegó pocos minutos después.

Ninguna novedad del tren especial que falta. El mecánico y el jefe del tren local confirman. Ningún accidente entre Kenyon y Barton Moss. La vía está despejada. Ninguna anormalidad detectada. Manchester.

—¡Ese mecánico y este jefe de unidad tendrán noticias mías! —bramó el señor Bland—. Ha sucedido un accidente, una catástrofe y no vieron nada. Es evidente que el especial descarriló sin obstruir la vía. ¿Cómo? ¡Eso me sobrepasa! Pero es lo que debió producirse. Recibiremos pronto un mensaje de Kenyon o de Barton Moss anunciando que el tren fue encontrado al pie de un terraplén.

Pero la profecía del señor Bland no estaba destinada a cumplirse. Pasó media hora, y el telégrafo comunicó el siguiente mensaje del jefe de la estación de Kenyon:

Ninguna señal del tren especial. Pasó por aquí pero no llegó a Barton Moss. Despachamos una locomotora de mercancías y yo mismo bajé a la vía; está perfectamente libre; ninguna señal de accidente.

Perplejo, el señor Bland se mesaba los cabellos.

—¡Esto es una locura, Hood! —clamaba—. ¿Acaso puede desaparecer un tren en pleno día, en Inglaterra, evaporado así como así? ¡Vaya, absurdo! Una locomotora, un tender, dos vagones, un furgón, cinco hombres… ¡todo eso perdido en una vía recta! ¡Si en una hora esto no se aclara, me llevo al inspector Collins y recorro la vía yo mismo!

Por fin llegó una noticia positiva bajo la forma de otro despacho enviado desde Kenyon.

Lamentamos informar que el cadáver de John Slater, mecánico del tren especial, acaba de ser descubierto tirado entre los cardos, a cuatro kilómetros de la estación. Cayó de su máquina al terraplén. Causa de la muerte: heridas en la cabeza provocadas por la caída. Los alrededores están siendo cuidadosamente inspeccionados. Ninguna pista sobre el tren especial que falta.

Ya lo hemos dicho, Inglaterra atravesaba una fuerte crisis política y la atención del público también se concentraba en otro tema: los acontecimientos de París donde un gran escándalo de corrupción, que comprometía la reputación de varios políticos, amenazaba con derribar al gobierno. Los diarios no hablaban sino de estos asuntos, y la desaparición de un tren especial despertó menos curiosidad que si ella se hubiera producido en tiempos más normales. El aspecto inverosímil de la noticia contribuyó a atenuar su difusión; los diarios no estaban para misterios. Más de un periodista londinense calificó los hechos de ingenioso jeroglífico… Otros esperaban los resultados de la investigación judicial sobre la muerte del desgraciado mecánico, (escrutinio que no arrojó ningún resultado convincente) para interesar a la opinión.

El señor Bland, con la compañía del inspector Collins, detective principal de la compañía, se había trasladado la misma tarde de los hechos hasta la estación de Kenyon. Sus búsquedas prosiguieron todo el día siguiente, pero se saldaron con un resultado totalmente negativo. No sólo no encontraron huella alguna del tren especial desaparecido, sino que tampoco hallaron nada que pudiera significar un principio de explicación. Redactado en tales circunstancias, el informe oficial del inspector Collins (que tengo ante mis ojos) revela sin embargo la cantidad y disparidad de las hipótesis que se tejieron.

»Entre Kenyon y Barton Moss —decía el informe— el territorio está cubierto de canteras de minas de carbón y hulla. Algunas están en explotación, otras abandonadas. Hay por lo menos doce que tienen carriles de trocha angosta por los que circulan vagonetas que se desvían del carril principal. Dejemos de lado estos carriles. Pero hay otras siete minas que tienen o han tenido, líneas férreas particulares de trocha normal que desembocan en el carril principal al cual se unen por cruces; ellos permiten que el material sea llevado desde la mina a los centros de distribución. En cada caso, esas líneas no tienen más que algunos kilómetros de largo. De las siete, cuatro terminaban en minas clausuradas o al menos en pozos fuera de servicio. Son las minas de Redgauntlet,

Hero, Slogh de Despond y Heartsease, que había sido años atrás uno de los principales yacimientos de Lancashire.

Las cuatro podían ser eliminadas de nuestra investigación pues, a fin de evitar accidentes los rieles más cercanos a la vía principal habían sido retirados y no había conexión entre las vías. Quedaban otras tres trazas férreas secundarias, las que iban a:

a) las canteras de Carnstock;

b) la mina de Big Ben;

c) la mina de Perseverance.

»La vía que lleva a la mina de Big Ben no tiene ni cuatrocientos metros de largo; termina en una montaña de carbón que acaba ser transportado desde la entrada de la mina. Nadie ha oído hablar ni ha visto allí tren especial alguno. La vía que lleva a la mina de Carnstock estuvo, durante toda la jornada del 3 de junio, bloqueada por dieciséis vagones de mineral. Es de vía única. No hubiera podido pasar nada por allí. En cuanto a la vía de Perseverance, es una doble vía larga con mucho tránsito pues la mina tiene fuerte producción. El 3 de junio, el tráfico se desarrolló como de costumbre y un grupo de obreros ferroviarios trabajó a lo largo de los cuatro kilómetros de línea. Era inconcebible que un tren no anunciado hubiera podido transitar sin llamar la atención. Puede observarse, para concluir, que ese desvío está situado más cerca de St. Hellens que el lugar en el cual fue descubierto el cadáver del mecánico. Por lo tanto, el tren debió estar pasando por ese trecho cuando le sucedió la desgracia al mecánico.

«Ningún indicio pudo encontrarse en el cuerpo de John Slater ni en sus heridas. Sólo podemos decir que según las apariencias, encontró la muerte al caer de la locomotora. Pero, ¿por qué cayó? ¿Qué pasó con la locomotora tras la caída? He aquí dos cuestiones sobre las cuales no me siento calificado para dar una opinión». El inspector terminaba su informe ofreciendo su dimisión a la compañía, pues había quedado muy mortificado por las críticas y sarcasmos de la prensa londinense.

Durante un mes, policías e investigadores de la compañía prosiguieron la investigación sin conseguir el menor resultado. Se ofreció una recompensa. En vano. Todas las mañanas los lectores abrían su diario esperando que un misterio tan grotesco se esclareciera finalmente. Pero las semanas pasaban y el enigma seguía en pie. En pleno día, durante una tarde de junio, en la zona de Inglaterra donde la densidad de la

población es mayor, un tren y sus ocupantes habían desaparecido tan completamente como si un experto en química los hubiese volatilizado. Además, entre las hipótesis varias que manejaba la prensa, algunas aludían a agentes sobrenaturales o extranaturales; un periodista insinuó incluso que el deforme señor Caratal era en realidad un personaje muy conocido con otro nombre. Otros redactores acusaron al compañero de tez morena de Caratal de ser el verdadero autor del hecho, pero nadie fue capaz de formular en palabras la naturaleza de ese delito.

Otras sugerencias lucieron más sensatas. Un célebre detective amateur por entonces escribió una carta al Times intentando tratar el caso con una lógica de pretensión científica. Sólo citaremos aquí un extracto. Los curiosos pueden remitirse al ejemplar del 3 de julio, donde lo leerán íntegro:

«Uno de los principios elementales del razonamiento práctico —sostenía— es eliminar lo imposible; en el resto, por improbable que parezca, está contenida la verdad. Es cierto que el tren sobrepasó la estación de Kenyon. Es cierto que nunca llegó a la de Barton Moss. Es en buena medida improbable pero sin embargo posible que haya desembocado en una de las siete vías secundarias practicables. Es evidentemente imposible que un tren ruede por otra cosa que no sean vías. Por lo tanto, podemos reducir nuestras “improbabilidades” a tres: las que se refieren a las vías que terminan en las minas de Carnstock, de Big Ben y Peseverance. ¿Hay acaso una sociedad secreta de mineros, una Camorra inglesa, capaz de destruir a la vez un tren y sus pasajeros? Es improbable, pero no imposible. Confieso que no puedo visualizar otra solución. Aconsejaría ciertamente a la compañía que concentrase sus esfuerzos en la vigilancia de esas tres vías y de los obreros que trabajan en ellas. Una inspección meticulosa de las oficinas de empeños del distrito podría igualmente aportar algunas indicaciones preciosas».

Tal sugerencia, emanada de una autoridad reconocida, provocó gran impresión, suscitando feroz oposición de parte de algunos, que la calificaron de calumnia ridícula y se erigieron en defensores de los trabajadores honestos y meritorios. «La autoridad» en cuestión desafió a sus censores a que presentaran explicaciones más plausibles. Como réplica a ese desafío, otras dos opiniones fueron emitidas en sendas cartas de lectores (Times, 7 y 9 de junio). La primera suponía que el tren había descarrilado precipitándose en el canal de Lancashire o en el de Staffordshire, que corren paralelos a las vías férreas durante algunos centenares de metros. Esta opinión no pudo sostenerse, dado que la profundidad de ambos canales era insuficiente para que en uno u otro se sumergiera un tren, aunque sólo constara de dos vagones. El segundo lector del Times escribió para llamar la atención sobre el portafolios que constituía aparentemente el único equipaje de los viajeros: ¿no hubiera podido contener un nuevo explosivo de una

potencia de desintegración formidable? Pero la hipótesis según la cual todo el tren habría sido reducido a polvo sin que los rieles sufrieran el menor daño, era de un absurdo evidente. La pesquisa llegó a un estado desesperado cuando se produjo un evento imprevisto: la señora McPherson recibió una carta de su marido, James McPherson, el jefe de operaciones del tren desaparecido.

La carta, que llevaba fecha del 5 de julio de 1890, había sido franqueada en New York y llegó a manos de su destinataria el 14 de julio. Los escépticos emitieron dudas sobre su autenticidad, pero la señora McPherson reconoció formalmente la escritura de su marido. Por otra parte, el hecho de que la carta viniera acompañada por la suma de cien dólares en billetes de cinco, ¡fue suficiente para apartar toda idea de mistificación! No contenía dirección alguna esa carta, redactada así:

«Querida esposa: he reflexionado mucho. Ha sido difícil abandonarte y abandonar a Lizzie. Trato de no pensar pero eso vuelve una y otra vez. Te mando un poco de dinero que podrás cambiar por veinte libras inglesas. Suficiente para un pasaje para ti y otro para Lizzie. Te recomiendo los barcos de Hamburgo que hacen escala en Southampton, son mejores y más baratos que los de Liverpool. Si te la puedes arreglar para venir y alojarte en la Pensión Johnston, trataré de escribirte para que nos encontremos, pero tengo demasiados problemas en este momento, y no soy muy feliz; no puedo renunciar a ambas. Nada más por el momento, te recuerda tu amante esposo, James McPherson».

Durante cierto tiempo, pudo esperarse que esta carta llevara al esclarecimiento del caso. Sobre todo cuando se estableció que un pasajero parecido al jefe del tren especial, como se parecen dos gotas de agua, había embarcado en Southhampton, bajo el apellido Simmers, en el paquebote Vistula, que hacía la línea Hamburg-New York. La señora McPherson y su hermana Lizzie Dolton se trasladaron a NewYork alojándose en la Pensión Jonson, como se les había indicado, sin que tuvieran la menor noticia de James McPherson. Es posible que comentarios periodísticos maliciosos hubieran advertido al nombrado que la policía pretendía usar a ambas mujeres como señuelo. Lo cierto es que no volvió a escribir y jamás se le vio el pelo. Su mujer y su cuñada se volvieron a Liverpool.

Y allí quedó el caso. Hasta este año de 1898. Por increíble que ello fuera, nada sucedió durante esos ocho años que pudiera explicar la extraordinaria desaparición de un tren especial que llevaba a bordo al señor Caratal y su compañero. Según serias investigaciones realizadas sobre ambos viajeros, el señor Caratal sería alguien muy conocido como financista y agente político en América Central. Durante su viaje hacia Europa, había manifestado gran deseo de llegar a París. Su compañero, quien figuraba en la lista de pasajeros con el nombre de Eduardo Gómez, era un violento, con

reputación de aventurero y hombre de acción, aunque siempre se había manifestado devotamente leal a Caratal, quien lo empleaba como guardaespaldas. Puede agregarse que la policía de París no brindó informe alguno concerniente al posible objeto del viaje precipitado del señor Caratal.

Los que he resumido eran los únicos hechos que se conocían del caso, hasta la publicación, por un diario de Marseille, de la reciente confesión de Herbert de Lernac, actualmente condenado a la guillotina por el homicidio de un comerciante llamado Bonvalot.

Esa declaración dice:

«No es por orgullo ni para envanecerme que hablaré. Si estuviera movido por esos propósitos, yo podría relatar una docena de impresionantes hechos en los cuales yo aparecería como héroe, todos ellos maravillosos. Pero revelo esta historia a fin de que ciertos personajes de París puedan comprender que yo, capaz de explicar aquí lo que pasó con el señor Caratal, yo, igualmente puedo explicar con qué interés y por pedido de quien actué, en caso de que la conmutación de la pena que he solicitado, tardase en concedérseme. ¡Cuidado, señores! ¡Escuchen mi advertencia antes de que sea demasiado tarde! Ya conocen a Herbert de Lernac; saben que cumple su palabra. ¡No se duerman, si lo hacen, están perdidos!

»Por el momento, no mencionaré nombres. ¡Lo que sucedería si supieran de quien se trata! Me limitaré a decir lo que yo hice. En esa época, yo era leal a mis patrones. ¿Acaso ellos lo serán conmigo? Así lo espero. Mientras no esté seguro de que me han traicionado, esos nombres cuyo conocimiento revolucionaría Europa no serán divulgados. Pero el día en que me traicionen… Basta: no diré más.

Así pues, en 1890, se celebró en París un resonante juicio, en relación con un monstruoso escándalo político y financiero. Estaba comprometido el honor y la carrera de numerosos líderes franceses. Ya han visto los muñecos, derechos, rígidos, compuestos, inflexibles. Y bien, observen ahora a la bocha, lanzada desde lejos, y pop, pop, pop… los bolos caen uno tras otro. Y bien, represéntense a algunos grandes hombres de la Francia bajo el aspecto de esos muñecos, y al señor Caratal como la bocha proyectada desde lejos. Si llegara, entonces los muñecos caerían bajo el pop, pop, pop. Se decidió que no llegara a París.

«No los acuso de haber procurado conscientemente el desastre. Sobre el tapete había grandes intereses financieros y políticos. Una asociación se conformó para solucionar el caso. Algunos adhirieron quizás sin comprender del todo cuál era el objetivo. Pero otros lo hicieron sabiéndolo, y pueden creerme, ¡no he olvidado sus nombres! Ellos habían sido advertidos de la llegada del señor Caratal antes de que él dejara América del Sur, y sabían que traía pruebas, pruebas que los arruinarían a todos. La asociación disponía de fondos ilimitados. Absolutamente ilimitados, no se si me explico. Buscaron un agente capaz de llevar a la práctica ese formidable poder. El elegido debía ser alguien inventivo, resuelto, sabio: un hombre como no hay otro en un millón. Su elección recayó en Herbert de Lernac. Reconozco que tenían razón.

»Mi misión consistía en elegir a mis subordinados, utilizando libremente el poder que da el dinero, y hacer que el señor Caratal no llegara nunca a París. Con la energía que me caracteriza, abordé mi misión en cuanto me fueron cursadas las instrucciones. Las disposiciones que tomé eran sin disputa las mejores.

Un hombre de confianza fue despachado a América del Sur para acompañar al señor Caratal durante su viaje de regreso. Si hubiera llegado a tiempo, él nunca habría llegado a Liverpool, pero hete aquí que el buque

ya había partido cuando mi agente pisó América. Armé un pequeño complot para interceptarlo, pero no tuve suerte. Como todos los grandes organizadores yo había previsto mi fracaso preparando proyectos de recambio, de los cuales uno u otro debía triunfar. ¡No subestimen las dificultades de mi empresa, y no imaginen que el caso se redujo a un vulgar asesinato! No solo debíamos destruir al señor Caratal sino a todo aquel que lo acompañara y de quien sospecháramos que él le había revelado sus secretos. Recuerden también que ellos estaban advertidos. La misión estaba ciertamente hecha a mi altura: mi maestría se yergue cuando otros defeccionan.

«Estaba listo para recibir al señor Caratal en Liverpool. Lo tenía todo preparado pues sabía que en Londres se había procurado una considerable escolta. La acción debía producirse pues entre el momento en el que pisara el muelle de Liverpool y su llegada a Londres, en la estación terminal de la London & West Coast. Elaboramos seis planes, cada uno de ellos más minucioso que el otro, para aplicar aquel que nos pareciese oportuno en el momento. Cualquier cosa que él decidiese, nos encontraría preparados. Si se quedaba en Liverpool, estábamos preparados para ello. Si tomaba un tren ordinario, un especial, un expreso, todo estaba previsto. Las cosas se habían organizado a la perfección.

»Quizás piensen que yo no podría hacerlo todo por mí mismo. ¿Qué sabía yo, por ejemplo, sobre los ferrocarriles ingleses? Pero con dinero uno se procura lo que sea en cualquier lugar del mundo. Yo disponía de uno de los cerebros más agudos de Inglaterra. Callaré su nombre, pero sería desleal de mi parte reivindicar para mí todo el crédito de este caso. Mi aliado inglés estaba a la altura. Conocía a fondo la línea de la London & West Coast y reclutó un grupo de obreros devotos e inteligentes. A él le corresponde el mérito de la idea: mi juicio sólo fue solicitado para los detalles. Corrompimos a algunos empleados, como McPherson, el más importante pues, según toda probabilidad, iba a ser él el designado como jefe de un tren especial. Stoler, el maquinista, estaba también a nuestro servicio. John Slater, el mecánico, había sido tocado pero no insistimos en comprarlo porque era peligrosamente testarudo. No estábamos seguros de si el señor Caratal tomaría un tren especial pero lo considerábamos altamente probable debido a que quería alcanzar París lo más rápidamente posible. Hicimos pues preparativos especiales en vista de esa eventualidad; todo fue puesto a punto antes de que el barco se acercara a las costas inglesas. Quizás les divierta saber que a bordo del remolcador que arrastró el paquebote al amarradero iba uno de mis agentes.

»Desde que Caratal puso sus pies en Liverpool nos dimos cuenta de que él se sentía en peligro y sospechaba. Había elegido para acompañarlo a un tipo peligroso, llamado Gómez, armado y dispuesto a servirse de sus armas. Este Gómez llevaba los documentos confidenciales de Caratal y evidentemente estaba decidido a defenderlos, a ellos y a su patrón. Caratal le había hecho seguramente sus confidencias. Por lo tanto, hacer desaparecer a Caratal sin hacer lo mismo con Gómez hubiera sido un dispendio de energía. La necesidad mandaba que ambos tuvieran el mismo destino. Nuestros planes se vieron facilitados cuando ambos pidieron un tren especial. A bordo de este tren especial, dos de los tres empleados estaban a nuestro servicio, pagados con unos precios que les aseguraban placentero ocio por el resto de sus respectivas vidas. No diré que los ingleses son más honestos que otros pueblos, pero eso sí, son más caros que ninguno.

»Ya he hablado de mi agente inglés, quien se hubiera asegurado un magnífico porvenir si no le hubiera pasado algo en su garganta… él se había encargado de todo el asunto en Liverpool; yo me había alojado en la posada de Kenyon, a la espera de un mensaje cifrado para actuar. Cuando el arreglo del tren especial concluyó, mi agente me telegrafío advirtiéndome que estuviese preparado. Él mismo, bajo el nombre de Horace Moore, se precipitó a pedir un segundo tren especial, con la esperanza de que formara parte del convoy del señor Caratal; en caso de que el plan principal fallase, ello nos pudo haber sido útil. Si por ejemplo, hubiera fracasado nuestro gran golpe, mi agente hubiera matado a los dos destruyendo los documentos. Pero Caratal, desconfiado, rehusó admitir otro pasajero. Mi agente dejó pues la estación y volvió a entrar por otra puerta, trepando al furgón del tren especial, donde se juntó con McPherson, el jefe del convoy.

»Antes de seguir, permítame formular una aclaración sobre mi actividad. Desde hacía ya varios días, todo estaba preparado: sólo faltaba el último toque. La vía secundaria elegida en algunos momentos había estado unida a la trocha principal pero esa unión ya no existía. Sin embargo, sólo tuvimos que reemplazar algunos rieles para reconstituirla. Esos rieles estaban ya en el lugar, aunque nadie los hubiese visto. Sólo había que unir todo. Las traversas, los rieles, los junturas… todo estaba en un depósito abandonado. Con mi equipo de obreros, poco numeroso pero especializado, habíamos arreglado todo antes de que pasara el tren. Cuando llegó, se reencarriló sobre la vía secundaria con tal suavidad que los dos pasajeros no notaron ni siquiera la más leve sacudida.

»Según nuestro plan, Smith, el conductor, debía cloroformar a John Slater, el mecánico, a fin de que despareciera con los demás. En este punto, la ejecución fue inferior a la concepción (no hablo de la criminal imbecilidad de McPherson cuando escribió a su mujer). Nuestro chofer fue tan torpe en la agresión que Slater cayó, debatiéndose, de la locomotora. La suerte nos sonreía: se rompió el codo en la caída. De todas maneras, fue una mancha en lo que hubiera sido uno de esas perfectas obras maestras que solo merecen la silenciosa admiración de los contempladores. El experto criminal solo encontrará en nuestro plan un único punto débil: John Slater. Un exitoso como yo puede darse el lujo de ser sincero; marco con mi dedo a John Slater y proclamo que él fue la única falla de un plan perfecto.

»Nuestro tren especial se había bifurcado sobre la vía secundaria de unos dos kilómetros de largo y desembocaba en la mina abandonada de Heartsease, una de la mas vastas minas de carbón de Inglaterra. ¿Les sorprende que nadie haya visto correr un tren sobre esa vía desafectada? Les respondo que a lo largo de toda su extensión, la vía corre sumergida en un barranco y, a menos de estar parado en el terraplén, nadie hubiera podido sospechar el paso. Pero había alguien en ese talud. Era yo. Puedo pues decirles que lo vi.

»Uno de mis hombres había quedado sobre la vía para dirigir la operación local, tan importante. Con él eran cuatro los hombres armados con quienes contaba. Si el tren hubiera descarrilado, hipótesis que habíamos previsto vista la antigüedad del metal, ellos hubieran atacado a los viajeros. Pero cuando vio ese hombre que el tren tomaba suavemente la vía secundaria, se fue, dejándome a cargo de la operación. Yo esperaba en un punto desde el cual podía vigilar el pozo de la mina. Estaba armado. Tenía conmigo a dos colegas armados. En fin, si me entienden, estaba preparado para todo.

»Cuando el tren iba a tomar la vía secundaria, Smith, el chofer, disminuyó la marcha; luego al retomar velocidad, saltó en compañía de McPherson y de mi teniente inglés, antes de que fuera demasiado tarde. Fue tal vez esa disminución de la velocidad lo que alertó a los viajeros, pero cuando miraron hacia la cabecera del tren, este había vuelto a marchar a toda velocidad. Aún sonrío pensando en la sorpresa: ¿qué pensarían ustedes si, viajando en un vagón de lujo, notaran de pronto que los rieles sobre los que marcha su tren están en realidad llenos de herrumbre, rotos, podridos…? ¡Se les debe haber cortado el aliento cuando se dieron cuenta de que en la terminal, no los esperaba Manchester sino la Muerte! El tren corría a una velocidad fantástica, corría, se bamboleaba sobre esas vías putrefactas, las ruedas gemían horriblemente contra el herrumbre. Me pasó cerca: pude distinguir sus rostros. Caratal oraba… Al menos yo creí que oraba pues había algo así como un rosario que le bailaba en los dedos. El otro enrojecía. Se hubiera dicho un toro que huele la sangre del matadero. Nos vio parados sobre el talud. Agitó los brazos como un loco. Luego, tiró el portafolios por la ventanilla, en nuestra dirección. No cabían dudas sobre el significado de ese gesto. Nos dejaba los documentos, y nos prometía el silencio si le salvábamos la vida. Se la hubiéramos concedido si hubiéramos podido. Pero los negocios son los negocios. Y luego… El tren había escapado a nuestro control.

»Gómez dejó de aullar mientras el tren gemía al girar y miraba el hocico negro de la mina que corría hacia él. Habíamos retirado las planchas que la recubrían habitualmente, despejando la entrada. Los rieles habían sido prolongados hasta terminar cerca del pozo a fin de facilitar la carga del carbón. Sólo debíamos ajustar dos

o tres, la vía casi llegaba al borde del pozo. De hecho, las distancias no concordaban exactamente, nuestra vía se terminaba a un metro del vacío. Veíamos los dos rostros en la portezuela del vagón: Caratal abajo, Gómez arriba. Ambos mudos. Y sin embargo, no podían apartarse de la portezuela. Lo que veían parecía paralizarlos.

»Me pregunté como el tren, rodando a esa velocidad, abordaría el pozo de la mina. Esperaba con impaciencia ver lo que pasaba. Uno de mis compañeros pensaba que a semejante velocidad, se lanzaría y podría franquearlo. Por cierto, ¡faltó poco para que acertara! Felizmente, el salto quedó un poco corto, y los parachoques de la locomotora se estrellaron contra el otro borde del pozo con un inmenso estruendo. La caldera estalló. El tender, los vagones, el furgón se aplastaron entre sí y todo ello, con lo que quedaba de la máquina, obstruyó durante un minuto la abertura del pozo. Luego, algo cedió en el medio y la masa de hierro, de carbones humosos, de cobres, de ruedas de carrocerías y de cojinetes se precipitó al fondo de la mina. Oímos los ruidos del choque cuando los residuos se estrellaban con las paredes, en fin, luego de un largo momento, se elevó como un lamento sordo: los restos del tren especial habían entrado en contacto con el fondo. La caldera explotó, un trueno estalló tras el lamento y una espesa nube de vapor y humo se elevó en torbellino desde las entrañas de la mina para convertirse en lluvia alrededor de nosotros. Luego, el vapor se disipó, se deshilachó en franjas delgadas que flotaron bajo el sol de verano y todo volvió a estar tranquilo en la mina de Heartsease.

»Ahora, sólo nos quedaba hacer desaparecer cualquier huella de nuestro triunfo. Nuestro pequeño equipo de obreros en el otro extremo de la vía ya había retirado los rieles y restablecido los cruces de vías. Los lugares quedaron igual. A la mina le dedicamos mucho trabajo. La chimenea y otros restos fueron evacuados al interior del pozo. La abertura fue tapada con planchas. Los rieles que habíamos instalados fueron arrancados y llevados más lejos. Luego, sin ponernos nerviosos ni perder un segundo de nuestro tiempo, nos dispersamos.

»Algunos de nosotros nos reencontramos en París, mi colega inglés se instaló en Manchester; McPherson se dirigió a Southampton desde donde emigró a América. Los diarios ingleses de la época son suficientemente elocuentes sobre la forma en la que cumplimos nuestra tarea, eludiendo a los más hábiles policías del mundo.

»¿Recuerdan que Gómez había arrojado por la ventana su portafolio con documentos…? No necesito decirles que nos apoderamos de esa cartera y la reenviamos a nuestros empleadores. Quizás a ellos no deje de interesarles el detalle de que algunos de esos documentos me los quedé como recuerdo personal. De ninguna manera deseo divulgarlos. Pero ¡cada uno va a lo suyo! ¿Podría hacer otra cosa si mis amigos no acuden en mi ayuda cuando necesito de ellos? Señores, tienen buenas razones para saber que Herbert de Lernac es tan formidable cuando está contra alguien como cuando está a favor de alguien. No es hombre de subir a la guillotina antes de haberlos visto marchando hacia la Nueva Caledonia. En su propio interés, sino por amor a mí, ¡dese prisa, señor…, y usted, general… y usted, barón…! Podrán fácilmente reemplazar esos puntos por nombres cuando lean este diario. Les doy mi palabra: en la próxima edición, ¡no habrá blancos!

»P. D. Al releer mi declaración sólo compruebo una omisión. Concierne al desgraciado McPherson, que fue tan estúpido como para escribir una carta a su mujer dándole cita en New York. Se comprenderá que, cuando intereses tan considerables como los nuestros están en juego, no podemos correr el riesgo de que un hombre de semejante condición social charle con su mujer. Había roto su palabra escribiéndole. Perdimos la confianza en él. Por lo tanto, tomamos disposiciones para que no volviera a verla. Debimos haberle informado a ella que podía volver a casarse cuando se le ocurriera. Hubiera sido lo correcto».

lunes, 8 de agosto de 2022

Álvaro Abós Asesinos. Prólogo. COMPILADOR.

 


Este libro pasea por todos las formas posibles de narrar el crimen: a veces por la voz de un testigo que puede ser la voz de un narrador impersonal, a veces por la voz de la víctima, a veces por la voz del asesino, sin excluir una experiencia notable: en uno de los cuentos que integran esta antología, la víctima será… el propio lector. El volumen ofrece crímenes narrados por Edgar Allan Poe, Horacio Quiroga, Marqués de Sade, Anton Chejov, Bram Stoker, Ricardo Güiraldes, Italo Svevo y muchos otros. Estos relatos sobre crímenes revelan algunas lecciones sobre la literatura, como por ejemplo que casi toda narración tiene un argumento a la vista y otro escondido, y que, a veces, los criminales no son los que empuñan la daga o aprietan el gatillo.

Álvaro Abós

Asesinos

PRÓLOGO

De la literatura considerada como uno de los bellos crímenes

Alvaro Abós

Esta antología ha sido ideada bajo la siguiente premisa: ningún gran escritor se ha privado de narrar un crimen aun cuando sus intereses temáticos estuvieran muy lejos de lo criminal. Pero, al mismo tiempo, todo gran escritor, al narrar un crimen, preserva su mundo más genuino. El crimen como inspirador de la literatura está en la Divina Comedia pues en la sección V, versos 73 a 142 del Inferno, el Dante narra la tragedia de la bellísima Francesca de Rímini, sorpendida por su esposo, el guelfo Gianciotto, en brazos de su cuñado, Paolo. Gianciotto —uxoricida y fratricida, pues— atravesó a ambos amantes con su espada y Dante, quien ha tomado esa historia de las crónicas que aun pueden rastrearse —y hablamos del siglo XIII—, escribe: «Amor condusse noi ad una morte…».

Shakespeare puebla casi todas sus comedias y tragedias de crímenes o premoniciones de crímenes. Por eso, ¿cómo extrañarse que Marcel Proust, el memorialista del tiempo que pasa y de las coteries aristocráticas elija, en el texto seleccionado para esta antología, narrar un espeluznante crimen? Su cuento o crónica o ensayo-cuento está escrito como Proust; «Sentimientos filiales de un parricida» es puro Proust, del principio al fin, con su escritura barroca, llena de divagaciones e interludios, que además contiene una mirada muy aguda, y sorprendentemente actual sobre la prensa; pero cuando Proust se pone a narrar el crimen tras esta larga introducción, ¡ahí caen todos los velos!

También el Oscar Wilde que comparece en esta antología es un Wilde de diamante —ácido, malévolo, ligero en su crónica-relato sobreun pintor que asimismo envenenaba. El vértigo del crimen aferra al escritor-dandy y su relato se vuelve seco como una puñalada.

En algunos de los cuentos aquí reunidos, el crimen pareciera estar ausente y habrá que esperar a la última línea para que él estalle como una granada escondida, y sus esquirlas contaminen retrospectivamente el texto, que el lector deberá entonces releer. En otros casos, como en el complejísimo «El delator» de Joseph Conrad, el crimen está tan incrustado en las conciencias de los agonistas que no sólo hay que esperarlo sino

reconstruirlo, para llegar a la conclusión de que el crimen de la calle Hermione no fue exactamente un crimen. Y, con asombro, concluir que en este cuento sobre crímenes que son y no son crímenes, en esta profecía genial sobre el fanatismo y la manipulación del poder, se repite una de las verdades de la literatura: toda narración tiene un argumento a la vista y otro escondido. Y a veces, lección segunda, los criminales no son los que empuñan la daga o aprietan el gatillo.

Guillaume Apollinaire y Ambrose Bierce y el tónico Alphonse Allais nos muestran que se puede reír sobre el crimen como sobre otras desgracias. El crimen puede abrir avenidas y a veces cortadas (¿o coartadas?) a los escritores. Ricardo Güiraldes, el nostalgioso aeda de un campo argentino paradisíaco, narra aquí un crimen tanto más sórdido por conciso. Horacio Quiroga emerge de la selva y transita las calles de un Buenos Aires extrañamente anticuado y a la vez futurista, tras las andanzas asesinas de un mono.

Estos cuentos narran crímenes inquietantemente actuales. Sobre todas las escrituras, el tiempo deja huellas; en este caso, tratándose de genuina literatura, las enriquece. Cuando en 1933 Jorge Luis Borges tituló «Las muertes concéntricas» su traducción de «The mignons of Midas» de Jack London, que publicó en Crítica, y que luego incorporó a varias antologías, reveló que, por sobre otra lectura lo fascinaba la geometría argumental y el bordado de la trama de London. Pero hoy podemos leer ese cuento de otra manera. Por ello, al retraducirlo restituí el título original: «Los sicarios de Midas». En el tiempo del terrorismo planetario, donde sicarios y fundamentalistas danzan un macabro minué en todos los rincones del globo, la fábula de London —data de 1901—, ilumina flagelos de nuestra vida actual, donde el crimen, además de un enigma humano, como lo fue siempre, es también la fuente de pánicos ante los cuales semejan inocentes muñecos los marcianos que Orson Welles hizo creer reales. ¿La literatura como profecía?

Al reunir los textos que componen esta antología, encontré cuentos profetizados por otros cuentos. Y nacen asociaciones, cuanto menos, curiosas. En 1934, James Cain publica el famoso Postman always rings twice (El cartero llama dos veces), joya de la novela negra norteamericana. Pero, ya el Marqués de Sade había recibido a aquel cartero en un Castillo del Loire, o quizás en el asilo de Charenton, cuando apenas había comenzado el siglo XIX: véase el cuento «La castellana de Longeville». A su vez, un año antes que Cain, el mismo cartero trajo carta para Víctor Juan Guillot, notable y olvidado escritor argentino de relatos negros, autor de esa «Escalera real», orgullosamente rescatada en esta antología y que también pudieron gozar, en 1933, los lectores felices de aquella hoy mítica Revista Multicolor de los Sábados —suplemento de Crítica— que inventó el talento de Natalio Botana y dirigieron Jorge Luis Borges y Ulises Petit de Murat.

Se dirá: es el tema eterno de la pareja adúltera como asociación criminal. Las historias sobre crímenes son de alguna manera siempre las mismas, desde que el biblista estampó las terribles palabras sobre el acto cainita. Igual y distinto, variado aunque idéntico, el crimen es fruto acerbo que crece en todos los climas y geografías. El crimen nos conmueve y perturba escondido en la niebla de Londres —ese ingrediente esencial de tantos cocktails negros— o bajo el sol abrasador de un pueblo polvoriento de la provincia de Buenos Aires, o en un rincón del Midi o en una aldea de la Galicia coruñesa o en una armónica cittadina de la Lombardía. O en una celda en alguna cárcel del mundo donde se oyen los golpes de quienes levantan el patíbulo. En varias de las historias aquí reunidas, la angustia y el temblor de los escritores enfrenta a uno de los asesinos más temibles, ese que no tiene cara ni nombre, ni conciencia: el Estado. O la tiene, velada por la máscara negra del verdugo.

Este libro pasea por todos las formas posibles de narrar el crimen: a veces por la voz de un testigo que puede ser la voz de un narrador impersonal, a veces por la voz de la víctima —veáse el inquietante relato de Léon Bloy— a veces por la voz del asesino, sin excluir una experiencia notable. En uno de los cuentos que integran esta antología, la víctima será… el propio lector. En el supuesto de que alguien empiece a leer este libro por el prólogo, no podemos privar al lector (y privarme yo en cuanto módico deus ex machina) de ese suspenso.

El idioma castellano tiene dos palabras para designar a quien priva a otro de la vida. Un término es legal: «homicida». El otro es de uso común: «asesino», palabra que proviene de hassásin, miembro de una secta sufí que consumía hachís o droga del cannabis antes de sus cruentas incursiones. Otros filólogos creen que desciende de un verbo griego, kríno, que significa «separar». Por otra parte, la palabra «crimen» desciende del latín crimen, que tanto significaba «delito» como «acusación». También es latino otro posible origen ligado a la raíz *kr. depurar, limpiar. En latín muerte es mors y de allí provienen tanto la palabra inglesa que designa al asesinato, murder, como la alemana, morderisch.

Quizás estas menudas erudiciones filológicas nos den una pista del complejo de cuestiones que se entrelazan en la noción del asesinato, y también orienten sobre esta cuestión: ¿por qué el más horrendo de los crímenes, la privación de una vida, acto que nos asquea en la realidad, nos atrae en el arte? Thomas de Quincey respondió a esa pregunta a través de filosa ironía cuando, disfrazado de docto conferenciante, tituló uno de sus ¿ensayos?, Del asesinato considerado como una de las bellas artes. Allí inventa una Sociedad de Expertos en el Asesinato, una tradición tan presente en toda la novela inglesa desde Dickens a Graham Greene, pródiga en asociaciones, clubes y peñas, algunas muy lunáticas. Explica de Quincey que todo comienza con Coleridge quien en

su Kublai Kahn cuenta sobre una Secta de Asesinos fundada por el Viejo de la Montaña. El juego literario es infinito.

Si el criminal, como decía Chesterton, es el artista y el crítico el detective, ¿qué es el lector? El lector, ese voyeur, es al mismo tiempo criminal y víctima. En todo caso el crimen en literatura abre un enigma que va más allá de saber quién lo hizo. ¿Cómo fue posible? Por eso, en esta antología no hay demasiados policías. En todo caso, la policía viene siempre después del crimen. Por lo tanto, estos relatos magistrales más que policíacos son cuentos criminales. Son grandes cuentos y quizás les quepa mejor que policiales la calificación de cuentos criminales.

Paradójicamente, la literatura sobre el crimen, tantas veces asociada al entretenimiento y la pura diversión («Evasión» se llamaba una colección policial de la Hachette argentina) camina sobre ese filo que Herman Hesse sintetizaba en un cartel pegado en la puerta de su casa: «Que no entre nadie que no haya estado en el límite de la muerte».

Contar un crimen es más importante que juzgar a su culpable, podría ser una ley no escrita para los escritores que cuentan crímenes. El asesinato es una experiencia radical y oscura, tan intensa como la creación, el encuentro con Dios o la vocación.

sábado, 23 de julio de 2022

Jonathan Swift. GENIOS. HAROLD BLOOM.




Jonathan Swift

La semana pasada empecé a permitir a mi mujer sentarse conmigo a

comer, al extremo de una larga mesa, y a que contestara (aunque con la

mayor concisión) las pocas preguntas que le hacía. No obstante, como el olor

de y ahoo continúa molestándome, siempre tengo la nariz atiborrada de

ruda, lavanda u hojas de tabaco. Y aunque es muy difícil para un hombre

bien entrado en años deshacerse de viejos hábitos, no he perdido por

completo la esperanza de poder tolerar alguna vez la compañía de un vecino

y ahoo, sin los recelos bajo los que aún me encuentro ante sus dientes y sus

garras. Mi reconciliación con la especie yahoo en general no resultaría tan

difícil si se contentaran con sólo aquellos vicios e insensateces que la

naturaleza les ha otorgado. No me causa el menor enojo la presencia de un

abogado, un ratero, un coronel, un necio, un lord, un tahúr, un político, un

putas, un médico, un delator, un sobornador, un procurador, un traidor, y

otros parecidos. Todo ello concuerda con el curso natural de las cosas. Pero

cuando me encuentro ante un conglomerado de deformidades y

enfermedades, así del cuerpo como del espíritu, forjadas a golpe de orgullo,

esto rompe inmediatamente todos los límites de mi paciencia; y nunca podré

comprender cómo tal animal y tal vicio pueden acoplarse6.

Se trata de Lemuel Gulliver, de regreso de su cuarto viaje al país de

los sabios y virtuosos houyhnhnms (caballos) y de los horribles yahoos

(nosotros). Gulliver habla y no habla en nombre de Jonathan Swift.

Después de todo, el pobre Gulliver -como Swift- era un yahoo. Los

caballos siguen siendo caballos, así hayan sido idealizados; los humanos

conservan la imagen de lo humano, así hayan sido envilecidos. Swift no

puede pretender que nos identifiquemos con Gulliver, y sin embargo

tampoco podemos repudiarlo. Los viajes de Gulliver es una sátira salida

de madre y sigue siendo incomprensible que el primero y el segundo

viajes, a la tierra de Lilliput y a Brobdingnag, hayan perdurado como

libros para niños.

Swift meditó extensamente sobre la locura y él mismo acabó loco,

víctima de una condición fisiológica. Aunque Swift será recordado siem[

354]

pre como satírico -su arte grotesco arrasa las superficies para dejar al

desnudo la verdadera realidad de hombres y mujeres-, el corazón de su

genio es la ironía, con la cual se dice una cosa cuando se quiere decir otra.

Swift nos perturba porque su ironía parece no tener límites. Los

mejores escritores ingleses -Shakespeare y Chaucer- son ironistas heroicos

pero mantienen sus ironías bajo control, excepto en casos extremos

como en Medida por medida de Shakespeare o en “El cuento del

bulero” de Chaucer. Pero en Swift la ironía anda suelta y alcanza una

turbulencia desbocada, en especial en el Cuento de una barrica. William

Blake escribió que “ la exuberancia es belleza” : según esta medida, podemos

decir que el feroz Swift es el creador de una inmensa belleza.

[355]

Jonathan Swift

1667 | 1745

e n 1742, a los 75 años de edad, Swift fue declarado loco. Es importante

que no mezclemos esto con su eminencia como genio de la ironía,

pues en esta no hay nada de locura. La indignación salvaje en Swift tiene

un afecto curativo. La enfermedad que destruyó la mente de Swift

era un padecimiento del oído medio, vértigo laberíntico, que hacía que

sintiera campanazos en la cabeza y acabó con su equilibrio. Cuentan que

Swift, en medio de su sufrimiento, tomó una copia de su obra maestra,

Cuento de una barrica, leyó unas cuantas frases, lo puso a un lado y suspiró:

“ ¡Qué genio tenía cuando escribí ese libro!” .

Yo leo Cuento de una barrica dos veces al año, religiosamente, porque

es devastador y por tanto es bueno para mí. La suya es -exceptuando la

de Shakespeare- la mejor prosa de la lengua inglesa y es además un correctivo

saludable para cualquiera que tenga tendencias visionarias o

entusiasmos románticos. El Cuento de una barrica enseña los diferentes

usos de la ironía, más necesarios que nunca, para mí no menos que para

los demás.

Las cien páginas del Cuento de una barrica contienen una mezcla intoxicante

de parodia, sátira, ironías sin fin y digresiones sabias. Con los

años, yo me he convertido en un maestro infinitamente digresivo, tanto

que con frecuencia me veo obligado a preguntar a mis estudiantes dónde

estábamos antes de la última digresión. Lo cual quiere decir que no puedo

enseñar sin recordar el Cuento de una barrica, cuyo método consiste

en interrumpir con digresiones una narración alegórica, hasta que todo

se vuelve digresión. Las sátiras tienden a ser digresivas: cuando ya han

arrancado, suele surgir algo más que es necesario atacar. Swift recurre

más a la digresión que casi todos los demás satíricos: el Cuento de una

barrica es una sola digresión. Lo que Freud llama impulsos (de amor y

de muerte), para Swift no son más que digresiones. Cuando rompemos

el hilo del discurso, nos hacemos a un lado, como si fuéramos incapaces

de caminar recto. Aunque Swift pelea contra muchos enemigos en general,

sus demonios particulares son Hobbes y Descartes. La “barrica” de

su título tiene muchos significados, incluyendo un objeto sin importan[

356]

cia, pero también debe ser un chiste privado de Swift. Cuando los seguía

una ballena a corta distancia, los marineros solían echar al agua un

tonel para desviar la amenaza, y es lo mismo que trata de hacer Swift

con sus lectores, alejarlos de la metafísica materialista del Leviatán de

Hobbes. Descartes, proponedor del dualismo filosófico, es asesinado por

Aristóteles en La batalla entre los libros. El satírico ni siquiera le permite

a Descartes una muerte digna: la flecha de Aristóteles apunta a sir Francis

Bacon pero se desvía hacia Descartes.

Todo en el Cuento de una barrica es deliberadamente desconcertante;

el capítulo crucial, “Un discurso concerniente a la operación mecánica

del espíritu” ni siquiera forma parte del texto, sino que aparece como

un anexo. Si el espíritu y la materia se han de separar radicalmente, como

lo propone Descartes, entonces el espíritu deberá ser transportado allende

el reino de la materia:

Hay tres formar generales de expulsar el alma... La primera es propiamente

un Acto de Dios y se llama Profecía o Inspiración. La segunda

es propiamente un acto del Diablo y se llama Posesión. La tercera... es

consecuencia de una Imaginación poderosa... el cuarto método del Entusiasmo

religioso, o lanzamiento del alma, es puramente consecuencia de

un artificio y de una operación mecánica, y no ha sido extensamente manipulado.

Se debe poner remedio a dicha situación y el vocero de Swift está

aquí para contarnos que en la era de Hobbes y de Descartes la operación

mecánica del espíritu es efectivamente digresiva: el alma se convierte

en un vapor gaseoso que siempre se va para un lado o para el otro

cuando se mueve.

Entre la salvaje indignación de Swift y nosotros se interpone el contador

del cuento, un pozo de información equivocada, como corresponde

a quien ha sido educado como escritor mercenario de Grub Street

- y quien representa muchos de los puntos de vista que ataca-. Sin embargo

Swift no nos presenta las cosas con tanta claridad y sencillez; a

veces se deja llevar por su ego y le permite al mercenario hablar en su

nombre, aunque el pobre hombre es un antiguo bedlamita. El mercenario

escribe a favor de “ el perfeccionamiento universal de la humanidad”

; los designios de Swift no son tan exaltados, pero su vocero tiene

la preocupante tendencia a exaltarse hasta alcanzar una elocuencia muy

[357]

propia de Swift. Entre los sumos sacerdotes de la digresión, enemigos

de Swift, acólitos del dios-viento, se encuentran “ todos los pretendientes

a la inspiración de cualquier tipo” , y son descartados como vulgares

apocalípticos:

A causa de esta costumbre de los sacerdotes, algunos autores mantienen

que estos eólicos son muy antiguos sobre la tierra. Por la transmisión

de sus misterios, que acabo de mencionar, parecen ser exactamente los

mismos que aquellos otros antiguos oráculos cuyas inspiraciones eran

debidas a ciertos efluvios subterráneos de viento, transmitidos al sacerdote

con la misma fatiga y casi con la misma influencia sobre el pueblo. Es cierto,

en efecto, que estos oráculos eran frecuentemente manejados y dirigidos

por oficiantes femeninos cuyos órganos se entendía que estaban mejor

dispuestos para la admisión de aquellas ráfagas proféticas, que entraban

y salían por un receptáculo de mayor capacidad y causaban también de

esa forma un cierto prurito que, con el debido cuidado, ha sido refinado

de un éxtasis carnal a un éxtasis espiritual. Y, para confirmar esta profunda

conjetura, se insiste más adelante en que esta costumbre de los sacerdotes

femeninos se ha mantenido en ciertos refinados colegios de nuestros

modernos eólicos, que están de acuerdo en recibir su inspiración a través

del receptáculo antes mencionado, como sus ancestros de las sibilas7.

Aunque Swift dota al contador del cuento con un poco de su ironía,

lo que viene a continuación es pasmoso, además de muy ofensivo

para los feministas:

Los sabios eólicos mantienen que la causa original de todas las cosas

es el viento, principio del cual fue producido al comienzo todo este universo

y en el cual se resolverá el final; pues el mismo soplo que encendió

e inflamó la llama de la naturaleza, la apagará un día8.

Al final el blanco son los cuáqueros, pero todo el pasaje se eleva en

un crescendo como de El rey Lear. Impaciente con los defensores académicos

de Swift, Susan Gubar señala con gran sensatez el horror que el

gran satírico siente ante el “ineludible rasgo físico” de las mujeres. La

naturaleza psicosexual de Swift no era la más feliz, pero incluso si hubiera

disfrutado de arrebatos genitales con “ Stella” y “Vanessa” , sus casi

amantes, creo que la escritura de este genio encarnado de la ironía no

[358]

hubiese variado mucho, y me parece absurdo acusar a Swift de misoginia,

pues su indignación va dirigida contra toda la humanidad, hombres

y mujeres. El argumento central de Swift consiste en que todos nosotros,

de uno y otro género, estamos sujetos a la operación mecánica del

espíritu. Y también lo está Swift en este magnífico pasaje, un vapor sublime

dirigido contra los vapores:

Además, hay algo especial en las mentes humanas que fácilmente se

inflama con la accidental aproximación y colisión de ciertas circunstancias

que, aunque de apariencia insignificante y ordinaria, se encienden a

menudo en las mayores urgencias de la vida. Pues las grandes mudanzas

no siempre son efectuadas por manos fuertes, sino por una adaptación

debida a la suerte y en su momento apropiado; y no importa dónde se

encendió el fuego si el vapor ha llegado al cerebro. Pues la región superior

del hombre está pertrechada como la región media del aire; los materiales

están formados por causas muy diferentes pero que producen al

final la misma sustancia y efecto. La niebla surge de la tierra, el vapor de

los estercoleros, los efluvios del mar y el humo del fuego; sin embargo

todas las nubes son las mismas en composición y en consecuencias, y los

vahos que salen de un retrete proporcionan un vapor tan hermoso y útil

como el incienso de un altar. Hasta aquí, supongo que se me concederá

fácilmente la razón y se deducirá entonces que, así como el rostro de la

naturaleza nunca produce la lluvia sino cuando está nublado y convulsionado,

así el entendimiento humano, asentado en el cerebro, debe ser turbado

y cubierto por los vapores que ascienden de las facultades inferiores

para bañar la inventiva y hacerla fructificar9.

Si esto sigue siendo sátira, Swift se ha convertido en una de las víctimas,

papel que evitó ansiosamente disociándose de Gulliver en Los

viajes de Gulliver. El Cuento de una barrica es la mejor de las dos por la

misma razón por la cual El rey Lear es superior a Otelo: porque en Lear

y en el Cuento somos arrastrados hasta un muy peligroso borde, donde

la fuerza de la retórica y la fuerza de la pasión desbordan cualquier consideración

relativa a la forma. En su Life Against Dead (1959) [La vida

contra la muerte], Norman O. Brown plantea su famosa defensa de lo

que denominó la “ visión excrementicia” en Swift, expresión que tomó

de Middleton Murry y Aldous Huxley. Varias décadas más tarde, creo

que esta visión no necesita de nuestra compasión ni de nuestro elogio,

[359]

así como no la necesita ni en Rabelais ni en Blake, también ellos satíricos

imbuidos de energías demoníacas. Lo que el doctor Samuel Johnson

temía en Swift no era la fuerza del genio ironista sino el “ peligroso ejemplo”

de la sátira swiftiana de tantas tendencias “ religiosas” . Swift se consideraba

- y tenía razón- un devoto sacerdote anglicano que trabajaba

como deán de la catedral de San Patricio en Dublín. Pero sus parodias,

sus ironías y sus sátiras eran muestra de un genio incomparable. A juicio

del doctor Johnson, estos poderes se habían independizado del control

explícito de Swift: las campanas destruyeron la torre.

Ya establecí la diferencia entre el genio de Swift y su eventual locura,

pero a medida que leo Cuento de una barrica me siento incapaz de

apartar su genio de su furia. Al comienzo sus blancos son Hobbes y

Descartes, pero después nos incluye a todos nosotros - y también él

necesariamente convertido en víctima-. Goneril y Regan son monstruos

de las profundidades y sin embargo la furia de Lear trasciende incluso

sus provocaciones. ¡Qué difícil resulta combatir la sensación de que la

ira de Swift trasciende el entusiasmo que ataca! ¿Será posible manifestar

indignación profètica contra la profecía? ¿Qué es lo que valida la

aparente crueldad de Swift? Y en esta pregunta, es la palabra “ aparente”

la que está en tela de juicio:

La semana pasada vi a una mujer despellejada y podéis creerme que

su persona estaba alterada para peor10

La fuerza literaria de esta ironía es indiscutible: puede ser considerada

una parodia del sadismo, ¿pero cómo excluir el sabor del mismo

sadismo? Una de las razones por las cuales el Cuento de una barrica nunca

deja de sorprendernos es que es uno de los pocos libros absolutamente

originales que se ha escrito en inglés. Los dos términos fundamentales

y opuestos de los que se ocupa son lo “mecánico” y el “ espíritu” , y Swift

siente un enorme desprecio por los dos: la máquina representa lo corpóreo,

de acuerdo con la designación de Hobbes, y el espíritu es la conciencia,

aislada y reducida por Descartes. A Swift le parece que el cuerpo

como máquina es primordialmente un productor de excremento y de

fluidos sexuales, mientras que el espíritu cartesiano no es más que viento,

un vapor dañino. El cristianismo de Swift ha optado por un camino

intermedio: la razón y la verdad no nos conducen a la felicidad (una meta

muy improbable), sino al orden y a la decencia. Pero, ¡ay!, estos tèrmi-

[360]

nos han perdido gran parte de su brillo en los tres siglos corridos desde

la publicación del Cuento de una barrica. George W. Bush y la Coalición

Cristiana no serían ideales swiftianos: él exaltaba la mente, argumento

legítimo de su feroz orgullo.

No dejo de leer el Cuento de una barrica porque corrige mis inclinaciones

románticas, mi búsqueda del espíritu en la poesía romántica y

posromántica. Pero lo recomiendo a todos por su originalidad, su intensidad

demoníaca y el esplendor de su prosa. Y dado que lo que preocupa

es el genio, porque conozco muy pocas obras en inglés en donde se vea

tan claramente esta peligrosa y sorprendente explosión de genio.

viernes, 22 de julio de 2022

Alexander Pope. GENIOS. HAROLD BLOOM.





[345]

Frontispicio 32

Alexander Pope

Otros expresan que su amor es sólo por la lengua

y valoran los libros, como las mujeres a los hombres, por el vestido:

Sus elogios son quedos, el estilo, excelente:

asumen que el sentido está en el contenido.

Las palabras son como las hojas; donde más abundan

escasea el fruto del sentido.

La falsa elocuencia, como el lente prismático,

esparce sus colores chillones por doquier.

Ya no distinguimos el rostro de la naturaleza

y todo brilla igual, alegre sin diferencias;

pero la verdadera expresión, como el sol inmutable,

aclara y mejora todo aquello sobre lo cual relumbra,

dorando todos los objetos sin alterar ninguno.

La expresión es el ropaje del pensamiento, y es

más decente cuanto más apropiado;

la vil vanidad expresada en palabras pomposas

es como un bufón vestido de púrpura;

pues hay un estilo para cada tema,

así como cada país, cada ciudad y cada corte tienen su traje.

Algunos pretenden la fama con palabras antiguas;

¡suspalabras son antiguas, su estilo, moderno!

Tan elaboradas naderías, en estilo tan raro,

fascinan al ignorante, y hacen sonreír al culto.

En su Ensayo sobre la crítica [Essay on Criticism], su primer poema

importante, Pope advierte a los críticos sobre los engaños de los falsos

poetas. Aunque era muy joven aún, decidió ocupar la posición de moralista

literario, vacía desde la muerte de Ben Jonson, amigo y rival de

Shakespeare. Alexander Pope era un enano de cuerpo contrahecho por

la tuberculosis infantil, y seguramente no parecía el candidato más idóneo

para convertirse en el gran poeta inglés de la Ilustración europea.

Buscar equivalentes del precoz genio técnico de Pope nos obliga a pen-

[346]

sar en John Milton, AlfredTennyson, o el recientemente fallecido James

Merrill. Estos, como Pope, eran artistas del verso desde niños, más

magos que escritores.

Pope era un genio de la sátira como su amigo Jonathan Swift, y esto

es un peligro para cualquier escritor. Los lectores no suelen amar la

sátira: nos da miedo bañarnos en ácido, aunque sea saludable. Pope no

es tan salvaje como Swift, pero sí va más allá que cualquiera de los

satíricos vivos:

Que Sporus tiemble: “ ¿Qué? ¿Sporus, esa cosa de seda,

esa cuajada blanca de leche de burro?

Sátira o sentido: ¡vaya! ¿Acaso siente Sporus?

¿Quién aplasta a una mariposa con una rueda?” .

Pero permítanme sacudir este insecto de alas doradas,

este niño pintado de caca que hiede y pica;

cuyo zumbido irrita al sabio y al hermoso

sin probar nunca la sabiduría ni disfrutar la belleza,

como los perros de raza que se deleitan educadamente

murmurando sobre la caza que no osan morder.

Sus eternas sonrisas traicionan su vacuidad,

como los riachuelos pandos que corren de hueco en hueco.

Aunque hable con florida impotencia,

cuando el apuntador respira, la marioneta chilla;

o, sapo familiar al oído de Eva, se lanza

en escupitajos, mitad espumarajo, mitad veneno,

que son retruécanos o política, o cuentos o mentiras,

rencor o tizne, rimas o blasfemias.

Su ingenio es un balancín que va de aquel a este,

Ora arriba, ora abajo, ora conquista, ora fracaso,

él mismo una antítesis vil.

¡Cosa anfibia que puede desempeñar cualquier papel!,

el de la cabeza frívola o el del corazón corrupto,

petimetre en el tocado, zalamero en la mesa,

ya baila con una dama, ya se pavonea ante un señor.

Los rabinos lo declaran la tentación de Eva,

carita de querubín aunque de resto sea un reptil;

la belleza nos sorprende pero nadie confía en su papel;

su ingenio se arrastra y su orgullo muerde el polvo.

[347]

No importa quién se supone que fuera Sporus (lord Hervey, que

había atacado a Pope). Al leer este pasaje, el lector bien puede reemplazar

su nombre con el de su malignidad literaria favorita.

[348]

Alexander Pope

1688 | 1744

HAY g r a n d e s p o e t a s que siempre tuvieron que maldecir al margen,

como William Blake, y otros que fueron ignorados por sus contemporáneos,

como Emily Dickinson y Gerard Manley Hopkins. Pero el genio

de Pope era público, como el de Ben Jonson, o el de lord Byron, o el de

Oscar Wilde. Estos fueron noticia como no ha logrado serlo ningún

escritor de verdadera eminencia en la actualidad a pesar de que hoy tenemos

genios de la publicidad, si bien no es a eso a lo que me refiero

con “ genio público” .

Pope empezó la vida con demasiadas desventajas: era un católico

romano fervoroso (aunque de doctrinas dudosas) en un país en el que

los católicos estaban excluidos de Londres y de las universidades. Era

jorobado, como el Ricardo m de Shakespeare, y enano. Pero también fue

un niño prodigio como poeta y sus dotes fueron casi universalmente

reconocidas. Nadie lo supera como artista del verso en inglés, aunque

tiene algunos iguales: Milton, Tennyson, James Merrill. No hay un solo

verso inferior en Pope: los lugares comunes de tipo moral en Ensayo sobre

el hombre [An Essay on Man] me irritan pero su expresión es intachable.

Dondequiera que uno lea, se topa con unja piedra preciosa:

¡Ah! Si bailar toda la noche y pavonearse todo el día

sirviera de encantamiento contra la viruela o alejara la vejez,

¿quién no despreciaría el cuidado de la esposa,

quién aprendería una sola cosa útil sobre la tierra?

Caen los poetas como caen aquellos a quienes celebraron en sus versos,

sordo el oído alabado y muda la armoniosa lengua.

¡Ah, si pudiese subir al ala menonia

sus brazos, sus actos, su reposo, para cantarles!

[349]

¡Qué mares atravesó! ¡Y en qué campos y qué tanto

peleó por la paz del país, tan duramente ganada!

Así ante la intuición de su llegada, y su secreto poderío,

el arte sale en persecución del arte, y todo se vuelve noche.

Se ha alabado con razón la unión del sonido y el sentido en Pope,

pero a mí me interesa el genio, o el otro yo. Aunque Pope fue el apóstol

de la razón, la naturaleza y el orden, y así lo dejó establecido el doctor

Samuel Johnson, su persona pública es engañosa. Hay una energía furiosa

que impulsa su obra, pero no se parece en nada a la furia irónica

que anima las sátiras de su amigo íntimo Jonathan Swift, quien da el

paso que lo separa del abismo de la digresión. Pope, como Racine, nunca

pierde el control, pero el lector no puede dejar de percibir la oscuridad

que se acumula, sin caer del todo.

Y hubo mucha oscuridad. A los 16, una infección tuberculosa le torció

la columna; y a pesar de su poca estatura y del tormento de los dolores

de cabeza y del cansancio, logró crear un arte superior a su

deformación. La elegancia, el poder y la proporción de su memorable

poesía lo fortalecieron moralmente y le permitieron soportar su larga

enfermedad. La energía que impulsa su obra casi hace de él una culminación

demasiado exuberante de la tradición neoclásica de Ben Jonson,

Denham, Waller, Dryden. El doctor Samuel Johnson, el Shakespeare

de la crítica, amaba a Dryden pero consideraba que Pope era la perfección

en la poesía, y quizás esa fue la razón por la cual él mismo no escribió

más que dos poemas importantes, “Londres” [London] y “La

vanidad de los deseos humanos” [The Vanity of Human Wishes]. Nos

encontramos ante un acertijo: Dryden, Pope y Johnson sabían que Shakespeare

y John Milton superaban con creces la cota del neoclasicismo

(Chaucer no era tan accesible, por su lenguaje). Pope y Johnson hicieron

ediciones de Shakespeare y Dryden los precedió en la proclamación de

la supremacía de Shakespeare. Dryden, Pope y Johnson consideraban

que Milton estaba justo debajo de Shakespeare. En este punto empieza

a operar una compleja división: de acuerdo con Johnson, la versión que

Pope hizo de Homero “afinó la lengua inglesa” y, por tanto, a Dryden.

¿Significa esto que era necesario perfeccionar a Shakespeare y a Milton?

¿Se someterían a ello? ¿O acaso representaban algo más grande, algo que

[350]

espolearía a los poetas de 1740, como Collins, Grey y los Warton, obligándolos

a crear la Nueva Poesía que Johnson desaprobaba? La cuestión

se volvió más urgente a partir de 1780, con William Cowper y

William Blake, y se convirtió en una polémica de grandes proporciones

con Coleridge, Wordsworth, Shelley y Keats.

Aunque Pope lo veneraba, Shakespeare no logró inhibir a este escritor

de sátiras morales y de falsas épicas. Sus obras maestras son El

robo del rizo [The Rape of the Lock] y La Dunciada [The Dunciad], falsas

épicas, la primera de las cuales está brillantemente entretejida con

El paraíso perdido, mientras que la segunda lo está con Milton y con la

Biblia inglesa. El doctor Johnson tenía en la más alta estima su traducción

de Homero, cosa que nos resulta inexplicable. El Homero de Pope

le dio a este independencia económica y lo convirtió en el primer poeta

inglés desde Shakespeare capaz de vivir cómodamente de sus ingresos,

pero no conozco a nadie que lo lea (o que pueda leerlo) hoy en día.

Lo falso heroico en Pope fue definido por Maynard Mack como “ la

metáfora del tono” , simultánea y ambivalentemente cómico y destructivo.

Esta ambivalencia es magistral en La Dunciada, la obra más importante

de Pope y en la cual me concentraré aquí. La Dunciada es comedia

de la mejor, y sin embargo es tan destructiva como Swift. La lectura de

El cuento de la barrica me produce cierta turbación, y en cambio me río

con La Dunciada.

A William Blake no le gustaba Pope, pero hay afinidades curiosas

entre ellos como escritores apocalípticos que eran: resulta esclarecedor

leer “Night the Ninth, Being the Last Judgment” [Noche la novena,

siendo el juicio final], de Los Cuatro Zoas, al tiempo con el libro cuarto

de La Dunciada. Blake está escribiendo profecía, no épica falsa, pero es

que en Pope este es un modo profètico. A mí me resulta fascinante el

poco interés que La Dunciada despertaba en el doctor Johnson, quien

consideraba que en ella “ prevaleció la irascibilidad de Pope” , quien

“ confesaba su propio dolor a través de su rabia pero no causaba dolor a

quienes lo provocaban” . Johnson se dio perfecta cuenta de que La Dunciada

es swiftiana - y Swift no lo hacía nada feliz-, pues es “demasiado

petulante y maligna” y contiene imágenes vulgares en exceso. Lo que

La Dunciada y El cuento de la barrica temen es a la locura cultural universal.

Ahora en 2001, cuando escribo, la locura cultural se ha vuelto un

infierno y ninguno de nosotros se puede sustraer a ella. No necesitamos

una nueva Dunciada; la de Pope sigue siendo minuciosamente relevante

[351]

y profetiza sin equivocarse el triunfo del Reino de los insulsos en las

universidades y los medios de comunicación, enemigos de la cultura:

Al pie de su escabel, la Ciencia gime encadenada

y el Ingenio teme al Exilio, las Penas y el Dolor.

Allí, la Lógica rebelde espumajea, amordazada y atada,

y más allá, desmantelada, la bella Retórica languidece por los suelos;

Nacen de la Sofistería sus armas romas,

desvergonzadas Procacidades adornan sus ropajes.

La Moralidad, atraída por sus falsos guardianes,

el Embrollo cubierto de pieles, la Casuística con sus vestiduras,

se queda sin aliento mientras ellas halan la cuerda a uno y otro lado

y muere, cuando la Insulsez da la orden a su paje.

sólo la insana Instrucción permanece libre,

demasiado loca para las cadenas,

ora dirigiendo su mirada extática hacia el espacio,

ora corriendo alrededor del círculo, donde encuentra su cuadrado.

Las Musas yacen atadas por diez lazos

bajo la mirada vigilante de la Envidia y del Halago:

allí quiso la entristecida Tragedia enterrar en su corazón la daga

que debía hender el pecho de la Tirana

pero la sensata Historia contuvo su rabia,

y le prometió Venganza en una era bárbara.

Es allí donde yo enseño y donde enseña todo el mundo hoy en día,

y es allí donde se lleva a cabo la crítica y la especulación cultural (basta

mirar el suplemento cultural de los periódicos). El magnífico pasaje final

de La Dunciada nos anuncia hacia dónde vamos todos y dónde (evidentemente)

queremos ir:

En vano, en vano —la Hora que todo lo compone

cae sin resistencia: la Musa obedece al Poder.

¡Ya viene! ¡Ya viene! el trono oscuro sostenido

por la Noche primitiva, por el antiguo Caos.

Ante ella, las doradas nubes de la Imaginación se desvanecen

y todos sus variados arco iris mueren.

Los fuegos momentáneos del Ingenio estallan en vano,

cae el meteoro y expira en un instante.

[352]

Así como las estrellas enfermas, temblando de miedo la casta de

/ Medea,

desaparecen una a una del valle etéreo,

como los ojos de Argos, tocados por la vara de Hermes,

se cierran uno a uno para descansar eternamente,

Así, al sentir su cercanía y su poder secreto,

Arte tras Arte se apagan y todo se vuelve Noche.

¡Mirad cómo huye a hurtadillas la Verdad a su antigua caverna,

mientras se apilan sobre su cabeza las montañas de la Casuística!

La Filosofía, que antaño se apoyara en el Cielo,

se encoge hasta su segunda causa y desaparece.

¡La Física y la Metafísica ruegan que se las defienda,

y la Metafísica pide su ayuda al Sentido!

¡Ved cómo vuela el Misterio hacia las Matemáticas!

¡En vano! Miran fijamente, se marean, desvarían y mueren.

La Religión abochornada cubre con un velo sus fuegos sagrados

y la Moralidad fallece en la inconsciencia.

No hay Llama pública o privada que se atreva a brillar

ni queda ni una chispa humana ni una fugaz mirada divina.

Tu temible imperio, oh Caos, se ha restablecido;

la luz muere ante tu palabra estéril;

tu mano, gran Anarquía, deja que caiga la cortina

y que la Oscuridad Universal lo entierre Todo.

La risa demoníaca de Pope ante el horror cultural tiene un toque

de deleite ante la destrucción. El libro cuarto de La Dunciada se publicó

en 1742; en 2001, me asusta.

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