viernes, 14 de mayo de 2021

5 de mayo de 1998 Luis Buñuel, cineasta de las dos orillas. A VIVA VOZ. CARLOS FUENTES.

 


5 de mayo de 1998

Luis Buñuel, cineasta de las dos orillas

Señoras y señores:

En 1950, estudiaba en la Universidad de Ginebra y frecuentaba un cine-club en la ciudad suiza. Allí vi por vez primera Un perro andaluz de Luis Buñuel. El presentador de la película explicó que se trataba de la obra de un cineasta maldito muerto en la guerra de España.

Levanté la mano para corregirlo. Buñuel estaba vivito y, supongo, coleando, en la ciudad de México y acababa de filmar una película, Los olvidados, que sería presentada ese mismo año, 1950, en el Festival de Cannes.

Hoy, vuelvo a levantar la mano para honrar la vida sin fin de uno de los grandes artistas del siglo XX, nacido con el siglo, en 1900, en la población aragonesa de Calanda.

Todos ustedes conocen los datos biográficos y me limitaré a resumirlos.

La educación católica —Buñuel, como Simón Bolívar y Fidel Castro, fue alumno de los Jesuitas.

La revuelta contra los valores tradicionales al lado de los jóvenes compañeros de la Residencia de Estudiantes de Madrid.

La amistad —y las bromas— con Salvador Dalí y Federico García Lorca.

El viaje a París y el aprendizaje cinematográfico con Jean Epstein en la versión de La caída de la Casa de Usher de Poe.

La comunión con el movimiento surrealista, la filiación con Dalí en Un perro andaluz gracias al dinero enviado por la madre de Buñuel, y el escándalo mayúsculo al estrenarse, en 1930, La edad de oro.

El advenimiento y caída de la república española y la filmación del documental Las Hurdes.

El exilio en Hollywood, primero y, en seguida, el trabajo en el Museo de Arte Moderno de Nueva York durante la Segunda Guerra, hasta el arribo a los Estados Unidos de Dalí y su denuncia de Buñuel como peligroso ateo, anarquista y comunista.

El peregrinaje hacia México con su mujer, Jeanne, su hijo mayor, Juan Luis, y 300 dólares en el bolsillo.

Su residencia permanente en México, el nacimiento de Rafael el Benjamín, el apoyo de Óscar Dancigers para Los olvidados, el premio a la mejor dirección en Cannes y lo demás es historia.

Una historia tachonada de amigos, apoyos, gratitudes, cuyos nombres más altos son los guionistas Luis Alcoriza, Julio Alejandro y Jean-Claude Carrière, los productores Raymond y Robert Hakim, Gustavo Alatriste, Manuel Barbachano y, sobre todos, Serge Silberman. El grandísimo fotógrafo Gabriel Figueroa. La constelación de actores que iré nombrando en el curso de esta conferencia.

Y sobre todo, el número infinito de los amigos que pudimos gozar de su espléndido sentido del humor, su gracia pícara, su discreto sentido de haber vivido la cultura entera del siglo y de poder compartirla con uno, su emotiva devoción a la amistad, entendida como un lazo que le resta importancia a cualquier enemigo.

La amistad como una manera de festejar y participar pero también como la capacidad de permanecer juntos en silencio.

Vimos juntos muchas películas, desde la Roma de Fellini que Buñuel admiró tremendamente en razón de su libertad creadora, pasando por Senderos de gloria de Kubrick, que conmovió sus sentimientos políticos y morales, hasta el Rey de reyes de Nicholas Ray en un cine de la ciudad de México, de donde fuimos expulsados a gritos y silbidos cuando Satanás, en el desierto, tienta a Cristo con una visión de cúpulas doradas y minaretes lujosos. “¡Joder —exclamó Buñuel—, que le ha ofrecido Disneylandia!”

De manera que esta noche, permítanme una vez más ir al cine con Luis Buñuel. Pero esta vez, a ver las películas del propio Luis Buñuel.

CORTE A EXTERIOR. ISLA DESIERTA. DÍA. PANORÁMICA.

Robinson Crusoe mira su isla desde lo alto de una montaña. Se da cuenta de que su reino es el de la soledad. Empieza a gritarle a las montañas, en espera de la única voz humana que puede escuchar, la única compañía que le está reservada: la voz propia, el eco de Robinson Crusoe.

Famosamente, Jean Paul Sartre dijo, “El infierno son los demás”. Buñuel, honesta y hasta humildemente, pregunta: “Pero ¿puede haber un paraíso sin la compañía de nuestros semejantes?”

Buñuel es demasiado casto políticamente (no políticamente correcto: simplemente limpio y modesto pero moralmente fuerte) para enarbolar ideologías o simplificar un tema inmensamente complicado como lo es el de la solidaridad humana, nuestra relación con nuestros semejantes…

Una de las películas que vi con él fue Milagro en Milán de Vittorio de Sicca. Buñuel salió descontento de la sala. Se oponía a la visión simplista de los ricos como una clase uniformemente egoísta, estúpida y cruel, y de los pobres como una clase, sin excepción, bondadosa, casi angelical en su inocencia y fraternidad manifiestas.

Claro, Buñuel podía ser implacablemente crítico de los discretos encantos de la burguesía. Basta recordar su extraordinaria galería de personajes autocomplacidos, hipócritas o fríamente inhumanos, desde las ampliamente dotadas matronas y los barbados directores de orquesta de La edad de oro hasta la extraordinaria disección del chovinismo machista, género hispánico, en las grandes caracterizaciones finales de Fernando Rey: el hidalgo que seduce niñas, droga a virginales monjas antes de violarlas, se proclama liberal en las tertulias para salvar su apariencia pública pero bebe chocolate con los curas en casa para salvar su alma privada.

Pero a los pobres no les va mejor. La crueldad del joven criminal “el Jaibo” (Roberto Cobo) o del siniestro ciego (Miguel Inclán) en Los olvidados, del guarda del coto de caza en Diario de una camarera, de la mercenaria madre de Conchita en Ese oscuro objeto del deseo, o de la aviesa tribu de mendigos en Viridiana, confirman la certeza a menudo expresada de Buñuel en el sentido de que la pobreza no ennoblece a nadie. Degrada, degrada casi tanto —o más— como la insolente riqueza.

El hecho de que la crueldad sea más disfrazada, más engañosa, en la discretamente encantadora burguesía, no desvirtúa, en Buñuel, una mirada abarcadora y sin pestañeos de la crueldad, el egoísmo y la violencia como las espesuras naturales en la selva del homo homini lupus —el hombre lobo del hombre.

En los barrios perdidos de México o en los elegantes salones de París, los hombres y las mujeres son victimarios y víctimas.

Buñuel dice esto porque cree que es cierto, que la crueldad es una roca profundamente asentada a la que debemos mover con una fuerza difícil de obtener sin sucumbir, en el camino, a la vacuidad ideológica o a la sublimación caritativa.

A esta visión dura y exigente le da su fuerza el principio de la solidaridad en Buñuel. Yo creo que ningún realizador se ha acercado al principio de la solidaridad humana con tanta originalidad y con tanta reserva artística como Buñuel.

No Eisenstein y su obvio proselitismo.

No Chaplin y su facilidad sentimental.

No Capra y los triunfos de Gary Cooper y James Stewart sobre el plutócrata Edward Arnold gracias al excepcionalismo norteamericano, the land of the free, la tierra de los libres por definición.

Ni siquiera el conmovedor soliloquio de Henry Fonda en Las uvas de la ira de John Ford.

Ninguno de estos ejemplos, en mi consideración, alcanza la profundidad de una sola escena de Buñuel: El sacerdote itinerante, ingenuo y abusado, Nazarín, ha tratado de imitar a Cristo sólo para ser burlado, golpeado y crucificado por tomarse el trabajo de seguir las enseñanzas de Jesús, muchas gracias. Conducido con una cuerda de presos, le es ofrecida una piña por una mujer compasiva. Primero, Nazarín rehúsa el regalo, haciéndonos sentir que se considera indigno de él. Pero un instante después, se regresa, acepta la incómoda fruta y le da las gracias a la mujer: —Que Dios se lo pague.

Nazarín, interpretado con una dulzura y dolor conmovedores por el gran Francisco Rabal, ha perdido la fe en Dios, pero ha ganado la fe en los hombres. Sus palabras son una respuesta a la soledad de Robinson. El eco del náufrago solitario encuentra una voz en la gratitud del sacerdote socialmente ligado. O re-ligado, que es lo que significa la palabra religión.

CORTE A INTERIOR. NOCHE. FINCA CASTELLANA. MEDIO PLANO.

La novicia Viridiana, vistiendo su largo camisón blanco, se arrodilla a rezar y abre su negro maletín de viaje, extrayendo de él crucifijo, corona de espinas, martillo y clavos. De la misma manera que un mecánico sacaría tornillos, perforadoras y cilindros.

Son los instrumentos de su profesión. Son, asimismo, una ilustración del cuidado minucioso con que Buñuel escoge los objetos en sus películas.

Como todos sabemos, Buñuel sentía pasión por la entomología y uno de sus libros de cabecera era el estudio de Fabre sobre la vida de las abejas, las avispas y los escarabajos.

La cámara, en ocasiones, hace las veces de microscopio. El cineasta se aproxima a las cosas sin interrumpir la acción. Un lento y baboso caracol puede recorrer la mano de Nazarín mientras el sacerdote le explica su filosofía panteísta a las dos barraganas, que se le han unido en su peregrinación.

Escorpiones en La edad de oro. Mariposas con cabezas de muerte en Un perro andaluz. Perros trotando debajo de los carretones en Viridiana. Y borregos entrando a una iglesia en El ángel exterminador. Tales son los objetos animados del mundo natural o alienado que Buñuel exhibe para demostrar, no nuestra enajenación al mundo de los objetos, sino precisamente la presencia de las cosas que sostienen nuestros mundos mentales, eróticos o políticos.

El materialismo de Buñuel recorre la gama de lo cotidiano a lo escandaloso. Pero aun los actos más físicos —comer, caminar, hacer el amor— pueden convertirse en protagonistas de una pesadilla jamás soñada.

El grupo de sibaritas del Discreto encanto… nunca puede sentarse a gozar de una buena comida.

En El fantasma de la libertad, los actos de comer y defecar son moralmente invertidos.

Fernando Rey no puede penetrar el cinturón de castidad medieval de Carole Bouquet en Ese oscuro objeto… y en Viridiana no puede tocar el virginal cuerpo de Silvia Pinal sin drogarla primero y luego escuchar un disco de El Mesías de Haendel.

Aun así, el oscuro objeto del deseo se nos escapa constantemente. Lejos de ser pasivos o inánimes, los objetos se mueven, sobre todo cuando son sujetos humanos que una percepción deformada o un orden social sofocante, han convertido en cosas.

En La vida criminal de Archibaldo de la Cruz hay, a mi parecer, un desenlace demasiado fácil cuando el protagonista (Ernesto Alonso) alcanza el verdadero amor y deja atrás el mundo de sustitutos deificados de la carne humana que tan cuidadosamente alojó en su mente: una cajita musical con una bailarina mecánica, la sangre corriendo por el muslo desnudo de su nana, el maniquí de cera de la mujer deseada, Miroslava.

Pero en Diario de una camarera, Buñuel demuestra que se ha leído de cabo a rabo al maestro Freud. El viejo duque que emplea a la recamarera Celestina tiene una fijación fetichista con el calzado — como Imelda Marcos. Y el fetichismo, nos enseña Freud, puede significar una sustitución de deseos, una sublimación del trabajo o, aun, el trabajo mismo de los sueños…

En Diario de una camarera, Jeanne Moreau, la más inteligente de las actrices en el más inteligente de sus papeles, lo observa todo y no se deja engañar por nada.

El desfile de disfraces sexuales, degradaciones morales y distorsiones sociales pasa frente a su mirada fría e irónica. Solamente al final de la película, cuando todos estos hechos aislados se reúnen en el haz de una realidad política —el ascenso del fascismo— comprendemos la extraordinaria manera como Buñuel ha cimentado el horror político en el horror individual.

Aquél —el horror político— debe ser denunciado y atacado. Pero éste —el horror individual— debe ser comprendido, incluso compadecido, acaso denunciado como la máscara moral de la iniquidad social.

Buñuel da el paso de más. Subsume el análisis sicológico en la mirada redentora del humor. Esto me parece obvio en el Un perro andaluz, donde el protagonista, Pierre Batcheff, está batallando sin cesar con sus memorias de la infancia y las represiones de su juventud, trátese de una mochila escolar o de un piano relleno de burros muertos.

Pero de todos los filmes de Buñuel, hay uno en el que el humor y la sicopatología se reúnen de manera brillante y enervante. Me refiero a la película mexicana Él (1953), que debuta, precisamente, con una escena de fetichismo del pie.

El protagonista, maravillosamente actuado, gracias a su absoluta falta de ironía, por Arturo de Córdova (“No tiene la menor importancia”) es un mexicano de clase alta, cuarentón, católico, virgen y burgués. Sólo le faltó ser de Guadalajara. Cada Jueves Santo, devotamente, Arturo lava los pies de los pobres en la Catedral. Pero esta vez, súbita, convulsivamente, se topa con un par de preciosas pantorrillas y pies exquisitamente calzados, pertenecientes a la no menos exquisita actriz argentina Delia Garcés.

Arturo primero se enamora de los pies y los zapatos de Delia y en consecuencia cree que se ha enamorado de la mujer misma. Sin embargo, tanto el fetiche como la fémina no son sino las aperturas — uso la palabra a propósito— de los celos patológicos de Arturo.

Desea los pies a fin de desear a la mujer pero desea a la mujer para hacer de ella el objeto de unos celos que dejan a Otelo a la altura moral de un principiante que no amó sabiamente pero sí en demasía, engañado por el villano de la pieza, Yago.

No así en el Otelo de Buñuel. Nadie engaña al celoso sino el celoso mismo. Y es que los celos matan el amor, pero no el deseo. El hombre celoso detesta a la mujer que rompió el pacto de amor, pero sigue deseándola porque la traición, a su manera de ver, fue prueba de la pasión misma de ella. Arturo cree que Delia lo ha traicionado, lo cual es manifiestamente falso. Pero Arturo debe creerlo a fin de poder seguir deseándola, a pesar de la traición, como si Delia en efecto lo hubiese engañado. Pero ello significa que la malvada, aunque sea deseada o a pesar de ser deseada, debe ser castigada.

La manera como Buñuel escenifica este sicodrama es asombrosa. Por principio de cuentas, Arturo, durante la primera noche de amor, se acerca a Delia, quien mantiene los ojos cerrados ante los avances eróticos de Arturo. Éste se aparta, preguntando furiosamente: “¿En quién estás pensando?”

Durante la luna de miel, nuestro Otelo criollo está convencido de que el vecino en el cuarto de al lado los está espiando y procede a introducir una larga y puntiaguda aguja por la cerradura.

Finalmente, en el paroxismo de los celos, entra a la recámara de la novia armado con un ominoso conjunto de instrumentos: cloroformo y algodón, cuerdas, hilo y aguja…

Vaya puntada. O no hay remedio sin remiendo. Dígalo si no la gran reparadora de virgos, nuestra madre la Celestina.

Arturo, el Otelo mexicano, termina encerrado en un monasterio, dentro de su original claustro católico, convencido de que allí ha encontrado, en la religión, la salvación… Hasta que, en la escena final, vestido con hábito monacal, se aleja por un corredor zigzagueando hacia una forma secreta e infinitamente inquietante de la locura.

No es de extrañar que, año con año, Jacques Lacan, el jefe de la escuela freudiana de París, iniciase sus cursos sobre sicopatología en la Sorbona exhibiendo esta película de Buñuel. Cuando se estrenó en 1952 en el Cine Mariscala de la ciudad de México sólo estábamos en la sala una docena de espectadores —entre ellos, lo recuerdo, Salvador Elizondo. La película permaneció en cartelera tres días.

CORTE A INTERIOR. NOCHE. ESTUDIO 28. PARÍS. 1930.

Arrojan tinteros a la pantalla. Las pinturas de Dalí, Miró, Max Ernst, Tanguy y Man Ray en el vestíbulo son destruidas a navajazos. Los Camelots du Roi, los pandilleros fascistas franceses, han cumplido su trabajo. Han interrumpido la proyección de La edad de oro de Buñuel, exclamando, típicamente, “¡Muerte a los judíos!” El comisario de la policía parisina, Jean Chiappe, especialista en prohibir películas y proteger prostíbulos, legaliza el vandalismo, prohibiendo futuras proyecciones de la película.

En efecto, La edad de oro no sería vista públicamente en Francia hasta 1966, cuando el heroico curador de la Cinemateca Francesa, Henri Langlois, la volvió a poner en su sitio: la pantalla del Palais de Chaillot.

Yo estuve allí. El entusiasmo de los jóvenes reunidos era digno de verse. Buñuel les había devuelto una parte de su libertad perdida.

No diré que esto tuvo algo que ver con los eventos de la famosa “Revolución de Mayo” del 68 parisino. Pero existe una afinidad entre Buñuel, el surrealismo, la anarquía y una rebelión estudiantil que proclamaba “La imaginación al poder” y “Prohibido prohibir”. Una rebelión que sentía descender de Marx —hay que cambiar al mundo— y de Rimbaud —hay que cambiar la vida.

Buñuel formó parte del movimiento surrealista nacido del horror sangriento de la Primera Guerra Mundial: el horror ante el absurdo de la muerte de millones de jóvenes sacrificados sin sentido. Originado en el Café Voltaire de Zúrich bajo la inspiración de Tristán Tzara y Hans Arp, el movimiento primero llamado DADÁ quería crear una sociedad más libre en la que, por vez primera, se diesen la mano la revolución social y la imaginación artística, la libertad social y la expresión de nuestros más hondos y oníricos deseos humanos.

Los enemigos de semejante proyecto eran la Iglesia, el Ejército y el Estado. Esta trinidad represiva no podía ser derrotada tan sólo por la revolución política, sino por la de la mente y las costumbres. “El Surrealismo al Servicio de la Revolución”, proclamó el Papa del movimiento, André Breton. Restaurar la unidad perdida. Encontrar el punto donde los opuestos se juntan.

Hoy, después de los horrores del siglo XX, sabemos que el deseo de totalidad al que aspiraban los surrealistas no está muy lejos del espíritu del totalitarismo que practicaron sus enemigos. La unidad es peligrosa si no coexiste con la diversidad.

De manera que si los logros artísticos del surrealismo son considerables, políticamente su alianza con la revolución proletaria resultó imposible, Stalin se encargó de ello. La ruptura era inevitable. Aragón y Eluard se unieron al Partido Comunista, Breton mantuvo la pureza aislada de la fe, Salvador Dalí se convirtió en Avida Dollars y Robert Desnos murió en el campo de concentración nazi de Theresienstadt. Y desde el exilio en el nuevo mundo, Max Ernst y Luis Buñuel continuaron caminos de creación propios.

“Asombradme”, “Étonnez moi”, demandó un día Jean Cocteau. Y eso, exactamente, hicieron los surrealistas, asombrar. A veces con bromas descomunales, a veces con espléndidas películas, poemas y pinturas, pero siempre con la convicción de que una sociedad adormilada debía ser, ante todo, sacudida y sacada de su siesta.

Un perro andaluz y La edad de oro siguen asombrando hasta el día de hoy. Desde la escena del ojo rebanado con que se abre la visión de la primera hasta la tambaleante salida de un Cristo ebrio del castillo del Marqués de Sade en la segunda, el escandaloso asombro estaba allí. Pero en Buñuel no hubo nunca sólo escándalo por el escándalo, sino escándalo político y social.

Gastón Modot, el protagonista de La edad de oro, llega a una cena-concierto, le da una cachetada a la oronda anfitriona, le jala las barbas al director de la orquesta y ama violentamente sobre la grava del jardín a la insatisfecha heroína (Lya Lys) que hasta ese momento debía contentarse con recibir vacas lecheras en su cama y chuparle el dedo gordo a las estatuas de su jardín.

Pero Modot llega a la fiesta después de recorrer calles plagadas de anuncios —más que en el Periférico— urgiéndole a consumir y consumir en nombre del amor, o hacer el amor sólo si primero ha comprado los estimulantes del amor: brassieres, medias de seda, artefactos depilatorios, perfumes y cremas varias.

El hombre que tan violentamente irrumpe en la distinguida recepción concertante es impulsado por los deseos que la sociedad le ha impuesto. Es, en este sentido, el primer antihéroe fílmico de la sociedad de consumo, que hoy en día, sólo en los Estados Unidos de América, gasta 13 mil millones de dólares anuales en cosméticos.

Eres lo que compras. Compras lo que eres. Eres lo que tienes, tienes lo que usas, usas lo que tirarás a la basura.

Una pregunta política cuelga sobre todo ello: ¿Cómo puede llamarse conservadora una sociedad que no conserva nada?

Semejante visión crítica de la sociedad acompañará a Luis Buñuel a lo largo de su carrera.

Una visión a veces feroz y cruel, a veces maravillosamente lírica y cómica. Hay en este cineasta una vida entera, toda una enseñanza de tolerancia y humor, al cabo una madurez perceptible entre la recepción violentamente descrita en La edad de oro y la sucesión elegante de tranquilas interrupciones del Discreto encanto de la burguesía.

Pero atención: entre uno y otro momento, se sitúa la denuncia más feroz y más angustiosa en ese abismo dramático y cumbre del humor que es El ángel exterminador, acaso la más profunda crítica social en la carrera del director.

Buñuel profesaba una debilidad por el anarquismo. Por ello, le deleitaban las películas de Buster Keaton, el cómico de la cara de palo y del desastre incontrolable, de quien Buñuel, hermosamente, escribió: “Su expresión es tan modesta como la de una botella, pero en los círculos claros de sus ojos, su alma ascética hace piruetas”.

Otros favoritos eran Laurel y Hardy, el Gordo y el Flaco, ángeles extraordinarios, por derecho propio, de pastelerías, automóviles y mansiones suburbanas.

Sin embargo, Buñuel era un anarquista práctico o, si ustedes lo prefieren, reflexivo. Una vez me dijo: “Teóricamente es maravilloso pensar en volar el Museo del Louvre. En la práctica, mataría a quien lo intentase…”

Y añadía: “¿Por qué no sabemos distinguir claramente entre las ideas y la práctica? A los sueños no les pedimos que se vuelvan realidad cuando despertamos. Nos volveríamos locos cada mañana”.

“Étonnez moi!” “¡Asombradme!”

Buñuel relata cómo visitó a André Breton cuando el gran surrealista agonizaba. Breton tomó la mano de Buñuel y le dijo: “Amigo mío, ¿se da usted cuenta de que ya nadie se escandaliza de nada?”

Había terminado una época. ¿Quién podía reír cuando Benjamin Péret decía que el acto surrealista perfecto es salir a la calle y disparar indiscriminadamente contra los paseantes? ¿Quién, después de los horrores organizados de Hitler y Stalin? ¿Quién, después de la violencia cobarde de ETA?

Podemos reír ante la imagen de una monja cayendo por el cubo vacío de un ascensor en Archibaldo de la Cruz. No podemos reír de una monja arrojada viva desde un avión de la Fuerza Aérea Argentina por un militar sadista llamado Astiz, el Ángel de la Muerte. Sí, el ángel exterminador…

CORTE A EXTERIOR. NOCHE. SEMANA SANTA EN CALANDA, ARAGÓN, ESPAÑA.

Repetidamente, a medida que Buñuel exiliaba la música de sus películas, la banda sonora convocaba el estruendo de los tambores de la Semana Santa en Calanda, recordándonos que Buñuel, artista universal, hombre cosmopolita, era, radicalmente, un español. Ello le dio una superioridad muy notable sobre las manifestaciones puramente teóricas o analíticas del surrealismo francés; la cultura de Buñuel tiene raíz y esa raíz es española.

Esto le da a Buñuel un poder muy grande. Le permite rendir homenaje en sus películas a la tradición hispánica, la verdadera, la que asume la tradición para levantar sobre ella una nueva creación que, a su vez, enriquece a la tradición.

La relación entre el poder y la impotencia, entre la crueldad y la inocencia, entre la presencia de la autoridad y la inhabilidad para entender los propósitos del poder, se encuentran en el corazón del diseño fílmico de Buñuel.

Sus personajes se someten a reglas arbitrarias —la resignación religiosa, la sujeción política, la conformidad social— o se rebelan contra ellas.

La pasividad suprema es supremamente representada en El ángel exterminador, donde toda una clase social, no sólo un pequeño grupo, carece de la voluntad para cruzar un umbral, liberándose de la prisión que ella misma ha creado.

Pictóricamente, el mundo burgués de Buñuel le debe mucho —o es parte de la tradición— de las pinturas de corte de otro aragonés sordo, Goya, cuyos modelos parecen ignorarse a sí mismos o el hecho de que el pintor los está retratando como personajes huecos y ridículos.

La fatalidad suprema, en cambio, la representan Los olvidados, donde las vidas brutales y las miserables muertes de los hijos de la barriada parecen prescritas por el destino, sin salida. Asesinados a cuchilladas y arrojados a la basura, los olvidados de México son los descendientes sombríos de los pícaros de España, los buscones de Quevedo, y los pilletes de Murillo.

La suprema libertad, en cambio, es supremamente representada por los personajes que siguen la ruta del más grande de los arquetipos españoles, Don Quijote.

Buñuel hizo dos grandes películas “quijotescas”, Nazarín y Viridiana. En ambas, el idealista decide cambiar la sociedad mediante el ejemplo de su propia virtud.

Nazarín, a quien la espléndida actuación de Francisco Rabal le da un aura de dulzura, misticismo y dolor, sale a esos campos, como Don Quijote, a hacer el bien y predicar la virtud. Como el Caballero de la Triste Figura, recibe en recompensa golpes, burlas y engaños. Lo acompañan, además, dos Sancho Panza con faldas, dos barraganas (interpretadas por Marga López y Rita Macedo) que deciden arrepentirse y acompañar a su héroe —sólo para ser denunciadas como las putas del cura.

Y Viridiana, la bondadosa empedradora de infiernos, el Quijote vestido de monja, también se topa con la brutalidad y la burla de los mendigos a los cuales pretende redimir.

Buñuel, de este modo, acrecienta sus referencias a las figuras hispánicas proyectándolas en el universo de la fe.

CORTE A INTERIOR. NOCHE. CUARTO DE HOTEL. PARÍS. MEDIUM SHOT.

En El fantasma de la libertad, un viejo, rodeado de la penumbra de su cuarto de hotel, dice con voz quebrada pero aún burlona: “Mi odio hacia la ciencia y la tecnología va a devolverme a la abominable fe en Dios”.

“Ése soy yo”, me dice, juguetonamente, Buñuel cuando vemos juntos la película. Y, efectivamente, Buñuel vivió la última semana de su vida en un hospital, conversando con su íntimo amigo el padre dominico Julián Pablo.

“Fue una de las experiencias espirituales más hondas de mi vida”, me dice el padre Julián. “Buñuel trascendió la religión formal para ir a las fuentes mismas de lo que debemos llamar el alma humana, su grandeza, su servidumbre, su libertad…”

La famosa frase de Buñuel, “Gracias a Dios, soy ateo”, es algo más que una broma. Es el disfraz necesario para un artista —Luis Buñuel— que en su obra encarna las palabras que Pascal pone en boca del Cristo: “Si no me hubieras encontrado ya, no me buscarías aún”.

La fe sólo es verdadera porque es increíble. Para tener fe, hay que renunciar a la razón. “Es cierto porque es absurdo”, dictaminó Tertuliano acerca de la fe en el siglo II. Pero, ¿cree Dios, también, que creer en él es absurdo?

Esta cuestión ronda las imágenes y las preocupaciones religiosas del cine de Buñuel. Dios no puede contestar porque tendría que admitir que Tertuliano está en lo cierto. Dios es Dios porque nunca se muestra y nos habla sólo a través de los niños, los poetas, los santos y los locos. Un Dios cotidiano, visible, haciendo la tertulia con Tertuliano, no sería Dios. Sería, simple y precisamente, Jesús.

Cristo es la encarnación humana concreta de Dios. Su presencia entre nosotros destierra otras dos preguntas del absurdo:

Primero, ¿qué hacía Dios antes de crear el mundo?

Segundo, ¿pudo Dios pasarse la Eternidad pensando en lo que hubiese ocurrido si Él no hubiese creado el mundo?

Es cierto porque es absurdo: Buñuel, en Nazarín y Viridiana, se despacha estas preguntas dándole a Cristo la carne y la sangre de estos dos personajes.

Acaso las preguntas sin respuesta las pregunte San Simeón el Estilita (el actor Claudio Brook) encaramado en su alta columna en el desierto.

¿Podemos amar a Dios sin conocerlo?

¿Y podemos conocer a Dios sin amarlo?

Son preguntas que dibujan el perfil histórico del siglo XX, y nos son propuestas por creyentes como los novelistas Graham Greene, François Mauriac y Georges Bernanos, por librepensadores tan honestos y generosos como Albert Camus, y por dos cineastas, ambos a Dios gracias, ateos, pero ambos, sin embargo, en lucha con el ángel de sus propias tradiciones religiosas: La cultura protestante de Ingmar Bergman y la cultura católica de Luis Buñuel.

Ambos convergen en la figura del Dios que de veras estuvo aquí: Jesús de Nazaret, su vida, su misión, su destino.

Me basta evocar a estos creadores para traer a colación la variedad de respuestas que ellos —y ellas, la filósofa judeocristiana Simone Weil; la pensadora judía Edith Stein, convertida al cristianismo, monja del Carmelo y víctima del exterminio en Auschwitz— han dado al desafío de Jesucristo.

Buñuel, en esto, es muy claro. La fe de Simón del Desierto es inútil: lo aísla de la humanidad. La fe de Nazarín es esencial. Lo liga —religión es re-ligar—, lo liga a la humanidad al nivel espiritual de la caridad, el sufrimiento, el perdón, la misericordia y la voluntad de resistir, si no los puede cambiar, los males del mundo.

Pero en Viridiana, el destino de la fervorosa monja es menos glorioso pero acaso más humano. Viridiana, simplemente, se une a la raza humana a su nivel más cotidiano, carnal y modesto. Derrotada como fílántropa, se junta con los dos sensualistas de la tradición hispánica, Don Juan, el amante que sobre todas las cosas se ama a sí mismo, y la Celestina, la mediadora sexual, la conseguidora; reunidos los tres, Viridiana la quijotita (Silvia Pinal), su primo el seductor Don Juan (Francisco Rabal) y la criada Celestina (una Margarita Lozano soberbiamente concentrada).

Todos se sientan a cenar y jugar al tute.

La santa mujer, el seductor masculino y la trotaconventos. La posibilidad de un ménage à trois es muy fuerte.

DISOLVENCIA A PATIO EN TOLEDO. EXTERIOR. DÍA. MEDIUM SHOT.

Una sublime Catherine Deneuve, en el papel de Tristana, debe escoger entre dos chícharos idénticos en una cazuela.

¿Qué es la libertad?

¿Es más libre Tristana si escoge el chícharo uno sobre el chícharo dos?

¿O le basta el acto de escoger como prueba de la libertad?

Pero al escoger el chícharo uno sobre el chícharo dos, ¿sacrifica Tristana su libertad, por extensión, de escoger el millón de chícharos que, al escoger uno solo, deja detrás y fuera de su albedrío?

¡Ah! Luis Buñuel es un gran cineasta porque propone estas preguntas de manera visual.

Su más famosa ilustración de los poderes de la mirada es, paradójicamente pero desde luego, el ojo rebanado al principio de Un perro andaluz. La paradoja de la escena es que gracias a la pérdida de la vista somos capaces de ver lo que sigue, o sea, la película titulada Un perro andaluz.

¿Es ésta, entonces, una película imaginada por una ciega, la actriz Simone Mareuil?

Claro que no. Lo que Buñuel nos indica —y lo dijo explícitamente en una conferencia en la UNAM— es que el ojo de la cámara debe sacudirnos fuera de nuestra complaciente siesta. El ojo de la cámara es un instrumento de la libertad poética y cuando la cámara es libre, el mundo estalla en llamas.

Un perro andaluz es como el violento nacimiento de semejante visión. Buñuel regresará una y otra vez a este parto visual, refinándolo, haciéndolo, si no menos violento, más fluido y elegante. Él no era un director obsesionado con la técnica. Detestaba los alardes de la cámara. Sus películas, al cabo, alcanzaron una forma clásica, una pura fluidez. A veces, la cámara parecería renunciar a toda pretensión artística, contentándose con planos enteros, full shots distantes o notoriamente neutros.

Pero entonces, súbitamente, como un disparo o un relámpago, la cámara se acerca al objeto o al gesto significativos. Vemos lo que siempre estuvo allí pero sin habernos dado cuenta: el crucifijo que también es navaja; la carne cruda bajo la cama de la madre; una bolsa de señora repleta de plumas de pollo; el corsé de una mujer muerta tentando al marido viudo; una bicicleta en una recámara; un gallo con la mirada fija en un ciego; el vello púbico de una mujer desplazado a los labios de un hombre; una cáscara pelada de manzana pasando entre los labios de una pareja como cordón umbilical del Paraíso…

Yo creo que no hay escenificación más estética y sostenida de la mirada que en Belle de jour. Nos da un indicio el gordo cliente coreano que llega al burdel y le enseña a Belle de jour (de nuevo, una maravillosa Catherine Deneuve) una caja cuyo contenido jamás veremos. De vuelta al Perro andaluz y la caja escolar de Pierre Batcheff, arrojada a la calle junto con todas sus memorias de la infancia.

La cajita del coreano en Belle de jour me parece aún más memorable porque ilustra a la perfección la manera buñuelesca de mirar con, a través de y más allá de la cámara, así como su relación profunda con las más grandes tradiciones artísticas.

Notarán ustedes que a lo largo del filme, Deneuve nunca mira directamente a la cámara. Su mirada se dirige siempre a algo fuera de cuadro. Está mirando siempre —o siempre buscando— algo que no está allí. Buñuel se adhiere de esta manera a la gran revolución de la mirada operada por Piero della Francesca en el Renacimiento. En vez de la mirada frontal, eterna y sin límites del icono religioso bizantino, Piero no sólo rodea a sus figuras de paisaje y arquitectura contemporáneas a él. Hace algo más: sus figuras miran fuera del límite de la pintura.

¿A dónde miran? Quizás al descubrimiento de nuevas tierras, nuevos cielos, nuevas razas. La mirada humana no tiene frontera. Buñuel lo recoge y afirma: El cine nos convierte a todos en creadores y descubridores.

No olvidemos que Buñuel el cruel, Buñuel el burlador, el crítico Buñuel, trasciende las etiquetas que todos le hemos ido colgando y, en la más hiriente de sus sátiras sociales, El ángel exterminador, hay un momento maravilloso en el que los personajes prisioneros de la Calle de la Providencia, ridículos, mezquinos, pretenciosos, abandonan su angustia, su vocabulario, su insidia, y se convierten, como Robinson en su isla, en hermanos de la noche, liberados por la incomparable belleza de los sueños…

CORTE A CORTIJO SEVILLANO. NOCHE. TRAVELLING.

El deseo es uno de los temas constantes de Buñuel. Quien desea y no actúa engendra la peste, escribió William Blake. Pero el problema es que no hay deseos inocentes. Deseamos algo o alguien pero cuando obtenemos el objeto de nuestro deseo, no sólo lo queremos poseer. Lo queremos cambiar.

La tercera adaptación de la novela de Pierre Loüys La femme et le pantin por Luis Buñuel (las dos anteriores fueron de Von Sternberg con Marlene Dietrich y de Duvivier con Brigitte Bardot), tenía que titularse Ese oscuro objeto del deseo.

Sería su última película. Lo sabía y lo quería. En una carta del 7 de mayo de 1979, Luis me escribía: “Regresé a México en febrero. Tuve ataques biliares. Me quisieron operar. Me opuse. Permanezco en la más completa ociosidad. No quiero volver a trabajar en nada”.

Si esta película es, de cierta manera, su testamento, en él Buñuel nos habla directamente del dilema del amor y el sexo: ¿Cómo ser nosotros siendo otros? La razón por la cual Buñuel utilizó a dos actrices (Ángela Molina y Carole Bouquet) para el mismo papel no es ni gratuita ni accidental. Marlene y Brigitte eran ángel y demonio en un mismo cuerpo. Buñuel da el paso de más. La misma mujer es ángel y demonio. Pero es el hombre (una vez más, Fernando Rey) quien las divide y percibe como dos personalidades distintas. La mujer no se contradice a sí misma cuando aparece como Ángela o como Carole. Sólo es contradictoria a los ojos del hombre.

La mujer, el oscuro objeto del deseo masculino, se ofrece como una u otra, pero el hombre, prisionero de la lógica formal de la personalidad unificada, no puede entender el desafío femenino. Jamás puede poseer a la mujer porque ella puede transformarse en dos y él es incapaz de la transfiguración, sólo puede desear lo que él mismo es: un digno señor decente, rico y cachondo.

No puede entender que la mujer le exija ser, él también, otro. La mujer rehúsa ser patrimonio del macho, junto con el cortijo andaluz, los apartamentos en París y las cuentas en Zúrich. Y es que ella no es dos personas. Es otra persona.

Esto es lo que don Fernando no entiende. Cree que la pasión puede comprarse. De suerte que no es ella quien le niega su amor al hombre. Es él quien se lo rehúsa a la mujer, pues el objeto del deseo masculino es poseer a la mujer, en tanto que el objeto del deseo de la mujer es ser otra para ser ella.

Yo soy yo, dice el viejo.

Yo soy otra, dice la joven.

Y tú debes cambiar si quieres ser yo.

CORTE A INTERIOR. NOCHE. RESTORÁN LE TRAIN BLEU, GARE DE LYON, PARÍS, 1977. DE MEDIUM SHOT A CLOSE UPS.

Un grupo de amigos nos hemos reunido esta noche para celebrar los 77 años de Buñuel en uno de sus restoranes favoritos, Le Train Bleu, un observatorio sobre la llegada y salida de trenes en medio de luces y bramas dignas de Monet. Estamos presentes Julio Cortázar, Milan Kundera, Gabriel García Márquez, Régis Debray y yo.

Una suerte de tensión amistosa se establece de inmediato entre el joven Debray y el viejo Buñuel, como si Régis viese en Luis al joven y temiese que Buñuel viese en Debray al viejo. De manera que Debray se acerca al rostro de Buñuel y le dice con una especie de cordial violencia: “Usted tiene la culpa. Usted y sus obsesiones. Sin usted, Buñuel, nadie se ocuparía de la Santísima Trinidad, la Inmaculada Concepción o las herejías gnósticas. Sólo gracias a sus películas la religión sigue siendo arte…”

Buñuel sonríe como el gato de Alicia a punto de desaparecer. Sabe que él y Debray están formulando la misma pregunta. ¿Cómo se llega a la edad de 77 años sin caer en la tentación de ser lo que el mundo nos ofrece como regalo envenenado, la falsa gloria que la leyenda ha decidido otorgarte sin consultarte, Padre de la Iglesia, Buñuel, o Rebelde Eterno, Debray?

Y la segunda pregunta: ¿Perdemos la juventud? ¿O sólo la ganamos después de un largo y duro aprendizaje?

CORTE A INTERIOR. TARDE. CERRADA DE FÉLIX CUEVAS. CIUDAD DE MÉXICO.

La casa de Buñuel es desnuda como un monasterio. Duerme en un cuarto monacal, con cama dura y ningún decorado. Aprecia su soberbia colección de armas de los siglos XVII y XVIII. Las apunta, confía en las arañas del jardín. Después de recibir el “León de Oro” del Festival de Venecia en 1967 por Belle de jour, nos confió a Juan Goytisolo y a mí, ambos miembros del jurado: “Ahora derretiré este maldito león para convertirlo en balas”.

Su biblioteca es un disfraz. La Enciclopedia Espasa y los directorios telefónicos ocupan el primer rango, escondiendo sus lecturas intelectuales y sus pasiones literarias. La historia de las herejías por el abad Migne, que le sirvió de base para una de sus más divertidas películas, La Vía Láctea. Freud y Fabre. Las ediciones dedicadas de los libros de los surrealistas. Los novelistas ingleses que había filmado —Emily Brontë—, que quisiera haber filmado —Thomas Hardy— o que le inspiraban subliminalmente. En una ocasión me dijo que las fórmulas sociales de El ángel exterminador provenían de la novela El egoísta de George Meredith.

Los proyectos frustrados. El monje de Lewis. Las ménades de Cortázar. Gradiva de Jensen. El señor de las moscas. La casa de Bernarda Alba. Bajo el volcán de Lowry, un guion en el que colaboré con él para un reparto ideal: Jeanne Moreau, Richard Burton y Peter O’Toole. Y, acaso la mayor frustración de todas, una adaptación de Los seres queridos de Evelyn Waugh con Alec Guinness y Marilyn Monroe.

Pocas fotografías. Un retrato de grupo en la casa de George Cukor en Hollywood con el anfitrión y Buñuel rodeados de Billy Wilder, Rouben Mamoulian, George Stevens, Fritz Lang (cuya película Las tres luces decidió la vocación cinematográfica de Buñuel) y Alfred Hitchcock, quien le reveló a Buñuel su fascinación por la pierna perdida de Tristana, apropiada por Hitchcock para reaparecer, colgando fuera de un camión de carga, en la penúltima película del “mago del suspense”, Frenzy, de 1972.

Y el retrato de Buñuel por Dalí en el vestíbulo.

“Por razones sentimentales”, dice con sequedad Buñuel.

No, está allí para recordar dos cosas: juventud perdida y vida vivida.

Joder. Jeanne ha preparado una maravillosa cena provenzal y Buñuel me invita a compartir su bebida particular, el buñueloni. Receta: mitad ginebra, un cuarto de Carpano y un cuarto de Martini dulce.

Salud.

Feria Internacional del Libro de Guadalajara,

Guadalajara, Jalisco, México

miércoles, 12 de mayo de 2021

28 de julio de 2005 Amigos Mi amigo Octavio Paz. CARLOS FUENTES. A VIVA VOZ.

 




28 de julio de 2005

Amigos Mi amigo Octavio Paz

Señoras y señores:

“No quisiera comenzar esta conferencia sin un homenaje al gran poeta y ensayista mexicano Octavio Paz. Su obra abarca y enriquece nuestro siglo cultural. También lo sobrevive. Un gran escritor como Paz es guardián y testigo, junto con sus lectores, de su propia inmortalidad.”

Con estas palabras di inicio a mi plática en la Feria del Libro de Buenos Aires, al conocer la noticia de la muerte de Paz. Pero anoche apenas, dos distinguidos amigos mexicanos con los que cenaba en Londres me dijeron: No basta. Tus palabras en Argentina recibieron escasa difusión en México. Escribe algo más sobre Octavio.

¿Algo más? No creo que un escritor mexicano haya escrito más que yo sobre Paz. Conferencias, prólogos, memorias, defensas públicas, discursos, ensayos. Durante 30 años, estuve atento a la obra de Paz. Él me correspondió con ensayos sobre mis libros, prólogos y un hermoso poema. Añádase a esto mi correspondencia con Paz, que suma más de mil cartas intercambiadas a lo largo de tres décadas y que se encuentran depositadas en la biblioteca de una universidad norteamericana. Julio Ortega, el único que ha leído esta correspondencia en su integridad, la describe como “el conmovedor documento de una amistad”. He dispuesto que la mayor parte de las cartas cruzadas con Octavio queden selladas hasta 50 años después de mi propia muerte, cuando las intimidades, franquezas, desavenencias, querencias e insultos que inevitablemente salpican un canje de letras tan cotidiano e intenso, no hieran a nadie y sólo fatiguen a los biógrafos.

Conocí a Octavio en París, en abril de 1950, cuando yo tenía 21 años y él, 35. Nos hicimos amigos inmediatamente. Yo llegaba de México poseído de una admiración previa, alimentada por la lectura de El laberinto de la soledad, primero, de Libertad bajo palabra, enseguida. Ambos libros fueron las aguas bautismales de mi generación. El laberinto resumió la preocupación reinante acerca del carácter de “lo mexicano”. Alfonso Reyes en La X en la frente y Samuel Ramos en El perfil del hombre y la cultura en México, habían precedido la interrogante de Paz; los “Hiperiones” de la Facultad de Mascarones la seguirían; los nacionalistas chatos y patrioteros la enterrarían: “El que lee a Proust se proustituye”, se escuchó un día en una conferencia donde sólo faltaron los sarapes de Saltillo, en el Palacio de Bellas Artes.

Paz le entregaba a mi generación una gran visión conciliadora de México y el mundo, como lo había hecho Reyes antes que él. Reyes: “Seamos generosamente universales para ser provechosamente nacionales”. Paz: “Por primera vez en nuestra historia, somos contemporáneos de todos los hombres”. La obra de Paz presupondría la de Reyes. Al regiomontano le tocó proponer una universalidad incluyente en un medio de nacionalismo excluyente. La inconmensurable obra de don Alfonso consistió en traducir a términos hispanoamericanos la totalidad de la cultura de Occidente.

Sus meditaciones sobre Grecia o Goethe, sobre Góngora y Mallarmé, despojaron de “extranjería” a lo que por herencia nos correspondía. Fueron el antídoto del chovinismo barato, pero también el complemento indispensable a la revolución como revelación que protagonizaron los Orozco y los Rivera, los Chávez y los Revueltas, los Martín Luis Guzmán y los Rafael Muñoz.

Mi relación con Reyes fue casi filial. Visitándolo periódicamente en Cuernavaca, aprendí a leer lo que me faltó leer entre los 15 y los 20 años. Llegué armado por Reyes a otra relación, ésta fraternal, con Paz. Don Alfonso acostumbraba decir que para él el mundo terminó el día 9 de febrero de 1913 en que su padre, el general Bernardo Reyes, murió acribillado en el Zócalo de la ciudad de México. Literariamente, le interesaba más el pasado que el presente. Su gusto tenía límites, Proust, Joyce y pocas cosas más allá. Abominó de mi Región más transparente. Le agradecí su franqueza y mantengo viva la llama de mi amor y gratitud hacia el mejor prosista de la lengua española durante la primera mitad del siglo.

¿Fue Paz el mejor prosista de la segunda mitad? Puede prosperar, sin duda, esta afirmación. Su poesía, dicen algunos, no es tan alta como su prosa. Paz no fue ni Neruda ni Vallejo y acaso tampoco fue Gorostiza, Villaurrutia o López Velarde. Pero sin la junta poética de Libertad bajo palabra, Piedra de sol y Semillas para un himno, es difícil que se comprenda, o se origine siquiera, un decir poético reflexivo, metafísico en ocasiones, juguetón en otras, rabioso en algunos grandes momentos. El “chillen, putas” dirigido a las palabras asciende a la noche que a su vez “cae… sobre Teotihuacán” donde “en lo alto de la pirámide los muchachos fuman marihuana” y “suenan guitarras roncas”. Y la ceniza del pitillo y del volcán desciende a su vez a esa mesa donde el abuelo y el padre pueden recordar a Juárez y a Zapata, pero nosotros, ¿a quién?

El gran acierto de Paz fue darle pensamiento a la poesía y poesía al pensamiento. Contagió su prosa de relámpagos metafóricos y su poesía de lucidez discursiva. Quizás ésta fue su singularidad, siendo, como todo gran creador, heredero de una traducción. Acaso los poetas modernos de lengua española a los que más tuvo Paz en deuda fueron Jorge Guillén y Emilio Prados. Carlos Blanco Aguinaga nos debe, al respecto, un buen estudio comparativo.

La poesía se hereda, se refunde, se hace y se deshace, pero también se vive. Paz, el joven Paz que conocí en 1950, quería vivir poéticamente. Sufría el peso de sus obligaciones diplomáticas pero las cumplía disciplinadamente. El “¿cómo?” que puntuaba su conversación era una interrogante al padre, un reproche y una invocación a la vez, pero sobre todo una búsqueda de aprobación filial. Su rabia contra las insuficiencias del lenguaje era pareja a su rabia contra las insoportables suficiencias del dinero y de la fe. El signo del dólar y la señal de la cruz son objeto de furia y escarnio en su poesía joven. El dinero, físicamente, le carcomió las manos en la época dura en que trabajó para el Banco de México contando los billetes viejos destinados al incinerador.

Octavio, físicamente, incendió el dinero. ¿Lo incendió, otro día, el dinero a él?

Recorrimos juntos el París de nuestra juventud, una capital intocada por la guerra externamente, pero con penurias persistentes en las cosas de la vida diaria, calefacción, luz, teléfonos, gasolina. Octavio tenía un bello apartamento en la Avenida Victor Hugo y de allí salíamos con Elena Garro, Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo, Enrique Creel, José Bianco y otros amigos, a los cabarets de Saint-Germain-des-Prés, donde Juliette Greco duplicaba la noche con su voz y su atuendo “existencialista”, donde Albert Camus demostraba ser un gran bailarín de boogie y donde Luis Buñuel regresaba al triunfo de Los olvidados en Cannes, en contra de la voluntad patriotera y pusilánime del gobierno de México. Octavio, diplomático mexicano, se plantó a las puertas del Palacio de los Festivales a distribuir un panfleto escrito por él en defensa de la hermosa y terrible película de Buñuel, cuyo arte exaltaba, no denigraba, a México.

La imagen parisina que permanece para siempre en mí es la de un mediodía gris en que Paz me llevó a ver el primer gran cuadro de la posguerra, la obra magnífica de Max Ernst llamada Europa después de la lluvia, en una galería de la Place Vendôme. La mirada de Ernst y la de Paz eran intensamente azules, “como el viento partiendo en dos la cortina de nubes”. Pero Ernst tenía un perfil de águila y la cabellera blanca; el joven Paz era esbelto, de melena ondulante e irresistiblemente atractivo para las mujeres. Ya en México, 5 años más tarde, salíamos mucho a bailar con muchachas guapas, organizábamos con ellas toga parties en las que el único requisito era llegar vestido con una sábana blanca y éramos arrastrados por el vendaval bohemio que era José Alvarado a la célebre Casa de La Bandida donde Paz contestaba a las canciones un tanto impúdicas de Graciela Olmos con versos de Baudelaire que “las muchachas” imaginaban más léperos aun.

Paz y Alvarado habían compartido una buhardilla del centro cuando estudiaban derecho en San Ildefonso, y allí se llevaron a vivir a un maniquí bautizado “La Rígida” y que me sirvió de tema para un cuento, “La Desdichada”, en la que el papel de Bernardo corresponde a un retrato imaginario del joven Octavio. Otras veces, una pareja esperpéntica e irresistible de la noche mexicana llamados Ámbar y Estrella, nos guiaban por las galerías de espejos más secretos de la urbe, poblada de mendigos, travestistas, mariachis, organilleros, mujeres de pelo en pecho y faunos del bosque de concreto.

Juan Soriano y Diego de Mesa eran también constantes compañeros de aventuras nocturnas en aquella ciudad de apenas dos millones de habitantes, perfectamente segura para los desvelados como nosotros y aun para quienes no se desvelaban, como el célebre grupo de Los Divinos que se reunía cada sábado en Bellinghausen para disecar los eventos de la semana y saborear las ironías cachacas de Hugo Latorre Cabal, el pesimismo animoso de Jaime García Terrés, la prudencia consustancial de José Luis Martínez, la máscara de gracejadas que ocultaba el alma profundamente poética de Alí Chumacero, la elegancia física y mental de Joaquín Diez Canedo y el ensimismamiento juguetón, el humor inesperado, de Max Aub. Éramos los amigos de Octavio.

Pero como una “gran ola”, Paz llegaba a México y lo alborotaba todo. Renovó la vida teatral de la ciudad con las puestas en escena del grupo Poesía en Voz Alta, cuyo telón se abría sobre las maravillas escénicas preparadas por Gurrola, Mendoza y José Luis Ibáñez pero se cerraba ante el susto casi virginal de las autoridades universitarias. Nos impulsó a Emmanuel Carballo y a mí a crear una Revista Mexicana de Literatura que ofendió seriamente los sentimientos xenófobos y nacionalistas de la época. Condenada como elitista y artepurista, en ella vio la luz, sin embargo, un poema político de Paz que causó furor en su momento, “El cántaro roto”, y su pregunta de piedra, jadeo y sabor de polvo: “¿Sólo está vivo el sapo, sólo reluce y brilla en la noche de México el sapo verduzco, sólo el cacique gordo de Cempoala es inmortal?”

Con esta pregunta en los labios marchamos los dos juntos, Octavio y yo y amigos como José de la Colina, en apoyo a Othón Salazar y su movimiento de maestros disidentes. Pasamos por la Avenida Juárez bajo el balcón de la Secretaría de Relaciones Exteriores desde donde nos miraban, con asombro, nuestros jefes, Padilla Nervo y Gorostiza. Nunca nos dijeron nada. Era posible ser funcionario y luchar por el sindicalismo independiente. Otros tiempos, en verdad. No había que ponerse la camiseta.

Fue la vida personal lo que se le complicó a Paz y lo llevó de vuelta al extranjero, a la India, a la nueva dimensión de su pensamiento y su poesía. Lo vi por primera vez con su nueva esposa, Marie José, en un restorán romano con José Emilio Pacheco. Se acabaron las parrandas, se acabó el vacilón y vino la tragedia. Tres años más tarde, la noche de Tlatelolco indicó el fin de la revolución institucional mexicana y el nacimiento de una sociedad civil educada por la revolución para lo mismo que su gobierno quiso asesinar esa noche, el espíritu de libertad de la nueva generación. La sangre manchó la plaza de las Tres Culturas y Paz abandonó su puesto diplomático en la India.

Le escribí enseguida desde París, donde me encontraba, ofreciéndole solidaridad, mi casa, mi apoyo económico, lo que quisiera. A recibirle al muelle de Barcelona fuimos todos, Gabriel García Márquez, Juan Goytisolo, Mario Vargas Llosa, José Donoso… ¿Quién le negó a Paz el honor que Díaz Ordaz se empeñaba en regatearle? ¿Quiénes defendieron en México más a Octavio contra la saña del caníbal poblano que Fernando Benítez, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska y yo mismo?

Regresó con modestia, sin desplantes heroicos, a México, cuando salió de la presidencia Díaz Ordaz. Vivió en un pequeño apartamento de San Ángel Inn que le rentó Sol Arguedas. Volvimos a marchar, esta vez contra los “Halcones” asesinos, movilizamos juntos a un mitin en Ciudad Universitaria, nos reunimos con Demetrio Vallejo y Heberto Castillo para formar un partido o movimiento de socialismo democrático. Y discutimos mucho. No estábamos de acuerdo en varios asuntos políticos, pero nos preciábamos de diferir sin pelearnos, de probar nuestra amistad, fuerte y honda, contra todas las diferencias. Dábamos, queríamos dar, una prueba de coexistencia respetuosa entre concepciones diferentes de la vida y la sociedad. Casi lo logramos.

Cuando, siendo director de la Revista Mexicana de Literatura, me llegó a las manos un ataque salvaje contra Octavio Paz, me negué a publicarlo.

—Entonces usted no cree en la libertad de crítica y de expresión —me dijo el autor.

—En lo que creo es en la amistad —le contesté—. Y aquí no se publican ataques contra mis amigos. Vaya usted a otra parte con su escrito. No faltan espacios que se lo publicarán encantados. Pero aquí, contra un amigo, no.

La amistad requiere atención, cuidado y amor. “No dejes pasar un día sin reparar tus amistades”, aconsejó el Dr. Johnson. El recuerdo es una renovación cotidiana de la amistad. Y sólo en el corazón de un amigo podemos reconocernos realmente a nosotros mismos, y al mundo, “como el día que madura de hora en hora hasta no ser sino un instante inmenso…”

Lo dije en Buenos Aires y lo repito ahora. La obra de Octavio Paz abarca y enriquece nuestro siglo cultural. También lo sobrevive. Un gran escritor como Paz es guardián y testigo, junto con sus lectores, de su propia inmortalidad.

Londres, Inglaterra

martes, 11 de mayo de 2021

11 de marzo de 2005 Los hijos de la Mancha. A VIVA VOZ. CARLOS FUENTES.

 



11 de marzo de 2005

Los hijos de la Mancha

Señoras y señores:

Tengo un artículo de fe: No hay tradición que se sostenga sin creación que la renueve.

Y no hay creación que valga sin tradición que la preceda.

Ninguna obra literaria ilustra mejor esta convicción que Don Quijote de la Mancha.

Nace de una tradición intelectual clara, noble y, para colmo, disimulada.

Y se perpetúa en una tradición que se confunde — porque la origina, porque la bautiza— con la historia de la novela.

¿De qué tradición arranca el Quijote?

De la tradición de Erasmo de Rotterdam y su Elogio de la locura (1511), libro esencial de una tríada renacentista que incluiría Utopía de Tomás Moro (1516) y El príncipe de Maquiavelo (1513).

Utopía: lo que debe ser.

El príncipe: lo que es.

Elogio de la locura: lo que puede ser.

Es bien sabido que Cervantes tuvo como maestro al erasmista español Juan López de Hoyos y que el erasmismo español, promovido por los hermanos Juan y Alfonso Valdés en la corte de Carlos V, significó, con plenitud, la presencia del sabio de Rotterdam en la España carolingia.

Pero a partir de la Contrarreforma y el Concilio de Trento (1545-1563), la monarquía española da marcha atrás y Erasmo pasa del cielo al infierno. Sus libros van a dar al índice, su retrato en los archivos inquisitoriales es el de un demonio con colmillos sangrientos.

¿En qué consistió, empero, la lección erasmista? Lo dice el sabio de Rotterdam: “Todo en la vida es tan oscuro, tan diverso, tan opuesto, que no podemos asegurarnos de ninguna verdad”.

Quería Erasmo prevenir a su tiempo contra dos peligros dogmáticos: el de la Fe como absoluto pero también el de la Razón como suficiencia. Ni Fe ciega ni Razón hermética. Erasmo opta por el atajo irónico del elogio de la locura para salvar a su tiempo de los absolutos tanto de la Fe que se abandona, como de la Razón que se avecina.

Don Quijote se inscribe de lleno en el elogio de la locura erasmista. Su genealogía es la de los locos serenos, una larga línea hereditaria que se inicia con Horacio cuando evoca a un orate que se pasaba los días dentro de un teatro riendo, aplaudiendo y divirtiéndose, porque creía que una obra se estaba representando en el escenario vacío. Cuando el teatro fue cerrado y el loco, expulsado, éste exclamó: “No me habéis curado de mi locura, pero habéis destruido mi placer y la ilusión de mi felicidad”.

Dice San Pablo: “Dejad que aquel que parece sabio entre vosotros se vuelva loco, a fin de que finalmente se vuelva sabio. Pues la locura de Dios es más sabia que toda la sabiduría de los hombres”.

Repite Pascal: “El hombre está tan necesariamente loco que sería una locura, por otro giro de la razón, no estar un poco loco”.

Éste es el linaje de Don Quijote y Cervantes lo resume con todo el sigilo que requería, en la España post-tridentina, hacer alusión al entonces prohibido Erasmo de Rotterdam. Con el recurso al secreto, sin embargo, Cervantes potencia su erasmismo más que si lo confesara públicamente.

Erasmista emboscado, renacentista español de miras tan amplias como cualquiera de las grandes figuras de la época —Shakespeare en Inglaterra, Galileo en Italia, Spinoza en Holanda, Montaigne en Francia— Cervantes funda la novela moderna como un acto que recoge todas las tradiciones anteriores de la narrativa y las reúne en un solo haz.

Con Cervantes nace la novela como diálogo de géneros, virtud que Hermann Broch le exige a la novela contemporánea y que Claudio Guillén sitúa originalmente en el Quijote y su activísimo diálogo genérico, pues allí conviven: La picaresca y la épica, Lazarillo y Amadís, Sancho Panza y Don Quijote.

La novela dentro de la novela: el curioso impertinente.

La novela bizantina de cuentos interpolados.

La novela de amor: la hermosa Dorotea.

La novela morisca: el Cautivo.

La novela de la actualidad periodística: las apariciones de Roque Guinart, comprobado contrabandista y agente de los hugonotes franceses.

Y la novela autorreferencial: Don Quijote descubre que no sólo lee novelas, sino que él mismo es objeto de la lectura: Don Quijote en la imprenta de Barcelona, Don Quijote leído por los duques.

Qué extraordinaria decisión la de Cervantes: autor de un acto fundacional que al inventar un género le da al mismo la vasta generosidad de incluir todos los demás, de traspasar las limitaciones anteriores de la narrativa a fin de darle a la novela moderna su carácter incluyente y su legalidad propia mediante un acto de ilegalidad rampante: la creación del “género sin ley”, como llamó André Gide a la novela.

Acaso sólo en la España de la Contrarreforma podía surgir una novela que asumiese los ropajes del Renacimiento europeo con tan elegante disimulo, como para revelar una realidad más profunda y permanente que la de una etapa histórica: la realidad de los disfraces y los disfraces de la realidad.

No es éste un juego gratuito, sino una verdad creativa y por ende, moral: La novela no predica certezas, sino incertidumbres.

Y en Don Quijote, todo es incierto.

El lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme.

La autoría del libro.

Y el género del libro.

Todo ello incierto porque la realidad es incierta.

Y la realidad es incierta porque es polivalente.

Quiero indicar que acaso, sin Cervantes, la novela habría encontrado su camino crítico, su espejo de la duda, su casa con dos puertas.

El hecho es que fue Cervantes quien abrió el campo de la novela moderna al corazón de la realidad mediante la realidad del libro.

Lo comprueba la descendencia de Cervantes, los hijos de la Mancha que asumen la heredad del Quijote.

En primer término, dos grandes novelas del siglo XVIII: La vida y opiniones del caballero Tristram Shandy (1760) del novelista angloirlandés Laurence Sterne y Jacques el fatalista (1796) del autor francés Denis Diderot.

La admiración de Laurence Sterne hacia Don Quijote se basa en el humor, la fiesta, la comedia: “Estoy persuadido —leemos en Tristram Shandy— de que la felicidad del humor cervantino nació del simple hecho de describir eventos pequeños y tontos con la pompa circunstancial que generalmente se reserva para los grandes acontecimientos”.

Sterne pone de cabeza este humor, describiendo los hechos pomposos con el humor de los hechos pequeños. La guerra de la sucesión española definió la política europea del siglo XVIII. Muerto sin heredero Carlos II el Hechizado en 1700, ¿a quién revertía la corona de España y sus vastos dominios de ultramar?

La guerra de la sucesión española, la herencia de Carlos el Hechizado, ensangrentó una vez más los campos de Flandes y fue escenario de las victorias militares del duque de Marlborough, tatarabuelo de Winston Churchill.

Pues bien: Laurence Sterne hace que en su novela, Tristram Shandy, sea el excéntrico tío Toby, privado de luchar en la guerra debido a una pudorosa herida en la ingle, quien libre las batallas de Flandes… sólo que en la versión miniatura de su hortaliza, en el césped que antes le sirvió de boliche. Allí, entre dos hileras de coliflores, el tío Toby puede reproducir las campañas de Marlborough, sin derramar una gota de sangre.

Ojalá que todas las guerras de este mundo no trascendieran de un jardin potager. En todo caso, Sterne retoma la imaginación quijotesca, invirtiéndola. Si Don Quijote convierte los molinos en gigantes Tristram Shandy convierte a los gigantes en molinos.

En Cervantes y en Sterne, el espíritu cómico indica los límites de la realidad. La reproducción de los sitios de la batalla de Flandes en un jardín de hortalizas señala, en Tristram Shandy, no sólo los límites de la representación literaria o de la representación histórica, sino los límites tanto de la historia como de la literatura. Pues la historia es tiempo y el tiempo, nos dice Sterne al final de su bellísima novela, es fugaz, “se gesta con demasiada prisa… Cada letra que trazo me dice con cuánta rapidez la vida fluye de mi pluma. Los días y sus horas, mi querida Jenny, más preciosos que los rubíes de tu cuello, vuelan sobre nuestras nubes ligeras en un día de viento…y cada vez que beso tu mano para decir adiós y cada ausencia que sigue a nuestros adioses, no son sino preludios de la eterna despedida. ¡Dios tenga piedad de nosotros!” O sea: el tiempo no sólo es historia. También es literatura.

Semejante concepción de la fugacidad del tiempo es propia de toda gran literatura y de toda vida engrandecida por la conciencia de saberse breve.

Lo que sucede a partir del Quijote es que el tiempo se convierte no sólo en evolución lineal de la narración, sino en constante puesta en duda o multiplicación de los tiempos de la novela. Uno es el tiempo de la escritura. Otro el tiempo de la lectura. Todo en el Quijote es, a un tiempo, leído y escrito, en un constante flujo temporal que está al servicio de la incertidumbre crítica de la novela.

De allí que los temas de la crítica de la escritura y la crítica de la lectura con los que Cervantes arranca de la posible complacencia a su desocupado lector crean la tradición de la Mancha, que se prolonga en Sterne y su Tristram Shandy y en Diderot y su Jacques el fatalista.

Ficción, celebración de la ficción y crítica de la ficción. Si Cervantes acentúa la crítica de la autoría, consecuencia de la crítica de la lectura que enloqueció al hidalgo, Sterne acentúa la crítica del lector, convirtiéndolo en co-autor de un tiempo nuevo, propio de cada lector y de cada lectura.

Por ejemplo, Sterne se dirige constantemente al lector: “Veo claramente, lector, por tu aspecto…” —le dice el invisible autor al invisible lector, Sterne le echa piropos al lector. Le pregunta “¿y ahora, lector de mi libro, qué debo hacer?”, poniendo el destino mismo de la novela en manos de su destinatario.

El ser o no ser de Shakespeare se convierte en la novela de Sterne en un narrar o no narrar.

Las voces del lector irrumpen en la novela para animar o desanimar al narrador.

Un lector le dice al narrador: “Cuéntalo, no lo dudes”.

Otro, en cambio le advierte: “Serás un idiota si lo haces. Mejor cállate la boca”.

Jacques el fatalista de Denis Diderot, como la novela de Sterne, es una sonora reafirmación de la tradición de la Mancha y su doble hermandad de la libertad y la incertidumbre. Jacques y su amo recorren los caminos de Francia como Sancho Panza y el suyo, los de España. Si la ruta de Don Quijote es constantemente interrumpida por historias interpoladas, la narración dentro de la narración, la diversidad de voces y el diálogo de géneros, Diderot potencia la lección de Cervantes dándole al lector la libertad de escoger entre numerosas alternativas o posibilidades de la narración.

Algunas opciones se dirigen al futuro: Jacques se separa de su amo en un cruce de caminos y el narrador no sabe a cuál de los dos seguir de allí en adelante: ¿al amo o al criado?

Pero más interesantes son las opciones que Diderot le ofrece al lector respecto al pasado —es decir, lo ya ocurrido— en la novela que estamos leyendo. En efecto, nos pregunta el autor, ¿dónde pasaron la noche anterior al presente de la narración el amo y el criado?

Diderot le ofrece siete posibilidades al lector:

 

1.                  En un gran burdel de una gran ciudad.

2.                  Cenando con un viejo amigo.

3.                  Con unos monjes que los maltrataron en nombre de Dios.

4.                  En un hotel donde les cobraron demasiado cara la cena.

5.                  En la casa de un par de Francia, donde carecieron de todas las necesidades en medio de todas las superfluidades.

6.                  Con un cura en una aldea, o

7.                  Emborrachándose en una abadía benedictina.

Escojan ustedes —decida el lector.

Tanto en Sterne como en Diderot, el empleo del tiempo determina el ritmo de la prosa. Y me refiero no sólo a la brevedad de los capítulos, sino a la velocidad del lenguaje. La rapidez como hermana de la comicidad nos resulta hoy obvia en la imagen cinematográfica acelerada de Buster Keaton o de Charlie Chaplin. Pero nuestra imagen visual, cinematográfica, posee claros antecedentes musicales en El barbero de Sevilla de Rossini y poéticos en el Eugenio Oneguin de Pushkin.

Oigan ustedes la velocidad de los recitativos en Rossini:

Fra momenti io torno

Non apritte a nessuno

Se don Basilio venisse a ricercarmi

Che m‘aspetti

O el ritmo acelerado del verso en Pushkin

Yo te amaría,

pero en un día,

con la costumbre,

te odiaría.

Tanto Sterne como Diderot pertenecen a esta tradición de la velocidad.

Leemos en Diderot: “Conozco a una mujer bella como un ángel… Deseo acostarme con ella… Lo hago… Tenemos cuatro hijos”.

Y en numerosos pasajes de Tristram Shandy, Sterne acelera el tiempo narrativo para cumplir su imposible propósito: narrar un libro que refleje fielmente el tiempo de la vida porque dura exactamente lo mismo que la vida tanto del narrador como del protagonista Tristram Shandy, lo cual propone, a su vez no un solo tiempo sino varios:

 

1.                  El tiempo de la escritura a cargo de Laurence Sterne.

2.                  El tiempo de la novela a cargo de Tristram Shandy.

3.                  El tiempo que emplean en leerla ustedes, amables lectores.

Las cosas se complican porque Tristram empieza a narrar nueve meses antes de nacer y porque su nacimiento mismo es demorado por una sirvienta atolondrada que no sabe atender a tiempo a la mamá del bebé Tristram. Y por si fuera poco, cuando la sirvienta sube la escalera para cuidar a mamá Shandy, su pie se detiene en el segundo escalón y allí permanece, inmóvil, durante unas 50 páginas mientras la narración se distrae en una historia que no tiene nada que ver con el nacimiento del héroe pero que contribuye a la convicción cervantina de Sterne: La digresión es el alma de la narración.

La libertad de jugar con la lengua en nombre de la libertad de la imaginación, la ruptura insolente de la unidad, la rebeldía contra el orden consagrado, la gran tradición de la Mancha iniciada por Cervantes y continuada por Sterne y Diderot, es abruptamente interrumpida por un terremoto histórico.

Sumen ustedes: Revolución francesa y fin de la monarquía absoluta y los remanentes feudales. Revolución americana y fin del dominio colonial en el nuevo mundo. Disolución de los gremios y asociaciones de trabajo a favor de la libre empresa y expansión sin límites de las clases medias entorpecida por las aristocracias tradicionales. La revolución industrial.

Todo ello sucede a lo largo de medio siglo —y quizás aún no acaba de suceder—. Pero el símbolo del suceso es un hombre, un protagonista, un ser humano que por su voluntad imperiosa, su ambición gigantesca, la fuerza de su personalidad, se impone a la historia, la inventa, la moldea y la hereda. Es el anti-Quijote.

Ese personaje se llama Napoleón Bonaparte y a partir de su biografía —de simple cabo del ejército a emperador de Francia y dueño de Europa— la novela europea hace un giro de 180° para centrarse en el tema del ascenso del héroe —o antihéroe— en la nueva sociedad burguesa post-revolucionaria.

La tradición que llamaré de Waterloo en oposición a la de la Mancha no nace, pues, de la imaginación, como la cervantina, sino de la historia. Se propone reflejar la historia y, acaso, dirigirla o por lo menos modificarla.

Cada soldado de mi ejército trae en su mochila el bastón de mariscal, dice Napoleón, iniciando la era anti-aristocrática, anti-hereditaria, de las carreras abiertas para todos. El código civil napoleónico. La propiedad ya no hereditaria, sino adquirible por todos los medios. El trabajador sin derechos, sujeto a la libertad de empresa. Lo dice con gran fuerza Alfred de Musset en su espléndida novela La confesión de un hijo del siglo de 1836.

“Napoleón hizo temblar el lúgubre bosque de la vieja Europa.” “La gesta napoleónica”, añade “separa al pasado del futuro pero no es ni lo uno ni lo otro… y ya no sabemos, a cada paso, si ahora caminamos sobre un surco o sobre una ruina”.

Surco o ruina, de la historia napoleónica surge Julien Sorel, el ambicioso seminarista del Rojo y negro de Stendhal que, empleado como tutor en casa de un viejo aristócrata, lee en secreto el Memorial de Santa Helena para que Napoleón le sirva de ejemplo erótico a fin de seducir a la esposa del patrón.

¿Y qué son los grandes arribistas de La Comedia humana de Balzac si no individuos napoleónicos dispuestos a hacer carrera a como dé lugar, mediante la ambición, el disimulo, la traición? Eugenio de Rastignac y Lucien de Rubempré aprovechan la oportunidad del nuevo tiempo post-napoleónico para hacer carrera, alcanzar la cumbre, mofarse de los ideales, aprovechar las convenciones.

Lo resumen todo los consejos del abate Herrera a Lucien de Rubempré en Las ilusiones perdidas: Engaña. Disimula. Miente. Y asciende. La sociedad sólo es conquistada, sin escrúpulos, por los ambiciosos.

Pero, ¿quién es “el abate Herrera”? Es el gran maestro de ceremonias de La Comedia humana de Balzac. En realidad se llama Jacques Collin, Trompe la Mort, el engañamuertos salido de las prisiones de Francia a la conquista de una sociedad que reclama la astucia del criminal para ser dominada, al grado de que Colin-Herrera acabará su carrera como Vautrin, jefe de la policía parisina. En efecto, carreras abiertas para todos, sobre todo para los ambiciosos sin escrúpulos. El criminal a cargo de la justicia y al cabo, los locos a cargo del manicomio.

Surgida de los campos de batalla y de las prisiones, instalada en los salones y los parlamentos, la tradición de Waterloo termina no sólo en la derrota y el exilio, como Napoleón mismo, sino en el crimen y la locura, como el último héroe bonapartista de la novela, Rodion Raskolnikov. En Crimen y castigo, Raskolnikov habita una buhardilla adornada por el retrato de Napoleón Bonaparte. Napoleón justifica a Raskolnikov en su filosofía de hombre totalmente libre para actuar, incluso para matar. Pero aquí entramos a un severo cambio de dirección: si Raskolnikov culmina la tradición napoleónica de Waterloo, presagia ya la nueva tradición del superhombre de Nietzsche capaz de “salir de una repugnante sucesión de asesinatos, violaciones, actos incendiarios y tortura, con un sentimiento de exaltación…con la inocente conciencia de una bestia rapaz…”

Nietzsche nos coloca en el umbral de nuestro propio tiempo y de la tentación totalitaria. Vuelvo atrás para indicar que la tradición de la Mancha pervive con gracia a veces, dramáticamente otras, en la tradición de Waterloo. Dos notables ejemplos son dos Quijotitas con faldas que como el hidalgo de la Mancha, creen lo que leen. Catherine Morland, en La abadía de Northanger de Jane Austen, pierde la razón leyendo novelas góticas de terror pero la recupera gracias a buenas dosis británicas de té y simpatía. En cambio, Emma Bovary, en la novela de Flaubert, corre hacia su pérdida leyendo novelas románticas que ella desea vivir en la realidad. Su esposo es un aburrido médico de provincia. Sus amantes, pasajeros y desleales. Su crédito, limitado: no sé a dónde habría llegado Mme. Bovary con una tarjeta de American Express. Su destino es la muerte. La distancia entre el mundo real de Emma sólo la salva la muerte.

Podemos comparar entonces, con todas las salvedades, dos grandes tradiciones narrativas: la de Waterloo y la de la Mancha.

Waterloo se ocupa de la vida real.

La Mancha se ocupa de la vida ficticia.

Waterloo se niega como ficción: pretende ser fiel reflejo de la vida, rebanada de vida, espejo en el camino de la vida.

La Mancha se celebra a sí misma como ficción y celebra su génesis en la ficción.

El trasfondo de Waterloo es explícitamente social.

El de la Mancha es libresco, desciende de otros libros y rinde homenaje constante a la tradición literaria.

Waterloo es serio. La Mancha es cómica.

Los personajes de Waterloo pretenden ser hombres y mujeres reales, sicológicamente verificables.

Los personajes de la Mancha, más que actores, son lectores.

Y es que Waterloo lee al mundo, en tanto que la Mancha es leída por el mundo… y lo sabe.

Waterloo se funda en la experiencia: se escribe de lo que se sabe.

La Mancha se basa en la inexperiencia: se escribe de lo que se ignora.

Waterloo, a partir del siglo XIX, se vuelve tradición central de la novela y la Mancha, tradición excéntrica.

La novela iberoamericana nace en el siglo XIX con la independencia de las colonias y la independencia se confunde con todo lo que representa retraso —a saber, indios, negros y españoles— y celebración de todo lo que se identifica con el progreso —Francia, Inglaterra y los Estados Unidos.

Esta imitación extralógica conduce a la erección de fachadas legalistas que poco o nada tienen que ver con la realidad de la América Latina que, gústele o no, es ibérica, india y mestiza, negra y mulata. En cambio, dijo Victor Hugo, la Constitución de Colombia fue escrita para los ángeles, no para los humanos.

El divorcio entre el país real y el país legal tiende a manifestarse también en la literatura. No hay muy buenas novelas latinoamericanas en el siglo XIX. Hay naturalismo, realismo, costumbrismo. Hay retratos sociales importantes como los del chileno Blest Gana. Hay novelas de aventuras divertidas como las del mexicano Manuel Payno. Hay títulos asombrosos, como el de una novela de otro mexicano, Riva Palacio, titulada Monja, casada, virgen y mártir. En ese orden.

Hay un gran libro, acaso el mejor de nuestro siglo XIX, que es el Facundo de Sarmiento, diálogo genérico de política, geografía, historia, economía y fe en la civilización contra la barbarie encamada por el papá de todos los tiranos latinos, el feroz caudillo de la Rioja, Facundo Quiroga.

Y hay una gran excepción a la regla: la tradición de la Mancha, así en Iberoamérica como en Europa misma, la prolonga un gran escritor brasileño, Joaquim Maria Machado de Assis. Pobre, mulato, autodidacta, Machado de Assis publica en 1881 Las memorias póstumas de Blas Cubas y recupera de un golpe, para Iberia y para Iberoamérica lo que Milán Kundera llama, con melancolía, “la extraviada herencia de Cervantes”.

Blas Cubas es una novela escrita desde la tumba por el protagonista muerto. Como Sterne y Diderot, Machado se dirige al “lector poco ilustrado”, al lector que es “el defecto del libro”. Lector, le dice Machado, sáltate este capítulo. Vuelve a leer este otro. No seas perezoso. Conténtate, lector, con saber que esto que lees son meramente notas para un capítulo triste que NO escribiré. Irrítate de que te obligue a leer un diálogo entre los amantes y si este capítulo te parece ofensivo, recuerda que éstas son mis memorias, no las tuyas y que desde el principio te advertí: este libro es suficiente en sí mismo. Si te place, excelente lector, me sentiré compensado. Si el libro te desagrada, te premiaré con un chasquido de dedos y me sentiré bien librado de ti…

El “desocupado lector” de Cervantes esconde una enorme ironía: nadie requiere mayor participación del lector que Cervantes, quien inaugura la tradición de la Mancha invitando al lector a ser co-autor de un libro que se sabe libro, dándole al lector el privilegio democrático de entrar a la imprenta donde se fabrica el libro que estamos leyendo, sabedores, Cervantes y sus lectores, de que la vida de la novela depende de los valores de una lectura mediante la cual la imaginación del autor y la del lector se reúnen en los fértiles terrenos de la certidumbre crítica. La religión propone dogmas. La política, ideologías. La lógica, certezas. La novela, enigmas.

No es casual que el renacimiento de la tradición manchega coincide con una época de incertidumbre profunda. A partir de la Gran Guerra de 1914-1918, se derrumban las certezas del progreso en ascenso perpetuo, el derecho a la felicidad y el bienestar inevitable.

Las guerras mundiales y las múltiples guerras locales, los totalitarismos y los campos de concentración, la intolerancia y el terror, la rapidez de los satisfactores pasajeros, la basura de un mundo que se dice conservador y lo consume todo, el aplazamiento de la agenda de la necesidad por los caprichos de la necedad, el lento funeral de la palabra en aras de lo que Emilio Lledó llama “el etéreo imperio de las imágenes”.

Todo ello nos ha regresado con visión y voluntad renovadas al Quijote. En las negras horas precedentes a la Segunda Guerra Mundial, Thomas Mann abandonó la Alemania de Hitler cruzando el Atlántico con Don Quijote como su más seguro amarre con la civilización europea.

Pero desde antes, bajo las nubes de la Primera Guerra, Franz Kafka habría descubierto que Don Quijote fue una invención magnífica de Sancho Panza, quien de esa manera se convirtió en un hombre libre para seguir las hazañas del caballero andante, sin hacerle daño a nadie.

Kafka y Mann recuperan para Europa la tradición de la Mancha y a partir de entonces la continúan Günter Grass en Alemania, Italo Calvino en Italia, Milan Kundera en Checoslovaquia, Salman Rushdie en la Gran Bretaña, Thomas Pynchon en Estados Unidos y en Latinoamérica, Jorge Luis Borges, cuyo “Pierre Menard, autor del Quijote”, cierra la tradición circular de la Mancha determinando que basta repetir el Quijote letra por letra, pero con tiempo e intención diferentes, para reabrir el círculo, reanudar la tradición y darle nuevo acento goytisolitario en España, nelidapiñoniano en Brasil, cortazariano en Argentina.

Los hijos de Cervantes se convierten, en Iberia e Iberoamérica, en los hijos de la Mancha, los hijos de un mundo manchego y manchado, impuro, sincrético, barroco, corrupto, animados por el deseo de manchar con tal de ser, de contaminar con tal de asimilar, de multiplicar la apariencia de las cosas a fin de multiplicar el sentido de las cosas.

En contra de la consolación de una sola lectura de una realidad única, los hijos de la Mancha duplican todas las verdades para impedir que se instale un mundo ortodoxo de la fe o de la razón o un mundo puro, excluyente de la variedad impura, cultural, sexual, política, pasional de las mujeres y de los hombres.

Cervantes y su descendencia son los adelantados de la imaginación y de la ironía, del mestizaje y del contagio vitales en un mundo amenazado por los verdugos del racismo, la xenofobia, el fundamentalismo religioso y otro, implacable fundamentalismo, el del mercado.

La gran herencia de Cervantes para su tiempo, el nuestro y todos los tiempos, consiste en decirnos que el mundo es susceptible de muchas explicaciones.

Que el mundo no es una realidad fija, sino mutable.

Que toda verdad y toda razón requieren pasar por el cedazo de la duda.

Que sólo nos acercamos a la realidad si la ponemos en tela de juicio.

Y que sólo nos acercamos a la verdad si no pretendemos imponerla.

Muchas gracias.

La Caixa

Palma de Mallorca, España

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

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