jueves, 28 de mayo de 2020

8 La zarpa del mono W. W. Jacobs. Cuentos extraños. Antología TOMO I.



8
 La zarpa del mono
 W. W. Jacobs
JACOBS (WILLIAM WYMARK, 1863 - 1943) figura en los diccionarios biográficos como humorista inglés. Amparado en ese oblicuo privilegio, ha aterrado a millones de lectores con este cuento simple y atroz, herencia forzosa de antologías, traducido a casi todos los idiomas, llevado al teatro, que le dio fama, acaso dinero y oscureció sin remedio el resto de su obra. Se dice que en ella efectivamente cultivó el humorismo.I        Afuera la noche era fría y lluviosa, pero en la salita de Villa Laburnum estaban corridos los visillos y ardía luminosamente el fuego. Padre e hijo jugaban al ajedrez; aquel tenía ideas muy personales sobre el juego, y exponía su rey a peligros tan graves e innecesarios, que aun la anciana señora de cabellos blancos, que tejía plácidamente junto al fuego, no podía abstenerse de comentarlos.
            —Oigan el viento —dijo el señor White, advirtiendo tarde un error fatal, y esforzándose amablemente por impedir que su hijo lo viera.
            —Ya lo oigo —dijo este, observando, ceñudo el tablero y estirando la mano—. Jaque.
            —No creo que venga esta noche —dijo el padre, con la mano suspendida sobre el tablero.
            —Mate —replicó el hijo.
            —Ese es el inconveniente de vivir tan lejos —chilló el señor White, con súbita e injustificada violencia—. Nunca he visto un lugar tan a trasmano, tan incómodo y cenagoso como este. El sendero es un pantano y el camino es un arroyo. No sé en qué piensa la gente. Seguramente creen que no importa, porque solo hay dos casas alquiladas en el camino.
            —No te preocupes, querido —dijo su esposa—; quizá ganes la próxima.
            El señor White alzó bruscamente la cabeza, a tiempo para interceptar una mirada de inteligencia cambiada entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios, y ocultó en la rala barba una sonrisa culpable.
            —Ahí está —dijo Herbert White. Acababa de oírse el ruido del portón, y pesados pasos se acercaban a la puerta.
            El anciano se puso de pie con hospitalario apresuramiento. Abrió la puerta, lo oyeron lamentarse del tiempo con el recién llegado. Este se lamentaba también por su cuenta, de modo que la señora White dijo: «¡Ta, ta!» y tosió suavemente cuando su esposo entró en la sala, seguido de un hombre alto, corpulento, de cara rubicunda y ojos pequeños y brillantes.
            —El sargento mayor Morris —dijo, presentándolo. El sargento mayor estrechó la mano de la señora y ocupando el asiento que le ofrecían junto al fuego observó satisfecho a su anfitrión, que sacaba una botella de whisky y vasos y colocaba sobre el fuego una pequeña tetera de cobre.
            Después del tercer vaso los ojos del sargento se volvieron más brillantes. Empezó a hablar. El pequeño círculo de familia observaba con ansioso interés a aquel visitante que venía de lejanas tierras y que cuadrando las anchas espaldas en la silla hablaba de salvajes escenas y esforzadas hazañas; de guerras y pestes y extraños pueblos.
            —Veintiún años en eso —dijo el señor White, mirando a su esposa y su hijo y moviendo la cabeza de arriba abajo—. Cuando se fue, era un jovencito, un dependiente de los almacenes. Mírenlo ahora.
            —No parece haberle sentado mal —opinó cortésmente la señora White.
            —A mí también me gustaría ir a la India —dijo el anciano—. Nada más que para ver, ¿sabe usted?
            —Está mejor donde está —respondió el sargento mayor meneando la cabeza. Bajó el vaso vacío, suspiró y volvió a menear la cabeza.
            —Me gustaría ver esos viejos templos, y esos faquires y juglares —dijo el viejo—. ¿Qué era esa zarpa de mono de que empezó a hablarme días pasados, Morris?
            —Nada —repuso apresuradamente el soldado—. Por lo menos, nada de que valga la pena hablar.
            —¿Una zarpa de mono? —dijo la señora White con curiosidad.
            —Bueno, es algo que quizá podría llamarse magia —contestó despreocupadamente el sargento. Sus tres oyentes se inclinaron ansiosos hacia él. El visitante se llevó distraídamente a los labios el vaso vacío, y volvió a bajarlo. El señor White lo llenó.
            —A primera vista —dijo el sargento revisándose los bolsillos—, no es más que una vulgar zarpa de mono momificada.
            Sacó algo del bolsillo y lo mostró. La señora White retrocedió con una mueca, pero su hijo tomó aquel objeto y lo examinó con curiosidad.
            —¿Y qué tiene esto de particular? —preguntó el señor White recibiendo la zarpa de manos de su hijo y colocándola sobre la mesa después de observarla.
            —Un viejo faquir la hechizó —dijo el sargento—. Era un hombre muy santo. Quería demostrar que el destino rige las vidas humanas y acarrea grandes males a quienes se atreven a desafiarlo. La hechizó de modo que tres hombres distintos pudieran formularle tres deseos.
            Hablaba con seguridad tan impresionante que quienes lo oían soltaron a reír, pero con risa algo nerviosa.
            —¿Y por qué no formula usted tres deseos? —preguntó Herbert White, tratando de ser ingenioso. El soldado lo miró con esa expresión con que los hombres de edad madura suelen mirar a los jóvenes presuntuosos.
            —Ya lo he hecho —dijo quedamente, y su cara cubierta de manchas palideció.
            —¿Y se cumplieron los tres deseos? —preguntó la señora White.
            —Sí —dijo el sargento mayor. El vaso rechinó contra sus fuertes dientes.
            —¿Y alguien más los ha formulado? —insistió la anciana.
            —Sí, los tres deseos del primer hombre también se cumplieron —fue la respuesta—. No sé cuáles fueron los dos primeros, pero la tercera vez deseó la muerte. Fue así como la zarpa de mono llegó a mi poder.
            Hablaba en tono tan grave que el silencio cayó sobre los demás.
            —Si usted ya ha pedido tres cosas, Morris —dijo por fin el anciano—, esa pata de mono no le sirve más. ¿Por qué la conserva?
            El soldado meneó la cabeza.
            —Por capricho, supongo —dijo lentamente—. He pensado venderla, pero creo que no lo haré. Ha provocado ya demasiados males. Además, la gente no quiere comprármela. Algunos creen que es un cuento de hadas; y los menos desconfiados quieren hacer la prueba primero y pagarme después.
            —Y si usted pudiera volver a pedir tres cosas —dijo el anciano, observándolo con mirada penetrante—, ¿lo haría?
            —No sé —repuso el otro—. No sé.
            Tomó la zarpa, la balanceó entre el índice y el pulgar y bruscamente la lanzó al fuego. White se agachó, con una pequeña exclamación, y la recobró.
            —Mejor que arda —dijo solemnemente el soldado.
            —Si usted no la quiere, Morris —dijo White—, démela.
            —No —respondió porfiadamente su amigo—. Yo la tiré al fuego. Si usted la conserva, no me eche la culpa de lo que suceda. Sea sensato, vuelva a lanzarla al fuego.
            El otro meneó la cabeza y examinó atentamente su nueva posesión.
            —¿Cómo se hace? —preguntó.
            —Levántela en la mano derecha y formule sus deseos en alta voz —dijo el sargento—. Pero le advierto que las consecuencias pueden ser desagradables.
            —Parece un pasaje de Las Mil y Una Noches —comentó la señora White, levantándose y disponiéndose a preparar la cena—. ¿Por qué no pides cuatro pares de manos para mí?
            Su esposo sacó el talismán del bolsillo, y los tres se echaron a reír cuando el sargento mayor, con expresión de alarma, lo tomó por el brazo.
            —Si quiere pedir algo —dijo— que sea algo sensato.
            El señor White la guardó nuevamente en el bolsillo, acercó las sillas a la mesa e invitó a su amigo a que ocupara su lugar. Durante la cena se olvidó parcialmente del talismán, y después los tres oyeron, fascinados, una nueva crónica de las aventuras del soldado en la India.
            —Si esa historia de la zarpa de mono no es más verídica que las que nos contó después —dijo Herbert cuando el invitado se marchó para tomar el último tren de la noche—, no sacaremos mucha ganancia.
            —¿Le diste algo por ella, querido? —preguntó la señora White, mirando atentamente a su esposo.
            —Una bagatela —respondió él, sonrojándose levemente—. No quería recibir nada, pero yo insistí. Y me recomendó una vez más que la tirara.
            —¡Cualquier día! —exclamó Herbert con fingido horror—. ¡Ahora que podemos ser ricos y famosos y felices! Pide que te hagan emperador, papá, para empezar; así mamá no podrá reñirte.
            Huyó alrededor de la mesa, perseguido por la calumniada señora White, armada de la funda de un sillón.
            El señor White sacó del bolsillo la zarpa de mono y la miró dubitativamente.
            —No sé qué pedir, no se me ocurre —dijo lentamente—. Creo que tengo todo lo que necesito.
            —Si pagaras la hipoteca de la casa, serías completamente feliz, ¿verdad? —dijo Herbert poniéndole la mano en el hombro—. Bueno, pide doscientas libras. Es justamente lo que necesitas.
            Su padre, sonriendo avergonzado de su propia credulidad, levantó el talismán, mientras el hijo, con solemne expresión, momentáneamente desmentida por un guiño dirigido a su madre, se sentaba al piano y tocaba unos pocos acordes majestuosos.
            —Quiero doscientas libras —dijo el anciano en voz muy clara.
            Un son triunfal del piano recibió aquellas palabras, interrumpido por un trémulo grito del anciano. Su esposa y su hijo corrieron hacia él.
            —¡Se movió! —exclamó el señor White, mirando con repugnancia la zarpa de mono, que yacía en el piso—. En el momento de pedir eso, se retorció en mi mano como una víbora.
            —Bueno, yo no veo el dinero —dijo su hijo, recogiéndola y colocándola sobre la mesa—, y nunca lo veré.
            —Habrá sido tu imaginación, querido —dijo la señora White, mirándolo con ansiedad.
            Él movió la cabeza.
            —No, pero no importa. No me ha pasado nada, aunque me llevé un buen susto.
            Volvieron a sentarse junto al fuego. Los dos hombres terminaron sus pipas. Afuera el silbido del viento era más agudo que nunca, y el viejo respingó nerviosamente al oír una puerta que se golpeaba arriba. Los tres cayeron en un silencio inusitado y opresivo, que duró hasta que los ancianos se levantaron para retirarse.
            —Quizá encuentres el dinero dentro de una gran bolsa en mitad de la cama —dijo Herbert al darles las buenas noches— y algo atroz acurrucado sobre el guardarropa, mirándote guardar tus ganancias mal habidas.
            Permaneció sentado, solo, en la oscuridad, viendo caras en el fuego moribundo. La última era tan horrible, tan simiesca, que Herbert la contempló con asombro. Y luego se volvió tan vívida que el muchacho, soltando una risita inquieta, buscó a tientas sobre la mesa un vaso de agua para lanzárselo. Sus dedos tocaron la zarpa de mono. Con un estremecimiento se frotó la mano en el saco y subió a su dormitorio.
II         A la mañana siguiente, a la luz del sol invernal que se derramaba sobre la mesa del desayuno, se rio de sus temores. El comedor mostraba un aspecto prosaico y saludable que no había tenido la noche anterior, y la sucia y encogida zarpa de mono yacía sobre el aparador con un descuido que revelaba escasa fe en sus virtudes.
            —Supongo que todos los viejos soldados son iguales —dijo la señora White—. ¡Qué ocurrencia tan estrafalaria! ¿Cómo creer que en los tiempos que corren pueden cumplirse los deseos de uno? Y aun cuando se cumplieran —añadió dirigiéndose a su esposo—, ¿qué daño podrían hacerte doscientas libras?
            —Quizá le caigan encima de la cabeza —aventuró el frívolo Herbert.
            —Morris dijo que las cosas ocurrían tan naturalmente —respondió el padre— que si uno quería, podía atribuirlas a simple coincidencia.
            —Bueno, no te apoderes del dinero antes de que yo vuelva —dijo Herbert, levantándose de la mesa—. Temo que te conviertas en un hombre ruin y avaro, y tengamos que desconocerte.
            Su madre se echó a reír, mientras lo acompañaba hacia la puerta, y lo observó alejarse por el camino. Después, al volver a la mesa, se regocijó mucho a expensas de la credulidad de su esposo. Pero todo esto no le impidió correr a la puerta cuando llamó el cartero ni aludir con cierta acritud a las tendencias alcohólicas de los sargentos retirados cuando descubrió que el correo traía la cuenta del sastre.
            —Supongo que Herbert insistirá en hacerse el gracioso cuando vuelva —dijo mientras se sentaban a comer.
            —Imagino que sí —contestó el señor White, sirviéndose cerveza—. Pero, a pesar de todo, esa zarpa se movió en mi mano. Podría jurarlo.
            —Fantasías tuyas —dijo la anciana, condescendiente.
            —Te digo que se movió —replicó él—. No es que lo haya imaginado. Yo acababa de… ¿Qué ocurre?
            Su esposa no respondió. Estaba observando los misteriosos movimientos de un hombre que, afuera, atisbaba indeciso la casa, como tratando de decidirse a entrar. Observó que el desconocido vestía elegantemente y usaba un flamante sombrero de seda; por asociación de ideas, recordó las doscientas libras. Tres veces el hombre se detuvo ante la verja y las tres veces reanudó su camino. A la cuarta posó la mano en ella, la empujó con brusca resolución y echó a andar por el sendero. En aquel momento la señora White se llevó las manos a la espalda, desatando apresuradamente el cinturón de su delantal, que guardó bajo el almohadón de su silla.
            Hizo entrar al desconocido, que parecía inquieto. La miraba furtivamente y oía con preocupación las excusas de la anciana por el aspecto de la estancia y por el saco que vestía su marido y que por lo general usaba para trabajar en el jardín. Después aguardó, con la escasa paciencia de que son capaces las mujeres, a que el hombre hablara. Pero él permaneció unos instantes en extraño silencio.
            —Yo… me ordenaron que viniera a verlos —dijo por fin, agachándose para recoger una hilacha de su pantalón—. Vengo de la compañía Maw y Meggins.
            La anciana se sobresaltó.
            —¿Pasa algo? —preguntó sin aliento—. ¿Le ha sucedido algo a Herbert? ¿Qué es? ¿Qué es?
            Su marido se interpuso.
            —Vamos, querida, vamos —dijo apresuradamente—. Siéntate y no te alarmes antes de tiempo. Estoy seguro, señor —añadió mirando al otro con expresión anhelante—, de que usted no nos trae malas noticias.
            —Lo siento… —comenzó el visitante.
            —¿Está lastimado? —preguntó la madre, desesperada.
            El desconocido asintió.
            —Gravemente herido —dijo quedamente—, pero no sufre.
            —¡Oh, gracias a Dios! —exclamó la anciana entrecruzando los dedos de sus manos—. ¡Gracias a Dios que no sufre! Que…
            Se interrumpió bruscamente al comprender el siniestro significado de aquellas palabras, y en el rostro desviado del desconocido vio la espantosa confirmación de sus temores. Contuvo el aliento, y volviéndose a su esposo, más tardo en comprender, colocó sobre la de él su mano arrugada y temblorosa. Hubo un largo silencio.
            —Lo atraparon las máquinas —dijo el visitante por fin, en voz baja.
            —Lo atraparon las máquinas —repitió el señor White, aturdido—. Sí, ya veo.
            Permaneció sentado mirando por la ventana, con los ojos vacíos, estrechando entre las suyas la mano de su mujer, como solía hacerlo en los días de su noviazgo, casi cuarenta años atrás.
            —Era el único que nos quedaba —dijo; volviéndose hacia el visitante—. Es duro.
            El otro tosió, se levantó, fue lentamente a la ventana.
            —La compañía me ha encomendado que les transmita sus sinceras condolencias por esta gran pérdida —dijo sin mirarlos—. Les ruego comprender que yo soy solo un empleado y no hago más que cumplir órdenes.
            No hubo respuesta. La cara de la anciana estaba blanca, sus ojos fijos, su respiración no se oía. El semblante de su esposo tenía, quizá, la misma expresión de su amigo el sargento al entrar por primera vez en combate.
            —Me mandan decir que Maw y Meggins rechazan toda responsabilidad —prosiguió el otro—. No admiten haber contraído obligación alguna, pero, considerando los servicios prestados por su hijo, desean entregarles una determinada suma a modo de compensación.
            El señor White dejó caer la mano de su esposa, y poniéndose de pie miró al visitante con expresión de horror. Sus labios secos articularon un par de sílabas:
            —¿Cuánto?
            —Doscientas libras —fue la respuesta.
            Sin oír el grito de su esposa, el anciano sonrió vagamente, alzó las manos como un hombre ciego, y se desplomó inconsciente sobre el piso.
III      
En el vasto cementerio nuevo, a dos millas de distancia, los viejos sepultaron a su hijo y volvieron a la casa sumida en sombras y en silencio. Todo terminó tan rápidamente que al principio apenas alcanzaban a comprenderlo y parecían esperar que sucediera algo más, algo que aliviara aquella carga demasiado pesada para ellos.
            Pero pasaban los días y la expectativa cedió su lugar a la resignación, esa desesperanzada resignación de los viejos que a veces, equivocadamente, se llama apatía. En ocasiones pasaba mucho tiempo sin que cambiaran una palabra, porque ahora no tenían nada que hablar, y eran largos hasta la fatiga sus días.
            Una semana más tarde el anciano, despertando de pronto en la noche, extendió el brazo y descubrió que estaba solo. El cuarto hallábase oscuro y de la ventana llegaban ahogados sollozos. Se incorporó en la cama y prestó atención.
            —Vuelve —dijo tiernamente—. Tomarás frío.
            —Mi hijo tiene más frío —dijo la mujer renovando su llanto.
            El sonido de los sollozos se apagó en sus oídos. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Dormitó a intervalos y por fin se quedó completamente dormido hasta que un alarido súbito y salvaje de su esposa lo despertó con un sobresalto.
            —¡La zarpa! —gritaba desesperadamente—. ¡La zarpa de mono!
            Él se incorporó, alarmado.
            —¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué ocurre?
            Ella se le acercó trastabillando.
            —¡Dámela! —dijo quedamente—. ¿No la has destruido?
            —Está en la sala, sobre la repisa —contestó extrañado—. ¿Por qué?
            Ahora la anciana lloraba y reía al mismo tiempo, e inclinándose sobre él lo besó en la mejilla.
            —Acaba de ocurrírseme —dijo histéricamente—. ¿Cómo no lo he pensado antes? ¿Por qué no lo pensaste tú?
            —¿Pensar qué?
            —Los otros dos deseos —contestó ella rápidamente—. Solo hemos formulado uno.
            —¿No fue bastante? —preguntó ferozmente.
            —No —replicó ella, triunfante—. Pediremos otra cosa más. Ve, tómala rápido, pide que nuestro hijo resucite.
            El hombre se sentó en la cama y apartó las mantas de sus piernas temblorosas.
            —¡Santo Dios, estás loca! —exclamó, aterrorizado.
            —Búscala —dijo ella, jadeante—. Búscala pronto, y pide… ¡Oh, hijo mío, hijo mío!
            Su esposo encendió la vela con un fósforo.
            —Vuelve a la cama —dijo con voz insegura—. No sabes lo que estás diciendo.
            —El primer deseo se cumplió —dijo la anciana, febril—. ¿Por qué no el segundo?
            —Fue una coincidencia —tartamudeó él.
            —Ve, búscala, pide —gritó la mujer, temblando de excitación.
            El viejo la miró. Su voz temblaba.
            —Hace diez días que está muerto, y además… no quise decírtelo antes, pero yo solo pude reconocerlo por sus ropas. Si antes era demasiado terrible para ver, ¿qué será ahora?
            —Tráelo —gritó la anciana arrastrándolo hacia la puerta—. ¿Crees que tendré miedo del hijo que he criado?
            A tientas en la oscuridad, él bajó a la sala y se encaminó a la repisa de la chimenea. El talismán estaba en su lugar. Lo asaltó un terrible temor de que el deseo no formulado trajera a su hijo mutilado antes de que él pudiera escapar del cuarto, y contuvo la respiración al comprender que ya no sabía dónde quedaba la puerta. La frente fría de sudor, se abrió paso tanteando con las manos alrededor de la mesa y a lo largo de la pared hasta que se encontró, en el pasillo, con aquella cosa horrible en la mano.
            Aun la cara de su esposa parecía cambiada cuando él entró en el dormitorio. Blanca, expectante, antinatural. El anciano tuvo miedo.
            —¡Pide! —exclamó ella con voz penetrante.
            —Es una tontería y una maldad —tartamudeó.
            —¡Pide! —repitió la mujer.
            Él levantó la mano.
            —Deseo que mi hijo vuelva a la vida.
            El talismán cayó al piso y él lo miró con temor. Después se hundió temblando en una silla mientras la anciana, con ojos incendiados, se dirigía a la ventana y alzaba los visillos.
            Él permaneció sentado hasta que el frío lo hizo temblar. De tanto en tanto miraba a la anciana, que atisbaba por la ventana. El cabo de vela, que se había consumido por debajo del borde del candelero enlozado, lanzaba vacilantes sombras contra el techo y las paredes, hasta que, al fin, fluctuó por última vez y se extinguió. El anciano, experimentando una indecible sensación de alivio ante el fracaso del talismán, volvió a la cama, y uno o dos minutos más tarde llegó su mujer, silenciosa y apática.
            No hablaron. Se quedaron escuchando silenciosamente el tictac del reloj. Crujió la escalera, chilló una rata, atravesando veloz y ruidosa un agujero de la pared. La oscuridad era opresiva. Al cabo de un rato el hombre juntó coraje, tomó la caja de fósforos, encendió uno y bajó a buscar una vela.
            Al pie de la escalera se apagó el fósforo. Se detuvo para encender otro. Y en aquel momento llamaron a la puerta de calle con un golpe tan quedo y cauteloso, que era apenas perceptible.
            Los fósforos cayeron de su mano y se desparramaron por el pasillo. Se quedó inmóvil, con el aliento suspendido, hasta que se repitió el llamado. Entonces dio media vuelta, huyó precipitadamente a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó el tercer golpe.
            —¿Qué es eso? —preguntó la anciana, incorporándose.
            —Una rata —dijo el hombre con acento conmovido—… una rata. Me crucé con ella en la escalera.
            La mujer se sentó en la cama, escuchando. Un fuerte aldabonazo repercutió en todo el interior de la casa.
            —¡Es Herbert! —gritó—. ¡Es Herbert!
            Corrió hacia la puerta, pero su esposo llegó antes que ella, y tomándola del brazo la sujetó con fuerza.
            —¿Qué vas a hacer? —murmuró roncamente.
            —¡Es mi hijo; es Herbert! —exclamó ella, forcejeando mecánicamente—. Olvidé que debía caminar dos millas. ¿Por qué me sujetas? Suéltame. Debo abrirle la puerta.
            —Por amor de Dios, no lo dejes entrar —exclamó el viejo, temblando.
            —Tienes miedo de tu propio hijo —gritó ella, debatiéndose—. Suéltame. ¡Ya voy, Herbert, ya voy!
            Hubo otro golpe, y otro. Con un brusco movimiento la anciana se soltó y salió corriendo de la habitación. Su esposo la siguió hasta el descanso y la llamó desesperadamente mientras ella seguía bajando a la carrera. Oyó chirriar la cadena y luego el cerrojo inferior que salía lenta y dificultosamente de su anillo. Después la voz de la anciana, ronca y jadeante.
            —El otro cerrojo —gritó—. Baja. Yo no puedo alcanzarlo.
            Pero su esposo, de rodillas, buscaba a tientas en el piso, desesperadamente, la zarpa de mono. ¡Si pudiera encontrarla antes de que «aquello» que estaba afuera entrase…!
            Un tableteo de aldabonazos reverberó en la casa.
            Su esposa arrastraba una silla y la colocaba contra la puerta. Después, el chirrido del cerrojo que se abría despacio, y en aquel momento encontró la zarpa de mono, y frenéticamente musitó su tercer y último deseo.
            Los aldabonazos cesaron bruscamente, aunque sus ecos perduraban todavía en el recinto de la casa. Oyó el ruido de la silla hecha a un lado y el ruido de la puerta que se abría. Una ráfaga helada subió por la escalera, y el gemido de angustia y desconsuelo de su esposa le dio las fuerzas para correr junto a ella, y luego en dirección a la reja.
            Un mortecino farol callejero alumbraba el camino tranquilo y desierto.

7 Los tres staretzi[1] León Tolstoi. Antología I del cuento extraño.



 
7
 Los tres staretzi[1]
 León Tolstoi
Militar, escritor, filósofo, moralista, nacido en 1828, muerto en 1910, LEON TOLSTOI pertenece al siglo de oro de la literatura rusa.Además de sus grandes novelas —Los Cosacos, La Guerra y la Paz, Ana Karenina, Resurrección—, de sobra conocidas, recogió en breves relatos algunas hermosas leyendas de su país.No podríamos asegurar que este pertenezca a dicha categoría; participa ciertamente de la frescura casi mágica del folklore, pero también, acaso de las ideas religiosas que en su última época alentó el gran visionario.Y orando, no habléis inútilmente, como los paganos, que piensan que por su parlería serán oídos.No os hagáis, pues, semejantes a ellos, porque vuestro padre sabe de qué cosas tenéis necesidad, antes de que vosotros le pidáis.SAN MATEO, vi. 7 y 8.            El arzobispo de Arcángel navegaba hacia el monasterio de Solovski. Iban en el buque varios peregrinos que se dirigían al mismo lugar para adorar las sagradas reliquias que allí se custodian. El viento era favorable, el tiempo magnífico, y el barco se deslizaba serenamente.
            Algunos peregrinos se habían recostado, otros comían; otros, sentados, conversaban en pequeños grupos. El arzobispo subió al puente y comenzó a pasearse. Al acercarse a la proa vio un grupito de pasajeros, y en el centro un mujik que hablaba señalando un punto del horizonte. Los demás le escuchaban con atención.
            El arzobispo se detuvo y miró en la dirección que señalaba el mujik; pero solo vio el mar, cuya bruñida superficie resplandecía a la luz del sol. El arzobispo se acercó al corro y prestó atención. El mujik, al verlo, se descubrió y calló. Los demás lo imitaron, descubriéndose respetuosamente.
            —No os violentéis, hermanos míos —dijo el prelado—. Yo también quiero oír lo que cuenta el mujik.
            —Pues bien —dijo un comerciante, que parecía menos intimidado que los demás componentes del grupo—, nos contaba la historia de los tres staretzi.
            —¡Ah! —dijo el arzobispo—. ¿Y qué historia es esa? —Y acercándose a la borda, se sentó sobre un cajón—. Habla —agregó, dirigiéndose al campesino—, yo también quiero oírte. ¿Qué señalabas, hijo mío?
            —Aquel islote —respondió el campesino, mostrando, a su derecha, un punto del horizonte—. Justamente en ese islote, los tres staretzi trabajan por la salvación de su alma.
            —Pero ¿dónde está el islote?
            —Mire usted en la dirección de mi mano. ¿Ve esa nubecilla? Pues bien, algo más bajo, a la izquierda. Esa especie de faja gris.
            El arzobispo miraba con atención, pero como el agua centelleaba y él no tenía costumbre, nada alcanzaba a ver.
            —Pues no veo nada —dijo—. Mas ¿quiénes son esos staretzi, y cómo viven?
            —Son hombres de Dios —contestó el campesino—. Hace ya mucho que oí hablar de ellos, pero hasta el verano pasado no tuve oportunidad de verlos.
            El mujik reanudó su relato. Un día que había salido a pescar, un temporal lo arrastró hasta aquel islote desconocido. Echó a caminar y descubrió una minúscula cabaña, junto a la cual estaba uno de los staretzi. Poco después aparecieron los otros dos. Al ver al campesino, pusieron sus ropas a secar y lo ayudaron a reparar su barca.
            —¿Y cómo son? —preguntó el arzobispo.
            —Uno de ellos es encorvado, pequeño y muy viejo. Viste una raída sotana, y parece tener más de cien años. Su blanca barba empieza a adquirir una tonalidad verdosa. Es sonriente y apacible como un ángel del cielo.
            »El segundo, un poco más alto, lleva un andrajoso capote.
            »Su luenga barba gris tiene reflejos amarillos. Es muy vigoroso: puso mi barca boca abajo como si se tratara de una cáscara de nuez, sin darme tiempo a ayudarle. Él también parece siempre contento. El tercero es muy alto: su barba es blanca como el plumaje del cisne, y le llega hasta las rodillas. Es un hombre melancólico, de hirsutas cejas, que solo cubre su desnudez con un trozo de tela hecha de fibras trenzadas, que se sujeta a la cintura.
            —¿Y qué te dijeron? —preguntó el sacerdote.
            —Oh, hablaban muy poco, aun entre ellos. Les bastaba una mirada para entenderse. Le pregunté al más anciano si hacía mucho tiempo que vivían allí, y él no sé qué me respondió con tono de fastidio. Pero el más pequeño le tomó la mano, sonriendo, y el alto enmudeció.
            »El viejecito dijo solamente: “Haznos el favor…”.
            »Y sonrió.
            Mientras hablaba el campesino, el barco se había acercado a un grupo de islas.
            —Ahora se divisa perfectamente el islote —observó el comerciante—. Mire usted, Ilustrísima —añadió extendiendo el brazo.
            El arzobispo vio una faja gris. Era el islote. Permaneció inmóvil un largo rato, y después, pasando de proa a popa, dijo al piloto:
            —¿Qué islote es aquel?
            —Uno de tantos. No tiene nombre.
            —¿Es cierto que allí trabajan los staretzi por la salvación de su alma?
            —Eso dicen, mas no sé si es cierto. Los pescadores aseguran haberlos visto. Pero a veces se habla por hablar.
            —Me gustaría desembarcar en el islote para ver a los staretzi —dijo el arzobispo—. ¿Es posible?
            —Con el buque, no —respondió el piloto—. Para eso hay que utilizar el bote, y solo el capitán puede autorizarnos a lanzarlo al agua.
            Se dio aviso al capitán.
            —Quiero ver a los staretzi —dijo el arzobispo—. ¿Puede llevarme?
            El capitán intentó disuadirlo.
            —Es fácil —dijo—, pero perderemos mucho tiempo. Y casi me atrevería a decir a Su Ilustrísima que no vale la pena verlos. He oído decir que esos ancianos son unos necios, que no entienden lo que se les dice y casi no saben hablar.
            —Sin embargo, quiero verlos. Pagaré lo que sea. Pero le ruego disponer que me lleven a verlos.
            La cosa quedó resuelta. Se realizaron los preparativos necesarios, se cambiaron las velas, el piloto viró de bordo y el buque enfiló hacia la isla. Colocaron a proa una silla para el arzobispo, quien sentado en ella clavó la mirada en el horizonte. Los pasajeros también se reunieron para ver el islote de los staretzi. Los que tenían buena vista divisaban ya las rocas de la isla y mostraban a los demás la diminuta choza. Bien pronto uno de ellos descubrió a los tres staretzi.
            El capitán trajo un anteojo, miró, y lo pasó al arzobispo.
            —Es cierto —dijo—. A la derecha, junto a un gran peñasco, se ven tres hombres.
            El arzobispo enfocó el larga vista en la dirección señalada, y vio, efectivamente, tres hombres: uno muy alto, otro más bajo y el tercero muy pequeño. Estaban de pie, junto a la orilla, tomados de la mano.
            —Aquí debemos anclar el buque —dijo el capitán al arzobispo—. Su Ilustrísima debe embarcar en el bote. Nosotros le esperaremos.
            Echaron el ancla, recogieron las velas y el barco empezó a cabecear. Botaron la canoa, saltaron a ella los remeros, y el arzobispo descendió por la escala.
            Sentóse en un banco de popa y los marinos remaron en dirección al islote. Pronto llegaron a tiro de piedra. Se distinguía perfectamente a los tres staretzi: uno muy alto, casi desnudo, salvo por un trozo de tela ceñido a la cintura y hecho de fibras entrelazadas; otro más bajo, con un capote harapiento, y por último el más viejo, encorvado y vestido con sotana. Estaban los tres tomados de la mano.
            Llegó el bote a la orilla, saltó a tierra el arzobispo, y bendiciendo a los staretzi, que se deshacían en reverencias, les habló así:
            —He sabido que trabajáis aquí por la eterna salvación de vuestra alma, amados staretzi, y que rezáis a Cristo por el prójimo. Yo, indigno servidor del Altísimo, he sido llamado por su gracia para apacentar sus ovejas. Y puesto que servís al Señor, he querido visitaros para traeros la palabra divina.
            Los staretzi callaron, se miraron y sonrieron.
            —Decidme cómo servís a Dios —prosiguió el arzobispo.
            El staretzi que estaba en el centro suspiró y miró al viejecito.
            El staretzi más alto hizo un gesto de fastidio y también se volvió hacia el anciano.
            Este sonrió y dijo:
            —Servidor de Dios, nosotros no podemos servir a nadie sino a nosotros mismos, ganando nuestro sustento.
            —Pues entonces —dijo el arzobispo—, ¿cómo rezáis?
            —Nuestra oración es esta: «Tú eres tres, nosotros somos tres. Concédenos tu gracia».
            Y no bien el viejecillo pronunció estas palabras, los tres staretzi alzaron la mirada al cielo y repitieron:
            —Tú eres tres, nosotros somos tres. Concédenos tu gracia.
            Sonrió el arzobispo y dijo:
            —Evidentemente habéis oído hablar de la Santísima Trinidad, mas no es así como se debe rezar. Os he tomado afecto, venerables staretzi, porque advierto que queréis complacer a Dios. Pero ignoráis cual es la forma de servirlo. Esa no es la manera de rezar. Oídme, que yo os la enseñaré. Lo que os diré está en las Sagradas Escrituras de Dios, que dicen cómo debemos dirigirnos a Él.
            Y el arzobispo les explicó cómo Cristo se reveló a los hombres, y les explicó el misterio de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Después agregó:
            —El Hijo de Dios descendió a la tierra para salvar al género humano, y a todos nos enseñó a rezar. Atended y repetid conmigo:
            Y el arzobispo empezó:
            —Padre nuestro…
            Y el primer staretzi repitió:
            —Padre nuestro…
            Y el segundo dijo asimismo:
            —Padre nuestro…
            Y el tercero:
            —Padre nuestro…
            —Que estás en los Cielos… —prosiguió el arzobispo.
            Y los staretzi repitieron:
            —Que estás en los Cielos…
            Pero el que estaba en el medio se equivocaba y decía una palabra por otra; el más alto no podía seguir por que los bigotes le tapaban la boca, y el viejecito que no tenía dientes, pronunciaba muy mal.
            El arzobispo recomenzó la oración, y los staretzi volvieron a repetirla. El prelado se sentó en una piedra, y los staretzi hicieron círculo alrededor de él, mirándolo fijamente y repitiendo todo lo que decía.
            Todo el día, hasta la llegada de la noche, el arzobispo luchó con ellos, repitiendo la misma palabra diez, veinte, cien veces, y tras él los staretzi. Se atascaban, él los corregía y vuelta a empezar.
            El arzobispo no se separó de los staretzi hasta que les hubo enseñado la divina oración. La repitieron con él, y después solos. El staretzi del medio la aprendió antes que los otros, y la dijo él solo. Entonces el arzobispo se la hizo repetir varias veces, y sus compañeros lo imitaron.
            Empezaba a oscurecer y la luna se levantaba sobre el mar cuando el arzobispo se incorporó para volver al buque. Se despidió de los staretzi, quienes lo saludaron inclinándose hasta el suelo. Él los hizo incorporarse, los besó a los tres, recomendándoles que rezaran como él les había enseñado. Después se instaló en el banco del bote, que se dirigió hacia el buque.
            Mientras bogaban, seguía oyendo a los staretzi que recitaban en alta voz la plegaria del Señor. Pronto llegó el bote junto al barco. Ya no se oía la voz de los staretzi, pero aún se los veía en la orilla, los tres a la luz de la luna, el viejecito en medio, el más alto a su derecha y el otro a la izquierda.
            El arzobispo llegó al buque y subió al puente. Levaron anclas, el viento hinchó las velas y la nave se puso en marcha, continuando el viaje interrumpido.
            El arzobispo se sentó a popa, con la mirada clavada en el islote. Aún se divisaba a los tres staretzi. Después desaparecieron y solo se vio la isla. Y por último esta también se desvaneció en lontananza, y quedó el mar solo y cintilante bajo la luna.
            Se recogieron los peregrinos y el silencio envolvió el puente. Pero el arzobispo aún no quería dormir. Solo en la popa, contemplaba el mar, en dirección del islote, y pensaba en los buenos staretzi. Recordaba la dicha que habían experimentado al aprender la plegaria, y agradecía a Dios que lo hubiera señalado para ayudar a aquellos santos varones, enseñándoles la palabra divina.
            Esto pensaba el arzobispo, con la mirada fija en el mar, cuando vio algo que blanqueaba y fulguraba en la estela luminosa de la luna. Sería una gaviota, o una vela blanca. Miró con más atención, y se dijo: «Sin duda es una barca de vela que nos sigue. ¡Pero cuán veloz avanza! Hace un instante estaba lejos, muy lejos, y ahora ya está cerca. Además, no se parece a ninguna de las barcas que yo he visto, y esa vela tampoco parece una vela».
            No obstante, aquello los sigue, y el arzobispo no atina a descubrir qué es. ¿Un buque, un ave, un pez? También parece un hombre, pero es más grande que un hombre. Y además, un hombre no podría caminar sobre el agua.
            Levantóse el arzobispo y fue a donde estaba el piloto.
            —¡Mira! —le dijo—. ¿Qué es eso?
            Pero en ese instante advierte que son los staretzi que se deslizan sobre el mar y se acercan a la nave. Sus níveas barbas lanzan un intenso resplandor.
            El piloto deja la barra y grita:
            —¡Señor, los staretzi nos persiguen sobre el mar, y corren por las olas como por el suelo!
            Al oír estos gritos, los pasajeros se levantaron y lanzáronse hacia la borda. Entonces todos vieron a los staretzi que se deslizaban por el mar, tomados de la mano, y que los de los extremos hacían señas de que el buque se detuviera.
            Aún no habían tenido tiempo de detener la marcha, cuando los tres staretzi llegaron junto al barco, y levantando los ojos dijeron:
            —Servidor de Dios, ya no sabemos lo que nos enseñaste. Mientras lo repetíamos lo recordábamos, pero una hora después olvidamos una palabra, y no podemos recitar la plegaria. Enséñanosla otra vez.
            El arzobispo se persignó, y dijo inclinándose hacia los staretzi:
            —Vuestra oración llegará igualmente al Señor, santos staretzi. No soy yo quien debe enseñaros. ¡Rogad por nosotros, pobres pecadores!
            Y el arzobispo los saludó con veneración. Los staretzi permanecieron un instante inmóviles, después se volvieron y se alejaron sobre el mar.
            Y hasta el alba se vio un gran resplandor del lado por donde habían desaparecido.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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