domingo, 3 de marzo de 2019

La muerta enamorada Théophile Gautier.


La muerta enamorada
Théophile Gautier
Me preguntas, hermano, si he amado; sí. Es una historia singular y terrible, y, a pesar de mis
sesenta y seis años, apenas me atrevo a remover las cenizas de este recuerdo. No quiero
negarte nada, pero no referiría una historia semejante a otra persona menos experimentada
que tú. Se trata de acontecimientos tan extraordinarios que apenas puedo creer que hayan
sucedido. Fui, durante más de tres años, el juguete de una ilusión singular y diabólica. Yo, un
pobre cura rural, he llevado todas las noches en sueños (quiera Dios que fuera un sueño) una
vida de condenado, una vida mundana y de Sardanápalo. Una sola mirada demasiado
complaciente a una mujer pudo causar la perdición de mi alma; pero, con la ayuda de Dios y
de mi santo patrón, pude desterrar al malvado espíritu que se había apoderado de mí. Mi vida
se había complicado con una vida nocturna completamente diferente. Durante el día yo era un
sacerdote del Señor, casto, ocupado en la oración y en las cosas santas. Durante la noche, en
el momento en que cerraba los ojos, me convertía en un joven caballero, experto en mujeres,
perros y caballos, jugador de dados, bebedor y blasfemo. Y cuando, al llegar el alba, me
despertaba, me parecía lo contrario, que me dormía y soñaba que era sacerdote. Me han
quedado recuerdos de objetos y palabras de esta vida sonámbula, de los que no puedo
defenderme y, a pesar de no haber salido nunca de mi parroquia, se diría al oírme que soy más
bien un hombre que lo ha probado todo, y que, desengañado del mundo, ha entrado en
religión queriendo terminar en el seno de Dios días tan agitados, que un humilde seminarista
que ha envejecido en una ignorada casa de cura, en medio del bosque y sin ninguna relación
con las cosas del siglo.
Sí, he amado como no ha amado nadie en el mundo, con un amor insensato y violento, tan
violento que me asombra que no haya hecho estallar mi corazón. ¡Oh, qué noches! ¡Qué
noches!
Desde mi más tierna infancia había sentido la vocación del sacerdocio; también fueron
dirigidos en este sentido todos mis estudios, y mi vida, hasta los veinticuatro años, no fue otra
cosa que un largo noviciado. Con los estudios de teología terminados, pasé sucesivamente por
todas las órdenes menores, y mis superiores me juzgaron digno, a pesar de mi juventud, de
alcanzar el último y terrible grado. El día de mi ordenación fue fijado para la semana de
Pascua.
Jamás había andado por el mundo. El mundo era para mí el recinto del colegio y del
seminario. Sabía vagamente que existía algo que se llamaba mujer, pero no me paraba a
pensarlo: mi inocencia era perfecta. Sólo veía a mi madre, anciana y enferma, dos veces al
año, y ésta era toda mi relación con el exterior.
No lamentaba nada, no sentía la más mínima duda ante este compromiso irrevocable; estaba
lleno de alegría y de impaciencia. Jamás novia alguna contó las horas con tan febril ardor; no
dormía, soñaba que cantaba misa. ¡Ser sacerdote! No había en el mundo nada más hermoso:
hubiera rechazado ser rey o poeta. Mi ambición no iba más allá.
Digo esto para mostrar cómo lo que me sucedió no debió sucederme y cómo fui víctima de
tan inexplicable fascinación.
Llegado el gran día caminaba hacia la iglesia tan ligero que me parecía estar sostenido en el
aire, o tener alas en los hombros. Me creía un ángel, y me extrañaba la fisonomía sombría y
preocupada de mis compañeros, pues éramos varios. Había pasado la noche en oración, y mi
estado casi rozaba el éxtasis. El obispo, un anciano venerable, me parecía Dios Padre
inclinado en su eternidad, y podía ver el cielo a través de las bóvedas del templo.
Conoces los detalles de esta ceremonia: la bendición, la comunión bajo las dos especies, la
unción de las palmas de las manos con el aceite de los catecúmenos y, finalmente, el santo
sacrificio ofrecido al unísono con el obispo. No me detendré en esto. ¡Oh, qué razón tiene Job,
y cuán imprudente es aquel que no llega a un pacto con sus ojos! Levanté casualmente mi
cabeza, que hasta entonces había tenido inclinada, y vi ante mí, tan cerca que habría podido
tocarla -aunque en realidad estuviera a bastante distancia y al otro lado de la balaustrada-, a
una mujer joven de una extraordinaria belleza y vestida con un esplendor real. Fue como si se
me cayeran las escamas de las pupilas. Experimenté la sensación de un ciego que recuperara
súbitamente la vista. El obispo, radiante, se apagó de repente, los cirios palidecieron en sus
candelabros de oro como las estrellas al amanecer, y en toda la iglesia se hizo una completa
oscuridad. La encantadora criatura destacaba en ese sombrío fondo como una presencia
angelical; parecía estar llena de luz, luz que no recibía, sino que derramaba a su alrededor.
Bajé los párpados, decidido a no levantarlos de nuevo, para apartarme de la influencia de los
objetos, pues me distraía cada vez más, y apenas sabía lo que hacía.
Un minuto después volví a abrir los ojos, pues a través de mis párpados la veía relucir con los
colores del prisma en una penumbra púrpura, como cuando se ha mirado al sol. ¡Ah, qué
hermosa era! Cuando los más grandes pintores, persiguiendo en el cielo la belleza ideal,
trajeron a la tierra el divino retrato de la Madonna, ni siquiera vislumbraron esta fabulosa
realidad. Ni los versos del poeta ni la paleta del pintor pueden dar idea. Era bastante alta, con
un talle y un porte de diosa; sus cabellos, de un rubio claro, se separaban en la frente, y caían
sobre sus sienes como dos ríos de oro; parecía una reina con su diadema; su frente, de una
blancura azulada y transparente, se abría amplia y serena sobre los arcos de las pestañas
negras, singularidad que contrastaba con las pupilas verde mar de una vivacidad y un brillo
insostenibles. ¡Qué ojos! Con un destello decidían el destino de un hombre; tenían una vida,
una transparencia, un ardor, una humedad brillante que jamás había visto en ojos humanos;
lanzaban rayos como flechas dirigidas a mi corazón. No sé si la llama que los iluminaba venía
del cielo o del infierno, pero ciertamente venía de uno o de otro. Esta mujer era un ángel o un
demonio, quizá las dos cosas, no había nacido del costado de Eva, la madre común. Sus
dientes eran perlas de Oriente que brillaban en su roja sonrisa, y a cada gesto de su boca se
formaban pequeños hoyuelos en el satén rosa de sus adorables mejillas. Su nariz era de una
finura y de un orgullo regios, y revelaba su noble origen. En la piel brillante de sus hombros
semidesnudos jugaban piedras de ágata y unas rubias perlas, de color semejante al de su
cuello, que caían sobre su pecho. De vez en cuando levantaba la cabeza con un movimiento
ondulante de culebra o de pavo real que hacía estremecer el cuello de encaje bordado que la
envolvía como una red de plata.
Llevaba un traje de terciopelo nacarado de cuyas amplias mangas de armiño salían unas
manos patricias, infinitamente delicadas. Sus dedos, largos y torneados, eran de una
transparencia tan ideal que dejaban pasar la luz como los de la aurora.
Tengo estos detalles tan presentes como si fueran de ayer, y aunque estaba profundamente
turbado nada escapó a mis ojos; ni siquiera el más pequeño detalle: el lunar en la barbilla, el
imperceptible vello en las comisuras de los labios, el terciopelo de su frente, la sombra
temblorosa de las pestañas sobre las mejillas, captaba el más ligero matiz con una
sorprendente lucidez.
Mientras la miraba sentía abrirse en mí puertas hasta ahora cerradas; tragaluces antes
obstruidos dejaban entrever perspectivas desconocidas; la vida me parecía diferente, acababa
de nacer a un nuevo orden de ideas. Una escalofriante angustia me atenazaba el corazón; cada
minuto transcurrido me parecía un segundo y un siglo. Sin embargo, la ceremonia avanzaba, y
yo me encontraba lejos del mundo, cuya entrada cerraban con furia mis nuevos deseos. Dije
sí, cuando quería decir no, cuando todo mi ser se revolvía y protestaba contra la violencia que
mi lengua hacía a mi alma: una fuerza oculta me arrancaba a mi pesar las palabras de la
garganta. Quizá por este motivo tantas jóvenes llegan al altar con el firme propósito de
rechazar clamorosamente al esposo que les imponen y ninguna lleva a cabo su plan. Por esta
razón, sin duda, tantas novicias toman el velo aunque decididas a destrozarlo en el momento
de pronunciar sus votos. Uno no se atreve a provocar tal escándalo ni a decepcionar a tantas
personas; todas las voluntades, todas las miradas pesan sobre uno como una losa de plomo;
además, todo está tan cuidadosamente preparado, las medidas tomadas con antelación de una
forma tan visiblemente irrevocable, que el pensamiento cede ante el peso de los hechos y
sucumbe por completo.
La mirada de la hermosa desconocida cambiaba de expresión según transcurría la ceremonia.
Tierna y acariciadora al principio, adoptó un aire desdeñoso y disgustado, como de no haber
sido comprendida.
Hice un esfuerzo capaz de arrancar montañas para gritar que yo no quería ser sacerdote, sin
conseguir nada; mi lengua estaba pegada al paladar y me fue imposible traducir mi voluntad
en el más mínimo gesto negativo. Aunque despierto, mi estado era semejante al de una
pesadilla en que se quiere gritar una palabra de la que nuestra vida depende sin obtener
resultado alguno.
Ella pareció darse cuenta de mi martirio y, como para animarme, me lanzó una mirada llena
de divinas promesas. Sus ojos eran un poema en el que cada mirada era un canto.
Me decía:
-Si quieres ser mío te haré más dichoso que el mismo Dios en su paraíso; los ángeles te
envidiarán. Rompe ese fúnebre sudario con que vas a cubrirte, yo soy la belleza, la juventud,
la vida; ven a mí, seremos el amor. ¿Qué podría ofrecerte Yahvé como compensación?
Nuestra vida discurrirá como un sueño y será un beso eterno.
"Derrama el vino de ese cáliz y serás libre, te llevaré a islas desconocidas, dormirás apoyado
en mi seno en un lecho de oro macizo bajo un dosel de plata. Te amo y quiero arrebatarte a tu
Dios ante quien tantos corazones nobles derraman un amor que nunca llega hasta él."
Me parecía oír estas palabras con un ritmo y una dulzura infinita; su mirada tenía música, y
las frases que me enviaban sus ojos resonaban en el fondo de mi corazón como si una boca
invisible las hubiera susurrado en mi alma. Me encontraba dispuesto a renunciar a Dios y, sin
embargo, mi corazón realizaba maquinalmente las formalidades de la ceremonia. La hermosa
mujer me lanzó una segunda mirada tan suplicante, tan desesperada, que me atravesaron el
corazón cuchillas afiladas, y sentí en el pecho más puñales que la Dolorosa.
Todo terminó. Ya era sacerdote.
Jamás fisonomía humana manifestó una angustia tan desgarradora; la joven que ve morir a su
novio súbitamente junto a ella, la madre junto a la cuna vacía de su hijo, Eva sentada en el
umbral del paraíso, el avaro que encuentra una piedra en el lugar de su tesoro, y el poeta que
deja caer al fuego el único manuscrito de su más bella obra, no muestran un aire tan aterrado e
inconsolable. La sangre abandonó su rostro encantador, que se volvió blanco como el
mármol; sus hermosos brazos cayeron a lo largo de su cuerpo como si sus músculos se
hubieran relajado y se apoyó en una columna, pues desfallecían sus piernas. Yo me dirigí
vacilante hacia la puerta de la iglesia, lívido, con la frente inundada de sudor más sangrante
que el del Calvario. Me ahogaba. Las bóvedas caían sobre mis hombros y me parecía como si
sostuviera sólo yo con mi cabeza todo el peso de la cúpula.
Al franquear el umbral una mano se apoderó bruscamente de la mía, ¡una mano de mujer!
Jamás había tocado otra. Era fría como la piel de una serpiente y me dejó una huella ardiente
como la marca de un hierro al rojo vivo. Era ella.
-¡Infeliz, infeliz! ¿Qué has hecho? -me susurró. Luego desapareció entre la multitud.
El anciano obispo pasó a mi lado; me miró severamente. Mi comportamiento era de lo más
extraño, palidecía, enrojecía, me encontraba turbado. Uno de mis compañeros se apiadó de mí
y me llevó con él; hubiera sido incapaz de encontrar solo el camino del seminario. A la vuelta
de una esquina, mientras el joven sacerdote miraba hacia otro lado, un paje vestido de manera
extraña se me acercó y, sin detenerse, me entregó un portafolios rematado en oro,
indicándome que lo ocultara; lo deslicé en mi manga y lo tuve guardado hasta que me quedé
solo en mi celda. Hice saltar el broche; sólo había dos hojas con estas palabras: "Clarimonda,
en el palacio Concini." Como yo no estaba entonces al corriente de las cosas de la vida, no
conocía a Clarimonda, a pesar de su celebridad, e ignoraba por completo dónde se encontraba
el palacio Concini. Hice mil conjeturas tan extravagantes unas como otras, pero con tal de
volver a verla, me importaba bastante poco que pudiera ser gran dama o cortesana.
Este amor, nacido hacía bien poco, se había enraizado de forma indestructible. De tan
imposible como me parecía, ni siquiera pensaba en intentar arrancarlo. Esta mujer se había
apoderado de mí por completo, tan sólo una mirada suya había bastado para transformarme;
me había insinuado su voluntad; y ya no vivía en mí, sino en ella y para ella. Hacía mil
extravagancias, besaba mi mano donde ella me había cogido y repetía su nombre durante
horas. Sólo con cerrar los ojos la veía con la misma claridad que si estuviera ante mí y me
repetía las mismas palabras que ella me dijo en el pórtico de la iglesia: "Infeliz, infeliz, ¿qué
has hecho?". Comprendía todo el horror de mi situación y el carácter fúnebre y terrible del
estado que acababa de profesar se revelaba ante mí. Ser sacerdote, es decir, castidad, no amar,
no distinguir ni edad ni sexo, apartarse de la belleza, arrancarse los ojos, arrastrarse en la
sombra helada de un claustro o de una iglesia, ver sólo moribundos, velar cadáveres
desconocidos y llevar sobre sí el duelo de la negra sotana con el fin de convertir la túnica en
un manto para el propio féretro.
Y sentía mi vida como un lago interior que crece y se desborda; la sangre me latía con fuerza
en las arterias; mi juventud, tanto tiempo reprimida, estallaba de golpe, como el áloe que tarda
cien años en florecer y se abre con la fuerza de un trueno.
¿Cómo hacer para ver de nuevo a Clarimonda? No tenía pretextos para salir del seminario, no
conocía a nadie en la ciudad; ni siquiera permanecería allí por más tiempo, pues sólo esperaba
a que me designasen la parroquia que debía ocupar. Intenté arrancar los barrotes de la
ventana, pero la altura era horrible, y sin escalera era impensable. Además, sólo podría bajar
de noche y ¿cómo conducirme en el inextricable laberinto de calles? Estas dificultades -que
no serían nada para otros- eran inmensas para mí, pobre seminarista recién enamorado, sin
experiencia, sin dinero y sin ropa.
"¡Ah! -me decía a mí mismo en mi ceguera-, si no hubiera sido sacerdote habría podido verla
todos los días, habría sido su amante, su esposo; en vez de estar cubierto con mi triste sudario,
tendría ropas de seda y terciopelo, cadenas de oro, una espada y plumas como los jóvenes y
hermosos caballeros. Mis cabellos, deshonrados por la tonsura, jugarían alrededor de mi
cuello, formando ondeantes rizos. Tendría un lustroso bigote y sería un valiente. Pero, una
hora ante el altar, unas pocas palabras apenas articuladas, me separaban para siempre de entre
los vivos, ¡y yo mismo había sellado la losa de mi tumba, había corrido el cerrojo de mi
prisión!"
Me asomé a la ventana. El cielo estaba maravillosamente azul, los árboles se habían vestido
de primavera; la naturaleza hacía gala de una irónica alegría. La plaza estaba llena de gente;
unos iban, otros venían. Galanes y hermosas jovencitas iban en parejas hacia el jardín y los
cenadores. Grupos de amigos pasaban cantando canciones de borrachos. Había un
movimiento, una vida, una animación que aumentaba penosamente mi duelo y mi soledad.
Una madre joven jugaba con su hijo en el umbral de la casa. Le besaba su boquita rosa
perlada de gotas de leche, y le hacía arrumacos con mil divinas puerilidades que sólo las
madres saben hacer. El padre, de pie, a una cierta distancia, sonreía dulcemente ante esta
encantadora escena, y sus brazos cruzados estrechaban su alegría contra el corazón. No pude
soportar este espectáculo; cerré la ventana y me eché en la cama con un odio y una envidia
espantosa en el corazón, mordiendo mis dedos y la manta como un tigre con hambre de tres
días.
No sé cuántos días permanecí de este modo; pero al volverme en un furioso espasmo vi al
padre Serapion, de pie en la habitación, observándome atentamente. Me avergoncé de mí
mismo y, hundiendo la cabeza en mi pecho, me cubrí el rostro con las manos.
-Romualdo, amigo mío -me dijo Serapion después de algunos minutos de silencio-, te sucede
algo extraño; ¡tu conducta es verdaderamente inexplicable! Tú, tan sosegado y tan dulce, te
revuelves ahora como un animal furioso. Ten cuidado, hermano, y no escuches las
sugerencias del diablo; el espíritu maligno, irritado por tu eterna consagración al Señor, te
acecha como un lobo rapaz, e intenta un último esfuerzo para atraerte a él. En vez de dejarte
abatir, mi querido Romualdo, hazte una coraza de oración, un escudo de mortificación y
combate valientemente al enemigo: lo vencerás. La virtud necesita de la tentación, y el oro
sale más fino del crisol. No te asustes ni te desanimes. Las almas mejor guardadas y las más
firmes han tenido estos momentos. Ora, ayuna, medita y se alejará el malvado espíritu.
El discurso del padre Serapion me hizo volver en mí y me tranquilicé.
-Venía a anunciarte que te ha sido asignada la parroquia de C**: El sacerdote que la ocupaba
acaba de morir, y el obispo me ha encargado que te instale allí. Prepárate para mañana.
Respondí afirmativamente con la cabeza y el padre se retiró. Abrí el misal y comencé a leer
oraciones; pero pronto las líneas se tornaron confusas bajo mis ojos. Las ideas se
enmarañaron en mi cerebro, y el libro se deslizó de entre mis manos sin darme cuenta.
¡Partir mañana sin haberla visto!, ¡añadir otro imposible más a todos los que ya había entre
nosotros!, ¡perder para siempre la esperanza de encontrarla a menos que sucediera un
milagro!, ¿escribirle?, ¿y a través de quién haría llegar mi carta? Con el carácter sagrado de
mi estado, ¿a quién podría abrir mi corazón? ¿en quién confiar? Fui presa de una terrible
ansiedad. Además, me venía a la memoria lo que el padre Serapion me acababa de decir de
los artificios del diablo: lo extraño de la aventura, la belleza sobrenatural de Clarimonda, el
destello fosforescente de sus ojos, la ardiente huella de su mano, la turbación en que me había
hundido, el cambio repentino que se había operado en mí, mi piedad desvanecida en un
instante; todo ello demostraba claramente la presencia del diablo, y la mano satinada no era
sino el guante con que cubría sus garras. Estos pensamientos me sumieron en un gran temor,
recogí el misal que había caído de mis rodillas al suelo y volví a mis oraciones.
A la mañana siguiente, Serapion vino a recogerme. Dos mulas cargadas con nuestro equipaje
esperaban a la puerta. Él montó una, y yo, mejor o peor, la otra. Mientras recorríamos las
calles de la ciudad miraba todas las ventanas y balcones por si veía a Clarimonda; pero era
demasiado temprano, y la ciudad aún no había abierto los ojos. Mi mirada intentaba atravesar
los estores y cortinas de los palacios ante los que pasábamos. Serapion, sin duda, atribuía esta
curiosidad a la admiración que me causaba la belleza de la arquitectura, pues aminoraba el
paso de su montura para darme tiempo de ver. Por fin llegamos a la puerta de la ciudad y
empezamos a subir la colina. Cuando llegué a la cima me volví para mirar una vez más el
lugar donde vivía Clarimonda. La sombra de una nube cubría por completo la ciudad; los
tejados azules y rojos se confundían en un semitono general donde flotaban, aquí y allá, los
humos de la mañana, como blancos copos de espuma. Gracias a un singular efecto óptico se
dibujaba, rubio y dorado, bajo un rayo único de luz, un edificio que sobrepasaba en altura a
las construcciones vecinas, hundidas por completo en el vaho; aunque estaba a más de una
legua, parecía muy cercano. Podían distinguirse los más mínimos detalles, las torres, las
azoteas, las ventanas e incluso las veletas con cola de milano.
-¿Qué palacio es ese que veo allá a lo lejos iluminado por un rayo de sol? -le pregunté a
Serapion.
Puso la mano por encima de sus ojos y cuando lo vio me contestó:
-Es el antiguo palacio que el príncipe Concini regaló a la cortesana Clarimonda; allí suceden
cosas horribles.
En ese instante -aún no sé si fue realidad o ilusión- creí ver cómo en la terraza se deslizaba
una silueta blanca y esbelta que brilló un segundo y se apagó. ¡Era Clarimonda!
¡Oh! ¿Sabía ella entonces que, desde lo alto de este amargo camino que me separaba de ella,
yo no descendería nunca más? ¿Que, ardiente e inquieto, yo no apartaba mis ojos del palacio
que habitaba y al que un insignificante juego de luz parecía acercarme como para invitarme a
entrar y ser su dueño? Sin duda lo sabía, pues su alma estaba demasiado ligada a la mía como
para sentir el menor estremecimiento, y esta sensación la había impulsado a subir a la terraza,
envuelta en sus velos, en el helado rocío de la mañana.
La sombra se apoderó del palacio, y todo fue un océano inmóvil de tejados y cumbres donde
sólo se distinguía una ondulación montuosa. Serapion arreó a su mula, cuyo paso siguió la
mía enseguida, y un recodo del camino me arrebató para siempre la ciudad de S**, pues no
volvería nunca.
Al cabo de tres días de camino a través de campos tristes vislumbramos a través de los árboles
el gallo del campanario de la iglesia donde debía servir. Después de recorrer calles tortuosas
flanqueadas por chozas y cercados llegamos ante la fachada, que no se caracterizaba por su
grandeza. Una terraza adornada con algunas nervaduras y dos o tres pilares del mismo gres
toscamente tallados, tejas y contrafuertes del mismo gres que los pilares, esto era todo. A la
izquierda, el cementerio con la hierba crecida y una gran cruz de hierro en medio; a la derecha
y a la sombra de la iglesia, la casa parroquial. Era una casa de una sencillez extrema y de una
desolada pulcritud. Entramos. Algunas gallinas picoteaban unos pocos granos de avena;
acostumbradas como estaban a la negra sotana de los curas, no se espantaron con nuestra
presencia y apenas se apartaron para dejarnos pasar. Se oyó un ladrido ronco y áspero, y
vimos aparecer un perro viejo. Era el perro de mi antecesor. Tenía los ojos apagados, el pelo
gris y todos los síntomas de la mayor vejez que un perro puede alcanzar. Lo acaricié
suavemente y se puso a caminar junto a mí lleno de una indecible satisfacción. Vino también
a nuestro encuentro una mujer muy vieja que había sido el ama de llaves del anciano cura,
quien después de conducirme a una habitación de la planta baja me preguntó si había pensado
despedirla. Le respondí que me quedaría con ella, con ella y con el perro, asimismo con las
gallinas y con todos los muebles que su amo le había dejado al morir, cosa que la llenó de
alegría, una vez que el padre Serapion le pagó en el momento el dinero que quería a cambio.
Cuando estuve instalado, el padre Serapion volvió al seminario. De forma que me quedé solo
y sin otro apoyo que yo mismo. La idea de Clarimonda comenzó de nuevo a obsesionarme, y
aunque me esforzaba en apartarla de mí, no siempre lo conseguía. Una tarde, paseando por mi
jardín entre los caminos bordeados de boj, me pareció ver a través de los arbustos una silueta
de mujer que seguía todos mis movimientos, y vi brillar entre las hojas dos pupilas verde mar;
pero era sólo una ilusión, pues al pasar al otro lado encontré la huella de un pie tan pequeño
que parecía de un niño. El jardín estaba rodeado por murallas muy altas, inspeccioné todos los
recodos y rincones y no había nadie. Jamás pude explicarme este hecho, que no fue nada
comparado con las cosas extrañas que me habían de suceder. Durante un año viví cumpliendo
con exactitud todos los deberes correspondientes a mi estado, orando, ayunando y socorriendo
enfermos, dando limosnas hasta privarme de lo más indispensable. Pero sentía en mi interior
una profunda aridez y la fuente de la gracia estaba seca para mí. No podía gozar de la
felicidad que da el cumplimiento de una misión santa. Mi pensamiento estaba en otra parte, y
las palabras de Clarimonda me volvían a los labios como un estribillo que se repite
involuntariamente. ¡Oh hermano, medita bien esto! Por haber mirado solamente una vez a una
mujer, por una falta aparentemente tan leve, he sufrido durante años las más miserables
turbaciones. Mi vida está trastornada para siempre jamás.
No voy a entretenerte más tiempo con derrotas y victorias seguidas siempre de las más
profundas caídas y pasaré a relatar enseguida un hecho decisivo. Una noche llamaron
violentamente a la puerta. La anciana ama de llaves fue a abrir, y un hombre de rostro cobrizo
y ricamente vestido, aunque a la moda extranjera, y con un gran puñal, apareció en el umbral
a la luz del farol de Bárbara. La primera impresión de ésta fue de miedo, pero el hombre la
tranquilizó diciéndole que necesitaba verme enseguida para algo relacionado con mi
ministerio. Bárbara lo hizo subir. Yo ya iba a acostarme. El hombre me dijo que su señora,
una gran dama, estaba a punto de morir y deseaba un sacerdote. Le respondí que estaba
dispuesto a acompañarlo; cogí lo necesario para la Extremaunción y bajé a toda prisa. En la
puerta resoplaban de impaciencia dos caballos negros como la noche, y de su pecho
emanaban oleadas de humo. Me sujetó el estribo y me ayudó a montar uno de ellos, después
se montó en el otro, apoyando solamente una mano en la silla. Apretó las rodillas y soltó las
riendas de su caballo, que salió como una flecha. El mío, cuya brida también sujetaba él, se
puso al galope y se mantuvo a la par que el suyo. Bajo nuestro insaciable galope, la tierra
desaparecía gris y rayada, y las negras siluetas de los árboles huían como un ejército
derrotado. Atravesamos un sombrío bosque tan oscuro y glacial que un escalofrío de
supersticioso terror me recorrió el cuerpo. La estela de chispas que las herraduras de nuestros
caballos producían en las piedras dejaba a nuestro paso un reguero de fuego, y si alguien nos
hubiera visto a esta hora de la noche, nos habría tomado a mi guía y a mí por dos espectros
cabalgando en una pesadilla. De cuando en cuando, fuegos fatuos se cruzaban en el camino, y
las cornejas piaban lastimeras en la espesura del bosque, donde a lo lejos brillaban los ojos
fosforescentes de algún gato salvaje. La crin de los caballos se enmarañaba cada vez más, el
sudor corría por sus flancos y resoplaban jadeantes. Cuando el escudero los veía desfallecer
emitía un grito gutural sobrehumano, y la carrera se reanudaba con furia. Finalmente se
detuvo el torbellino. Una sombra negra salpicada de luces se alzó súbitamente ante nosotros;
las pisadas de nuestras cabalgaduras se hicieron más ruidosas en el suelo de hierro, y
entramos bajo una bóveda que abría sus fauces entre dos torres enormes. En el castillo reinaba
una gran agitación; los criados, provistos de antorchas, atravesaban los patios, y las luces
subían y bajaban de un piso a otro. Pude ver confusamente formas arquitectónicas inmensas,
columnas, arcos, escalinatas y balaustradas, todo un lujo de construcción regia y fantástica.
Un paje negro en quien reconocí enseguida al que me había dado el mensaje de Clarimonda,
vino a ayudarme a bajar del caballo, y un mayordomo vestido de terciopelo negro con una
cadena de oro en el cuello y un bastón de marfil avanzó hacia mí. Dos lágrimas cayeron de
sus ojos y rodaron por sus mejillas hasta su barba blanca.
-¡Demasiado tarde, padre! -dijo bajando la cabeza-, ¡demasiado tarde!, pero ya que no pudo
salvar su alma, venga a velar su pobre cuerpo.
Me tomó del brazo y me condujo a la sala fúnebre; mi llanto era tan copioso como el suyo,
pues acababa de comprender que la muerta no era otra sino Clarimonda, tanto y tan locamente
amada. Había un reclinatorio junto al lecho; una llama azul, que revoloteaba en una pátera de
bronce, iluminaba toda la habitación con una luz débil e incierta, y hacía pestañear en la
sombra la arista de algún mueble o de una cornisa. Sobre la mesa en una urna labrada, yacía
una rosa blanca marchita, cuyos pétalos, salvo uno que se mantenía aún, habían caído junto al
vaso, como lágrimas perfumadas; un roto antifaz negro, un abanico, disfraces de todo tipo se
encontraban esparcidos por los sillones, y hacían pensar que la muerte se había presentado de
improviso y sin anunciarse en esta suntuosa mansión. Me arrodillé, sin atreverme a dirigir la
mirada al lecho, y empecé a recitar salmos con gran fervor, dando gracias a Dios por haber
interpuesto la tumba entre el pensamiento de esa mujer y yo, para así poder incluir en mis
oraciones su nombre santificado desde ahora. Pero, poco a poco, se fue debilitando este
impulso, y caí en un estado de ensoñación. Esta estancia no tenía el aspecto de una cámara
mortuoria. Contrariamente al aire fétido y cadavérico que estaba acostumbrado a respirar en
los velatorios, un vaho lánguido de esencias orientales, no sé qué aroma de mujer, flotaba
suavemente en la tibia atmósfera. Aquel pálido resplandor se asemejaba más a una media luz
buscada para la voluptuosidad que al reflejo amarillo de la llama que tiembla junto a los
cadáveres. Recordaba el extraño azar que me había devuelto a Clarimonda en el instante en
que la perdía para siempre y un suspiro nostálgico escapó de mi pecho. Me pareció oír
suspirar a mi espalda y me volví sin querer. Era el eco. Gracias a este movimiento mis ojos
cayeron sobre el lecho de muerte que hasta entonces habían evitado. Las cortinas de damasco
rojo estampadas, recogidas con entorchados de oro, dejaban ver a la muerta acostada con las
manos juntas sobre el pecho. Estaba cubierta por un velo de lino de un blanco resplandeciente
que resaltaba aún más gracias al púrpura del cortinaje, de una finura tal que no ocultaba lo
más mínimo la encantadora forma de su cuerpo y dejaba ver sus bellas líneas ondulantes
como el cuello de un cisne que ni siquiera la muerte había podido entumecer. Se hubiera
creído una estatua de alabastro realizada por un hábil escultor para la tumba de una reina, o
una doncella dormida sobre la que hubiera nevado.
No podía contenerme; el aire de esta alcoba me embriagaba, el olor febril de rosa medio
marchita me subía al cerebro, me puse a recorrer la habitación deteniéndome ante cada
columna del lecho para observar el grácil cuerpo difunto bajo la transparencia del sudario.
Extraños pensamientos me atravesaban el alma. Me imaginaba que no estaba realmente
muerta y que no era más que una ficción ideada para atraerme a su castillo y así confesarme
su amor. Por un momento creí ver que movía su pie en la blancura de los velos y se alteraban
los pliegues de su sudario. Luego me decía a mí mismo: "¿acaso es Clarimonda? ¿Qué
pruebas tengo? El paje negro puede haber pasado al servicio de otra mujer. Debo estar loco
para desconsolarme y turbarme de este modo". Pero mi corazón contestaba: "es ella, claro que
es ella". Me acerqué al lecho y miré aún más atentamente al objeto de mi incertidumbre. Debo
confesaros que tal perfección de formas, aunque purificadas y santificadas por la sombra de la
muerte, me turbaban voluptuosamente, y su reposado aspecto se parecía tanto a un sueño que
uno podría haberse engañado. Olvidé que había venido para realizar un oficio fúnebre y me
imaginaba entrando como un joven esposo en la alcoba de la novia que oculta su rostro por
pudor y no quiere dejarse ver. Afligido de dolor, loco de alegría, estremecido de temor y
placer me incliné sobre ella y cogí el borde del velo; lo levanté lentamente, conteniendo la
respiración para no despertarla.
Mis venas palpitaban con tal fuerza que las sentía silbar en mis sienes, y mi frente estaba
sudorosa como si hubiese levantado una lápida de mármol. Era en efecto la misma
Clarimonda que había visto en la iglesia el día de mi ordenación; tenía el mismo encanto, y la
muerte parecía en ella una coquetería más. La palidez de sus mejillas, el rosa tenue de sus
labios, sus largas pestañas dibujando una sombra en esta blancura le otorgaban una expresión
de castidad melancólica y de sufrimiento pensativo de una inefable seducción. Sus largos
cabellos sueltos, entre los que aún había enredadas florecillas azules, almohadillaban su
cabeza y ocultaban con sus bucles la desnudez de sus hombros; sus bellas manos, más puras y
diáfanas que las hostias, estaban cruzadas en actitud de piadoso reposo y de tácita oración, y
esto compensaba la seducción que hubiera podido provocar, incluso en la muerte, la exquisita
redondez y el suave marfil de sus brazos desnudos que aún conservaban los brazaletes de
perlas. Permanecí largo tiempo absorto en una muda contemplación, y cuanto más la miraba
menos podía creer que la vida hubiera abandonado para siempre aquel hermoso cuerpo.
No sé si fue una ilusión o el reflejo de la lámpara, pero hubiera creído que la sangre corría de
nuevo bajo esta palidez mate; sin embargo, ella permanecía inmóvil. Toqué ligeramente su
brazo; estaba frío, pero no más frío que su mano el día en que rozó la mía en el eco de la
iglesia. Incliné de nuevo mi rostro sobre el suyo derramando en sus mejillas el tibio rocío de
mis lágrimas. ¡Oh, qué amargo sentimiento de desesperación y de impotencia! ¡Qué agonía de
vigilia! Hubiera querido poder juntar mi vida para dársela y soplar sobre su helado despojo la
llama que me devoraba. La noche avanzaba, y al sentir acercarse el momento de la separación
eterna no pude negarme la triste y sublime dulzura de besar los labios muertos de quien había
sido dueña de todo mi amor. ¡Oh prodigio!, una suave respiración se unió a la mía, y la boca
de Clarimonda respondió a la presión de mi boca: sus ojos se abrieron y recuperaron un poco
de brillo, suspiró y, descruzando los brazos, rodeó mi cuello en un arrebato indescriptible.
-¡Ah, eres tú Romualdo! -dijo con una voz lánguida y suave como las últimas vibraciones de
un arpa-; ¿qué haces? Te esperé tanto tiempo que he muerto; pero ahora estamos prometidos,
podré verte e ir a tu casa. ¡Adiós Romualdo, adiós! Te amo, es todo cuanto quería decirte, te
debo la vida que me has devuelto en un minuto con tu beso. Hasta pronto.
Su cabeza cayó hacia atrás, pero sus brazos aún me rodeaban, como reteniéndome. Un golpe
furioso de viento derribó la ventana y entró en la habitación; el último pétalo de la rosa blanca
palpitó como un ala durante unos instantes en el extremo del tallo para arrancarse luego y
volar a través de la ventana abierta, llevándose el alma de Clarimonda. La lámpara se apagó y
caí desvanecido en el seno de la hermosa muerta.
Cuando desperté estaba acostado en mi cama, en la habitación de la casa parroquial, y el viejo
perro del anciano cura lamía mi mano que colgaba fuera de la manta. Bárbara se movía por la
habitación con un temblor senil, abriendo y cerrando cajones, removiendo los brebajes de los
vasos. Al verme abrir los ojos, la anciana gritó de alegría, el perro ladró y movió el rabo, pero
me encontraba tan débil que no pude articular palabra ni hacer el más mínimo movimiento.
Supe después que estuve así tres días, sin dar otro signo de vida que una respiración casi
imperceptible. Estos días no cuentan en mi vida, no sé dónde estuvo mi espíritu durante este
tiempo, no guardé recuerdo alguno. Bárbara me contó que el mismo hombre de rostro cobrizo
que había venido a buscarme por la noche, me había traído a la mañana siguiente en una litera
cerrada, y se había vuelto a marchar inmediatamente. En cuanto recuperé la memoria examiné
todos los detalles de aquella noche fatídica. Pensé que había sido el juego de una mágica
ilusión; pero hechos reales y palpables tiraban por tierra esta suposición. No podía pensar que
era un sueño, pues Bárbara había visto como yo al hombre de los caballos negros y describía
con exactitud su vestimenta y compostura. Sin embargo, nadie conocía en los alrededores un
castillo que se ajustara a la descripción de aquel en donde había encontrado a Clarimonda.
Una mañana apareció el padre Serapion. Bárbara le había hecho saber que estaba enfermo y
acudió rápidamente. Si bien tanta diligencia demostraba afecto e interés por mi persona, no
me complació como debía. El padre Serapion tenía en la mirada un aire penetrante e
inquisidor que me incomodaba. Me sentía confuso y culpable ante él, pues había descubierto
mi profunda turbación, y temía su clarividencia.
Mientras me preguntaba por mi salud con un tono melosamente hipócrita, clavaba en mí sus
pupilas amarillas de león, y hundía su mirada como una sonda en mi alma. Después se
interesó por la forma en que llevaba la parroquia, si estaba a gusto, a qué dedicaba el tiempo
que el ministerio me dejaba libre, si había trabado amistad con las gentes del lugar, cuáles
eran mis lecturas favoritas y mil detalles parecidos. Yo le contestaba con la mayor brevedad, e
incluso él mismo pasaba a otro tema sin esperar a que hubiera terminado. Esta charla no tenía,
por supuesto, nada que ver con lo que él quería decirme. Así que, sin ningún preámbulo y
como si se tratara de una noticia recordada de pronto y que temiera olvidar, me dijo con voz
clara y vibrante que sonó en mi oído como las trompetas del juicio final:
-La cortesana Clarimonda ha muerto recientemente tras una orgía que duró ocho días y ocho
noches. Fue algo infernalmente espléndido. Se repitió la abominación de los banquetes de
Baltasar y Cleopatra. ¡En qué siglo vivimos, Dios mío! Los convidados fueron servidos por
esclavos de piel oscura que hablaban una lengua desconocida; en mi opinión, auténticos
demonios; la librea del de menor rango hubiera vestido de gala a un emperador. Sobre
Clarimonda se han contado muchas historias extraordinarias en estos tiempos, y todos sus
amantes tuvieron un final miserable o violento. Se ha dicho que era una mujer vampiro, pero
yo creo que se trata del mismísimo Belcebú.
Calló, y me miró más fijamente aún para observar el efecto que me causaban sus palabras. No
pude evitar estremecerme al oír nombrar a Clarimonda, y, la noticia de su muerte, además del
dolor que me causaba por su extraña coincidencia con la escena nocturna de que fui testigo,
me produjo una turbación y un escalofrío que se manifestó en mi rostro a pesar de que hice lo
posible por contenerme. Serapion me lanzó una mirada inquieta y severa, luego añadió:
-Hijo mío, debo advertirte, has dado un paso hacia el abismo, cuidado de no caer en él.
Satanás tiene las garras largas, y las tumbas no siempre son de fiar. La losa de Clarimonda
debió ser sellada tres veces, pues, por lo que se dice, no es la primera que ha muerto. Que
Dios te guarde, Romualdo.
Serapion dijo estas palabras y se dirigió lentamente hacia la puerta. No volví a verlo, pues
partió hacia S** inmediatamente después.
Me había recuperado por completo y volvía a mis tareas cotidianas. El recuerdo de
Clarimonda y las palabras del anciano padre estaban presentes en mi memoria; sin embargo,
ningún extraño suceso había ratificado hasta ahora las fúnebres predicciones de Serapion, y
empecé a creer que mis temores y mi terror eran exagerados. Pero una noche tuve un sueño.
Apenas me había quedado dormido cuando oí descorrer las cortinas de mi lecho y el ruido de
las anillas en la barra sonó estrepitosamente; me incorporé de golpe sobre los codos y vi ante
mí una sombra de mujer. Enseguida reconocí a Clarimonda. Sostenía una lamparita como las
que se depositan en las tumbas, cuyo resplandor daba a sus dedos afilados una transparencia
rosa que se difuminaba insensiblemente hasta la blancura opaca y rosa de su brazo desnudo.
Su única ropa era el sudario de lino que la cubría en su lecho de muerte, y sujetaba sus
pliegues en el pecho, como avergonzándose de estar casi desnuda, pero su manita no bastaba,
y como era tan blanca, el color del tejido se confundía con el de su carne a la pálida luz de la
lámpara. Envuelta en una tela tan fina que traicionaba todas sus formas, parecía una estatua de
mármol de una bañista antigua y no una mujer viva. Muerta o viva, estatua o mujer, sombra o
cuerpo, su belleza siempre era la misma; tan sólo el verde brillo de sus pupilas estaba un poco
apagado, y su boca, antes bermeja, sólo era de un rosa pálido y tierno semejante al de sus
mejillas. Las florecillas azules que vi en sus cabellos se habían secado por completo y habían
perdido todos sus pétalos; pero estaba encantadora, tanto que, a pesar de lo extraño de la
aventura y del modo inexplicable en que había entrado en mi habitación, no sentí temor ni por
un instante.
Dejó la lámpara sobre la mesilla y se sentó a los pies de mi cama; después, inclinándose sobre
mí, me dijo con esa voz argentina y aterciopelada, que sólo le he oído a ella:
-Me he hecho esperar, querido Romualdo, y sin duda habrás pensado que te había olvidado.
Pero vengo de muy lejos, de un lugar del que nadie ha vuelto aún; no hay ni luna ni sol en el
país de donde procedo; sólo hay espacio y sombra, no hay camino, ni senderos; no hay tierra
para caminar, ni aire para volar y, sin embargo, heme aquí, pues el amor es más fuerte que la
muerte y acabará por vencerla. ¡Ay!, he visto en mi viaje rostros lúgubres y cosas terribles.
Mi alma ha tenido que luchar tanto para, una vez vuelta a este mundo, encontrar su cuerpo y
poseerlo de nuevo... ¡Cuánta fuerza necesité para levantar la lápida que me cubría! Mira las
palmas de mis manos lastimadas. ¡Bésalas para curarlas, amor mío! -me acercó a la boca sus
manos, las besé mil veces, y ella me miraba hacer con una sonrisa de inefable placer.
Confieso para mi vergüenza que había olvidado por completo las advertencias del padre
Serapion y el carácter sagrado que me revestía. Había sucumbido sin oponer resistencia, y al
primer asalto. Ni siquiera intenté alejar de mí la tentación; la frescura de la piel de
Clarimonda penetraba la mía y sentía estremecerse mi cuerpo de manera voluptuosa. ¡Mi
pobre niña! A pesar de todo lo que vi, aún me cuesta creer que fuera un demonio: no lo
parecía desde luego, y jamás Satanás ocultó mejor sus garras y sus cuernos. Había recogido
sus piernas sobre los talones y, acurrucada en la cama, adoptó un aire de coquetería indolente.
Cada cierto tiempo acariciaba mis cabellos y con sus manos formaba rizos como ensayando
nuevos peinados. Yo me dejaba hacer con la más culpable complacencia y ella añadía a la
escena un adorable parloteo. Es curioso el hecho de que yo no me sorprendiera ante tal
aventura y, dada la facilidad que tienen nuestros ojos para considerar con normalidad los más
extraños acontecimientos, la situación me pareció de lo más natural.
-Te amaba mucho antes de haberte visto, querido Romualdo, te buscaba por todas partes. Tú
eras mi sueño y me fijé en ti en la iglesia, en el fatal momento; me dije: ¡es él! y te lancé una
mirada con todo el amor que había tenido, tenía y tendría por ti. Fue una mirada capaz de
condenar a un cardenal, de poner de rodillas a mis pies a un rey ante su corte. Tú
permaneciste impasible y preferiste a tu Dios. ¡Ah, cuán celosa estoy de tu Dios al que has
amado y amas aún más que a mí!
"¡Desdichada, desdichada de mí!, jamás tu corazón será para mí sola, para mí, a quien
resucitaste con un beso, para mí, Clarimonda la muerta, que forzó por tu causa las puertas de
la tumba y viene a consagrarte su vida; recobrada para hacerte feliz."
Estas palabras iban acompañadas de caricias delirantes que aturdieron mis sentidos y mi razón
hasta el punto de no temer proferir para contentarla una espantosa blasfemia y decirle que la
amaba tanto como a Dios.
Sus pupilas se reavivaron y brillaron como crisopacios:
-¡Es cierto, es cierto!, ¡tanto como a Dios! -dijo rodeándome con sus brazos-. Si es así,
vendrás conmigo, me seguirás donde yo quiera. Te quitarás ese horrible traje negro. Serás el
más orgulloso y envidiable de los caballeros, serás mi amante. Ser el amante confeso de
Clarimonda, que llegó a rechazar a un papa, es algo hermoso. ¡Ah, llevaremos una vida feliz,
una dorada existencia! ¿Cuándo partimos, caballero?
-¡Mañana!, ¡mañana! -gritaba en mi delirio.
-Mañana, sea -contestó-. Tendré tiempo de cambiar de ropa, porque ésta es demasiado ligera
y no sirve para ir de viaje. Además tengo que avisar a la gente que me cree realmente muerta
y me llora. Dinero, trajes, coches, todo estará dispuesto, vendré a buscarte a esta misma hora.
Adiós, corazón -rozó mi frente con sus labios.
La lámpara se apagó, se corrieron las cortinas y no vi nada más; un sueño de plomo se
apoderó de mí hasta la mañana siguiente. Desperté más tarde que de costumbre, y el recuerdo
de tan extraña visión me tuvo todo el día en un estado de agitación; terminé por convencerme
de que había sido fruto de mi acalorada imaginación. Pero, sin embargo, las sensaciones
fueron tan vivas que costaba creer que no hubieran sido reales, y me fui a dormir no sin cierto
temor por lo que iba a suceder, después de pedir a Dios que alejara de mí los malos
pensamientos y protegiera la castidad de mi sueño.
Enseguida me dormí profundamente, y mi sueño continuó. Las cortinas se corrieron y vi a
Clarimonda, no como la primera vez, pálida en su pálido sudario y con las violetas de la
muerte en sus mejillas, sino alegre, decidida y dispuesta, con un magnífico traje de terciopelo
verde adornado con cordones de oro y recogido a un lado para dejar ver una falda de satén.
Sus rubios cabellos caían en tirabuzones de un amplio sombrero de fieltro negro cargado de
plumas blancas colocadas caprichosamente, y llevaba en la mano una fusta rematada en oro.
Me dio un toque suavemente diciendo:
-Y bien, dormilón, ¿así es como haces tus preparativos? Pensaba encontrarte de pie.
Levántate, que no tenemos tiempo que perder -salté de la cama-. Anda, vístete y vámonos -me
dijo señalándome un paquete que había traído-; los caballos se aburren y roen su freno en la
puerta. Deberíamos estar ya a diez leguas de aquí.
Me vestí enseguida, ella me tendía la ropa riéndose a carcajadas con mi torpeza y
explicándome su uso cuando me equivocaba. Me arregló los cabellos y cuando estaba listo me
ofreció un espejo de bolsillo de cristal de Venecia con filigranas de plata diciendo:
-¿Cómo te ves?, ¿me tomarás a tu servicio como mayordomo?
Yo no era el mismo y no me reconocí. Mi imagen era tan distinta como lo son un bloque de
piedra y una escultura terminada. Mi antigua figura no parecía ser sino el torpe esbozo de lo
que el espejo reflejaba. Era hermoso y me estremecí de vanidad por esta metamorfosis. Las
elegantes ropas y el traje bordado me convertían en otra persona y me asombraba el poder de
unas varas de tela cortadas con buen gusto. El porte del traje penetraba mi piel, y al cabo de
diez minutos había adquirido ya un cierto aire de vanidad.
Di unas vueltas por la habitación para manejarme con soltura. Clarimonda me miraba con
maternal complacencia y parecía contenta con su obra.
-Ya está bien de chiquilladas, en marcha, querido Romualdo. Vamos lejos, y así no
llegaremos nunca -me tomó de la mano y salimos. Las puertas se abrían a su paso apenas las
tocaba, y pasamos junto al perro sin despertarlo.
En la puerta estaba Margheritone, el escudero que ya conocía; sujetaba la brida de tres
caballos negros como los anteriores, uno para mí, otro para él y otro para Clarimonda. Debían
ser caballos bereberes de España, nacidos de yeguas fecundadas por el Céfiro, pues corrían
tanto como el viento, y la luna, que había salido con nosotros para iluminarnos, rodaba por el
cielo como una rueda soltada de su carro; la veíamos a nuestra derecha, saltando de árbol en
árbol y perdiendo el aliento por correr tras nosotros. Pronto aparecimos en una llanura donde,
junto a un bosquecillo, nos esperaba un coche con cuatro vigorosos caballos; subimos y el
cochero les hizo galopar de una forma insensata, Mi brazo rodeaba el talle de Clarimonda y
estrechaba una de sus manos; ella apoyaba su cabeza en mi hombro y podía sentir el roce de
su cuello semidesnudo en mi brazo. Jamás había sido tan feliz. Me había olvidado de todo y
no recordaba mejor el hecho de haber sido cura que lo que sentí en el vientre de mi madre, tal
era la fascinación que el espíritu maligno ejercía en mí. A partir de esa noche, mi naturaleza
se desdobló y hubo en mí dos hombres que no se conocían uno a otro. Tan pronto me creía un
sacerdote que cada noche soñaba que era caballero, como un caballero que soñaba ser
sacerdote. No podía distinguir el sueño de la vigilia y no sabía dónde empezaba la realidad ni
dónde terminaba la ilusión. El joven vanidoso y libertino se burlaba del sacerdote, y el
sacerdote detestaba la vida disoluta del joven noble. La vida bicéfala que llevaba podría
describirse como dos espirales enmarañadas que no llegan a tocarse nunca. A pesar de lo
extraño que parezca no creo haber rozado en momento alguno la locura. Tuve siempre muy
clara la percepción de mis dos existencias. Sólo había un hecho absurdo que no me podía
explicar: era que el sentimiento de la misma identidad perteneciera a dos hombres tan
diferentes. Era una anomalía que ignoraba ya fuera mientras me creía cura del pueblo C**, ya
como il signor Romualdo, amante titular de Clarimonda.
El caso es que me encontraba - o creía encontrarme- en Venecia; aún no he podido aclarar lo
que había de ilusión y de real en tan extraña aventura. Vivíamos en un gran palacio de
mármol en el Canaleio, con frescos y estatuas, y dos Ticianos de la mejor época en el
dormitorio de Clarimonda: era un palacio digno de un rey. Cada uno de nosotros tenía su
góndola y su barcarola con nuestro escudo, sala de música y nuestro poeta. Clarimonda
entendía la vida a lo grande y había algo de Cleopatra en su forma de ser. Por mi parte,
llevaba un tren de vida digno del hijo de un príncipe, y era tan conocido como si perteneciera
a la familia de uno de los doce apóstoles o de los cuatro evangelistas de la serenísima
república. No hubiera cedido el paso ni al mismo dux, y creo que desde Satán, caído del cielo,
nadie fue más insolente y orgulloso que yo. Iba al Ridotto y jugaba de manera infernal. Me
mezclaba con la más alta sociedad del mundo, con hijos de familias arruinadas, con mujeres
de teatro, con estafadores, parásitos y espadachines. A pesar de mi vida disipada, permanecía
fiel a Clarimonda. La amaba locamente. Ella habría estimulado a la misma saciedad, y habría
hecho estable la inconstancia. Tener a Clarimonda era tener cien amantes, era poseer a todas
las mujeres por tan mudable, cambiante y diferente de ella misma que era: un verdadero
camaleón. Me hacía cometer con ella la infidelidad que hubiera cometido con otras,
adoptando el carácter, el porte y la belleza de la mujer que parecía gustarme. Me devolvía mi
amor centuplicado, y en vano jóvenes patricios e incluso miembros del Consejo de los Diez le
hicieron las mejores proposiciones. Un Foscari llegó a proponerle matrimonio; rechazó a
todos. Tenía oro suficiente; sólo quería amor, un amor joven, puro, despertado por ella y que
sería el primero y el último. Hubiera sido completamente feliz de no ser por la pesadilla que
volvía cada noche y en la que me creía cura de pueblo mortificándome y haciendo penitencia
por los excesos cometidos durante el día. La seguridad que me daba la costumbre de estar a su
lado apenas me hacía pensar en la extraña manera en que conocí a Clarimonda. Sin embargo,
las palabras del padre Serapión me venían alguna vez a la memoria y no dejaban de
inquietarme.
La salud de Clarimonda no era tan buena desde hacía algún tiempo. Su tez se iba apagando
día a día. Los médicos que mandaron llamar no entendieron nada y no supieron qué hacer.
Prescribieron algún medicamento sin importancia y no volvieron. Pero ella palidecía
visiblemente y cada vez estaba más fría. Parecía tan blanca y tan muerta como aquella noche
en el castillo desconocido. Me desesperaba ver cómo se marchitaba lentamente. Ella,
conmovida por mi dolor, me sonreía dulcemente con la fatal sonrisa de los que saben que van
a morir.
Una mañana, me encontraba desayunando en una mesita junto a su lecho, para no separarme
de ella ni un minuto, y partiendo una fruta me hice casualmente un corte en un dedo bastante
profundo. La sangre, color púrpura, corrió enseguida, y unas gotas salpicaron a Clarimonda.
Sus ojos se iluminaron, su rostro adquirió una expresión de alegría feroz y salvaje que no le
conocía. Saltó de la cama con una agilidad animal de mono o de gato y se abalanzó sobre mi
herida que empezó a chupar con una voluptuosidad indescriptible. Tragaba la sangre a
pequeños sorbitos, lentamente, con afectación, como un gourmet que saborea un vino de Jerez
o de Siracusa. Entornaba los ojos, y sus verdes pupilas no eran redondas, sino que se habían
alargado. Por momentos se detenía para besar mi mano y luego volvía a apretar sus labios
contra los labios de la herida para sacar todavía más gotas rojas. Cuando vio que no salía más
sangre, se incorporó con los ojos húmedos y brillantes, rosa como una aurora de mayo,
satisfecha, su mano estaba tibia y húmeda, estaba más hermosa que nunca y completamente
restablecida.
-¡No moriré! ¡No moriré! -decía loca de alegría colgándose de mi cuello-; podré amarte aún
más tiempo. Mi vida está en la tuya y todo mi ser proviene de ti. Sólo unas gotas de tu rica y
noble sangre, más preciada y eficaz que todos los elixires del mundo, me han devuelto a la
vida.
Este hecho me preocupó durante algún tiempo, haciéndome dudar acerca de Clarimonda, y
esa misma noche, cuando el sueño me transportó a mi parroquia vi al padre Serapion más
taciturno y preocupado que nunca:
-No contento con perder tu alma quieres perder también el cuerpo. ¡Infeliz, en qué trampa has
caído!
El tono de sus palabras me afectó profundamente, pero esta impresión se disipó bien pronto, y
otros cuidados acabaron por borrarlo de mi memoria. Una noche vi en mi espejo, en cuya
posición ella no había reparado, cómo Clarimonda derramaba unos polvos en una copa de
vino sazonado que acostumbraba a preparar después de la cena. Tomé la copa y fingí
llevármela a los labios dejándola luego sobre un mueble como para apurarla más tarde a
placer y, aprovechando un instante en que estaba vuelta de espaldas, vacié su contenido bajo
la mesa, luego me retiré a mi habitación y me acosté decidido a no dormirme y ver en qué
acababa todo esto. No esperé mucho tiempo, Clarimonda entró en camisón y una vez que se
hubo despojado de sus velos se recostó junto a mí. Cuando estuvo segura de que dormía tomó
mi brazo desnudo y sacó de entre su pelo un alfiler de oro, murmurando:
-Una gota, sólo una gotita roja, un rubí en la punta de mi aguja... Puesto que aún me amas no
moriré... ¡Oh, pobre amor!, beberé tu hermosa sangre de un púrpura brillante. Duerme mi
bien, mi dios, mi niño, no te haré ningún daño, sólo tomaré de tu vida lo necesario para que
no se apague la mía. Si no te amara tanto me decidiría a buscar otros amantes cuyas venas
agotaría, pero desde que te conozco todo el mundo me produce horror. ¡Ah, qué brazo tan
hermoso, tan perfecto, tan blanco! Jamás podré pinchar esta venita azul -lloraba mientras
decía esto y sentía llover sus lágrimas en mi brazo, que tenía entre sus manos. Finalmente se
decidió, me dio un pinchacito y empezó a chupar la sangre que salía. Apenas hubo bebido
unas gotas tuvo miedo de debilitarme y aplicó una cinta alrededor de mi brazo después de
frotar la herida con un ungüento que la cicatrizó al instante.
Ya no cabía duda. El padre Serapion tenía razón. Pero, a pesar de esta certeza, no podía dejar
de amar a Clarimonda y le hubiera dado toda la sangre necesaria para mantener su existencia
ficticia. Por otra parte, no tenía qué temer, la mujer respondía del vampiro, y lo que había
visto y oído me tranquilizaba. Mis venas estaban colmadas, de forma que tardarían en
agotarse y no iba a ser egoísta con mi vida. Me habría abierto el brazo yo mismo diciéndole:
-Bebe, y que mi amor se filtre en tu cuerpo con mi sangre.
Evitaba hacer la más mínima alusión al narcótico y a la escena de la aguja, y vivíamos en una
armonía perfecta. Pero mis escrúpulos de sacerdote me atormentaban más que nunca y ya no
sabía qué penitencia podía inventar para someter y mortificar mi carne. Aunque todas mis
visiones fueran involuntarias y sin mi participación, no me atrevía a tocar a Cristo con unas
manos tan impuras y un espíritu mancillado por semejantes excesos reales o soñados. Para
evitar caer en semejantes alucinaciones, intentaba no dormir, manteniendo abiertos mis
párpados con los dedos, y permanecía de pie apoyado en los muros luchando con todas mis
fuerzas contra el sueño. Pero la arena del adormecimiento pesaba en mis ojos, y al ver que mi
lucha era inútil dejaba caer mis brazos y, exhausto y sin aliento, dejaba que la corriente me
arrastrase hacia la pérfida orilla. Serapion me exhortaba de forma vehemente y me reprochaba
con dureza mi debilidad y mi falta de fervor. Un día en que mi agitación era mayor que de
ordinario me dijo:
-Sólo hay un remedio para que te desembaraces de esta obsesión, y aunque es una medida
extrema la llevaremos a cabo: a grandes males, grandes remedios. Conozco el lugar donde fue
enterrada Clarimonda; vamos a desenterrarla para que veas en qué lamentable estado se
encuentra el objeto de tu amor. No permitirás que tu alma se pierda por un cadáver inmundo
devorado por gusanos y a punto de convertirse en polvo; esto te hará entrar en razón.
Estaba tan cansado de llevar esta doble vida que acepté; deseaba saber de una vez por todas
quién era víctima de una ilusión, si el cura o el gentilhombre, y quería acabar con uno o con
otro o con los dos, pues mi vida no podía continuar así. El padre Serapion se armó con un
pico, una palanca y una linterna y a medianoche nos fuimos al cementerio de** que él
conocía perfectamente. Tras acercar la luz a las inscripciones de algunas tumbas, llegamos por
fin ante una piedra medio escondida entre grandes hierbas y devorada por musgos y plantas
parásitas, donde desciframos el principio de la siguiente inscripción:
Aquí yace Clarimonda
Que fue mientras vivió
La más bella del mundo.
-Aquí es -dijo Serapion y, dejando en el suelo su linterna, colocó la palanca en el intersticio
de la piedra y comenzó a levantarla. La piedra cedió y se puso a trabajar con el pico. Yo le
veía hacer más oscuro y silencioso que la noche misma; él, ocupado en tan fúnebre tarea,
sudaba copiosamente, jadeaba, y su respiración entrecortada parecía el estertor de un
agonizante. Era un espectáculo extraño y, cualquiera que nos hubiera visto desde fuera, nos
habría tomado por profanadores y ladrones de sudarios antes que por sacerdotes de Dios. El
celo de Serapion tenía algo de duro y salvaje que lo asemejaba más a un demonio que a un
apóstol o a un ángel, y sus rasgos austeros recortados por el reflejo de la linterna nada tenían
de tranquilizador.
Sentía en mis miembros un sudor glacial, y mis cabellos se erizaban dolorosamente en mi
cabeza; en el fondo de mí mismo veía el acto de Serapion como un abominable sacrilegio, y
hubiera deseado que del flanco de las sombrías nubes que transcurrían pesadamente sobre
nosotros hubiera salido un triángulo de fuego que lo redujera a polvo. Los búhos posados en
los cipreses, inquietos por el reflejo de la linterna, venían a golpear sus cristales con sus alas
polvorientas, gimiendo lastimosamente; los zorros chillaban a lo lejos y mil ruidos siniestros
brotaban del silencio. Finalmente, el pico de Serapion chocó con el ataúd, y los tablones
retumbaron con un ruido sordo y sonoro, con ese terrible ruido que produce la nada cuando se
la toca; derribó la tapa y vi a Clarimonda, pálida como el mármol, con las manos juntas; su
blanco sudario formaba un solo pliegue de la cabeza a los pies. Una gotita roja brillaba como
una rosa en la comisura de su boca descolorida. Al verla, Serapion se enfureció:
-¡Ah! ¡Estás aquí demonio, cortesana impúdica, bebedora de sangre y de oro! -y roció de agua
bendita el cuerpo y el ataúd sobre el que dibujó una cruz con su hisopo. Tan pronto como el
santo roció a la pobre Clarimonda su hermoso cuerpo se convirtió en polvo y no fue más que
una mezcla espantosa y deforme de ceniza y de huesos medio calcinado-. He aquí a tu
amante, señor Romualdo -dijo el despiadado sacerdote mostrándome los tristes despojos-,
¿irás a pasearte al Lido y a Fusine con esta belleza?
Bajé la cabeza, sólo había ruinas en mi interior. Volví a mi parroquia, y el señor Romualdo,
amante de Clarimonda, se separó del pobre cura a quien durante tanto tiempo había hecho tan
extraña compañía. Sólo que la noche siguiente volví a ver a Clarimonda, quien me dijo, como
la primera vez en el pórtico de la iglesia:
-¡Infeliz! ¡infeliz!, ¿qué has hecho?, ¿por qué has escuchado a ese cura imbécil?, ¿acaso no
eras feliz?, ¿y qué te había hecho yo para que violaras mi tumba y pusieras al descubierto las
miserias de mi nada? Se ha roto para siempre toda posible comunicación entre nuestras almas
y nuestros cuerpos. Adiós, me recordarás -se disipó en el aire como el humo y nunca más
volví a verla.
¡Ay de mí! Tenía razón; la he recordado más de una vez y aún la recuerdo. La paz de mi alma
fue pagada a buen precio; el amor de Dios no era suficiente para reemplazar al suyo. Y, he
aquí, hermano, la historia de mi juventud. No mires jamás a una mujer, y camina siempre con
los ojos fijos en tierra, pues, aunque seas casto y sosegado, un solo minuto basta para hacerte
perder la eternidad.

sábado, 2 de marzo de 2019

6. EL LABERINTO URBANO. CONTEXTO HISTÓRICO-CULTURAL. (Fragmento).


6. EL LABERINTO URBANO.
CONTEXTO HISTÓRICO-CULTURAL.
(Fragmento).
Los años de 1950 a 1960 presentan pocas innovaciones importantes en la narrativa; las obras publicadas, en términos generales, siguen la línea neorrealista de la década anterior.  El panorama  es muy diferente en la producción lírica: en este período se divulgaron importantes textos líricos del grupo que se ha definido como vanguardista; se inició la segunda generación de vanguardia, que se afirmará como corriente dominante en la década posterior y que representa un momento de madurez y alto desarrollo estético en la historia literaria del país. En el decenio siguiente, es decir, durante 1960, adquirieron mayor importancia el cuento la novela y el teatro; este auge se percibió sobre todo a finales de la década, anunciando la renovación que se fortalecería en los años 1970.

Pag. 574.
100 años de literatura
Costarricense                                                         
Tomo II
Margarita Rojas* Flora Ovares
Editorial Costa Rica. Editorial UCR.
2018.

viernes, 1 de marzo de 2019

El Vampiro John William Polidori.


El Vampiro
John William Polidori

Sucedió en medio de las disipaciones de un duro invierno en Londres. Apareció en diversas
fiestas de los personajes más importantes de la vida nocturna y diurna de la capital inglesa, un
noble, más notable por sus peculiaridades que por su rango.
Miraba a su alrededor como si no participara de las diversiones generales. Aparentemente,
sólo atraían su atención las risas de los demás, como si pudiera acallarlas a su voluntad y
amedrentar aquellos pechos donde reinaba la alegría y la despreocupación. Los que
experimentaban esta sensación de temor no sabían explicar cuál era su causa. Algunos la
atribuían a la mirada gris y fija, que penetraba hasta lo más hondo de una conciencia, hasta lo
más profundo de un corazón. Aunque lo cierto era que la mirada sólo recaía sobre una mejilla
con un rayo de plomo que pesaba sobre la piel que no lograba atravesar.
Sus rarezas provocaban una serie de invitaciones a las principales mansiones de la capital.
Todos deseaban verle, y quienes se hallaban acostumbrados a la excitación violenta, y
experimentaban el peso del ennui, estaban sumamente contentos de tener algo ante ellos capaz
de atraer su atención de manera intensa.
A pesar del matiz mortal de su semblante, que jamás se coloreaba con un tinte rosado ni por
modestia ni por la fuerte emoción de la pasión, pese a que sus facciones y su perfil fuesen
bellos, muchas damas que andaban siempre en busca de notoriedad trataban de conquistar sus
atenciones y conseguir al menos algunas señales de afecto. Lady Mercer, que había sido la
burla de todos los monstruos arrastrados a sus aposentos particulares después de su
casamiento, se interpuso en su paso, e hizo cuanto pudo para llamar su atención... pero en
vano. Cuando la joven se hallaba ante él, aunque los ojos del misterioso personaje parecían
fijos en ella, no parecían darse cuenta de su presencia. Incluso su imprudencia parecía pasar
desapercibida a los ojos del caballero, por lo que, cansada de su fracaso, abandonó la lucha.
Mas aunque las vulgares adúlteras no lograron influir en la dirección de aquella mirada, el
noble no era indiferente al bello sexo, si bien era tal la cautela con que se dirigía tanto a la
esposa virtuosa como a la hija inocente, que muy pocos sabían que hablase también con las
mujeres.
Sin embargo, pronto se ganó la fama de poseer una lengua meritoria. Y bien fuese porque la
misma superaba al temor que inspiraba aquel carácter tan singular, o porque las damas se
quedaron perturbadas ante su aparente odio del vicio, el caballero no tardó en contar con
admiradoras tanto entre las mujeres que se ufanaban de su sexo junto con sus virtudes
domésticas, como entre las que las manchaban con sus vicios.
Por la misma época, llegó a Londres un joven llamado Aubrey. Era huérfano, con una sola
hermana que poseía una fortuna más que respetable, habiendo fallecido sus padres siendo él
niño todavía.
Abandonado a sí mismo por sus tutores, que pensaban que su deber sólo consistía en cuidar
de su fortuna, en tanto descuidaban aspectos más importantes en manos de personas
subalternas, Aubrey cultivó más su imaginación que su buen juicio. Por consiguiente,
alimentaba los sentimientos románticos del honor y el candor, que diariamente arruinan a
tantos jóvenes inocentes.
Creía en la virtud y pensaba que el vicio lo consentía la Providencia sólo como un contraste
de aquella, tal como se lee en las novelas. Pensaba que la desgracia de una casa consistía tan
sólo en las vestimentas, que la mantenían cálida, aunque siempre quedaban mejor adaptadas a
los ojos de un pintor gracias al desarreglo de sus pliegues y a los diversos manchones de
pintura.
Pensaba, en suma, que los sueños de los poetas eran las realidades de la existencia.
Aubrey era guapo, sincero y rico. Por tales razones, tras su ingreso en los círculos alegres, le
rodearon y atosigaron muchas mujeres, con hijastras casaderas, y muchas esposas en busca de
pasatiempos extraconyugales. Las hijas y las esposas infieles pronto opinaron que era un
joven de gran talento, gracias a sus brillantes ojos y a sus sensuales labios.
Adherido al romance de su solitarias horas, Aubrey se sobresaltó al descubrir que, excepto en
las llamas de las velas, que chisporroteaban no por la presencia de un duende sino por las
corrientes de aire, en la vida real no existía la menor base para las necedades románticas de
las novelas, de las que había extraído sus pretendidos conocimientos.
Hallando, no obstante, cierta compensación a su vanidad satisfecha, estaba a punto de
abandonar sus sueños, cuando el extraordinario ser antes mencionado y descrito se cruzó en
su camino.
Le escrutó con atención. Y la imposibilidad de formarse una idea del carácter de un hombre
tan completamente absorto en sí mismo, de un hombre que presentaba tan pocos signos de la
observación de los objetos externos a él —aparte del tácito reconocimiento de su existencia,
implicado por la evitación de su contacto, dejando que su imaginación ideara todo aquello que
halagaba su propensión a las ideas extravagantes —pronto convirtió a semejante ser en el
héroe de un romance. Y decidió observar a aquel retoño de su fantasía más que al personaje
en sí mismo.
Trabó amistad con él, fue atento con sus nociones, y llegó a hacerse notar por el misterioso
caballero. Su presencia acabó por ser reconocida.
Se enteró gradualmente de que Lord Ruthven tenía unos asuntos algo embrollados, y no tardó
en averiguar, de acuerdo con las notas halladas en la calle, que estaba a punto de emprender
un viaje.
Deseando obtener más información con respecto a tan singular criatura, que hasta entonces
sólo había excitado su curiosidad sin apenas satisfacerla, Aubrey les comunicó a sus tutores
que había llegado el instante de realizar una excursión, que durante muchas generaciones se
creía necesaria para que la juventud trepara rápidamente por las escaleras del vicio,
igualándose con las personas maduras, con lo que no parecerían caídos del cielo cuando se
mencionara ante ellos intrigas escandalosas, como temas de placer y alabanza, según el grado
de perversión de las mismas.
Los tutores accedieron a su petición, e inmediatamente Aubrey le contó sus intenciones a
Lord Ruthven, sorprendiéndose agradablemente cuando éste le invitó a viajar en su compañía.
Muy ufano de esta prueba de afecto, por parte de una persona que aparentemente no tenía
nada en común con los demás mortales, aceptó encantado. Unos días más tarde, ya habían
cruzado el Canal de la Mancha.
Hasta entonces, Aubrey no había tenido oportunidad de estudiar a fondo el carácter de su
compañero de viaje, y de pronto descubrió que, aunque gran parte de sus acciones eran
plenamente visibles, los resultados ofrecían unas conclusiones muy diferentes, de acuerdo con
los motivos de su comportamiento.
Hasta entonces, Aubrey no había tenido oportunidad de estudiar a fondo el carácter de su
compañero de viaje, y de pronto descubrió que, aunque gran parte de sus acciones eran
plenamente visibles los resultados ofrecían conclusiones muy diferentes, de acuerdo con los
motivos de su comportamiento.
Su compañero era muy liberal: el vago, el ocioso y el pordiosero recibían de su mano más de
lo necesario para aliviar sus necesidades más perentorias. Pero Aubrey observó asimismo que
Lord Ruthven jamás aliviaba las desdichas de los virtuosos, reducidos a la indigencia por la
mala suerte, a los cuales despedía sin contemplaciones y aun con burlas. Cuando alguien
acudía a él no para remediar sus necesidades, sino para poder hundirse en la lujuria o en las
más tremendas iniquidades, Lord Ruthven jamás negaba su ayuda.
Sin embargo, Aubrey atribuía esta nota de su carácter a la mayor importunidad del vicio, que
generalmente es mucho más insistente que el desdichado y el virtuoso indigente.
En las obras de beneficencia del Lord había una circunstancia que quedó muy grabada en la
mente del joven: todos aquellos a quienes ayudaba Lord Ruthven, inevitablemente veían caer
una maldición sobre ellos, pues eran llevados al cadalso o se hundían en la miseria más
abyecta.
En Bruselas y otras ciudades por las que pasaron, Aubrey se asombró ante la aparente avidez
con que su acompañante buscaba los centros de los mayores vicios. Solía entrar en los garitos
de faro, donde apostaba, y siempre con fortuna, salvo cuando un canalla era su antagonista,
siendo entonces cuando perdía más de lo que había ganado antes. Pero siempre conservaba la
misma expresión pétrea, imperturbable, con la generalmente contemplaba a la sociedad que le
rodeaba.
No sucedía lo mismo cuando el noble se tropezaba con la novicia juvenil o con un padre
infortunado de una familia numerosa. Entonces, su deseo parecía la ley de la fortuna, dejando
de lado su abstracción, al tiempo que sus ojos brillaban con más fuego que los del gato
cuando juega con el ratón ya moribundo.
En todas las ciudades dejaba a la florida juventud asistente a los círculos por él frecuentados,
echando maldiciones, en la soledad de una fortaleza del destino que la había arrastrado hacia
él, al alcance de aquel mortal enemigo.
Asimismo, muchos padres sentábanse coléricos en medio de sus hambrientos hijos, sin un
solo penique de su anterior fortuna, sin lo necesario siquiera para satisfacer sus más
acuciantes necesidades.
Sin embargo, cuanto ganaba en las mesas de juego, lo perdía inmediatamente, tras haber
esquilmado algunas grandes fortunas de personas inocentes.
Este podía ser el resultado de cierto grado de conocimiento capaz de combatir la destreza de
los más experimentados.
Aubrey deseaba a menudo decirle todo esto a su amigo, suplicarle que abandonase esta
caridad y estos placeres que causaban la ruina de todo el mundo, sin producirle a él beneficio
alguno. Pero demoraba esta súplica, porque un día y otro esperaba que su amigo le diera una
oportunidad de poder hablarle con franqueza y sinceridad. Cosa que nunca ocurrió.
Lord Ruthven, en su carruaje, y en medio de la naturaleza más lujuriosa y salvaje, siempre era
el mismo: sus ojos hablaban menos que sus labios. Y aunque Aubrey se hallaba tan cerca del
objeto de su curiosidad, no obtenía mayor satisfacción de este hecho que la de la constante
exaltación del vano deseo de desentrañar aquel misterio que a su excitada imaginación
empezaba a asumir las proporciones de algo sobrenatural.
No tardaron en llegar a Roma, y Aubrey perdió de vista a su compañero por algún tiempo,
dejándole en la cotidiana compañía del círculo de amistades de una condesa italiana, en tanto
él visitaba los monumentos de la ciudad casi desierta.
Estando así ocupado, llegaron varias cartas de Inglaterra, que abría con impaciencia. La
primera era de su hermana dándole las mayores seguridades de su cariño; las otras eran de sus
tutores; y la última le dejó asombrado.
Si antes había pasado por su imaginación que su compañero de viaje poseía algún malvado
poder, aquella carta parecía reforzar tal creencia. Sus tutores insistían en que abandonase
inmediatamente a su amigo, urgiéndole a ello en vista de la maldad de tal personaje, a causa
de sus casi irresistibles poderes de seducción, que tornaban sumamente peligrosos sus hábitos
para con la sociedad en general.
Habían descubierto que su desdén hacia las adúlteras no tenía su origen en el odio a ellas, sino
que había requerido, para aumentar su satisfacción personal, que las víctimas —los
compañeros de la culpa— fuesen arrojadas desde el pináculo de la virtud inmaculada a los
más hondos abismos de la infamia y la degradación. En resumen: que todas aquellas damas a
las que había buscado, aparentemente por sus virtudes, habíanse quitado la máscara desde la
partida de Lord Ruthven, y no sentían ya el menor escrúpulo en exponer toda la deformidad
de sus vicios a la contemplación pública.
Aubrey decidió al punto separarse de un personaje que todavía no le había mostrado ni un
solo punto brillante en donde posar la mirada. Resolvió inventar un pretexto plausible para
abandonarle, proponiéndose, mientras tanto, continuar vigilándole estrechamente y no dejar
pasar la menor circunstancia acusatoria.
De este modo, penetró en el mismo círculo de amistades que Lord Ruthven, y no tardó en
darse cuenta de que su amigo estaba dedicado a ocuparse de la inexperiencia de la hija de la
dama cuya mansión frecuentaba más a menudo. En Italia, es muy raro que una mujer soltera
frecuente los círculos sociales, por lo que Lord Ruthven se veía obligado a llevar adelante sus
planes en secreto. Pero la mirada de Aubrey le siguió en todas sus tortuosidades, y pronto
averiguó que la pareja había concertado una cita que sin duda iba a causar la ruina de una
chica inocente, poco reflexiva.
Sin pérdida de tiempo, se presentó en el apartamento de su amigo, y bruscamente le preguntó
cuáles eran sus intenciones con respecto a la joven, manifestándole al propio tiempo que
estaba enterado de su cita para aquella misma noche.
Lord Ruthven contestó que sus intenciones eran las que podían suponerse en semejante
menester. Y al ser interrogado respecto a si pensaba casarse con la muchacha, se echó a reír.
Aubrey se marchó, e inmediatamente redactó una nota alegando que desde aquel momento
renunciaba a acompañar a Lord Ruthven durante el resto del viaje. Luego le pidió a su
sirviente que buscase otro apartamento, y fue a visitar a la madre de la joven, a la que informó
de cuanto sabía, no sólo respecto a su hija, sino también al carácter de Lord Ruthven.
La cita quedó cancelada. Al día siguiente, Lord Ruthven se limitó a enviar a su criado con una
comunicación en la que se avenía a una completa separación, mas sin insinuar que sus planes
hubieran quedado arruinados por la intromisión de Aubrey.
Tras salir de Roma, el joven dirigió sus pasos a Grecia, y tras cruzar la península, llegó a
Atenas.
Allí fijó su residencia en casa de un griego, no tardando en hallarse sumamente ocupado en
buscar las pruebas de la antigua gloria en unos monumentos que, avergonzados al parecer de
ser testigos mudos de las hazañas de los hombres que antes fueron libres para convertirse
después en esclavos, se hallaban escondidos debajo del polvo o de intrincados líquenes.
Bajo su mismo techo habitaba un ser tan delicado y bello que podía haber sido la modelo de
un pintor que deseara llevar a la tela la esperanza prometida a los seguidores de Mahoma en el
Paraíso, salvo que sus ojos eran demasiado pícaros y vivaces para pretender a un alma y no a
un ser vivo.
Cuando bailaba en el prado, o correteaba por el monte, parecía mucho más ágil y veloz que
las gacelas, y también mucho más grácil. Era, en resumen, el verdadero sueño de un epicuro.
El leve paso de Ianthe acompañaba a menudo a Aubrey en su búsqueda de antigüedad. Y a
veces la incosciente joven se empeñaba en la persecución de una mariposa de Cachemira,
mostrando la hermosura de sus formas al dejar flotar su túnica al viento, bajo la ávida mirada
de Aubrey que así olvidaba las letras que acababa de descifrar en una tablilla medio borrada.
A veces, sus trenzas relucían a los rayos del sol con un brillo sumamente delicado, cambiando
rápidamente de matices, pudiendo ello haber sido la excusa del olvido del joven anticuario
que dejaba huir de su mente el objeto que antes había creído de capital importancia para la
debida interpretación de un pasaje de Pausanias.
Pero, ¿por qué intentar describir unos encantos que todo el mundo veía, mas nadie podía
apreciar?
Era la inocencia, la juventud, la belleza, sin estar aún contaminadas por los atestados salones,
por las salas de baile.
Mientras el joven anotaba los recuerdos que deseaba conservar en su memoria para el futuro,
la muchacha estaba a su alrededor, contemplando los mágicos efectos del lápiz que trazaba los
paisajes de su solar patrio.
Entonces, ella le describía las danzas en la pradera, pintándoselas con todos los colores de su
juvenil paleta; las pompas matrimoniales entrevistas en su niñez; y, refiriéndose a los temas
que evidentemente más la habían impresionado, hablaba de los cuentos sobrenaturales de su
nodriza.
Su afán y la creencia en lo que narraba, excitaron el interés de Aubrey. A menudo, cuando
ella contaba el cuento del vampiro vivo, que había pasado muchos años entre amigos y sus
más queridos parientes alimentándose con la sangre de las doncellas más hermosas para
prolongar su existencia unos meses más, la suya se le helaba a Aubrey en las venas, mientras
intentaba reírse de aquellas horribles fantasías.
Sin embargo, Ianthe le citaba nombres de ancianos que, por lo menos, habían contado entre
sus contemporáneos con un vampiro vivo, habiendo hallado a parientes cercanos y algunos
niños marcados con la señal del apetito del monstruo. Cuando la joven veía que Aubrey se
mostraba incrédulo ante tales relatos, le suplicaba que la creyese, puesto que la gente había
observado que aquellos que se atrevían a negar la existencia del vampiro siempre obtenían
alguna prueba que, con gran dolor y penosos castigos, les obligaba a reconocer su existencia.
Ianthe le detalló la aparición tradicional de aquellos monstruos, y el horror de Aubrey
aumentó al escuchar una descripción casi exacta de Lord Ruthven.
Pese a ello, el joven, persistió en querer convencer a la joven griega de que sus temores no
podían ser debidos a una cosa cierta, si bien al mismo tiempo repasaba en su memoria todas
las coincidencias que le habían incitado a creer en los poderes sobrenaturales de Lord
Ruthven.
Aubrey cada día sentíase más ligado a Ianthe, ya que su inocencia, tan en contraste con las
virtudes fingidas de las mujeres entre las que había buscado su idea de romance, había
conquistado su corazón. Si bien le parecía ridícula la idea de que un muchacho inglés, de
buena familia y mejor educación, se casara con una joven griega, carente casi de cultura, lo
cierto era que cada vez amaba más a la doncella que le acompañaba constantemente.
En algunas ocasiones se separaba de ella, decidido a no volver a su lado hasta haber
conseguido sus objetivos. Pero siempre le resultaba imposible concentrarse en las ruinas que
le rodeaban, teniendo constantemente en su mente la imagen de quien lo era todo para él.
Ianthe no se daba cuenta el amor que por ella experimentaba Aubrey, mostrándose con él la
misma chiquilla casi infantil de los primeros días. Siempre, no obstante, se despedía del joven
con frecuencia, mas ello se debía tan sólo a no tener a nadie con quien visitar sus sitios
favoritos, en tanto su acompañante se hallaba ocupado bosquejando o descubriendo algún
fragmento que había escapado a la acción destructora del tiempo.
La joven apeló a sus padres para dar fe de la existencia de los vampiros. Y todos, con algunos
individuos presentes, afirmaron su existencia, pálidos de horror ante aquel solo nombre.
Poco después, Aubrey decidió realizar una excursión, que le llevaría varias horas. Cuando los
padres de Ianthe oyeron el nombre del lugar, le suplicaron que no regresase de noche, ya que
necesariamente debería atravesar un bosque por el que ningún griego pasaba, una vez que
había oscurecido, por ningún motivo.
Le describieron dicho lugar como el paraje donde los vampiros celebraban sus orgías y
bacanales nocturnas. Y le aseguraron que sobre el que se atrevía a cruzar por aquel sitio
recaían los peores males.
Aubrey no quiso hacer caso de tales advertencias, tratando de burlarse de aquellos temores.
Pero cuando vio que todos se estremecían ante sus risas por aquel poder superior o infernal,
cuyo solo nombre le helaba la sangre, acabó por callar y ponerse grave.
A la mañana siguiente, Aubrey salió de excursión, según había proyectado. Le sorprendió
observar la melancólica cara de su huésped, preocupado asimismo al comprender que sus
burlas de aquellos poderes hubiesen inspirado tal terror.
Cuando se hallaba a punto de partir, Ianthe se acercó al caballo que el joven montaba y le
suplicó que regresase pronto, pues era por la noche cuando aquellos seres malvados entraban
en acción. Aubrey se lo prometió.
Sin embargo, estuvo tan ocupado en sus investigaciones que no se dio cuenta de que el día iba
dando fin a su reinado y que en el horizonte aparecía una de aquellas manchas que en los
países cálidos se convierten muy pronto en una masa de nubes tempestuosas, vertiendo todo
su furor sobre el desdichado país.
Finalmente, montó a caballo, decidido a recuperar su retraso. Pero ya era tarde. En los países
del sur apenas existe el crepúsculo. El sol se pone inmediatamente y sobreviene la noche.
Aubrey se había demorado con exceso. Tenía la tormenta encima, los truenos apenas se
concedían un respiro entre sí, y el fuerte aguacero se abría paso por entre el espeso follaje, en
tanto el relámpago azul parecía caer a sus pies.
El caballo se asustó de repente, y emprendió un galope alocado por entre el espeso bosque.
Por fin, agotado de cansancio, el animal se paró, y Aubrey descubrió a la luz de los
relámpagos que estaba en la vecindad de una choza que apenas se destacaba por entre la
hojarasca y la maleza que le rodeaba.
Desmontó y se aproximó, cojeando, con el fin de encontrar a alguien que pudiera llevarle a la
ciudad, o al menos obtener asilo contra la furiosa tormenta.
Cuando se acercaba a la cabaña, los truenos, que habían callado un instante, le permitieron oír
unos gritos femeninos, gritos mezclados con risotadas de burla, todo como en un solo sonido.
Aubrey quedó turbado. Mas, soliviantado por el trueno que retumbó en aquel momento, con
un súbito esfuerzo empujó la puerta de la choza.
No vio más que densas tinieblas, pero el sonido le guió. Aparentemente, nadie se había dado
cuenta de su presencia, pues aunque llamó, los mismos sonidos continuaron, sin que nadie
reparase al parecer en él.
No tardó en tropezar con alguien, a quien apresó inmediatamente. De pronto, una voz volvió a
gritar de manera ahogada, y al grito sucedió una carcajada. Aubrey hallóse al momento asido
por una fuerza sobrehumana. Decidido a vender cara su vida, luchó mas en vano. Fue
levantado del suelo y arrojado de nuevo al mismo con una potencia enorme. Luego, su
enemigo se le echó encima y, arrodillado sobre su pecho, le rodeó la garganta con las manos.
De repente, el resplandor de varias antorchas entrevistas por el agujero que hacía las veces de
ventana, vino en su ayuda. Al momento, su rival se puso de pie y, separándose del joven,
corrió hacia la puerta. Muy poco después, el crujido de las ramas caídas al ser pisoteadas por
el fugitivo también dejó de oírse.
La tormenta había cesado, y Aubrey, incapaz de moverse, gritó, siendo oído poco después por
los portadores de antorchas.
Entraron a la cabaña, y el resplandor de la resina quemada cayó sobre los muros de barro y el
techo de bálago, totalmente lleno de mugre.
A instancias del joven, los recién llegados buscaron a la mujer que le había atraído con sus
chillidos. Volvió, por tanto, a quedarse en tinieblas. Cuál fue su horror cuando de nuevo
quedó iluminado por la luz de las antorchas, pudiendo percibir la forma etérea de su amada
convertida en un cadáver.
Cerró los ojos, esperando que sólo se tratase de un producto espantoso de su imaginación.
Pero volvió a ver la misma forma al abrirlos, tendida a su lado.
No había el menor color en sus mejillas, ni siquiera en sus labios, y en su semblante se veía
una inmovilidad que resultaba casi tan atrayente como la vida que antes lo animara. En el
cuello y en el pecho había sangre, en la garganta las señales de los colmillos que se habían
hincado en las venas.
—¡Un vampiro! ¡Un vampiro! —gritaron los componentes de la partida ante aquel
espectáculo.
Rápidamente construyeron unas parihuelas, y Aubrey echó a andar al lado de la que había
sido el objeto de tan brillantes visiones, ahora muerta en la flor de su vida.
Aubrey no podía ni siquiera pensar, pues tenía el cerebro ofuscado, pareciendo querer
refugiarse en el vacío. Sin casi darse cuenta, empuñaba en su mano una daga de forma
especial, que habían encontrado en la choza. La partida no tardó en reunirse con más
hombres, enviados a la búsqueda de la joven por su afligida madre. Los gritos de los
exploradores al aproximarse a la ciudad, advirtieron a los padres de la doncella que había
sucedido una horrorosa catástrofe. Sería imposible describir su dolor. Cuando comprobaron la
causa de la muerte de su hija, miraron a Aubrey y señalaron el cadáver. Estaban
inconsolables, y ambos murieron de pesar.
Aubrey, ya en la cama, padeció una violentísima fiebre, con mezcolanza de delirios. En estos
intervalos llamaba a Lord Ruthven y a Ianthe, mediante cierta combinación que le parecía una
súplica a su antiguo compañero de viaje para que perdonase la vida de la doncella.
Otras veces lanzaba imprecaciones contra Lord Ruthven, maldiciéndole como asesino de la
joven griega.
Por casualidad, Lord Ruthven llegó por aquel entonces a Atenas. Cuando se enteró del estado
de su amigo, se presentó inmediatamente en su casa y se convirtió en su enfermero particular.
Cuando Aubrey se recobró de la fiebre y los delirios, quedose horrorizado, petrificado, ante la
imagen de aquel a quien ahora consideraba un vampiro. Lord Ruthven —con sus amables
palabras, que implicaban casi cierto arrepentimiento por la causa que había motivado su
separación— y la ansiedad, las atenciones y los cuidados prodigados a Aubrey, hicieron que
éste pronto se reconciliase con su presencia.
Lord Ruthven parecía cambiado, no siendo ya el ser apático de antes, que tanto había
asombrado a Aubrey. Pero tan pronto terminó la convalecencia del joven, su compañero
volvió a ofrecer la misma condición de antes, y Aubrey ya no distinguió la menor diferencia,
salvo que a veces veía la mirada de Lord Ruthven fija en él, al tiempo que una sonrisa
maliciosa flotaba en sus labios. Sin saber por qué, aquella sonrisa le molestaba.
Durante la última fase de su recuperación, Lord Ruthven pareció absorto en la contemplación
de las olas que levantaba en el mar la brisa marina, o en señalar el progreso de los astros que,
como el nuestro, dan vueltas en torno al Sol. Y más que nada, parecía evitar todas las miradas
ajenas.
Aubrey, a causa de la desgracia sufrida, tenía su cerebro bastante debilitado, y la elasticidad
de espíritu que antes era su característica más acusada parecía haberle abandonado para
siempre.
No era tan amable del silencio y la soledad como Lord Ruthven, pero deseaba estar solo, cosa
que no podía conseguir en Atenas. Si se dedicaba a explorar las ruinas de la antigüedad, el
recuerdo de Ianthe a su lado le atosigaba de continuo. Si recorría los bosques, el paso ligero
de la joven parecía corretear a su lado, en busca de la modesta violeta. De repente, esta visión
se esfumaba, y en su lugar veía el rostro pálido y la garganta herida de la joven, con una
tímida sonrisa en sus labios.
Decidió rehuir tales visiones, que en su mente creaban una serie de amargas asociaciones. De
este modo, le propuso a Lord Ruthven, a quien sentíase unido por los cuidados que aquel le
había prodigado durante su enfermedad, que visitasen aquellos rincones de Grecia que aún no
habían visto.
Los dos recorrieron la península en todas las direcciones, buscando cada rincón que pudiera
estar unido a un recuerdo. Pero aunque lo exploraron todo, nada vieron que llamase realmente
su interés.
Oían hablar mucho de diversas bandas de ladrones, mas gradualmente fueron olvidándose de
ellas atribuyéndolas a la imaginación popular, o a la invención de algunos individuos cuyo
interés consistía en excitar la generosidad de aquellos a quienes fingían proteger de tales
peligros.
En consecuencia, sin hacer caso de tales advertencias, en cierta ocasión viajaban con muy
poca escolta, cuyos componentes más debían servirles de guía que de protección. Al penetrar
en un estrecho desfiladero, en el fondo del cual se hallaba el lecho de un torrente, lleno de
grandes masas rocosas desprendidas de los altos acantilados que lo flanqueaban, tuvieron
motivos para arrepentirse de su negligencia. Apenas se habían adentrado por paso tan angosto
cuando se vieron sorprendidos por el silbido de las balas que pasaban muy cerca de sus
cabezas, y las detonaciones de varias armas.
Al instante siguiente, la escolta les había abandonado, y resguardándose detrás de las rocas,
empezaron todos a disparar contra sus atacantes.
Lord Ruthven y Aubrey, imitando su ejemplo, se retiraron momentáneamente al amparo de un
recodo del desfiladero. Avergonzados por asustarse tanto ante un vulgar enemigo, que con
gritos insultantes les conminaban a seguir avanzando, y estando expuestos al mismo tiempo a
una matanza segura si alguno de los ladrones se situaba más arriba de su posición y les
atacaba por la espalda, determinaron precipitarse al frente, en busca del enemigo...
Apenas abandonaron el refugio rocoso, Lord Ruthven recibió en el hombro el impacto de una
bala que le envió rodando al suelo. Aubrey corrió en su ayuda, sin hacer caso del peligro a
que se exponía, mas no tardó en verse rodeado por los malhechores, al tiempo que los
componentes de la escolta, al ver herido a Lord Ruthven, levantaron inmediatamente las
manos en señal de rendición.
Mediante la promesa de grandes recompensas, Aubrey logró convencer a sus atacantes para
que trasladasen a su herido amigo a una cabaña situada no lejos de allí. Tras hacer concertado
el rescate a pagar, los ladrones no le molestaron, contentándose con vigilar la entrada de la
cabaña hasta el regreso de uno de ellos, que debía percibir la suma prometida gracias a una
orden firmada por el joven.
Las energías de Lord Ruthven disminuyeron rápidamente. Dos días más tarde, la muerte
pareció ya inminente. Su comportamiento y su aspecto no había cambiado, pareciendo tan
inconsciente al dolor como a cuanto le rodeaba. Hacia el fin del tercer día, su mente pareció
extraviarse, y su mirada se fijó insistentemente en Aubrey, el cual sintióse impulsado a
ofrecerle más que nunca su ayuda.
—Sí, tú puedes salvarme... Puedes hacer aún mucho más... No me refiero a mi vida, pues
temo tan poco a la muerte como al término del día. Pero puedes salvar mi honor. Sí, puedes
salvar el honor de tu amigo.
—Decidme cómo —asintió Aubrey—, y lo haré.
—Es muy sencillo. Yo necesito muy poco... Mi vida necesita espacio... Oh, no puedo
explicarlo todo... Mas si callas cuanto sabes de mí, mi honor se verá libre de las
murmuraciones del mundo, y si mi muerte es por algún tiempo desconocida en Inglaterra...
yo... yo... ah, viviré.
—Nadie lo sabrá.
—¡Júralo! —exigió el moribundo, incorporándose con gran violencia—. ¡Júralo por las almas
de tus antepasados, por todos los temores de la naturaleza, jura que durante un año y un día no
le contarás a nadie mis crímenes ni mi muerte, pase lo que pase, veas lo que veas!
Sus ojos parecían querer salir de sus órbitas.
—¡Lo juro! —exclamó Aubrey.
Lord Ruthven de dejó caer sobre la almohada, lanzando una carcajada, y expiró.
Aubrey retiróse a descansar, mas no durmió pues su cerebro daba vueltas y más vueltas sobre
los detalles de su amistad con tan extraño ser, y sin saber por qué, cuando recordaba el
juramento prestado sentíase invadido por un frío extraño, con el presentimiento de una
desgracia inminente.
Levantóse muy temprano al día siguiente, e iba ya a entrar en la cabaña donde había dejado el
cadáver, cuando uno de los ladrones le comunicó que ya no estaba allí, puesto que él y sus
camaradas lo habían transportado a la cima de la montaña, según la promesa hecha al difunto
de que lo dejarían expuesto al primer rayo de luna después de su muerte.
Aubrey quedóse atónito ante aquella noticia. Junto con varios individuos, decidió ir adonde
habían dejado a Lord Ruthven, para enterrarlo debidamente. Pero una vez en la cumbre de la
montaña, no halló ni rastro del cadáver ni de sus ropas, aunque los ladrones juraron que era
aquel el lugar en que dejaron al muerto.
Durante algún tiempo su mente perdióse en conjeturas, hasta que decidió descender de nuevo,
convencido de que los ladrones habían enterrado el cadáver tras despojarlo de sus vestiduras.
Harto de un país en el que sólo había padecido tremendos horrores, y en el que todo
conspiraba para fortalecer aquella superstición melancólica que se había adueñado de su
mente, resolvió abandonarlo, no tardando en llegar a Esmirna.
Mientras esperaba un barco que le condujera a Otranto o a Nápoles, estuvo ocupado en
disponer los efectos que tenía consigo y que habían pertenecido a Lord Ruthven. Entre otras
cosas halló un estuche que contenía varias armas, más o menos adecuada para asegurar la
muerte de una víctima. Dentro se hallaban varias dagas y yataganes.
Mientras los examinaba, asombrado ante sus curiosas formas, grande fue su sorpresa al
encontrar una vaina ornamentada en el mismo estilo que la daga hallada en la choza fatal.
Aubrey se estremeció, y deseando obtener nuevas pruebas, buscó la daga. Su horror llegó a su
culminación cuando verificó que la hoja se adaptaba a la vaina, pese a su peculiar forma.
No necesitaba ya más pruebas, aunque sus ojos parecían como pegados a la daga, pese a lo
cual todavía se resistía a creerlo. Sin embargo, aquella forma especial, los mismos
esplendorosos adornos del mango y la vaina, no dejaban el menor resquicio a la duda.
Además, ambos objetos mostraban gotas de sangre.
Partió de Esmirna y, ya en Roma, sus primeras investigaciones se refirieron a la joven que él
había intentado arrancar a las artes seductoras de Lord Ruthven. Sus padres se hallaban
desconsolados, totalmente arruinados, y a la joven no se la había vuelto a ver desde la salida
de la capital de Lord Ruthven.
El cerebro de Aubrey estuvo a punto de desquiciarse ante tal cúmulo de horrores, temiendo
que la joven también hubiese sido víctima del mismo asesino de Ianthe. Aubrey tornóse más
callado y retraído y su sola ocupación consistió ya en apresurar a sus postillones, como si
tuviese necesidad de salvar a un ser muy querido.
Llegó a Calais, y una brisa que parecía obediente a sus deseos no tardó en dejarle en las costas
de Inglaterra. Corrió a la mansión de sus padres y allí, por un momento, pareció perder,
gracias a los besos y abrazos de su hermana, todo recuerdo del pasado. Si antes, con sus
infantiles caricias, ya había conquistado el afecto de su hermano, ahora que empezaba a ser
mujer todavía la quería más.
La señorita Aubrey no poseía la alada gracia que atrae las miradas y el aplauso de las
reuniones y fiestas. No había en ella el ingenio ligero que sólo existe en los salones. Sus ojos
azules jamás se iluminaban con ironías o sarcasmos. En toda su persona había como un halo
de encanto melancólico que no se debía a ninguna desdicha sino a un sentimiento interior, que
parecía indicar un alma consciente de un reino más brillante.
No tenía el paso leve, que atrae como el vuelo grácil de la mariposa, como un color grato a la
vista. Su paso era sosegado y pensativo. Cuando estaba sola, su semblante jamás se alegraba
con una sonrisa de júbilo. Pero al sentir el afecto de su hermano, y olvidar en su presencia los
pesares que le impedían el descanso, ¿quién no habría cambiado una sonrisa por tanta dicha?
Era como si los ojos de la joven, su rostro entero, jugasen a la luz de su esfera propia. Sin
embargo, la muchacha sólo contaba dieciocho años, por lo que no había sido presentada en
sociedad, habiendo juzgado sus tutores que debían demorarse tal acto hasta que su hermano
regresara del continente, momento en que se constituiría en su protector.
Por tanto, resolvieron que darían una fiesta con el fin de que ella apareciese "en escena".
Aubrey habría preferido estar apartado de todo bullicio, alimentándose con la melancolía que
le abrumaba. No experimentaba el menor interés por las frivolidades de personas
desconocidas, aunque se mostró dispuesto a sacrificar su comodidad para proteger a su
hermana.
De esta manera, no tardaron en llegar a su casa de la capital, a fin de disponerlo todo para el
día siguiente, elegido para la fiesta.
La multitud era excesiva. Una fiesta no vista en mucho tiempo, donde todo el mundo estaba
ansioso de dejarse ver.
Aubrey apareció con su hermana. Luego, estando solo en un rincón, mirando a su alrededor
con muy poco interés, pensando abstraídamente que la primera vez que había visto a Lord
Ruthven había sido en aquel mismo salón había sido en aquel mismo salón, sintióse de pronto
cogido por el brazo, al tiempo que en sus oídos resonaba una voz que recordaba demasiado
bien.
—Acuérdate del juramento.
Aubrey apenas tuvo valor para volverse, temiendo ver a un espectro que le podría destruir; y
distinguió no lejos a la misma figura que había atraído su atención cuando, a su vez, él había
entrado por primera vez en sociedad.
Contempló a aquella figura fijamente, hasta que sus piernas casi se negaron a sostener el peso
de su cuerpo. Luego, asiendo a un amigo del brazo, subió a su carruaje y le ordenó al cochero
que le llevase a su casa de campo.
Una vez allí, empezó a pasearse agitadamente, con la cabeza entre las manos, como temiendo
que sus pensamientos le estallaran en el cerebro.
Lord Ruthven había vuelto a presentarse ante él... Y todos los detalles se encadenaron
súbitamente ante sus ojos; la daga..., la vaina..., la víctima..., su juramento.
¡No era posible, se dijo muy excitado, no era posible que un muerto resucitara!
Era imposible que fuese un ser real. Por eso, decidió frecuentar de nuevo la sociedad.
Necesitaba aclarar sus dudas. Pero cuando, noche tras noche, recorrió diversos salones,
siempre con el nombre de Lord Ruthven en sus labios, nada consiguió.
Una semana más tarde, acudió con su hermana a una fiesta en la mansión de unas nuevas
amistades. Dejándola bajo la protección de la anfitriona, Aubrey retiróse a un rincón y allí dio
rienda suelta a sus pensamientos.
Cuando al fin vio que los invitados empezaban a marcharse, penetró en el salón y halló a su
hermana rodeada de varios caballeros, al parecer conversando animadamente. El joven intentó
abrirse paso para acudir junto a su hermana, cuando uno de los presentes, al volverse, le
ofreció aquellas facciones que tanto aborrecía.
Aubrey dio un tremendo salto, tomó a su hermana del brazo y apresuradamente la arrastró
hacia la calle. En la puerta encontró impedido el paso por la multitud de criados que
aguardaban a sus respectivos amos. Mientras trataba de superar aquella barrera humana,
volvió a su oído la conocida y fatídica voz:
—¡Acuérdate del juramento!
No se atrevió a girar y, siempre arrastrando a su hermana, no tardó en llegar a casa.
Aubrey empezó a dar señales de desequilibrio mental. Si antes su cerebro había estado sólo
ocupado con un tema, ahora se hallaba totalmente absorto en él, teniendo ya la certidumbre de
que el monstruo continuaba viviendo.
No paraba ya mientes en su hermana, y fue inútil que ésta tratara de arrancarle la verdad de
tan extraña conducta. Aubrey limitábase a proferir palabras casi incoherentes, que aún
aterraban más a la muchacha.
Cuando Aubrey más meditaba en ello, más transtornado estaba. Su juramento le abrumaba.
¿Debía permitir, pues, que aquel monstruo rondase por el mundo, en medio de tantos seres
queridos, sin delatar sus intenciones? Su misma hermana había hablado con él. Pero, aunque
quebrantase su juramento y revelase las verdaderas intenciones de Lord Ruthven, ¿quién le
iba a creer? Pensó en servirse de su propia mano para desembarazar al mundo de tan cruel
enemigo. Recordó, sin embargo, que la muerte no afectaba al monstruo. Durante días
permaneció en tal estado, encerrado en su habitación, sin ver a nadie, comiendo sólo cuando
su hermana le apremiaba a ello, con lágrimas en los ojos.
Al fin, no pudiendo soportar por más tiempo el silencio y la soledad salió de la casa para
rondar de calle en calle, ansioso de descubrir la imagen de quien tanto le acosaba. Su aspecto
distaba mucho de ser atildado, exponiendo sus ropas tanto al feroz sol de mediodía como a la
humedad de la noche. Al fin, nadie pudo ya reconocer en él al antiguo Aubrey. Y si al
principio regresaba todas las noches a su casa, pronto empezó a descansar allí donde la fatiga
le vencía.
Su hermana, angustiada por su salud, empleó a algunas personas para que le siguiesen, pero el
joven supo distanciarlas, puesto que huía de un perseguidor más veloz que aquellas: su propio
pensamiento.
Su conducta, no obstante, cambió de pronto. Sobresaltado ante la idea de que estaba
abandonando a sus amigos, con un feroz enemigo entre ellos de cuya presencia no tenían el
menor conocimiento, decidió entrar de nuevo en sociedad y vigilarle estrechamente, ansiando
advertir, a pesar de su juramento, a todos aquellos a quienes Lord Ruthven demostrase cierta
amistad.
Mas al entrar en un salón, su aspecto miserable, su barba de varios días, resultaron tan
sorprendentes, sus estremecimientos interiores tan visibles, que su hermana vióse al fin
obligada a suplicarle que se abstuviese en bien de ambos a una sociedad que le afectaba de
manera tan extraña.
Cuando esta súplica resultó vana, los tutores creyeron su deber interponerse y, temiendo que
el joven tuviera transtornado el cerebro, pensaron que había llegado el momento de recobrar
ante él la autoridad delegada por sus difuntos padres.
Deseoso de precaverle de las heridas mentales y de los sufrimientos físicos que padecía a
diario en sus vagabundeos, e impedir que se expusiera a los ojos de sus amistades con las
inequívocas señales de su trastorno, acudieron a un médico para que residiera en la mansión y
cuidase de Aubrey.
Este apenas pareció darse cuenta de ello: tan completamente absorta estaba su mente en el
otro asunto. Su incoherencia acabó por ser tan grande, que se vio confinado en su dormitorio.
Allí pasaba los días tendido en la cama, incapaz de levantarse.
Su rostro se tornó demacrado y sus pupilas adquirieron un brillo vidrioso; sólo mostraba
cierto reconocimiento y afecto cuando entraba su hermana a visitarle. A veces se sobresaltaba,
y tomándole las manos, con unas miradas que afligían intensamente a la joven, deseaba que el
monstruo no la hubiese tocado ni rozado siquiera.
—¡Oh, hermana querida, no le toques! ¡Si de veras me quieres, no te acerques a él!
Sin embargo, cuando ella le preguntaba a quién se refería, Aubrey se limitaba a murmurar:
—¡Es verdad, es verdad!
Y de nuevo se hundía en su abatimiento anterior, del que su hermana no lograba ya arrancarle.
Esto duró muchos meses. Pero, gradualmente, en el transcurso de aquel año, sus
incoherencias fueron menos frecuentes, y su cerebro se aclaró bastante, al tiempo que sus
tutores observaban que varias veces diarias contaba con los dedos cierto número, y luego
sonreía.
Al llegar el último día del año, uno de los tutores entró en el dormitorio y empezó a conversar
con el médico respecto a la melancolía del muchacho, precisamente cuando al día siguiente
debía casarse su hermana.
Instantáneamente, Aubrey mostróse alerta, y preguntó angustiosamente con quién iba a
contraer matrimonio. Encantados de aquella demostración de cordura, de la que le creían
privado, mencionaron el nombre del Conde de Marsden.
Creyendo que se trataba del joven conde al que él había conocido en sociedad, Aubrey
pareció complacido, y aún asombró más a sus oyentes al expresar su intención de asistir a la
boda, y su deseo de ver cuanto antes a su hermana.
Aunque ellos se negaron a este anhelo, su hermana no tardó en hallarse a su lado. Aubrey, al
parecer, no fue capaz de verse afectado por el influjo de la encantadora sonrisa de la
muchacha, puesto que la abrazó, la besó en las mejillas, bañadas en lágrimas por la propia
joven al pensar que su hermano volvía a estar en el mundo de los cuerdos.
Aubrey empezó a expresar su cálido afecto y a felicitarla por casarse con una persona tan
distinguida, cuando de repente se fijó en un medallón que ella lucía sobre el pecho. Al abrirlo,
cuál no sería su inmenso estupor al descubrir las facciones del monstruo que tanto y tan
funestamente había influido en su existencia.
En un paroxismo de furor, tomó el medallón y, arrojándolo al suelo, lo pisoteó. Cuando ella le
preguntó por qué había destruído el retrato de su futuro esposo, Aubrey la miró como sin
comprender. Después, asiéndola de las manos, y mirándola con una frenética expresión de
espanto, quiso obligarla a jurar que jamás se casaría con semejante monstruo, ya que él...
No pudo continuar. Era como si su propia voz le recordase el juramento prestado, y al girarse
en redondo, pensando que Lord Ruthven se hallaba detrás suyo, no vio a nadie.
Mientras tanto, los tutores y el médico, que todo lo habían oído, pensando que la locura había
vuelto a apoderarse de aquel pobre cerebro, entraron y le obligaron a separarse de su hermana.
Aubrey cayó de rodillas ante ellos, suplicándoles que demorasen la boda un solo día. Mas
ellos, atribuyendo tal petición a la locura que se imaginaban devoraba su mente, intentaron
calmarle y le dejaron solo.
Lord Ruthven visitó la mansión a la mañana siguiente de la fiesta, y le fue negada la entrada
como a todo el mundo. Cuando se enteró de la enfermedad de Aubrey, comprendió que era él
la causa inmediata de la misma. Cuando se enteró de que el joven estaba loco, apenas si
consiguió ocultar su júbilo ante aquellos que le ofrecieron esta información.
Corrió a casa de su antiguo compañero de viaje, y con sus constantes cuidados y fingimiento
del gran interés que sentía por su hermano y por su triste destino, gradualmente fue
conquistando el corazón de la señorita Aubrey.
¿Quién podía resistirse a aquel poder? Lord Ruthven hablaba de los peligros que le habían
rodeado siempre, del escaso cariño que había hallado en el mundo, excepto por parte de la
joven con la que conversaba. ¡Ah, desde que la conocía, su existencia había empezado a
parecer digna de algún valor, aunque sólo fuese por la atención que ella le prestaba! En fin,
supo utilizar con tanto arte sus astutas mañas, o tal fue la voluntad del Destino, que Lord
Ruthven conquistó el amor de la hermana de Aubrey.
Gracias al título de una rama de su familia, obtuvo una embajada importante, que le sirvió de
excusa para apresurar la boda (pese al trastorno mental del hermano), de modo que la misma
tendría lugar al día siguiente, antes de su partida para el continente.
Aubrey, una vez lejos del médico y el tutor, trató de sobornar a los criados, pero en vano.
Pidió pluma y papel, que le entregaron, y escribió una carta a su hermana, conjurándola —si
en algo apreciaba su felicidad, su honor y el de quienes yacían en sus tumbas, que antaño la
habían tenido en brazos como su esperanza y la esperanza del buen nombre familiar— a
posponer sólo por unas horas aquel matrimonio, sobre el que vertía sus más terribles
maldiciones.
Los criados prometieron entregar la misiva, mas como se la dieron al médico, éste prefirió no
alterar a la señorita Aubrey con lo que, consideraba, era solamente la manía de un demente.
Transcurrió la noche sin descanso para ninguno de los ocupantes de la casa. Y Aubrey
percibió con horror los rumores de los preparativos para el casamiento.
Vino la mañana, y a sus oídos llegó el ruido de los carruajes al ponerse en marcha. Aubrey se
puso frenético. La curiosidad de los sirvientes superó, al fin, a su vigilancia. Y gradualmente
se alejaron para ver partir a la novia, dejando a Aubrey al cuidado de una indefensa anciana.
Aubrey se aprovechó de aquella oportunidad. Saltó fuera de la habitación y no tardó en
presentarse en el salón donde todo el mundo se hallaba reunido, dispuesto para la marcha.
Lord Ruthven fue el primero en divisarle, e inmediatamente se le acercó, asiéndolo del brazo
con inusitada fuerza para sacarle de la estancia, trémulo de rabia.
Una vez en la escalinata, le susurró al oído:
—Acuérdate del juramento y sabe que si hoy no es mi esposa, tu hermana quedará
deshonrada. ¡Las mujeres son tan frágiles...!
Así desciendo, le empujó hacia los criados, quienes, alertados ya por la anciana, le estaban
buscando. Aubrey no pudo soportarlo más: al no hallar salida a su furor, se le rompió un vaso
sanguíneo y tuvo que ser trasladado rápidamente a su cama.
Tal suceso no le fue mencionado a la hermana, que no estaba presente cuando aconteció ,
pues el médico temía causarle cualquier agitación.
La boda se celebró con toda solemnidad, y el novio y la novia abandonaron Londres.
La debilidad de Aubrey fue en aumento, y la hemorragia de sangre produjo los síntomas de la
muerte próxima. Deseaba que llamaran a los tutores de su hermana, y cuando éstos estuvieron
presentes y sonaron las doce campanadas de la medianoche, instantes en que se cumplía el
plazo impuesto a su silencio, relató apresuradamente cuanto había vivido y sufrido... y
falleció inmediatamente después.
Los tutores se apresuraron a proteger a la hermana de Aubrey, mas cuando llegaron ya era
tarde. Lord Ruthven había desaparecido, y la joven había saciado la sed de sangre de un
vampiro.
Himno a la Belleza
¿Bajas del hondo cielo o emerges del abismo,
Belleza? Tu mirada infernal y divina
Confusamente vierte crimen y beneficio,
Por lo que se podría al vino compararte.
Albergas en tus ojos al poniente y la aurora,
Cual tarde huracanada exhalas tu perfume;
Son un filtro tus besos y un ánfora tu boca
Que hacen cobarde al héroe y al niño valeroso.
¿Del negro abismo emerges o bajas de los astros?
Como un perro, el Destino sigue ciego tu falda,
Al azar vas sembrando el luto y la alegría
Y todo lo gobiernas sin responder de nada.
Caminas sobre muertos, Belleza, y de ellos ríes;
El Horror, de tus joyas no es la menos hermosa
Y el Crimen, entre todas tus costosas preseas
Danza amorosamente sobre el vientre triunfal.
La aturdida falena vuela hasta ti, candela,
Crepita, estalla y grita: ¡Bendigamos la llama!
El amante, jadeando sobre su bella amada
Semeja un moribundo que su tumba acaricia.
Que tú llegues del cielo o el infierno, ¿qué importa?
Belleza, inmenso monstruo, pavoroso e ingenuo,
Si tu mirar, tu risa, tu pie, me abren las puertas
De un infinito que amo y nunca conocí.
Satánica o divina, ¿qué importa? Ángel, Sirena,
¿qué importa? Si tú vuelves -hada de ojos raso,
Resplandor, ritmo, aroma, ¡oh mi señora única!
Menos odioso el mundo, más ligero el instante
¿Bajas del hondo cielo o emerges del abismo,
Belleza? Tu mirada infernal y divina
Confusamente vierte crimen y beneficio,
Por lo que se podría al vino compararte.
Albergas en tus ojos al poniente y la aurora,
Cual tarde huracanada exhalas tu perfume;
Son un filtro tus besos y un ánfora tu boca
Que hacen cobarde al héroe y al niño valeroso.
¿Del negro abismo emerges o bajas de los astros?
Como un perro, el Destino sigue ciego tu falda,
Al azar vas sembrando el luto y la alegría
Y todo lo gobiernas sin responder de nada.
Caminas sobre muertos, Belleza, y de ellos ríes;
El Horror, de tus joyas no es la menos hermosa
Y el Crimen, entre todas tus costosas preseas
Danza amorosamente sobre el vientre triunfal.
La aturdida falena vuela hasta ti, candela,
Crepita, estalla y grita: ¡Bendigamos la llama!
El amante, jadeando sobre su bella amada
Semeja un moribundo que su tumba acaricia.
Que tú llegues del cielo o el infierno, ¿qué importa?
Belleza, inmenso monstruo, pavoroso e ingenuo,
Si tu mirar, tu risa, tu pie, me abren las puertas
De un infinito que amo y nunca conocí.
Satánica o divina, ¿qué importa? Ángel, Sirena,
¿qué importa? Si tú vuelves -hada de ojos raso,
Resplandor, ritmo, aroma, ¡oh mi señora única!
Menos odioso el mundo, más ligero el instante
La metamorfosis del vampiro
La mujer, entre tanto, de su boca de fresa
Retorciéndose como una sierpe entre brasas
Y amasando sus senos sobre el duro corsé,
Decía estas palabras impregnadas de almizcle:
«Son húmedos mis labios y la ciencia conozco
De perder en el fondo de un lecho la conciencia,
Seco todas las lágrimas en mis senos triunfales.
Y hago reír a los viejos con infantiles risas.
Para quien me contempla desvelada y desnuda
Reemplazo al sol, la luna, al cielo y las estrellas.
Yo soy, mi caro sabio, tan docta en los deleites,
Cuando sofoco a un hombre en mis brazos temidos
O cuando a los mordiscos abandono mi busto,
Tímida y libertina y frágil y robusta,
Que en esos cobertores que de emoción se rinden,
Impotentes los ángeles se perdieran por mí.»
Cuando hubo succionado de mis huesos la médula
y muy lánguidamente me volvía hacia ella
A fin de devolverle un beso, sólo vi
Rebosante de pus, un odre pegajoso.
Yo cerré los dos ojos con helado terror
y cuando quise abrirlos a aquella claridad,
A mi lado, en lugar del fuerte maniquí
Que parecía haber hecho provisión de mi sangre,
En confusión chocaban pedazos de esqueleto
De los cuales se alzaban chirridos de veleta
O de cartel, al cabo de un vástago de hierro,
Que balancea el viento en las noches de invierno.

jueves, 28 de febrero de 2019

Vampirismo E.T.A. Hoffmann


Vampirismo
E.T.A. Hoffmann
-Ahora que habláis de vampirismo, me viene a la mente una historia que hace tiempo leí o
escuché. Creo que más bien lo último, pues ahora que recuerdo, el narrador insistió mucho en
que el relato era verdadero. Si la historia se ha publicado y la conocéis, interrumpidme, pues
no hay nada más fastidioso y aburrido que escuchar cosas conocidas.
-Creo que nos vas a ofrecer algo horroroso y tremendo; así es que, por lo menos, piensa en
San Serapio y procura ser lo más breve posible, para que Vincenzo tenga la palabra, pues,
según veo, está impaciente por referirnos el cuento que nos prometió.
-¡Calma, calma! -exclamó Vincenzo- Nada mejor para mí que Cipriano tienda un tapiz negro
que sirva de fondo a la representación mímico-plástica de mis alegres, pintorescas y saltarinas
figuras. Empieza, Cipriano amigo, muéstrate seco, terrorífico, incluso espeluznante, más que
el vampírico lord Byron, al que por cierto no he leído.
-El conde Hipólito -comenzó Cipriano- había regresado de sus largos viajes, para hacerse
cargo de la rica herencia de su padre. El palacio estaba situado en una de las regiones más
bellas y agradables del país, y las rentas que le proporcionaban sus posesiones bastaban para
el costoso embellecimiento del mismo.
...Todo lo que el conde había visto a lo largo de sus viajes, lo más bello, atractivo y suntuoso,
quería verlo de nuevo levantarse ante sus ojos. Cortesanos y artistas se reunían en torno a él y
acudían a su llamada, de modo que pronto comenzaron las obras del palacio, y el diseño de un
amplio parque de gran estilo, en el que se hallarían incluidas iglesia, cementerio y parroquia,
formando parte del artístico jardín. El conde dirigía todos los trabajos, pues tenía
conocimientos suficientes para ello. Se entregó en cuerpo y alma a estas ocupaciones, de
modo que transcurrió un año sin que se le ocurriese (según le aconsejó su anciano tío) dejarse
ver a los ojos de las jóvenes, para escoger como esposa a la más bella, a la mejor y a la más
noble.
Una mañana que se encontraba sentado ante la mesa de dibujo, proyectando un nuevo
edificio, se hizo anunciar una vieja baronesa, lejana pariente de su padre. Hipólito recordó el
nombre de la baronesa, y que su padre sentía una indignación intensa contra esta mujer, e
incluso que hablaba de ella con repugnancia, y a todas cuantas personas trataban de acercarse
a ella les aconsejaba que se alejasen, aunque sin explicar jamás los motivos del peligro.
Cuando se le preguntaba al conde, solía decir que había ciertas cosas sobre las que más valía
callar que hablar. Con más razón, cuanto que en la residencia corrían turbios rumores de un
extraño e insólito proceso criminal, en el que estaba implicada la baronesa, que separada de su
marido y expulsada de su alejado lugar de residencia, sólo gracias a la intervención del
príncipe se veía libre de encarcelamiento.
Muy molesto se sintió Hipólito por la proximidad de una persona a la que su padre aborrecía,
aunque los motivos le fuesen desconocidos. La ley de la hospitalidad, que era privativa de
toda esta región, le obligaba a recibir la desagradable visita. Jamás una persona había causado
al conde una impresión tan antipática en su apariencia -aunque en realidad no fuese odiosacomo
la baronesa.
Al entrar traspasó al conde con una mirada de fuego, luego entornó los párpados y se disculpó
de su visita, casi con expresión humilde. Se quejó de que el padre del conde, poseído por
extraños prejuicios, a los que le habían inducido sus enemigos maliciosamente, la había
odiado hasta la muerte, de modo que, aunque languidecía en la mayor pobreza, y se
avergonzaba de su estado, nunca había recibido la menor ayuda. Al fin, como
inesperadamente se hubiera visto en posesión de una pequeña suma de dinero, le había sido
posible abandonar su residencia y huir hacia un pueblo muy alejado de aquella región. Antes
de emprender el viaje no había podido resistir el impulso de conocer al hijo del hombre que le
había profesado un odio tan injusto e irreconciliable, aunque a su pesar le reverenciase.
Fue el conmovedor tono de verdad con que habló la baronesa, lo que emocionó al conde,
cuanto más que lejos de mirar el desagradable semblante de la vieja, hallábase absorta su
mirada en la contemplación de la adorable, maravillosa y encantadora criatura que la
acompañaba.
Calló ésta y el conde pareció no darse cuenta: permanecía abstraído. La baronesa pidió que la
disculpase, pues al entrar sintióse desconcertada, y se le olvidó presentar a su hija Aurelia.
Sólo al oír esto recuperó el conde la palabra, y juró, enrojeciendo totalmente, lo que sumió en
la mayor confusión a la adorable joven, que le concediesen enderezar lo que su padre había
ejecutado por error, y les suplicó que, conducidas por su propia mano, entrasen en el palacio.
Para confirmar estas palabras tomó la mano de la baronesa, pero la respiración y el habla se le
cortaron, al tiempo que un frío enorme le recorría el cuerpo. Sintió que su mano era apresada
por unos dedos rígidos, helados como la muerte, y le pareció como si la enorme y huesuda
figura de la baronesa -que le contemplaba con ojos sin visión- estuviese envuelta en la
espantosa vestimenta de un cadáver.
-¡Oh, Dios mío, qué desgracia está sucediendo en este momento! -gritó Aurelia, y empezó a
gemir con una voz tan quejumbrosa, que su pobre madre fue presa de un ataque convulsivo,
de cuyo estado, como de costumbre, solía salir unos instantes después, sin necesidad de
valerse de ningún medio. Con gran trabajo se desprendió el conde de la baronesa, y como
tomase la mano de Aurelia y depositase en ella un ardiente beso, sintió que el dulce deleite del
amor y el fuego de la vida retornaban a invadir su ser.
Próximo a la edad madura, sintió el conde, por primera vez, todo el poder de la pasión, de tal
modo que le resultó muy difícil esconder sus sentimientos, y como Aurelia le manifestase su
agrado de manera ingenua, se encendió en él la esperanza. Apenas pasaron unos cuantos
minutos cuando la baronesa despertó de su desmayo, ignorante de lo que había sucedido, y
aseguró al conde que estimaba la invitación de permanecer algún tiempo en el palacio, y que
olvidaba para siempre todo el mal que su padre le había causado. Así fue como,
repentinamente, cambió el hogar del conde, hasta el punto que llegó a pensar que, por un
especial favor, el destino le había llevado hasta allí a la persona más ardientemente adorada de
todo el universo, para concederle la mayor felicidad de que puede gozar un ser humano.
La conducta de la baronesa fue idéntica, permaneció silenciosa, seria, incluso reservada, y
mostró siempre que había ocasión favorable, un dulce talante y hasta una inocente alegría en
el fondo de su corazón. El conde, que ya se había habituado al extraño semblante cadavérico y
a su figura fantasmal, atribuyó todo esto a su enfermedad, así como la tendencia a una intensa
exaltación, de la que daba muestras -según le había dicho su gente- durante los paseos
nocturnos que efectuaba por el parque, en dirección al cementerio.
El conde se avergonzó de que los prejuicios de su padre le hubiesen prevenido tanto contra
ella y trató de vencer el sentimiento que le sobrecogía, siguiendo los consejos de su buen tío
que le indicaba librarse de una relación que tarde o temprano le perjudicaría. Convencido del
intenso amor de Aurelia, pidió su mano y figuraos con qué alegría la baronesa aceptó,
viéndose transportada de la mayor indigencia al seno de la felicidad. La palidez y aquel
aspecto que denotaba un interior extremadamente desasosegado, fue desapareciendo del
semblante de Aurelia. La felicidad del amor resplandecía en su mirada y daba a sus mejillas
un tono rosado.
La mañana del día que se iba a celebrar la boda, un acontecimiento sobrecogedor vino a
contrariar los deseos del conde. Encontraron a la baronesa inerte en el parque, caída en el
suelo, con el rostro en tierra, no lejos del camposanto, y la transportaron al palacio,
precisamente cuando el conde se levantaba dominado por el sentimiento de su felicidad
inminente. Pensó que la baronesa había sido atacada por su acostumbrado mal; sin embargo,
fueron vanos todos los medios de que se sirvieron para volverla a la vida. Estaba muerta.
Aurelia no se entregó a los desahogos propios de un intenso dolor, y muda, sin derramar una
lágrima, parecía haberse quedado como paralizada después del golpe recibido. El conde, que
temía por su amada, con gran cuidado y suavidad se atrevió a recordarle su situación de
criatura sola, de modo que ahora más que nunca era necesario aceptar el destino y proceder
convenientemente acelerando la ceremonia de la boda que se había diferido a causa de la
muerte de la madre. A esto, Aurelia, echándose en los brazos del conde, gritó, al tiempo que
derramaba un torrente de lágrimas, con una voz que desgarraba el corazón: Sí, sí, por todos
los Santos, por mi bien, sí!. El conde pensó que este vehemente desahogo era debido a la
consideración bien amarga de que se encontrase sola, sin patria, y no supiese adonde ir, e
incluso a las consideraciones sociales que le impedían permanecer en el palacio.
El conde se ocupó de que una dama honorable le hiciese compañía hasta que el matrimonio se
celebró, sin que ningún suceso desgraciado interrumpiese la ceremonia, e Hipólito y Aurelia
alcanzaron la cumbre de su felicidad. Mientras todo esto sucedía, Aurelia se había mostrado
siempre en un estado de gran excitación. No era el dolor por la pérdida de su madre lo que la
desasosegaba, sino una sensación de miedo mortal que parecía atenazarla continuamente.
En mitad de los más dulces transportes amorosos, sentíase sobrecogida de terror, palidecía
como una muerta y abrazaba al conde, derramando lágrimas, como si quisiera asegurarse bien
de que un poder invisible y enemigo no la llevase a la perdición. Entonces gritaba: ¡No,
nunca, nunca!.
Una vez que se encontró casada pareció que el estado de excitación cesaba y que se veía libre
del miedo que la sobrecogía. Esto no impidió que el conde adivinase que algún secreto
fatídico se escondía en el seno de Aurelia, pero, ciertamente, le pareció inoportuno
preguntarle acerca de ello, en tanto que persistiese la excitación, y ella misma se mantuviese
callada. Hasta que un día se atrevió a insinuarle la pregunta de cuál era la causa de su
desasosiego. Entonces Aurelia afirmó que suponía un inmenso bien para ella desahogar por
entero su corazón en su amado esposo. No poco se sorprendió el conde cuando se enteró de
que únicamente la fatal conducta de la madre era el motivo del malestar de Aurelia. ¿Hay algo
más espantoso -gritó Aurelia- que odiar a la propia madre y tener que aborrecerla? De aquí se
deduce que tanto el padre como el tío no estaban dominados por falsos prejuicios y que la
baronesa había engañado al conde con una premeditada hipocresía.
Como un signo muy favorable, el conde consideró que la malvada madre se hubiese muerto el
mismo día que se iba a celebrar su boda, y no tenía ningún reparo en decirlo. Aurelia, en
cambio, dijo que precisamente desde el día de la muerte de su madre se sentía dominada por
los más lúgubres y sombríos presentimientos, que no podía evitar sentir un miedo espantoso a
que los muertos saliesen de sus tumbas y la arrancasen de los brazos de su amado para
llevarla al abismo.
Aurelia recordaba (según refería) los tiempos de su niñez, cómo una mañana, cuando acababa
de despertarse, oyó un tumulto espantoso en la casa. Las puertas se abrían y cerraban, se oían
voces extrañas. Cuando finalmente se hizo la calma, la doncella tomó a Aurelia de la mano y
la llevó a una gran estancia donde estaban muchos hombres reunidos, y en el centro de la
habitación sobre una gran mesa yacía un hombre que jugaba a menudo con Aurelia, que le
daba golosinas, y al que solía llamar papá. Extendió las manos hacia él y quiso besarle. Los
labios que en otro tiempo estaban cálidos ahora estaban helados, y Aurelia, sin saber por qué,
prorrumpió en sollozos. La doncella la condujo a una casa desconocida, donde estuvo durante
mucho tiempo, hasta que apareció una señora y se la llevó en un coche. Era su madre que la
trasladó a la Corte. Aurelia debía tener ya dieciséis años cuando apareció un hombre en casa
de la baronesa, al que ésta recibió con alegría, denotando la confianza e intimidad de un
amigo querido desde hace tiempo. Cada vez venía más a menudo, y cada vez era más evidente
que su casa se transformaba y ponía en mejores condiciones. En lugar de vivir como en una
cabaña y vestirse con pobres vestidos y alimentarse mal, ahora vivían en la parte más bella de
la ciudad, ostentaban lujosos vestidos y comían y bebían con el desconocido, que diariamente
se sentaba a la mesa y participaba en todas las diversiones públicas que se ofrecían en la
Corte. Únicamente Aurelia permanecía ajena a las mejoras de su madre, que, evidentemente,
se debían al extranjero. Se encerraba en su cuarto cuando la baronesa departía con el
desconocido y permanecía tan insensible como antes.
El desconocido, aunque era ya casi de cuarenta años, tenía un aspecto fresco y juvenil, poseía
una gran figura y su semblante podía considerarse varonil. No obstante, le resultaba
desagradable a Aurelia porque, a menudo, su conducta le parecía vulgar, torpe y plebeya.
Las miradas que empezó a dirigir a Aurelia le causaron inquietud y espanto, incluso un temor
que ella misma no sabía explicar. Hasta el momento, la baronesa no se había molestado en dar
alguna explicación a Aurelia acerca del desconocido. Ahora mencionó su nombre a Aurelia,
añadiendo que el barón era muy rico y un pariente lejano. Alabó su figura, sus rasgos, y
terminó preguntando a Aurelia que qué le parecía. Aurelia no ocultó el aborrecimiento que
sentía por el desconocido; la baronesa le lanzó una mirada que le produjo un terror indecible y
luego la regañó acusándola de ser necia. Poco después, la baronesa se conducía más
amablemente que nunca con Aurelia. Le regaló hermosos vestidos y ricos adornos que
estaban de moda, y la dejó participar en las diversiones públicas. El desconocido trataba de
ganarse el favor de Aurelia, de tal modo que se hacía todavía más odioso. Fue fatal para su
tierno espíritu que la casualidad le deparase ser testigo de todo esto, lo que motivó que
sintiese un odio tremendo hacia el desconocido y la corrompida madre. Como pocos días
después el desconocido, medio embriagado, la estrechase en sus brazos, de modo que no
dejase lugar a dudas de sus aviesas intenciones, la desesperación le dio fuerzas varoniles, de
forma que le propinó tal empujón al desconocido que lo tiró de espaldas, tuvo que huir y se
encerró en su cuarto.
La baronesa explicó a Aurelia fríamente y con firmeza que el desconocido mantenía la casa y
que no tenía el menor deseo de volver a la antigua indigencia, y que, por consiguiente, eran
vanos e inútiles los melindres. Aurelia debía ceder a los deseos del desconocido, que
amenazaba abandonarlas. En vez de compadecerse de las súplicas desgarradoras de Aurelia,
de sus ardientes lágrimas, la vieja comenzó a proferir amenazas y a burlarse de ella,
agregando que estas relaciones le proporcionarían el mayor placer de la vida, así como toda
clase de comodidades, y dio muestras de un desaforado aborrecimiento hacia los sentimientos
virtuosos, por lo que Aurelia quedó aterrada. Se vio perdida, de modo que la única salvación
posible le pareció una rápida huida.
Aurelia se había hecho con una llave de la casa, y envolviendo algunas cosas indispensables
para su fuga, se deslizó a medianoche, cuando vio a su madre profundamente dormida, hasta
el vestíbulo iluminado débilmente. Con sumo cuidado trataba de salir, cuando la puerta de la
casa chocó violentamente y retumbó a través de la escalera. En medio del vestíbulo, haciendo
frente a Aurelia, apareció la baronesa vestida con una bata sucia y vieja, con el pecho y los
brazos descubiertos, el pelo gris despeinado, moviéndose airada. Y detrás de ella el
desconocido, que gritaba y chillaba: ¡Espera, condenado Satanás, bruja endemoniada, que me
las vas a pagar!, y arrastrándola por los pelos, empezó a golpearla de un modo brutal en mitad
del cuerpo, envuelto como estaba en su gruesa bata.
La baronesa empezó a gritar. Aurelia, casi desvanecida, pidió auxilio, asomándose a la
ventana abierta. Dio la casualidad que precisamente pasaba por allí una patrulla de guardias,
que entraron al instante en la casa: ¡Cogedle! -gritaba la baronesa a los guardias,
retorciéndose de rabia y de dolor- ¡Cogedle y agarradle bien! ¡Miradle la espalda!
En cuanto la baronesa pronunció su nombre, el jefe de la patrulla exclamó jubilosamente: ¡Al
fin te cogimos, Urian!", y con esto le agarraron y le llevaron consigo, no obstante resistirse. A
pesar de todo lo sucedido, la baronesa se había percatado de las intenciones de Aurelia. De
momento se conformó con agarrarla violentamente del brazo, arrojarla al interior de su cuarto
y cerrarlo bien, sin decir palabra. A la mañana siguiente, la baronesa salió y regresó muy tarde
por la noche, mientras Aurelia permanecía en su cuarto encerrada como en una prisión, sin
ver ni oír a nadie, de modo que pasó el día sin que tomase comida ni bebida. Así
transcurrieron varios días. A menudo la miraba la baronesa con ojos encendidos de ira, y
parecía como si quisiera tomar una decisión, hasta que un día encontró una carta, cuyo
contenido pareció llenarla de alegría: Odiosa criatura -dijo la baronesa a Aurelia-, eres
culpable de todo, aunque te perdono, y lo único que deseo es que no te alcance la espantosa
maldición que este malvado ha descargado sobre ti. Luego de decir esto se mostró muy
amable, y Aurelia, ahora que ya aquel hombre se había alejado, no volvió a pensar más en la
huida, por lo que le fue concedida mayor libertad.
Pasado ya algún tiempo, un día que Aurelia estaba sentada sola en su cuarto, oyó un gran
tumulto en la calle. La doncella salió y volvió diciendo que era el hijo del verdugo que iba
detenido, después de ser marcado por robo y asesinato, y que al ser conducido a la cárcel se
había escapado de entre las manos de los guardianes. Aurelia vaciló, asomándose a la ventana,
dominada por temerosos presentimientos; no se había engañado, era el desconocido que,
rodeado de numerosos guardianes, iba subido en una carreta. Le conducían camino de la
ejecución de la condena y de la expiación de sus faltas. Casi estuvo a punto de desmayarse en
su sillón, cuando la espantosa y salvaje mirada del hombre se cruzó con la suya, al tiempo que
con gestos amenazadores levantaba el puño cerrado hacia su ventana.
Era costumbre de la baronesa estar siempre fuera de casa, aunque regresaba para hablar con
Aurelia y hacer consideraciones acerca de su destino y de las amenazas que se cernían sobre
ella, presagiando una vida muy triste. Por medio de la doncella que había entrado a su servicio
el día después del suceso de aquella noche, y a la que habían tenido al corriente de las
relaciones de la baronesa con aquel pícaro, se enteró Aurelia de que todos los de la casa
compadecían a la baronesa por haber sido engañada tan vilmente por un delincuente tan
despreciable.
Bien sabía Aurelia que la cosa era de otro modo, y le parecía imposible que los guardias que
poco antes habían detenido a este hombre en casa de la baronesa no supieran de sobra la
buena amistad de la baronesa con el hijo del verdugo, ya que al apresarle, la baronesa había
proferido su nombre y había hecho alusión a la marca de su espalda, que era la señal de su
crimen. De aquí que, incluso, la misma doncella a veces expresase con ambigüedad lo que se
decía por todas partes, y que insinuase que los jueces estaban haciendo averiguaciones, de
forma que hasta la honorable baronesa estuviese a punto de sufrir arresto, debido a las
extrañas declaraciones del malvado hijo del verdugo.
De nuevo se dio cuenta la pobre Aurelia de la situación tan lamentable en que se hallaba su
madre, y no comprendió cómo podría después de aquel horroroso acontecimiento permanecer
un instante más en la residencia. Finalmente, viose obligada a abandonar el lugar, donde se
sentía rodeada de un justificado desprecio, y a dirigirse a una región alejada de allí. El viaje la
condujo al palacio del conde, donde sucedió lo que ya hemos referido.
Aurelia se sintió extremadamente feliz, libre de las tremendas preocupaciones que tenía, pero
he aquí que quedó aterrada cuando al expresarle su madre el favor divino que le concedía este
sentimiento de bienaventuranza, ésta, echando llamas por los ojos, gritó con voz destemplada:
¡Tú eres la causa de mi desgracia, desventurada criatura, pero ya verás, toda tu soñada
felicidad será destruida por el espíritu vengador, cuando me sobrecoja la muerte. En medio de
las convulsiones que me costó tu nacimiento, la astucia de Satanás..., y aquí se detuvo
Aurelia, se apoyó en el pecho del conde y le suplicó que le permitiese callar lo que la
baronesa había proferido en su furor demencial. Hallábase destrozada, pues creía firmemente
que se cumplirían las amenazas de los malos espíritus que poseían a su madre.
El conde consoló a su esposa lo mejor que pudo. Hubo de confesarse a sí mismo, cuando
estuvo tranquilo, que el profundo aborrecimiento de la baronesa, aunque hubiese fallecido,
arrojaba una negra sombra sobre la vida, que le había parecido tan clara.
Poco tiempo después se notó un marcado cambio en Aurelia. Como la palidez mortal de su
semblante y la mirada extenuada denotase enfermedad, pareció como si Aurelia ocultase un
nuevo secreto en el interior de su ser, que se mostrase inquieto, inseguro y temeroso. Huía
incluso hasta de su marido, se encerraba en su cuarto, buscaba los lugares más apartados del
parque, y cuando se la veía, sus ojos llorosos y los consumidos rasgos de su semblante
denotaban que sufría una pena profunda. En vano el conde se esforzaba por conocer los
motivos del estado de su esposa. Del enorme desconsuelo en el que finalmente se sumió, la
sacó un famoso médico, al insinuar que la gran irritabilidad de la condesa, a juzgar por los
síntomas, posiblemente denotaba un cambio de estado, que haría la dicha del matrimonio.
Este mismo médico se permitió, como se sentase a la mesa del conde y de la condesa, toda
clase de alusiones al supuesto estado en que se hallaba la condesa.
La condesa parecía indiferente a todo lo que escuchaba, aunque de pronto prestó gran
atención, cuando el médico comenzó a hablar de los caprichos tan raros que a veces tenían las
mujeres que estaban en estado, y a los que se entregaban sin tener en consideración la salud y
la conveniencia del niño.
La condesa abrumó al médico con preguntas, y éste no se cansó de responder a todas ellas,
refiriendo casos asombrosamente curiosos y divertidos de su propia experiencia: También
-repuso- hay ejemplos de caprichos anormales, que llevan a las mujeres a realizar hechos
espantosos. Así la mujer de un herrero sintió tal deseo de la carne de su marido, que no paró
hasta que un día que éste llegó embriagado, se abalanzó sobre él con un cuchillo grande y le
acuchilló de manera tan cruel que pocas horas después entregaba el espíritu.
Apenas hubo pronunciado el médico estas palabras, la condesa se desmayaba en la silla donde
estaba sentada, y con gran trabajo pudo ser salvada de los ataques de nervios que sufrió a
continuación. El médico se percató de que había sido muy imprudente al mencionar en
presencia de una mujer tan débil y nerviosa aquel terrible suceso.
Sin embargo, pareció que aquella crisis había ejercido un influjo bienhechor en el ánimo de la
condesa, pues se tranquilizó, aunque como de nuevo volviese a enmudecer y a convertirse en
una extraña criatura solitaria, con un fuego intenso que brotaba de sus ojos, adquiriendo la
palidez mortal de antes, el conde nuevamente volvió a sentir pena e inquietud acerca del
estado de su esposa. Lo más raro de él, era que la condesa no tomaba ningún alimento, y
sobre todo que demostraba tal asco a la comida, especialmente a la carne, que más de una vez
se alejó de la mesa dando las más vivas muestras de aborrecimiento. El médico se sintió
incapaz de curarla, pues ni las más fuertes y cariñosas súplicas del conde, ni nada en el mundo
podía hacer que la condesa tomase ninguna medicina.
Como transcurriesen semanas y meses sin que la condesa probase bocado, y pareciese que un
insondable secreto consumía su vida, el médico supuso que había algo raro, más allá de los
límites de la ciencia humana. Abandonó el palacio con un pretexto cualquiera, y el conde
pudo darse cuenta de que la enfermedad de la condesa parecía muy sospechosa al acreditado
médico, y denotaba que la enfermedad estaba muy arraigada, sin que hubiese medio de
curarla. Hay que suponerse en qué estado de ánimo quedó el conde, no satisfecho con esta
explicación.
Justamente por esta época un viejo y fiel servidor tuvo ocasión de descubrir al conde que la
condesa abandonaba el palacio todas las noches y regresaba al romper el alba. El conde se
quedó helado. Ahora es cuando se dio cuenta de que desde hacía bastante tiempo, a eso de la
medianoche, le sobrecogía un sueño muy pesado, que atribuía a algún narcótico que la
condesa le administraba para poder abandonar sin ser vista el dormitorio que compartía con
él.
Los más negros presentimientos sobrecogieron su alma; pensó en la diabólica madre, cuyo
espíritu quizá revivía ahora en la hija, en alguna relación ilícita y adulterina, y hasta en el
malvado hijo del verdugo. A la noche siguiente iba a desvelársele el espantoso secreto, único
motivo del estado misterioso en que se hallaba su esposa.
La condesa acostumbraba ella misma a preparar el té que tomaba el conde y luego se alejaba.
Aquel día decidió el conde no probar una gota, y como leyese en la cama, según tenía por
costumbre, no sintió el sueño que le sobrecogía a medianoche como otras veces. No obstante
se acostó sobre los cojines, e hizo como si durmiese. Suavemente, con gran cuidado,
abandonó la condesa el lecho, se aproximó a la cama del conde e iluminó su rostro,
deslizándose de la alcoba sin hacer ruido.
El corazón le latía al conde violentamente, se levantó, echóse un manto y siguió a su esposa.
Era una noche de luna clara, de modo que, no obstante lo veloz de su paso, se podía ver
perfectamente a la condesa Aurelia, envuelta su figura en una túnica blanca. La condesa se
dirigió a través del parque hacia el cementerio y desapareció tras el muro.
Rápidamente, corrió el conde tras ella, atravesó la puerta del muro del cementerio, que halló
abierta. Al resplandor clarísimo de la luna vio un círculo de espantosas figuras fantasmales.
Viejas mujeres semidesnudas, con el cabello desmelenado, hallábanse arrodilladas en el suelo,
y se inclinaban sobre el cadáver de un hombre, que devoraban con voracidad de lobo.
¡Aurelia hallábase entre ellas! Impelido por un horror salvaje, el conde salió corriendo
irreflexivamente, como preso de un espanto mortal, por el pavor del infierno, y cruzó los
senderos del parque, hasta que, bañado en sudor, al amanecer encontróse ante la puerta del
palacio. Instintivamente, sin meditar lo que hacía, subió corriendo las escaleras, y atravesó las
habitaciones hasta llegar a la alcoba. La condesa yacía, al parecer entregada a un dulce y
tranquilo sueño. El conde trató de convencerse de que sólo había sido una pesadilla o una
visión engañosa que le había angustiado, ya que era sabedor del paseo nocturno, del cual daba
trazas su manto, mojado por el rocío de la mañana.
Sin esperar a que la condesa despertase, se vistió y montó en su caballo. La carrera que dio a
lo largo de aquella hermosa mañana a través de los arbustos aromáticos, de los que parecía
saludarle el alegre canto de los pájaros que despertaban al día, disipó las terribles imágenes
nocturnas; consolado y sereno regresó al palacio.
Como ambos, el conde y la condesa, se sentasen solos a la mesa, y como de costumbre ésta
tratase de salir de la estancia a la vista de la carne guisada, dando muestras del mayor asco, se
le hizo evidente al conde, en toda su crudeza, la verdad de lo que había contemplado la noche
anterior. Poseído del mayor furor se levantó de un salto y gritó con voz terrible: ¡Maldito
aborto del infierno, ya sé por qué aborreces el alimento de los hombres, te cebas en las
tumbas, mujer diabólica!.
Apenas había proferido estas palabras, la condesa, dando alaridos, se abalanzó sobre él con la
furia de una hiena y le mordió en el pecho. El conde dio un empujón a la rabiosa mujer y la
tiró al suelo, donde entregó su espíritu en medio de las convulsiones más espantosas. El conde
enloqueció.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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