sábado, 20 de octubre de 2018

Muerte en Venecia: el arte, el deseo y la muerte. De Thomas Mann a Visconti


Muerte en Venecia: el arte, el deseo y la muerte. De Thomas Mann a Visconti

Pedro García Cueto - 11-09-2014
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La literatura de Thomas Mann está hecha con los mimbres de un lenguaje esmerado, que se adentra en la profundidad de lo racional, que descubre, en su íntimo vagar por la lógica, los meandros de la cultura humana.

Thomas Mann nació en Lübeck en 1875 y murió en Zúrich en 1955, recibió el premio Nobel en 1929 y es autor de una densa obra narrativa donde germina el impulso del lenguaje en pos de la razón, como contrapartida a la pasión que anida en el ser humano. Un debate y una lucha agonística que se colma en títulos tan afamados como La muerte en Venecia, donde su protagonista, Aschenbach, persigue la belleza sin poder olvidar que lo racional ha sido su verdadero ejercicio durante años. Un esfuerzo para crear, siempre desde el impulso lógico, desterrando lo pasional, que aparece como un fulgor al conocer a Tadzio, un joven polaco en el Hotel des Bains, en Venecia.

Aschenbach, escritor en la novela, compositor en la película de Luchino Visconti, desarrolla su sentido enervante del placer, en una lucha contra la contención que lo obliga a guardar su deseo, no desvelar el hombre sensible y emotivo que hay dentro de él.

La narrativa de Mann se centra en los personajes lúcidos, intelectuales, que buscan el argumento, lo lógico, el discurso. Un caso muy claro es el Settembrini de La montaña mágica, novela cincelada como un fresco sobre la vida a principios del siglo XX, donde se exploran las contradicciones sociales y espirituales de una época. La erudición de un personaje como Settembrini ya nos habla de ese deseo del discurso, del argumento razonado sobre la vida, como ejemplo, nos sirve el diálogo con Joachim y con Hans Castorp, el protagonista que llega al sanatorio para curarse de una enfermedad imaginaria. El debate sobre la música pone en evidencia la alta cultura de Settembrini:
¡Bravo! –exclamó Settembrini– ¡Bravo, teniente! Ha defendido a la perfección un aspecto incontestablemente moral de la música, a saber: que estructura el tiempo a través de un sistema de proporciones de una particular fuerza y así le da vida, alma y valor. La música saca al tiempo de la inercia, nos saca a nosotros de la inercia para que disfrutemos al máximo del tiempo. La música despierta… y en este sentido es moral (página 165).

Pero no olvidemos que en Doktor Faustus vuelve el tema de la música, el debate sobre la cultura, la importancia de lo racional, como si la novela fuese un ensayo, un tratado sobre las disquisiciones filosóficas que fundamentan nuestras vidas:

“–¿Estás seguro de lo que dices?” –preguntó Adrián–. Además, la canción que tú cantas es política. En arte, lo subjetivo y lo objetivo se entrelazan hasta el punto de no ser posible distinguir lo uno de lo otro. Lo subjetivo surge de lo objetivo, adquiere su carácter y viceversa”.

Estas reflexiones entran en el campo filosófico, nos envuelven en un racionalismo que sustenta la novela, porque Mann crea un discurso que se va fragmentando en múltiples variantes, en personajes que se construyen teóricamente, ajenos a la realidad, lejos de sus placeres y sus cotidianeidades.

La novela discurre sobre el sentido de la música, como La montaña mágica lo hace acerca de la sociedad de principios del siglo XX: un mundo abocado a la guerra, a la falta de valores, a la desintegración del ser humano, en pos de una realidad que expone la violencia y la emergencia de totalitarismos como respuesta a la posible libertad del individuo, cada vez más cosificado, como nos mostró magníficamente Franz Kafka en La metamorfosis.


La sensualidad irracionalista de D. H. Lawrence

David Herbert Lawrence nació en Nottingham en 1885 y murió en Vence, Francia, en 1930. Nació en una familia de mineros. Su padre, trabajador de la mina, su madre, maestra de escuela. Una combinación que fraguó un hombre controvertido, donde la incultura y la cultura siempre estuvieron en pugna, donde la naturaleza y el refinamiento buscaban su lugar. Lawrence empieza a escribir en 1911 con El pavo real blanco, al que siguieron libros tan reconocidos como Son and Lovers (Hijos y amantes, 1912), The rainbow (El arcoíris, 1915-16), Women in love (Mujeresenamoradas, 1920), Canguro (1923), La serpiente emplumada(1926), interesante historia sobre la cultura mexicana en claro contraste con el universo británico a la que da vida la protagonista de la historia; y El amante de Lady Chatterley (1928), donde la historia de deseo y sensualidad entre una mujer noble y un jardinero vuelve a tocar un tema clave en la obra de Lawrence, la oposición cultura-barbarie. Porque, en el fondo, el escritor vivió siempre la enorme contradicción de un mundo modelado por el analfabetismo de su lugar natal y los impulsos de su madre de dotar a su hijo de un rico caudal de conocimientos para huir de ese parasitismo de la sociedad en la que vivían.

Por ello, Lawrence refleja en sus novelas posiciones encontradas, siguiendo una temática en la que el irracionalismo de la sociedad encuentra su opuesto en figuras tan irónicas y sabias como Rupert Birkin en Mujeres enamoradas, por poner un ejemplo.

El escritor británico entiende el contacto de la Naturaleza como una ruptura latente con el mundo burgués. El deseo no debe esconderse, forma parte de nuestra condición humana, muy lejos del recato al que somete Thomas Mann a sus personajes, envueltos en un mundo teórico que les impide encontrar una válvula de escape a sus obsesiones intelectuales.

Birkin, uno de los personajes más interesantes de Mujeres enamoradas, conoce el desencanto de la vida, pero goza con la Naturaleza. Incapaz de amar a la mujer, vive con plenitud la sensualidad de la tierra, germinadora y fértil que le invita a hacer el amor, en el paroxismo de la bella literatura, provocadora también, de Lawrence:

“Yacer y revolcarse entre los pegajosos y frescos jacintos jóvenes, yacer boca abajo y cubierta la espalda con puñados de hierba fresca y fina, suave como el aliento, suave y más delicada y más hermosa que el contacto con cualquier mujer, y luego pincharse un muslo contra vivas y oscuras puntas de las ramas de los pinos, y después sentir el latigazo de las ramas de los avellanos sobre los hombros, el latigazo picante, y luego oprimir el plateado tronco del abedul contra el pecho, con su suavidad, su dureza, sus vitales nudos y surcos” (página 137).

El deseo de amar a la tierra, de fundirse con ella, es una obsesión en la novelística de Lawrence, porque él siente que la Naturaleza, su sabor, su olor, se impregnan en su piel.

Incluso Lawrence no oculta el contacto de dos cuerpos en una lucha que simboliza el paganismo, la ausencia de sacralización del mundo, el placer porque sí, exento de la culpa que ha generado el catolicismo. Pero el deseo de Úrsula por Birkin es una necesidad que se cimenta en la búsqueda de la intelectualidad como consecución superior al placer, como verdadera invitación al amor con mayúsculas, lejos del animal que llevamos dentro:

“Úrsula lo contemplaba igual que si lo hiciera furtivamente, sin darse realmente cuenta de lo que veía. Aquel hombre estaba dotado de gran atractivo físico, había en él una fuerza oculta, que se manifestaba a través de su delgadez y su palidez, como otra voz que comunicara otro conocimiento de él” (página 52).

En la película de Ken Russell Women in love (1969) podemos sentir la fisicidad de los cuerpos, el deseo de Rupert (Alan Bates) por sí mismo, mientras Úrsula (Jannie Linden) lo anhela en silencio, en el extraño mundo de personajes que se van desdibujando, hasta que el deseo de los dos hombres, Gerald (Oliver Reed) y Rupert (Bates), encuentre su mejor espacio en el pugilato cuerpo a cuerpo, donde la homosexualidad latente sale a la luz.

La idea de la sensualidad está presente en la novela, tanto es así que los diálogos se nutren de la savia de Rupert y de la lujuria de Úrsula, esperando, a través de las palabras, una invitación de su hombre al sexo. Pero Rupert siempre esquiva el placer a través de la intelectualidad, con la fina ironía de un hombre desapegado del mundo. Úrsula se pregunta: “¿No crees que todos nosotros somos ya suficientemente sensuales, sin necesidad de adquirir más sensualidad?”. A lo que Birkin responde: “No, no lo somos. Vivimos excesivamente poseídos de nosotros mismos” (página 53).

Sin duda, la película no logra transmitir la fuerza de la novela, su sensualidad, pero todo ello aparece regado por la fuerza de unas interpretaciones que sí nos impactan y dejan un buen recuerdo para los amantes del escritor inglés.

En La serpiente emplumada continúa Lawrence indagando en esa capacidad para confrontar el deseo y la cultura, como si el ser humano, contrariamente a lo que expuso Mann en sus novelas, tuviese que enfrentarse al placer, dejarlo ir, para liberar la tensión intelectual que merma nuestras vidas, como un jeroglífico del que no podemos escapar nunca. El personaje de Kate, racional y culta, se enfrenta en su estancia en México a la fuerza telúrica de la tierra, al poderoso imán de la Naturaleza que, al igual que el Birkin de Mujeres enamoradas, somete al hombre a un influjo devastador:

“Y estos hombres incapaces de dominar los elementos, estos hombres sometidos a las fuerzas del sol, de la electricidad, de las erupciones volcánicas, solían estar sujetos a rencores ardientes y al odio diabólico de la vida misma. No hay placer sensual que iguale a la voluptuosidad que se experimenta al clavar un cuchillo y ver correr la sangre” (página 177).

Si Irlanda, de donde procede Kate, tiene flores blancas del espino, México lleva en su vientre el sol implacable, un país de oscuridad, de relámpagos, de lluvia torrencial.

La adaptación al cine se pensó, pero era difícil transmitir la fuerza del imaginario sensual de Lawrence, lo que dejó atrás a varios directores la adaptación de esta singular novela.


Del racionalismo al irracionalismo

Lo importante es el peso que queda en nuestra lectura, como diálogo a solas con los escritores que amamos y tanto Mann como Lawrence, por muy alejados que nos parezcan el uno del otro, tienen una característica común, ambos dotan de vida a sus personajes y les exponen al gran combate entre la cultura y el deseo, la vida, al fin y al cabo.

Si el escritor alemán lo desarrolla de una forma tímida, como en La muerte en Venecia, cuando Gustav von Aschenbach persigue al joven Tadzio por las calles infestadas de Venecia, sabiendo que su mundo cultural se derrumba ante la mirada del joven, penetrante y profunda, que destila la belleza de la vida; en el escritor británico los personajes se dejan llevar por ese impulso, como Rupert arrastrando su cuerpo desnudo por la tierra, en una íntima cópula con el mundo, incapaz de entregarse a una mujer y viviendo la soledad inmensa de su placer contenido ante la hembra, exultante ante la tierra. Pero el escritor siempre enfrenta dos mundos, lo que constituye su afán narrativo en un esfuerzo irracional de jugar con la vida, desvelando sus aristas a través de la sensualidad.


El clasicismo de Mann y de Visconti: de la novela al cine

He escogido La muerte en Venecia de entre las muchas adaptaciones de grandes novelas que se han llevado al cine, una obra magnífica por su extrema delicadeza y su gran sensibilidad para afrontar un gran tema de nuestras vidas: la fascinación por la belleza.

Quiero ahondar en las razones que justifican una adaptación cinematográfica que no desmerece, en absoluto, de la novela en la que se basa. Las impactantes imágenes de la película, la fascinación que despierta una Venecia decadente, pero hermosa, son suficiente motivo para alabarla.

Pero hay mucho más: el gusto por el detalle, por la minuciosidad, por el deseo de penetrar en el espíritu refinado del compositor Gustav von Aschenbach (escritor en la novela de Mann), en la búsqueda de los grandes temas que dan sentido a nuestro existir: el amor, la juventud, el paso del tiempo, la inteligencia y, naturalmente, la muerte, vista aquí como un presagio que va impregnando la mirada del protagonista, su voz, sus ojos, todos sus gestos.

En la película tenemos un extraño presentimiento, como si fuese el último viaje del músico alemán, como si en esta aventura insólita jugase la última partida con la muerte, como nos mostró Bergman en El séptimo sello.

Y no hay que olvidar la magnífica música de Gustav Mahler, la fotografía magistral de Pasquale de Santis, y la brillante interpretación de Dirk Bogarde, un actor elegante y sensible que nos conmueve en cada plano, como si no existiese otro posible Aschenbach que el que nos ofrece el actor británico ya fallecido (protagonista de películas tan inolvidables como El sirviente y Darling, de Joseph Losey; La caída de los dioses, también de Visconti; Providence, de Alain Resnais; Portero de noche, de Liliana Cavani, o Desesperación, de Rainer Werner Fassbinder, entre otras muchas).

Todo ello convierte a Muerte en Venecia en un acontecimiento único, una película necesaria para los amantes del cine, un monumento a la sensibilidad que el ser humano puede llegar a tener, una muestra de la experiencia de Luchino Visconti, al adaptar con tanto respeto (pese a las diferencias que comentaré entre novela y película) la gran obra de Thomas Mann.


Semejanzas y diferencias

Pero no sería justo introducirnos en el estudio de la película sin antes conocer a fondo la novela en la que se basa, sin tener una noticia previa de las cualidades del escritor que la creó.

Y, por ello, quiero citar a un gran conocedor de Thomas Mann, un hombre que admiró su obra y a su persona y que supo muy bien cuál era el grado de talento del escritor alemán. Me refiero a Theodor W. Adorno, quien nos dejó en sus Notas sobre literatura, perteneciente a su Obra Completa, tomo número once, lo siguiente: “Habiendo conocido a Thomas Mann en su trabajo, puedo atestiguar que entre él y su obra nunca surgió el más ligero impulso narcisista. Con nadie había podido ser el trabajo más sencillo, más libre de toda complicación y conflicto; no era menester precaución alguna, ninguna táctica, ningún rigor de tanteo” (Theodor W. Adorno, ‘Para un retrato de Thomas Mann’, perteneciente a Notas sobre literatura, tomo once, Editorial Akal, 2003, página 328).

Como nos dice Adorno, Mann tenía un gran interés por ser afable, por no mostrar superioridad, y esos rasgos del espíritu sólo pueden ser fruto de su alto rigor intelectual, donde sí se daba por entero, para entender el mundo que lo rodeaba. Hay que recordar que La muerte en Venecia es una novela que Mann escribió en 1912, antes de La montaña mágica (1924) o Doktor Faustus (1947). Sólo es anterior, dentro de sus grandes obras, a la novela que comentamos, Los Buddenbrook, escrita en 1901.

La muerte en Venecia es una novelita si la comparamos con los libros citados, pero su repercusión fue realmente muy importante y suscitó el interés de muchas generaciones.

Quiero citar la opinión de un hombre de gran sensibilidad, un poeta y prosista alcoyano que ha pasado a la posteridad por su obra reflexiva, meticulosa y llena de refinamiento. Me refiero a Juan Gil-Albert, quien en su estudio Viscontiniana, dedicado a Luchino Visconti, dejó claro algo que me parece importante referir. El escritor de Alcoy hace mención de la poca impresión que le causó la novela de Mann, pero si bien no fue consciente de su influjo, sí existió un verdadero poso que quedó en él, como si algo intangible e inefable le fuera transmitido: “Lo que sí puedo decir es que La muerte en  Venecia no constituyó, nunca, una  predilección mía; fue un libro que debió de interesarme pero sin que me diera cuenta de que se hubiera instalado, como sucede en algunas de nuestras influencias operantes, en uno de esos desvanes sin articular donde siguen vertiéndonos su enseñanza tantas aportaciones disimuladas” (Juan Gil-Albert, ‘Viscontiniana’, perteneciente a Los días están contados, Tusquets, Tiempo de Memoria, 2004, página 278).

Si para Gil-Albert el libro no era su predilecto, sí existía algo más allá de lo comprensible que fue creciendo en su interior, dejando una huella profunda en su espíritu. Lo que predomina en Viscontinianaes su amor y admiración por Luchino Visconti, al que considera un director que hace arte, un concepto que el autor sitúa más allá del cine, con el que siempre sostuvo pasiones y odios, considerando al séptimo arte un espectáculo carente, en muchos casos, de interés.

Es curioso que la novela no ofrezca un dato concreto del año en que se sitúa la historia. Como si el autor no quisiera desvelar algo nimio frente a la grandeza de un relato que está más allá de consideraciones temporales. Sólo señala dos cifras: 19, como si su intención fuese hablar de nuestro tiempo, pero no fechar la historia explícitamente. Estos dos números nos sitúan en un siglo envolvente, dramático, de grandes cambios, de acontecimientos que Mann no podía adivinar cuando escribió la novela.

Sí da, sin embargo, un dato de la estación del año: “Era a principios de mayo y tras unas semanas húmedas y frías, había caído sobre la ciudad un bochorno de falso estío” (Thomas Mann, La muerte en Venecia, Destinolibro, primera edición 1979, páginas 7-8).

Este escenario donde transcurre el principio de la historia en la novela, no tiene nada que ver con el de la película. Luchino Visconti comienza cuando ya el texto lleva bastantes páginas y omite toda la narración que Mann hace del protagonista discurriendo y reflexionando por la ciudad alemana donde vive, Múnich.

No será hasta el capítulo tercero cuando Visconti decida empezar su versión. Sí aparece, sin embargo, en el primero una mención del viaje, pero no sabemos qué intenciones tiene el protagonista –que según Mann debía ser escritor– respecto a su futuro inmediato y sólo se limita a una reflexión intelectual sobre el acto de viajar: “Desde que disponía de los medios necesarios para disfrutar de las ventajas del turismo mundial, consideraba los viajes como una especie de medida higiénica que era preciso emplear de vez en cuando aun contra su propensión natural” (página 13).

Las razones que podrían explicar la decisión de Visconti de no adentrarse en la novela desde el principio se pueden conocer gracias al excelente estudio que Jaume Radigales dedicó a Luchino Visconti y a La muerte en Venecia en la editorial Paidós.

Según el crítico, Visconti pensaba comenzar el rodaje situando al protagonista en Múnich, como en la novela. Llegaron, incluso, a filmarse algunas secuencias en la ciudad alemana, pero el italiano desechó la idea. Para él, las razones que da Aschenbach en la novela no son suficientemente buenas para el espíritu del relato. Visconti quiere que el protagonista inicie su último viaje y no por mera arbitrariedad, simple deseo higiénico de cambiar de aires. En la novela de Mann, el escritor no siente el cansancio y el agotamiento de la vida. Visconti no cree en ese comienzo para su película, sino en uno mucho más conmovedor y fascinante, la imagen del compositor, en este caso, llegando en barco a Venecia, nebulosa y gris. Esta imagen es mucho más impactante y misteriosa que la que nos planteó Mann.

La secuencia inicial, donde un plano nos muestra al Esmeralda, el barco de vapor donde viaja Aschenbach, es emocionante. Refleja la escena el inicio del día. Es magnífico el plano general de la cubierta donde se ve al compositor y, a continuación, un plano medio, donde se le puede contemplar cansado y meditabundo. Parece que ha llovido durante la noche ya que podemos ver un paraguas que descansa al lado de la tumbona donde está sentado.

Si nos acercamos a la novela, merecen destacarse las palabras donde se describe la llegada de Aschenbach. Mann cuenta con finura, con extrema delicadeza, ese momento. Va introduciendo el ambiente fantasmagórico que captaría Visconti en su película: “El cielo era gris; el viento húmedo. El puerto y las islas habían quedado atrás y pronto se perdió en el horizonte, cubriéndose de vaho toda la tierra firme” (página 39). Menciona, incluso, la aparición de la lluvia, para enfatizar la atmósfera gris que desvela su llegada, como si fuese una metáfora de la melancolía que inunda la ciudad y a su protagonista: “Y una hora después, era preciso tender un toldo, pues empezaba a llover” (página 39).

Es curioso que Aschenbach espere una Venecia en la que brille el día, una ciudad esplendorosa, pero en la novela Mann ya nos ofrece una sensación que va agravándose durante la historia; una pesada imagen donde la bruma y las sombras se vierten a nuestro alrededor: “Sin embargo, el cielo y el mar seguían ofreciendo un color plomo, de vez en cuando, caía una fina llovizna y Aschenbach se resignó a alcanzar por mar una Venecia distinta de la que siempre había encontrado, al acercarse a ella por tierra firme” (página 40).

La llegada a Venecia por mar tiene un sentido muy importante para Mann y para Visconti. Si el protagonista hubiese llegado en tren no hubiese sido posible mostrar el escenario de la ciudad, el arte que reflejan sus grandes construcciones. En un espíritu cultivado como el de Mann el arte fue esencial, al igual que reflejó Visconti a lo largo de su vida y en muchas de sus grandes películas, como, por ejemplo, en El gatopardo o Senso (cuya trama se desenvuelve en Venecia). Por todo ello, el protagonista entra en esa ciudad fantasma por la puerta grande, por la majestuosidad de un mundo que pervive a lo largo de los siglos.

Todo ese mundo refleja también la inmortalidad, lo que permanece, frente a Aschenbach, ser humano que ha de morir y cuyo viaje, sobre todo en la película, tiene un sentido claro de despedida. Por tanto, el gran cineasta refleja en un plano medio el rostro de Dirk Bogarde, para señalar que está entrando en su última morada, la definitiva, donde vivirá su última y más importante experiencia vital.

Visconti expresa la tristeza del protagonista al volver al primer plano del rostro del compositor. Vemos la soledad que rodea su mirada y el frío que siente, cuando se sube la bufanda y cierra los ojos (Bogarde nos transmite una tristeza infinita). Toda esa pena, esta pesadumbre, no está presente en la novela, es la visión que Visconti nos ofrece de un hombre abatido, cansado, derrotado.

En el texto sí encontramos a un personaje que se adentra ya en el absurdo, con el episodio del viejo del barco. Pero, en mi opinión, no hallamos tanta pesadumbre y sí a un hombre reflexivo, inteligente, algo frío, que va a adentrarse en un mundo que lo ha de absorber definitivamente. Su racionalidad, su sentido de lo correcto, van a sufrir un cambio radical al volver a la ciudad amada.

El anciano que contempla Aschenbach demuestra la falsa vejez, el espectáculo de un hombre ridículo, la pantomima absoluta de un ser grotesco. Mann ofrece una descripción magnífica de su encuentro con el viejo, donde se refleja muy bien la inquietud que el escritor manifiesta ante la falsa juventud: “Se trataba en realidad de un viejo, no cabía duda; las arrugas enmarcaban sus ojos y sus labios. El color mate carmesí de sus mejillas era artificial, el pelo castaño bajo el sombrero con cinta coloreada era de peluca, su cuello flaco y tendinoso, su diminuto bigote y la perilla en el mentón estaban teñidos, su dentadura completa y amarillenta que enseñaba al reír, era un substitutivo barato, y sus manos (en cuyos índices llevaba sendos sellos) eran los de un anciano” (página 37).

Este hombre mayor que, como nos cuenta Mann, se divierte con un grupo de jóvenes, como si perteneciese a su mundo, pese a su decrépito aspecto. Resultará cada vez más grotesco, ya que, debido a la embriaguez. Visconti recrea magníficamente estas imágenes del libro (llamo imágenes porque al leerlas nos revelan absolutamente la figura del anciano) y lo hace mostrando una obsesión del director italiano: el viejo dandy homosexual que, si bien conserva el aspecto de un hombre elegante por su vestimenta, nos recuerda con nitidez a los personajes grotescos de las películas de Federico Fellini o de Pier Paolo Pasolini.

Al dirigirse a Aschenbach y decirle que dé recuerdos a su lindo amorcito, Thomas Mann ya nos introduce en el mundo de las máscaras. Venecia, ciudad famosa por el carnaval, es presentada como un escenario de opereta en que lo viejo quiere ser nuevo, como el anciano que, vanamente, quiere representar a un hombre joven.

La ciudad es ya un escenario, un lugar donde el protagonista va a representar un papel, el más trágico de su vida, su acercamiento a la belleza y, tras ello, su derrumbe físico y moral en una Venecia enferma por los aires letales que la rodean.

Para Mann todo es importante: la visión del barco, el espectáculo de los jóvenes con el viejo y, seguidamente, la góndola donde va a viajar el novelista. La comparación de ésta con un ataúd nos sobrecoge y nos revela el tema de la muerte que subyace desde el principio de la obra en la mente de su autor.

Ya aparece en la novela el siroco al acomodarse el protagonista en la góndola. Aschenbach viaja plácidamente, en el mullido asiento, cansado pero feliz. Tanto es así que Mann dice en boca de su protagonista: “El trayecto es corto, se decía. ¡Ojalá durara eternamente!” (página 45).

La figura del gondolero va a ser muy significativa tanto en la novela como en la película. Es símbolo de Caronte que lleva a los muertos a través de la laguna Estigia al otro lado, a donde ya nadie puede volver. Sostengo que para Mann y para Visconti el gondolero representa este ser que conduce a Aschenbach al último destino.

El gondolero no obedece al protagonista, lo que le enfada. Éste quiere tomar el vaporetto desde San Marcos, pero el barquero le dice que el vaporetto no acepta equipaje. Aschenbach oye al gondolero hablar solo, musitar palabras que no logra entender. No es casualidad que Mann no le dé la fisonomía de un italiano, ya que se trata de un hombre sin nacionalidad, emblema de ese ser que ha de llevar al muerto hacia el otro lado.

Vemos en la novela una aceptación del destino, una sumisión de Aschenbach a la suerte que le está reservada. Viendo que el gondolero no le hace caso, el escritor se deja llevar, acepta su suerte, recostado en ese sillón en el que se va adormeciendo: “Su asiento, aquel sillón bajo, acolchado de negro, mecido tan suavemente por los golpes de remo del voluntarioso gondolero a sus espaldas, parecía despedir una indolencia embrujadora” (página 48).

Aschenbach llega a pensar en el hecho de hallarse ante un criminal, pero ¿qué puede hacer ya?

En la película podemos ver en un plano picado, y de espaldas, al protagonista, como si reflejase en esa postura su sumisión, su inferioridad, como si Visconti fuese perfilando a un personaje que va a sentirse embaucado por la atmósfera fantasmagórica de la ciudad amada.

Al llegar al Lido, Aschenbach desembarca y busca cambio para pagar al gondolero, pero éste ha desaparecido, ya que carecía de licencia. El escritor (en la novela de Mann) y el compositor (en la película) da la propina a un viejo marinero que se halla en el muelle esperándole.

En el texto se trata de un viejo con un garfio, que, como dice Mann: “no podía faltar en ningún embarcadero de Venecia” (página 50). Tras la llegada del protagonista podemos ver el Hotel des Bains. Mann describe al director del complejo como un “hombrecito silencioso y aduladoramente cortés con bigote negro y levita de corte francés” (página 51).

Lo que en la novela aparece narrado de esta forma tan concisa en la película requiere mucho más detalle. Para Visconti era importante crear una atmósfera, retratar un mundo burgués que habita en el hotel donde va a descansar Aschenbach. Por todo ello el director italiano muestra una galería de personajes que no se hallan muy lejos del espíritu que transmitió Mann en La montaña mágicacuando Hans Castorp llega al sanatorio. Oímos el murmullo de las conversaciones de los clientes, de un viejo ascensor salen niños y una dama, a quien el director (Romolo Valli en el filme) hace una teatral reverencia. Este le comenta a Aschenbach que se trata de la condesa Von Essenbeck, un claro guiño de Visconti al personaje de Ingrid Thulin en La caída de los dioses, inspirada también en la novela de Mann Los Buddenbrook. Como podemos deducir, Visconti ama la literatura de Mann, encuentra en ella un recipiente de sabiduría y plasma en La muerte en Venecia, a través de los detalles y de la minuciosidad de la cámara, el mundo que se escapa, que está en plena decadencia y que de forma magistral creó el escritor alemán en sus novelas.

Merece la pena citar lo que dijo Adorno sobre Mann respecto a la idea de decadencia que siempre estuvo presente en sus obras, según algunos críticos: “Lo que se reprocha a Thomas Mann como decadencia era lo contrario de ésta, la fuerza de la naturaleza para ser consciente de sí misma como algo frágil. Pero no a otra cosa se llama humanidad” (Theodor W. Adorno, Notas sobre literatura, Akal, 2003, página 331).

Para el crítico y famoso sociólogo, Mann retrata el deseo del hombre de luchar por aquello que cree suyo, por buscar una raíz en su vida; y la muerte, como sombra que acecha, busca cercenar esa raíz, devolver al hombre a la nada.

La llamada decadencia no era, para el autor, más que un impulso de pertenencia, el poderoso arraigo hacia un mundo que era hermoso, pero que, por avatares del destino, debía desaparecer.

El espejo será un elemento muy importante. Clara metáfora de la imagen que nos devuelve a nosotros mismos, que nos revela nuestra caducidad y nuestra temporalidad. Si en la novela Aschenbach contempla desde su habitación el mar, lo que le sirve para reflexionar sobre su viaje y las inquietudes que ha vivido (el galán viejo, el gondolero que le había atemorizado), en la película de Visconti la sutileza es aún mayor, ya que se mira al espejo, donde se ve despeinado y desarreglado. Esa imagen de sí mismo es fruto del tiempo, es consciente de su paso irremediable, de su inexorable transcurrir. Podemos ver también cómo saca un portafotos con la imagen de su mujer y de su hija (ambas fallecidas). Para Visconti, todos estos detalles son importantes, porque el sentido y el objetivo de su película difieren del de la novela. Si Mann va introduciendo al personaje en un ámbito extraño, donde su vida se irá apagando, en la película cada acto está ya pensado: el protagonista es consciente de su vejez, de su cansancio e intuye que Venecia es su última estación.

Hay una certidumbre sobre su existencia que no se halla en la novela, como si el compositor se asemejase a una vela que se va apagando ante tan hermoso paisaje.

Los detalles que plantea Visconti así lo manifiestan: el espejo o el portafotos. Son imágenes del paso del tiempo, iconos donde el protagonista se mira para no olvidar que ha vivido y cuál es su recorrido, en qué punto se halla de su trayectoria vital.

En la película vemos un flashback que no está en la novela, la visión de Aschenbach con su amigo Alfred. En ésta podemos ver al compositor tumbado en un canapé, mientras su médico, vestido de frac, le toma el pulso. Éste dice al compositor que necesita un tiempo de reposo.

Hay un salto temporal, donde aparece Alfred tocando al piano el adagietto. Aschenbach, ligeramente cansado, le escucha, mientras fuma un cigarrillo. El compositor mira un reloj de arena. Al incluir una mirada retrospectiva en la película y alejarse así de la narración lineal como planteaba Mann Visconti nos introduce en un espacio nuevo que nos hace sentir con mayor intensidad la fugacidad de la vida y su paso inexorable.

La contemplación de un apuesto y aún joven Aschenbach, pero enfermo en la primera escena del flashback, nos pretende decir que el artista ya adolece de un cansancio prematuro, fruto de su intensa vida intelectual, que va erosionando su aún presente juventud. Coincide, eso sí, con la novela, la mirada que Aschenbach dirige a la playa, tras el flashback, como si el compositor presintiese que aquel es un lugar idóneo para morir.

Antes de bajar a cenar, el protagonista besa la foto de su mujer y su hija, detalle muy significativo que no aparece en la obra de Mann.

Para Jaume Radigales, en su estudio de La muerte en Venecia, hay una fusión continua entre lo real y lo simbólico, como si los flashbacks que realiza Visconti sirvieran para afianzar al compositor en el mundo real y la llegada a la ciudad amada fueran su inmersión en lo simbólico, presidido por el fantasma de la muerte. Dice así: “Visconti, mediante el uso de imágenes vistas bajo el efecto de sfumato (como la pintura de Leonardo da Vinci) y otras filmadas bajo ópticas naturalistas (como las fachadas de los monumentos venecianos, que parecen extraídas de burdos documentales para turistas), hace pasar al espectador de un lado a otro de la frontera simbólico-realista. Aschenbach viene de un mundo visto desde el realismo (los flashbacks) y se adentra en un cosmos de irrealidad y de juegos ficticios: de símbolos, de juegos y de fiestas, con permiso de Hans-George Gadamer” (Jaume Radigales, Luchino Visconti: Muerte en Venecia, Paidós, 2001, página 70).


Tadzio: un encuentro con la belleza

En la novela la descripción del muchacho polaco es realmente brillante. Al bajar al salón para la cena, Aschenbach contempla a una familia, cuatro jóvenes, tres muchachos y un chico (Tadzio) junto a una institutriz. Merece la pena acercarnos fascinados ante la hermosa prosa de Mann: “Aschenbach notó con asombro la perfecta hermosura del muchacho. Su rostro, pálido y graciosamente hermético, enmarcado por unos cabellos de color de miel, con la nariz de línea perfectísima, una boca amable y una expresión de bella y divina seriedad, recordaba las estatuas griegas de la más noble época de Hélade” (página 54).

Como podemos deducir, el rostro del joven era comparable a la mejor estatua griega. Esta referencia al mundo de los helenos no es casual. Para Mann, el mundo griego representa la perfección, un modelo que debía seguirse. No hay que olvidar que en el mundo griego el hombre gozaba de la supremacía frente a la mujer y la homosexualidad era considerada algo natural, sin la huella del pecado que impuso la religión católica.

El afán de comparar al joven con el mundo del arte es evidente en el libro, tanto es así que el autor cita la larga cabellera que aquel tenía donde no habían llegado las tijeras, al igual que la famosa estatua del efebo que, al querer quitarse una espina del pie, se riza su pelo sobre la frente y hasta la nuca.

En la película, Visconti nos regala un plano largo en el que Aschenbach mira las mesas de los comensales. Pero lo más relevante es el primer plano en el que el compositor capta la figura del muchacho: proyecta la mirada del protagonista a Tadzio, como el voyeur que espía la belleza. Suena la música (a través de un cuarteto de cuerda integrado por dos violines, un piano y un violonchelo) de la opereta La viuda alegre, de Franz Lehar. En el momento en que la cámara se posa en Tadzio la música calla momentáneamente. Este guiño pretende resaltar ante el espectador que el muchacho lo es todo, capaz de hacer parar la música, mero aditamento en esa contemplación de lo supremo. La gracia y el donaire del joven no tiene parangón: el arte (la música en este caso) calla ante la presencia del dios rubio.

El compositor, fascinado, vuelve al periódico que leía antes de la contemplación de la escena. Mero instrumento para ocultar su decisión de mirar, de observar lo que lo rodea. La pasividad del protagonista, hombre enérgico entregado al trabajo hasta la extenuación, nos abruma. Se halla ahora preso de la contemplación, se alimenta de la belleza que cae delante de los ojos como un recipiente del que necesita beber.

Resulta muy significativo para la comprensión de la película destacar los primeros planos del rostro de Aschenbach, ya que en su mirada podemos ver el proceso de la pasión. No hacen falta palabras para entender la fascinación que le produce el muchacho. El compositor busca penetrar en el rostro del joven para conocer el inmenso misterio que aguardan sus facciones, su elegancia, su cierta feminidad.

Con respecto a las comparaciones que se han llevado a cabo sobre Tadzio por parte de algunos críticos de cine prestigiosos, merece la pena mencionar lo que José Luis Guarner destacaba acerca de su parecido con el David, de Donatello, o con uno de los personajes de La primaver,a de Boticelli, en su trabajo Conocer Visconti y su obra, aparecido en la editorial Dopesa de Barcelona en 1978 (página 104). Se pensó (por parte de otros críticos) en una analogía entre Tadzio y San Sebastián, pero, en mi opinión, el muchacho rubio dista de mostrar la fuerza y la corpulencia del santo asaeteado.

Gerard Verges menciona en Eros i art el erotismo como cualidad esencial que existe en la mirada del joven, ya que el misterio que conlleva abre esa condición erótica, insertada en el interior de su belleza: “El erotismo también es misterio. Misterio ante lo que se mantiene desconocido, de lo que se entrevé pero que aún no se ve del todo, de lo que solamente se adivina” (Gerard Verges, Eros i art, Barcelona, Edicions 62, página 35).

Pero no hay que olvidar la figura de la madre, que aparece seguidamente. En la película se ve a través de un plano americano cómo Tadzio besa la mano de la bella dama. Oímos una lengua ininteligible, seguramente polaco. Tras esta llegada, un primer plano de la madre, en el que apreciamos su rostro de perfil. Parece una estatua griega, como su hijo, pero existe una aparente frialdad en su pose. Silvana Mangano, la actriz italiana que triunfó muchos años antes con Arroz amargo, desempeña magistralmente el papel. Es imposible no sentirse atraídos por su elegancia y distinción.

La descripción de la dama en la novela es muy brillante estilísticamente: “El porte de la dama era frío y comedido”, para decir a continuación: “Su aparición cobraba un aire fantásticamente lujoso, merced a sus joyas que, en efecto, debían de tener un valor inapreciable a juzgar por los pendientes de brillantes y un triple collar muy largo de perlas, de suave destello, tan grandes como cerezas” (página 57).

La extrema educación de los hijos llama la atención del compositor: la espera de todos ellos para ir al comedor a la llegada de la madre merece su admiración. Los besos en la mano rodean el ambiente de un aire antiguo, extremadamente sensible y refinado, que le fascina. Son, sin duda, huellas de un tiempo que se marcha, pequeños posos de un mundo que va, lamentablemente, desapareciendo.

Si cronometráramos todo ese juego de miradas en la película nos sorprendería saber que la secuencia dura siete minutos y cuarenta y cinco segundos, en los que predominan los primeros planos de Aschenbach frente a bellísimos planos de Tadzio, pero perdidos en función de un zoom o de una panorámica. Todo ello nos indica que el compositor, frente a lo que pueda parecernos, no es la parte activa de la película, sino un ser fascinado por la presencia del muchacho, verdadero actor que le conduce, como si lo dominase, por los senderos de la seducción. Es Tadzio quien dirige a Aschenbach, como la novela al lector, o la música al oyente. El muchacho rubio es el “ángel de la muerte”, una especie de bello Caronte que navega para que el compositor inicie su último trayecto hacia las aguas del Leteo.

No hay que olvidar que Tadzio es la antítesis del viejo que apareció al principio de la película. Si éste era horrible, aquel es bello. Pero sólo en apariencia, ambos son las dos caras de una misma moneda. Lo constata el rostro pálido y maquillado del viejo frente al semblante también blanquecino de Tadzio. El encantamiento de la muerte se presenta ahora con su rostro más seductor, frente a la del viejo, grotesca y sórdida.

Friedrich Schiller se refirió muy bien en sus Escritos sobre estética a que “el encanto de la belleza estriba en su misterio” (Friedrich Schiller, Escritos sobre estética, Madrid, Editorial Tecnos, página 99). Acertó el filósofo alemán porque el misterio es lo que desconcierta a Aschenbach, ya que la belleza del joven materializa su afán intelectual, preservado, hasta entonces, al espíritu. Todo ello hace que sea tan intensa la fascinación, su obsesión por la música (arte abstracto, no lo olvidemos) parece adquirir un formato real, tangible, en la belleza  de Tadzio, que ese anhelo es único y se convierte, sin duda, en irresistible para el compositor. 

Hay otro flashback en la película que no existe en la novela. La intención de Visconti es crear una nueva Muerte en Venecia, darle su sello particular a cada escena y cumplir un objetivo que no está presente en la obra de Mann: el fatum, el destino adverso de Aschenbach. Si en la novela todo se va desarrollando como si obedeciese a una corriente que empuja al protagonista a su muerte inevitable, pero que no se intuye hasta la mitad del libro, en la película la muerte es un advertencia continua, un anuncio que se gesta desde el principio, como si la mirada del viejo grotesco expresase ya el destino del compositor.

Mann resuelve en la novela el desarrollo de la cena con estas palabras: “Durante la cena, aburridísima, por cierto, en reflexiones sobre temas abstractos, mentalmente muy ágil, a pesar del cansancio” (página 59). Y, continúa, en pocas líneas, hablando de los problemas de la forma y del arte. En la película, Visconti sigue con el juego de las miradas: Aschenbach aparta un florero para ver a Tadzio, como si fuese un niño que tímidamente espía al objeto de su amor. Se entrecruzan los primeros planos del joven (comiendo) y el protagonista (mirándolo). En ese momento hay un flashback que remite a una conversación entre el compositor y su amigo Alfred a propósito de la belleza.

Ya en la terraza del hotel, después de la cena, Aschenbach recuerda aquella conversación. Ambos discuten en la casa de campo del compositor. Mientras éste defiende la belleza como algo espiritual, a años luz de la realidad, Alfred manifiesta que la belleza está en la vida, y considera a la misma un ente material. Tanto es así que cree en la música como una de las mejores muestras de la belleza. Toca al piano diversos acordes y escalas para que Aschenbach compruebe las múltiples posibilidades expresivas de la música.

Sin duda alguna, el flashback hace referencia al Doktor Faustus, la gran novela que Mann escribió en 1947. En ella, Adrian Leverkühn niega la subjetividad, el amor humano, amparado en la espiritualidad de su condición de artista. Al igual que Ashenbach, Leverkühn es un hombre metódico y frío que renuncia a la vida para vivir el arte plenamente.

El personaje de Alfred tiene como espejo a Serenus Zeitblom, el narrador de la novela. Cito, como ejemplo, una de las primeras líneas del Doktor Faustus, cuando Zeitblom caracteriza a su amigo Leverkühn del siguiente modo: “En torno suyo reinaba la frialdad, palabra que él mismo se sirvió en ocasión monstruosa y que ahora no puede emplear sin sobrecogerme” (Thomas Mann, Doktor Faustus, Edhasa, 1991, página 11).

Por todo ello, el personaje de Aschenbach es un antecedente de Leverkühn (recordemos que La muerte en Venecia se escribió en 1913 y Doktor Faustus en 1947), donde ya se perfila al hombre que niega la pasión por la vida para vivir su sometimiento al arte. No sorprende que Mann cambie la profesión del protagonista, de novelista en La muerte en Venecia a compositor en Doktor Faustus, ya que para él la música fue siempre un arte primordial y necesario para vivir. De esas fuentes bebe Visconti y no es casual que elija la profesión de Leverkühn en vez de la que eligió Mann para Aschenbach en su novela.

Volviendo a la película, tras la escena de la terraza, Visconti nos conduce al día siguiente, de nuevo en el restaurante del hotel. Vemos la blancura de los manteles de las mesas y el elegante traje de Aschenbach. Es curioso que lleve unas lentes de pinza, lo que nos llama la atención acerca de su singularidad, su elegancia y su individualismo.

Hay un breve diálogo que no está presente en la novela, donde el compositor pregunta al gerente del hotel por el bochorno que hace en la ciudad. El gerente, personaje extremadamente cortés, carente de verdadera personalidad, le dice que se trata del siroco. Aschenbach lo escucha, pero sin convicción, como si desconfiase de la veracidad de sus palabras.

Tras una breve panorámica en la que vemos a la institutriz y a las tres niñas, sin la presencia de Tadzio en el comedor, nos detenemos en la entrada del joven, vestido de blanco como Aschenbach. Antes de llegar a la mesa donde se halla la familia mira de soslayo al compositor, como si supiese que está siendo observado por aquel. En ese momento, el compositor no lo mira, ya que se sumerge en las páginas de un periódico.

El blanco es un color que los identifica, símbolo de pureza, de una clara predisposición a lo nuevo, al origen de las cosas. El periódico de Aschenbach, como lo fue en la escena de la noche anterior en la cena, es un símbolo del ocultamiento, una forma de tapar su voyeurismo.

Al mirar Tadzio al compositor, el joven esboza una irónica sonrisa, ya que todo está marcado por el destino. El muchacho sabe que Aschenbach ha caído en sus redes. La belleza que posee, pese al blanco que lo envuelve en la virginidad, es una hermosura antigua, bella y maléfica a la vez, cuyo sino es la condena a muerte del compositor.

El uso del zoom merece nuestra atención. Para Jaume Radigales en su estudio sobre la película este movimiento de cámara es la forma de adentrarse en el poder seductor de Tadzio, en su omnipotencia, que domina por completo al vulnerable Aschenbach, quien permanece, por el contrario, siempre quieto, en pose de observador. Cito a Radigales por el interés que suscita para mi estudio: “Como las almas en el reino de la belleza descrito por Platón a su Fedro, la mirada hacia Tadzio se encuentra siempre en movimiento, mientras que el observador se mantiene inmóvil, expectante, contemplador de las escenas eternas e inmutables” (Jaume Radigales, Luchino ViscontiMuerte en Venecia, Paidós, 2001, página 89).

No queda ninguna duda de la importancia del zoom. Visconti necesita al joven en movimiento, porque éste es el efecto que provoca en el corazón de Aschenbach, apasionado ya por la fascinación que aquel le provoca.


La playa, escenario idílico

Para Thomas Mann, la playa es un espacio fundamental. Representa lo sensual, el goce. Desde el ámbito cerrado del hotel, la playa supone aire, oxígeno, un lugar donde la alegría puede manifestarse sin recato. Con esta magistral prosa la describe: “La playa, espectáculo de una civilización que se extendía con holgura, sensual y ávida de goces a lo largo del líquido elemento, distraía y alegraba a Aschenbach, como siempre” (página 63).

Para el protagonista, la playa significa la vida, el olvido de los pensamientos, un remanso para su espíritu cansado. Describe el mar (grisáceo y llano), los niños (vadeantes, nadadores, figuras polícromas que yacían en la arena) y los botes (pintarrajeados de rojo y azul). También a los vendedores de almejas, pasteles y frutas y a una familia rusa (varones barbudos, mujeres gastadas y perezosas).

Pero ¿y el mar? ¿Cómo ve Aschenbach el mar? Para él representa la perfección, el misterio de la vida, una razón para embriagarse, cerrar los ojos y volver a abrirlos en un espacio único, atrayente y, a la vez, temible, como la propia existencia. Mann dice, de forma magistral, lo siguiente: “Descansar en el seno de lo perfecto es el anhelo de quien labora con vistas a lograr siempre algo excelente; y, si bien se pensaba, la nada ¿no sería una forma de la perfección?” (página 65).

La playa y el mar son, en la novela, espacios únicos, que invitan a la alegría y al abandono del pensamiento (la playa) y a la reflexión, a la entrega total, a la fascinación del líquido elemento (el mar), atrayente y misterioso como la propia vida.

Vemos a Tadzio jugando en la arena con sus amigos, construyendo castillos. Aparece otro muchacho, algo mayor, llamado Jaschu, que lo agarra por la espalda. Aschenbach contempla (como siempre, en su posición de voyeur) cómo Jaschu besa en la mejilla a Tadzio. El compositor arquea la ceja, celoso.

En la novela aparece el nuevo joven con el nombre de Yacht (cabellos negros untados con cosmético y un traje de dril con cinturón). Al contemplar el beso, Mann no expresa ningún apelativo que muestre los celos de Aschenbach, tan sólo dice: “Sentía la tentación de amenazarlo con el índice” (página 69). Pero en el filme podemos ver en el rostro del excelente Dirk Bogarde una turbación interior, como si le hiriese en lo más profundo, tal es la pasión que siente por el muchacho.

A continuación, Aschenbach come unas fresas compradas a un vendedor de la playa. Si en la novela no se menciona nada del contacto de la fresa en su boca, en la película, el simple acto de comer la fresa nos lleva a un primer plano donde la fruta es símbolo de la tentación para Visconti, una tentación letal ya que el cólera está en Venecia y la fresa ha sido, supuestamente, limpiada con agua contaminada. En la película el sino se va cumpliendo, Aschenbach se va entregando con delicadeza y elegancia a una muerte segura.

También Tadzio cogerá una fresa de una cesta de un vendedor, pero su madre le niega el permiso para comerlas (escena que aparece en la película, pero no en la novela).

Esto me lleva a insistir en el sentido metafórico de la fresa como elemento letal. Tentación y muerte que une a Aschenbach y a Tadzio en el instante único de comer la ácida fruta como si estuviesen unidos por una pasión que sólo así puede materializarse.

Hay otro momento que merece la pena citar. Me refiero al encuentro en el ascensor, donde la distancia entre el compositor y el joven se reduce. Tanto es así que ambos se hallan en el mismo espacio junto a otros muchachos que acompañan al polaco. Aparece entonces la humanidad de Tadzio, como nos cuenta Mann: “Tadzio se hallaba tan cerca de Aschenbach, que éste, por vez primera podía verlo y observarlo no ya a la distancia de una imagen, sino con el mayor detalle, con todos los pormenores de su humanidad” (página 72). Se fija en los dientes (en la novela) y revela el narrador que Tadzio parecía delicado de salud por la falta de esmalte.

Existe una gran diferencia entre el texto y el filme en el momento en que Tadzio sale del ascensor con los jóvenes, mientras Aschenbach permanece dentro. El rostro del joven en la novela muestra pudor: “y éste contestaba con una sonrisa indescriptiblemente deliciosa, mientras abandonaba la cabina, en la primera planta, saliendo de espaldas y con los ojos fijos en el suelo” (página 72). Esta timidez no se corresponde con la escena que Visconti filma, donde el joven mira directamente (con descaro) a Aschenbach al salir del ascensor. Lo que era un acto de delicadeza para Mann, es, en la película, una invitación explícita al deseo, a la pasión que va a condenar al compositor para siempre.

Esto refuerza mi idea de que Tadzio es la parte activa, el que seduce, y Aschenbach la pasiva, el seducido. Para Visconti, era primordial que el joven dirigiera al compositor, que éste, desarmado ante la contemplación de la belleza, fuese absorbido por el deseo que le propone.

En la novela, sólo hace mención del tiempo que el protagonista pasó en la habitación tras coincidir con Tadzio en el ascensor, sin dar cuenta del bochorno que sí siente el compositor en la película. En esta última aparece, de nuevo, el espejo, donde Aschenbach se contempla, apesadumbrado, consciente de la pasión que le desarma y que provoca las risas maliciosas de los jóvenes.

Para Visconti, el espejo es el tiempo, metáfora clara de su paso inexorable, ya que, en el filme, el compositor (magnífico Bogarde en todas las escenas en que podemos apreciarlo en primer plano) se observa muchas veces en el espejo, como si se empeñase en ver al joven que ya no es, herido por la imagen que contempla.

El protagonista se refresca la cara para sentir el contacto del agua en la piel enrojecida y se contempla, como si lograse ver en éste a un hombre más digno que el que fue minutos antes. Empieza a vaciar el armario de la habitación, pues le ronda la idea de abandonar la ciudad amada para huir de la pasión que lo consume. Hay otro flashback en el que aparece Aschenbach en su estudio tocando el piano, mientras Alfred le recomienda la amoralidad para llegar a ser un gran artista. Decididamente, el compositor es un hombre herido, que no puede continuar por el camino de la pasión, cuando en toda su vida había elegido el de la razón.


La huida de Venecia

Para Mann era importante explicar la decisión de Aschenbach de marcharse de Venecia. Y lo hace a través de una prosa muy descriptiva donde se refiere al siroco: “Un bochorno antipático pesaba sobre las callejuelas; el aire era tan denso que los olores emanados de las viviendas, tiendas y cocinas callejeras, el vaho de aceite, nubes de perfumes y otros muchos aromas flotaban en el aire, sin disiparse jamás” (página 73). El cansancio físico que refleja en su novela es el motivo de la repentina marcha de Aschenbach.

No es así en la película. Visconti quiere que nos demos cuenta de que Tadzio es el motivo, se ha prendado de la belleza del joven y lucha, tenazmente, contra esa sensación desconocida. Por ello, el director italiano nos muestra seguidamente a la escena de Aschenbach y Alfred dialogando, el momento en que el compositor desayuna, esperando que le avisen para coger la lancha motora que lo llevará a la estación. Está inquieto, mirando furtivamente para ver si llega la familia polaca y el joven, con el afán de observarlo por última vez (nada de ello está contado en la novela).

Vuelve a encontrarse con Tadzio, parece un adiós, pero el joven le lanza una mirada insolente, desafiante, lo que nos permite deducir que no hay fuga posible, no existe escapatoria para Aschenbach. Todo deseo de huir de la ciudad amada y de su aciago destino se ha de frustrar.

La música es fundamental. Viconti sabe que su película está llena de emoción, de sensibilidad y la partitura de Mahler le brinda la oportunidad de entregarse a su pasión por escenificar la belleza del filme. Suena, en el momento en que Tadzio mira a Aschenbach, el adagietto de la Quinta sinfonía de Mahler y nuestro corazón se encoge, como si todos fuésemos el protagonista, heridos por un amor que se nos escapa de las manos para siempre.

Una de las escenas más hermosas de la película es el viaje de Aschenbach en la lancha motora camino de la estación de ferrocarril. Si Thomas Mann lo describe de forma magistral, Visconti va a imprimir una emoción a las imágenes difícilmente superable. Mann dice: “En un recodo del canal, surgió el amplio arco del Rialto, con su grandioso empaque. El viajero lo contemplaba todo y sentía desgarrársele el pecho. La atmósfera de la ciudad, aquel olor con suave matiz de podredumbre de mar y pantano que tanto había ansiado rehuir, lo respiraba ahora profundamente, con una sensación ligeramente dolorosa” (página 79).

Para Mann, el dolor de Aschenbach tiene que ver con la ciudad amada, a la que ahora abandona. Ciudad marcada por la presencia de Tadzio, pero, en esencia, un lugar que lo enamoraba y lo enfermaba a la vez.

Si el escritor alemán describe los alrededores que circundan el viaje de su protagonista, Visconti se centra en el protagonista. Todo su objetivo es ofrecernos, en unos maravillosos primeros planos, el rostro de un hombre herido, no sólo por dejar Venecia (trasfondo principal del relato de Mann hasta ese momento de la historia), sino por abandonar a Tadzio. Muy pocas veces el rostro de un actor ha expresado tanto, nos ha ofrecido tanta emoción contenida como la que nos regaló Dirk Bogarde en esta escena cumbre.

La música de Mahler se interrumpe al llegar el compositor a la estación, como si la relación entre el arte musical y cinematográfico (esencialmente visual) se ensamblaran a la perfección en los momentos de mayor emotividad y lirismo.

El error del destino del equipaje de Aschenbach, facturado para Como y no para Múnich, a donde volvía nuestro protagonista, es el motivo del regreso de éste a Venecia. Si Mann nos describe el júbilo interior del protagonista con absoluta maestría, Visconti le ofrece a Bogarde una razón para expresar a la perfección su gran registro interpretativo. Esboza una sonrisa magnífica, velada, su decoro le impide la carcajada.

Mann dice: “Una alegría aventurera, increíble, invadía su pecho, conmoviendo convulsivamente todo su interior. El empleado corrió precipitadamente, para recuperar, si todavía era posible, el equipaje, mas al poco rato regresó, como era de esperar, sin haber conseguido nada en absoluto” (página 82). En la novela no aparece en ningún momento la imagen del mendigo que añade Visconti y que se desploma en la estación, para enfatizar el dramatismo del cólera que asola la ciudad. Para el director italiano, la imagen feliz del compositor en un primer plano genial contrasta con el derrumbe físico de un hombre: el espíritu y el cuerpo en perpetua lucha. Vuelve a sonar la música de Mahler, con lo que nos damos cuenta de hasta qué punto el elemento musical nos advierte de la alegría y el dramatismo de la escena. En un rápido y violento zoom vemos la cara del anónimo moribundo.

Si a la llegada a la estación el rostro del compositor expresaba un dolor inefable, ahora, al regreso al Hotel des Bains, su cara parece la de un joven satisfecho. Si a la ida no se levantaba y permanecía apoyado en su paraguas, ahora, al regresar, se yergue y fuma, mientras el sol le ilumina, cuando antes todo era niebla.

Visconti quiere ensalzar el momento y, para ello utiliza la luz, el sol; los gestos de Bogarde, expresando una sonrisa magistral; la música, alzándose triunfante sobre el ámbito que la rodea. En la novela, la lancha corre triunfal ya que vuelve, jubilosa, al lugar de donde nunca debió partir: “Levantando espuma ante la proa, maniobrando con pintoresca velocidad entre góndolas y vapores, la diminuta embarcación corría rápida hacia su meta, mientras su único pasajero ocultaba tras la mascarilla de molesta resignación la excitación tímidamente alegre de un muchacho que huye de su casa” (página 83).

Mann nos describe las paradas antes de llegar al hotel; en la película, Visconti, nos muestra (haciendo uso de la elipsis) al compositor, de espaldas a la cámara, abriendo las ventanas que dan a la playa, donde puede ver la silueta de Tadzio en la lejanía. Aschenbach lo mira y alza el brazo derecho, saludándolo triunfador. Vuelve la música para expresar la emoción que va fluyendo por el regreso al lugar amado.

El poder de la música fue muy bien visto por Manuel Valls en un libro dedicado a la música y el erotismo cuando dice: “La música, al poseer el don de la ubicuidad, se constituye en cómplice transitorio de la comunión erótica, a la que presta su asistencia como fiel aliada. Después, cuando enmudece el caudal sonoro, en el denso silencio que sigue, vibran en el ambiente las resonancias del discurrir musical. Cesa también la palabra. La música y el tacto acentúan el silencio, esa quintaesencia potenciadora de la música” (Manuel Valls, La música en el abrazo de ErosAproximación al estudio de la relación entre música y erotismo, Tusquets, 1982, página 216).

Y es cierto, porque la banda sonora tiene que ver con el cenit del amor, de la pasión que vive el compositor. Tras el instante musical hay un silencio, como el que viven los amantes tras el acto amoroso. Todo se centra entonces en los otros sentidos: el mirar, el tocar. En la película (ya que el tacto está prohibido por el decoro del protagonista) todo gira en torno a la mirada, poderosa pulsión que lo arrastra en la citada escena a ver al joven en la playa y saludarlo, como si aquel le respondiese. Es un instante de afirmación, de constatación de la felicidad del protagonista ante el ser amado al que nunca podrá tocar.


Simbolismo del mar

En ese instante comienza la segunda parte de la película. Volvemos a la playa, pero frente al sentido que tenía en la primera parte, el espacio que refleja un lugar de meditación, Aschenbach encuentra ahora en ella un ámbito para recordar, aunque no desaparece la fiesta que representaba. Por ello, tras sentarse en una tumbona cerca del agua, Visconti introduce un flashback donde vemos un momento de felicidad en el que el compositor está con su hija, de no más de cinco años. Tras esta idílica escena en que el matrimonio se besa y contempla a la niña cogiendo flores, aparece en el cielo el anuncio de una tormenta (se va nublando el cielo) y la cámara se desplaza hacia las nubes, extinguiéndose la música.

No es casual que Visconti termine el flashback con la tormenta, ya que existe un claro símbolo de un destino aciago, que ha de destrozar la felicidad del matrimonio con una muerte inesperada.

Aschenbach vuelve a la realidad y contempla a la madre de Tadzio, muy hermosa, y a la institutriz que regaña al joven por haber rebozado su cuerpo en la arena.

En la novela, Mann refleja la playa como un lugar paradisíaco donde el protagonista va a recobrar sus ganas de vivir, un espacio que le lleva al vitalismo: “Se levantaba muy temprano, como solamente solía hacer cuando lo dominaba la pasión del trabajo. Estaba en pie antes que la mayoría de los bañistas, cuando aún el sol brillaba suavemente y el mar, en su blancura deslumbrante, yacía entregado a sus sueños matutinos” (página 90).

En la película, la playa se convierte en lugar para festejar su visión de Tadzio. Lo ve con su amigo polaco, mirando a su madre, jugando con una naranja como si fuese una pelota.

Hay una escena que merece nuestra especial atención: es el momento en que el compositor va hacia la playa y pasa muy cerca del joven y de dos amigos suyos (uno de ellos Jaschu). Aschenbach se acerca, momento en que éste lo mira como si lo aguardase. Pero el compositor se calla. Su pasión no conoce palabras, es tan espiritual que el lenguaje no fluye, está agarrotado por el decoro y la vergüenza. Tadzio se va corriendo y Aschenbach se queda solo, herido de nuevo, pero ahora no sólo por la incapacidad de entablar un diálogo, sino por el decaimiento físico, lo que le hace agarrarse a un mástil y avanzar (cansado y torpe) hacia las casetas. La enfermedad empieza a impregnarse en su rostro. Vemos en un nuevo zoom su semblante, dolido y enfermo.

En ese momento suena Para Elisa, de Beethoven, y Visconti nos conduce al Hotel des Bains y a Tadzio al piano en el salón del citado hotel tocando la bella partitura. Mientras se oye la música, Aschenbach pregunta al gerente acerca del sofocante calor veneciano. El director no le da importancia, alegando que se trata de algo normal en esa estación del año.

Se sigue oyendo la música y cuando el hombre se retira el compositor se queda solo en el salón, pero ya no está Tadzio allí. La melodía se convierte, de nuevo, en un aliento que le trae recuerdos de otra época en un nuevo flashback donde lo vemos esperando en un burdel alemán a una prostituta llamada Esmeralda, mientras suena Para Elisa tocado por la joven. El compositor entra en la habitación y vemos cómo cierra la puerta. El siguiente plano nos muestra a Esmeralda, medio desnuda, pero con la mirada compasiva, lo que nos indica que no ha existido relación sexual. Aschenbach, con expresión azorada, se acerca a un espejo (símbolo ya comentado del paso del tiempo, de la dualidad juventud-vejez en la película) y se contempla. Le deja una cantidad de dinero y sale de la habitación. La muchacha le coge la mano izquierda cuando le ofrece el dinero, pero éste se la retira.

Aschenbach se lleva las manos al rostro, desesperado, ya que no ha podido consumar la relación carnal. Al salir, se oye, de nuevo, Para Elisa.

Me pregunto con insistencia: ¿por qué Visconti hace hincapié en los flashbacks? ¿Por qué completa la historia de la novela con un pasado que nunca aparece en ésta? Bajo mi punto de vista, el director italiano muestra su obsesión por el paso del tiempo, reflejando dos mundos, el de la felicidad (la relación con su mujer y su hija), y el presidido por el destino aciago: la primera decadencia (el intento de consumación carnal con la prostituta), la tragedia (la muerte de su mujer y de su hija) y el último eslabón (el que transcurre en Venecia) donde Aschenbach vive su última aventura, camino de la muerte.

Sin duda alguna, alguien puede pensar que la homosexualidad subyace en el vano intento de hacer el amor con la prostituta, pero no lo parece. Creo, más bien, que para Visconti el compositor no acepta una relación sin amor, un mero acto físico, sin que venga acompañado por afecto y cariño.

Nada de todo esto aparece en la novela. Para Mann hubiese resultado impropio de su argumento, mucho más cerebral, donde la reflexión y la meditación están más presentes que en la película que, en mi opinión, otorga más importancia a la sensualidad y al esteticismo, sin olvidar un plano erótico contenido, como refleja la escena del burdel.

El nombre de Esmeralda nos remite a la novela de Mann ya citada, Doktor Faustus, donde Adrian Leverkhün requiere los servicios de una prostituta llamada Esmeralda en el capítulo dieciséis: “Vino a colocarse entonces a mi lado una morenita de ojos rasgados, chaquetilla española, y con un brazo desnudo me acarició la mejilla” (Thomas Mann, Doktor Faustus, Edhasa, 1986, página 171).

Al entrar en el lupanar, Leverkhün contempla, también, un piano. No parece casual que Visconti haga que la prostituta toque el instrumento sin que nos imaginemos una clara influencia en La muerte en Venecia de esta gran obra de Mann.

Todo ello demuestra que Visconti no sólo se fija en la novela que adapta, sino que quiere reflejar otros universos del autor, como el que aparece en Doktor Faustus o, en algún instante, en Los Buddenbrook. No hay que olvidar tampoco La montaña mágica, donde el sanatorio al que llega Hans Castorp es un claro antecedente del Hotel des Bains.

Tras estos flashbacks, vemos a Aschenbach, de nuevo, en el hotel después de cenar. Sale a la terraza donde ve a la familia de Tadzio, que, casualmente, vienen del embarcadero tras haber cenado fuera. Sorprendido, se siente invadido por el pudor, mientras Tadzio lo mira, firmemente, con descaro. Nunca en la novela de Mann el joven hubiese mirado así al protagonista, pero Visconti insiste en el poder de seducción que tiene el efebo polaco, en su claro simbolismo encarnando la muerte venidera.

Tanto en la novela como en la película, el muchacho sonríe, pero existen dos lecturas de la misma: Mann considera la sonrisa del joven como un rasgo de su belleza, amparado en la delicadeza griega que lo caracteriza, pero Visconti es más ambiguo y su sonrisa quiere decirnos algo más dramático, la constatación, por parte de Tadzio (ángel de la muerte) de que Aschenbach ha caído en sus redes, su cuerpo está enfermo del cólera y morirá pronto.


Las calles de Venecia y el cólera

Comienza la presencia del mal, no ya como símbolo, sino materializado en la gente que Aschenbach encuentra en el camino. Una frase captada en la peluquería acerca de la marcha de una familia alemana, en la que hace referencia al mal que invade la ciudad, pone sobre aviso al protagonista sobre la cercanía del mal.

Desde ese momento, el cólera se va haciendo visible (aunque ya apareció en el hombre moribundo en la estación de ferrocarril), y tenemos la sensación de que la ciudad entera esta envenenada por la enfermedad.

Tanto en la novela como en la película, podemos sentir el aroma letal del cólera. Thomas Mann lo describe con maestría cuando dice: “En las angostas calles, el olor era más intenso” (página 112), y lo explica con más nitidez, con una amarga sensación que nos invade por dentro: “Era un olor dulzón, herborístico, que evocaba miseria, y llagas, y una meticulosa limpieza más bien sospechosa” (página 112).

Cuenta Mann que en las esquinas de la ciudad había bandos impresos advirtiendo a la población de ciertas dolencias gástricas, propias del verano; anunciando a la gente de la necesidad de no consumir ostras, así como agua de los canales.

Pasamos a un momento importante: el escritor entra en la iglesia de San Marcos, siguiendo a la familia polaca en su peregrinar por la ciudad. La manera en que Mann nos describe la misa que se celebra es impecable: “En el aire flotaba el humo del incienso, envolviendo las débiles llamitas de las velas, y en el perfume suave y penetrante del divino sacrificio se fue mezclando otro: el olor de una ciudad enferma” (página 115). El joven polaco lo mira y lo busca, hasta que el escritor percibe sus ojos sobre los suyos.

En la película vemos una sucesión de plano y contraplano. Cuando Tadzio está entregado a la devoción religiosa, Ascenbach lo mira, extasiado por otra pasión, la sensualidad que despierta el joven en un escenario sagrado.

Para Visconti, la figura de Tadzio contiene siempre cierta perversión, como si incitara al compositor a abandonar su castidad y moralidad entregándose al deseo. Pero no olvidemos que en muy pocas ocasiones están el uno cerca del otro, debido al interés del cineasta en mostrar el deseo en la distancia, como hace alguien que mira un objeto que no puede obtener, como un voyeur.

Se inicia en ambas versiones una persecución desesperada: la de un hombre enfermo ya por el cólera que quiere ver al objeto de su deseo, sin importarle el cansancio, el abatimiento, como si pusiese todo su ser en ver al ser amado.

Para Mann ya no hay duda posible, es un hombre entregado al deseo. Por fin, el gran novelista alemán pone a su personaje en una situación febril, lejos de todo raciocinio (como pudimos ver en capítulos anteriores, donde dominaba la frialdad sobre las emociones). Ahora Aschenbach destila fiebre, anhelo, pasión incontenible: “Su corazón y su cabeza estaban como embriagados, y sus pasos seguían las inspiraciones del Demonio, que halla placer en pisotear la razón y dignidad humanas” (página 116).

Si en la novela la persecución se lleva a cabo mediante una góndola que Aschenbach coge para seguir los pasos de la familia polaca; en la película, el compositor los persigue a pie, ya que la figura del gondolero no volverá a aparecer más. Visconti quiere mantener la imagen del gondolero ilegal que lo llevó al Lido. La razón es clara: aquella figura era un símbolo de Caronte, el barquero que lleva a los muertos por la Laguna Estigia al infierno. Para el director italiano, desde el principio de la película la muerte está presente, frente a la novela, donde la muerte aparece en los últimos capítulos, como un desarrollo natural del cólera en la salud del protagonista.

Si queda alguna duda de ello, merece la pena citar el estudio que Suzanne Liandrat-Guigues hizo de Luchino Visconti, cuando dice: “Por tanto, todo parece resurgir en la obra viscontiniana rica en espectros insólitos y Jean-Claude Guiguet nos propone que imaginemos que, en La muerte en Venecia, ‘la noche con la que arrancan los títulos de crédito sea aquella que sigue a la muerte física de Aschenbach’” (Suzanne Liandrat-Guigues, Luchino Visconti, Cátedra, 1997, páginas 92-93).

Es importante citar esta impresión porque Jean-Claude Guiguet considera que el protagonista de La muerte en Venecia ya está muerto al comenzar la película y el gondolero (Caronte) le lleva al infierno que es la ciudad tal y como la presenta (entre nieblas) el director italiano.

Aschenbach pregunta a varias personas (un empleado del ayuntamiento, el dueño de una tienda) qué ocurre en la ciudad. Nadie va a evidenciar que el cólera es la causa. Parece que ese mutismo tiene que ver con la última escenificación de un juego, donde el protagonista debe enfrentarse al destino, mientras su figura se descompone.

La escena en la que el compositor entra en un banco y habla con un contable que le informa de la realidad es memorable. Allí conversa, intrigado ante el calor agobiante y el olor de la ciudad. El contable vuelve a lo oficial: el siroco, el verano, etcétera. Pero, dada la insistencia del protagonista, aquel le habla del cólera indio como causa del hedor que inunda Venecia y que ha afectado ya a muchos habitantes.

Aschenbach, para Visconti, es un hombre bueno que quiere salvar a la familia polaca (y, sobre todo, a Tadzio) del sino terrible que les espera. Por ello, se imagina, en el instante en que el contable revela la verdad, contando a la madre del joven lo que ocurre para que se pongan a salvo.

En su imaginación, la madre de Tadzio le agradece lo que le ha contado y el compositor (tímidamente) pone la mano en el cabello rubio del joven. Todo es un sueño, porque todo contacto físico está prohibido por la moral del protagonista, lo que hace aún más doloroso su estado febril y apasionado.

Hay un flashback en la película en el que podemos ver el entierro de la hija de Aschenbach. El féretro está colocado encima de un carro fúnebre, mientras él y su esposa lloran desconsolados. En ese instante (que remite a la biografía de Gustav Mahler, que perdió a su hija de corta edad en 1907) vuelve a sonar el adagietto de la Quinta sinfonía del compositor alemán. Para Visconti era necesario incluir este flashback (que tampoco se menciona en la novela), porque le interesaba enfatizar la muerte, en su presencia continua sobre el protagonista. Para Mann, sin embargo, la muerte es sólo el resultado de un destino aciago, al llegar la enfermedad a la ciudad.

Llega un momento en que Aschenbach, agotado por seguir a la familia polaca y a Tadzio, se derrumba en una plazoleta y empieza a reír y a llorar al mismo tiempo. De nuevo, como en la escena de la playa, el compositor sufre un desvanecimiento, porque su vida se va apagando paulatinamente, sin solución alguna.

Resultan muy interesantes las palabras que Rafael Miret Jorba dedicó a Muerte en Venecia en su libro titulado Luchino Visconti. La razón y la pasión, cuando dice: “La epidemia de cólera que asola la ciudad confiere a Tadzio resonancias del exterminador seráfico: la muerte triunfa, implacable, sobre Aschenbach y sobre Venecia” (Rafael Miret Jorba, ‘Luchino Visconti. La razón y la pasión’. Dirigido por, Barcelona, 1984, página 195).

Y menciona algo muy importante para entender el poder de las miradas en la película: “La mirada, las miradas, ya existentes en el libro pero mucho más inquietantes en el film, patentizan el impulso reprimido de Aschenbach y son el único nexo de unión entre éste y Tadzio, ya que jamás se cruzan una sola palabra” (página 195).

Y hay otra escena, ya cerca del final de la novela y de la película, que merece nuestra especial atención. Se trata del momento en que unos cantores callejeros amenizan en la terraza del hotel la velada de los huéspedes. Hay un tono irónico en la figura del guitarrista, un personaje visto por Mann y por Visconti con similar maestría.

Mann lo describe así: “Su pálido rostro, con su nariz chata, y su faz imberbe apenas permitía inferir su edad, parecía surcado de muecas y vicios, y armonizaba muy difícilmente con el sonriente rictus de su boca, extraordinariamente movediza, las dos hondas arrugas que aparecían altivas, señoriales, casi salvajes, entre sus cejas rojizas” (páginas 127-128).

La insistencia en mirar a Aschenbach cuando canta el estribillo de la canción nos recuerda al personaje demacrado del comienzo de la novela, al viejo que quiere parecer joven, siendo tan sólo una figura sórdida y patética que se dirige también al protagonista. Sin duda alguna, ambos personajes representan el rictus de la muerte, figuras agónicas y grotescas que le van avisando de su destino final.

“El intenso olor a fenol” que destila el guitarrista cada vez que se acercaba a Aschenbach nos dice mucho de su papel en la historia. La mirada arrogante, atrevida y descarada coincide con la embriaguez del viejo que se dirige al protagonista para que dé recuerdos a su “amorcito”.

El resto de los huéspedes del hotel miraba a este individuo “con curiosidad y ligera repugnancia” (página 128), mientras le arrojaban las monedas al sombrero, llevando cuidado para no rozarse con el sórdido personaje.

Tadzio se mantiene a distancia de la escena del músico, como si su rostro inmaculado no tuviera nada que ver con ese ser grotesco que se acerca a Aschenbach. El guitarrista parece esconder, bajo el abundante maquillaje, el cólera que inunda la ciudad.

Puedo considerar que es la única escena en la película en que aparece una nota de vulgaridad en un contexto de extrema pulcritud. Como hemos visto a lo largo del filme, la elegancia y el respeto caracterizan a los huéspedes del hotel, como si se hallasen en otra época. Por ello, el guitarrista supone una intromisión violenta en una ambiente de extremo refinamiento.

Si la música del adagietto de Mahler representa la delicadeza, el espíritu elegante de una época, la música de los artistas ambulantes refleja, por el contrario, la vulgaridad, la estridencia de un ámbito hosco y detestable.

Otro momento clave de la novela y de la película y que nos precipita hacia el final de nuestra historia es la secuencia en que Aschenbach va a la peluquería para conseguir rejuvenecer su aspecto. Mientras en Venecia la gente enferma debido al cólera, el compositor va hacia la barbería para recuperar su juventud, ignorando la tragedia que le acecha.

Mann lo describe de este modo: “Comparándolo con la dulce juventud que tanto le atraían, sentía asco de su cuerpo envejecido, la vista de su pelo canoso, de sus facciones demasiado acusadas lo precipita en la vergüenza y en la desesperación. En el afán de restaurar su físico no salía de la peluquería de la casa” (página 147).

Tras un espacio de tiempo en que el peluquero tiñe de negro el pelo de Aschenbach y le hace otros retoques, podemos ver cómo describe Mann el espectáculo del rejuvenecimiento: “Cómodamente instalado, incapaz de defenderse, y por el contrario, con esperanzadora expectación, vio en el espejo arquearse sus cejas con mayor simetría, alargarse las comisuras de sus ojos, aumentarse su brillo gracias a unos ligeros toques de negro en el párpado inferior; más abajo, allí donde la piel había sido un matiz pardusco de cuero, despertarse un carmín delicado; sus labios, hacía un momento anémicos, henchirse con color de frambuesa, los surcos de las mejillas, de la boca, las patas de gallo desaparecer bajo la acción de cremas, y vio aparecer en el cristal a un jovenzuelo floreciente” (página 149).

En la película, mientras el barbero lo acicala, suena el adagietto para subrayar el momento de la máscara, ya que ese rejuvenecimiento es otro acto falso, teatral. Lo único que consigue con ello es crear una mera apariencia que no puede esconder el deterioro físico (por la edad y por la enfermedad que asola la ciudad) que vive ya en el compositor.

En este instante de falsa dignidad, el compositor recupera una honra perdida, un aprecio y una estima que lo habían abandonado en la secuencia de la persecución por la calles de Venecia cuando cae, de bruces, ante el cansancio y el derrumbe físico, en las calles de la ciudad amada.

Hay, en la novela, algunos momentos más donde Mann describe nuevas persecuciones de Aschenbach a Tadzio por Venecia. Hace mención, ya bastante fatigado, de unas fresas que come en una tiendecilla de legumbres. No hay que olvidar el sentido metafórico de esta fruta en la película de Visconti (en aquella escena en que Aschenbach mira al joven mientras come una fresa, posiblemente enjuagada con agua contaminada por el cólera). Pero no habían aparecido en la novela, lo que nos hace pensar que Visconti quiso situar el instante en que el protagonista come la fresa por primera vez en un ámbito idílico, el de la playa, frente a este otro momento en que el enfermo compositor come la fruta en las calles malolientes de la ciudad. Hay, sin duda alguna, una progresión de la historia en la que Aschenbach sufre ya los síntomas de la enfermedad, sin que, por ello, desaparezcan los símbolos que presagian su muerte venidera (las fresas, las miradas de Tadzio, los espejos, la música del horrible cantante callejero, etcétera).

Visconti no se resiste a dar a su película un sentido distinto del que tiene la novela, donde la muerte no se adivina, salvo alguna mención como en el momento en que el protagonista viaja en la góndola parecida a un ataúd. En la película, la muerte está presente en muchas escenas. Pesa como una metáfora que se materializa en las figuras del viejo del barco, el gondolero fraudulento (nunca más va a montar Aschenbach en góndola para no perder parte del simbolismo de Caronte), los espejos, los retratos donde ve los rostros de su mujer y su hija muertas (no se hace mención a ellos en la novela), los flashbascks (que tampoco existen en la obra de Mann), donde asiste al entierro de su hija o en los que se rompe la armonía de la familia en un día de campo cuando llega la tormenta, las fresas, el guitarrista que expresa, debajo de su máscara, el cólera (también presente en la novela).


La belleza y la muerte

Aschenbach descubre que la familia polaca se marcha debido al cólera que inunda la ciudad. En la obra de Mann, el protagonista decide ir a la playa. El escritor alemán describe, de nuevo, el ámbito donde creció la fascinación de nuestro protagonista hacia el joven Tadzio: “La  playa ofrecía un aspecto inhóspito. Por encima de la anchurosa y lisa superficie que separaba la orilla del primer banco de arena, retrocedían, estremecidas, las rizadas olas” (página 156).

Contempla el novelista a los chicos jugando, a Tadzio y a su amigo luchando en la arena, como si de dos gladiadores se tratase. La victoria del otro joven sobre Tadzio estremece a Aschenbach, que contempla cómo se sienta encima de él y no le deja, apenas, respirar.

Tras ello, el joven Tadzio se incorpora, tras soltarle su amigo, y camina solo, enfadado por la violencia que el otro ha ejercido sobre él. Aschenbach lo mira cómo dibuja figuras de arena en la orilla del mar, con su traje a rayas y su cinta roja.

El hermoso momento en que Tadzio se gira para mirarlo, mientras apoya su mano en la cadera, contemplando, a su vez, el mar, es inolvidable. El joven efebo va adentrándose en el agua, como si fuese llamado por el océano. El novelista lo mira, abstraído, entusiasmado por la silueta del hermoso joven en el escenario marino.

Aschenbach lo contempla fijamente y ve cómo Tadzio le sonríe mientras señala con su dedo el infinito. Nuestro protagonista intenta levantarse para seguir al joven, como si no importase más que el camino que éste le traza, pero se desploma al lado de la silla y muere.

De este modo nos lo cuenta Thomas Mann y acaba su gran novela. ¿Qué ocurre en la película de Visconti?

Hay un detalle que no está presente en el texto, pero que es decisivo para entender el sentido que el director italiano otorga al filme: el momento en que el tinte del pelo del compositor empieza a derramarse por su rostro al final de la película.

Sin duda, Visconti quiere insistir en que el tiempo es nuestro hacedor, él nos lleva y nos trae y nos conduce a la muerte. De nada sirve el rejuvenecimiento al que se somete el compositor en la barbería, porque la vida le ha sellado con un destino adverso.

En la escena final, Aschenbach está desplomado en la tumbona. Un zoom nos acerca su rostro poco a poco. El tinte corre por su mejilla derecha. Mientras Tadzio sostiene su mano en la cadera y se adentra en las aguas, en actitud reflexiva, como ser activo que ha conducido la vida de Aschenbach desde el primer encuentro; éste, pasivo, se muere inmerso en la imagen de su ser amado.

El hecho de que Visconti exprese de forma tan explícita el tinte del pelo corriendo por la mejilla del compositor tiene mucho que ver con el discurso de la película: sólo una vuelta a su mismo ser, sin máscaras, puede llevarle a la dignidad perdida en el momento de morir.

Los cuatro últimos planos muestran al mozo de la playa corriendo hacia el compositor, mientras unas damas contemplan lo ocurrido e intentan alejar a unas niñas de la imagen de la muerte que representa Aschenbach.

¿Es Tadzio un dios o un ángel de la muerte? Indudablemente, su figura retoma caracteres míticos, como el Fedro de Platón (Mann habla en la novela de este personaje). Lo cierto es que Tadzio conduce a Aschenbach a su destino, la muerte, representada en su palidez, en sus miradas burlonas, como si siempre hubiese estado allí para conducir al compositor a su última morada.

No importan las suposiciones, podemos pensar que Visconti inicia el relato con un muerto (Aschenbach) a través de un gondolero (Caronte) o creer que la muerte viene luego a través de Tadzio y la fascinación que éste despierta en el protagonista. Fuera de posibles interpretaciones, la película termina majestuosamente, sin que nos abandone la música de Mahler, el famoso adagietto, tan conmovedor para todos los amantes de esta magistral e inolvidable obra maestra del cine.


Novela y película: conclusiones

Quiero terminar haciendo referencia a la clara diferencia que existe entre la novela y la película. Si para Mann la aventura de Aschenbach es bastante intelectual y sólo a la mitad de la novela cobrará tintes emotivos, para Visconti toda la película está inmersa en el ámbito de las emociones, en la importancia que tiene el tiempo (los flashbacks son claves para entenderlo), en la presencia constante de la muerte (desde la imagen nebulosa de Venecia al principio de la película, pasando por el viejo que va en el barco o el gondolero hasta la figura del guitarrista que simboliza la enfermedad y la muerte venidera de Aschenbach).

No excluye Mann esas referencias (ya que la góndola se asemeja a un ataúd), pero Visconti le otorga a la película un tono más enigmático, más sensual, donde podemos contemplar, con fascinación y horror, el mundo de los infiernos al que es conducido el compositor cuando el gondolero (Caronte) le lleva al Lido (la Laguna Estigia).

Para evidenciar aún más la intención de Visconti merece la pena citar unas palabras de Rafael Miret Jorba en su estudio dedicado al realizador italiano en la revista Dirigido por, cuando se refiere a Tadzio, visto por Visconti: “A la vez inocente y perverso, Tadzio, variante andrógina de la Lolita nabokoviana, acabará destruyendo a Aschenbach. Su excelente juventud hace todavía más ostensible el deterioro de la vejez” (Rafael Miret Jorba, Barcelona, Dirigido por, 1984, páginas 193-194).

Confesó Visconti en una entrevista a Lino Miccichè en Bolonia en 1971: “El tono paródico e irónico manniano era irreproducible en el film porque es esencialmente una dimensión formal de la narrativa de Mann, que se manifiesta en la escritura y en el estilo” (reproducida en Dirigido por, 1984, página 276).

Y señala que al querer representar en imágenes esa ironía lo había conseguido en algunas ocasiones, como en la secuencia en que el compositor está en la barbería, porque aquí la máscara está reflejando la antesala de la muerte. Para Visconti supone una clara metáfora de un final inevitable y que el maquillaje (con el propósito de rejuvenecer al protagonista) no puede cambiar.

Y, para ver la importancia de la técnica en la película, he escogido unas hermosas páginas dedicadas a Visconti por Suzanne Liandrat-Guigues cuando se refiere al zoom, tan utilizado en Muerte enVenecia: “Al espectador se le pide hacer zoom mentalmente, ya estar en un plano cercano, ya estar en un plano lejano. El zoom es una figuración del movimiento cuando enfoca a los rostros” (Suzanne Liandrat-Guigues, Luchino Visconti, Cátedra, 1997, página 157). Y dice algo que me parece muy atinado en Visconti, porque este director conoció el sentido de lo que se nos escapa y buscó el momento efímero de las cosas en su breve permanecer: “la visión viscontiniana tiene una gran deuda con la poética de Leopardi, que une mediante un mismo movimiento dialéctico lo finito y lo infinito, lo efímero y lo eterno en una misma percepción de la vanidad de las cosas” (página 157).

Si Visconti nos abrió Venecia a nuestros ojos en Senso (1954) a los espléndidos mundos de la aristocracia, en Muerte en Venecia nos deja un aroma decadente y una Venecia muy lejana de aquel ambiente de oropeles y de fiestas. Sí es cierto que los huéspedes del Hotel des Baines son aristocráticos, porque Visconti no sabe y no puede renunciar a su mundo (el de Senso, El Gatopardo, Ludwig o El inocente) cuando quiere contar algo muy grande, como es el desarrollo de esta película inolvidable.

Y hay algo que el director italiano posee en grado sumo: meticulosidad. Ese afán de perfección cala en la película, nos inunda plano a plano. Los flashbacks, los detalles cargados de simbolismo, hacen de la película una gran obra. Hay, desde luego, mucho de la novela de Mann (magistralmente escrita), pero también de La montaña mágica, del Doktor Faustus, e incluso, en el nombre de Aschenbach, de Los Buddenbrook (novela que adaptó en la muy notable La caída de los dioses).

¿Qué puedo decir entonces? Sólo que la novela es magnífica, llena del raciocinio y el intelectualismo de un escritor magistral, pero la película nos revela una visión completa de un mundo que muy pocos directores han conseguido plasmar: elegante, distinguido, bello y decadente.

Todo ello confirma que nos hallamos ante una obra maestra, algo más que cine, como dijo el gran poeta alcoyano Juan Gil-Albert en Viscontiniana, y, desde luego, arte que no ha de morir nunca.




Ficha fílmica de Muerte en Venecia:

Nacionalidad: Italia-Francia, 1971.
Producción: Alta Cinematográfica, Roma / Production. Editions Cinématographiques Françaises, París.
Directora de producción: Anna Davini.
Ayudante de dirección: Albino Cocco.
Guión: Luchino Visconti, Nicola Badalucco.
Fotografía: Pasquale de Santis, en Panavision y Technicolor.
Operadores: Mario Cimini, Michele Cristiani.
Ayudantes operadores: Marcello Matrogirolani, Giovanni Fiore, Roberto Gengarelli.
Decorados: Ferdinando Scarfiotti.
Vestuario: Piero Tosi.
Ayudante vestuario: Gabriella Pescucci.
Montaje: Ruggero Mastroianni.
Ayudante montaje: Lea Mazzocchi.
Música: Fragmentos de la Sinfonía número 3 y de la Sinfonía número 5, de Gustav Mahler.
Dirección musical: Franco Mannino, con la Orquesta Stabile dell´ Academia Nazionale de Santa Cecilia.
Sonido: Vittorio Trentino.
Duración: 135 minutos.
Primera proyección: Londres, 1 de marzo de 1971.
Intérpretes: Dirk Bogarde (Gustav von Aschenbach), Romolo Valli (director del Hotel des Bains), Nora Ricci (la institutriz), Björn Andersen (Tadzio), Silvana Mangano (la madre de Tadzio), Mark Burns (Alfred), Marisa Berenson (la esposa de Gustav von Aschenbach), Carole André (Esmeralda), Leslie French (El agente de Cook), Sergio Garfagnoli (Jaschu), Ciro Cristofoletti (empleado del Hotel des Bains), Antonio Apicella (el vagabundo), Bruno Boschetti (empleado de la estación ferroviaria), Franco Fabrizzi (el barbero), Luigi Battaglia (el viejo del barco), Dominique Darel (turista inglesa), Mirilla Pompili (cliente del hotel), Masha Predit (turista rusa).



Bibliografía:

Adorno, Theodor W: ‘Para un retrato de Thomas Mann. recogido en ‘Notas sobre literatura’, Obra Completa, volumen 11, Madrid, Akal, 2003, pp. 328, 331.
Gil-AlbertJuan: ‘Viscontiniana’, perteneciente a Los días están contados, Barcelona, Tusquets, Tiempo de Memoria, 2004, p. 278.
Guarner, José LuisConocer Visconti y su obra, Barcelona, Dopesa, 1978, p. 104.
Liandrat-Guigues, SuzanneLuchino Visconti, Madrid, Cátedra, 1997, pp. 92, 93, 157.
Mann, ThomasDoktor Faustus, Barcelona, Edhasa, 1991, pp. 11, 171. La muerte en Venecia, Barcelona, Destinolibro, 1ª edición. 1979, pp. 7-156.
Miret Jorba, Rafael: ‘Luchino Visconti. La razón y la pasión’. Barcelona, Dirigido por, 1984, pp. 193,194, 195, 276.
Radigales, JaumeLuchino ViscontiMuerte en Venecia, Barcelona, Paidós, 2001, pp. 70, 89.
Schiller, FriedichEscritos sobre estética, Madrid, Tecnos, 1991, p. 99.
Valls, ManuelLa música en el abrazo de ErosAproximación al estudio de la relación entre música y erotismo. Barcelona, Tusquets, 1982, p. 216.
Verges, GerardEros i art, Barcelona, Ed. 62, p. 35.




Pedro García Cueto (Madrid, 1968) es doctor en Filología Hispánica y antropólogo por la UNED, profesor de Lengua y Literatura en Educación Secundaria en la Comunidad de Madrid. Crítico literario y de cine y colaborador en diversas revistas, ha publicado dos libros sobre la obra de Juan Gil-Albert y un estudio acerca de doce poetas valencianos contemporáneos que escriben en lengua castellana. En FronteraD ha publicado Visiones del exilio y de los escritores a través del libro ‘Guerra en España’, de Juan Ramón JiménezJohn Banville: el mar, la pérdida y la memoria y Homenaje a Félix Grande, poeta, amigo del flamenco




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jueves, 18 de octubre de 2018

CARLOS FUENTES, CUENTOS. AGUA QUEMADA,1. El día de las madres a Teodoro Cesarman


Cuatro historias urbanas convergen en un solo destino, trazado por manos inexorables en lugares famosos o recónditos de la ciudad de México. 
La Ciudad de México -espacio mítico, ambiguo y luminoso- es el escenario de Agua Quemada, un sube y baja social que en la pluma de Carlos Fuentes da vértigo y hechiza al lector. 
Esta historia está hecha de cuatro relatos donde se narran momentos decisivos para los protagonistas, quienes descubren que la vida no es aquello que imaginaron. Sus personajes transitan por espacios y momentos trágicos y festivos, como ellos mismos: un general nostálgico ante la revolución mexicana, cada vez más corrompida, una anciana olvidada y su oscura relación con un niño paralítico de las vecindades del centro, un solterón acaudalado que no alcanza a comprender la pobreza ni la desaparición del mito fundador de su status, y un lumpen que, mientras traba un combate con las palabras, termina como guardaespaldas de quien le ha causado tanto dolor... La grandeza de ayer es la ruina de hoy, y nada lo demuestra mejor que la propia Ciudad de México y sus habitantes.

***

1. El día de las madres

a Teodoro Cesarman

 
Todas las mañanas el abuelo mezcla con fuerza su taza de café instantáneo. Empuña la cuchara como en otros tiempos la difunta abuelita doña Clotilde el molinete o como él mismo, el general Vicente Vergara, empuñó la cabeza de la silla de montar que cuelga de una pared de su recámara. Luego destapa la botella de tequila y la empina hasta llenar la mitad de la taza. Se abstiene de mezclar el tequila y el Nescafé. Que se asiente solo el alcohol blanco. Mira la botella de tequila y ha de pensar qué roja era la sangre derramada, qué límpido el licor que la puso a hervir y la inflamó para los grandes encuentros, Chihuahua y Torreón, Celaya y Paso de Gavilanes, cuando los hombres eran hombres y no había manera de distinguir entre la alegría de la borrachera y el arrojo del combate, sí señor, ¿por dónde se iba a colocar el miedo, si el gusto era la pelea y la pelea el gusto?
Casi dijo todo esto en voz alta, entre sorbo y sorbo del cafecito con piquete. Ya nadie sabía hacerle su café de olla, sabor de barro y piloncillo, de veras nadie, ni la pareja de criados traídos del ingenio azucarero de Morelos. Hasta ellos bebían Nescafé; lo inventaron en Suiza, el país más limpio y ordenado del mundo. El general Vergara tuvo una visión de montañas nevadas y vacas con campanas, pero no dijo nada en voz alta porque no se había puesto los dientes falsos que dormían en el fondo de un vaso de agua, frente a él. Esta era su hora preferida: paz, ensueño, memorias, fantasías sin nadie que las desmintiera. Qué raro, suspiró, que hubiera vivido tanto y ahora la memoria le regresara como una dulce mentira. Siguió pensando en los años de la revolución y en las batallas que forjaron al México moderno. Entonces escupió el buche que hacía circular en su lengua de lagartija y sus encallecidas encías.
Esa mañana vi a mi abuelito más tarde, de lejos, chancleteando como siempre a lo largo de los vestíbulos de mármol, limpiándose con un paliacate las permanentes lagañas y las lágrimas involuntarias de sus ojos color de maguey. Lo miraba así, de lejos, era como una planta del desierto, nomás que moviéndose. Verde, correoso, seco como los llanos del Norte, un viejo cacto engañoso, que iba reservando en su entraña la escasa lluvia de uno que otro verano, fermentándola: se le salía por los ojos, no alcanzaba a bañar los mechones blancos del cráneo, que parecían pelos de elote muerto. En las fotos, a caballo, se veía alto. Cuando chancleteaba, ocioso y viejo, por las salas de mármol del caserón del Pedregal, se veía chiquito, enjuto, puro hueso y piel desesperada por no separarse del esqueleto: viejito tenso, crujía. Pero no se doblaba, eso no, a ver quién se atreve.
Volví a sentir el malestar de todas las mañanas, la angustia de ratón arrinconado que me cogía al ver al general Vergara recorrer sin propósito las salas y vestíbulos y pasillos que a estas horas olían a zacate y jabón, después de que Nicomedes y Engracia los lavaban, de rodillas. La pareja de criados se negaba a usar los aparatos eléctricos. Decían que no con una gran dignidad, humilde, muy de llamar la atención. El abuelo les daba la razón, le gustaba el olor de zacate enjabonado y por eso Nicomedes y Engracia fregaban todas las mañanas metros y más metros de mármol de Zacatecas, aunque el licenciado Agustín Vergara, mi padre, dijera que lo había importado de Carrara, pero dedo sobre la boca, que nadie se entere, eso está prohibido, me ensartan un ad valorem, ya ni fiestas se pueden dar, sales a colores en el periódico y te quemas, hay que ser austero y hasta sentir vergüenza de haber trabajado duro toda la vida para darle a los tuyos todo lo que
Salí corriendo de la casa, poniéndome la chamarra Eisenhower. Llegué a la cochera y subí al Thunderbird rojo, lo puse en marcha, el portón levadizo del garaje se abrió automáticamente al ruido del motor y arranqué a ciegas. Algo, un mínimo sentido de la precaución, me dijo que Nicomedes podía estar allí, en el camino entre el garaje y la maciza puerta de entrada, recogiendo la manguera, tonsurando el pasto artificial entre las losas de piedra. Imaginé al jardinero volando por los cielos, hecho pedazos por el impacto del automóvil y aceleré. La puerta de cedro despintada por las lluvias del verano, hinchada, crujiente, también se abrió sola al pasar el Thunderbird junto a los dos ojos eléctricos insertados en la roca y ya estuvo: rechinaron las llantas cuando viré velozmente a la derecha, creí ver la cima nevada del Popocatépetl, era un espejismo, aceleré, la mañana era fría, la niebla natural del altiplano ascendía para encontrarse con la capa de smog aprisionada por el circo de montañas y la presión del aire alto y frío.
Aceleré hasta llegar al ingreso del Anillo Periférico, respiré, aceleré, pero ahora tranquilo, ya no tenía de qué preocuparme, podía dar la vuelta, una, dos, cien veces, cuantas veces quisiera, a lo largo de miles de kilómetros, con la sensación de no moverme, de estar siempre en el lugar de partida y al mismo tiempo en el lugar de arribo, el mismo horizonte de cemento, los mismos anuncios de cerveza, aspiradoras eléctricas, las que odiaban Nicomedes y Engracia, jabones, televisores, las mismas casuchas chatas, verdes, las ventanas enrejadas, las cortinas de fierro, las mismas tlapalerías, talleres de reparación, misceláneas con la nevera a la entrada repleta de hielo y gaseosas, los techos de lámina corrugada, una que otra cúpula de iglesia colonial perdida entre mil tinacos de agua, un reparto estelar sonriente de personajes prósperos, sonrosados, recién pintados, Santa Claus, la Rubia de Categoría, el duendecito blanco de la Coca-Cola con su corona de corcholata, Donald Duck y abajo el reparto de millones de extras, los vendedores de globos, chicles, billetes de lotería, los jóvenes de playera y camisa de manga corta reunidos cerca de las sinfonolas, mascando, fumando, vacilando, albureando, los camiones materialistas, las armadas de Volkswagen, el choque a la salida de Fray Servando, los policías en motocicleta, los tamarindos, la mordida, el tapón, los claxons, las mentadas, otra vez el arranque libre, idéntico, la segunda vuelta, el mismo recorrido, los tinacos, Plutarco, los camiones de gas, los camiones de leche, el frenón, los peroles de leche caen, ruedan, se estrellan sobre el asfalto, en las barandillas del periférico, contra el Thunderbird rojo, la marea de leche. El parabrisas blanco de Plutarco. Plutarco en la niebla. Plutarco cegado por la blancura inmensa, líquida, ciega ella misma, invisible, haciéndolo invisible a él, un baño de leche, mala leche, leche aguada, leche de tu madre, Plutarco.
Seguro, el nombre se presta a guasas y en la escuela me habían dicho todo aquello de ¿quequé?, ¿a poco?, ¿repite?, y Verga rara y alabío, alabau, alabimbombá, Verga, Verga, ra, ra, ra, y cuando pasaban lista nunca faltaba un chistoso que dijera Vergara Plutarco, presente y parada, o chiquita, o dormidita. Luego había trancazos a la hora del recreo y cuando me dio por leer novelas, a los quince años, descubrí que un autor italiano se llamaba Giovanni así, pero eso no iba a impresionar a la bola de cabroncitos relajientos de la Prepa nacional. No fui a escuela de curas porque primero el abuelo dijo que eso nunca, o para qué había habido revolución, y mi papá el licenciado dijo que okey, el viejo tenía razón, había tantísimo comecuras en público que era mocho en casa, era mejor para la imagen. Pero yo hubiera querido hacer como mi abuelito don Vicente, que le hicieron una vez esa broma y mandó castrar al chistoso. Usté es pura pirinola, puro pizarrín arrugado, puro pajarito coyón, le dijo el prisionero, y el general Vergara, que lo capen, pero ahoritita. Desde entonces lo llamaron el General Tompiates, cuídate los aguacates, ríete pero no me mates, y otros estribillos que corrieron durante la gran campaña de Pancho Villa contra los Federales, cuando Vicente Vergara, entonces muy jovencito pero ya fogueado, militaba con el Centauro del norte, antes de pasarse a las filas de Obregón cuando la vio perdida en Celaya.
Ya sé lo que cuentan. Tú sácale el mole al que te diga que tu abuelo cambió de chaqueta.
Pero si nadie me ha dicho nada.
Óyeme, chamaco, una cosa era Villa cuando salió de la nada, de las montañas de Durango, y él solito arrastró a todos los descontentos y organizó esa División del Norte que acabó con la dictadura del borracho Huerta y sus Federales. Pero cuando se puso contra Carranza y la gente de ley, ya fue otra cosa. Quiso seguir guerreando, a como diera lugar, porque ya no podía detenerse. Después de que Obregón lo derrotó en Celaya, el ejército se le desbandó a Villa y todos sus hombres volvieron a sus milpas y a sus bosques. Entonces Villa fue a buscarlos uno por uno, a convencerlos de que había que seguir en la bola, y ellos decían que no, que mirara el general, ya habían regresado a sus casas, ya estaban otra vez con sus mujeres y sus hijos. Entonces los pobres oían unos disparos, se volteaban y miraban sus casas en llamas y sus familias muertas. “Ya no tienes ni casa, ni mujer, ni hijos —les decía Villa— mejor síguele conmigo.”
Quizás quería mucho a sus hombres, abuelo.
Que nadie diga que fui un traidor.
Nadie lo dice. Ya se olvidó todo eso.
Me quedé pensando en lo que acababa de decir. Pancho Villa amó mucho a sus hombres, no podía imaginar que sus soldados no le correspondieran igual. En su recámara, el general Vergara tenía muchas fotos amarillas, algunas meros recortes de periódico. Se le veía acompañando a todos los caudillos de la revolución, pues anduvo con todos y a todos sirvió, por turnos. Como iban cambiando los jefes, iba cambiando el atuendo de Vicente Vergara, asomado entre la multitud que sumergía a don Panchito Madero el famoso día de la entrada a la capital del pequeño y frágil e ingenuo y milagroso apóstol de la Revolución, que tumbó al omnipotente don Porfirio con un libro en un país de analfabetos, no me digas que no fue un milagro, ahí estaba el jovencito Chente Vergara, con su sombrerillo de fieltro arrugado, sin listón, y su camisa sin cuello duro, un peladito más, encaramado en la estatua ecuestre del rey Carlos IV, ese día en que hasta la tierra tembló, igual que cuando murió Nuestro Señor Jesucristo, como si la apoteosis de Madero fuese ya su calvario.
Después del amor a la Virgen y el odio a los gringos, nada nos une tanto como un crimen alevoso, así es, y todo el pueblo se levantó contra Victoriano Huerta por haber asesinado a don Panchito Madero.
Y luego el capitán de dorados Vicente Vergara, el pecho cruzado de cananas y el sombrero de paja y los calzones blancos, comiéndose un taco con Pancho Villa junto a un tren sofocado, y luego el coronel constitucionalista Vergara, muy jovencito y pulcro con su sombrero tejano y su uniforme kaki, muy protegido por la figura patriarcal y distante de don Venustiano Carranza, el primer jefe de la Revolución, impenetrable detrás de sus espejuelos ahumados y su barba que le daba hasta la botonadura de la túnica, esa parecía casi foto de familia, un padre justo pero severo y un hijo respetuoso y bien encarrilado, que no era el mismo Vicente Vergara, coronel obregonista, pronunciado en Agua Prieta contra el personalismo de Carranza, liberado de la tutela del padre acribillado a balazos mientras dormía sobre un petate en Tlaxcalantongo.
¡Qué jóvenes se murieron todos!, Madero no alcanzó a cumplir los cuarenta y Villa tenía cuarenta y cinco, Zapata treinta y nueve, hasta Carranza que parecía bien vetarro apenas tenía sesenta y uno, mi general Obregón cuarenta y ocho. Dime si no soy un sobreviviente, pura suerte chamaco, si mi destino era morir joven, por puritita chiripa no estoy enterrado por ahí, en un pueblo de zopilotes y cempazúchiles, y tú ni hubieras nacido.
Este coronel Vergara sentado entre el general Álvaro Obregón y el filósofo José Vasconcelos en una comida, este coronel Vergara de bigotes a la káiser, uniforme de parada, oscuro, cuello alto y galones dorados.
Un fanático católico nos mató a mi general Obregón, chamaco. Ay. Asistí al entierro de todos, todititos los que ves aquí, que todos murieron de muerte violenta, menos al de Zapata, que lo enterraron en secreto para poder decir que sigue vivo,
que tampoco era el general Vicente Vergara, ahora vestido de civil, a punto de despedirse de la juventud, muy cuidado, muy esmerado, con su traje de gabardina clara y su perla en la corbata, muy serio, muy solemne, porque sólo así se le daba la mano a ese hombre con rostro de granito y mirada de tigre, el jefe máximo de la Revolución, Plutarco Elías Calles.
Ese era un hombre, chamaco, un humilde profesor de escuela que llegó a Presidente. Nadie podía sostenerle la mirada, nadie, ni los que habían pasado por la tremenda prueba de los fusilamientos de a mentiras creyendo que les llegaba la hora y ni siquiera pestañearon, ni esos. Tu niño Plutarco. Tu padrino, chamaco. Míralo, mírate nomás en sus brazos. Míranos, el día que te bautizó, el día de la unidad nacional, cuando mi general Calles regresó del destierro.
¿Por qué me bautizó? ¿No era un terrible perseguidor de la iglesia?
¿Qué tiene que ver una cosa con otra? Ni modo que te dejáramos sin nombre.
No, abuelo, usted también dice que la Virgen nos une a los mexicanos, ¿quihubo?
La guadalupana es una virgen revolucionaria que lo mismo aparece en los estandartes de Hidalgo, en la Independencia, que en los de Zapata, en la Revolución, una virgen a toda madre, pues.
Pero oiga, gracias a usted no fui a escuela de curas.
La iglesia nomás sirve para dos cosas, para bien nacer y para bien morir, ¿está claro? Pero entre la cuna y la tumba, que no se meta en lo que no le importa y que se dedique a bautizar escuincles y a rezar por las almas.
Los tres hombres que vivíamos en la casota del Pedregal sólo nos reuníamos para la merienda, que seguía siendo la que ordenaba el general mi abuelo. Sopa aguada, sopa seca, frijoles refritos, chilindrinas y champurrado. Mi padre, el licenciado don Agustín Vergara, se vengaba de estas cenas rústicas con largas comidas de tres a cinco en Jena o Rívoli, donde podía ordenar filetes Diana y crêpes Suzette. Lo que más le repugnaba de las meriendas era un hábito peculiar del general. Al terminar de comer, el viejillo se sacaba la dentadura postiza y la dejaba caer en un medio vaso de agua caliente. Luego le añadía medio vaso de agua fría. Esperaba un minuto y vaciaba la mitad de ese vaso en otro. Volvía a añadirle una porción de agua caliente al primer vaso, vaciaba la mitad en un tercero y volvía a llenar el primero con el agua tibia del segundo. Enfrentado a las tres mezclas turbias donde nadaban retazos de ropavieja y tortilla, sacaba los dientes del primer vaso, los remojaba en el segundo y el tercero y habiendo obtenido la temperatura deseada, se colocaba los dientes en la boca y los apretaba con las mandíbulas como quien cierra un candado.
Bien templaditos —decía—, hociquito de león, ah qué caray.
Es de dar vergüenza —dijo esta noche mi papá el licenciado Agustín, limpiándose los labios con la servilleta y arrojándola luego con desdén sobre el mantel.
Miré con asombro a mi padre. Nunca había dicho nada y el abuelo llevaba años de repetir la ceremonia de la dentadura. El licenciado Agustín debía retener la náusea que le provocaba la paciente alquimia del general. Pero a mí mi abuelito se me hacía muy cotorro.
Debía darle vergüenza, es un asco —repitió el licenciado.
Újule —lo miró con sorna el general—, ¿de cuándo acá no puedo hacer mi regalada gana en mi propia casa? Mi casa, dije, y no la tuya, Tin, ni la de tus cuatezones popoff…
Jamás podré invitarlos aquí, a menos que antes lo esconda a usted en un clóset bajo llave.
¿Te dan guácara mis dientes pero no mi lana? A ver, cómo está eso.
Eso está muy mal, muy muy… —dijo mi papá meneando la cabeza con una melancolía que nunca le habíamos visto. No era un hombre grave, sólo un poquitín pomposo, aun en su frivolidad. Su sincera tristeza, sin embargo, se disipó en seguida y miró al abuelo con un helado desafío y una mínima mueca de burla que no alcanzamos a comprender.
Más tarde el abuelo y yo evitamos comentar todo esto en la recámara del general, tan distinta del resto de la casa. Mi papá el licenciado Agustín dejó todos los arreglos en manos de un decorador profesional que nos llenó el caserón de muebles Chippendale, arañas gigantescas y falsos Rubens cobrados como si fuesen de a devis. El general Vergara dijo que le importaba un pito todo eso y se reservó el derecho de amueblar su recámara con los objetos que siempre usaron él y su difunta doña Clotilde, cuando construyeron su primera casa en la Colonia Roma, allá por los veinte. La cama era de metal dorado y a pesar de que había un clóset moderno, el general lo condenó instalando un ropero viejo y pesado, de caoba y espejos, que quedó atrancado contra la puerta del clóset. Miró con cariño su viejo armario.
Cada que lo abro, siento todavía el olor de la ropa de mi Clotilde, tan hacendosa, las sábanas bien planchadas, todo bien almidonado.
Abundan en esta recámara cosas que nadie usa ya, como una cómoda de aseo con tapa de mármol, aguamanil de porcelana y altas jarras llenas de agua. Escupidera de cobre y mecedora de mimbre. El general siempre se ha bañado de noche, y ésta de los misterios de mi papá me pidió que lo acompañara y fuimos los dos juntos al baño, el general con su jícara de patitos y flores pintadas a mano y su jabón Castillo, porque odiaba los jabones perfumados y con nombres impronunciables que ahora se usaban, decía que él no era ni estrella de cine ni maricón. Yo lo ayudé con su bata, su piyama y sus pantuflas forradas. Cuando se metió a la tina de agua tibia, enjabonó un zacatón y comenzó a fregarse vigorosamente. Me dijo que era bueno para la circulación de la sangre. Le dije que prefería una ducha y me contestó que eso era para los caballos. Luego, sin que me lo pidiera, lo enjuagué con la jícara, vaciándole el agua sobre los hombros.
Me quedé pensando, abuelo, en lo que me dijo de Villa y sus dorados.
Yo también en lo que me contestaste, Plutarco. Puede que sí. Qué falta nos hacen a veces los demás. Todos se han ido muriendo. Y no le hace que nazcan nuevas gentes. Cuando se te mueren los amigos con los que viviste y peleaste, te quedas solo, de plano.
Usted se acuerda de muchas cosas muy padres y a mí me encanta oírlas.
Eres mi amiguito. Pero no es lo mismo.
Haga de cuenta que yo anduve con usted en la Revolución, abuelo. Haga de cuenta que yo…
Me entró un extraño bochorno y el viejo sentado en la tina, bien enjabonado otra vez, me interrogó con las cejas blancas de espuma. Luego me agarró la mano con la suya mojada y me la apretó mucho, antes de cambiar rápidamente de tema.
¿Qué se trae tu jefe, Plutarco?
Quién sabe. Conmigo nunca habla. Usted lo sabe bien, abuelo.
Nunca ha sido respondón. Hasta me gustó cómo me contestó a la hora de la cena.
El general se rió y pegó un manotazo en el agua. Dijo que mi papá siempre había sido un güevón que se encontró con la mesa puesta, con negocios honrados, cuando el general Cárdenas les hizo el honor a los callistas de barrerlos del gobierno. Contó, mientras se lavaba la cabeza, que hasta entonces él había vivido de su sueldo de oficial. Cárdenas lo obligó a vivir fuera del presupuesto y a ganarse la vida en los negocios. Las viejas haciendas no producían. Los campesinos las habían quemado antes de irse a la bola. Dijo que mientras Cárdenas repartía la tierra, había que producir. Se juntaron los hombres de Agua Prieta para comprar los cachos no afectados de las haciendas, como pequeños propietarios.
Sembramos caña en Morelos, jitomate en Sinaloa y algodón en Coahuila. El país pudo comer y vestirse mientras Cárdenas echaba a andar sus ejidos, que nunca arrancaron porque lo que quiere cada hombre del campo es su pedacito de tierra propio, a título personal, ¿ves? Yo puse en marcha las cosas, tu papá nomás administró cuando yo me fui haciendo viejo. Que se acuerde de eso cuando se me pone alzado. Pero palabra que me gustó. Le ha de estar saliendo la espina dorsal. ¿Qué se traerá?
Me encogí de hombros, no me han interesado nunca los negocios ni la política, ¿qué riesgo hay en todo eso?, ¿qué riesgo comparable a lo que antes vivió mi abuelo, las cosas que sí me interesaban?
Entre tantísima foto con los caudillos, la de mi abuelita doña Clotilde es algo aparte. Tiene una pared para ella sola y al lado una mesa con un florero lleno de margaritas. Si el abuelo fuese creyente le pondría veladoras, creo. El marco es ovalado y la foto está firmada en 1915 por el fotógrafo Gutiérrez, de León, Gto. Esta señorita antigua que fue mi abuela parece una muñeca. El fotógrafo coloreó la foto con tonos de rosa pálido y sólo los labios y las mejillas de doña Clotilde están incendiados con una mezcla de rubor y sensualidad. ¿Fue realmente así?
Fue de película, me dice el general. Era huérfana de madre y a su papá lo fusiló Villa porque era agiotista. Por donde pasaba, Villa suprimía las deudas de los pobres. Pero no le bastaba. Mandaba fusilar a los prestamistas, como escarmiento. Yo creo que la única escarmentada fue mi pobre Clotilde. Recogí a una huerfanita que hubiera aceptado al primer hombre que le ofrecía protegerla. La de huérfanas de esa región que acabaron de putas de los soldados o, con suerte, de artistas de variedades, con tal de sobrevivir. Luego aprendió a quererme mucho.
¿Usted la quiso siempre?
El abuelo asintió, bien arropado en la cama.
¿Usted no se aprovechó porque la vio desamparada?
Ahora me lanzó una mirada de cólera y apagó violentamente la luz. Me sentí ridículo, sentado en la oscuridad, meciéndome en la silla de mimbre. Sólo se escuchó, un rato, el ruido de la silla. Después me levanté y caminé de puntas, dispuesto a irme sin decirle buenas noches al general. Me detuvo una imagen bien dolorosa y bien sencilla. Vi a mi abuelo muerto. Amanecía muerto, una mañana de estas, ¿por qué no?, y yo nunca pude decirle lo que quería, nunca más. Él se enfriaba rápido y mis palabras también. Corrí a abrazarlo en la oscuridad y le dije:
Lo quiero mucho, abuelo.
Está bien, chamaco. Lo mismo digo.
Oiga, yo no quiero empezar la vida con la mesa puesta, como usted dice.
Ni modo. Todo está a mi nombre. Tu papá nomás administra. Cuando me muera, todo te lo dejo a ti.
No lo quiero, abuelo, abuelo, quisiera empezar de nuevo, como empezó usted…
Ya no son los mismos tiempos, ¿qué ibas a hacer?
Sonreí apenas: —Me hubiera gustado castrar a alguien, como usted…
¿Todavía cuentan ese cuento? Pues sí, así fue. Sólo que esa decisión no la tomé solo, ¿ves?
Usted dio la orden, cápenlo pero ahoritita mismo.
El abuelo me acarició la cabeza y dijo que lo que nadie sabe es cómo se toman esas decisiones, que nunca se toman a solas. Recordó una noche de fogatas, en las afueras de Gómez Palacio, antes de la batalla de Torreón. Ese hombre que lo había insultado era un prisionero, pero además era un traidor.
Había sido de los nuestros. Se pasó a los Federales y les contó cuántos éramos, cómo veníamos armados. Mis hombres lo hubieran matado de todos modos. Yo nomás me les adelanté. Era la voluntad de ellos. Se volvió la mía. Me dio la oportunidad con su insulto. Ahora cuentan esa historia muy pintoresca, ah qué cabrón mi general Vergara, el mero general Tompiates, sí señor. No, qué va. No fue así de fácil. Lo hubieran matado de todos modos y con derecho, si era un traidor. Pero también era un prisionero de guerra. Esas son cosas del honor militar como yo lo entiendo, chamaco. Por más despreciable que fuera ese tipo, ahora era prisionero de guerra. Salvé a mis hombres de matarlo. Creo que eso los hubiera deshonrado a ellos. Yo no los podía contener. Creo que eso me hubiera deshonrado a mí. Mi decisión fue la de todos y la de todos fue la mía. Así pasan esas cosas. No hay manera de saber dónde empieza tu voluntad y dónde empieza la de tus hombres.
Regresé a decirle que me hubiera gustado nacer al mismo tiempo que usted para haberlo acompañado.
No fue un bonito espectáculo, qué va. Ese hombre desangrándose hasta el amanecer sobre el polvo del desierto. Luego se lo comió el sol y los zopilotes lo velaron. Y nosotros nos fuimos, sabiendo en secreto que lo que habíamos hecho lo habíamos hecho todos. En cambio, si lo hacen ellos y yo no, ni yo soy el jefe ni ellos se hubieran sentido tranquilos para la batalla. No hay nada peor que matar a un pobre tipo solitario al que le estás mirando los ojos antes de matar a muchos tipos sin cara, que ni conoces sus miradas. Así son esas cosas.
Qué ganas, abuelo…
No te hagas ilusiones. No volverá a haber una revolución así en México. Eso pasa una sola vez.
¿Y yo, abuelo?
Pobrecito mi chamaco, abráceme fuerte, mijito, lo entiendo, palabra que lo entiendo… ¡Qué ganas de volverme joven yo para andar contigo! La que armaríamos, Plutarco, tú y yo juntos, ah qué caray.
Con mi padre el licenciado yo hablaba pocas veces. Ya he dicho que los tres sólo nos reuníamos para la merienda y allí el general llevaba la voz cantante. Mi papá me llamaba de vez en cuando a su despacho, para preguntarme cómo iba en la escuela, qué tal mis calificaciones, qué carrera iba a seguir. Si le hubiera dicho que no sabía, que me la pasaba leyendo novelas, que me gustaba irme a mundos lejanos, la Siberia de Miguel Strogoff, la Francia de d’Artagnan, que me interesaba muchísimo más saber lo que nunca podría ser que lo que quisiera ser, mi papá no me hubiera regañado, ni siquiera con desilusión. Simplemente, no me habría comprendido. Conocía bien su mirada perpleja cuando se decía algo que escapaba por completo a su inteligencia. Eso me dolía a mí mucho más que a él.
Entraré a Derecho, papá.
Muy bien, muy acertado. Pero luego especialízate en administración de negocios. ¿Te ilusionaría ir al Harvard Business School? Es difícil el ingreso, pero puedo mover palancas.
Yo me hacía el disimulado y me quedaba mirando los tomos, idénticamente empastados de rojo, de la biblioteca. No había nada interesante, salvo la colección completa del Diario Oficial, que siempre empieza con los permisos para usar condecoraciones extranjeras. La Orden de las Estrellas Celestes de China, la del Libertador Simón Bolívar, la Legión de Honor francesa. Sólo en ausencia de mi padre me atrevo a entrar, como espía, a su recámara alfombrada y forrada de madera. Allí no hay ningún recuerdo, ni siquiera una foto de mi madre. Ella murió cuando yo tenía cinco años, no la recuerdo. Una vez al año, el 10 de mayo, vamos los tres al Panteón Francés, donde están enterradas juntas mi abuelita Clotilde y mi mamá, Evangelina se llamaba. Tenía trece años cuando un compañero de la secundaria “Revolución” me mostró una foto de una muchacha en traje de baño, y es la primera vez que sentí una excitación. Igual que doña Clotilde en su foto, sentía gusto y vergüenza al mismo tiempo. Me puse colorado y mi compañero, con grandes risotadas, me dijo te la regalo, es tu mamacita. Una banda de seda le cuelga del hombro a la muchacha de la foto, le cruza los pechos y se le ajusta a la cadera. La leyenda dice “Reina del Carnaval de Mazatlán”.
Mi papá dice que era un cuero tu jefa, me dijo carcajeándose mi compañero de escuela.
¿Cómo era mi mamá, abuelo?
Guapa, Plutarco. Demasiado guapa.
¿Por qué no hay ninguna foto de ella en la casa?
Por puritito dolor.
No quiero quedarme fuera del dolor, abuelo.
El general me miró muy raro cuando le dije esto; cómo no iba a recordar su mirada y mis palabras esa noche famosa, cuando me despertaron las voces levantadas, en esta casa donde no se oía un ruido después de que mi padre salía acabando de cenar, manejando su Lincoln Continental y, regresaba muy temprano, como a las seis, a bañarse y rasurarse y a desayunar en piyama, como si hubiera pasado la noche en casa, ¿a quién engañaba?, si a cada rato lo veía fotografiado en las páginas sociales acompañado siempre de una viuda riquísima, cincuentona como él, pero la podía mostrar, yo no pasaba de irme de putas los sábados, solo, sin cuates. Quería ligarme a una señora de a deveras, madura, como la amante de mi papá, no a las niñas bien que conocía en fiestas de otros riquillos como nosotros. ¿Dónde estaba mi Clotilde para rescatarla, protegerla, enseñarla a quererme, cómo era Evangelina, la soñaba, con su traje de baño blanco, de satín, marca Jantzen?
Soñaba con mi madre cuando me despertaron las voces que rompían los horarios de la casa, me senté en la cama, me puse instintivamente los calcetines para bajar sin hacer ruido, claro, en mi sueño había escuchado al abuelo chancletear, no había sido sueño sino verdad, no, yo era el único en esta casa que sabía que el sueño es la verdad, eso me iba diciendo mientras caminaba en silencio hacia la sala, de allí venían las voces, la Revolución no era verdad, era un sueño de mi abuelito, mi mamá no era verdad, era un sueño mío, y por eso eran ciertas, sólo mi papá no soñaba, por eso era de a mentiras.
Mentiras, mentiras, eso gritaba el abuelo cuando me detuve sin entrar a la sala, me quedé escondido detrás de la reproducción tamaño natural de la Victoria de Samotracia que el decorador había mandado poner allí, como una diosa guardiana de nuestro hogar, de la sala a la que nadie entraba nunca, era de exposición, ni una pisada, ni una colilla de cigarro, ni una mancha de café y ahora el escenario de este pleito a la medianoche entre mi abuelo y mi padre, gritándose, mi abuelo el general con la voz que le imaginaba al ordenarle a un soldado, cápenlo, pero ahoritita mismo, quémenlo, fusílenlo, primero lo matamos y luego averiguamos, el mero general Tompiates, mi padre el licenciado con una voz que jamás le había escuchado.
Me imaginé que el abuelo, a pesar de su coraje, estaba gozando que al final el hijo le saliera respondón, lo estaba maltratando como a un cabo borracho, si hubiera tenido un fuete a la mano le deja la cara como crucigrama a mi papá, de hijo de la chingada no lo bajaba, y mi papá de viejo pendejo al general, y el abuelo que pendejo no había más que uno en esta familia, le había entregado una fortuna sólida, honrada, nomás para que la administrara, con los mejores abogados y cepetés, no tenía que hacer nada más que firmar y cobrar rentas y meter tantito al banco y otro tantito reinvertirlo, ¿cómo que no quedaba nada?, dése de santos, viejo pendejo, dése de santos, por lo menos no voy a la cárcel, yo no firmé nada, muy abusado, dejé que los abogados y los contadores firmaran todo por mí, al menos puedo decir que todo se hizo a mis espaldas pero que yo respondo de las deudas, yo también fui víctima del fraude, igual que los accionistas, hijo de la chingada, yo te entregué una fortuna sólida, sana, la riqueza de la tierra es la única riqueza segura, el dinero es puro papel si no se basa en la tierra, mequetrefe, puro bilimbique, quién te manda levantar un imperio de pura saliva, financieras fantasmas, venta de acciones balín, cien millones de pesos sin nada que los respalde, andar creyendo que mientras más deudas se tiene más seguro el asunto y más intocable, pendejo, no se apure, general, le digo que el proceso se seguirá contra los abogados y contadores, a mí me engañaron también, eso mantendré, mantendrás madre, tienes que responder con la tierra, con las propiedades de Sinaloa, los cultivos de jitomate, jitomate, jitomate, cómo se ríe mi padre, nunca le he oído reírse así, ah qué bruto será usted, mi general, jitomates, ¿se le ocurre que con jitomates construimos esta casa y compramos los coches y nos damos la gran vida?, ¿cree usted que soy placera de la Merced?, ¿qué cree usted que se da mejor en Sinaloa, el jitomate o la amapola?, qué más da, campos rojos, desde el aire ni quien diga que no son jitomates, ¿ahora por qué se queda callado?, ¿quiere saberlo todo?, si respondo a las deudas con los campos, eso tiene que salir al aire, entonces quema pronto los cultivos, cabrón, arrasa y di que te cayó el chahuistle, ¿qué esperas?, ¿y usted se anda creyendo que me van a dejar hacer eso?, cómo será usted un viejo tarugo, los gringos que me compran el producto y lo comercializan, pues, mis socios de California, donde se vende la heroína, ¿qué cree usted?, se van a cruzar de brazos, cómo no, ahora dígame de dónde saco cien millones de pesos para reembolsar a los accionistas, dígame nomás entre la casa y los coches apenas arañamos los diez millones y en la cuenta de Suiza habrá otro tanto, pobre diablo, ni a la droga le sacaste jugo, te babosearon los yanquis.
Luego el general se quedó callado y el licenciado hizo un ruido de desesperación con la garganta.
Cuando te casaste con una puta, sólo te deshonraste a ti mismo, dijo finalmente el abuelo. Pero ahora me has deshonrado a mí.
Eso no quería oírlo, que no siguieran, rogué, amparado por las alas de la Victoria, eso era ridículo, una escena de mala película mexicana, de telenovela de la caja idiota, yo escondido detrás de una cortina oyendo a los mayores decirse las verdades, escena de Libertad Lamarque y Arturo de Córdova, clásica, el abuelo salió con paso militar de la sala, yo me adelanté, lo agarré del brazo, mi padre nos miró estupefacto, le dije al abuelo:
¿Trae usted lana?
El general Vergara me miró derecho y se acarició el cinturón. Era su viborilla llena de centenarios de oro.
Hecho. Véngase conmigo.
Nos fuimos, yo abrazando al viejo, mientras mi padre nos gritaba desde la sala:
¡A nadie le voy a dar el gusto de verme vencido!
El general le dio un empujón al gigantesco florero de vidrio cortado del vestíbulo, que cayó y se hizo pedazos. Dejamos detrás de nosotros un reguero de alcatraces de plástico y arrancamos en el Thunderbird rojo, yo con mi piyama y mis calcetines, el general muy compuesto con su traje de gabardina clara, su corbata marrón con una perla de alfiler clavada debajo del nudo, y acariciando continuamente el cinturón lleno de oro: ahora sí daba gusto, arrancarse a lo largo del periférico a la una de la mañana, sin tránsito, sin paisaje, vía libre a la eternidad, eso le dije al abuelo, agárrese fuerte, mi general, que voy a hundir el fierro hasta ciento veinte, cuacos más broncos he montado, rió mi abuelo, vamos a ver a quién le cuenta usted sus recuerdos, vamos a encontrar gente que lo oiga, vamos a botarnos los centenarios, vamos a empezar de vuelta, abuelito, chamaco, seguro, desde cero, otra vez.
En la Plaza Garibaldi, a la una y cuarto de la mañana, lo primero es lo primero, chamaco, unos mariachis que la sigan con nosotros toda la noche, ni preguntes cuánto, nomás si saben tocar “La Valentina” y “Camino de Guanajuato”, a ver muchachos, qué tal templan el guitarrón, el abuelo lanzó un aullido de coyote, Valentina, Valentina, yo te quisiera decir, éntrenle con nosotros al Tenampa, vamos a empinarnos unos tequilas, con eso me desayuno yo, muchachos, a ver quién aguanta más, así me templé para el encuentro de Celaya, cuando le echamos los villistas la caballería encima a Obregón, una pasión me domina, y es la que siento por ti, y frente a nosotros sólo veíamos el llano inmenso y al fondo las artillerías y los jinetes inmóviles del enemigo y aquí las bandejas abolladas llenas de cervezas y nos lanzamos a todo galope, seguros de la victoria, con unos bríos de tigres salvajes, y entonces los mariachis nos miran con sus ojos de piedra, como si mi abuelito y yo no existiéramos y entonces de las loberas invisibles en el llano salieron de golpe mil bayonetas, muchachos, en esos hoyos estaban escondidos los yaquis fieles a Obregón, cuidado, no derramen las frías así de raro nos miraban, un viejito hablantín y un chamaco en piyama, ¿qué se traen?, nomás nos iban clavando las bayonetas en las panzas de nuestros caballos, manteniéndolas firmes hasta rajarles las tripas, esos yaquis con arracadas en las orejas y las cabezas cubiertas de pañoletas rojas bañadas de sangre y tripa y cojón de caballo, otra vuelta, seguro, la noche es joven, nos espantamos, cómo no nos íbamos a espantar, quién iba a imaginarse esa táctica tan tremenda de mi general Obregón, allí comencé a respetarlo, palabra que sí, ¿a qué hora cantamos?, ¿no nos contrató para cantarle, señor?, nos miraban diciendo estos no traen ni morralla, retrocedimos, atacamos con cañones, pero ya estábamos vencidos por la sorpresa, Celaya era un campo de humo y sangre y caballiza agonizante, humo de cigarrillos “Delicados”, un mariachi aburrido le untó sal y le exprimió un limón a mi abuelo en el puño cerrado, le volamos un brazo al general Obregón, así de dura estuvo la cosa, allí me dije, contra éste no se puede, se encogió de hombros y le untó la sal a la boca de la trompeta y comenzó a juguetear con ella, a sacarle tristezas, Villa es pura fuerza desatada, sin rumbo, Obregón es fuerza inteligente, es el más chingón, ya estaba dispuesto a meterme en ese campo de batalla como quien se mete a un rastro, a buscar el brazo que le volamos a Obregón, para devolvérselo diciéndole mi general, usted es el mero chingón, aquí tiene su bracito y dispense, ah qué caray, aunque ustedes ya saben lo que pasó, ¿no?, ¿nadie sabe?, ¿no les importa saber?, pues que el propio general Obregón lanzó un centenario de oro al aire, así, y el brazo mutilado se levantó volando de la tierra, el puño sangriento pescó al aire la moneda, así, ah que caray, te gané, mariachazo, ¿ahora sí te interesó mi historia?, te gané, igual nos ganó Obregón y así recuperó su brazo en Celaya, si me han de matar mañana, que me maten de una vez, quiero que me quieran, muchachos, nomás, quiero que me sean fieles, aunque sea esta noche, nomás.
A las dos de la mañana, en el Club de los Aztecas pintado de plata, la sensacional Ricky Rola reina del chachachá, cubas libres para todos, aquí los muchachos son mis cuates, cómo que no pueden sentarse, usted es un pinche gato sangre de limón, mírese nomás qué verdes ojeras se trae, pinche barrendero de tapancos, cállese el hocico o lo dejo bien exprimido, cómo que mi nieto en piyama no, si es su único trajecito, si nomás vive de noche, si se la pasa durmiendo con tu mamacita toditito el día, está bien cansadito, cómo que van a protestar los músicos, también mis mariachis son de la CTM, siéntense muchachos, se los ordena el general Vergara, ¿qué dices, pinche asistente?, que a sus órdenes mi general, aprende, cara de limón, vete a mear vinagre, luces amarillas, color de rosa, azules, la inmarcesible Azucena reina del bolero sentimental, se metió con calzador el traje de lentejuelas, mire mi general, se levantó las chichis con grúa después de jugar futbol con ellas, ésta es de las que se meten goles solas, ha de tener el ombligo del tamaño de la plaza de toros, le dieron ocho manitas de pintura antes de salir, mi general, mire nomás esas pestañas que parecen persianas negras, te vendes, ¿no me digas?, ¿cuánto cuestan tus ojitos de luto, gorda?, hipócrita, ¿a quién le canta esas canciones de padrotes, muchachos?, a ver, al asalto, mis tigrillos, sencillamente hipócrita, te burlaste de mí, una canción de machos, súbanse allí al templete, nalgada a la inmarcesible Azucena, a pelar chayotes, gorda, ah qué chillido, respeto para los artistas, a bañarse, sudorosa, despíntese la cara de payaso, no grite, si es por su bien, al asalto mi tropa, cante mi general, y nuestro México febrero dieciséis, nos manda Wilson diez mil americanos, venga la guitarra que suena a llanto, venga la trompeta que sabe a sal, tanques cañones y hartos aeroplanos, buscando a Villa, queriéndolo matar, bájese pinche viejito, al rastro mariachones balines, y ese puto de piyama, pabajo, aquí nomás tocan los músicos sindicalizados, puros jotos envaselinados con corbatita de moño y esmokin brillante de tanta planchada, planchados te voy a dejar los güevos, vejestorio, órale mis muchachos, ya me bravearon y eso no, por la santísima virgen que no, cápalos, abuelito, pero ahoritita mismo, una patada al tambor, guitarrón contra las baterías, sáquenle las tripas al piano como a los caballos de Celaya, cuídese abuelito del tipo del saxofón, descontón a la panza, clávele la cabeza en el tambor a ese pelado, Plutarco, duro, mis tigrillos, quiero ver la sangre de estos chamizcleros en la pista de baile, ese de la batería usa peluquín, Plutarco, arráncaselo, ora sí, cabecita de huevo, que te pasen por agua antes de que yo te pase por mis cojones, patada al culo, Plutarco, y a correr todos que el Limonadas ya llamó a los azules, róbense el arpa, muchachos, no quedó una tecla en su lugar, tome, mi general, las pestañas de la cantante y ahí les dejo este reguero de centenarios para pagar los desperfectos.
Pasaditas las tres, en casa de la Bandida, donde yo era bien conocido y la mera dueña nos dio la bienvenida, qué chulo piyama Plutarco y se sintió muy honrada de que el famoso general Tompiates y qué idea tan a todo dar traerse a los mariachis y que nos toquen el “Siete Leguas”, ella misma, la Señora, lo iba a cantar, porque era composición suya, Siete Leguas el caballo que Villa más estimaba, escancien los rones, pásenle muchachas, todas recién llegaditas de Guadalajara, todas muy jovencitas, será usted cuando mucho el segundo que las toca en su vida mi general y si prefiere le traigo a una virgencita como quien dice, qué buena idea tuviste, Plutarco, así, así, en las rodillitas de mi general, Judith, no te hagas la remolona, ay, es que está deatiro pa los liones, doña Chela, ni mi abuelito está tan carcas, oye tú pinche enana, es mi abuelito y me lo respetas, no me hace falta que me defiendas, Plutarco, ahora va a ver esta mariposilla nocturna que Vicente Vergara no está para los leones sino que yo soy el mero león, véngase, Judicita, a ver dónde dejó su petate, va a ver lo que es un macho, lo que quiero es ver el color de los centavos, ahí te va, péscalo, me lleva, un centenario de oro, doña Chela, óigame, el viejito viene forrado, cuando oía pitar los trenes, se paraba y relinchaba, escojan, muchachos, les dijo mi abuelito a los mariachis, recuerden que son mi tropa de tigrillos, ni regateen.
Me quedé esperando en la sala, oyendo discos. Entre mi abuelo y los mariachis acapararon a todas las muchachas. Me bebí una cuba y conté los minutos. Cuando pasaron más de treinta, comencé a preocuparme. Subí por la escalera al segundo piso y pregunté dónde trabajaba Judith. La toallera me llevó hasta la puerta. Toqué y Judith abrió, chiquitita sin sus tacones, encuerada. El general estaba sentado al filo de la cama, sin pantalones, con los calcetines detenidos por unas viejas ligas rojas. Me miró con los ojos llenos de esa agua que a veces se le salía sin querer de su cabeza de biznaga vieja. Me miró con tristeza.
No pude, Plutarco, no puede.
Agarré de la nuca a Judith, le torcí el brazo detrás de la espalda, la puta me llegaba al hombro, chillaba, no fue mi culpa, le hice su show, todo lo que me pidió, hice mi trabajo, le cumplí, no lo robé, pero que ya no me mire así, si quiere le devuelvo el centenario, pero que ya no me mire triste, por favor, no me hagas daño, suéltame.
Le torcí todavía más el brazo, le jalé todavía más el pelo ensortijado, veía en el espejo su cara de gatita salvaje, chillando, con los ojos muy cerrados, los pómulos altos y la boca pintada con polvo plateado, los dientes chiquititos pero filosos, sudorosa la espalda.
¿Así era mi mamá, abuelo? ¿Una huila así? ¿Eso quiso usted decir?
Solté a Judith. Salió corriendo, tapándose con una toalla. Fui a sentarme junto al abuelo. No me contestó. Lo ayudé a vestirse. Murmuró:
Ojalá, Plutarco, ojalá.
¿Corneó a mi papá?
Como venadito lo dejó.
¿Y qué?
No le hacía falta, como a ésta.
Entonces lo hacía por placer. ¿Qué tiene de malo?
Fue una ingratitud.
Seguro que mi papá no le cumplió.
Se hubiera metido al cine, no a mi hogar.
¿De manera que le hicimos el gran favor? Mejor se lo hubiera hecho mi papá en la cama.
Yo nomás sé que deshonró a tu papá.
Por necesidad, abuelo.
Cuando recuerdo a mi Clotilde.
Le digo que lo hizo por necesidad, igual que esta puta.
Yo tampoco le cumplí, chamaco. Ha de ser la falta de práctica.
Déjeme enseñarle, déjeme refrescarle la memoria.
Ahora que ya rebasé la treintena, recuerdo esa noche de mis diecinueve años como entonces la sentí, la noche de mi liberación. Eso sentí mientras me cogía a Judith con los mariachis en la recámara, bien zumbos, dale y dale al corrido del caballo de Pancho Villa, en la estación de Irapuato, cantaban los horizontes, mi abuelo sentado en una silla, triste y silencioso, como si mirara la vida renacer y ya no fuese la suya ni pudiese serlo nunca más, la Judith colorada de vergüenza, nunca lo había hecho así, con música y todo, helada, avergonzada, fingiendo emociones que yo le sabía falsas porque su cuerpo era el de la noche muerta y sólo yo vencía, la victoria era sólo para mí y nadie más, por eso no me supo a nada, no era como esos actos de todos de los que hablaba el general, quizás por eso la tristeza de mi abuelo era tan grande y tan grande fue, para siempre, la melancolía de la libertad que entonces creí ganarme.
Llegamos como a las seis de la mañana al Panteón Francés. El abuelo le entregó otro de los centenarios que traía en su viborilla cuajada al guardián tullido de frío y nos dejó entrar. Quería llevarle serenata a doña Clotilde en su tumba y los mariachis cantaron “Camino de Guanajuato” con el arpa que se robaron del cabaret, no vale nada la vida, la vida no vale nada. El general los acompañó, era su canción preferida, le traía tantos recuerdos de su juventud, camino de Guanajuato, que pasas por tanto pueblo.
Les pagamos a los mariachis, quedamos en vernos todos pronto, cuates hasta la muerte, y regresamos a la casa. Aunque había poco tránsito a esa hora, yo no tenía ganas de correr. Íbamos los dos, el abuelo y yo, de regreso a nuestra casa en ese cementerio involuntario que se levanta al sur de la Ciudad de México: el Pedregal. Mudo testigo de cataclismos que nadie documentó, el negro terreno vigilado por los volcanes extintos es una Pompeya invisible. Hace miles de años, la lava inundó la noche de burbujas ardientes; nadie sabe quién murió aquí, quién huyó de aquí. Algunos, como yo, piensan que nunca debió tocarse ese perfecto silencio que era como un calendario de la creación. Muchas veces, de niño, cuando todavía vivíamos en la Colonia Roma y vivía mi mamá, pasé por allí para visitar la pirámide de Copilco, piedra corona de la piedra. Recuerdo que todos, espontáneamente, guardábamos silencio al mirar ese paisaje muerto, dueño de un crepúsculo propio que jamás disiparían las mañanas (entonces) luminosas de nuestro valle, ¿se acuerda, abuelo? Es lo primero que yo recuerdo. Íbamos de día de campo, porque entonces el campo estaba muy cerca de la ciudad. Yo viajaba siempre sentado en las rodillas de la criada, ¿era mi nana?, Manuelita se llamaba.
Ahora que regresaba a la casa del Pedregal con mi abuelito humillado y borracho, recordé cómo se construyeron los edificios de la Ciudad Universitaria y la roca volcánica fue maquillada, el Pedregal se puso anteojos de vidrio verde, toga de cemento, se pintó los labios de acrilita, se incrustó de mosaicos las mejillas y venció la negrura de la tierra con una sombra de humo aún más negra. El silencio se rompió. Del otro lado del vasto estacionamiento de automóviles de la Universidad, se parcelaron los Jardines del Pedregal. Se definió un estilo que unificara la construcción y el paisaje del nuevo barrio residencial. Muros altos, blancos, azul añil, bermejón, amarillo. Vivos colores mexicanos de la fiesta, abuelo, y tradición española de la fortaleza, ¿me oye usted? La roca fue sembrada de plantas dramáticas, desnudas, sin más adorno que algunas flores agresivas. Puertas cerradas como cinturones de castidad, abuelo, y flores abiertas como heridas genitales, como el coño de la puta Judith, que usted ya no se pudo coger y yo sí y para qué, abuelito.
Ya vamos llegando juntos a los Jardines del Pedregal, a las mansiones que debieron ser todas iguales, detrás de los muros, Japón pasado por Bauhaus, modernas, de un solo piso, techos bajos, ventanales amplios, piscinas, jardines de roca. ¿Se acuerda, abuelo? La totalidad del fraccionamiento fue circundada por murallas y el acceso limitado a cierto número de rejas anaranjadas custodiadas por guardias. Qué lastimoso intento de castidad urbana en una capital como la nuestra, despierte, abuelito, mírela de noche, México, ciudad voluntariamente cancerosa, hambrienta de extensión anárquica, pintaviolines de toda intención de estilo, ciudad que confunde la democracia con la posesión, pero también el igualitarismo con la vulgaridad: mírela ahora, abuelo, como la vimos esa noche que nos fuimos de mariachis y de putas, mírela ahora que usted ya se murió y yo pasé la treintena, presionada por sus anchísimos cinturones de miseria, legiones de desempleados, inmigrantes del campo y millones de niños concebidos, abuelo, entre un aullido y un suspiro: nuestra ciudad, abuelo, otorgará escasa vida a los oasis de exclusividad. Mantener el de los Jardines del Pedregal era como cuidarse las uñas mientras el cuerpo se gangrenaba. Cayeron las rejas, se fueron los guardias, el capricho de la construcción rompió para siempre la cuarentena de nuestro elegante leprosario y mi abuelo tenía la cara gris como los muros de concreto del periférico. Se quedó dormido y cuando llegamos a la casa tuve que bajarlo cargado, como a un niño. Qué ligero, enjuto, piel pegada al esqueleto, qué extraña mueca de olvido en su cara tan cargada de memorias. Lo recosté en su cama y mi papá me esperaba en el umbral.
Mi padre el licenciado me hizo un gesto para que lo siguiera por los vestíbulos de mármol hasta la biblioteca. Abrió el gabinete lleno de cristalería, espejos y botellas. Me ofreció un coñac y le dije que no con la cabeza. Rogué que no me preguntara dónde habíamos andado, qué habíamos hecho, porque habría tenido que contestarle con una de esas cosas que él no entendía y eso, ya lo dije, me dolía a mí más que a él. Le rechacé el coñac como le hubiera rechazado sus preguntas. Era la noche de mi libertad y no la iba a perder aceptando que mi padre podía interrogarme. Yo tenía la mesa puesta, ¿no?, para qué andaba tratando de averiguar, nuevamente, para mí nada más, qué cosa era amor, ser valiente, ser libre.
¿Qué me reprochas, Plutarco?
Que me hayas dejado fuera de todo, hasta del dolor.
Me dio lástima mi papá cuando le dije esto. Se paró y se fue caminando hasta el ventanal que daba sobre el patio interior rodeado de cristales y con una fuente de mármol en el centro. Apartó las cortinas con un gesto melodramático en el momento mismo en que Nicomedes puso a correr el agua, como si lo hubiera ensayado. Me dio pena: eran gestos que había aprendido en el cine. Todo lo que hacía era aprendido en el cine. Todo lo que hacía era aprendido y pomposo. Lo comparé con el relajo espontáneo que sabía armar mi abuelito. Llevaba años de codearse con millonarios gringos y marqueses con títulos inventados. Su propia cédula de nobleza era salir fotografiado en las páginas de fiestas de los periódicos bigote a la inglesa peinado para arriba, pelo entrecano, traje discreto, gris, pañuelo llamativo brotándole del pecho, como a las flores de las plantas secas del Pedregal. Como para muchos mexicanos ricachones de su generación, el modelo era el Duque de Windsor, la corbata de nudo grueso, pero nunca encontraron a su señora Simpson. Pobres: codeándose con un tejano vulgar que vino a comprarse un hotel en Acapulco o con un vendedor de sardinas español que le compró la aristocracia a Franco, cosas de esas. Era un hombre muy ocupado.
Se apartó de la cortina y me dijo que de seguro no me iban a impresionar sus argumentos, mi madre nunca se ocupó de mí, la encandiló la vida social, era la época en que llegaron los emigrados europeos, el rey Carol y madame Lupescu con valets y pequineses, era la primera vez que la Ciudad de México se sentía una capital cosmopolita, excitante, no un poblacho de indios y cuartelazos. Cómo no iba a deslumbrarse Evangelina, una provincianita bella que tenía un diente de oro cuando él la conoció, una de esas hembras de la costa de Sinaloa que se hacen mujeres pronto, y altas, y blancas, y con ojos de seda y largas cabelleras negras, que traen metidos el día y la noche en el cuerpo al mismo tiempo, Plutarco, brillándoles juntos en sus cuerpos, todas las promesas, todas, Plutarco.
Fue al carnaval de Mazatlán con unos amigos, abogados jóvenes como él y ella era la reina. La paseaban por el malecón de las Olas Altas en coche abierto adornado de gladiolas, todos la cortejaban, las orquestas tocaban “Amor chiquito acabado de nacer”, lo prefirió a él, ella lo escogió, la felicidad con él, la vida con él, él no la forzó, no le ofreció más que los otros, como el general a la abuelita Clotilde que no tuvo más remedio que aceptar la protección de un hombre poderoso y valiente. Evangelina no. Evangelina lo besó por primera vez una noche, en la playa, y le dijo tú me gustas, tú eres el más tierno, tus manos son bonitas. Yo era el más tierno, lo era, Plutarco, de veras, quería querer. El mar era tan joven como ella, los dos acababan de nacer juntos, Evangelina tu madre y el mar, sin deudas con nadie, sin obligaciones como tu abuelita Clotilde. No tuve que forzarla, no tuve que enseñarle a quererme, como tu abuelo. Eso lo sabía el general en su corazón, y le dolía, Plutarco, su veneración por mi mamá Clotilde, él era como el dicho, nunca perdía y si perdía arrebataba, mi mamá era parte de su botín de guerra, por más que quisiera disfrazarlo, ella no lo quería pero llegó a quererlo, en cambio Evangelina me escogió a mí, yo quería querer, el abuelo quiere que lo quieran, por eso decidió que Evangelina debía dejar de quererme, al revés de lo que le pasó a él, ¿ves?, el día entero la comparaba con su santa Clotilde, todo era mi difunta Clotilde no lo hubiera hecho así, en tiempos de mi Clotilde, mi Clotilde que en paz descanse, ella sí sabía llevar una casa, ella sí era modesta, ella nunca me levantó la voz, mi Clotilde era modosa, nunca se retrató enseñando las piernas y lo mismo, más cuando naciste tú, Plutarco, mi Clotilde sí era una madrecita mexicana, ella sí sabía criar a un niño.
¿Por qué no le das los pechos a Plutarco? ¿Tienes miedo de que se te estropeen? ¿Pues para qué los quieres? ¿Para enseñárselos a los hombres? Se acabó el carnaval, señorita, ahora a ser señora decente.
Si mi padre logró hacerme odiar el recuerdo de mi mamá Clotilde, cómo no iba a exasperar a Evangelina, cómo no iba a aislarse primero tu mamá y luego alejarse de la casa, ir al dentista, buscar las fiestas, buscar a otro hombre, si era tan elemental mi Evangelina, deja a tu padre, Agustín, vamos a vivir solos, vamos a querernos como al principio y el general que no se te trepe la vieja al cuello, déjala salirse una sola vez con la suya y te dominará siempre, pero en el fondo estaba deseando que ella me dejara de querer para que yo tuviera que obligarla a quererme, igual que él, para que yo no tuviera la ventaja que él no tuvo. Para que nadie tuviera la libertad que a él le faltó. Si a él le costaron las cosas, que también nos costaran a mí y luego a ti, así lo ve él todo, a su manera, nos puso la mesa, como él dice, no va a haber otra revolución para ganarse de un golpe el amor y el coraje, ya no, ahora hay que probarse en otros terrenos, ¿por qué iba a costarle todo a él y a nosotros nada?, él es nuestro eterno don Porfirio, ¿no ves?, a ver si nos atrevemos a demostrarle que no nos hace falta, que podemos vivir sin sus recuerdos, sus herencias, sus tiranías sentimentales. Le gusta que lo quieran, el general Vicente Vergara es nuestro mero padre, estamos obligados a quererlo y a emularlo, a ver si podemos hacer lo que él hizo, ahora que es más difícil.
Tú y yo, Plutarco, qué batallas vamos a ganar, qué mujeres vamos a domar, qué soldados vamos a castrar, veme diciendo. Ese es el horrible desafío de tu abuelito, date cuenta ya pronto o te va a doblar como me dobló a mí, eso nos dice a carcajadas, a ver si son capaces de hacer lo que yo hice, ahora que ya no se puede, a ver si saben heredar, además de mi dinero, algo más difícil.
Mi violencia impune.
Evangelina era tan inocente, tan íntimamente indefensa, eso me irritaba más que nada, que no podía culparla y si ni podía culparla tampoco podía perdonarla. Eso sí es algo que nunca vivió el abuelo. Sólo con un sentimiento así podía ganarle para siempre, dentro de mí, aunque me siguiera manteniendo y burlándose: yo había hecho algo más o algo diferente. Aún no lo sé. Tampoco lo supo tu mamá, que se ha de haber sentido culpable de todo menos de lo único que yo la culpaba.
Su irritante inocencia.
Mi padre había bebido toda la noche. Más que el abuelo y yo. Fue hasta el high-fidelity y lo prendió. Avelina Landín cantó cuando los hilos de plata se asomen en tu juventud, mi padre se dejó caer en un sillón, como Fernando Soler en La mujer sin alma. Ya no me importó si esto también lo había aprendido.
El parte médico dijo que tu mamá había muerto atragantada con un pedazo de carne. Así de sencillo. Esas cosas se arreglan fáciles. Le amarramos tu abuelo y yo una mascada muy bonita al cuello, para el velorio.
Bebió de un golpe el resto del coñac, depositó la copa en un anaquel y se quedó mirando largo rato las palmas abiertas de sus manos mientras Avelina cantaba como la luna de plata se retrata en un lago azul.
Claro que se arreglaron los negocios. Los amigos de mi papá en Los Ángeles cubrieron la deuda de cien millones para que los campos de Sinaloa no fuesen tocados. El abuelo estuvo encamado un mes después del parrandón que nos echamos juntos, pero ya estaba muy repuesto para el 10 de mayo, Día de las Madres, cuando los tres hombres de la casota del Pedregal fuimos juntos, como todos los años, al Panteón Francés a depositar flores en la cripta donde están enterradas mi abuelita Clotilde y mi mamá Evangelina.
Esa cripta de mármol se parece, en miniatura, a nuestra mansión, Aquí duermen las dos, dijo el general con la voz quebrada y la cabeza baja, sollozando, con la cara escondida en un pañuelo. Yo estoy entre mi papá y mi abuelo, agarrado de sus manos. La mano del abuelo es fría, sin sudor, con esa piel de lagartija. En cambio, la de mi papá arde como lumbre. Sollozó de nuevo el abuelo y descubrió su rostro. De haberlo mirado bien, seguro me habría preguntado por quién lloraba tanto y por quién lloraba más, si por su esposa o por su nuera. Pero en ese momento, yo sólo trataba de adivinar mi porvenir. Esta vez fuimos al cementerio sin mariachis. Me hubiera gustado un poco de música.

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