viernes, 9 de junio de 2017

Richard Jenkyns Un paseo por la literatura de Grecia y Roma.


3.AUGE DE LA TRAGEDIA Y LA HISTORIA

Damos por sentado que la obra dramática ha existido en la mayoría de sociedades en casi todos los tiempos, por lo tanto resulta sorprendente que el mejor teatro griego estuviese tan limitado en cuanto a lugar y período. No obstante, parece que siempre ha habido acuerdo en que sin duda alguna la mejor tragedia surgió de Atenas y en el marco de un período de menos de un siglo. También hay acuerdo en que Esquilo, Sófocles y Eurípides superaron a todos los demás dramaturgos: ya en Las ranas de Aristófanes (405 a. C.), donde el dios Dionisio desciende al inframundo en busca de un poeta muerto para traerlo de vuelta a la vida, y quizá mucho antes, se admitía que estos eran los tres grandes. Esquilo (c. 525-c. 455) pertenecía a la generación que derrotó a los invasores persas y combatió en la batalla de Maratón en 490. Sófocles (c. 495-406) y Eurípides (480-c. 406) fueron ambos contemporáneos.
Los orígenes del teatro griego son oscuros, pero parece ser que surgió de la representación coral. Tenemos solamente la letra de la lírica coral, pero la palabra griega jorós («coro») hace referencia a la danza, y la experiencia original era una combinación de movimiento, palabras y música. Los griegos posteriores creían que la obra dramática había nacido con un único actor en diálogo con el coro: se decía que Esquilo había introducido al segundo actor y que Sófocles había sido el primero en utilizar un tercero. Presumiblemente, nunca hubo más de tres actores (además del coro y su dirigente), que se repartían los papeles, aunque una de las obras de Esquilo necesita cuatro (quizá fuera un caso especial).
Estos dramas eran una mezcla de diálogo hablado (normalmente en metro yámbico) y lírica cantada. En general, sólo el dirigente del coro se une a los fragmentos hablados, representando al coro como un todo. El coro canta una escena lírica (llamada «estásimo») a intervalos durante la obra, pero también hay líricas más irregulares a las que se pueden unir los personajes que hablan. Las suplicantes de Esquilo, aun siendo una de sus últimas obras, es probable que reproduzca la forma más antigua de tragedia. La lírica constituye más de la mitad de dicha pieza (hecho único entre las obras conservadas), y el coro, que representa a las hijas de Dánao, es de hecho el protagonista principal, siendo el tema de la obra su búsqueda de santuario. Durante gran parte de la tragedia interactúan con un personaje cada vez, bien su padre bien el rey de Argos.
En Atenas las obras de teatro se representaban en las fiestas. En la más importante de todas, las Grandes Dionisias, las representaciones se extendían a lo largo de cinco días. Los dos últimos estaban dedicados a la comedia; en la primera parte de las fiestas se seleccionaban tres dramaturgos, y cada uno creaba cuatro obras, que después dirigían ellos mismos: tres tragedias y una pieza de «sátiros» más corta. A Esquilo en particular le gustaba enlazar los temas de sus tragedias formando una trilogía, pero esta no era una práctica habitual. La cuarta obra de cada grupo incluía sátiros, figuras mitológicas lujuriosas, mitad hombre, mitad macho cabrío, y era más corta y de carácter ligero. Los dramaturgos eran evaluados y se les otorgaban primer, segundo y tercer premio. No sabemos quienes dictaminaban, pero es posible que se tuviera en cuenta la actuación, la música y la danza, por consiguiente, la información de que un determinado conjunto de piezas ganase o no el primer premio no nos dice mucho. Estas obras eran compactas: y eso es parte de su fuerza. Incluso la más larga de todas tiene menos de dos mil versos, y el conjunto de la trilogía de la Orestíada de Esquilo es más breve que Hamlet.
Los autores de tragedias eran prolíficos: se dice que Esquilo escribió entre setenta y noventa obras, Sófocles más de ciento veinte y Eurípides noventa. Se han conservado siete piezas tradicionalmente atribuidas a Esquilo, siete de Sófocles y diecinueve adjudicadas a Eurípides. Por lo tanto, tenemos sólo una pequeña parte de lo que escribieron y, al parecer, nada del primer período de su carrera como dramaturgos. Todas las obras conservadas de los dos primeros y diez de Eurípides provienen de selecciones de sus obras realizadas muchos siglos después, en la era bizantina, pero las otras nueve de Eurípides proceden de un volumen de una colección perdida de todas sus obras y, por consiguiente, constituyen un muestreo al azar de la totalidad.
Es lógico considerar la tragedia griega como un género formal, gobernado por una serie de convenciones, algo así como el teatro tradicional japonés, pero para su primer público era una forma casi nueva que se desarrollaba con rapidez. Puede que sus prácticas se fijasen convirtiéndose en convenciones en el siglo IV, pero en aquella época el gran período creativo de la tragedia ya había terminado. Parte de lo que nos parecen mecanismos formales eran técnicas utilizadas por los dramaturgos, no porque la tradición lo exigiera, sino para alcanzar determinados efectos. Un ejemplo de ello es la «esticomitia», cuando dos personajes hablan alternándose rápidamente y recitando un verso cada vez. En el momento álgido, era una forma vívida de dramatizar un argumento compacto, o una pugna de voluntades. Otro ejemplo es el tema conocido a través de la expresión latina deus ex machina, «dios desde la máquina». Era uno de los recursos favoritos de Eurípides, y posiblemente invención suya; en cualquier caso, fue una novedad que se originó en algún momento del siglo V, no una convención establecida desde hacía tiempo. Al parecer, el «mecanismo» o la «máquina» era una especie de grúa que sostenía una plataforma que oscilaba ante la vista del público. Normalmente un dios o una diosa aparece sobre la máquina hacia el final de la obra para resolver la acción y despachar a los personajes hacia la perdición o la felicidad. Quizá Eurípides lo utilizara demasiado a menudo, pero veremos qué otros significados extrajo de ello y lo poderoso que podía ser en el momento culminante.
Cuando Aristóteles escribió la primera teoría de la literatura, en su Poética, hizo de la naturaleza de la tragedia el centro de su investigación. Esta obra ha influido tanto en la comprensión de la tragedia que merece ser tomada en consideración antes de volcarnos en las obras de teatro propiamente dichas. Tratando de explicar por qué la representación del sufrimiento puede producir placer, Aristóteles argumentaba [ 80] que la tragedia muestra que el desastre no golpea al hombre completamente bueno (cosa que resultaría repulsiva) ni al malo (cosa que sería satisfactoria) sino, en la mayoría de los casos, al hombre bueno que cae por algún error. Igual que el término español «error», la palabra de Aristóteles, hamartia, puede también significar «transgresión» o simplemente «equivocación». Parece obvio que se refería a equivocación, puesto que pone como ejemplo a Edipo, que mató a su padre y se casó con su madre porque no sabía lo que estaba haciendo. Si lo hubiera sabido, no lo habría hecho. Mucho después, se extrajo de Aristóteles una teoría diferente, según la cual la trágica caída del héroe tiene una causa moral. O bien tiene algún defecto de carácter (por ejemplo, celos, orgullo o indecisión) o bien comete una determinada equivocación moral. Esta interpretación se ha aplicado de forma eficaz a Shakespeare, y es posible que funcione también en algunas tragedias griegas, pero en otros casos vemos que tratar de encajar por la fuerza estas obras en un molde casi aristotélico las distorsiona.
Los persas de Esquilo (472) es la primera obra de teatro europea que tenemos. Es, al mismo tiempo, su única obra conservada que no forma parte de una trilogía relacionada y la única tragedia griega existente de un tema más histórico que mítico. Todos los personajes son persas, y el tema es la noticia de su derrota a manos de los griegos y el regreso del derrotado rey Jerjes. En cierto modo se trata de una obra patriótica, en la que un mensajero relata de forma bastante gráfica la victoria griega en la batalla de Salamina, pero la tragedia son los persas y la compasión que muestra apunta a la historia de Heródoto (como veremos más adelante en este capítulo). Los siete contra Tebas (467) es la última pieza de una trilogía. Está impregnada de una imagen magistral, la de un barco en el mar. La asediada ciudad de Tebas es el barco y Eteocles, su rey, es el timonel, tratando de controlar y calmar a las mujeres asustadas que forman el coro: la imagen y la acción transmiten un poderoso sentido de pavor y opresión. En una serie de discursos un mensajero describe cómo uno tras otro seis caudillos enemigos avanzan contra Tebas. El séptimo es el propio hermano de Eteocles, Polinices: ¿luchará contra él? Llegados a este punto el equilibrio emocional del poder da un giro: Eteocles sufre un arrebato de locura y ahora las mujeres son la fuerza apaciguadora que trata de disuadirlo de un acto tan espantoso. No lo consiguen, y en el combate los hermanos se matan el uno al otro. La obra está construida con una rotunda y gran simplicidad.
En este aspecto la Orestíada (458) es sorprendentemente diferente. Es la única trilogía que se ha conservado entera. En la primera pieza, Agamenón, el rey cuyo nombre sirve de título, regresa a casa tras su victoria en Troya, y allí su esposa Clitemnestra lo asesina a él y a su prisionera troyana Casandra. En Las coéforas su hijo Orestes regresa en secreto del exilio, se reúne con su hermana Electra, y mata a Clitemnestra y a su amante Egisto. En Las benévolas (Euménides), Orestes es perseguido por las Furias, espíritus vengativos a menudo llamados por el nombre alentador que da título a la obra, incitados por el fantasma de su madre. Empieza en Delfos, donde Orestes busca purificación en el templo de Apolo; la escena se traslada a Atenas, donde es juzgado ante un tribunal en el que las Furias lo acusan y Apolo lo defiende. Al producirse un empate en el jurado, la diosa Atenea emite su voto decisorio a su favor. Las Furias amenazan con vengarse de la ciudad, pero Atenea las convence para que se transformen en diosas de la fertilidad y bendigan la tierra ateniense.
Clitemnestra es, con diferencia, la que más papel tiene en la primera obra, y Agamenón aparece con vida sólo en una escena. No obstante, las primeras escenas se llenan con el presagio de su llegada, su asesinato (fuera de escena, oído pero no visto) es el clímax de la acción, y en las escenas posteriores su cadáver yace a plena vista. En su inmensa canción de entrada, el coro, los ancianos de la ciudad, hace referencia a acontecimientos acaecidos diez años atrás. Los vientos contrarios, enviados por la diosa Artemisa, impiden que los barcos zarpen hacia Troya; el ejército está hambriento y desalentado, y la diosa sólo puede ser apaciguada si Agamenón sacrifica a su propia hija Ifigenia. En otras versiones del mito, Agamenón había ofendido personalmente a Artemisa. No obstante, aquí su ira se debe presumiblemente a la guerra de Troya misma, una expedición justa sancionada por Zeus. Se nos niega el consuelo de explicarnos el dilema del rey diciendo que de alguna manera se lo ha buscado. En lugar de ello, la narración concentra toda su atención en la decisión final. El coro cita las palabras del rey: [ 81] se enfrenta al dilema directamente y sin autocompasión. Es difícil matar a un hijo propio, manchar las manos de un padre con la sangre derramada de su hija, su deleite. Pero ¿cómo puede abandonar la flota y traicionar su alianza? «¿Cuál de estas acciones está libre de males?». Al final se calza «el yugo de la ineluctable necesidad» y perpetra el acto que es, como dice el coro, impío, impuro y sacrílego. Pero podemos pensar que también es lo que una diosa desea.
Es revelador comparar este pasaje con el tratamiento de dos vírgenes expiatorias en Eurípides. [ 82] Polixena, en Hécuba (c. la década de 420), muere serenamente, procurando colocarse de manera que al caer no pueda verse su herida. La Ifigenia de Eurípides acepta la muerte por el bien de la causa, y no es Agamenón sino un sacerdote quien llevará a cabo la acción (que al final se evita milagrosamente). Por el contrario, Esquilo se enfrenta al absoluto horror: las plegarias y los lamentos de Ifigenia son inútiles, y en un lenguaje de espeluznante belleza [ 83] el coro describe cómo los ayudantes la colocan sobre el altar, amordazada para impedir que profiera palabras de mal augurio, hermosa como un cuadro, con su túnica azafrán esparcida por el suelo. No deberíamos dudar de lo que Agamenón tiene que soportar.
No comprenderemos este pasaje a menos que nos percatemos de que en la vida real, especialmente en tiempos de guerra, la gente se enfrenta a dilemas semejantes, aunque no exactamente en estos términos. ¿Traicionará el combatiente de la resistencia a sus camaradas o permitirá que su familia sea torturada? La decisión es insoportable, y sin embargo se tiene que tomar; y sea cual sea su elección, tendrá que cargar con el peso de la culpa. Es una elección moral y al mismo tiempo una elección sin respuesta determinada. Agamenón mata a la muchacha en un estado de frenesí, y esto es una aguda percepción psicológica, porque sin duda este es el único estado en el que una persona podría perpetrar un acto tan abominable. Esquilo es más profundo que sus críticos. Algunos han dicho que Agamenón está impulsado por la pura necesidad y que en realidad no hay ninguna decisión que tomar, pero el poeta muestra a Agamenón tomándola. Otros culpan a Agamenón por tomar una decisión equivocada, como si cualquiera pudiera degollar a su hijo excepto bajo presión extrema. En estos casos, parece impertinente, e incluso insensible, que un advenedizo le diga al agente que ha elegido bien o que ha elegido mal. Cuando consideramos semejante circunstancia, sin duda la respuesta moralmente madura es la compasión. Esquilo penetra aquí en el abismo de la experiencia humana. A veces ha sido censurado por tener una visión moral primitiva. Al contrario, este es uno de los actos más profundos de la literatura.
A mitad de la obra entra Agamenón acompañado de una figura silenciosa que resulta ser su cautiva, la princesa y profetisa troyana Casandra. ¿Cómo lo juzgaremos? El criterio varía considerablemente: según un erudito, es muy caballeroso, atento con Casandra, cortés con la reina; según otro, estamos ante un tirano corrupto, un bravucón, exhibiendo su concubina ante su esposa. Es evidente que ninguna de estas dos visiones puede ser correcta (y es posible que las dos estén equivocadas), pero quizá la clave esté en el hecho de que se hayan podido plantear opiniones tan divergentes. Se trata de una escena externa, no una escena en la que se nos permite acceder al pensamiento de los personajes: el rey y la reina son personas importantes en un escenario público, y nosotros los observamos desde fuera.
En la parte final de esta escena Esquilo crea un espectáculo soberbio: Clitemnestra ordena que se extiendan telas púrpuras [ 84] en el suelo e insta a Agamenón a que entre en el palacio caminando sobre ellas. Él rehúsa: pisar aquellos tapices valiosos y delicados equivale a destruirlos, sólo deberían extenderse semejantes telas en el camino de un dios. Un rey oriental como Príamo podría comportarse así, pero no él. Clitemnestra insiste, y ambos se enzarzan en una polémica en un breve y denso fragmento de esticomitia. El lenguaje es el de la batalla, victoria o derrota: «Le está bien al victorioso dejarse vencer», «¿Tanto estimas tú la victoria en esta disputa?». Él cede y camina sobre las telas después de sacarse las botas en un gesto de humildad. Sin duda está muy incómodo con este acto; entonces ¿por qué lo hace? No por arrogancia, pues suponer esto sería pura falta de atención. ¿Acaso por una combinación de fatiga, caballerosidad y falta de voluntad? En la vida no tenemos respuestas trilladas para estas preguntas, y en este aspecto la escena es como la vida. La obra nos invita a sopesar la cuestión sin resolverla. Una cosa es segura: el rey y la reina han librado una batalla mental y la victoria se ha decantado por ella.
Clitemnestra tiene un motivo lógico para este espectáculo: poner a los dioses en contra de su víctima (no lo consigue). Quizá sencillamente disfruta ejerciendo el poder de su personalidad. No obstante, la obra muestra poco interés en sus motivos y más bien contemplamos esta gran figura y nos maravillamos. (Podemos comparar las Clitemnestras de las obras de Electra de Sófocles y de Eurípides, que se explican y se defienden mientras que la reina de Esquilo no lo hace). Después de los asesinatos pronuncia un magnífico discurso de triunfo, [ 85] rico en imágenes, en el que de repente utiliza el presente y unas palabras de simplicidad shakespeariana: «Le hiero dos veces». A continuación, el lenguaje se enriquece todavía más a medida que se deleita con chorro de sangre que la salpica, añadiendo que no se alegra menos de lo que se alegran las cosechas con la lluvia concedida por el dios, con la maternidad germinal del grano. Con esplendorosa perversidad, la metáfora está engarzada dentro de la metáfora, la sangre mortal de Agamenón se equipara a la lluvia portadora de vida, ella misma se compara con la mazorca, cuando esta rompe la vaina en el parto. Son palabras malvadas, pero hay algo de maravilloso en ellas. Antes, cuando el rey consintió en pisar la tela púrpura, ella proclamó: «Existe el mar —¿quién lo agotará?— que cría un chorro siempre renovado de abundante púrpura, valiosa cual plata…». [ 86] Hay aquí una codicia por el tamaño y abundancia del mundo que cautiva; en cierto modo, hay que amar a esta mujer.
Cuando Agamenón entra en la casa, esperamos que su muerte llegue enseguida, pero Esquilo nos depara una sorpresa. Casandra, que parecía uno de esos personajes silenciosos habituales en la tragedia griega, empieza a articular, al principio sonidos sin sintaxis, casi sin sentido: «¡Ay, ay! ¡Dioses! ¡Horror! ¡Apolo, Apolo!». [ 87] Es el inicio de un extenso psicodrama, un diálogo entre Casandra y el coro que avanza de la canción al diálogo, y de fragmentos rotos a una totalidad final. Es un drama interior, en contraste con la escena compartida por el rey y la reina, a los que vimos desde fuera. En un profético frenesí ve la matanza que se avecina, pero nos lleva también al pasado, a un pasado mucho más lejano que el que hemos visitado antes: al padre de Agamenón, Atreo, que mató a los hijos de su hermano Tiestes y que le engañó haciendo que se los comiera en un banquete caníbal. La casa rezuma a sangre derramada, dice, y hay un hedor como el que sale de un sepulcro. Desconcertado y literal, el dirigente del coro supone que ha olido sacrificios de animales y perfumes festivos. Al principio indefensa, alcanza después una especie de desafío y vaticina al vengador que hará pagar su muerte y la de Agamenón. Pero sus últimas palabras [ 88] no son, como ella misma dice, «un lamento por mi vida», sino que ahora tiene una visión más amplia: «¡Ay, la fortuna humana! Si es dichosa, una sombra semeja, y si es infausta, húmeda esponja todo el cuadro borra».
Toda prosperidad es inestable —la idea de que una sombra puede derribarla es una imagen soberbia—, pero están aquellos que sólo encuentran la desgracia y el olvido. Sin embargo, en sus últimas palabras extiende su inmensa compasión a los otros: «Y es esto, más que aquello lo que me llena de piedad». No hay mejor ejemplo de cómo el contexto puede transformar la poesía. Fuera de lugar, no podría haber verso más insulso: aparte de «piedad» las demás palabras son llanas y sosas. En su lugar, son una maravilla. Casandra empezó la escena inarticulada, totalmente recluida en sí misma. Transita por la belleza del horror lírico hasta llegar a tonos de diálogo más serenos, y ahora, por fin, como Aquiles al final de la Ilíada, ha ensanchado su visión para abarcar a toda la humanidad: en mitad de su sufrimiento tiene la grandeza moral de comprender que hay otros cuyas vidas son peores que la suya. Al final de su largo viaje emocional se ha vaciado de todo excepto de las palabras más llanas. Y ahora, lúcida y sin paliativos, entra en la casa y se encamina hacia su muerte.
Agamenón es una obra tan poderosa que uno se pregunta cómo pudo el autor continuarla, pero Esquilo tiene la respuesta. Podríamos comparar dos sinfonías en las que la grandeza de los dos primeros movimientos pareciera no admitir una continuación adecuada, sin embargo el scherzo y la apoteosis final pueden ser totalmente satisfactorios, cada uno a su manera. Mientras Agamenón era noble y pública, Las coéforas es doméstica. Orestes y Electra son muy jóvenes: son «las crías del águila», [ 89] Agamenón, y buscan apoyo en el coro, que son las mujeres esclavas del hogar. En la primera parte de la obra hay una larga invocación al rey muerto (el título proviene de la libación que lleva el coro para derramarla por su espíritu), pero los acontecimientos se suceden tan rápidamente en las partes que le siguen que esta obra resulta, en términos de acción, la más vibrante de las tragedias griegas. Una sirvienta entra y sale. Egisto tiene una escena completa para él solo, pero de menos de veinte versos. Otra escena, emotiva y ligeramente cómica, presenta la única aparición de Cilicia, la vieja nodriza de Orestes, que siente genuino dolor ante la falsa noticia de su muerte mientras que su madre sólo finge. Este es el primer gag de una tipología que se convertirá en algo familiar: el criado cómico. Es fácil que el tratamiento de esta figura sea sentimental o condescendiente, pero no aquí. La propia Clitemnestra parece ahora un personaje más corriente, pero no ha perdido sus recursos: cuando se da cuenta de que después de todo Orestes está vivo y presente, en primer lugar pide un hacha [ 90] y, cuando esto falla, recurre a las palabras. La esticomitia en la que lucha por convencer a su hijo de que no la mate está brillantemente elaborada. Se trata de una obra vívida y sutil, pero también profunda, por el modo en que continúa y desarrolla la imaginería en Agamenón.
Al final, tras matar a su madre y a su amante, Orestes todavía necesita acudir a Delfos para la purificación ritual, pero la acción parece casi completa. Si Las benévolas hubiera perecido, nunca habríamos adivinado su contenido. A pesar de que el juicio de Orestes en Atenas ocupa la parte central, los personajes que dominan son divinos: Apolo, que le defiende; Atenea, que preside el juicio; y las Furias, que forman el coro. Al comienzo de la obra oímos a las diosas primigenias: la Tierra, que es madre de la Justicia, que es madre de Febe (a su vez la madre de Apolo). Las Furias, por su parte, son hijas de la Noche. Todos estos poderes ctónicos femeninos son más antiguos que los propios olímpicos. A pesar de esta inmensidad de visión temporal, esta obra es también la única local, pues contiene alusiones inequívocas a los asuntos corrientes de Atenas. Esto no tiene paralelo en ninguna otra tragedia.
Además, la Atenas de esta obra es casi democrática. No tiene rey —también en esto es única— y Atenea ocupa su lugar. A medida que avanza la pieza, la frontera entre el teatro y la vida real de los espectadores empieza a desdibujarse. Orestes es juzgado ante el tribunal del Areópago, muy cerca de donde está sentado el público en el Teatro de Dionisio, este día de primavera de 458. Cuando Atenea apela al «pueblo del Ática» [ 91] para que juzgue el caso, parece dirigirse a nosotros al mismo tiempo que al jurado que está en el escenario. Ella misma parece mitad diosa, mitad encarnación de la ciudad. Cuando las Furias consienten en renunciar a su ira contra Atenas, descienden para convertirse en diosas de la fertilidad, enriqueciendo el suelo del Ática que estamos pisando. En los momentos finales, cuando los asistentes las acompañan en una procesión iluminada por antorchas, la celebración dentro de la historia y la celebración de las Grandes Dionisias fuera de la obra parecen fundirse en una sola.
¿Qué haremos con esta extraordinaria idea? Aquí nos resulta útil la distinción que hacen los antropólogos entre naturaleza y cultura. La obra ofrece destellos de una dislocación cósmica, de un conflicto entre los dioses olímpicos y las fuerzas antiguas y oscuras. Las Furias son en parte diosas de la cultura, comprometidas en castigar el asesinato, despertadas del sueño subterráneo e incitadas a la acción por el espectro de Clitemnestra, [ 92] cuya potencia es tal que reaparece (otra sorpresa teatral) también en la tercera tragedia, incluso después de muerta. Sin embargo, persuadidas por Atenea, estas Furias se convertirán también en deidades de la naturaleza, afianzando el estado y fertilizando la tierra. El drama avanza hacia una radiante revelación de unidad en la que la naturaleza y la cultura se funden, la diosa olímpica y los poderes primigenios de la tierra se reconcilian, y el pasado y el presente se unen. Lo pueblerino y local es parte del universo, vivimos en la localidad y en la totalidad, y también las efímeras controversias que agitan la política de Atenas en este momento encuentran su lugar en el seno de la gran visión cósmica.
El poder dramático de la Orestíada es inseparable de la abrumadora audacia, fuerza y belleza del lenguaje que la envuelve. El estilo de Esquilo generalmente es rico, pero va desde la sencillez hasta la extrema originalidad; en los fragmentos más complejos, que son muchos, es quizá el más denso y más osado de toda la literatura. Su imaginería es también única en la manera en que las metáforas que recorren la obra se interrelacionan, uniéndose en nuevas combinaciones y creando nuevas percepciones. La palabra griega que designa «casa» puede significar bien un edificio bien una familia, y esta duplicidad se explota constantemente. «Dentro» es una palabra clave: el interior de la casa es el lugar de la mujer, pero es también donde se perpetran las matanzas y el derramamiento de sangre. Hay imágenes de restricción: redes, grilletes y ropas envueltas. Hay imágenes de criaturas vulnerables: Orestes es una liebre encogida, [ 93] Casandra cual un ruiseñor; [ 94] los hijos de Agamenón, como ya vimos, son crías de águila. Hay canciones, hermosas y a la vez siniestras: la canción de Casandra, el pájaro, y la complaciente canción de las Furias que su profético frenesí conduce hasta su oído interno. La riqueza es peligrosa: Agamenón pisotea la riqueza de su casa, tanto en sentido literal como simbólicamente, cuando camina sobre púrpura. Clitemnestra lo envuelve en un manto [ 95] para asesinarlo; se vanagloria de haber arrojado sobre él una red inextricable, «cual la trampa para peces, la pérfida riqueza de un ropaje». Por consiguiente, es su riqueza, casi literalmente, lo que lo mata. El suelo está tan presente como la casa. La libación se vierte en el suelo para Agamenón muerto. La tierra está tan saturada de sangre que ya no puede tragar más. La sangre permanece dentro de la casa, purulenta y fétida. Clitemnestra es equiparada a las serpientes y otros monstruos, que también se pudren en la casa, y ante el temor del vengativo Orestes sueña que amamanta a una serpiente [ 96] en el pecho. Pero un breve comentario de la Orestíada, tanto de su lenguaje como de su acción, no hace más que arañar la superficie. Ninguna otra obra literaria está más espléndidamente dotada, y como el mar púrpura es inagotable.

jueves, 8 de junio de 2017

JENOFONTE DE EFESO. Julián Mendoza.


INTRODUCCIÓN
1. El autor
Conocemos muy pocos datos sobre el autor de las
Efestacas. Su propio nombre no es quizá más que un
seudónimo frecuente en novelistas, que lo toman en
recuerdo del ateniense Jenofonte que en su Ciropedia
nos ofrece en el siglo v a. C. un precedente de este género
literario.
Son tres los autores de novelas griegas de nombre
Jenofonte de los que nos da noticias el léxico Suda:
Jenofonte de Antioquía, autor de las Babiloníacas; Jenofonte
de Chipre, que escribió las Cípricas, y éste cuya
novela Ef estacas hemos traducido, llamado «de Éfeso»,
quizá por la patria de sus protagonistas.
Además de su nombre, el Suda menciona su obra,
Ef estacas, en diez libros, y una obra sobre la ciudad
de Éfeso. Y éstos son todos los datos que la Antigüedad
nos ha transmitido.
2. Jenofonte y Éfeso
Aparte de ello, pocas cosas más podemos conjeturar
a partir de la obra que ha llegado hasta nosotros. Se
ha dicho que su patria fue indudablemente Éfeso 1 por
1 Pero recientemente J. G. G r i f f i th s , Erotica Antigua, p. 75,
propone que, aunque efesio de nacimiento, el autor de las Ejesíacas
habría vivido principalmente en Alejandría.
2Í8 EFESÍACAS
la cantidad de conocimientos sobre esta ciudad y sus
fiestas de que hace gala en su obra, especialmente en
el libro I, en que narra con todo lujo de detalles las
fiestas de Éfeso en honor de Ártemis y la procesión
ritual, que la protagonista de su novela, Antía, dirige
como sacerdotisa principal.
En el libro de Ch. Picard2 sobre los cultos de Éfeso
y del templo y oráculo de Apolo en la cercana localidad
de Claros se hace una amplísima utilización de los datos
suministrados por Jenofonte, y su examen muestra que
las noticias de este autor coinciden, y a veces complementan,
con lo que sobre los cultos y fiestas de Éfeso
conocemos a partir de las inscripciones del santuario
y de los datos suministrados por otros hallazgos arqueológicos.
El examen de los conocimientos geográficos de que
hace gala el autor de las Efesíacas abona también la
creencia de que la situación de su patria debe localizarse
en el Asia Menor. En efecto, mientras la acción
se desarrolla en esa parte del mundo, los viajes de sus
protagonistas son, si no siempre bien motivados dentro
de la trama dramática (¿por qué se va Habrócomes a
Capadocia, en el final del libro II?), al menos geográficamente
lógicos. Pero en cuanto pasan a otra zona,
especialmente Egipto, da la impresión de que los conocimientos
geográficos del autor se difuminan y ya no
es capaz (¿o simplemente no le interesa?) de elaborar
un itinerario más o menos real. Sus personajes van y
vienen a la deriva por la zona del Delta del Nilo3, sin
que su paso de una ciudad a otra pueda justificarse más
que por un intento del autor de dar «color local» a la
2 C h . P icard, Éphése et Claros, P arís, 1922. 3 Ver, por ejemplo, el itinerario de Hipótoo y sus hombres
en el capítulo 1 del libro IV.
INTRODUCCIÓN 219
narración, acumulando sin orden los nombres de una
serie de ciudades egipcias cuya localización exacta no
conocía evidentemente demasiado bien.
Este rasgo de Jenofonte es bien diferente del cuidado
que pone Garitón en el realismo del entorno geográfico
de sus personajes que nos permite incluso trasladar
sus viajes a un mapa.
3. Efestacas
Hay ya un consenso general entre los estudiosos de
la novela griega en considerar como fecha de composición
de las Ef estacas una no muy posterior al año
100 d. C., es decir, los primeros años del siglo II d. C.
Se basan fundamentalmente para proponer esta fecha
en la mención de algunas instituciones políticas, como
la de un gobernador de Egipto (III 12, 6), cargo instituido
por Augusto después de la conquista de este país
en el año 30 a. C., o la del irenarca de Cilicia (II 13, 3),
del que no tenemos noticias antes de la época del emperador
Adriano.
El terminas ante quem de la composición de la novela
podría ser el año 263 d. C., en que el templo de Ártemis
de Éfeso, que en la novela se nos presenta aún en
todo su esplendor, fue incendiado y destruido completamente
por los godos.
Se sitúa, pues, esta novela en el siglo n d. C., posterior
cronológicamente a la de Caritón de la que es claramente
deudora en su temática: dos amantes, bellísimos
ambos y de la aristocracia de su ciudad, se ven
separados por alguna calamidad después de su boda y
sólo tras múltiples aventuras y vicisitudes lograrán
reunirse al final de la novela, volviendo a su patria más
ricos aún que antes.
Y no sólo se trata de este planteamiento general del
tema, que en el fondo responde a unos presupuestos
220 EFBSÍACAS
generales del género, sino que también en episodios
concretos se observa la influencia de la novela de Caritón:
Antía, como Calírroe, se lamenta de su «funesta
belleza», origen de todos sus males; como ella, es dada
por muerta y enterrada viva en una tumba donde despierta
para ser capturada por unos violadores de tumbas
que la venden en lejanas tierras. Llega incluso Jenofonte
a forzar la acción llevando a Habrócomes a Sicilia,
sin ningún otro motivo, al parecer, que hacerlo ir a los
mismos lugares que Quéreas... Son muchas más las
similitudes entre las dos novelas, y hemos ido señalándolas
en notas en sus respectivos lugares de la traducción.
4. ¿Epítome u obra original?
El Suda dice que la obra de Jenofonte de Éfeso constaba
de diez libros, pero la obra, tal como ha llegado
hasta nosotros, está dividida solamente en cinco.
Hay que advertir que la tai noticia del Suda por sí
sola no nos merecería ninguna credibilidad, ya que no
siempre coinciden sus datos sobre el número de libros
de una obra, o sobre el número de obras de un autor,
con los que conocemos como verdaderos por otras
fuentes. Pero se unen a las evidentes lagunas del texto
la falta de justificación de muchos de sus episodios
(¿por qué el viaje de Habrócomes a Capadocia y luego
a Egipto?, ¿por qué va a Sicilia?, ¿por qué incluso el
primer viaje de los esposos, tras haberles anunciado
un oráculo peligros precisamente en el mar?), y el hecho
de que el autor enuncie simplemente determinados episodios,
sin sacar todo el efecto dramático que con un
tratamiento más amplio conseguiría.
Esta sequedad de estilo, esta aparente inhabilidad
narrativa, que convierte algunas partes de la novela en
una mera enumeración de calamidades y aventuras, ha
INTRODUCCIÓN 221
hecho pensar ya desde Rohde, pero principalmente a
partir del estudio de K. Bürger4, que lo que nosotros
conocemos no es la obra original, sino el resultado de
la actuación de un abreviador posterior, es un epitome
del original. Hay que decir además que estas epitomizaciones
no son raras en la Antigüedad, y que precisamente
el siglo ii d. C., el de nuestra obra, era un siglo
de resúmenes. Y que en el caso de otras novelas ha
habido intervenciones de sentido contrario, ampliaciones
de carácter retórico, como en la obra de Aquiles
Tacio o en el Asno de Oro de Apuleyo5.
La teoría de que el texto transmitido por la tradición
es un resumen del original, especialmente en lo
que se refiere a los últimos libros, más trepidantes en
acontecimientos que el primero, único en que encontramos
descripciones externas a la acción (la procesión,
el vestido de Antía en ella, la cámara nupcial), o el segundo,
con el amplio tratamiento del episodio de Manto,
ha sido admitida por la generalidad de los eruditos
en el campo de la novela griega hasta que un estudio
de T. Hagg6 la ha descartado completamente. Este
autor atribuye las aparentes lagunas e irregularidades
de la obra al propio estilo del autor, y justifica las
aparentes faltas de equilibrio en el tratamiento de algunos
temas a un rasgo característico de la obra, y no al
hecho de ser un resumen.
Un ejemplo puede aclarar quizá mejor la cuestión.
En la novela hay dos episodios con el tema de la mujer
de Putifar: el de Manto en el libro II (3-5) y el de Ciño
en el III (12, 4), el primero extensamente tratado y el
segundo despachado en unas pocas líneas.
4 K. B ü rg e r, «Zu Xenophon von Ephesos», Hermes 37 (1892),
36-67.
5 Cf. C. G arcía G ual, L os orígenes de la novela, Madrid, 1972,
pp. 232-236.
6 T. H agg, Classica et Mediaevatia 37 (1966), 118-161.
222 EFESÍACAS
La interpretación a partir de Bürger (o. c.) es que en
el segundo ha intervenido la mano del abreviador, que
ha reducido la escena a su esqueleto, dejando incluso
determinadas reacciones (la aceptación de Habrócomes,
por ejemplo) sin justificar.
Para Hágg por el contrario esta aparente desproporción
es uno de los rasgos de estilo del autor: cuando
dos episodios tratan de temas similares, el autor trata
extensamente el primero y deja sin elaborar el segundo.
Y muestra que este rasgo, al que considera incluso
el tipo básico de la narración de esta obra, está incluso
en la primera parte de la novela: comparemos la distinta
extensión dada al diálogo Euxino-Habrócomes
(I 16, 3-6) y Corimbo-Antía (I 16, 7), o a la crucifixión
(IV 2, 2-7) y condena a la hoguera (IV 2, 8-9) de Habrócomes.
Se trata, pues, de un rasgo de economía, o quizá
de una falta de habilidad de variación en el doble tratamiento
de un mismo tema, pero en cualquier caso
es obra, según Hágg, del mismo autor y no resto de la
intervención de una mano extraña a la original.
5. Estructura y estilo
La estructura de la obra de Jenofonte, tras la Introducción
inicial en que presenta sus personajes y justifica
sus aventuras, se desarrolla en toda su amplia parte
central mediante una narración que alterna constantemente
entre las dos líneas principales de la historia,
centradas en los protagonistas Habrócomes y Antía,
con sólo ocasionales desviaciones en que se narran historias
laterales de otros personajes secundarios, como
la del bandido Hipótoo (III 2), la de Leucón y Rodé
(V 6, 3-4) o la del pescador Egialeo (V 1, 4-13).
En esta narración el énfasis del autor se centra en
los hechos concretos y las peripecias múltiples, que
acumula a un ritmo trepidante, y en su relación causal
INTRODUCCIÓN 223
o simplemente temporal. Es este gusto por la acumulación
de peripecias, de hechos dramáticos, lo que le
hace descuidar por un lado el estudio profundo de los
caracteres, que da a la obra de Garitón su aspecto de
obra tan elaborada, y por otro, incluso el establecimiento
de una conexión orgánica entre las dos líneas de
acción. Ambas alternan en la narración con un tempo
rapidísimo, y las transiciones entre una y otra línea se
hacen la mayoría de las veces sin consideración alguna
a la conexión entre ellas.
A veces es un personaje secundario el que sirve de
«puente» entre los dos protagonistas, que se mantienen
totalmente separados y sin conexión alguna entre ellos
desde su primera separación. Este parece ser el papel
de Hipótoo, que entra en contacto alternativamente con
uno y otro de los dos amantes. Pero en otras ocasiones
el autor desaprovecha todas las posibilidades que le da
la identidad geográfica para establecer un «puente» de
unión o simplemente un «clímax» dramático.
Esta estructura, magistralmente estudiada por
T. Hágg7, es la que determina sus aparentes fallos de
estilo y su evidente «fisonomía de cuento popular» como
quiere Dalmeyda8. Acumula, en efecto, episodios a veces
sin justificación suficiente, y por supuesto sin sacar de
ellos todo el partido que dramáticamente podían dar,
con un marcado regusto por lo macabro y lo maravilloso,
con un estilo de narración simple y directo, que
resulta en ocasiones francamente telegráfico, y con un
ánimo profundamente diferente del de Caritón: subyace
en toda la novela de Jenofonte todo un espíritu religioso
que está ausente de la de aquél y que es otro de
7 T. Hagg, Narrative technique in ancient greek romances, Estocoímo,
1971.
8 En el prólogo a su edición de Jenofonte de Éfeso editada
en la colección Budé, París, 2.a ed., 1962, pp. XXVII-XXXI.
224 EFESÍACAS
los determinantes principales de las diferencias entre
ellos.
6. La religión de las «Efesíacas»
No se puede decir que la religión esté ausente de la
obra de Caritón y en cambio sea un elemento fundamental
en la de Jenofonte de Éfeso. Los dioses están
presentes en ambos, y en ambos juegan sus templos
un papel de favorecedores de los encuentros. En este
sentido el papel del santuario de Afrodita situado en la
finca de Dionisio, donde Quéreas ve la estatua de Calírroe,
y el del templo de Helios en Rodas al final de las
Efesíacas, que reúne a los dos protagonistas mediante
el reconocimiento de las ofrendas de unos por los otros,
es ciertamente similar.
La diferencia está en que en Caritón es éste un elemento
marginal, en tanto que en Jenofonte se ha señalado
como central a su novela, hasta el punto de que
se habla de la Efesíacas como de una «novela isíaca»9,
de una novela básicamente de propaganda religiosa.
Y ello no sólo porque los dioses toman efectivamente
un papel activo en la trama, con oráculos a veces y
también con milagros en favor de uno de los personajes,
como en el caso de la salvación de Habrócomes por
una intervención directa de Helios.
Subyace a toda la novela de Jenofonte de Éfeso una
intención religiosa, y se desarrolla la acción en todo un
ambiente donde la religión, principalmente la religión
isíaca, es uno de los elementos fundamentales. Jenofonte
nos proporciona en su obra no sólo noticias sobre
cultos concretos, que forman el decorado de determinadas
escenas, como los de Ártemis en el libro I o los de
Apis en Menfis en V 4, 8-11, sino también toda una in9
Cf. R . E . W itt, Isis in the graeco-roman world, Nueva York,
1971, capitulo XVIII.
INTRODUCCIÓN 225
formación sobre el espíritu religioso de su época, caracterizado
por la gran difusión de los cultos egipcios,
principalmente de Isis, y su sincretización con algunas
divinidades griegas que llegan a identificarse con ella.
A este espíritu isíaco corresponde la valorización de la
fidelidad matrimonial y la valoración de la muerte que
hacen frecuentemente los protagonistas como paso a
un nuevo estado, a una nueva vida en la que van a poder
reunirse de nuevo, como Isis con su esposo muerto
Osiris.
En las Efesíacas son tratadas ya las dos diosas lunares,
griega (Ártemis) y egipcia (Isis), como dos aspectos
de una divinidad simple10. Antía, probablemente la sacerdotisa
principal de Ártemis en Éfeso, es arrastrada
en sus peripecias a ciudades que son precisamente centros
famosos del culto de Isis: Rodas, Tarso, Alejandría,
Menfis; y para salvaguardar su fidelidad a su esposo
invoca, aunque sólo desde su llegada a Egipto, a Isis,
en cuyas manos había puesto su salvación el oráculo
de Apolo del principio de la obra. A su regreso a Éfeso
es a Ártemis a quien los esposos ofrecen sacrificios.
Para favorecer esta identificación de las dos diosas,
nuestro autor elimina totalmente las alusiones a los
aspectos fálicos del isiacismo, que no encajan con el
carácter virginal de la Ártemis clásica, y resalta en Isis
su aspecto de protectora de la fidelidad conyugal y,
por tanto, de la castidad, que podía hacerla conectar
más fácilmente con la diosa griega.
Junto a los elementos del culto isíaco, que han sido
estudiados por Merkelbach11 y Kerényi12 además del
ya citado Witt, es también la obra de Jenofonte un ex10
En contra cf. J. G. G r i f f i th s , o. c.
11 R. M brkelbach, Román und Mysterium in der Antike, Munich
& Berlín, 1962.
!2 K. K erén y i, Die griechisch-orientalische Romanliteratur in
religionsgeschichtlicher Beleuchtung, Darmstadt, 1962.
226 EFESÍACAS
ponente de la heliolatría, el culto al Sol, característico
de su época, una época en la que el propio emperador
(Heliogábalo) podía ser también un adorador del Sol.
Isis-Ártemis es la protectora de Antía, en tanto que
Habrócomes está bajo la tutela de Helios, el Sol, que
llega a intervenir en su favor con dos auténticos milagros:
procedimiento de resolución de los problemas de
los protagonistas que es bien poco frecuente en las
novelas que conocemos, y que en ésta se encuadra
dentro de la intención y el espíritu religioso en que
toda ella está sumergida.
7. La sociedad
Jenofonte de Éfeso, a diferencia de Cantón, no saca
sus personajes del archivo histórico, no utiliza como
protagonistas a personas relacionadas con hombres famosos
en la historia griega, sino a individuos sacados
de la vida privada, desconocidos por otros conceptos
y totalmente imaginarios.
Ello es causa de que el nivel social de su novela sea
más bajo que el de la de Caritón. No hay en ella un
ambiente de reyes, sátrapas y potentados, sino que sus
personajes proceden de la clase alta de una ciudad
helenística, una clase rica y ociosa, pero ya fundamentalmente
«burguesa», compuesta de ricos comerciantes
o funcionarios imperiales, cuyo cargo llevaba aparejada
la riqueza además del poder.
Junto a los protagonistas, extraídos de una familia
cualquiera de la clase alta, se desarrolla un mundo de
hombres libres empobrecidos, desempeñando profesiones
liberales (el médico Eudoxo), oficios independientes
(el pescador Egialeo) o trabajos a sueldo (el propio
Habrócomes se emplea en un cierto momento como
picapedrero). Las posibilidades que esta clase tiene de
salir de la extremada pobreza con que la novela nos la
INTRODUCCIÓN 227
pinta son exclusivamente dos: la herencia (Leucón y
Rodé por un lado, Hipótoo por otro) y el bandidaje (los
piratas fenicios e Hipótoo).
Este segundo procedimiento de adquirir riqueza es
especialmente importante en la novela, que nos plantea
como una situación frecuente la existencia de bandas
organizadas de salteadores, y dentro de la trama, porque
Hipótoo actúa frecuentemente de «puente» entre
los dos esposos. Esta figura del bandido generoso ha
sido posteriormente repetida en Heliodoro, ya sin la
ambigüedad que Jenofonte da al carácter de este personaje,
al que atribuye, junto a su desinteresada y profunda
amistad hacia Habrócomes, rasgos de inusitada e
innecesaria crueldad (V 2, 7) y una embarazosa atracción
por los muchachos que el propio autor critica
duramente en otros pasajes de la obra (II 1, 2-4).
En comparación con Caritón aparecen en esta novela
un mayor número de personajes humildes, libres e incluso
esclavos, y éstos son tratados con una cierta
consideración y tienen una importancia en la trama
como nunca alcanzan en la novela de Quéreas y Calírroe.
La figura magnánima del cabrero Lampón, por
ejemplo (II 9-11), contrasta favorablemente con el servilismo
que Caritón atribuye sistemáticamente a sus
personajes de esclavos.
Analizada la estructura social de la novela, surge la
cuestión de hasta qué punto es ésta un trasunto de la
realidad social de la época del autor 13. Evidentemente
la novela griega no tiene en absoluto una intención realista.
La propia descripción de los protagonistas no
puede ser más falsa: ricos, nobles o de alta clase, de
belleza sobrehumana, adornados de todas las cualidades
imaginables. Pero es también lógico que el autor
haya trasladado, al menos en parte, al escenario de su
acción elementos del ambiente real de su época que la
23 A. M. S c arc ella , Erótica Antigua, p p . 76-78.
228 EFESÍACAS
hagan más cercana al lector de las aventuras, y ello en
mayor medida en obras cuyo ambiente no es histórico
como la que nos ocupa.
El ambiente religioso de las Efestacas corresponde,
como hemos visto, al de la época de su composición,
y el mundo en que se desarrolla esta novela tiene bastantes
visos de ser una esquematización del mundo real
del siglo II d. C.: una clase alta sumamente enriquecida
por efecto de la inflación que dominaba la economía
de la época, con la adquisición de importancia, por esta
misma circunstancia, de los cargos oficiales, y el empobrecimiento
del resto de la población, cuyo papel económico
de trabajadores se ve además entorpecido por la
competencia de los esclavos. Estos últimos son los únicos
que aparecen dedicados a faenas agrícolas. El campo,
por otra parte, ha perdido importancia y la población
se acumula en las ciudades, con lo que se produce
la despoblación de amplias zonas, circunstancia que
también se destaca en la novela.
Poco más, sin embargo, se podría sacar de las Ef estacas
en este campo. No es intención de Jenofonte de
Éfeso darnos un cuadro de la realidad de su época ni
se centra su interés en la descripción del mundo circundante
a sus protagonistas, sino en la creación de un
mundo de ficción donde las aventuras extraordinarias
se suceden unas a otras con gran rapidez, y donde la
intervención de fuerzas sobrenaturales quiere ser puesta
tan de manifiesto que ni siquiera se descarta su aparición
como deus ex machina en algunos momentos de
su obra.
8. El texto
El texto de las Ef estacas que conocemos nos ha sido
transmitido por un solo manuscrito, el mismo en que
está la novela de Caritón, el Laurentianus Conventi
INTRODUCCIÓN 229
Soppresi 627, con letra del siglo xm. Además conservamos
una copia de este mismo códice hecha por Salvini
en 1700 (copió las Efesíacas y la novela de Caritón), la
cual pertenece a los fondos Riccardi y está actualmente
en la Biblioteca Laurenciana.
La primera edición de las Efesíacas fue hecha en 1726
por Antonio Cocchi, florentino, en los talleres de C. Bowyer
en Londres. Esta edición se apoya en la copia de
Salvini, y fue contrastada posteriormente con el manuscrito
Laurentianus, anotando el propio editor al margen
las correcciones pertinentes. Uno de estos ejemplares
anotados se encuentra actualmente en la biblioteca
Bodleiana.
Tras esta editio princeps merecen citarse las de Locella
(Viena, 1796), Mitscherlich (Estrasburgo, 1792-4),
Peerlkamp (Harlem, 1818), Passow (1824-33), así como
las de Hirschig para la colección Didot (1856) y la de
Hercher para la Teubner (1858).
Más recientemente nuestro autor ha sido cuidadosamente
estudiado por Dalmeyda (colec. Budé, París, 1926,
2.a ed. 1962), cuyo texto nos ha servido de base principal
para esta traducción. Asimismo, hemos tenido a la vista
los textos de Miralles (Fund. Bernat Metge, Barcelona,
1967) y la edición de Papanikolaou para la colección
Teubner (Leipzig, 1973), la más reciente y cuyo texto
difiere muy escasamente del de Dalmeyda.
En cuanto a traducciones, aparte de la de Dalmeyda
en su edición ya citada, excelente por cierto, y sobre la
que se basa la única traducción al castellano que conocemos,
la de Bergua (Madrid, 1965), debemos destacar
la hecha al catalán por C. Miralles en su edición ya
citada y las de M. Hadas (New York, 1953) al inglés y
B. Kytzler (Frankfurt am Main & Berlín, 1968) al
alemán.
Julia Mendoza
BIBLIOGRAFÍA
Queremos reunir en este apartado un conjunto de obras importantes
para estudiar y comprender a Jenofonte de Éfeso, bien
porque se ocupan directamente de este autor, bien porque abordan
temas que, como el religioso, tienen gran importancia para
el estudio de las Ef estacas. Del mismo modo que no pretendemos
ser exhaustivos, nos sentimos eximidos ya de referenciar obras
que, como las de Rohde, Perry o Merkelbach, han sido ya citadas
en la introducción a la novela de Caritón.
K. B ü rg e r, «Zu Xenophon von Ephesos», Hermes 37 (1892), 36-67.
J. G. G r i f f i th s , «Xenophon von Ephesos and Isis», en Erotica
Antiqua. Acta of the international conference of the ancient
novel, Bangor, 1977, pag. 75.
T. Hägg, «Die Ephesiaka des Xenophon Ephesios, Original oder
Epitome?», Classica et Mediaevalia 37 (1966), 118-161.
— «The naming of the characters in the romance of Xenophon
Ephesios», Eranos 68 (1971).
----- Narrative technique in ancient greek romances: Studies of
Chariton, Xenophon Ephesius and Achilles Tatius, Estocolmo,
1971.
K. K eröny i, Die griechisch-orientalische Romanliteratur in religionsgeschichtlicher
Beleuchtung. Ein Versuch. Mit Nachbetrachtungen.
2. ergäntzte Aufl., Darmstadt, 1962 (1.* ed., Tübingen,
1927).
C h . P icard , ¿phe.se et Claros. Recherches sur les sanctuaires et
les cultes de Vlonie du Nord, P aris, 1922.
232 EFESÍACAS
B. P. R eardon, Les courants littéraires grecques des II et III
siècles après J. C., Paris, 1971.
A. M. S c arc ella , «Strutture socio-economiche del romanzo di
Senofonte Efesio», en Erotica Antiqua, Bangor, 1977, págs. 76-78.
R. E. Witt, Isis in the graeco-roman world, New York, 1971.

miércoles, 7 de junio de 2017

CARLOS PELLICER. POESÍA.


Carlos Pellicer Cámara (San Juan Bautista (hoy Villahermosa, Tabasco, México, 16 de enero de 1897 - Ciudad de México, 16 de febrero de 1977) fue un escritor, poeta, museólogo y político mexicano. Cursó estudios en la Escuela Nacional Preparatoria y en Colombia, a donde fue enviado por el gobierno del entonces presidente Venustiano Carranza. Fue cofundador de la revista San-Ev-Ank en 1918, de un nuevo Ateneo de la Juventud en 1919 y secretario privado de José Vasconcelos Calderón. En la Escuela Nacional Preparatoria se relacionó con intelectuales de primera línea. Es nombrado agregado estudiantil para representar a México en Colombia y Venezuela. Desempeña su labor con éxito y regresa sorprendido por la dictadura Venezolana. Al rendir el informe de sus actividades ante la Federación de Estudiantes, pronunció un airado discurso en contra del dictador Juan Vicente Gómez, y causó un gran tumulto.

Como poeta, perteneció a una generación de intelectuales mexicanos que adoptaron el nombre de Los contemporáneos. Corresponde a éstos haber aportado, desde Latinoamérica, un estilo literario de vanguardia. Este hecho adquiere mayor importancia si se tiene en cuenta que México ha adoptado con facilidad influencias extranjeras. En ese sentido, Pellicer no fue sólo un gran poeta, también fue un innovador. La modernidad del siglo XX, que en México fue especialmente notoria hacen que Pellicer busque esta modernidad en la poesía. Carlos Pellicer es el primer poeta realmente moderno que se da en México. No se rebela contra el modernismo: lo incorpora a la vanguardia, toma de ésta y otras corrientes aquello útil para decir lo que quiere decir.

Cuando muchos de los Contemporáneos exploraban los desiertos de la conciencia, Pellicer redescubre la belleza del mundo. Sus palabras quieren reordenar la creación. Y en ese trópico entrañable los elementos se concilian: la tierra, el aire, el agua, el fuego le permiten mirar `en carne viva la belleza de Dios`. Pellicer ve el mundo con otros ojos y al hacerlo modifica la poesía mexicana. Su obra, toda una poesía con su pluralidad de géneros, se resuelve en una luminosa metáfora, en una interminable alabanza del mundo: Pellicer es el mismo de principio a fin.
Compilador: Dr. Enrico Pugliatti.

NOTA INTRODUCTORIA
En esta breve antología, el lector poco avezado en la poesía de Carlos Pellicer, encontrará algo que quiere ser una guía relativa que lo conduzca por los innumerables caminos que trazó la obra del singular poeta tabasqueño durante sesenta años de ininterrumpida labor creativa. Los otros, los afortunados, los que han tocado las aguas de ese mar profundo, iluminado por el estado de la gracia poética, consideren
esta aportación simplemente como un homenaje, tan modesto como entrañado.
Incluyo el poema “Grecia”, escrito en 1914, es decir cuando Pellicer tenía 15 años de edad; todo hace suponer que fue éste el primer poema que publicó (Gladios, México, 1916); y cuatro sonetos, de los cuales fechó el último en octubre de 1976. El resto del material ha sido tomado de Colores en el mar, 6, 7 poemas, Piedra de sacrificios, Hora y 20, Camino, Hora de junio, Exágonos,Recinto, Subordinaciones y Práctica de vuelo, libros que conjuntó la UNAM con el título general de Material poético, bajo el cuidado
de Juan JoséArreola yAlí Chumacero. Este volumen, y la antología que publicó el Fondo de Cultura Económica en su Colección Popular (1969) son –dígase lo que se diga– los únicos esfuerzos que se han hecho, desde 1956, para divulgar la obra de uno de los mayores poetas que ha habido en nuestro país y en nuestro idioma. ¿Cuántos Pelliceres hay?, se preguntaba Luis Rius en su entusiasta ensayo que dio la bienvenida alMaterial poético, reconociendo la gran dificultad de abordar en un ensayo exhaustivo la obra total del genial tabasqueño. Desde luego, existen estudios
que han rozado ya ese intrincado universo, como
4
los realizados por Frank Dauster, JesúsArellano,Octavio
Paz,Grabiel Zaid,Castro Leal, Luis Rius y otros
más que, no obstante la brillantez de algunos carecen
de ese carácter de compleción que exige la obra
entera de Carlos Pellicer.
En esta antología señalo algunas de las distintas
direcciones temáticas de su obra; constantes jamás
debilitadas a lo largo de su vida: la mirada voraz
sobre el paisaje; su cristianismo pagano; la devoción
a los héroes y su tuteo con el ángel poético.
Para el poeta, la muerte es la victoria, decía Luis
Cernuda.Y como siempre sucede, su vasta construcción
iluminada tendrá que afrontar el riesgo de las
miradas e intereses súbitos y la amenaza de las obras
completas.
Quienes conocemos su obra –unos más, otros
menos– sabemos que ahora,más que nunca, la fecha
de su muerte es la de su verdadero nacimiento. Y
pienso en estos momentos en un poema que Francisco
Hernández le dedicó a Pellicer unos días antes
de que éste muriera –antes del alud que veo venir–,
donde, entre otras cosas le decía: eres una
lámpara/de la que sólo se ha salvado/la luz.
GUILLERMO FERNÁNDEZ
México, D.F., febrero 16 de 1977

***
GRECIA
Ella es la fiesta de las líneas
y de las rosas soñadoras
y las diademas apolíneas
entre la flor de las auroras.
Tropa de dioses pescadores…
Píndaro canta, dicta Aspasia.
Y un atropello de visiones
en los suspiros de la magia…
Solemnidad de columnata.
Y en las mandíbulas de plat
del trípode, alza sus esfuerzos
la lividez de los aromas,
como una ráfaga de versos
en un encanto de palomas…
México, 1914
8
JUGARÉ con las casas de Curazao,
pondré el mar a la izquierda
y haré más puentes movedizos.
¡Lo que diga el poeta!
Estamos en Holanda y en América
y es una isla de juguetería,
con decretos de Reina
y ventanas y puertas de alegría.
Con las cuerdas de la lira
y los pañuelos del viaje
haremos velas para los botes
que no van a ninguna parte.
La casa de Gobierno es demasiado pequeña
para una familia holandesa.
Por la tarde vendrá Claude Monet
a comer cosas azules y eléctricas.
Y por esa callejuela sospechosa
haremos pasar la Ronda de Rembrandt.
…¡Páseme el puerto de Curazao!
Isla de juguetería,
con decretos de Reina
y ventanas y puertas de alegría.
De Colores en el mar, 1921
9
NOCTURNO
No tengo tiempo de mirar las cosas
como yo lo deseo.
Se me escurren sobre la mirada
y todo lo que veo
son esquinas profundas rotuladas con radio
donde leo la ciudad para no perder tiempo.
Esta obligada prisa que inexorablemente
quiere entregarme el mundo con un dato pequeño.
¡Este mirar urgente y esta voz en sonrisa
para un joven que sabe morir por cada sueño!
No tengo tiempo de mirar las cosas,
casi las adivino.
Una sabiduría ingénita y celosa
me da miradas previas y repentinos trinos.
Vivo en doradas márgenes; ignoro el central gozo
de las cosas. Desdoblo siglos de oro en mi ser.
Y acelerando rachas –quilla o ala de oro–,
repongo el dulce tiempo que nunca he de tener.
De 6, 7 poemas, 1924
10
A GERMÁN ARCINIEGAS, EN BOGOTÁ
América mía,
te palpo en el mapa de relieve
que está sobre mi mesa predilecta.
¡Que cosas te diría
si yo fuese tu Profeta!
Aprieta con toda mi mano
tu armónica Geografía.
Mis dedos acarician tus Andes
con una infantil idolatría.
Te conozco toda:
mi corazón ha sido como una alcancía
en la que he echado tus ciudades
como la moneda de todos los días.
Puestas de sol, desde Buenos Aires
llevaron a México el ojo futuro de mis osadías.
Tú eres el tesoro
que un alma genial dejó para mis alegrías.
Tanto como te adoro lo saben solamente
las altísimas noches que he llenado contigo.
Vivo mi juventud en noviazgo impaciente
como el buen labrador esperando su trigo.
Serenata que te he llevado
río arriba del Paraná;
salmo que te he cantado
sobre los Andes o desde el mar.
Rango industrial de Sao Paulo.
Palacios y muelles de Buenos Aires.
Escuelas del Uruguay.
Dulzura caraqueña por las vegas del Guayre.
Y el ritmo colombiano
y la ternura del Perú.
11
Desde una esquina deValparaíso
vi alzarse un astro audaz sobre un triángulo azul.
Y toda tu Amada, y tus islas envilecidas
por un desembarco brutal.
Y tus breves repúblicas raídas
por la extranjera voracidad.
Rondo tu mapa en relieve
con el paso invisible de mis ojos.
Te palpo con mis dos manos,
y cuando voy a decírtelo todo
me vuelvo un cielo de lágrimas
tan ancho y tan hondo,
como la angustia de un buque en la noche
cuyo jefe se ha vuelto loco.
América mía:
mi juventud se ha vuelto trágica
por este amor a ti, terrible, bello, solo.
De Piedra de sacrificios, 1924
12
GRUPOS DE PALOMAS
A la señora Lupe Medina de Ortega
1
Los grupos de palomas,
notas, claves, silencios, alteraciones,
modifican el ritmo de la loma.
La que se sabe tornasol afina
las ruedas luminosas de su cuello
con mirar hacia atrás a su vecina.
Le da al sol la mirada
y escurre en una sola pincelada
plan de vuelos a nubes campesinas.
2
La gris es una joven extranjera
cuyas ropas de viaje
dan aire de sorpresas al paisaje.
3
Hay una casi negra
que bebe astillas de agua en una piedra.
Después se pule el pico,
mira sus uñas, ve las de las otras,
abre una ala y la cierra, tira un brinco
y se para debajo de las rosas.
El fotógrafo dice:
para el jueves, señora.
Un palomo amontona sus erres cabeceadas
y ella busca alfileres
en el suelo que brilla por nada.
13
Los grupos de palomas
–notas, claves, silencios, alteraciones–,
modifican lugares de la loma.
4
La inevitablemente blanca
sabe su perfección. Bebe en la fuente
y se bebe a sí misma y se adelgaza
cual un poco de brisa en una lente
que recoge el paisaje.
Es una simpleza
cerca del agua. Inclina la cabeza
con tal dulzura,
que la escritura desfallece
en una serie de sílabas maduras.
5
Corre un automóvil y las palomas vuelan.
En la aritmética del vuelo
los ocho árabes desbóblanse
y la suma es impar. Se mueve el cielo
y la casa se vuelve redonda.
Un viraje profundo.
Regresan las palomas.
Notas. Claves. Silencios. Alteraciones.
El lápiz se descubre, se inclinan las lomas,
y por 20 centavos se cantan las canciones.
De Hora y 20, 1925

domingo, 4 de junio de 2017

Roberto Ampuero. Novela: Boleros en la Habana.


Roberto Ampuero, nacido en Valparaíso (Chile), ha publicado varias novelas. Entre ellas destacan `Pasiones griegas`, elegida en China como la mejor novela escrita en español en 2006, `Los amantes de Estocolmo`, escogida como libro del año 2003 en Chile, y la ficción autobiográfica `Nuestros años verde olivo` (2000). También es autor de la popular saga protagonizada por el ya legendario investigador privado Cayetano Brulé, un detective cubano afincado en Chile, que se compone de `¿Quién mató a Cristián Kustermann?` (1993, Premio de Novela de Revista de Libros), `Boleros en La Habana` (1994), `El alemán de Atacama` (1996), `Cita en el Azul Profundo` (2003), `Halcones de la noche` (2005) y la excepcional novela, que rompe el orden cronológico de la vida del detective, `El caso Neruda` (2009).
***
«Embárquese en el vuelo a Cuba que indica el pasaje adjunto. Hallará cuarto reservado a su nombre en el hotel Habana Libre? Asumo todos los gastos y le garantizo honorarios generosos. Es un asunto de vida o muerte. Confío en su discreción. Plácido».
Sin pensárselo dos veces, el detective privado Cayetano Brulé decide viajar desde Valparaíso a su Cuba natal para resolver el extraño misterio del cantante de boleros Plácido del Rosal, quien sin motivo aparente encontró en su maleta medio millón de dólares. Desde entonces, unos desconocidos van tras sus pasos con la intención de asesinarlo y recuperar el dinero sucio.
Entre las luces del cabaré Tropicana y las curvas de sus bailarinas, Cayetano Brulé busca esclarecer los interrogantes de este sorprendente caso.
Compilador:
Enrico Pugliatti.

(Fragmento. Novela. Boleros en la Habana).
1


—¿A quién diablos le habrá dado por estorbar a esta hora en un día de lluvia? —se preguntó tras el timbrazo en la estrecha cocina de puntal alto, donde leía el diario de la mañana mientras disfrutaba su acostumbrada tacita de café dulce y cargado.
Sobre el escurridero se apilaban pailas y cacerolas pringosas y, en el mesón, entre una abollada cafeterita de aluminio y un paquete de azúcar, esperando desde hacía días por la plancha, camisas de rayón, un pantalón de poliéster, varias calcetas zurcidas y dos calzoncillos de pierna larga.
Con el primer Lucky Strike de la jornada pendiendo de una comisura y los ojos sumergidos en las profundidades de sus dioptrías, se irguió, extrañado de que lo importunaran temprano en un día tan frío. Redujo el volumen de la radio, por la que una voz solemne elogiaba los precios que ofrecía un cementerio para la incineración de afiliados, y se arrimó a la ventana a espiar entre los visillos.
—¡Parece un monje franciscano en penitencia! —masculló.
Bajo la lluvia, una silueta de impermeable y capuchón oteaba hacia la casa delante de la reja del jardincito. Un cobrador, pensó desalentado, pero luego hizo memoria y tuvo la certeza de que si bien su mora en el pago de tiendas y servicios era dramática, no era terminal. El monje se mantenía allí inmutable como una estatua, ajeno a la lluvia, presintiendo a alguien en casa.
No, se repitió, no esperaba a nadie aquella invernal mañana de Valparaíso que más invitaba a guardar cama acompañado de un guatero caliente y una buena novela policial —cuando no de una mulata sandunguera—, que a salir a enfrentar el mal tiempo. No, a nadie, ni siquiera a Bernardo Suzuki, su fiel auxiliar, atareado seguramente a esa hora con las goteras de la oficina que alquilaban en el entretecho de un vetusto edificio céntrico. El timbre, esta vez prolongado e insistente, volvió a exasperarlo.
Caminó por el pasadizo de madera, que crujió bajo su cuerpo entrado en carnes, y se dirigió a la mampara. Llevaba una bufanda, quizás demasiado larga y colorida, enrollada cual serpiente al cuello, y una chaleca lila en la que faltaban dos botones. Abrió y se asomó al portalito, donde el viento salobre abofeteó su mofletudo rostro cincuentón y su calva incipiente.
—Buenos días, caballero —gritó el encapuchado desenfundando unos papeles del impermeable. Abajo, a su espalda, se extendían la ciudad y el Pacífico, grises y silenciosos como los barcos de guerra—. ¡Vengo de TNT y traigo carta para don Cayetano Brulé!
—Ese soy yo —barruntó el detective y, recordando con simpatía al alemán pelucón y jovial que dirigía aquella agencia de envíos en la ciudad, atravesó el jardincito esquivando pozas.
Un viento macabro le escarchó los huesos antillanos y el negro bigote a lo Pancho Villa antes de alcanzar la reja. Soltó una imprecación inaudible, mientras el cigarrillo se apagaba en el hueco de su mano. Después de veinte años en Chile, aún nadie acertaba a explicarle en forma convincente la razón por la cual los conquistadores españoles, conociendo el clima cálido y la pródiga vegetación de las Antillas, se habían asentado en esta tierra tan fría y agreste del último confín del mundo. ¡Tienen que haber sido unos pobres diablos como yo!, pensó al tiempo que destrababa el pestillo de la reja, que cedió con un chirrido.
—Su autógrafo, por favor —dijo el mensajero pasándole una lista y un lápiz, al tiempo que lo escrutaba con ojitos incisivos, que bailaban en un rostro aguzado recordándole a un hipnotizador de circo pobre de su infancia habanera.
Aunque el documento era ilegible por efecto del agua, estampó su firma junto a un garabato, en el lugar preciso que le indicó el dedo del encapuchado, y recibió a cambio un sobre verde y húmedo como una hoja de otoño. Su nombre estaba escrito en letra de imprenta, pero sin trazas del remitente.
—Mientras no sea otra cuenta —comentó Cayetano, abrumado por la ausencia de casos que afrontaba desde hacía meses, y arrojó la colilla por entre los barrotes hacia el pasaje Gervasoni.
—¡Ojalá que no! —repuso el mensajero y, aprovechando el embate del viento que hacía arreciar la lluvia, desapareció a buen tranco en dirección a la puerta del funicular.
Cayetano regresó a casa y sorbió de pie el café frío. Ya en la salita de estar, se repanchingó en su sillón de tapiz floreado, bajo el cual dormitaba Esperanza, una perrita blanca sin raza que había recogido de la calle años después de que su esposa lo abandonara, y rasgó el sobre. De su interior extrajo un pasaje aéreo y una hoja de papel que desdobló atenazado por la curiosidad. ¿Quién podía enviarle un pasaje? Se acarició con parsimonia una punta del bigote y recorrió las líneas escritas con letra clara y tinta azul:
«Embárquese en el vuelo a Cuba que indica el pasaje adjunto. Hallará cuarto reservado a su nombre en el hotel Habana Libre de La Habana. Asumo todos los gastos y le garantizo honorarios generosos. Es un asunto de vida o muerte. Confío en su discreción. Plácido».

jueves, 1 de junio de 2017

Carlos Droguett. Novela. ELOY. Por: Ricardo Latchman. LITERATURA DE RESCATE.


ANTES DE HABLAR de tan sorpresiva novela, conviene hacer su rápida historia. Fue presentada y resultó finalista con dos votos contra tres en el concurso denominado Premio Biblioteca Breve de 1959, fallado durante el primer Coloquio Internacional de Novela en Formentor. Antes dio a luz, en 1953, el volumen Sesenta Muertos en la Escalera, de menor prolijidad técnica que Eloy. En su segunda obra, Droguett realiza la interpretación novelesca de un hecho real acaecido en Chile, que consiste en la historia de un bandido criollo, el Ñato Eloy. Apartándose de la tentación de referirse a la totalidad de la biografía del delincuente, el escritor ha prefe-rido detenerse en el relato de la extensa noche de espera que precede a su muerte. El procedimiento resulta novedoso, a pesar de los ricos antecedentes que posee en la novelística contemporánea y, sobre todo, en William Faulkner, con cuyos métodos empalma Eloy. Lo anterior no significa, en ningún instante, el menor propósito de restar originalidad y destreza narrativa a la ficción de Droguett.
El relieve poderoso de las escenas en que se plantea la situación de angustia que padece el bandido cuando se siente atrapado, pero a la vez conserva fuerzas suficientes para li-brarse del acoso policial, constituye el factor más tenso y dra-mático del enredo. El contrapunto más atrayente que se ad-vierte en Eloy consiste en la sensación de la muerte, presen-tida por el perseguido, y su arraigo en la vida y la esperanza, a través de recuerdos, añoranzas y evocaciones de amor, sen-sualidad, valentía, brutalidad y ternura primitiva. Todo suce-de en una noche, en una larga noche que empieza en la esce-na del rancho donde es descubierto el Ñato Eloy por la policía y concluye con su agonía y muerte, cuando se desvanecen sus sueños de libertad en medio de una descarga de balas. Tiempo lento, ritmo acucioso, detalles bien perfilados en la recons-trucción mental y, a veces, poética de los azares humanos del salteador. Droguett mantiene lo que se podría llamar el sus-penso en la acción, donde convergen dos planos: uno, que se ubica en un detalle u objeto provocador de un recuerdo, y otro, referido a lo inmediato que se sustenta en el angustioso plano del acosamiento de Eloy. En una noche se hacen revivir los mejores instantes de la vida de Eloy: sus amores, sus aventuras, sus luchas con los carabineros, su sentimiento de la paternidad y del arraigo instintivo y sexual a Rosa. No pierde Droguett el hilo narrativo de su historia y por encima de una aparente dispersión de los detalles sabe acondicionarlos en una severa y lógica unidad. La obra está escrita en períodos largos, adecuados al extenso monólogo interior del protagonista, pero con fluidez y sentido expresivo de fina sensibilidad.
Sobrenadando en el argumento, nada complicado, se en-cuentran materiales de belleza que decoran el relato y lo apartan de lo simplemente pintoresco. Droguett inicia su libro con la reproducción de un párrafo posiblemente tomado de un diario de la época en que murió el Ñato Eloy: »...En los bolsillos de su ropa se encontraron las siguientes especies: un escapulario del Carmen, una medalla chica, un devocionario, un naipe chileno con pez castilla y jabón, dos pañuelos lim-pios, uno de color rosado y otro violeta, un portahojas “Gi-llette” y dos hojas para afeitarse, una peineta, un espejo chico, un cortaplumas de concha de perla, una caja de fósforos, un cordel y una caja de pomada para limpiar la carabina….«.
Lo real, que también se refleja en la portada de Eloy, donde se reproduce una macabra fotografía de su cadáver, no es más que un punto de partida en esta novela. La estili-zación de la biografía del bandido, la fusión admirable de sucesos y sensaciones reflejadas en el extenso monólogo del personaje, la limpidez estilística de ciertos enfoques y el apro-vechamiento de objetos y cosas para intensificar la atmósfera reconstructiva contribuyen a colocar a Eloy entre las mejores novelas chilenas. La identificación del Ñato Eloy con su ca-rabina es admirable y hace de su arma parte de su persona-lidad, como puede palparse en el siguiente párrafo: «Cogió la carabina y alzando el seguro hizo tres disparos hacia el cielo, que resonaron largo rato en lo oscuro y se apagaban dulcemente en las copas de los árboles lejanos. Sabrán que estoy despierto esperándolos, pensaba y pensaba también que ahora irían a dispararle y a arrastrarse en la oscuridad hacía él, pero no sentía ruido alguno. Y también en este otro, muy significativo: «Cargó con sosiego y seguridad la carabina, apre-taba sus manos en ella, con tranquilidad y costumbre y con-fianza, como cuando le ponía los calzoncillos al Toño...«.
El bandido demuestra aquí su presencia con un disparo, y luego siente al cargar su carabina la misma sensación que cuando vestía a su hijo. Droguett asocia a sus protagonistas, con diversos elementos que tienen un valor casi mágico en su memoria: la sangre, las balas, la carabina, el olor de las vio-letas, la imagen apasionante de Rosa, la cobardía del viejo que encontró en el rancho, los zapatos que le evocan su oficio verdadero y el vino, también visible en las imágenes de Eloy.
Siempre en Eloy el presente se proyecta sobre un pasado inmediato o lejano, en un dinámico juego de sensaciones que subrayan el aprovechamiento que hace Droguett de los mo-dernos métodos narrativos. La prosa con que está escrito este libro es variada y plástica y no se puede resistir la tentación de reproducir trozos representativos. Por ejemplo, el siguien-te en que Eloy siente la nostalgia del hogar mientras se ve acorralado por la policía en la inacabable noche en que es descubierto junto al rancho: »Recordaba su casa, el rincón de su mesita de trabajo, el trecho de comedor que alcanzaba a divisar en la penumbra, sentía el gusto dulce del pan, el gusto acre de las lágrimas, un enorme deseo de estar tran-quilo, tendido en la oscuridad, esperando el sueño; sabía que tenía mucho sueño y que no podía dormir, pensarlo sólo le daba cansancio y algo le decía que faltaba mucho, muchas noches, muchos días, demasiados, Eloy, para que disfrutara de esta tranquilidad y de este sosiego; le venía el recuerdo de ensaladas frescas en el campo, cuando todos estaban comien-do bajo las parras y se elevaban las tufaradas gordas, aliñadas, cálidas y un poco insolentes, demasiado robustas, de los gran-des azafates repletos de carnes esponjadas y relucientes y él sintió que adentro de la casa cerrada, completamente cerrada, en la que se descargaba con furia un golpe seco, sonaban gritos, gritos desgarrados y disparos, disparos de revólveres y chocos, y ni siquiera por entre las junturas de la madera que se resecaba al sol salía un rastro de humo, del humo azul y trágico y evi-dente que había esperado; sentía vaciar despaciosamente el vino de los jarros, se reían, se reían, olvidados, olvidándose los ma-las bestias, llegaba galopando un jinete, en medio de una polva-reda ardiente se desmontaban unas botas nuevas, una cara nue-va, una manta insolente, relinchaba el caballo, tornando la cabe-za rojiza y blanca hacia las mesas y, de repente, casi sin dolor y sin trance, un llanto desbordado y poderoso que ahogaba el ruido de las bocas que masticaban y se reían, el ruido de los perros que ladraban al sol al otro lado de las cercas inundaba el cielo y ensombrecía el vino. No había podido comer enton-ces, el llanto lo perseguía, corría por el suelo entre los restos de comida y las cáscaras de fruta, se desbordaba casi con fie-reza por el patio, arrastrando todo, queriendo arrastrarlos a todos, y él, muerto de horror y asco y teniendo sed y hambre, otra sed y otra hambre, se había ido caminando sin que-rer acercarse a la casa, mirando sólo a los jinetes, a los jinetes verdes que ya venían trotando en dirección al pueblo«.
Eloy se encuentra con una mujer en el rancho donde lo ubican sus perseguidores y le pide vino. La campesina no puede satisfacer la exigencia del bandido, pero, en cambio, encuentra que lo atrae y se promete visitarla. En ese instante vuelve a surgir la excitante imagen del vino, que brota en su cerebro con cálida reverberación: »¿Por qué no tendría vino la mujer? se preguntó pensativo. Tenía frío y le habría gustado beber un poco de vino fuerte y grueso, ese vino que lo tapa a uno y ya no sabe dónde está, un vino que te borra y te ablanda y te desmenuza, que te hunde o te trae a la su-perficie como pescado te echa a correr y te deja siempre ahí, despierto y dormido, triste y alegre y con la mente audaz y el brazo tembloroso y tan ligero«.
El olor de las violetas es otra obsesión de Eloy, que lo acompaña hasta el momento en que lo matan sus perseguido-res. En la culminante y admirable escena final de la novela, y mientras empieza la agonía del bandido, lo acompaña su perfume. »El olor de las violetas se le amontonó en la cara, subía por su mano que estaba hundida en el agua y que se agarraba a las flores, nunca había sentido tan fuerte y suave y persistente el perfume de las violetas. Son buenas, son bue-nas, se dijo y él se hundía en ellas, tenía la cara llena de flores y los hombros, la espalda, la mano estirada también esta-ban llenas de flores, qué bueno, decía, qué bueno que esto haya ocurrido ahora, con la leche no habría podido soportar este perfume y sonreía con cansancio porque en realidad esta-ba muy cansado y sabía que, abrigado por las violetas, podría echar un corto sueño, en media hora estaré listo, decía, sin-tiendo al enfermo toser con dulzura a través de las violetas, como apartándolas para acercársele más, ya no podría verlo si seguían cayendo tantas flores, estarán creciendo sobre los árboles, trepando con la neblina, y puso la cara de lado en la tierra para sentir la humedad que lo aliviaba y se le comu-nicaba e impregnaba el olor de la sangre el olor de las vio-letas».
Habría mucho que decir de Eloy, cuyo elogio trazó Miomandre al conocer su texto inédito. También sería oportuno referirse a su sintaxis algo descoyuntada, que sigue una línea de supresiones y otra de copulaciones insólitas en nuestra literatura, pero que sugiere bastante y ratifica la madurez alcan-zada por Droguett en su segunda novela. No cabe aquí más que señalar a la atención de los chilenos lo diversa que es su técnica, su argumento, su atrevido enfoque de la vida de un asesino enraizado en la imaginación popular, pero que surge ahora con vigor y lozanía imaginativas en la pluma de Carlos Droguett. Se explica así también el prestigio con que arriba la edición española de Eloy, y las críticas que ha pro-vocado en Europa.

RICARDO LATCHAM
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Carlos Droguett (Santiago, 1912 - Berna, Suiza, 1996) fue un prolífico novelista y cuentista chileno vinculado a la Generación Literaria de 1938. Sobre su quehacer, Droguett señaló: «[...] no podría explicar por qué escribo. ¿Por qué bebe el alcohólico? Él diría que porque no lo puede evitar. Yo tampoco, y como él, no lo considero una desgracia. Es más bien una fatalidad, tomando la expresión en su significado esencial». Cursó sus primeros estudios en el Liceo San Agustín donde tuvo contacto con el padre Alfonso Escudero, importante hombre de letras que lo apoyaría en su carrera literaria. En 1933, inicia estudios de Derecho y de Literatura Inglesa en la Universidad de Chile, carreras que abandona por el impacto que le causó la Matanza del Seguro Obrero, ocurrida en Chile el 5 de septiembre de 1938. Pese a que antes de este acontecimiento había publicado algunos cuentos, fue con él que inició su obra literaria y periodística al editar, en 1939, la crónica `Los asesinados del Seguro Obrero`. Entre la publicación de este volumen y de la novela `60 muertos en la escalera` en 1953 `texto en que reelabora literariamente el tema de la matanza y que ganó el primer premio del Concurso Nascimento-, desarrolló un importante trabajo como columnista y publicó una veintena de cuentos en diarios y revistas. El reconocimiento internacional le llegó con la publicación en la prestigiosa editorial Seix Barral de `Eloy` (1960), novela que tuvo un gran éxito y que rápidamente fue traducida a diversas lenguas. Posteriormente publicó `100 gotas de sangre y 200 de sudor` (novela, 1961), `Patas de perro` (novela, 1965), `Los mejores cuentos` (cuentos, 1967), `Supay, el cristiano` (novela, 1968), `El compadre` (novela, 1967), `El hombre que había olvidado` (novela, 1968), `Todas esas muertes `(novela con la que obtuvo el Premio Alfaguara en 1971), `El cementerio de los elefantes` (cuentos, 1971), `Después del diluvio` (novela teatralizada, 1971), `Escrito en el aire` (crónicas, 1972), `El hombre que trasladaba las ciudades` (novela, 1973), `Materiales de construcción` (ensayo, 1980), y `El enano Cocorí` (novela, 1986). En forma póstuma se han publicado las novelas `Matar a los viejos` (2001), `La señorita Lara` (2001) y `Sobre la ausencia` (2009).

Al otorgarle en 1970 el Premio Nacional de Literatura, el jurado destacó que su renovadora técnica narrativa trascendía los límites del país y le equiparaba con los principales novelistas contemporáneos. Droguett se radicó en Suiza en 1976 a causa de la dictadura militar instaurada por Augusto Pinochet en 1973. Nunca regresó a Chile.
Compilador: Enrico Pugliatti.
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Novela. Fragmento. ELOY.
"In memoriam




ES EN LA NOCHE, hacia la medianoche tal vez, en medio del campo, está despierto, completamente despierto y seguro de sí mismo, tiene una larga vida por delante, le extraña que hayan venido tantos y piensa que eso mismo es de buen augurio. Cuando vengan para matarme, vendrá uno solo, algún ami-go traicionero, un pariente de la Rosa, Sangüesa tal vez, el feroz y cobarde Sangüesa, me buscará cuando yo esté dormido. Se sonreía a solas acordándose, sentado en el suelo, atisbando la noche húmeda y luminosa y acariciando su carabina. La tenía sobre las piernas cruzadas y pasaba la mano despaciosa-mente por el cañón, acariciaba con suavidad, con una firme y casi hiriente suavidad el cuerpo, la ma-dera, la dura y tensa y firme y suave y salvaje made-ra de la carabina, como un pescuezo de caballo siem-pre apegado a sus manos, listo para ir a posarse bajo su brazo, como aquella vez, después, que había sal-tado por la ventana y adentro, muy adentro, más allá de los innumerables pasadizos y de los rincones soli-tarios y extensos y de las arboledas lúgubres y húmedas, impregnadas de viento y del agua de la lagu-na, en la que flotaba ahogado un pantalón de niño y a él se le apegaba el llanto, los gritos, esas lágrimas ribeteadas de sangre que él adivinaba, aunque no había visto, pero es que hay gritos llenos de sangre, horrorosos, desagradables que dan miedo, pensaba mientras había saltado por la ventana y sentía el su-dor frío y la carabina agarrada en su mano izquierda le daba miedo al mismo tiempo un poco de seguridad y miedo, porque siempre se enredaba en alguna parte, en el postigo, en los zapatos del viejo, viejo desgraciado tan cobarde, se afligía corriendo despa-cio bajo los árboles, lloriqueaba como un niño, tenía la cara asustada de un huaina cualquiera, del Toño si estuviera conmigo ahora, del hijo de la Rosa, cuan-do él en las madrugadas estaba limpiando, precisa-mente, la carabina y se bajaba de la cama y se metía bajo ella y arrastraba el cajón y trajinando encon-traba el bolsón con las balas y bostezando, bostezan-do de sueño el pobrecito desparramaba las balas en el suelo y con el ruido que hacían se despertaba la Rosa y encendía la vela y la levantaba en la mano paseando la palmatoria por el aire para buscarlos. Toño, Toño, gritaba asustada y el Toño, asustado también, no contestaba y tenía entre las piernas un montón de balas y él cargaba la carabina en silencio y sonaban como huesitos los fuelles y, entonces, co-mo la Rosa estaba siempre sentada en la cama y había dejado encendida la vela en el suelo y miraba llena de horror de cansancio y miedo y presagios al Toño y lo miraba sobre todo a él, me estás mirando lleno de hoyitos lleno de sangre, Rosa, Rosa, no me mires así, le gritaba y alzaba la carabina para asus-tarla y se reía en lo oscuro y el Toño le pasaba un montón de balas y se reía con miedo y él gritaba llenos de risa los gritos, Rosa, Rosa, te voy a matar la garganta, y ella se quedaba tiesa sentada en la cama y como muerta, me estás mirando lleno de san-gre, crees que los agentes me van a matar, eso crees tú, Rosa, le decía, y el Toño se arrastraba hacia la cama y cogía la palmatoria del suelo y la levantaba, él lo comprendía y se lo agradecía, la levantaba bas-tante como para que él pudiera tener toda la luz que le iluminara los pechos de la Rosa, su bonita cara tostada, sus ojos hundidos en las ojeras que te he hecho pacientemente noche a noche de tanto querer-te y llamarte y meterte miedo labrando mi amor co-mo una tablita. Te voy a matar, le gritaba, y enton-ces, el Toño le decía, riendo de pie en la oscuridad: Mátala, mátala, bonito, Eloy, y él disparaba justo para que la bala se llevara por delante un trozo ilu-minado de la vela y el Toño lloraba asustado en la oscuridad y la Rosa gritaba verdaderamente teme-rosa, no grites tanto por Dios, chillaba él, desilusio-nado ahora, lleno de desencanto y de tristeza y se sentía nervioso y nadie sabría nunca cuánto los que-ría a los dos, al mocoso y a la Rosa, porque ahora mismo se hubiera sentido más seguro si los hubiera tenido a su lado, durmiendo ahí en la cama, tal vez llorando de miedo y mirándolo a él sentado en el suelo, fumando en las tinieblas, atisbando la noche por la ventana abierta.
Cuando se quedó solo había arrojado con furia la carabina al suelo y el cinturón con las balas y el bolso de cuero, estaba cansado y amargado y desconfiado, debí matarlos, pensaba, pensaba rápidamen-te en ello porque comprendía y no quería asustarse que había cometido un error al dejarlos ir. Tenían tanto miedo, se decía para disculparse y aún se re-prochaba que les hubiera tenido lástima. Al viejo sobre todo. El viejo lloraba sin pudor y con escán-dalo, sin mirarlo siquiera, lloraba para él solo, revol-cado en su horror, lo había mirado con desprecio cuando recogía temblando la ropa, los zapatos, el sombrero y el canastito con las cosas. Cuando él mi-ró el canasto y le dijo: Déjalo en el suelo, el viejo soltó un sollozo horrible, un sollozo que ya tenía preparado y dejó todo en el suelo, los pantalones, el sombrero, los zapatos, todo encima del canasto y cuan-do él se le acercó el viejo se cubrió la cara con las manos y lo atisbaba con miedo, viejo mariconazo, pensaba, viejo indigno, miroteándolo con asco, y con el cañón de la carabina había ido sacando de ahí los pantalones, el sombrero, los zapatos y con un golpe más firme había destapado el canasto, ¡qué llevas, mierda, aquí!. El viejo lloró con bríos para contes-tarle y fue la mujer la que lo miraba hosca, asusta-da tal vez, pero sin llorar, sin llorar en absoluto, sólo agarrando al chiquillo y apretándolo contra el pe-cho, fue la mujer la que le había dicho: Son cositas para llevar al hospital, don, cositas para la Juana. Había alcanzado a ver unas manzanas bonitas y pequeñitas, unas naranjas tísicas, descoloridas, una bo-tella de leche, un paquete de galletas y una fea mu-ñeca de trapo, grandota y esmirriada, que le daba lástima. La botellita para el viejo pensó con piedad y burla. Déle leche al viejo, vieja, había dicho y co-giendo del suelo el sombrero se lo había incrustado al viejo mirándolo con sarcasmo y viendo que llora-ba más y que su camisa era pobre y rota y descolo-rida y que por entre ella asomaban unos pelos blan-cos sobre el cuerpo rojizo y pálido, le había aconse-jado: Ponte corbata para que te veas estupendo, viejo, y como el viejo lloraba siempre, le dio vuelta de un manotón, empujándolo hacia la puerta y ya en ella de un puntapié lo envió rodando hacia lo oscuro. Lo sentía sollozar y correr por el campo, en-tre el viento. Eso lo había puesto rabioso y pensa-tivo y deseoso de beber un poco de vino. No tenemos licor, le había dicho la mujer, somos pobres, el viejo no bebe. Debiera beber para criar coraje, contestó él para sí, sin mirarla, y la verdad era que tener a un tal cobarde junto a él era ya ponerlo un poco cobarde también, te salpican y carcomen sus llantos y sus gritos y se te olvida quién eres, lo que has he-cho, cómo has vivido, si olvidas quién eres, cómo te llamas, verás qué fácil resulta ser cobarde. Podían haber tenido vino, es bueno el vino, agregó él, mirando con reproche a la mujer. Nadie bebe aquí, contestó ella con miedo y rabia y dando explicacio-nes que eran también un reproche. El vino es una buena compañía, agregó, mirando pensativo su cara-bina. Yo no necesito compañía, yo nunca estoy sola, dijo la mujer llena de reminiscencias, y otro poco que te acercas, Eloy, otro poquito, te suelta el llanto también y te cuenta su historia.
La historia de la mujer era simple, a Eloy le hu-biera gustado, pero ya nunca tendría ocasión de co-nocerla y esto él aun no lo sabía. Ella tampoco lo sabía, ignoraba quién era él, pero presentía que era un perseguido y un solitario por ese olor a viento de las sierras que traía su ropa gastada, su miserable sombrero humilde e insolente, las alas húmedas de su manta, ahí donde soplaba el viento neblinoso, pero luego volará tranquilo y un poco perfumado, ya hue-le bonito la tierra, pensaba y se imaginaba el olor de la manta colgada en el patio, entre la neblina aho-ra y después bajo la luna y ese olor de sangre esos sudores los dejó alguien que pasó por ella por esa manta lo recogieron en ella sólo para ir a mostrár-sela al capitán o al mayor o al coronel o para poner-le un radiograma al general ya lo encontramos ya lo tenemos amarrado sí claro que sí mi general y sona-ban las botas entre cada sílaba sonaban apretándose cada vez más entre sus pulmones entre sus dientes sonaban entre cada letra apretándose sobre sus sesos cómo no mi general lo tenemos aquí mismo en el suelo estirando los pies podemos tocarlo podría ver-lo mi general en el suelo como un paquete de ropa junto al canasto y el escupitín y entre bota y bota y brillo y golpear de botas iban todas sonando por el aire el telegrama estaba lleno de botas las botas estaban llenas de un agradable silencio se sonreían con media sonrisa marcial y disciplinada cómo no mi general esta misma noche parte el furgón. Sus-piró, mirando sus ojos cansados y enormes, vivos, hirientes y codiciosos. Lo había odiado desde un principio, porque él la miraba con descaro y con cinismo, la miraba con una mirada para mucho tiempo, sobre todo desentendiéndose del niño que dormía en sus brazos, apretado a su pecho, y que él, con uno de sus agarrones torpemente expresivos, había despertado con esa mano brusca y suave insolente nada de temerosa que surgió de lo hondo de sus bolsillos no sabía si para despertar más bien su furia o sus sonrojos y ella abría los labios y mostraba los dientes su odio y su fortaleza y donde había odio y fuerza él podía luchar y por lo tanto esperar. El niño sollozaba dormido y ella estaba ahí plantada en me-dio de la pieza, como esperando que la lluvia escu-rriera por las tablas del techo y que pasaran las se-manas o como esperando que el viejo se moviera un poco, que trajera hacia la luz su pobre cuerpo asus-tado. ¡Viejo, viejo! —dijo ella y su voz había sido casi cariñosa, lejanamente sexual, pues el miedo, aunque para ella no era mucho, la hacía ensoñarse un poco y refugiarse en sus antiguos recuerdos. ¿Diez, quince años? suspiró para sí y acarició con su mano libre la cabecita del niño, pero ahora el Eloy le estaba sonriendo desde la oscuridad, veía sus dien-tes y sus pupilas destacarse nítidas en la penumbra y permanecer casi bondadosas y familiares mirándo-la, mirando lo poco de ella que se podía mirar, una guagua, un paquete de ropas de niño, un viejo tem-bloroso remecido por la terciana, que se apegaba al rincón de la puerta, un atado de pobre ropa, de pobre miedo.
Vio cómo se sentaba él en la cama y eso era ex-presarle abiertamente sus deseos, por lo menos un deseo, o para significarle que eso, todo eso era el mundo y que había que aceptarlo o que pelear con él; él había tendido los dos brazos en un gesto de paz, para acoger al niño dormido o para acogerla a ella o para indicarle que le pasara todas las cosas que le estorbaban y no la dejaban caminar ni vivir, que la tapaban a ella a su corazón a sus piernas a sus pechos los tenía tan adentro, tan cubiertos por la vieja ropa y el viejo tiempo estaban diez años lejos por lo menos y por eso no le decía nada y el horrible viento frío el adormecido olor de los pinos venía hacia ellos y los separaba, los dejaba hostiles apartados por un tajo de silencio. Viejo, viejo, dijo ella otra vez, y se quería mover hacia la puerta, pero no se movía, no se atrevía a hacerlo, porque ¿a quién llamaba real-mente?, ¿al viejo viejo o al viejo Eloy al viejo co-razón al antiguo recuerdo recién destapado a los antiguos ensueños y sollozos? Le tuvo lástima mirán-dola, mirando esas ojeras socavadas por el sufrimien-to, deseoso sólo ahora de que tuvieran tiempo de conocerse, pero furioso también porque no estaba sola, porque no le entregaba el niño al viejo y los empujaba por la espalda con un gesto hostil, duro y maternal. Encendió un cigarrillo y demoró la lla-ma junto a su boca para que ella se la mirara y bo-rrara, con esa breve luz, los anticipados lúgubres pensamientos que se estaban formando en su mente, allá adentro de su pelo, de sus peinetas y de sus horquillas.
El niño empezó a llorar con suavidad y el viejo a toser desordenadamente, a moverse y remover su tos, a acercarse desde la oscuridad hacia la mujer, a protegerse y refugiarse siempre. Él aspiraba con ansias el cigarrillo, miraba los pobres muebles y deseaba estar solo para trajinar un poco por esa triste y estrecha vida, abriendo los íntimos cajones, la vieja arca demasiado señorial y cuidada, dema-siado donosa y espléndida para esa miseria, los ves-tidos de antiguos veranos colgados en clavos, las imágenes de calendarios ya desvanecidos, cuando cumplía condena en Casablanca o estaba fugado en la frontera por el lado argentino, cuando estuvo tan enfermo y echaba sangre por la orina. Perdida su mirada en las paredes se tendió un poco en la cama y entonces se sonrojó, se sonrojó porque la mujer se había acercado a él, tal vez para alejarse del viejo, tal vez para estar sola con su odio, con su propio miedo y con el temor de otro, sólo con el niño, que era una poquita cosa, como otro brazo de ella u otro hermoso pecho que está creciendo de un modo bár-baro unos gritos de amor en la alta noche de invier-no y que luego se concretaron en esa carita sucia y esas manitos que podrían ser las del Toño. Se puso de pie y tenía el cigarro en la boca, apretado entre los dientes, no tanto para parecer fiero sino simplemente mundano, no tanto bandolero como aventu-rero, un hombre que vive entre las ropas de las mu-jeres, en los calzones y las enaguas y las camisas de dormir y las zapatillas de levantarse y de acostarse y las medias de seda imperceptible y los encajes y los perfumes y los polvos y coloretes y pinturas al aceite o al petróleo un hombre que ha estado toda su vida barajando revolviendo unos muslos algunos pechos de mujer unas copas vacías de champagne entre sus manos nerviosas y de vez en cuando monedas mu-chas monedas billetes enormes que huelen como las axilas de las hembras; eso es todo, eso era todo, nada más habría ocurrido si no estuvieran los agentes ahí fuera y este viejito desolado junto a ella, prendido a ella, cogido a su pollera, pero yo me quiero coger a su blusa, eso habría querido, eso hubiera podido suceder si hubieran tenido tiempo y tranquilidad. Debió esperarme, debió esperarme antes de ahora, se dijo, y como el viejo estaba agarrado a la hoja de la puerta y vio lo ridículo y lo insolentemente triste que era, lleno de lágrimas y sollozos que lo llenaban hasta arriba y le escurrían por el pescuezo, por ese cuerpo delgado, por ese traje que le queda-ba ancho y enorme y que parecía una bolsa llena y atravesada de suspiros y quejidos quejas bajas hu-mildes insignificantes tampoco gritos gritos salvajes o desesperados no sabes gritar no sabes crecer un po-co más grande de lo que eres, se dijo y vio que los ojos verdes de la mujer se cruzaban con los suyos y se ennegrecían y vio el odio clavado en esa luz espectral y oscura, sólo el odio, nunca el amor, la amistad, el deseo, los deseos de descansar, olvidar o sonreírse, y por eso, echando la manta sobre la cama, había empujado donosamente al viejo hacia afuera, donde sintió el frío duro y tangible como un mue-ble, y vio que la noche estaba luminosa y el viejo se había quedado callado, súbitamente callado y ten-so, como si fuera a estallar en un atroz interminable sollozo, el viento estaba tirante y frío y como expec-tante, como esperando que el viejo sollozara o huye-ra y lo vio correr como un ratón o un perro hambriento y enfermo, ridículo, feamente ridículo, sus ropas se le volaban con descaro, con verdadera mal-dad, y tuvo lástima, lástima de él y de sí mismo, él era también un perseguido, sólo que comía un poco más, sólo que su miedo era más robusto y nutría su coraje y su memoria, se repartía por toda su alma y por su cuerpo, lo hacía erguirse y ser audaz y ac-tuar enloquecido y lúcido, fríamente loco y atrevido, imaginando tramas y formidables mentiras y salva-ciones, hasta maldiciones; el viejo no, su miedo vis-coso, muy usado, escurría por las mangas enormes de su vestón y goteaba en sus pantalones, alzaba la bufanda en su cuello delgado, un poco largo, y se quedaba flotando flojamente con ella en el aire de la noche".


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