lunes, 12 de mayo de 2014

Camus Albert. Novela: "El extranjero".


Premio Nobel de Literatura, novelista, ensayista, dramaturgo y filósofo francés nacido en Argelia, Albert Camus dejó una huella indeleble en la cultura literaria y política, con novelas como El extranjero, La peste y La Caída; obras de teatro como Calígula y Los justos; y ensayos como El mito de Sísifo y El hombre rebelde.
      Este 4 de enero se cumplen 51 años de su fallecimiento en un accidente carretero en el trayecto de Lyon a París, en 1960.
      Nacido el 7 de noviembre de 1913 en Argelia, hijo de una empleada doméstica casi sorda y analfabeta de origen español y de un peón agrícola francés, quien murió en 1914 en la batalla del Marne en la Primera Guerra Mundial, Camus fue criado por su madre y su abuela, junto a un hermano mayor, en un pequeño apartamento de un barrio obrero de Argel.
      Así, forjó su obra durante los años trágicos de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra de Independencia de Argelia, comprometido con la defensa de la libertad y de la vida, y contra todas las ideologías.
      “Decía que quería hablar por aquellos que no tenían voz y que estaban oprimidos. Provenía de un medio en el cual la gente no tenía voz”, explica su hija, Catherine Camus, en alusión a la pobreza y al bajo nivel cultural de la familia de la que provenía su padre.
      A la edad de 44 años, en 1957, se le concedió a Albert Camus el Premio Nobel de Literatura por “el conjunto de una obra que pone de relieve los problemas que se plantean en la conciencia de los hombres de hoy”.
      Camus falleció junto a un amigo con el que viajaba a París desde el sur de Francia cuando éste perdió el control del automóvil y se estrellaron contra un árbol. Entre los papeles que se le encontraron había un manuscrito inconcluso, El primer hombre (publicado en 1995), de fuerte contenido autobiográfico y gran belleza. Camus fue enterrado en Lourmarin, pueblo del sur de Francia en donde había comprado una casa.
      Camus realizó sus estudios en Argel, alentado por sus profesores, especialmente Louis Germain en la escuela primaria, a quien guardará total gratitud, hasta el punto de dedicarle su discurso de recepción del Premio Nobel; y también Jean Grenier, en el bachillerato, quien lo inició en la lectura de los filósofos, y especialmente le dio a conocer a Nietzsche.
      Comenzó a escribir a muy temprana edad: sus primeros textos fueron publicados en la revista Sud en 1932. Tras la conclusión del bachillerato obtuvo un diploma de estudios superiores en letras, en la rama de filosofía. La tuberculosis le impidió participar en el examen de licenciatura.
      A los 24 años publicó su primer libro, El derecho y el revés. Luego se instaló en París, donde asumió la dirección de la revista Combate, un periódico de la Resistencia al régimen del mariscal Philippe Pétain, que colaboraba con la ocupación de Francia por la Alemania nazi.
      En 1945, fue uno de los pocos intelectuales occidentales que denunciaron las armas atómicas, tras los bombardeos estadounidenses que destruyeron las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki.
      En el Mito de Sísifo, un ensayo publicado en 1942, expuso su filosofía de lo absurdo, la búsqueda de coherencia por el hombre y la condición humana. Tras un breve paso por el Partido Comunista, Camus criticó el totalitarismo en la Unión Soviética en El hombre rebelde (1951).
      En 1952 rompió con uno de los íconos de la intelectualidad francesa, Jean-Paul Sartre, luego de que fuese publicado en una revista que éste dirigía un artículo en el que se criticaba la rebeldía estética de Camus.
      La guerra de Argelia aísla a Camus, el pacifista. Su Llamado a la tregua civil lo margina en 1956 de la izquierda, que apoya la lucha por la independencia de su tierra natal. Ese mismo año publica La caída, donde critica el existencialismo. 
      Dramaturgo y director de teatro, Camus mantuvo una intensa relación con la actriz española exiliada en Francia María Casares, hija de Santiago Casares, jefe de gobierno de la República española.
      Entre sus principales obras se encuentra El extranjero (1942), novela en la que describe las vicisitudes de un individuo incapaz de expresar “sentimientos” o de forjarse una “moral” acordes, que vive la escisión entre razón-sensación-emoción, y reacciona sin razón ni motivo aparente.
      Su novela La peste (1947) supone un cierto cambio en su pensamiento: la idea de la solidaridad y la capacidad de resistencia humana frente a la tragedia de vivir se impone a la noción del absurdo. La peste es a la vez una obra realista y alegórica, una reconstrucción mítica de los sentimientos del hombre europeo de la posguerra, de sus terrores más agobiantes.
      El autor precisó su nueva perspectiva en otros escritos, como el ensayo El hombre en rebeldía (1951) y en relatos breves como La caída y El exilio y el reino, obras en que orientó su moral de la rebeldía hacia un ideal que salvara los más altos valores morales y espirituales, cuya necesidad le parece tanto más evidente cuanto mayor es su convicción del absurdo del mundo.
      El periodista y escritor Olivier Todd, autor de una biografía de Camus, lo califica como “un escritor peligroso (porque) nos obliga a cuestionar muchas de nuestras convicciones”.
RGT
México / Distrito Federal
http://www.conaculta.gob.mx/detalle-nota/?id=10518

(Fragmento).
I
 Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: «Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias.» Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer.
   El asilo de ancianos está en Marengo, a ochenta kilómetros de Argel. Tomaré el autobús a las dos y llegaré por la tarde. De esa manera podré velarla, y regresaré mañana por la noche. Pedí dos días de licencia a mi patrón y no pudo negármelos ante una excusa semejante. Pero no parecía satisfecho. Llegué a decirle: «No es culpa mía.» No me respondió. Pensé entonces que no debía haberle dicho esto. Al fin y al cabo, no tenía por qué excusarme. Más bien le correspondía a él presentarme las condolencias. Pero lo hará sin duda pasado mañana, cuando me vea de luto. Por ahora, es un poco como si mamá no estuviera muerta. Después del entierro, por el contrario, será un asunto archivado y todo habrá adquirido aspecto más oficial.
   Tomé el autobús a las dos. Hacía mucho calor. Comí en el restaurante de Celeste como de costumbre. Todos se condolieron mucho de mí, y Celeste me dijo: «Madre hay una sola.» Cuando partí, me acompañaron hasta la puerta. Me sentía un poco aturdido pues fue necesario que subiera hasta la habitación de Manuel para pedirle prestados una corbata negra y un brazal. El perdió a su tío hace unos meses.
   Corrí para alcanzar el autobús. Me sentí adormecido sin duda por la prisa y la carrera, añadidas a los barquinazos, al olor a gasolina y a la reverberación del camino y del cielo. Dormí casi todo el trayecto. Y cuando desperté, estaba apoyado contra un militar que me sonrió y me preguntó si venía de lejos. Dije «sí» para no tener que hablar más.
   El asilo está a dos kilómetros del pueblo. Hice el camino a pie. Quise ver a mamá en seguida. Pero el portero me dijo que era necesario ver antes al director. Como estaba ocupado, esperé un poco. Mientras tanto, el portero me estuvo hablando, y en seguida vi al director. Me recibió en su despacho. Era un viejecito condecorado con la Legión de Honor. Me miró con sus ojos claros. Después me estrechó la mano y la retuvo tanto tiempo que yo no sabía cómo retirarla. Consultó un legajo y me dijo: «La señora de Meursault entró aquí hace tres años. Usted era su único sostén.» Creí que me reprochaba alguna cosa y empecé a darle explicaciones. Pero me interrumpió: «No tiene usted por qué justificarse, hijo mío. He leído el legajo de su madre. Usted no podía subvenir a sus necesidades. Ella necesitaba una enfermera. Su salario es modesto. Y, al fin de cuentas, era más feliz aquí.» Dije: «Sí, señor director.» El agregó: «Sabe usted, aquí tenía amigos, personas de su edad. Podía compartir recuerdos de otros tiempos. Usted es joven y ella debía de aburrirse con usted.»
   Era verdad. Cuando mamá estaba en casa pasaba el tiempo en silencio, siguiéndome con la mirada. Durante los primeros días que estuvo en el asilo lloraba a menudo. Pero era por la fuerza de la costumbre. Al cabo de unos meses habría llorado si se la hubiera retirado del asilo. Siempre por la fuerza de la costumbre. Un poco por eso en el último año casi no fui a verla. Y también porque me quitaba el domingo, sin contar el esfuerzo de ir hasta el autobús, tomar los billetes y hacer dos horas de camino.
   El director me habló aún. Pero casi no le escuchaba. Luego me dijo: «Supongo que usted quiere ver a su madre.» Me levanté sin decir nada, y salió delante de mí. En la escalera me explicó: «La hemos llevado a nuestro pequeño depósito. Para no impresionar a los otros. Cada vez que un pensionista muere, los otros se sienten nerviosos durante dos o tres días. Y dificulta el servicio.» Atravesamos un patio en donde había muchos ancianos, charlando en pequeños grupos. Callaban cuando pasábamos. Y reanudaban las conversaciones detrás de nosotros. Hubiérase dicho un sordo parloteo de cotorras. En la puerta de un pequeño edificio el director me abandonó: «Le dejo a usted, señor Meursault. Estoy a su disposición en mi despacho. En principio, el entierro está fijado para las diez de la mañana. Hemos pensado que así podría usted velar a la difunta. Una última palabra: según parece, su madre expresó a menudo a sus compañeros el deseo de ser enterrada religiosamente. He tomado a mi cargo hacer lo necesario. Pero quería informar a usted.» Le di las gracias. Mamá, sin ser atea, jamás había pensado en la religión mientras vivió.
   Entré. Era una sala muy clara, blanqueada a la cal, con techo de vidrio. Estaba amueblada con sillas y caballetes en forma de X. En el centro de la sala, dos caballetes sostenían un féretro cerrado con la tapa. Sólo se veían los tornillos relucientes, hundidos apenas, destacándose sobre las tapas pintadas de nogalina. Junto al féretro estaba una enfermera árabe, con blusa blanca y un pañuelo de color vivo en la cabeza.
   En ese momento el portero entró por detrás de mí. Debió de haber corrido. Tartamudeó un poco: «La hemos tapado, pero voy a destornillar el cajón para que usted pueda verla.» Se aproximaba al féretro cuando lo paré. Me dijo: «¿No quiere usted?» Respondí: «No.» Se detuvo, y yo estaba molesto porque sentía que no debí haber dicho esto. Al cabo de un instante me miró y me preguntó: «¿Por qué?», pero sin reproche, como si estuviera informándose. Dije: «No sé.» Entonces, retorciendo el bigote blanco, declaró, sin mirarme: «Comprendo.» Tenía ojos hermosos, azul claro, y la tez un poco roja. Me dio una silla y se sentó también, un poco a mis espaldas. La enfermera se levantó y se dirigió hacia la salida. El portero me dijo: «Tiene un chancro.» Como no comprendía, miré a la enfermera y vi que llevaba, por debajo de los ojos, una venda que le rodeaba la cabeza. A la altura de la nariz la venda estaba chata. En su rostro sólo se veía la blancura del vendaje.
   Cuando hubo salido, el portero habló: «Lo voy a dejar solo.» No sé qué ademán hice, pero se quedó, de pie detrás de mí. Su presencia a mis espaldas me molestaba. Llenaba la habitación una hermosa luz de media tarde. Dos abejorros zumbaban contra el techo de vidrio. Y sentía que el sueño se apoderaba de mí. Sin volverme hacia él, dije al portero: «¿Hace mucho tiempo que está usted aquí?» Inmediatamente respondió: «Cinco años», como si hubiese estado esperando mi pregunta.
   Charló mucho en seguida. Se habría que dado muy asombrado si alguien le hubiera dicho que acabaría de portero en el asilo de Marengo. Tenía sesenta y cuatro años y era parisiense. Le interrumpí en ese momento: «¡Ah! ¿Usted no es de aquí?» Luego recordé que antes de llevarme a ver al director me había hablado de mamá. Me había dicho que era necesario enterrarla cuanto antes porque en la llanura hacía calor, sobre todo en esta región. Entonces me había informado que había vivido en París y que le costaba mucho olvidarlo. En París se retiene al muerto tres, a veces cuatro días. Aquí no hay tiempo; todavía no se ha hecho uno a la idea cuando hay que salir corriendo detrás del coche fúnebre. Su mujer le había dicho: «Cállate, no son cosas para contarle al señor.» El viejo había enrojecido y había pedido disculpas. Yo intervine para decir: «Pero no, pero no...» Me pareció que lo que contaba era apropiado e interesante.
   En el pequeño depósito me informó que había ingresado en el asilo como indigente. Como se sentía válido, se había ofrecido para el puesto de portero. Le hice notar que en resumidas cuentas era pensionista. Me dijo que no. Ya me había llamado la atención la manera que tenía de decir: «ellos», «los otros» y, más raramente, «los viejos», al hablar de los pensionistas, algunos de los cuales no tenían más edad que él. Pero, naturalmente, no era la misma cosa. El era portero y, en cierta medida, tenía derechos sobre ellos.
   La enfermera entró en ese momento. La tarde había caído bruscamente. La noche habíase espesado muy rápidamente sobre el vidrio del techo. El portero oprimió el conmutador y quedé cegado por el repentino resplandor de la luz. Me invitó a dirigirme al refectorio para cenar. Pero no tenía hambre. Me ofreció entonces traerme una taza de café con leche. Como me gusta mucho el café con leche, acepté, y un momento después regresó con una bandeja. Bebí. Tuve deseos de fumar. Pero dudé, porque no sabía si podía hacerlo delante de mamá. Reflexioné. No tenía importancia alguna. Ofrecí un cigarrillo al portero y fumamos.
   En un momento dado, me dijo: «Sabe usted, los amigos de su señora madre van a venir a velarla también. Es la costumbre. Tengo que ir a buscar sillas y café negro.» Le pregunté si se podía apagar una de las lámparas. El resplandor de la luz contra las paredes blancas me fatigaba. Me dijo que no era posible. La instalación estaba hecha así: o todo o nada. Después no le presté mucha atención. Salió, volvió, dispuso las sillas. Sobre una de ellas apiló tazas en torno de una cafetera. Luego se sentó enfrente de mí, del otro lado de mamá. También estaba la enfermera, en el fondo, vuelta de espaldas. Yo no veía lo que hacía. Pero por el movimiento de los brazos me pareció que tejía. La temperatura era agradable, el café me había recalentado y por la puerta abierta entraba el aroma de la noche y de las flores. Creo que dormité un poco.
   Me despertó un roce. Como había tenido los ojos cerrados, la habitación me pareció aún más deslumbrante de blancura. Delante de mí no había ni la más mínima sombra, y cada objeto, cada ángulo, todas las curvas, se dibujaban con una pureza que hería los ojos. En ese momento entraron los amigos de mamá. Eran una decena en total, y se deslizaban en silencio en medio de aquella luz enceguecedora. Se sentaron sin que crujiera una silla. Los veía como no he visto a nadie jamás, y ni un detalle de los rostros o de los trajes se me escapaba. Sin embargo, no los oía y me costaba creer en su realidad. Casi todas las mujeres llevaban delantal, y el cordón que les ceñía la cintura hacía resaltar aún más sus abultados vientres. Nunca había notado hasta qué punto podían tener vientre las mujeres ancianas. Casi todos los hombres eran flaquísimos y llevaban bastón. Me llamaba la atención no ver los ojos en los rostros, sino solamente un resplandor sin brillo en medio de un nido de arrugas. Cuando se hubieron sentado, casi todos me miraron e inclinaron la cabeza con modestia, los labios sumidos en la boca desdentada, sin que pudiera saber si me saludaban o si se trataba de un tic. Creo más bien que me saludaban. Advertí en ese momento que estaban todos cabeceando, sentados enfrente de mí, en torno del portero. Por un momento tuve la ridícula impresión de que estaban allí para juzgarme.
   Poco después una de las mujeres se echó a llorar. Estaba en segunda fila, oculta por una de sus compañeras, y no la veía bien. Lloraba con pequeños gritos, regularmente; me parecía que no se detendría jamás. Los demás parecían no oírla. Se mostraban abatidos, tristes y silenciosos. Miraban el féretro o a sus bastones, o a cualquier cosa, pero no miraban a nada más. La mujer seguía llorando. Yo estaba muy asombrado porque no la conocía. Hubiera querido no oírla más. Sin embargo, no me atrevía a decírselo. El portero se inclinó hacia ella y le habló, pero sacudió la cabeza, murmuró algo, y continuó llorando con la misma regularidad. El portero vino entonces hacia mi lado. Se sentó cerca de mí. Después de un rato bastante largo me informó sin mirarme: «Estaba muy unida con su señora madre. Dice que era su única amiga aquí y que ahora ya no le queda nadie »
   Quedamos un largo rato así. Los suspiros y los sollozos de la mujer se hicieron más raros. Sorbía mucho, luego calló por fin. Yo no tenía más sueño, pero me sentía fatigado y me dolía la cintura. Ahora me resultaba penoso el silencio de todas esas gentes. Sólo de vez en cuando oía un ruido singular y no podía comprender qué era. A la larga acabé por adivinar que algunos de los ancianos chupaban el interior de las mejillas y dejaban escapar unos raros chasquidos. Tan absortos estaban en sus pensamientos que ni se daban cuenta. Tenía la impresión de que aquella muerta, acostada en medio de ellos, no significaba nada ante sus ojos Pero creo ahora que era una impresión falsa.
   Todos tomamos café, servido por el portero. Después, no sé más. La noche pasó. Recuerdo que en cierto momento abrí los ojos y vi que los ancianos dormían amontonados, excepto uno que me miraba fijamente, con la barbilla apoyada en el dorso de las manos aferradas al bastón, como si no esperase sino mi despertar. Luego volví a dormirme. Me desperté porque cada vez me dolía mas la cintura. El día resbalaba sobre el techo de vidrio. Poco después uno de los ancianos se despertó, y tosió mucho. Escupía en un gran pañuelo a cuadros y cada una de las escupidas era como un desgarramiento. Despertó a los demás, y el portero dijo que debían marcharse. Se levantaron. La incómoda velada les había dejado los rostros de color ceniza. Al salir, con gran asombro mío, todos me estrecharon la mano, como si esa noche durante la cual no cambiamos una palabra hubiese acrecentado nuestra intimidad.
   Estaba fatigado. El portero me condujo a su habitación y pude arreglarme un poco. Tomé café con leche, que estaba muy bueno. Cuando salí era completamente de día. Sobre las colinas que separan a Marengo del mar, el cielo estaba arrebolado. Y el viento traía olor a sal. Se preparaba un hermoso día. Hacía mucho que no iba al campo y sentía el placer que habría tenido en pasearme de no haber sido por mamá.
   Pero esperé en el patio, debajo de un plátano. Aspiraba el olor de la tierra fresca y no tenía más sueño. Pensé en los compañeros de oficina. A esta hora se levantaban para ir al trabajo; para mí era siempre la hora más difícil. Reflexioné un momento sobre esas cosas, pero me distrajo una campana que sonaba en el interior de los edificios. Hubo movimientos detrás de las ventanas: luego, todo quedó en calma. El sol estaba algo más alto en el cielo; comenzaba a calentarme los pies. El portero cruzó el patio y me dijo que el director me llamaba. Fui a su despacho. Me hizo firmar cierta cantidad de documentos. Vi que estaba vestido de negro con pantalón a rayas. Tomó el teléfono y me interpeló: «Los empleados de pompas fúnebres han llegado hace un momento. Voy a pedirles que vengan a cerrar el féretro. ¿Quiere usted ver antes a su madre por última vez?» Dije que no. Ordenó por teléfono, bajando la voz: «Figeac, diga usted a los hombres que pueden ir.»
   En seguida me dijo que asistiría al entierro y le di las gracias. Se sentó ante el escritorio y cruzó las pequeñas piernas. Me advirtió que yo y él estaríamos solos, con la enfermera de servicio. En principio los pensionistas no debían de asistir a los entierros.
 El sólo les permitía velar. «Es cuestión de humanidad», señaló. Pero en este caso había autorizado a seguir el cortejo a un viejo amigo de mamá: «Tomás Pérez». Aquí e director sonrió. Me dijo: «Comprende usted, es un sentimiento un poco pueril. Pero él y su madre casi no se separaban. En el asilo les hacían bromas; le decían a Pérez: 'Es su novia.' Pérez reía. Aquello les complacía. La muerte de la señora de Meursault le ha afectado mucho. Creí que no debía de negarle la autorización. Pero le prohibí velarla ayer, por consejo del médico visitador.»
   Quedamos silenciosos bastante tiempo. El director se levantó y miró por la ventana del despacho. Después de un momento observó:
   «Ahí está el cura de Marengo. Viene antes de la hora.» Me advirtió que llevaría tres cuartos de hora de marcha, por lo menos, llegar a la iglesia, que se halla en el pueblo mismo. Bajamos, Delante del edificio estaban el cura y dos monaguillos. Uno de éstos tenía el incensario, y el sacerdote se inclinaba hacia él para regular el largo de la cadena de plata. Cuando llegamos, el sacerdote se incorporó. Me llamó "hijo mío" y me dijo algunas palabras. Entró; yo le seguí.
   Vi de una ojeada que los tornillos del féretro estaban hundidos y que había cuatro hombres negros en la habitación. Oí al mismo tiempo al director decirme que el coche esperaba en la calle y al sacerdote comenzar las oraciones. A partir de ese momento todo se desarrolló muy rápidamente. Los hombres avanzaron hacia el féretro con un lienzo. El sacerdote, sus acompañantes, el director y yo salimos. Delante de la puerta estaba una señora que no conocía. «El señor Meursault», dijo el director. No oí el nombre de la señora y comprendí solamente que era la enfermera delegada. Inclinó sin una sonrisa el rostro huesudo y largo. Luego nos apartamos para dejar pasar el cuerpo. Seguimos a los hombres que lo llevaban y salimos del asilo. Delante de la puerta estaba el coche. Lustroso, oblongo y brillante, hacía pensar en una caja de lápices. A su lado estaban el empleado de la funeraria, hombrecillo de traje ridículo y un anciano de aspecto tímido. Comprendí que era Pérez. Llevaba un fieltro blando de copa redonda y alas anchas (se lo quitó cuando el féretro pasó por la puerta) un traje cuyo pantalón se arrollaba sobre los zapatos, y un lazo de género negro demasiado pequeño para la camisa de cuello blanco grande. Los labios le temblaban bajo la nariz mechada de puntos negros. Los cabellos blancos, bastante finos, dejaban pasar unas curiosas orejas, colgantes y mal orladas, cuyo color rojo sangre me sorprendió en aquella pálida fisonomía. El hombre de la funeraria nos indicó nuestros lugares. El sacerdote caminaba delante; luego el coche; en torno de él, los cuatro hombres. Detrás, el director, yo y, cerrando la marcha, la enfermera delegada y Pérez.
   El cielo estaba lleno de sol. Comenzaba a pesar sobre la tierra y el calor aumentaba rápidamente. No sé por qué habíamos esperado tanto tiempo antes de ponernos en marcha. Tenía calor con mi traje oscuro El viejecito, que se había cubierto, se quitó nuevamente el sombrero. Me había vuelto un poco hacia su lado y le miraba cuando el director me habló de él. Me dijo que a menudo mi madre y Pérez iban a pasear por la tarde hasta el pueblo, acompañados por una enfermera. Miré el campo a mi alrededor. A través de las líneas de cipreses que aproximaban las colinas al cielo, de aquella tierra rojiza y verde, de aquellas casas, pocas y bien dibujadas, comprendía a mi madre. La tarde, en esta región, debía de ser como una tregua melancólica. Hoy, el sol desbordante que hacía estremecer el paisaje, lo tornaba inhumano y deprimente.
     Nos pusimos en marcha. En ese momento noté que Pérez renqueaba ligeramente. Poco a poco el coche tomaba velocidad y el anciano perdía terreno. Uno de los hombres que rodeaban el coche también se había dejado pasar y caminaba ahora a mi altura. Me sorprendía la rapidez con qué el sol se elevaba en el cielo. Advertí que hacía ya tiempo que el campo resonaba con el canto de los insectos y el crujir de la hierba. El sudor me corría por las mejillas. Como no tenía sombrero, me abanicaba con el pañuelo. El empleado de pompas fúnebres me dijo entonces algo que no oí. Al mismo tiempo se enjugaba el cráneo con un pañuelo que tenía en la mano izquierda, mientras que con la derecha levantaba el borde de la gorra. Le dije: «¿Cómo?» Repitió señalando al cielo: «Está sofocante.» Dije: «Sí.» Poco después me preguntó: «¿Es su madre la que va ahí?» Otra vez dije: «Sí.» «¿Era vieja?» Respondí: «Más o menos», pues no sabía la edad exacta. En seguida se calló. Me di vuelta y vi al viejo Pérez a unos cincuenta metros detrás de nosotros. Se apresuraba columpiando el sombrero al vaivén del brazo Mire también al director. Caminaba con mucha dignidad, sin un gesto inútil. Algunas gotas de sudor le perlaban la frente pero no las enjugaba.
   Me pareció que el cortejo marchaba un poco mas de prisa. A mi alrededor continuaba siempre el mismo campo luminoso colmado de sol. El resplandor del cielo era insostenible. En un momento dado pasamos por una parte del camino que había sido arreglada recientemente: El sol había hecho estallar el alquitrán. Los pies se hundían en el y dejaban abierta su carne brillante. Por encima del coche, la galera luciente del cochero parecía haber sido amasada con ese fango negro. Yo estaba un poco perdido entre el cielo azul y blanco y la monotonía de aquellos colores, negro viscoso del alquitrán abierto, negro opaco de las ropas, negro lustroso del coche. Todo esto, el sol, el olor del cuero y del estiércol del coche, el del barniz y el del incienso y la fatiga de una noche de insomnio, me turbaba la mirada y las ideas. Me volví una vez más: Pérez me pareció muy lejos, perdido en una nube de calor; luego, no lo divisé más. Lo busqué con la mirada y vi que había dejado el camino y tomado a campo traviesa. Comprobé también que el camino doblaba delante de mí. Comprendí que Pérez, que conocía la región, cortaba campo para alcanzarnos. Al dar la vuelta se nos había reunido. Luego lo perdimos. Volvió a tomar a campo traviesa, y así varias veces. Yo sentía la sangre que me golpeaba en las sienes.
     Todo ocurrió en seguida con tanta precipitación, certidumbre y naturalidad, que no recuerdo nada más. Sólo una cosa: a la entrada del pueblo la enfermera delegada me habló. Tenía una voz singular, que no correspondía a su rostro; una voz melodiosa y trémula. Me dijo: «Si uno anda despacio, corre el riesgo de una insolación. Pero si anda demasiado aprisa, transpira y, en la iglesia, pesca un resfriado.» Tenía razón. No había escapatoria. Todavía retengo algunas imágenes de aquel día: por ejemplo, el rostro de Pérez cuando se nos reunió cerca del pueblo por última vez. Gruesas lágrimas de nerviosidad y de pena le chorreaban por las mejillas. Pero las arrugas no las dejaban caer. Se extendían, se juntaban y formaban un barniz de agua sobre el rostro marchito. Hubo también la iglesia y los aldeanos en las aceras, los geranios rojos en las tumbas del cementerio, el desvanecimiento de Pérez (habríase dicho un títere dislocado), la tierra color de sangre que rodaba sobre el féretro de mamá, la carne blanca de las raíces que se mezclaban, gente aún, voces, el pueblo, la espera delante de un café el incesante ronquido del motor, y mi alegría cuando el autobús entró en el nido de luces de Argel y pensé que iba a acostarme y a dormir durante doce horas.

domingo, 11 de mayo de 2014

Boccaccio G. Obra: Laberinto de amor.


El poeta y humanista italiano Giovanni Boccaccio, uno de los más grandes escritores de todos los tiempos, nació en el año 1313. Hijo ilegítimo de un rico mercader italiano y una noble francesa, pasó su infancia en Florencia y luego fue enviado a estudiar a Nápoles para que se formara en el mundo de los negocios. Por entonces esa ciudad era uno de los centros intelectuales más importantes de Italia y Boccaccio decidió abandonar los ambientes comerciales.
Estudió derecho y lenguas clásicas e inició su producción literaria con una serie de poemas amorosos que reflejaban su admiración por el mundo grecorromano y su amor por una desconocida mujer a la que llama `Fiammetta`. Hacia 1340 regresó a Florencia y desempeñó varios cargos diplomáticos en el gobierno de la ciudad, y en 1350 conoció al gran poeta y humanista Petrarca, con el que mantuvo
una estrecha amistad. Su obra más importante es `El decamerón`, cuya versión cinematográfica fue llevada a la pantalla grande por el director italiano Pier Paolo Pasolini en 1971. Se trata de una colección de cien relatos iniciada en 1348 y finalizada en 1353 donde un grupo de amigos `educados y discretos` (siete mujeres y tres hombres) escapan a un brote de peste y se refugian en una villa de las afueras de Florencia. Allí se entretienen unos a otros durante un período de diez días (de ahí el título) con una serie de relatos contados por cada uno de ellos por turno. El hecho de que
la imprenta todavía no se inventaba no impidió que del libro se hicieran infinidad de copias manuscritas y que fuera traducido con rapidez a otros idiomas. Entre otros de sus escritos se encuentran `Il filocolo` (1336), `Filostrato` (1338), `Teseida` (1340-1341), `Elegía de madonna Fiammetta` (1343-1344), y `Il corbaccio` (1354). Sus últimos años los dedicó a la meditación religiosa. Falleció el 21 de diciembre de 1375.

Laberinto de amor.
El Corbacho es el título de ésta obra, cuyo subtítulo es el Laberinto de amor.El Corbacho (Corbaccio) fue escrito entre 1354 y 1355. Es un relato cuya trama, tenue y artificiosa, no es más que un pretexto para un debate moral y satírico. Tanto por su tono como por su finalidad, la obra se inscribe en la tradición de la literatura misógina. El título hace quizá referencia al cuervo, considerado un símbolo de mal augurio y de una pasión descontrolada, según otros hace referencia al español corbacho (vergajo con que el cómitre fustigaba a los galeotes). La obra lleva el subtítulo de Laberinto de amor (Laberinto d`Amore). La primera edición de esta obra se realizó en Florencia en 1487.
El tono misógino del Corbacho es probablemente consecuencia de la crisis que en Boccaccio produjo su relación con el monje sienés. Existen numerosas obras literarias en la tradición occidental de carácter misógino, desde Juvenal hasta Jerónimo de Estridón, por citar sólo algunas.
La composición tiene su origen en un enamoramiento poco exitoso de Boccaccio. Ya cuarentón, se enamoró de una bella viuda y le escribió cartas requiriéndola de amores. La mujer mostró las cartas a sus allegados, burlándose de Boccaccio por su origen plebeyo y por su edad. El libro es la venganza del autor, que no dirige sólo contra la viuda, sino contra todo el sexo femenino.
El autor sueña que se mueve por lugares encantadores (las lisonjas del amor), cuando de repente se encuentra en una inextricable selva, el Laberinto de amor, llamado también la Pocilga de Venus. Allí, convertidos en animales, expían sus pecados los miserables engañados por el amor de la mujer. Aparece el espectro del difunto marido de la viuda, quien le relata minuciosamente los innumerables vicios y defectos de su esposa. Como penitencia ordena a Boccaccio que revele lo que ha visto y oído.

Esta obra influyó en la obra del mismo título de Alfonso Martínez de Toledo, Arcipreste de Talavera
Fuente:N.N.

sábado, 10 de mayo de 2014

Vargas Llosa. Novela. Conversación en la catedral. Crítica Literaria.


Diálogos y otros procesos interactivos en
Conversación en la Catedral,  de Vargas Llosa
M. a CARMEN BOBES NAVES
Universidad de Oviedo

Mi ejemplar de  Conversación en la catedral  tiene una dedicatoria de Mario
Vargas Llosa: "Para Carmen Bobes, que ha leído este libro con tanta lucidez y
generosidad, afectuosamente". Fue escrita en Oviedo en 1995, cuando mi lec-
tura de la novela tenía ya una historia bastante peculiar.
Mirando hacia atrás, no podría decir que he leído esta novela con genero-
sidad, tampoco sé si con lucidez. Empecé leerla y la dejé dos veces, allá por el
ario de 1970, porque me resultaba dura, tanto en su discurso como en sus anéc-
dotas y me exigía una colaboración activa de interpretación a la que no estaba
acostumbrada con mis autores preferidos (Clarín, Galdós, Dostoievski, Stendhal,
Flaubert, etc.). Finalmente me dispuse, no sin cierta resistencia inconsciente, a
leerla completa cinco arios después, porque un alumno de la Universidad de
Oviedo me pidió que le dirigiese una tesis doctoral sobre ella. Si no hubiese
sido por esta circunstancia, quizá no hubiera tomado la decisión de leerla de
inmediato y quizá hubiera ido dejándola, quizá lo hubiera hecho con más calma
y con menos interés teórico. Pero, a medida que iba leyendo empecé a sentir
el placer del texto, entreverado todavía de rechazo cuando llegaba a escenas
tan duras como las conductas degeneradas de Cayo Berm ŭ dez, las irritantes
ingenuidades de Santiago Zavala, que suscitan a veces cansancio (son tantos los
niriitos que han seguido esa trayectoria de rebeldía, que apenas soportamos ya
los obligados en la familia...), la exasperante sumisión que conduce a Ambro-
sio hasta el asesinato de la Musa..., por no hablar del léxico de sus diálogos.
No obstante, como se habrán imaginado, pronto la novela dejó de necesi-
tar avales externos: la fuerza de ese deslumbrante fresco de la sociedad de Lima,
la magia de unos personajes que nos repelen éticamente y nos atraen literaria-
mente, la inmediatez de la tragedia humana, la misma incoherencia del hom-
bre, la penetrante y riquísima visión del narrador... abre caminos a la acepta-
40  M.' CARMEN BOBES NAVES
ción de un relato, difícil desde la cómoda visión cerrada que nos dan las nove-
las realistas, y cuyos personajes están muy alejados de los modelos de persona
que sirve de referencia a los novelistas anteriores. Los personajes de Vargas
Llosa hay que aceptarlos como el autor los perfila desde los modelos que su
visión de la realidad le ofrece, y resultan a la vez ingenuos y rebeldes, fieles y
desconcertantes: Santiago es cruel con su padre, no tiene el menor caririo, ni
siquiera aprecio, por su madre, ningunea a su familia y vive con exacerbado
entusiasmo su amistad con Jacobo y Aída, porque no sabe bien lo que quiere,
pero sabe bien lo que desprecia; y ese monstruo de Ambrosio es fiel a don Fer-
mín hasta el crimen, a la vez que vive su amor por Amalita a rachas y supedi-
tado a la voz de su amo... La lectura nos alerta sobre la existencia de hombres
capaces de ser infieles a una idea, a un sentimiento, y mantener fidelidad a una
persona, a una situación.
Una vez abiertos los límites de la interpretación a estas posibilidades de lec-
tura,  Conversación en La Catedral  descubre la complejidad de un mundo, cuya
visión de conjunto parece inasequible para un joven de treinta arios, que más
o menos tenía el autor cuando la escribió, y suscita nuestra admiración; en este
momento es una de esas novelas que releo por gusto de vez en cuando, por-
que siempre descubre más y más, y está entre las obras que propongo a los
alumnos para explicar el género, y me sirve de apoyo en las clases, siempre con
la aquiesciencia de los alumnos que son en su lectura mucho más generosos, o
más abiertos, que yo he sido: la reciben siempre con entusiasmo. Su discurso,
sus motivos y su construcción soportan la impertinencia de los análisis críticos
y descubre una riqueza de formas, de sentidos, de posibilidades y de sugeren-
cias, que parecen ilimitados.
Es indudable que  Conversación en La Catedral  es una novela dura y suges-
tiva, áspera y llena de ternura, insoportable a veces e ingenua otras, de difícil y
apasionante lectura; es indudable que sus personajes son de lo peor que la
humanidad puede presentar en el mundo de la prostitución, de la política, del
periodismo, de los negocios, de la Universidad, etc., pero los mismos sujetos de
acciones feroces, crueles, inconmensurables, insensatas y, en alg ŭ n caso, per-
versas, tienen facetas de ingenuidad o decencia que los rescatan como huma-
nos para el lector.  Conversación en La Catedral  informa con eficacia de que el
hombre es así, y no puede pedirsele más, y también convence de que los mode-
los y los cánones de conducta han desaparecido, quizá más radicalmente de la
novela que de la vida real; Vargas Llosa presenta personajes tan reales como los
ha observado en su vida, pero los ilumina en sus profundidades éticas desde la
visión diversificada de los que con ellos conviven en su mundo de ficción; y
vistos desde ángulos diversos se muestran no como sujetos que responden a
una sola idea (modelo de  homo bonus, faber, oeconomicus, politicus,  etc.), tal
como propone la sociología, sino hombres con muchas facetas, incluso contra-
dictorias. La suma de rasgos de los personajes, la suma de opiniones y puntos
de vista sobre ellos, la acumulación de situaciones, la polifonía concertada de
las voces, hacen de  Conversación en La Catedral  un texto denso y muy com-
DIÁLOGOS Y OTROS PROCESOS INTERACTIVOS..., DE VARGAS LLOSA
41
plejo, con un discurso acumulativo en varios aspectos, y diverso en cada una
de las cuatro partes en que va dividido.
En general, la novela forma parte de un proceso de comunicación y crea
una significación que organiza en unidad campos de enunciación m ŭ ltiples; y
esto que es propio de todas las novelas, como ha mostrado Bajtín, se extrema
en  Conversación en La : Catedral,  que deja oir directamente voces unas veces
acompasadas y otras desacompasadas, de personajes que se mueven en ámbi-
tos físicos y sociales muy distantes, que tienen conocimientos y vivencias bien
diferentes, y que, en general, carecen de un sistema ético, ideológico y cultural
com ŭ n para ellos, y mucho menos com ŭ n con el lector, pero que mediante una
elaboración verbal del autor, se presenta acompasado y comprensible. Yo,
como lector, no me identifico con ninguno de los personajes que pululan por
las páginas de la novela, sencillamente porque tampoco el narrador, el "autor-
semiótico", de que habla Krysinski (1981), se identifica totalmente con ningu-
no, ni siquiera con Santiago, porque, a ŭ n suponiendo que sea su  alter ego,  el
autor, cuando escribe su novela está en una etapa de su vida en la que ya había
renunciado a ideas y actitudes juveniles; sus voces y sus acciones, aunque el
discurso las presenta mezcladas, no son recuerdos o ecos, están personalizadas.
En este sentido, el lector puede no sentirse identificado, puede no sentir sim-
patía a los personajes, a los que observa como en otro ámbito, pero termina
viéndolos distintamente, con sus perfiles propios, y sintiendo enorme interés
por ellos.
Los relatos que imponían al lector una identificación con su mundo y le
servían de explicación suficiente para tranquilizarlo ante una realidad que no
entiende en sí misma, han sido sustituidos por relatos como  Conversación en
La Catedral,  de tipo presentativo, no explicativo, que no aportan tranquilidad
al lector, como mantiene Forster (1927), sino todo lo contrario, pero que, sin
embargo, parecen más próximos a la verdad. La novela de Vargas Llosa no ofre-
ce una explicación tranquilizadora de la realidad, hace una presentación desa-
sosegante de conductas y de historias que no son edificantes, con personajes
que nos resultan incoherentes, que producen estupor y acaso perplejidad, y
que, sin embargo, se sienten muy reales.
Cada novela implica una teoría de la realidad y de la ficcionalidad, una teo-
ría del conocimiento y también unos sistemas éticos, políticos y culturales que
sirven de marco a la historia y le proporcionan la unidad necesaria en la lectu-
ra. Teorías y cánones constituyen modelos de situaciones y de conductas que
el mundo ficcional ofrece mediante anécdotas vividas por los personajes y que
a la vez sirven de puente para la comprensión que debe alcanzar el lector,
desde una o varias perspectivas, con distancias diversas, desde horizontes varia-
dos. Porque los relatos se ofrecen al lector no fotográficamente, y desde un solo
ángulo con cámara fija, sino con las modelizaciones que el autor proyectá sobre
las historias y que les dan relieve, luces y sombras.
Las modelizaciones de los relatos, variadas en el tiempo, pues evolucionan
en la sociedad y la cultura, van concretándose en formas diversas, con predo-
42  M. CARMEN BOBES NAVES
minio de una sobre las otras, •n combinaciones muy variadas; hay narraciones
en las que predomina una modelización ética, otras en las que la estética se
erige en motivo principal, otras destacan por su carácter político, etc, y, por lo
general, en cada relato no hay una sola modelización, sino que están presentes
varias, que suelen armonizarse en torno a una dominante. Lotman afirma que
"en un texto, la modelización es aquello que remite, mediante signos específi-
cos y distintos, a la formación de un modelo de realidad transcrito textualmen-
te como multiplicidad de perspectivas" (Lotman, 1978). Frecuentemente las
modelizaciones se introducen en la novela a través del discurso, es decir, en la
lengua utilizada, que incorpora al texto unas presiones temáticas, estructurales
y pragmáticas. El discurso de cada relato utiliza una forma de lengua en la que,
aparte del estilo personal del autor y del personaje, se reconocen unos valores
o disvalores que se remiten a la sociedad: en  Conversación en La Catedral  el
lenguaje desgarrado, soez sin límites, de algunas zonas de la sociedad que refle-
ja (política, periodismo, prostibulos, grupos de estudiantes, etc.), se enriquece
y se sit ŭ a en la competencia del autor, al parecer ilimitada.
Por otra parte, la novela, como género que permite la concurrencia de
voces de cualquier procedencia, es un sistema modelizante secundario que
act ŭ a sobre la lengua, imponiéndole modelos, incluso ling ŭ ísticos. El autor deja
entrar en su discurso lo que le parece, y si quiere reproducir la lengua desga-
rrada de los periodistas, lo hace, y si quiere hacerlos pensar en un monólogo
interior, les permite asociaciones incongruentes, palabras y frases sin acabar,
pensamientos en germen, sin matizar, etc., y si quiere trasladar las conversacio-
nes de los adolescentes preocupados por su inquietudes sexuales o políticas, lo
hace, de modo que en el discurso de un relato cohabitan idiolectos que orga-
nizan un mosaico de expresiones que remiten a una realidad enfocada desde
varios ángulos, y, por tanto, cada una de las zonas adquiere los perfiles que la
presencia de las otras le permiten. Las modelizaciones de la lengua sobre la
novela son un hecho, y también lo son las de la novela sobre la lengua, a la
que transforma en una polifonía de voces de diversa procedencia social o per-
sonal, para formar un discurso que es específico de este género literario, y que
no se da en otros.
Pero las modelizaciones en la novela no son sólo las ling ŭ ísticas, las hay
de otra naturaleza, y cada relato las combina de una manera original y precisa:
la intertextualidad del género, los esquemas éticos, las ideas políticas, los siste-
mas filosóficos, etc., se organizan en modelos que cada novela configura a su
modo, en una determinada combinación. Esto resulta evidente al analizar  Con-
versación en La Catedral donde podemos reconocer modelizaciones de tipo
referencial, l ŭ dico, ideológico, estético, intertextual, etc., que constituyen la res-
puesta de un narrador, ante una situación social que valora y describe de un
modo subjetivo. La realidad entra en la novela a través de un filtro de ideas y
valores, generalmente no expresados directamente en el texto, que la modeliza
mediante una serie de operaciones sobre la realidad y sobre la palabra, que
vamos a analizar seguidamente.
DIÁLOGOS Y OTROS PROCESOS INTERÁCTIVOS..., DE VARGAS LLOSA
43
Una de estas operaciones modelizantes se da en la relación del individuo
con la sociedad, que puede plantearse en el mundo de ficción como un trasla-
do de la relación personal, de identificación, de enfrentamiento, de crítica, de
rechazo, etc. Hegel ha observado que "uno de los conflictos más frecuentes y
que mejor concuerdan con la novela es el conflicto entre la poesía del corazón
y la prosa de las relaciones sociales y el azar de las circunstancias exteriores"
(Hegel, 1985).  Conversación en La Catedral  es un panel inmenso donde los per-
sonajes pululan por espacios sociales para encontrar un lugar propio en una
organización politica y familiar degenerada y dictatorial. Los problemas, gene-
ralmente de enfrentamiento, se plantean en una sociedad que ha organizado el
poder político prescindiendo de valores individuales y asentándose con prefe-
rencia en un fin exclusivo: la permanencia en el poder de aquellos que lo
detentan, lo que propicia una tensión inagotable, y no precisamente entre la
poesía del corazón y la prosa de la vida social, sino entre la necesidad de per-
vivencia del individuo y los valores de una sociedad cerrada en torno al poder
de algunos. Conteris propone un modelo de análisis estructural que "se basa en
esta doble articulación histórico-político-social e ideológica-individual de la
novela", en el más puro sentido hegeliano, por tanto.
Creo que hay que contar con un tercer nivel que agudiza a ŭ n más la ten-
sión, y que impide alcanzar una salida humana y razonable a los enfrenta-
mientos de los individuos con la sociedad: el presupuesto más amplio de  Con-
versación en La Catedral  es una filosofía de fondo que admite el azar como
fuerza que el hombre no controla y determina su destino. El individuo, que no
vive solo, suscita y sufre conflictos continuados en la convivencia: no puede
ejercer su voluntad sin dariar a otros, o sin limitarse a sí mismo; no puede ele-
gir libremente las alternativas que se le presentan, pues está integrado en una
sociedad familiar y civil cón exigencias, pero tampoco puede evadirse de las cir-
cunstancias y del azar. No son, pues, solamente problemas personales o con-
flictos de enfrentamiento, que puedan ser resueltos con la voluntad, en un sen-
tido o en otro, son también las imposiciones de un azar ciego, que el individuo
no puede explicar, y que le producen una perplejidad continuada: d p or qué?,
cuándo?, cómo ha sucedido?
Los personajes de  Conversación en La Catedral  están donde Ilegan sin
apenas intervención de su voluntad, no saben por qué han recorrido un cami-
no y por qué han llegado donde están. Santiago, abandona su entorno fami-
liar, parece que libremente, porque quiere integrarse en una célula ideológica,
el comunismo, donde piensa encontrar amigos incondicionales, satisfacciones
artísticas, sociales y hasta amorosas; después de unas experiencias circunstan-
ciales bien amargas, también abandona sus ideas políticas y una realidad de
fracaso de la que no sabe dónde ni cuando empezó; la libertad de sus deci-
siones es aparente y parece que la fuerza que lo ha conducido ha sido un azar
incontrolable. Con ello la historia, su historia, va discurriendo como puede, no
como él pretende, no como proyecta su conocimiento, rti siquiera como su
voluntad desea. Lo mismo ocurre con Ambrosio, con don Fermín, con la Musa,
44  M. CARMEN BOBES NAVES
con Cayo Berm ŭ dez, que es acaso quien de un modo más radical tiene los
hilos del destino en sus manos y, sin embargo, sabe que inexorablemente todo
se vendrá a abajo y todo terminará sin que nadie pueda evitarlo: la máquina
infernal del destino, conducirá a todos, sin contar con su voluntad al desastre
final. Este sentido del azar preside el ser y el actuar de unos personajes, apa-
rentemente incoherentes, que el narrador presenta en programas narrativos
que los relacionan, los juntan, los dispersan, y mantienen entre ellos nexos de
acción o de palabra que constituyen el estilo peculiar de la novela. Los diálo-
gos superpuestos son formas de discurso que reflejan y superponen también
situaciones, acciones, personajes, en una unidad de sentido y en un paralelis-
mo continuado, aunque con variantes en los cuatro partes del relato. Y cuan-
do hablo de densidad, me refiero a esto precisamente, pues cada una de las
situaciones reflejadas en un diálogo que resulta de la superposición de dos o
tres diálogos mantenidos en otras tantas situaciones, pone en relación ele-
mentos de todas ellas, y el lector tiene una percepción multiplicada y poten-
ciada de la realidad. La anécdota generalizada a través de una visión  ŭ nica o
de un personaje que coordina varios tiempos o distintos espacios, la expresión
verbal válida en varias situaciones interactivas, las conexiones temáticas o de
conducta de dos o tres personajes, etc., se potencian entre si con una técnica
de "vasos comunicantes", que consiste en relacionar en un solo diálogo nota-
ciones o connotaciones de dos o tres. Hiber Conteris afirma que  "Conversación
en La Catedral  es tal vez la más representativa de las novelas [...] en que Var-
gas Llosa compone o "construye" el relato mediante el montaje de historias y
diálogos que se superponen en el tiempo y en el espacio, se entremezclan, e
integran finalmente en una estructura que acertadamente ha dado en llamarse
"polifónica". Esta novela, en efecto, ha sido descrita como un "concierto de
voces", o rescatando una posible propuesta subliminar del propio autor, una
voz plural"  (1994: 246). Aunque estoy de acuerdo con la tesis de la polifonia,
no es sólo concurrencia de voces, porque esto caracteriza ya a toda la novela
moderna, desde el Quijote, seg ŭ n ha demostrado Bajtin; la superposición y la
concurrencia no afecta sólo a la  palabra,  originando "diálogos telescópicos",
se organiza también con las  acciones  que sirven de referencia a las voces, y es
la transcripción discursiva de esas superposiciones, se refiere también a los
personajes que se muestran en varias facetas a la vez, como una personalidad
dividida y a la vez  ŭ nica, bajo un polimorfismo a veces desconcertante para el
lector. Y es que al hacer la fusión de los diálogos, se funden también dos o
tres situaciones, tomando como coordinador un personaje, una palabra, un
objeto com ŭ n a todas, y siempre con una intervención en presente  (dice San-
tiago, dice Ambrosio),  que recuerda en qué lugar y en qué tiempo se está rea-
lizando la conversación envolvente entre esos dos interlocutores; y a la vez el
lector percibe que los que ahora están conversando no son los mismos en sus
recuerdos, porque han ido cambiando en el tiempo, y no mantienen las mis-
mas ideas, porque su mirada critica les descubre incoherencias que antes no
veian, y porque las circunstancias han cambiado, sin que hayan podido con-
DIÁLOGOS Y OTROS PROCESOS INTERACTIVOS..., DE VARGAS LLOSA  45
trolarlas. Quizá del reconocimiento de esta impotencia ante todo y ante todos
deriva un tono de nostalgia, de frustración, de vida real.
Los "programas narrativos", en una novela así concebida, van ocupando
partes, capítulos, parágrafos de la obra, pasando de unos personajes a otros,
pasando de unas situaciones a otras, de unos espacios a otros y destacando rela-
ciones entre los sujetos, que no son buscadas, ni son deseadas, y a veces, ni
son aceptadas, simplemente surgen y se soportan, o suscitan rebeldía impoten-
te. El narrador implícito realiza un proceso de composición de la historia, y par-
ticularmente de los personajes, que, sin duda, despierta una fuerte sorpresa y
exige la colaboración del lector, porque, en principio, las situaciones parecen
gratuitas (no se integran en un esquema causal), y los personajes parecen con-
tradictorios en su ser, incoherentes en su conducta y desconcertantes en su
palabra, y es necesario buscar las relaciones que los integran en una unidad de
sentido. Tomemos un ejemplo: en la página 37 Popeye y Santiago se citan en
una cafetería y mientras toman un refresco hablan de sus problemas de relación
con los padres y hermanos; la conversación alterna ocurrencias de uno y otro
sistemáticamente introducidas por el verbo presentativo en pasado (diálogo
referido), pues se supone que son contadas por Santiago o por Ambrosio en la
conversación de La Catedral, y de repente una frase, con un  dice,  alerta sobre
tiempo y espacio presentes, y descubre la técnica de la murieca rusa: una con-
versación envuelve oua conversación o varias:
"-0 sea que ahora también te las das de ateo —dijo Popeye—.
— No me las doy de ateo —dijo Santiago—. Que no me gusten los curas no quiere
decir que no crea en Dios.
- qué dicen en tu casa de que no vayas a misa? —dijo Popeye—. Ñué dice la
Teté, por ejemplo?
— Este asunto de la chola me tiene amargo, pecoso —dijo Santiago—.
— Olvídate, no seas bobo —dijo Popeye—. A propósito de la Teté, por qué no fue
a la playa esta mañana.
— Se fue al Regatas con unas amigas —dijo Santiago—. No sé por qué no escarmientas.
— El coloradito, el de las pecas —dice Ambrosio—. El hijito del senador don Emilio
Arévalo, claro. Se casó con él?
— No me gustan los pecosos ni los pelirrojos —hizo una morisqueta la Teté—. Y él
es las dos cosas. Uy, qué asco.
— Lo que más me amarga es que la botaran por mi culpa —dijo Santiago—.
— Más bien di culpa del Chispas —lo consoló Popeye—. T ŭ ni sabías lo que era la
yobimbina.
Al hermano de Santiago le decían ahora sólo Chispas, pero antes, en la época en
que le dio por lucirse en el Terrazas levantando pesas, le decían Tarzán Chispas.
Había sido cadete en la Escuela Naval unos meses y cuando lo expulsaron (él
decía que por haber pegado a un alférez) estuvo un buen tiempo de vago, dedi-
cado a la  ŭ mba y al trago y dándoselas de matón..."
El discurso superpone la conversación de Santiago y Popeye, cada uno con
su tema, introduce una entrada de Ambrosio en tiempo presente, otra de la Teté
46  M. CARMEN BOBES NAVES
que pertenece a otra situación pasada y luego sigue la narración de un autor
que conoce el pasado (omnisciencia temporal) de sus personajes, sobre los que
da explicaciones. Los nexos entre unos motivos y otros son muy puntuales y
constituyen eslabones y coordinadores que los enlazan de dos en dos: en un
caso es la Teté (qué opina de la actitud dé Santiago, por qué no fue a la playa);
en otros casos es la situación anímica de Santiago que se manifiesta en el tér-
mino "amargo", que se repite; en otro, es el Chispas, que ha descubierto los
efectos de la yobimbina en relación con el episodio que tiene amargo a Santia-
go y cuya aparición en el diálogo aprovecha el narrador para contar detalles de
su pasado. Diálogos superpuestos, acciones y situaciones superpuestas, perso-
najes complejos con facetas y actitudes presentadas desde visiones m ŭ ltiples en
un perspectivismo continuado, etc.
La construcción de los personajes mediante estos diálogos superpuestos
desconcierta un tanto al lector, que no sabe con certeza cómo es cada uno de
los sujetos, si se basa sólo en sus ocurrencias conversacionales; es una técnica
muy eficaz para conseguir una percepción m ŭ ltiple y potenciada de la realidad,
de los personajes, de sus relaciones, de sus conductas, pero que en la primera
lectura produce cierta perplejidad ya que pocas veces el narrador aclara direc-
tamente mediante una metanarración explicativa, y ha de ser el lector el que,
basándose en indicios textuales, debe aclarar las referencias oportunas y buscar
qué frases corresponden a cada una de las anécdotas presentadas en ese con-
junto. Por ejemplo, resulta difícil remitir a un mismo personaje, Ambrosio, sus
terribles acciones de fidelidad y de infidelidad, de cobardía y de agresividad, a
partir de una conversación que apenas cambia de tono, al contar atrocidades o
sucesos corrientes. Es una forma de construir y de deconstruir a un personaje
desde una ética de la perplejidad, que hace opinar a J. M. Oviedo que "el cri-
men (y su falta de remordimiento) es un extremo en el que no logramos reco-
nocer al verdadero Ambrosio, al  ` que describe todo el resto de la novela. Y ésa
es la principal objeción que cabe hacerle al libro" (Oviedo, 1970: 202). No es
un defecto del relato, no se le puede objetar nada en este sentido, es un modo
de concebir al hombre actual desde una posición postmoderna, que afecta a la
mayor parte de los personajes de  Conversación en La Catedral.  También puede
parecer incongruente que Santiago, que ya ha dejado atrás la adolescencia, sus
frivolidades ideológicas y sus inseguridades edípicas, pretenda saber la verdad
sobre su padre, con el que había sido implacable mientras vivió, y pretenda
saberla de un individuo como Ambrosio, y le suplique y le ofrezca su sueldo y
lloriquee... Son personajes que se construyen y se destruyen a la vista de un lec-
tor que va descubriendo que el concepto de persona que les sirve de referen-
cia no es el de un ser monolítico, de una pieza, que es un montón de arena,
un ser mutante y mutable: es el modelo de hombre de finales del siglo XX.
El lector va construyendo el relato a medida que el discurso lo permite y
va tomando datos sobre la historia, los personajes, el tiempo y el espacio, tra-
tando de coordinar las distintas categorías en el lugar que les corresponde, por-
que se le hace difícil renunciar a la lógica interpretativa, y busca, como Santia-
DIÁLOGOS Y OTROS PROCESOS INTERACTIVOS..., DE VARGAS LLOSA
47
go la verdad, a ser posible dentro de un esquema lógico y tranquilizador, que
no encontrará. Por eso, es difícil una lectura en unidad del conjunto, tanto en
la estructura sintáctica, como en los valores semánticos y en las relaciones prag-
máticas que suscita  Conversación en La Catedral,  pero el que sea trabajoso des-
cubrirla, no quiere decir que no exista. Sólo que hay que cambiar la noción de
persona, la idea de personaje, el esquema de unidad, y todavía son pocos los
relatos que obligan a los lectores a seguir estos procesos de interpretación para
los que la teoría no ha encontrado a ŭ n un canon seguro. Y en el discurso se
hace necesario sobrepasar los aparentes sin sentidos de las ocurrencias, tal
como están situadas, y ver qué respuesta corresponde a tal pregunta, formula-
da acaso dos o tres intervenciones arriba.
Quizá debido a esta inseguridad que induce en el lector, la novela se pres-
ta a muchas interpretaciones, y efectivamente se han presentado muchas lectu-
ras desde su aparición, como era de esperar en una novela que además tiene
una fuerte ambig ŭ edad en sus modelizaciones. Se ha leído como novela histó-
rica, porque indudablemente lo es, pues incluye referencias a circunstancias y
a personajes políticos reales, que se identifican de forma directa o a través de
nombres supuestos: la acción puede situarse con precisión en un periodo con-
creto de ocho arios en la historia del Per ŭ . Esta lectura implica conceder a la
modelización social un papel predominante en la composición y montaje de la
novela, y no nos parece que pueda mantenerse tal tesis, al menos en exclusi-
va. Se ha leido también como novela biográfica, e indudablemente lo es, pues
no es difícil identificar días y trabajos en la vida de Zavalita coincidentes con las
etapas universitarias en San Marcos y de iniciación en el periodismo de Mario
Vargas Llosa, pero no estamos ante una novela autobiográfica: el distancia-
miento del narrador respecto al autor y a su personaje es evidente. Alg ŭ n críti-
co ha destacado el carácter político de la novela, por las discusiones ideológi-
cas y sociales que incluye explícitamente el texto o que suscita en los lectores,
con la particularidad en este caso de que el relato transciende los límites del
Per ŭ para elevarse como testimonio casi general de las fases que muchos jóve-
nes burgueses de cualquier nacionalidad europea y  . americana han atravesado
en su despertar a las inquietudes políticas y sociales, hasta una superación de
esos primeros sarampiones. Sánchez Sarmiento niega que  Conversación en La
Catedral  pueda ser una novela política, porque "más bien se trata de la histo-
ria de un desencanto en un marco que coincide con el periodo de gobierno del
general Manuel Apolinario Odría" (Sánchez Sarmiento, 1994: 256), y también
puede ser leída así desde el pesimismo final y envolvente de toda la trama.
Y para completar esta lista de posibles interpretaciones de la novela, pode-
mos afirmar que es un relato que parece escrito para formular una teoría de la
novela, pues ofrece enormes posibilidades para el análisis de las categorías lite-
rarias sintácticas y semánticas: el tiempo en relación con el orden y la estructu-
ra del relato; los espacios sociales, físicos y psíquicos que recorre, los persona-
jes como construcción textual; el narrador, los procesos locutivos que emplea,
las voces, las visiones, las distancias, un perspectivismo de acción y de discur-
48  M.' CARMEN BOBES NAVES
so, etc., ofrecen una gran complejidad y un gran interés para el crítico y el teó-
rico de la literatura, pero no se puede ser optimista en este punto: no creo que
Vargas Llosa al hacer su relato haya tenido en cuenta las teorias de unos cuan-
tos lectores que además son criticos y teóricos de la literatura!
Conversación en La Catedral  es todo esto y es mucho más: es una obra
artística sin otros límites de interpretación que los que rechaza directamente el
texto y sus categorías: indudablemente no podremos decir que estamos ante
una novela fantástica, pastoril, de aventuras, etc., pero sí podemos asegurar que
a las lecturas reseriadas, seguirán ariadiéndose otras, porque el texto las sugie-
re o las permite y seguirá sugiriéndolas y permitiéndolas mientras se mantenga
como texto literario.
Y una vez visto panorámicamente el relato en su contenido y en su dis-
curso, vamos a analizar algunas de sus categorías y unidades, y puedo adelan-
tar que las conclusiones que se alcanzan muestran su excepcional calidad lite-
raria, descubren algunas razones de su complejidad, como era de prever, y
confirman que los recursos utilizados, a pesar de su diversidad e ,intensidad,
pueden interpretarse, como ocurre con las grandes novelas, en  unidad  de
forma y de sentido: los hechos del discurso, es decir, la lengua literaria utiliza-
da en  Conversación en la Catedral,  el orden que configura su estructura tem-
poral, el modo de construir y de presentar los personajes, etc., todo responde,
creo, a un clarividente sentido de  unidad literaria,  a pesar de la presentación
en discontinuidad de sus anécdotas y personajes. La visión total de un conjun-
to tan extenso, de una realidad polifacética, de unos personajes poliédricos, que
en principio desconciertan al lector, ha tenido que exigir, sin duda, al autor una
seguridad a prueba de cualquier dispersión, de cualquier divagación y frivoli-
dad. Pienso que habrá sido muy dificil controlar ese n ŭ mero tan amplio de per-
sonajes, la diversidad de situaciones y puntos de vista, la continuada superpo-
sición de expresiones, de situaciones y de acciones... sin perder de vista las
lineas convergentes hacia el punto de fuga desde el que  Conversación en La
Catedral  puede leerse en unidad, como novela política, histórica, autobiográfi-
ca, de formación o de desencanto, etc.
No deja de sorprender también que este mundo tan abigarrado, tan denso,
tan complejo, haya sido captado por un novelista tan joven; y que las 669 pági-
nas hayan sido entresacadas, seg ŭ n ha dicho, de mil quinientas, lo que no deja
de ser una labor de selección notable, y hasta de catarsis, porque a ver quién
es capaz de renunciar a dos tercio ' s de lo escrito!
El análisis de los personajes puede ilustrar sobre el modo de construir unos
perfiles seguros a partir de trazos discontinuos. Las figuras de Ambrosio y San-
tiago, de don Fermin, de Amalita, de Hortensia, etc., y las más secundarias de
Carlitos, de Becerrita, de Queta, de Ana, de la Teté, del Chispas, etc., emergen
entre luces y sombras, se iluminan con colores contrastados que les dan con-
sistencia semántica y relieve pragmático en el conjunto de la novela. El princi-
pio de discrecionalidad en la construcción del personaje no entra en contradic-
ción con el principio de unidad de la novela, ni siquiera en las distancias en las
DIÁLOGOS Y OTROS PROCESOS INTERACTIVOS..., DE VARGAS LLOSA
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que una visión inmediata puede quedar alterada. Como la técnica pictórica de
los impresionista logra con colores, incluso con puntos, dar relieve y volumen
a las figuras, así la prosa de  Conversación en La Catedral  va ofreciendo rasgos
discontinuos que permiten construir unos personajes muy complejos, que en
principio y vistos página a página pueden parecer planos y poco nítidos.
Efectivamente los personaje son complejos en su apariencia física, en su
conducta y en sus relaciones reciprocas, sobre todo los más destacados: don
Fermín, Santiago Zavala, Ambrosio, Cayo; otros son más o menos planos y se
mueven por avaricia, por lujuria, por poder, por amistad, o por dos o tres moti-
vaciones, que se descubren con cierta rapidez y seguridad; algunos son perso-
najes pasivos, sobre todo mujeres: Amalita, la seriora Zoila, Hortensia o Queta,
que viven las reacciones de los hombres. Estos personajes se perciben como
sujetos pasivos, a veces como víctimas, siempre en la órbita de los demás. Los
protagonistas son definidos por varios rasgos, cada uno de los cuales es seña-
lado por uno de los interlocutores; la suma de todos los rasgos constituye su
etiqueta semántica en ese mundo ficcional que se deja ver a través de la con-
versación de Santiago y Ambrosio. El lector advierte, no sin sorpresa, cómo se
dibujan personalidades que resultan contradictorias desde el punto de vista de
los cánones habituales, y de la misma manera que Santiago quiere irse y pide
más cerveza, el lector, a veces, quiere irse, pero necesita más datos, tiene que
seguir descubriendo ese mundo que se le cela y se le descubre en un juego de
datos, de opiniones, de juicios.
Xómo se manifiesta esta complejidad textualmente, de modo que la perci-
ba de un modo más o menos objetivada el lector?
El relato, a no ser en casos excepcionales, no suele presentar a sus per-
sonajes de una vez, es decir, no suele dibujar física y psíquicamente a los suje-
tos antes de ponerlos a actuar en la historia; en este aspecto, Vargas Llosa sigue
unos modelos tradicionales. La construcción del personaje narrativo, al igual
que la construcción del personaje dramático, suele atenerse a los dos princi-
pios a que ya hemos aludido: el de discrecionalidad y el de unidad. El prime-
ro supone que los datos que se dan sobre cada personaje se ofrecen de un
modo discontinuo; el narrador directamente, o los otros personajes de la obra,
ofrecen detalles sobre la apariencia física, frecuentemente de valor fisonómico,
sobre todo en las novelas realistas o naturalistas del siglo XIX, o sobre actitu-
des, conductas y relaciones del personaje, que polariza, a través de un nom-
bre propio, todas las referencias y predicaciones que le corresponden. El lec-
tor construye su personaje con esos datos, y por lo general, a su modo, seg ŭ n
su competencia.
Para crear un personaje, la novela sigue procedimientos que se manifies-
tan con variántes y matices, seg ŭ n autores y estilos: un personaje puede ser
dibujado directamente por un narrador, con la ayuda de lo que dicen otros per-
sonajes, porque el narrador onnnisciente suele compartir su sabiduría con los
sujetos del mundo que crea, o bien, con una técnica perspectivística, la novela
se dibuja con dos o tres narradores que, siempre con la ayuda de sujetos de su
50  M. CARMEN BOBES NAVES
mundo ficcional, informan desde ángulos distintos, y a veces distantes, sobre la
historia y sus sujetos. Un narrador, o varios narradores, se encargan de contar
una historia y dibujar los sujetos que la viven, y estas dos posibilidades son las
que presentaba la narración hasta ahora. Una vez que se ha consumado el dei-
cidio de que habla Vargas Llosa en su tesis doctoral, el narrador declina sus atri-
butos de creador y se limita a ser un observador que es incapaz de dar cuenta
de todos los aspectos del personaje; el narrador renuncia a la omnisciencia tem-
poral (no conoce toda la historia, sino sólo una parte), a la omnisciencia espa-
cial (coincide en un lugar con el personaje, pero no lo sigue en sus desplaza-
mientos físicos), y a la omnisciencia psíquica (lo conoce sólo por fuera, no en
su interior). En la novela espariola el perspectivismo, introducido por R. Pérez
de Ayala, en  Belarmino y Apolonio  (1921), permitía convencionalmente obser-
var (no crear) las historias desde varios ángulos. Pérez de Ayala cuenta la misma
historia mediante el discurso de tres narradores: uno objetivo, otros dos subje-
tivos con distintos grados de compromiso y distinta capacidad de expresión y
juicio, y tanto la fábula como los personajes adquieren sentidos muy diversos
en la visión de uno y otros, de modo que el lector se ve en la necesidad de
seleccionar los elementos compatibles y construir "su" propia historia, y dibujar
"sus" personajes; las visiones de todos sumadas proporcionaban al lector un
dibujo bastante completo, pues se le daba una visión y después otra, y él debía
organizarlas en su propia lectura.
Vargas Llosa introduce una nueva forma de dar volumen a los personajes
principales: y lo hace desde distintas perspectivas interiores a la novela, desde
los otros", es decir, no son los narradores, uno o más, los que ofrecen su ver-
sión de la historia y los sujetos, son los personajes los que destacan respecto a
los protagonistas aquél rasgo que a ellos les llama más la atención: cada per-
sonaje es tallado con cortes en los que colaboran los demás, que de esta mane-
ra quedan también ellos mismos definidos por su propia visión. Veamos cómo
se consigue, porque sin un ejemplo, esto puede parecer confuso.
El personaje protagonista es el patético Santiago Zavala, un estudiante a
punto de pasar a la Universidad, hijo de familia burguesa de Lima, con dos her-
manos (la Teté y el Chispas) y un amigo, Popeye. Un escritor decimonónico nos
daría una descripción y nos advertiría que Santiago era flaco, buen estudiante,
que vestía de tal manera, que se movía de otra, etc. y después de esta primera
presentación, las indicaciones y referencias a Santiago, las haría mediante cual-
quiera de los nombres o adjetivos que constituye el repertorio de su ser, de su
estar en el mundo: el estudiante, el hijo, su hermano, el flaco, Zavala, Zavalita,
etc. El lector remitirá las predicaciones discontinuas, dado el principio de uni-
dad, a Santiago, y las referencias suelen quedar muy claras.
Vargas Llosa renueva totalmente este procedimiento y reparte entre los
otros personajes las predicaciones, en un abanico de posibilidades de diverso
grado, pero fijas en cada caso, de modo que si alguien se dirige a Santiago Ila-
mándole "supersabio" no sólo seriala a Santiago, sino que se presenta él mismo,
pues siempre son su hermanos, la Teté y el Chispas, los que comparten este
DIÁLOGOS Y OTROS PROCESOS INTERACT1VOS..., DE VARGAS LLOSA
51
adjetivo en sus diálogos con Santiago: la relación queda así establecida entre
Santiago y los que lo llaman "supersabio", sus hermanos; si alguien se dirige a
él como "flaco", sabemos que habla su padre, si Zavalita, sus comparieros de
"La Crónica", s • "amor", Ana, su mujer. Los diálogos superpuestos, realizados
con frases de unos y de otros, porque no todos están en todas las situaciones,
remiten con claridad las ocurrencias a sus emisores, por la forma de dirigirse a
Santiago.
Santiago Zavala queda definido en los procesos elocutivos desde la com-
petencia "denotativa" que el narrador confiere a los otros personajes; esto supo-
ne que cuando interviene en una situación verbal interactiva, y seg ŭ n quien sea
el que se dirige a él (siempre es en los diálogos, nunca en el relato del narra-
dor), es presentado de una manera o de otra y se va modelando con todas sus
posibilidades mediante términos que serialan a su interlocutor y, a la vez, pue-
den manifestar relaciones de ternura (el "flaco", de su padre), o rivalidad (el
supersabio del Chispas...). El personaje parece visto con simpatía por el narra-
dor —la identificación con la biografía del autor, podría ser clave— y a la vez
resulta excesivamente orgulloso ante las s ŭ plicas de su padre, o en la escena de
renuncia a herencia con el Chispas, regodeándose con el apuro de su hermano
y tan ajeno a los problemas que derivan para su mujer: Ana seguirá pidiendo
prestado a la alemana y fiado al chino de la esquina, pero Santiago se habrá
dado el placer de sentirse superior al Chispas, a su padre y a toda su familia, al
renunciar a la herencia. El lector hace la crítica general de este personaje tan
polifacético y ve luces y sombras, ingenuidad y maldad, orgullo y sencillez, que
se desgranan en forma discontinua en las páginas de  Conversación en La Cate-
dral,  y le da la unidad necesaria para que no se disperse su ser, pero a la vez
lo ve muy complejo en una percepción simultánea de aspectos que podrían
resultar contradictorios.
Lo mismo ocurre con las acciones. La novela va dividida en cuatro partes,
de 203, 149, 136 y 148 páginas respectivamente, es decir, bastante igualadas en
extensión, sobre todo si se tiene en cuenta que el primer capítulo es la presen-
tación de una forma de relato para el resto de la novela: cuenta cómo por azar
se encuentran Santiago Zavala y el antiguo chófer de su padre, Ambrosio Pardo,
y conversan en un bar llamado La Catedral durante cuatro horas en las que
rememoran impresiones y se informan de datos referentes a sus familias en el
telón de fondo de la situación política del Per ŭ . Esa conversación sit ŭ a al lec-
tor en los pasos de una historia cuyas claves no tienen los interlocutores: San-
tiago quiere saber, como un moderno Edipo, la condición de su padre y las
razones de su propio fracaso vital, profesional, ideológico y se empecina en
determinar el momento justo del fracaso, cuando está a la vista que no es un
momento, ni ha sido un solo frente, ni un solo aspecto lo que lo ha conducido
a su situación actual; Ambrosio, que está situado en un fracaso a ŭ n más pro-
fundo, quiere saber datos de la familia de su amo, y pregunta por las razones
de la conducta de Santiago con su padre. Al final los dos se separan sin aclarar
nada, porque la novela mantiene una modelización filosófica general que niega
52  M.a CARMEN BOBES NAVES
la posibilidad del conocimiento a partir de los testimonios propios y ajenos, por-
que los sujetos mienten, ignoran, interpretan mal, se evaden, tienen intereses,
amistades, fidelidades, etc., que les condicionan la visión de la verdad.
Toda la novela podría haberse construido como un inmenso diálogo, entre
los dos interlocutores, y así se presenta en una primera capa, pero los cuatro
capítulos siguen técnicas discursivas que mezclan el discurso omnisciente y la
visión panorámica, con presentaciones escénicas mediante diálogos directos o
diálogos superpuestos. En el texto entran descripciones, situaciones, diálogos
de personajes diversos y en ocasiones diversas, y de vez en cuando una frase
de claro sentido fático, traslada a la conversación Santiago-Ambrosio, que
envuelve todo, o que debería envolverlo en la lógica narrativa convencional
presentada. Los dos conversadores dejan el primer plano continuamente a los
otros personajes que hablan, piensan y se expresan en monólogos interiores,
exteriores, directos, sin dirección, en primera, en segunda y en tercera persona.
Y el texto reproduce conversaciones que no han podido oir ni Santiago ni
Ambrosio, da cuenta de pensamientos que no han sido expresados y que, por
tanto, no ha podido ser oídos por ninguno de los dos, de historias y prehisto-
rias que no han podido conocer, y que son el relato de un narrador omnisciente
temporal, espacial y psíquico, que atraviesa la conversación y se deja oir de
vez en cuando. Y que, en efecto, no deja de sorprender a un lector que ha
encontrado también técnicas de superposición y de interacción verbal y actan-
cial tan nuevas.
La misma técnica que observamos en la construcción de personajes desde
la perspectiva de los otros, la encontramos en el manejo del discurso dialoga-
do, sobre todo en la primera parte y en la composición de las acciones en la
segunda.
La técnica de superposición de diálogos y de situaciones, que aparente-
mente a veces nada tienen que ver una con otra, resulta desconcertante, y obli-
ga al lector a estar continuamente alertado para buscar conexiones pertinentes.
Parece Ambrosio el que cuenta en resumen la vida de Cayo Berm ŭ dez en un
párrafo de carácter narrativo en el que se sit ŭ a él mismo en tercera persona, y
de pronto se sigue un diálogo que se habia interrumpido antes del relato:
"—Xree que tardará mucho? —el Teniente aplastó su cigarro en el cenicero— j\lo
sabe d ŭ nde está?
—Y yo también me casé —dice Santiago—? t ŭ no te has casado?
—A veces vuelve a almorzar tardísimo —murmuró la mujer—. Si quiere deme el
recado.
Xsted también, nirio, siendo tan joven? —dice Ambrosio—.
Lo esperaré —dijo el Teniente—. Ojalá no se demore mucho.
El tiempo presente de los verbos de lengua (dice Santiago / dice Ambro-
sio) sit ŭ a al lector en la conversación envolvente; el tiempo verbal en pasado
(aplastó, murmuró, dijo) de las otras frases apunta a la historia narrada. El dis-
curso no expresa la causa o razón de las superposiciones de los diálogos envol-
DIÁLOGOS Y OTROS PROCESOS INTERACTIVOS..., DE VARGAS LLOSA  53
vente y env-uelto, que responde a una técnica a la que J. M. Oviedo denominó
de "vasos comunicantes". No se ve muy claro que exista una relación entre las
acciones, las informaciones, los temas de los motivos superpuestos en el diálo-
go, ni siquiera hay un personaje coordinador entre ellas; el lector buscará la
razón de esa superposición entre los dos diálogos, y puede ser una asociación
de ideas: Cayo Berm ŭ dez está casado con aquella mujer que habla con el
Teniente, y por asociación, Santiago informa a Ambrosio que él está también
casado, y acaso que el matrimonio de uno y de otro son un fracaso. La técnica
en estos casos es la misma que observamos en las metáforas figurativas: basta
la contig ŭ idad espacial para que el lector relacione un objeto con otro, una
situación con otra, un personaje y otro...
Más frecuente es la superposición de dos o más diálogos que tienen en
com ŭ n un personaje coordinador, o una palabra com ŭ n, que les sirve de nexo:
"—Te voy a hacer una pregunta —dice Santiago— Jengo cara de desgraciado?
— Yo te voy a decir una cosa —dijo Popeye—. crees que nos fue a comprar las
Coca-colas de pura sapa? Como descolgándose, a ver si repetíamos lo de la otra
noche?
—Tienes la mente podrida, pecoso —dijo Santiago—.
— Pero qué pregunta —dice Ambrosio—: Claro que no, niño.
— Está bien, la chola es una santa y yo tengo la mente podrida —dijo Popeye—.
Vamos a tu casa a oir discos, entonces.
— iLo hiciste por mí? —dijo don Fermín—. iPor mí, negro? Pobre infeliz, pobre loco.
— Le juro que no, niño —se ríe Ambrosio—. Se está haciendo la burla de mí?
—La Teté no está en la casa —dijo Santiago—. Se fue a la vermouth con amigas.
— 0ye, no seas desgraciado, flaco —dijo Popeye—. jVie estás mintiendo, no? T ŭ me
prometiste, flaco.
— Quiere decir que los desgraciados no tienen cara de desgraciados, Ambrosio
— dice Santiago—" (págs. 51-52).
En la segunda parte Amalita está con Hortensia, Santiago está trabajando
en La Crónica, Ambrosio está de chófer de don Fermin. Además de superponer
los diálogos (228: prueba de Santiago + prueba de Carlitos para entrar en La
Crónica), se superponen en parágrafos de una página, de dos, o tres, las situa-
ciones de Amalia (contadas desde sus experiencias inmediatas, como un monó-
logo o una corriente de conciencia: sus impresiones sobre Cayo Berm ŭ dez, al
que describe, sobre Hortensia, las comparaciones de Hortensia con la seriora
Zoila...), las de Cayo, las de Santiago.
La superposición discursiva de lenguaje interior y exterior, de indices per-
sonales, de objetividad descriptiva y de subjetividad valorativa, de estilo indi-
recto y directo libre manteniendo siempre el mismo foco (Zavala), podemos
observarla en párrafos en prosa seguida, sin diálogo, en la voz del narrador:
"Se instaló ante la máquina y estuvo una hora sin apartar los ojos del papel, escri-
biendo, corrigiendo y fumando sin tregua. Luego charlando con Carlitos, esperó
impaciente y orgulloso de tí mismo Zavalita, que llegara Becerrita. Y por fin lo
54  M. CARMEN BOBES NAVES
vio entrar, el chato, piensa, adiposo, malhumorado, envejecido Becerrita, con su
sombrero de otras épocas, su cara de boxeador jubilado, su ridículo bigotito y
sus dedos manchados de nicotina. Qué decepción, Zavalita. No contestó su salu-
do, casi ni leyó las tres cuartillas, escuchó sin hacer un gesto de interés la rela-
ción que iba haciendo Santiago". (378).
El discurso cambia al comienzo de la segunda parte donde las superposi-
ciones, directamente de espacios, que arrastran a personajes, no se dan en el
mismo párrafo, sino en párrafos diferentes y con narradores y voces diferentes:
un monólogo, con foco en Amalita, pero polifónico (Amalia, un narrador obje-
tivo, Hortensia), nos sit ŭ a en la casa de Hortensia, en el barrio de San Miguel;
seguimos alli cuando despierta Cayo Berm ŭ dez y se prepara para salir; luego
nos trasladamos con Santiago desde un bar hasta La Crónica. Este movimiento
espacial se repite por cuatro veces: Amalia y sus sorpresas en la casa de Hor-
tensia; Cayo Berm ŭ dez en su coche hasta el Ministerio; Santiago en el despa-
cho del director del periódico. Barajando a los tres personajes, desde los que se
enfoca respectivamente su espacio, y manteniendo el discurso polifónico, ter-
mina el primer capitulo, con cuatro pasadas circulares, como una técnica en
espiral: hay un solo foco desde cada uno de los tres personajes, varias voces
que entran de forma indirecta o en diálogos, superposición repetida hasta cua-
tro veces de los espacios, y quizá simultaneidad en los tiempos, aunque esto no
podemos saberlo con seguridad. La misma técnica que en la superposición de
diálogos, pero con espacios, situaciones, personajes...
Hemos podido comprobar cómo el discurso superpone diálogos, cómo los
personajes se perfilan unos a otros, como las situaciones se presentan circular-
mente en conjuntos dinámicos, en una relación espacial, aunque temáticamen-
te no tenga otras relaciones en el texto, y, en resumen, contenidos y formas
siguen idénticos programas narrativos que dan a  Conversación en La Catedral
su denso estilo y su peculiar modo de alcanzar la unidad. La novela consigue
mediante estos recursos evadirse en cierto modo de la servidumbre que le
impone el sistema verbal de signos: la expresión en sucesividad, y adquiere, al
menos en la recepción, unas posibilidades de expresión en simultaneidad.
DIÁLOGOS Y OTROS PROCESOS INTERACTIVOS..., DE VARGAS LLOSA  55
BIBLIOGRAFÍA
CONTEFUS,  H. (1994), "La doble articulación politico / ideológica y el "complejo
Telémaco" en  Conversación en La Catedral:  una propuesta de análisis", en
Hernández de López (ed.) (1994), (245-253).
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dral,  en Hernández de López (1994), (255-266).

jueves, 8 de mayo de 2014

William Blake.

 

William Blake: el protohippy

Por: Andrea Navazo. 

William Blake, fue un personaje excéntrico. Adelantado a su tiempo, liberal, contrario a la esclavitud y defensor de la liberación de la mujer, pero impredecible. Le asaltaban visiones terribles de ángeles y demonios, que le sirvieron de constante fuente de inspiración, razón por la cual su propia mujer llegó a decir “no disfruto mucho de la compañía del señor Blake, él siempre se encuentra en el paraíso”
Blake nunca gozó de un auténtico prestigio entre sus contemporáneos, y en general, se movió entre la pobreza y la discreción. Fue uno de esos genios incomprendidos que no sería asimilado ni alabado hasta los años 70. Quizá porque el propio Blake era un protohippy, solo que a él las alucinaciones le venían de serie. En su obra El matrimonio entre el cielo y el infierno, escribió una frase que pasaría a la posteridad: “Si las puertas de la percepción se purificasen, todas las cosas se le aparecerían al hombre tal cual son, infinitas. “
De esta recurrente frase, saldría el ensayo de Aldouls Huxley sobre los efectos de la mescalina, y posteriormente, por obsesión psicotrópica de Jim Morrison, también el nombre de su grupo, The Doors. Y de aquí han bebido todos aquellos que han querido explorar y experimentar más allá de las puertas de la percepción, locos naturales y drogadictos, que han sabido encontrar en la obra de Blake, algo que sus contemporáneos no vieron.
Por: Andrea Navazo.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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