viernes, 26 de abril de 2013

Boecio (480-524)


Boecio (480-524)

Con más exactitud, Anicio Manlio Severino. Filósofo del último periodo romano, ejecutado por Teodorico. Formalmente, es un representante del neoplatonismo; en realidad, su filosofía se caracteriza por un gran eclecticismo, por una inclinación hacia las ciencias exactas y, en moral, por pertenecer al estoicismo. Boecio tradujo y comentó las obras de Aristóteles sobre lógica, así como la ?Introducción a las categorías de Aristóteles?, de Porfirio. Tradujo a Euclides y trató de los ?Fundamentos de la aritmética? de Nicómaco. También compuso un tratado de música con una teoría detalladamente elaborada de la música griega. Se considera como su principal obra filosófica la ?Consolación por la filosofía?, matizada de estoicismo. Entre sus traducciones de Aristóteles, algunas son tenidas por apócrifas.


1
BOECIO
LA CONSOLACIÓN DE
LA FILOSOFÍA
La presente edición fue digitalizada y
corregida en las bellas tierras de
Paraná y Cali, comarcas ambas, de los
muy distantes y espaciosos reinos de
Kollasuyu y Chinchaysuyu; durante los
primeros, calurosos y febriles días del
mes de enero del año 565 del quinto
sol, del nuevo imperio de
Tawantinsuyu.

 La consolación de la filosofía Boecio
El título original de esta obra de
ANITIUS MANLIUS TORQUATUS
SEVERINUS BOETHIUS
(480 - ¿524?)
es
DE CONSOLATIONE PHILOSOPHIÆ
y se supone fue escrita en los últimos años de vida del autor
ÍNDICE
ÍNDICE______________________________________________ 2
PRÓLOGO ___________________________________________ 3
LIBRO PRIMERO ____________________________________ 12
[Expone el autor los motivos de su aflicción, y la Filosofía, que se
le aparece en forma de dama de porte majestuoso, le hace ver ante
todo que su mal consiste en haber olvidado cuál es el verdadero fin
del hombre.] ___________________________________________ 12
LIBRO SEGUNDO ____________________________________ 30
[Qué es la fortuna y qué bienes ficticios procura; bienes reales que
una fortuna adversa puede traer consigo]. ___________________ 30
LIBRO TERCERO ____________________________________ 53
[Enseña la Filosofía que todos los hombres quieren naturalmente
la bienaventuranza, pero su fuente no puede estar en los bienes
particulares, sino en el bien universal y supremo, que es Dios.] ___ 53
LIBRO CUARTO _____________________________________ 86
[Trata de conciliar la bondad divina con la existencia del mal en el
mundo y distingue la Providencia del hado.]__________________ 86
LIBRO QUINTO_____________________________________ 112
[La omnisciencia providente de Dios y la libertad de la voluntad
humana son compatibles]. _______________________________ 112
Librodot La consolación de la filosofía Boecio
PRÓLOGO
1. BOECIO
Es decir, Anitius Manlius Torquatus Severinus Boethius, nació el
año 480 (o poco después) del linaje de los Anicii, durante el reinado
de Odoacro, caudillo germánico que había puesto fin al Imperio
romano de occidente destronando a Rómulo Augústulo.
Desde muy joven estudió en Atenas las doctrinas de Platón,
Aristóteles y los estoicos. Movido por la fama de su sabiduría, le
nombró consejero (y probablemente cónsul), en 510, el emperador
ostrogodo Teodorico, que en el año 490 se había proclamado rey, tras
derrotar a Odoacro. Pero el año 524, por causas no bien conocidas,
lo procesó y martirizó el mismo emperador. Murió Boecio el año 524
ó 525 en la prisión de Pavía (Ticinium).
Boecio quiso traducir al latín toda la obra de Platón y Aristóteles y
demostrar que sus filosofías pueden conciliarse, como creían la
mayoría de los neoplatónicos, pero de este proyecto sólo nos quedan
diversas traducciones de Aristóteles y varios comentarios. De las
primeras, v. gr.: la traducción de las Categorías (y la Isagoge o
introducción de Porfirio a esta obra), del tratado De la Interpretación,
de los Tópicos y los dos Analíticos; acaso haya hecho también la
traducción de otras obras del Estagirita.
De entre los comentarios figuran los dos de la Isagoge, dos del
libro De la Interpretación y los de las Categorías, los Tópicos, los
Analíticos y los Razonamientos sofísticos. También comentó los
Tópicos de Cicerón.
Boecio es, asimismo, autor de varias obras originales sobre lógica,
matemáticas y música, y de varios opúsculos teológicos de contenido
cristiano cuya autenticidad había sido puesta en duda, aunque parece
establecida definitivamente desde los estudios de Krieg1 y, sobre
todo, de Usener2 , que publica por primera vez un escrito de su
contemporáneo y discípulo Casiodoro, donde asigna, efectivamente,
estas obras a Boecio.
1 Cf. Über die theologischen Schriften des Boëthius, en Jahresbuch des
Görresgeschichte, 1884.23-52.
2 Anecdoton Holderi, Bonn, 1877.
Librodot La consolación de la filosofía Boecio
La autoridad de Boecio durante la alta Edad Media fue inmensa, y
sólo puede compararse a la que ejercieron Aristóteles y San Agustín,
pues es casi el único transmisor de la filosofía peripatética hasta fines
del siglo XII, de la que sólo se conocía la lógica, la metodología y un
resumen de la ontología. Él fue quien suscitó la cuestión de los
universales, que llena todo aquel período, y quien enseñó a los
filósofos medievales los géneros filosóficos de la interpretación y el
comentario que llegaron a ser característicos. Y en su libro De
consolatione philosophiæ ofreció a la conciencia cristiana un sistema
racional de teodicea que no contradecía al dogma; por eso llegó a ser
uno de los libros más leídos, comentados e imitados de toda la
historia de la filosofía, mereciendo su autor el dictado de “noster
sumus philosophus”. Hoy podemos ver en Boecio al primer
escolástico, pero también al último romano3.
Sus obras completas se editaron por primera vez en Venecia (1492)
y posteriormente en Basilea (1546 y 1570); en los tomos 63 y 64 de la
Patrología latina de Migne y en el volumen 48 del Corpus scriptorum
ecclesiasticorum Latinorum. El De consolatione se imprimió por
primera vez en Nuremberg (1473).

2. EL LENGUAJE EN “LA CONSOLACIÓN DE LA
FILOSOFÍA”
Está transido de lirismo y no desprovisto de ciertos matices
irónicos. Por la alternancia de la prosa y el verso en que está
presentada la obra, puede incluirse en el género de la sátira menipea,
es decir, de la sátira iniciada en el siglo III (a. de J. C.) por Menipo,
de Gadara.
En La consolación de la filosofía podemos rastrear la huella de los
grandes literatos de la antigüedad; sobre todo, de Platón, Séneca,
Virgilio, Horacio y Cicerón:
a) Platón. Así como éste excluye de la ciudad a los poetas porque
sus lecciones son poco morales y sus melodías acaban por afeminar
los ánimos, así Boecio hace que la filosofía expulse de su lado a las
musas profanas, que sólo podrían agravar su aflicción con dulces
3 Cf. Suttner: Boethius, der letzte Rümer, Eichstädt, 1852.
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venenos (L. 1, prosa 1). Recoge su doctrina de la gobernación del
Estado, que ha de pasar a manos de los filósofos (íd., prosa 44). Toma
de él el retrato del tirano como el ser más desgraciado del mundo (L.
IV, metro 2). En la prosa 2 del Libro II adopta la forma del Critón.
Como Platón, dice que sólo la inteligencia del filósofo tiene alas (L.
IV, metro 1). Como aquél en el Gorgias, dice Boecio que sólo los
sabios pueden hacer lo que quieren; los necios podrán dar curso a sus
caprichos, pero no satisfacer sus deseos, etc., etc.
b) Séneca. Del Octavio toma la imagen de su dolor (L. 1, metro 1),
así como la descripción de una paz primitiva entre los hombres:
“...Humanum genus— Non bella norat, non tubae fremitus tru ces.”
(L. II, metro 59). Como él, habla Boecio del ciclo de las cosas, que
vuelve sobre sí mismo (L. III, metro 2): “orbem rerum in se
remeantium.” En el L. III, metro 12, toma de Séneca la imagen del
Hércules furioso. Refleja otras veces las imágenes y conceptos del De
vita beata (L. 1, metro 4). En el metro 5 del Libro I nótase la
influencia del Hipólito, y en la prosa 6 del Libro II alude a la
independencia del alma de que habla Séneca en De beneficiis (III,
XX): “me ni quidem sui juris”. También puede advertirse el estilo de
Séneca en el metro 1 del L. II; y en la prosa 4 del mismo libro, en fin,
la acumulación de ejemplos es típica del filósofo cordobés.
c) Virgilio. La influencia de la Eneida puede apreciarse en el L. 1,
metro 3, y en el L. IV, prosa 4, al referirse a la vida de las almas
después de la muerte del cuerpo. De las Geórgicas toma, en el metro 4
del L. 1, la expresión de sus primeros versos; el ejemplo de la mosca
cantárida (L. II, prosa 6); la exclamación virgiliana “Felix qui potuit
rerum cognoscere causas” (Geor. II, 490) transformada en el “Felix,
qui potuit boni— Fontem visere lucidum,— Felix, qui potuit gravis—
Terrae solvere vincula.” (L. III, metro 12). De las Bucólicas se
acuerda Boecio en el metro 5 del L. II, al recordar la navegación.
d) Horacio. En la idea de que el justo permanecerá impasible ante
todo lo que pueda advenirle (L. 1, metro 4). El “Non possidentem
multa vocaveris recte beatum” (Odas, IV, IX, 45) se recoge en el L. II,
prosa 5. En el L. II, prosa 7, al decir Boecio que muchos hombres
ilustres yacen en el olvido a falta de escritores que se hayan ocupado
en transmitirnos su memoria, nos acordamos también de Horacio
cuando habla de los héroes que vivieron antes de Agamenón, cuyo
recuerdo está sumido en la noche profunda: “carent quia vate sacro”,
porque les falta el poeta divino que cantara sus hazañas. La
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influencia de Horacio puede apreciarse también en diversos pasajes
del L. II (metros 4 y 5) y del L. V (prosa 3).
e) Cicerón. Sobre todo por el “Sueño de Escipión”, cuya influencia
se advierte a través de toda la prosa 7 del L.11, y en el metro l del L.
IV. El De oficiis por el recuerdo de los suplicios de Régulo (L. II,
prosa 6). Por las Tusculanas, al hablar del tamaño comparativo de la
Tierra y del Cielo; por el De divinatione en la prosa 4 del L. V. Y, en
fin, de Cicerón se acuerda Boecio cuando se refiere al exilio (L. 1,
prosa 5).
f) Ovidio. Con las Tristes (L. 1, metro 1 y L. IV, metro 3); con los
Fastos en el lugar común que Boecio recoge en el metro 2 del L. II.
Con las Metamorfosis en el metro 5 del L. II y en el metro 3 del L. IV.
g) Homero. En diversas expresiones e ideas de la Ilíada, que
aparecen más o menos claramente en los Libros 1 (prosa 4), II (prosa
2 con el ejemplo de los toneles), IV (prosa 6) y V (prosa 2).
h) Plutarco. En la prosa 2 del libro II (“...ius est man nunc strato
aequore blandiri, nunc procellis ac fluctibus inhorrescere”) y en la
prosa 7 del mismo libro al re producir la anécdota del sabio y su
silencio.
i) Juvenal. En el L. II, prosa 5 y en el L. III, metro 6. Además, se
pueden advertir algunas huellas de Eurípides, Tibulo, Claudiano y
Catulo.
3. ELEMENTOS FILOSÓFICOS
Su variedad se apreciará en la lectura del texto, al que he añadido
algunas notas, por vía de ejemplo, donde procuro hacer una
referencia muy abreviada a la relación que guardan las doctrinas de
Boecio con las asimiladas por él de la tradición clásica.
En líneas generales puede decirse que La consolación es el espejo
de las múltiples lecturas de su autor y refleja un sincretismo
elaborado a base de Platón y los neoplatónicos, de una parte, y los
estoicos de otra (en menor grado de Aristóteles y San Agustín), pero
ordenado con vistas a una teología racional. Esta multiplicidad de
elementos ha inducido a algunos4 a suponer que esta obra es una
4 Cf. Usener, op. cit.
Librodot La consolación de la filosofía Boecio
enciclopedia, pero otros5 han subrayado acertadamente el carácter
original y unitario de la metafísica que implica...
Es de advertir que en esta obra no aparece ningún elemento que
pueda reconocerse inmediatamente como cristiano, y el hecho es
tanto más extraño cuanto habría que esperar que Boecio recurriese
finalmente a la revelación para hacer descansar en la vida
sobrenatural el consuelo definitivo de toda aflicción. De este hecho se
han dado varias explicaciones: la más radical fue negar el
cristianismo de Boecio y, por lo tanto, la autenticidad de sus
opúsculos teológicos6, pero ya hemos dicho que son auténticos. La
segunda explicación fue propuesta ya por Pierre Berti en el siglo
XVII: según él, el libro de Boecio estaría incompleto, le faltaría un
sexto libro sobre la vida eterna y los medios de alcanzarla. Tampoco
ésta nos satisface, pues el libro de Boecio constituye un todo completo
dentro de la teología de base estrictamente racional. Por lo tanto,
parece lo más acertado admitir que Boecio llegó a concebir
claramente la distinción que hay entre la razón y la fe y sus mutuas
relaciones, que para él se formulan en la divisa “credo ut
intelligam”7.
La influencia platónica, preponderante en toda la obra, se ejerce a
través de La República (L I, prosas 1 y 4; L. IV, metro 2 y prosa 4), el
Teeteto (L. I, prosa 4), el Critón (L. II, prosa 2), El Sofista (L. III,
prosa 12), El Banquete (I, II, metro 8), el Fedro (L. IV, metro 1), el
Gorgias (L. IV, prosa 2), pero sobre todo a través del Timeo (en parte
a través del comentario de Proclo), cuyas resonancias se escuchan
insistentemente a través de la exposición boeciana. Es continua la
influencia del pensamiento platónico en la acentuación del carácter
inefable del ser divino y su absoluta bondad, de la tendencia de todas
las cosas hacia Dios, del valor inmenso del alma y su inmortalidad,
de la distinción del conocimiento racional y las apariencias, de la
necesidad de Dios para explicar el mundo y su orden admirable, del
alma del cosmos, de la reminiscencia de las ideas, etc. En su doctrina
de la presciencia divina y la libertad de la voluntad humana, recoge
la influencia de Jámblico y Proclo, pero no acepta la teología
panteísta y emanatista de Plotino, sino que subraya su posición teísta
y de él no toma apenas ningún elemento.
5 Cf. Rand: On the composition of B. s. Consol. phil. Boston, 1904.
6 Cf. G. Schepss. Neues Archiv, II (1886), 125 ss.
7 Cf. Klingner: De B. Consol. phil., Berlin, 1921. id. Rand, op.cit.
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Del estoicismo toma la idea de la veleidosa fortuna y del valor
engañoso de los bienes que ella procura. El único bien seguro es el
señorío del alma sobre sí misma y sus virtudes. Estoica es también la
fuerte acentuación del orden inexcusable del acontecer mundano y del
hado, por cuya contemplación nos elevamos a Dios. Pero tampoco
acepta Boecio íntegramente la filosofía del Pórtico, como no aceptó
la neoplatónica: rechaza, por ejemplo, la sensualista teoría del
conocimiento de los estoicos y admite, en cambio, la teoría de la
reminiscencia platónica en una forma que es similar a la teoría
agustiniana de las “incommutabilia vera”. Boecio, en suma, excluye
todo lo que pueda oponerse a su espiritualismo teísta.
Aristóteles influyó en esta obra probablemente a través del
Protréptico, que Boecio conocería por una fuente anterior a la
utilizada por Cicerón en el Hortensius8.
Claramente aristotélica es la forma de pensar a Dios como primer
motor, inmóvil, del devenir mundano (L. III, metro 9 y prosa 12).
Y, por fin, citaremos la influencia de San Agustín, patente en el
matiz que da Boecio a la teoría de la reminiscencia y, sobre todo, en
la notable investigación que en el libro V, prosa 6, dedica a la
eternidad y el tiempo. En ella completa el agudo análisis agustiniano
(Cf. Confesiones, II, 14-31) que había señalado, sobre todo, el
carácter subjetivo de la conciencia del tiempo, condicionada por la
“expectatio, attentio et memoria”. Para San Agustín, el tiempo nació
con el mundo, con las cosas que cambian, pero Dios es ajeno al
tiempo, pues nada tiene que ver él con este ir y venir de las cosas. En
la misma línea de pensamiento, Boecio define la eternidad como
“Interminabilis vitae tota simul et perfecta possessio”; esta definición
distingue perfectamente la eternidad del tiempo y el ser divino del ser
mundano, pues aunque el cosmos fuera eterno (como creía
Aristóteles), su ilimitación temporal sólo sería un remedo de la
eternidad divina: pues en el mundo, lo único real es el presente,
mientras que en Dios el pasado y el futuro son también presentes; en
el ser creado la ilimitación temporal sería, en todo caso, una
ilimitación de sucesión y devenir. Santo Tomás y los escolásticos
acogieron con entusiasmo esta idea boeciana.
8 Cf. Usener, op. cit., y en el estudio que publicó sobre esta obra perdida
en Hermes, 10 (1876), páginas 61-100. Puede verse también la obra citada
de Klingner.
Librodot La consolación de la filosofía Boecio

4. ESTRUCTURA
Todos estos elementos se articulan en el libro de Boecio de una
forma selectiva más que ecléctica. Como se ha dicho, Boecio se
aparta en algunos puntos de vista capitales del neoplatonismo y del
estoicismo, tomando de tales doctrinas únicamente aquellas ideas que
son susceptibles de integrarse en una teoría espiritualista y teísta que
pueda servir de base y explicación al dogma.
El fin de la obra, además de buscar el consuelo para sí propio y
para todos los que sufren los reveses de la fortuna, es la elaboración
de una teodicea válida dentro del campo de la razón y expuesta en un
lenguaje comprensible para los creyentes y los paganos. Por eso su
estilo es exotérico o popular, lo mismo que ocurre con su opúsculo De
fide catholica9.
Los materiales que constituyen la obra están dispuestos en cinco
libros, cada uno de los cuales se compone de varias prosas y versos
intercalados, En el libro primero expone Boecio los motivos de su
aflicción; y la filosofía, que se le aparece en forma de dama de porte
majestuoso, le hace ver ante todo que su mal consiste en haber
olvidado cuál es el verdadero fin del hombre, ofuscado como está en
su desesperación. En el libro II se hace un análisis de lo que es la
fortuna y de los bienes ficticios que ella procura, así como de los
bienes reales que una fortuna adversa puede traer consigo. En el libro
III enseña la filosofía que todos los hombres quieren naturalmente la
bienaventuranza, pero su fuente no puede estar en los bienes
particulares, sino en el bien universal y supremo que es, a la vez, uno:
Dios. En el libro IV trata de conciliar la bondad divina con la
existencia del mal en el mundo y distingue la Providencia del hado. Y
en el libro V se enfrenta con el problema de hacer compatible la
omnisciencia providente de Dios con la libertad de la voluntad
humana, haciendo el análisis del tiempo y la eternidad.
A esta estructura objetiva del libro de La consolación, subyace otra
estructura que podríamos llamar emocional. Boecio, que tanto había
trabajado en el aristotelismo, echa mano del inagotable repertorio de
consuelo que ofrecían Platón y los estoicos en el momento de
encontrarse ante una “situación límite” por excelencia, como es la
9 Cf. Rand, B. the Scholastic, en Founders of the Middle Ages.
Cambridge, 1928.
Librodot La consolación de la filosofía Boecio
situación ante su muerte próxima. En los dos primeros libros su
inquietud se disipa progresivamente, el pensamiento se hace dueño de
sí mismo en el tercero, y en los dos últimos la solución que da a
aquellos grandes problemas de la razón que se alzaban ante él, le dan
la paz definitiva10.

5. HISTORIA
Fue uno de los libros más leídos durante la Edad Media e inspiró a
filósofos y literatos hasta el Renacimiento.
Recordemos, entre los últimos, a Chaucer (que lo tradujo también
al inglés), Boccaccio y Dante (Convivio, 2, 13).
Dio origen a innumerables glosas; por ejemplo, las de Juan
Erígena, Remigio de Auxerre, Bovo II de Corvey, Guillermo de
Conches, Nicolás Trivet, Pedro D’ Ailly, Dionisio Carthusianus, Juan
Murmelius.
Suscitó el género literario de los libros de consolación, que
abundaron entre los siglos XI y XVI, V. gr.: las Consolatio theologiæ
de Juan de Tambach, Mateo de Krakau y Juan Gerson, la Consolatio
rationis de Pedro de Compostela y El Libro del consuelo divino del
maestro Eckehart.11
Se tradujo a todos los idiomas cultos: al hebreo, al anglosajón por
el rey Alfredo de Inglaterra (en el †901), al alemán por Notker Labeo
(en †1022), al francés por Juan de Meung (en †1318), al italiano por
B. Varchi (impresa en Florencia, 1551), al griego por M. Planudes
(†1310).
En España, la primera traducción impresa que conocemos es la
hecha por fray Antonio Ginebreda en 1488, aunque existían con
seguridad traducciones catalanas y acaso también castellanas desde
el siglo XIV. Sólo durante el siglo XVI se hicieron las siguientes
ediciones: una edición latina, en Sevilla (1521), la traducción de don
10 Véase la excelente edición, con traducción francesa a doble página y
una introducción, de A. Bocognano. París, Garnier (s.a.).
11 Eckehart, El libro del consuelo divino, Traducción del alemán, prólogo
y notas de Alfonso Castaño Piñan. Buenos Aires, Aguilar, 1955. Biblioteca
de iniciación filosófica.
Librodot La consolación de la filosofía Boecio
Pedro Saynz de Viana, la de Zurita (al parecer), la de Juan Valera de
Salamanca (en 1511) y, sobre todo, la traducción de fray Alberto de
Aguayo, editada en 1516 y reeditada en 1518 (Sevilla, Cromberger),
1521, 1530, 1542, 1598 (en Valladolid, según Nicolás Antonio), en
1921 (publicada, con una introducción, por el P. Luis G. A. Getino y
reeditada en 1943)12. También es digna de mención la traducción que
en 1665 (Madrid, A. García) publicó don Esteban Manuel de
Villegas: sus versos no son excesivamente fieles al texto, pero la prosa
es modelo de corrección. La traducción fue incompleta, por faltarle
parte del libro V (en 1774 se añaden los trozos que faltaban,
tomándolos de Aguayo).
La presente traducción ha sido hecha expresamente para esta
Biblioteca de Iniciación Filosófica.
ALFONSO CASTAÑO PIÑÁN

12 Fue muy celebrada por su fidelidad, aunque muy artificiosa en el
empleo exclusivo, todo el libro, del metro octosílabo.
12
LIBRO PRIMERO
[Expone el autor los motivos de su aflicción, y la Filosofía, que se le
aparece en forma de dama de porte majestuoso, le hace ver ante todo
que su mal consiste en haber olvidado cuál es el verdadero fin del
hombre.]
METRO PRIMERO
Yo que en mis mocedades componía hermosos versos1,
cuando todo a mi alrededor parecía sonreír, hoy me veo
sumido en llanto, y ¡triste de mí!, sólo puedo entonar estrofas
de dolor. Han desgarrado sus vestiduras mis musas favoritas
y aquí están a mi lado para inspirarme lo que escribo,
mientras el llanto baña mi rostro al eco de sus tonos
elegíacos. Ellas siquiera no me han abandonado por fútiles
temores, ellas, que siempre fueron la compañía de mis
caminos.
Ellas, recuerdo gratísimo de mi florida juventud fecunda,
vienen a dulcificar los destinos de ésta mi abatida vejez: si,
que a impulsos de la desgracia la vejez ha precipitado sobre
mí sus pasos, y a la mitad del camino de mi vida he sentido
sonar la hora definitiva del sufrir.
Cubren mi cabeza precoces canas; mi cuerpo agotado
siente ya el escalofrío de la tez marchita y rugosa. ¡Dichosa
muerte, cuando sin amargar la dulzura de los años buenos,
1 Según Casiodoro, Boecio compuso en su juventud un Carmen
bucolicum que se ha perdido.
BOECIO 13
acude si el corazón la llama en su favor! Pero, ¡ay!, que,
despiadada, cierra sus oídos a la voz de la desgracia...
¡En vez de cerrar los ojos del triste mortal que llora!
Mientras me halagó la fortuna, a pesar de saberla inconstante
y mudable, una hora de tristeza hubiera bastado para
llevarme a la tumba; ahora que ha ensombrecido su faz
engañadora, ¡oh, cuán larga se me hace una vida tan tediosa!
¿Por qué, amigos, habéis ponderado tantas veces las horas
de mi dicha fugaz? ¡Ah, no estaba muy seguro quien así cayó
tan de repente!
PROSA PRIMERA
1.– En tanto que en silencio me agitaban estos sombríos
pensamientos y con aguzado estilo escribía en blandas tablillas mi
lamento quejumbroso, parecióme que sobre mi cabeza se erguía la
figura de una mujer de sereno y majestuoso rostro, de ojos de fuego,
penetrantes como jamás los viera en ser humano, de color sonrosado,
llena de vida, de inagotadas energías, a pesar de que sus muchos años
podían hacer creer que no pertenecía a nuestra generación. Su porte,
impreciso, nada más me dio a entender.
2.– Pues ya se reducía y abatiéndose se asemejaba a uno de
tantos mortales, ya por el contrario se encumbraba hasta tocar el cielo
con su frente, y en él penetraba su cabeza, quedando inaccesible a las
miradas humanas.
3.– Su vestido lo formaban finísimos hilos de materia
inalterable, con exquisito primor entretejidos; ella misma lo había
hecho con sus manos, según más adelante me hizo saber. Y, a
semejanza de un cuadro difuminado, ofrecía, envuelto como en tenue
sombra, el aspecto desaliñado de cosa antigua.
4.– En su parte inferior veíase bordada la letra griega pi (inicial
de práctica), y en lo más alto, la letra thau (inicial de teoría)2 y
enlazando las dos letras había unas franjas que, a modo de peldaños de
una escalera, permitían subir desde aquel símbolo de lo inferior al
emblema de lo superior.
2 Es decir, práctica y teoría (πραχτιχη y θεωρητιχη). La escala que
une estas letras simboliza los grados de la sabiduría. La descripción
que hace aquí Boecio inspiró a los artistas de los siglos XII y XIII.
BOECIO 14
5.– Sin embargo, iba maltrecho aquel vestido: manos violentas
lo habían destrozado, arrancando de él cuantos pedazos les fuera
posible llevarse entre los dedos.
6.– La mayestática figura traía en su diestra mano unos libros;
su mano, izquierda empuñaba un cetro.
7.– Y cuando vio a mi cabecera a las musas de la poesía
dictándome las palabras que traducían mi dolor, conmovióse de
pronto; y luego, lanzando por sus ojos miradas fulminantes, indignada
exclamó:
8.– “¿Quién ha dejado acercarse hasta mi enfermo3 a estas
despreciables cortesanas de teatro, que no solamente no pueden traerle
el más ligero alivio para sus males, sino que antes bien le propinarán
endulzado veneno?
9.– Sí, con las estériles espinas de las pasiones, ellas ahogan la
cosecha fecunda de la razón; son ellas las que adormecen a la humana
inteligencia en el mal, en vez de libertarla.
10.– ¡Ah! Si vuestras caricias me arrebataran a un profano, como
sucede con frecuencia, el mal seria menos grave, porque en él mi labor
no se vería frustrada; pero ¿es que ahora queréis quitarme a este
hombre alimentado con las doctrinas de Elea y de la Academia?
11.– Marchad, alejaos más bien de este lugar, Sirenas que fingís
dulzura para acarrear la muerte; dejadme a este enfermo, al cual yo
cuidaré con mis númenes, hasta devolverle la salud y el bienestar
12.– Ante tales increpaciones, las musas que me asistían bajaron
los ojos; y, cubiertos los rostros con el rubor de la vergüenza,
transpusieron el umbral de mi casa.
13.– Yo, que con la vista turbada por las lágrimas no podía
distinguir quién fuese aquella mujer de tan soberana autoridad,
sobrecogido de estupor, fijos los ojos en tierra, aguardé en silencio lo
que ella hiciera.
14.– Entonces, acercándose más, se sentó al borde de mi lecho; y
al contemplar mi rostro apesadumbrado y abatido por el dolor,
lamentóse en estos versos de la causa que turbaba mi espíritu.
3 Las musas profanas.
BOECIO 15
METRO SEGUNDO
“¡Ah! ¡Cómo se agita la mente en el fondo del abismo en
que se halla sumergida! Y abandonando su propia luz, ¡cómo
se precipita hacia la tiniebla exterior, cuando siente en sí
misma una angustia mortal, acrecida hasta lo infinito por el
hálito de las cosas terrenales!
”Este pobre mortal gozó un tiempo de omnímoda libertad;
para él el cielo no guardaba secretos; acostumbrado a
caminar por los senderos del firmamento, observaba los
dorados rayos del sol, seguía atento las fases de la helada
luna, había vencido a las estrellas, sujetando a número sus
errantes revoluciones dentro de órbitas cerradas.
”¿Qué más? Él sabía las causas por las cuales los vientos
rumorosos ya rizan la superficie de los mares, ya sacuden su
seno en gigantescas olas; cuál es el alma inmutable que
gobierna al mundo; por qué los astros que se hunden en el
mar de las Hespérides despiertan rutilantes por Oriente; con
qué ley se suceden las plácidas horas de la primavera para
que ésta adorne la tierra con rosadas flores; quién hace que al
término del año muestre el otoño la exuberancia de su
fecundidad en jugosos frutos... Esto solía él tratar en sus
versos, como así también otros misterios ocultos de la
naturaleza que él desentrañaba...4
”Mas ahora, vedle aquí abatido, apagadas las luces de su
mente, cargadas a su cuello pesadas cadenas, que le hacen
inclinar, abrumado, su frente para no ver, ¡desgraciado!, otra
cosa que la tierra inerte en la cual va a sepultarse...


jueves, 25 de abril de 2013

Polidori, John William (1795-1821)


Polidori, John William (1795-1821)

Médico y escritor inglés. Nacido en Londres. Hijo de un patriota italiano, en 1815 se graduó en Medicina por la Universidad de Edimburgo. A partir de 1816 fue médico y secretario personal del poeta Lord Byron. Ese año le acompaño en un viaje por toda Europa. En una noche de 1816, recluidos por una tormenta en Villa Diodati, al lado del lago Leman, en Ginebra, Lord Byron, Polidori, Percy Shelley y su flamante esposa Mary, pasaron la noche leyendo historias de fantasmas y propusieron escribir sus propias historias. Mary Shelley y Polidori llevaron a cabo el desafío. Aquella escribió Frankenstein, este escribió El vampiro (1819), un cuento cuya importancia radica en la creación de la imagen prototípica del vampiro. Su personaje principal Lord Ruthven, aristocrático, sofisticado, misterioso, frío, encantador para las mujeres y bebedor de sangre, se pasea por los círculos más selectos. No hace falta ser muy sagaz para descubrir que el siniestro, flaco y pálido Lord Ruthven no es otra cosa que un retrato despiadado de Lord Byron. El que eligiera la figura de un vampiro para descargar su reprimida animadversión hacia el poeta, sugiere que era así como Polidori vivía inconscientemente esa relación: con su personalidad vampirizada por la del otro. Despedido por Byron y después de escribir un poema ambicioso, La caída de los ángeles (1821), murió en circunstancias misteriosas, probablemente por un veneno que él mismo se suministró.




 El Vampiro John William Polidori
JOHN WILLIAM POLIDORI
EL VAMPIRO
Sucedió en medio de las disipaciones de un duro invierno en Londres. Apareció en
diversas fiestas de los personajes más importantes de la vida nocturna y diurna de la
capital inglesa, un noble, más notable por sus peculiaridades que por su rango.
Miraba a su alrededor como si no participara de las diversiones generales.
Aparentemente, sólo atraían su atención las risas de los demás, como si pudiera
acallarlas a su voluntad y amedrentar aquellos pechos donde reinaba la alegría y la
despreocupación.Los que experimentaban esta sensación de temor no sabían explicar
cual era su causa. Algunos la atribuían a la mirada gris y fija, que penetraba hasta lo
más hondo de una conciencia, hasta lo más profundo de un corazón. Aunque lo cierto
era que la mirada sólo recaía sobre una mejilla con un rayo de plomo que pesaba sobre
la piel que no lograba atravesar.
Sus rarezas provocaban una serie de invitaciones a las principales mansiones de la
capital. Todos deseaban verle, y quienes se hallaban acostumbrados a la excitación
violenta, y experimentaban el peso del "ennui", estaban sumamente contentos de tener
algo ante ellos capaz de atraer su atención de manera intensa.
A pesar del matiz mortal de su semblante, que jamás se coloreaba con un tinte rosado ni
por modestia ni por la fuerte emoción de la pasión, pese a que sus facciones y su perfil
fuesen bellos, muchas damas que andaban siempre en busca de notoriedad trataban de
conquistar sus atenciones y conseguir al menos algunas señales de afecto. Lady Mercer,
que había sido la burla de todos los monstruos arrastrados a sus aposentos particulares
después de su casamiento, se interpuso en su paso, e hizo cuanto pudo para llamar su
atención... pero en vano. Cuando la joven se hallaba ante él, aunque los ojos del
misterioso personaje parecían fijos en ella, no parecían darse cuenta de su presencia.
Incluso su imprudencia parecía pasar desapercibida a los ojos del caballero, por lo que,
cansada de su fracaso, abandonó la lucha.
Mas aunque las vulgares adúlteras no lograron influir en la dirección de aquella mirada,
el noble no era indiferente al bello sexo, si bien era tal la cautela con que se dirigía tanto
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a la esposa virtuosa como a la hija inocente, que muy pocos sabían que hablase también
con las mujeres.
Sin embargo, pronto se ganó la fama de poseer una lengua meritoria. Y bien fuese
porque la misma superaba al temor que inspiraba aquel carácter tan singular, o porque
las damas se quedaron perturbadas ante su aparente odio del vicio, el caballero no tardó
en contar con admiradoras tanto entre las mujeres que se ufanaban de su sexo junto con
sus virtudes domésticas, como entre las que las manchaban con sus vicios.
Por la misma época, llegó a Londres un joven llamado Aubrey. Era huérfano, con una
sola hermana que poseía una fortuna más que respetable, habiendo fallecido sus padres
siendo él niño todavía.
Abandonado a sí mismo por sus tutores, que pensaban que su deber sólo consistía en
cuidar de su fortuna, en tanto descuidaban aspectos más importantes en manos de
personas subalternas, Aubrey cultivó más su imaginación que su buen juicio. Por
consiguiente, alimentaba los sentimientos románticos del honor y el candor, que
diariamente arruinan a tantos jóvenes inocentes.
Creía en la virtud y pensaba que el vicio lo consentía la Providencia sólo como un
contraste de aquella, tal como se lee en las novelas. Pensaba que la desgracia de una
casa consistía tan sólo en las vestimentas, que la mantenían cálida, aunque siempre
quedaban mejor adaptadas a los ojos de un pintor gracias al desarreglo de sus pliegues y
a los diversos manchones de pintura.
Pensaba, en suma, que los sueños de los poetas eran las realidades de la existencia.
Aubrey era guapo, sincero y rico. Por tales razones, tras su ingreso en los círculos
alegres, le rodearon y atosigaron muchas mujeres, con hijastras casaderas, y muchas
esposas en busca de pasatiempos extraconyugales. Las hijas y las esposas infieles
pronto opinaron que era un joven de gran talento, gracias a sus brillantes ojos y a sus
sensuales labios.
Adherido al romance de su solitarias horas, Aubrey se sobresaltó al descubrir que,
excepto en las llamas de las velas, que chisporroteaban no por la presencia de un duende
sino por las corrientes de aire, en la vida real no existía la menor base para las
necedades románticas de las novelas, de las que había extraído sus pretendidos
conocimientos.
Hallando, no obstante, cierta compensación a su vanidad satisfecha, estaba a punto de
abandonar sus sueños, cuando el extraordinario ser antes mencionado y descrito se
cruzó en su camino.
Le escrutó con atención. Y la imposibilidad de formarse una idea del carácter de un
hombre tan completamente absorto en sí mismo, de un hombre que presentaba tan pocos
signos de la observación de los objetos externos a él —aparte del tácito reconocimiento
de su existencia, implicado por la evitación de su contacto, dejando que su imaginación
ideara todo aquello que halagaba su propensión a las ideas extravagantes —pronto
convirtió a semejante ser en el héroe de un romance. Y decidió observar a aquel retoño
de su fantasía más que al personaje en sí mismo.
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Trabó amistad con él, fue atento con sus nociones, y llegó a hacerse notar por el
misterioso caballero. Su presencia acabó por ser reconocida.
Se enteró gradualmente de que Lord Ruthven tenía unos asuntos algo embrollados, y no
tardó en averiguar, de acuerdo con las notas halladas en la calle, que estaba a punto de
emprender un viaje.
Deseando obtener más información con respecto a tan singular criatura, que hasta
entonces sólo había excitado su curiosidad sin apenas satisfacerla, Aubrey les comunicó
a sus tutores que había llegado el instante de realizar una excursión, que durante muchas
generaciones se creía necesaria para que la juventud trepara rápidamente por las
escaleras del vicio, igualándose con las personas maduras, con lo que no parecerían
caídos del cielo cuando se mencionara ante ellos intrigas escandalosas, como temas de
placer y alabanza, según el grado de perversión de las mismas.
Los tutores accedieron a su petición, e inmediatamente Aubrey le contó sus intenciones
a Lord Ruthven, sorprendiéndose agradablemente cuando éste le invitó a viajar en su
compañía.
Muy ufano de esta prueba de afecto, por parte de una persona que aparentemente no
tenía nada en común con los demás mortales, aceptó encantado. Unos días más tarde, ya
habían cruzado el Canal de la Mancha.
Hasta entonces, Aubrey no había tenido oportunidad de estudiar a fondo el carácter de
su compañero de viaje, y de pronto descubrió que, aunque gran parte de sus acciones
eran plenamente visibles, los resultados ofrecían unas conclusiones muy diferentes, de
acuerdo con los motivos de su comportamiento.
Hasta entonces, Aubrey no había tenido oportunidad de estudiar a fondo el carácter de
su compañero de viaje, y de pronto descubrió que, aunque gran parte de sus acciones
eran plenamente visibles los resultados ofrecían conclusiones muy diferentes, de
acuerdo con los motivos de su comportamiento.
Su compañero era muy liberal: el vago, el ocioso y el pordiosero recibían de su mano
más de lo necesario para aliviar sus necesidades más perentorias. Pero Aubrey observó
asimismo que Lord Ruthven jamás aliviaba las desdichas de los virtuosos, reducidos a la
indigencia por la mala suerte, a los cuales despedía sin contemplaciones y aun con
burlas. Cuando alguien acudía a él no para remediar sus necesidades, sino para poder
hundirse en la lujuria o en las más tremendas iniquidades, Lord Ruthven jamás negaba
su ayuda.
Sin embargo, Aubrey atribuía esta nota de su carácter a la mayor importunidad del
vicio, que generalmente es mucho más insistente que el desdichado y el virtuoso
indigente.
En las obras de beneficencia del Lord había una circunstancia que quedó muy grabada
en la mente del joven: todos aquellos a quienes ayudaba Lord Ruthven, inevitablemente
veían caer una maldición sobre ellos, pues eran llevados al cadalso o se hundían en la
miseria más abyecta.
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En Bruselas y otras ciudades por las que pasaron, Aubrey se asombró ante la aparente
avidez con que su acompañante buscaba los centros de los mayores vicios. Solía entrar
en los garitos de faro, donde apostaba, y siempre con fortuna, salvo cuando un canalla
era su antagonista, siendo entonces cuando perdía más de lo que había ganado antes.
Pero siempre conservaba la misma expresión pétrea, imperturbable, con la generalmente
contemplaba a la sociedad que le rodeaba.
No sucedía lo mismo cuando el noble se tropezaba con la novicia juvenil o con un padre
infortunado de una familia numerosa. Entonces, su deseo parecía la ley de la fortuna,
dejando de lado su abstracción, al tiempo que sus ojos brillaban con más fuego que los
del gato cuando juega con el ratón ya moribundo.
En todas las ciudades dejaba a la florida juventud asistente a los círculos por él
frecuentados, echando maldiciones, en la soledad de una fortaleza del destino que la
había arrastrado hacia él, al alcance de aquel mortal enemigo.
Asimismo, muchos padres sentábanse coléricos en medio de sus hambrientos hijos, sin
un solo penique de su anterior fortuna, sin lo necesario siquiera para satisfacer sus más
acuciantes necesidades.
Sin embargo, cuanto ganaba en las mesas de juego, lo perdía inmediatamente, tras haber
esquilmado algunas grandes fortunas de personas inocentes.
Este podía ser el resultado de cierto grado de conocimiento capaz de combatir la
destreza de los más experimentados.
Aubrey deseaba a menudo decirle todo esto a su amigo, suplicarle que abandonase esta
caridad y estos placeres que causaban la ruina de todo el mundo, sin producirle a él
beneficio alguno. Pero demoraba esta súplica, porque un día y otro esperaba que su
amigo le diera una oportunidad de poder hablarle con franqueza y sinceridad. Cosa que
nunca ocurrió.
Lord Ruthven, en su carruaje, y en medio de la naturaleza más lujuriosa y salvaje,
siempre era el mismo: sus ojos hablaban menos que sus labios. Y aunque Aubrey se
hallaba tan cerca del objeto de su curiosidad, no obtenía mayor satisfacción de este
hecho que la de la constante exaltación del vano deseo de desentrañar aquel misterio
que a su excitada imaginación empezaba a asumir las proporciones de algo sobrenatural.
No tardaron en llegar a Roma, y Aubrey perdió de vista a su compañero por algún
tiempo, dejándole en la cotidiana compañía del círculo de amistades de una condesa
italiana, en tanto él visitaba los monumentos de la ciudad casi desierta.
Estando así ocupado, llegaron varias cartas de Inglaterra, que abría con impaciencia. La
primera era de su hermana dándole las mayores seguridades de su cariño; las otras eran
de sus tutores; y la última le dejó asombrado.
Si antes había pasado por su imaginación que su compañero de viaje poseía algún
malvado poder, aquella carta parecía reforzar tal creencia. Sus tutores insistían en que
abandonase inmediatamente a su amigo, urgiéndole a ello en vista de la maldad de tal
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personaje, a causa de sus casi irresistibles poderes de seducción, que tornaban
sumamente peligrosos sus hábitos para con la sociedad en general.
Habían descubierto que su desdén hacia las adúlteras no tenía su origen en el odio a
ellas, sino que había requerido, para aumentar su satisfacción personal, que las víctimas
—los compañeros de la culpa— fuesen arrojadas desde el pináculo de la virtud
inmaculada a los más hondos abismos de la infamia y la degradación. En resumen: que
todas aquellas damas a las que había buscado, aparentemente por sus virtudes, habíanse
quitado la máscara desde la partida de Lord Ruthven, y no sentían ya el menor
escrúpulo en exponer toda la deformidad de sus vicios a la contemplación pública.
Aubrey decidió al punto separarse de un personaje que todavía no le había mostrado ni
un solo punto brillante en donde posar la mirada. Resolvió inventar un pretexto
plausible para abandonarle, proponiéndose, mientras tanto, continuar vigilándole
estrechamente y no dejar pasar la menor circunstancia acusatoria.
De este modo, penetró en el mismo círculo de amistades que Lord Ruthven, y no tardó
en darse cuenta de que su amigo estaba dedicado a ocuparse de la inexperiencia de la
hija de la dama cuya mansión frecuentaba más a menudo. En Italia, es muy raro que una
mujer soltera frecuente los círculos sociales, por lo que Lord Ruthven se veía obligado a
llevar adelante sus planes en secreto. Pero la mirada de Aubrey le siguió en todas sus
tortuosidades, y pronto averiguó que la pareja había concertado una cita que sin duda
iba a causar la ruina de una chica inocente, poco reflexiva.
Sin pérdida de tiempo, se presentó en el apartamento de su amigo, y bruscamente le
preguntó cuáles eran sus intenciones con respecto a la joven, manifestándole al propio
tiempo que estaba enterado de su cita para aquella misma noche.
Lord Ruthven contestó que sus intenciones eran las que podían suponerse en semejante
menester. Y al ser interrogado respecto a si pensaba casarse con la muchacha, se echó a
reír.
Aubrey se marchó, e inmediatamente redactó una nota alegando que desde aquel
momento renunciaba a acompañar a Lord Ruthven durante el resto del viaje. Luego le
pidió a su sirviente que buscase otro apartamento, y fue a visitar a la madre de la joven,
a la que informó de cuanto sabía, no sólo respecto a su hija, sino también al carácter de
Lord Ruthven.
La cita quedó cancelada. Al día siguiente, Lord Ruthven se limitó a enviar a su criado
con una comunicación en la que se avenía a una completa separación, mas sin insinuar
que sus planes hubieran quedado arruinados por la intromisión de Aubrey.
Tras salir de Roma, el joven dirigió sus pasos a Grecia, y tras cruzar la península, llegó
a Atenas.
Allí fijó su residencia en casa de un griego, no tardando en hallarse sumamente ocupado
en buscar las pruebas de la antigua gloria en unos monumentos que, avergonzados al
parecer de ser testigos mudos de las hazañas de los hombres que antes fueron libres para
convertirse después en esclavos, se hallaban escondidos debajo del polvo o de
intrincados líquenes.
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Bajo su mismo techo habitaba un ser tan delicado y bello que podía haber sido la
modelo de un pintor que deseara llevar a la tela la esperanza prometida a los seguidores
de Mahoma en el Paraíso, salvo que sus ojos eran demasiado pícaros y vivaces para
pretender a un alma y no a un ser vivo.
Cuando bailaba en el prado, o correteaba por el monte, parecía mucho más ágil y veloz
que las gacelas, y también mucho más grácil. Era, en resumen, el verdadero sueño de un
epicuro.
El leve paso de Ianthe acompañaba a menudo a Aubrey en su búsqueda de antigüedad.
Y a veces la incosciente joven se empeñaba en la persecución de una mariposa de
Cachemira, mostrando la hermosura de sus formas al dejar flotar su túnica al viento,
bajo la ávida mirada de Aubrey que así olvidaba las letras que acababa de descifrar en
una tablilla medio borrada.
A veces, sus trenzas relucían a los rayos del sol con un brillo sumamente delicado,
cambiando rápidamente de matices, pudiendo ello haber sido la excusa del olvido del
joven anticuario que dejaba huir de su mente el objeto que antes había creído de capital
importancia para la debida interpretación de un pasaje de Pausanias.
Pero, ¿por qué intentar describir unos encantos que todo el mundo veía, mas nadie podía
apreciar?
Era la inocencia, la juventud, la belleza, sin estar aún contaminadas por los atestados
salones, por las salas de baile.
Mientras el joven anotaba los recuerdos que deseaba conservar en su memoria para el
futuro, la muchacha estaba a su alrededor, contemplando los mágicos efectos del lápiz
que trazaba los paisajes de su solar patrio.
Entonces, ella le describía las danzas en la pradera, pintándoselas con todos los colores
de su juvenil paleta; las pompas matrimoniales entrevistas en su niñez; y, refiriéndose a
los temas que evidentemente más la habían impresionado, hablaba de los cuentos
sobrenaturales de su nodriza.
Su afán y la creencia en lo que narraba, excitaron el interés de Aubrey. A menudo,
cuando ella contaba el cuento del vampiro vivo, que había pasado muchos años entre
amigos y sus más queridos parientes alimentándose con la sangre de las doncellas más
hermosas para prolongar su existencia unos meses más, la suya se le helaba a Aubrey en
las venas, mientras intentaba reírse de aquellas horribles fantasías.
Sin embargo, Ianthe le citaba nombres de ancianos que, por lo menos, habían contado
entre sus contemporáneos con un vampiro vivo, habiendo hallado a parientes cercanos y
algunos niños marcados con la señal del apetito del monstruo. Cuando la joven veía que
Aubrey se mostraba incrédulo ante tales relatos, le suplicaba que la creyese, puesto que
la gente había observado que aquellos que se atrevían a negar la existencia del vampiro
siempre obtenían alguna prueba que, con gran dolor y penosos castigos, les obligaba a
reconocer su existencia.
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Ianthe le detalló la aparición tradicional de aquellos monstruos, y el horror de Aubrey
aumentó al escuchar una descripción casi exacta de Lord Ruthven.
Pese a ello, el joven, persistió en querer convencer a la joven griega de que sus temores
no podían ser debidos a una cosa cierta, si bien al mismo tiempo repasaba en su
memoria todas las coincidencias que le habían incitado a creer en los poderes
sobrenaturales de Lord Ruthven.
Aubrey cada día sentíase más ligado a Ianthe, ya que su inocencia, tan en contraste con
las virtudes fingidas de las mujeres entre las que había buscado su idea de romance,
había conquistado su corazón. Si bien le parecía ridícula la idea de que un muchacho
inglés, de buena familia y mejor educación, se casara con una joven griega, carente casi
de cultura, lo cierto era que cada vez amaba más a la doncella que le acompañaba
constantemente.
En algunas ocasiones se separaba de ella, decidido a no volver a su lado hasta haber
conseguido sus objetivos. Pero siempre le resultaba imposible concentrarse en las ruinas
que le rodeaban, teniendo constantemente en su mente la imagen de quien lo era todo
para él.
Ianthe no se daba cuenta el amor que por ella experimentaba Aubrey, mostrándose con
él la misma chiquilla casi infantil de los primeros días. Siempre, no obstante, se
despedía del joven con frecuencia, mas ello se debía tan sólo a no tener a nadie con
quien visitar sus sitios favoritos, en tanto su acompañante se hallaba ocupado
bosquejando o descubriendo algún fragmento que había escapado a la acción
destructora del tiempo.
La joven apeló a sus padres para dar fe de la existencia de los vampiros. Y todos, con
algunos individuos presentes, afirmaron su existencia, pálidos de horror ante aquel solo
nombre.
Poco después, Aubrey decidió realizar una excursión, que le llevaría varias horas.
Cuando los padres de Ianthe oyeron el nombre del lugar, le suplicaron que no regresase
de noche, ya que necesariamente debería atravesar un bosque por el que ningún griego
pasaba, una vez que había oscurecido, por ningún motivo.
Le describieron dicho lugar como el paraje donde los vampiros celebraban sus orgías y
bacanales nocturnas. Y le aseguraron que sobre el que se atrevía a cruzar por aquel sitio
recaían los peores males.
Aubrey no quiso hacer caso de tales advertencias, tratando de burlarse de aquellos
temores. Pero cuando vio que todos se estremecían ante sus risas por aquel poder
superior o infernal, cuyo solo nombre le helaba la sangre, acabó por callar y ponerse
grave.
A la mañana siguiente, Aubrey salió de excursión, según había proyectado. Le
sorprendió observar la melancólica cara de su huésped, preocupado asimismo al
comprender que sus burlas de aquellos poderes hubiesen inspirado tal terror.
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Cuando se hallaba a punto de partir, Ianthe se acercó al caballo que el joven montaba y
le suplicó que regresase pronto, pues era por la noche cuando aquellos seres malvados
entraban en acción. Aubrey se lo prometió.
Sin embargo, estuvo tan ocupado en sus investigaciones que no se dio cuenta de que el
día iba dando fin a su reinado y que en el horizonte aparecía una de aquellas manchas
que en los países cálidos se convierten muy pronto en una masa de nubes tempestuosas,
vertiendo todo su furor sobre el desdichado país.
Finalmente, montó a caballo, decidido a recuperar su retraso. Pero ya era tarde. En los
países del sur apenas existe el crepúsculo. El sol se pone inmediatamente y sobreviene
la noche. Aubrey se había demorado con exceso. Tenía la tormenta encima, los truenos
apenas se concedían un respiro entre sí, y el fuerte aguacero se abría paso por entre el
espeso follaje, en tanto el relámpago azul parecía caer a sus pies.
El caballo se asustó de repente, y emprendió un galope alocado por entre el espeso
bosque. Por fin, agotado de cansanci, el animal se paró, y Aubrey descubrió a la luz de
los relámpagos que estaba en la vecindad de una choza que apenas se destacaba por
entre la hojarasca y la maleza que le rodeaba.
Desmontó y se aproximó, cojeando, con el fin de encontrar a alguien que pudiera
llevarle a la ciudad, o al menos obtener asilo contra la furiosa tormenta.
Cuando se acercaba a la cabaña, los truenos, que habían callado un instante, le
permitieron oír unos gritos femeninos, gritos mezclados con risotadas de burla, todo
como en un solo sonido. Aubrey quedó turbado. Mas, soliviantado por el trueno que
retumbó en aquel momento, con un súbito esfuerzo empujó la puerta de la choza.
No vio más que densas tinieblas, pero el sonido le guió. Aparentemente, nadie se había
dado cuenta de su presencia, pues aunque llamó, los mismos sonidos continuaron, sin
que nadie reparase al parecer en él.
No tardó en tropezar con alguien, a quien apresó inmediatamente. De pronto, una voz
volvió a gritar de manera ahogada, y al grito sucedió una carcajada. Aubrey hallóse al
momento asido por una fuerza sobrehumana. Decidido a vender cara su vida, luchó mas
en vano. Fue levantado del suelo y arrojado de nuevo al mismo con una potencia
enorme. Luego, su enemigo se le echó encima y, arrodillado sobre su pecho, le rodeó la
garganta con las manos. De repente, el resplandor de varias antorchas entrevistas por el
agujero que hacía las veces de ventana, vino en su ayuda. Al momento, su rival se puso
de pie y, separándose del joven, corrió hacia la puerta. Muy poco después, el crujido de
las ramas caídas al ser pisoteadas por el fugitivo también dejó de oírse.
La tormenta había cesado, y Aubrey, incapaz de moverse, gritó, siendo oído poco
después por los portadores de antorchas.
Entraron a la cabaña, y el resplandor de la resina quemada cayó sobre los muros de
barro y el techo de bálago, totalmente lleno de mugre.
A instancias del joven, los recién llegados buscaron a la mujer que le había atraído con
sus chillidos. Volvió, por tanto, a quedarse en tinieblas. Cual fue su horror cuando de
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nuevo quedó iluminado por la luz de las antorchas, pudiendo percibir la forma etérea de
su amada convertida en un cadáver.
Cerró los ojos, esperando que sólo se tratase de un producto espantoso de su
imaginación. Pero volvió a ver la misma forma al abrirlos, tendida a su lado.
No había el menor color en sus mejillas, ni siquiera en sus labios, y en su semblante se
veía una inmovilidad que resultaba casi tan atrayente como la vida que antes lo animara.
En el cuello y en el pecho había sangre, en la garganta las señales de los colmillos que
se habían hincado en las venas.
—¡Un vampiro! ¡Un vampiro! —gritaron los componentes de la partida ante aquel
espectáculo.
Rápidamente construyeron unas parihuelas, y Aubrey echó a andar al lado de la que
había sido el objeto de tan brillantes visiones, ahora muerta en la flor de su vida.
Aubrey no podía ni siquiera pensar, pues tenía el cerebro ofuscado, pareciendo querer
refugiarse en el vacío. Sin casi darse cuenta, empuñaba en su mano una daga de forma
especial, que habían encontrado en la choza. La partida no tardó en reunirse con más
hombres, enviados a la búsqueda de la joven por su afligida madre. Los gritos de los
exploradores al aproximarse a la ciudad, advirtieron a los padres de la doncella que
había sucedido una horrorosa catástrofe. Sería imposible describir su dolor. Cuando
comprobaron la causa de la muerte de su hija, miraron a Aubrey y señalaron el cadáver.
Estaban inconsolables, y ambos murieron de pesar.
Aubrey, ya en la cama, padeció una violentísima fiebre, con mezcolanza de delirios. En
estos intervalos llamaba a Lord Ruthven y a Ianthe, mediante cierta combinación que le
parecía una súplica a su antiguo compañero de viaje para que perdonase la vida de la
doncella.
Otras veces lanzaba imprecaciones contra Lord Ruthven, maldiciéndole como asesino
de la joven griega.
Por casualidad, Lord Ruthven llegó por aquel entonces a Atenas. Cuando se enteró del
estado de su amigo, se presentó inmediatamente en su casa y se convirtió en su
enfermero particular.
Cuando Aubrey se recobró de la fiebre y los delirios, quedóse horrorizado, petrificado,
ante la imagen de aquel a quien ahora consideraba un vampiro. Lord Ruthven —con sus
amables palabras, que implicaban casi cierto arrepentimiento por la causa que había
motivado su separación— y la ansiedad, las atenciones y los cuidados prodigados a
Aubrey, hicieron que éste pronto se reconciliase con su presencia.
Lord Ruthven parecía cambiado, no siendo ya el ser apático de antes, que tanto había
asobrado a Aubrey. Pero tan pronto terminó la convalescencia del joven, su compañero
volvió a ofrecer la misma condición de antes, y Aubrey ya no distinguió la menor
diferencia, salvo que a veces veía la mirada de Lord Ruthven fija en él, al tiempo que
una sonrisa maliciosa flotaba en sus labios. Sin saber por qué, aquella sonrisa le
molestaba.
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Durante la última fase de su recuperación, Lord Ruthven pareció absorto en la
contemplación de las olas que levantaba en el mar la brisa marina, o en señalar el
progreso de los astros que, como el nuestro, dan vueltas en torno al Sol. Y más que
nada, parecía evitar todas las miradas ajenas.
Aubrey, a causa de la desgracia sufrida, tenía su cerebro bastante debilitado, y la
elasticidad de espíritu que antes era su característica más acusada parecía haberle
abandonado para siempre.
No era tan amable del silencio y la soledad como Lord Ruthven, pero deseaba estar
solo, cosa que no podía conseguir en Atenas. Si se dedicaba a explorar las ruinas de la
antigüedad, el recuerdo de Ianthe a su lado le atosigaba de continuo. Si recorría los
bosques, el paso ligero de la joven parecía corretear a su lado, en busca de la modesta
violeta. De repente, esta visión se esfumaba, y en su lugar veía el rostro pálido y la
garganta herida de la joven, con una tímida sonrisa en sus labios.
Decidió rehuir tales visiones, que en su mente creaban una serie de amargas
asociaciones. De este modo, le propuso a Lord Ruthven, a quien sentíase unido por los
cuidados que aquel le había prodigado durante su enfermedad, que visitasen aquellos
rincones de Grecia que aún no habían visto.
Los dos recorrieron la península en todas las direcciones, buscando cada rincón que
pudiera estar unido a un recuerdo. Pero aunque lo exploraron todo, nada vieron que
llamase realmente su interés.
Oían hablar mucho de diversas bandas de ladrones, mas gradualmente fueron
olvidándose de ellas atribuyéndolas a la imaginación popular, o a la invención de
algunos individuos cuyo interés consistía en excitar la generosidad de aquellos a quienes
fingían proteger de tales peligros.
En consecuencia, sin hacer caso de tales advertencias, en cierta ocasión viajaban con
muy poca escolta, cuyos componentes más debían servirles de guía que de protección.
Al penetrar en un estrecho desfiladero, en el fondo del cual se hallaba el lecho de un
torrente, lleno de grandes masas rocosas desprendidas de los altos acantilados que lo
flanqueaban, tuvieron motivos para arrepentirse de su negligencia. Apenas se habían
adentrado por paso tan angosto cuando se vieron sorprendidos por el silbido de las balas
que pasaban muy cerca de sus cabezas, y las detonaciones de varias armas.
Al instante siguiente, la escolta les había abandonado, y resguardándose detrás de las
rocas, empezaron todos a disparar contra sus atacantes.
Lord Ruthven y Aubrey, imitando su ejemplo, se retiraron momentáneamente al amparo
de un recodo del desfiladero. Avergonzados por asustarse tanto ante un vulgar enemigo,
que con gritos insultantes les conminaban a seguir avanzando, y estando expuestos al
mismo tiempo a una matanza segura si alguno de los ladrones se situaba más arriba de
su posición y les atacaba por la espalda, determinaron precipitarse al frente, en busca del
enemigo...
Apenas abandonaron el refugio rocoso, Lord Ruthven recibió en el hombro el impacto
de una bala que le envió rodando al suelo. Aubrey corrió en su ayuda, sin hacer caso del
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peligro a que se exponía, mas no tardó en verse rodeado por los malhechores, al tiempo
que los componentes de la escolta, al ver herido a Lord Ruthven, levantaron
inmediatamente las manos en señal de rendición.
Mediante la promesa de grandes recompensas, Aubrey logró convencer a sus atacantes
para que trasladasen a su herido amigo a una cabaña situada no lejos de allí. Tras hacer
concertado el rescate a pagar, los ladrones no le molestaron, contentándose con vigilar
la entrada de la cabaña hasta el regreso de uno de ellos, que debía percibir la suma
prometida gracias a una orden firmada por el joven.
Las energías de Lord Ruthven disminuyeron rápidamente. Dos días más tarde, la muerte
pareció ya inminente. Su comportamiento y su aspecto no había cambiado, pareciendo
tan incosciente al dolor como a cuanto le rodeaba. Hacia el fin del tercer día, su mente
pareció extraviarse, y su mirada se fijó insistentemente en Aubrey, el cual sintióse
impulsado a ofrecerle más que nunca su ayuda.
—Sí, tú puedes salvarme... Puedes hacer aún mucho más... No me refiero a mi vida,
pues temo tan poco a la muerte como al término del día. Pero puedes salvar mi honor.
Sí, puedes salvar el honor de tu amigo.
—Decidme cómo —asintió Aubrey—, y lo haré.
—Es muy sencillo. Yo necesito muy poco... Mi vida necesita espacio... Oh, no puedo
explicarlo todo... Mas si callas cuanto sabes de mí, mi honor se verá libre de las
murmuraciones del mundo, y si mi muerte es por algún tiempo desconocida en
Inglaterra... yo... yo... ah, viviré.
—Nadie lo sabrá.
—¡Júralo! —exigió el moribundo, incorporándose con gran violencia—. ¡Júralo por las
almas de tus antepasados, por todos los temores de la naturaleza, jura que durante un
año y un día no le contarás a nadie mis crímenes ni mi muerte, pase lo que pase, veas lo
que veas!
Sus ojos parecían querer salir de sus órbitas.
—¡Lo juro! —exclamó Aubrey.
Lord Ruthven de dejó caer sobre la almohada, lanzando una carcajada, y expiró.
Aubrey retiróse a descansar, mas no durmió pues su cerebro daba vueltas y más vueltas
sobre los detalles de su amistad con tan extraño ser, y sin saber por qué, cuando
recordaba el juramento prestado sentíase invadido por un frío extraño, con el
presentimiento de una desgracia inminente.
Levantóse muy temprano al día siguiente, e iba ya a entrar en la cabaña donde había
dejado el cadáver, cuando uno de los ladrones le comunicó que ya no estaba allí, puesto
que él y sus camaradas lo habían transportado a la cima de la montaña, según la
promesa hecha al difunto de que lo dejarían expuesto al primer rayo de luna después de
su muerte.
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Aubrey quedóse atónito ante aquella noticia. Junto con varios individuos, decidió ir
adonde habían dejado a Lord Ruthven, para enterrarlo debidamente. Pero una vez en la
cumbre de la montaña, no halló ni rastro del cadáver ni de sus ropas, aunque los
ladrones juraron que era aquel el lugar en que dejaron al muerto.
Durante algún tiempo su mente perdióse en conjeturas, hasta que decidió descender de
nuevo, convencido de que los ladrones habían enterrado el cadáver tras despojarlo de
sus vestiduras.
Harto de un país en el que sólo había padecido tremendos horrores, y en el que todo
conspiraba para fortalecer aquella superstición melancólica que se había adueñado de su
mente, resolvió abandonarlo, no tardando en llegar a Esmirna.
Mientras esperaba un barco que le condujera a Otranto o a Nápoles, estuvo ocupado en
disponer los efectos que tenía consigo y que habían pertenecido a Lord Ruthven. Entre
otras cosas halló un estuche que contenía varias armas, más o menos adecuada para
asegurar la muerte de una víctima. Dentro se hallaban varias dagas y yataganes.
Mientras los examinaba, asombrado ante sus curiosas formas, grande fue su sorpresa al
encontrar una vaina ornamentada en el mismo estilo que la daga hallada en la choza
fatal. Aubrey se estremeció, y deseando obtener nuevas pruebas, buscó la daga. Su
horror llegó a su culminación cuando verificó que la hoja se adaptaba a la vaina, pese a
su peculiar forma.
No necesitaba ya más pruebas, aunque sus ojos parecían como pegados a la daga, pese a
lo cuál todavía se resistía a creerlo. Sin embargo, aquella forma especial, los mismos
esplendorosos adornos del mango y la vaina, no dejaban el menor resquicio a la duda.
Además, ambos objetos mostraban gotas de sangre.
Partió de Esmirna y, ya en Roma, sus primeras investigaciones se refirieron a la joven
que él había intentado arrancar a las artes seductoras de Lord Ruthven. Sus padres se
hallaban desconsolados, totalmente arruinados, y a la joven no se la había vuelto a ver
desde la salida de la capital de Lord Ruthven.
El cerebro de Aubrey estuvo a punto de desquiciarse ante tal cúmulo de horrores,
temiendo que la joven también hubiese sido víctima del mismo asesino de Ianthe.
Aubrey tornóse más callado y retraído y su sola ocupación consistió ya en apresurar a
sus postillones, como si tuviese necesidad de salvar a un ser muy querido.
Llegó a Calais, y una brisa que parecía obediente a sus deseos no tardó en dejarle en las
costas de Inglaterra. Corrió a la mansión de sus padres y allí, por un momento, pareció
perder, gracias a los besos y abrazos de su hermana, todo recuerdo del pasado. Si antes,
con sus infantiles caricias, ya había conquistado el afecto de su hermano, ahora que
empezaba a ser mujer todavía la quería más.
La señorita Aubrey no poseía la alada gracia que atrae las miradas y el aplauso de las
reuniones y fiestas. No había en ella el ingenio ligero que sólo existe en los salones. Sus
ojos azules jamás se iluminaban con ironías o sarcasmos. En toda su persona había
como un halo de encanto melancólico que no se debía a ninguna desdicha sino a un
sentimiento interior, que parecía indicar un alma consciente de un reino más brillante.
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No tenía el paso leve, que atrae como el vuelo grácil de la mariposa, como un color
grato a la vista. Su paso era sosegado y pensativo. Cuando estaba sola, su semblante
jamás se alegraba con una sonrisa de júbilo. Pero al sentir el afecto de su hermano, y
olvidar en su presencia los pesares que le impedían el descanso, ¿quién no habría
cambiado una sonrisa por tanta dicha?
Era como si los ojos de la joven, su rostro entero, jugasen a la luz de su esfera propia.
Sin embargo, la muchacha sólo contaba dieciocho años, por lo que no había sido
presentada en sociedad, habiendo juzgado sus tutores que debían demorarse tal acto
hasta que su hermano regresara del continente, momento en que se constituiría en su
protector.
Por tanto, resolvieron que darían una fiesta con el fin de que ella apareciese "en escena".
Aubrey habría preferido estar apartado de todo bullicio, alimentándose con la
melancolía que le abrumaba. No experimentaba el menor interés por las frivolidades de
personas desconocidas, aunque se mostró dispuesto a sacrificar su comodidad para
proteger a su hermana.
De esta manera, no tardaron en llegar a su casa de la capital, a fin de disponerlo todo
para el día siguiente, elegido para la fiesta.
La multitud era excesiva. Una fiesta no vista en mucho tiempo, donde todo el mundo
estaba ansioso de dejarse ver.
Aubrey apareció con su hermana. Luego, estando solo en un rincón, mirando a su
alrededor con muy poco interés, pensando abstraídamente que la primera vez que había
visto a Lord Ruthven había sido en aquel mismo salón había sido en aquel mismo salón,
sintióse de pronto cogido por el brazo, al tiempo que en sus oídos resonaba una voz que
recordaba demasiado bien.
—Acuérdate del juramento.
Aubrey apenas tuvo valor para volverse, temiendo ver a un espectro que le podría
destruir; y distinguió no lejos a la misma figura que había atraído su atención cuando, a
su vez, él había entrado por primera vez en sociedad.
Contempló a aquella figura fijamente, hasta que sus piernas casi se negaron a sostener el
peso de su cuerpo. Luego, asiendo a un amigo del brazo, subió a su carruaje y le ordenó
al cochero que le llevase a su casa de campo.
Una vez allí, empezó a pasearse agitadamente, con la cabeza entre las manos, como
temiendo que sus pensamientos le estallaran en el cerebro.
Lord Ruthven había vuelto a presentarse ante él... Y todos los detalles se encadenaron
súbitamente ante sus ojos; la daga..., la vaina..., la víctima..., su juramento.
¡No era posible, se dijo muy excitado, no era posible que un muerto resucitara!
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Era imposible que fuese un ser real. Por eso, decidió frecuentar de nuevo la sociedad.
Necesitaba aclarar sus dudas. Pero cuando, noche tras noche, recorrió diversos salones,
siempre con el nombre de Lord Ruthven en sus labios, nada consiguió.
Una semana más tarde, acudió con su hermana a una fiesta en la mansión de unas
nuevas amistades. Dejándola bajo la protección de la anfitriona, Aubrey retiróse a un
rincón y allí dio rienda suelta a sus pensamientos.
Cuando al fin vio que los invitados empezaban a marcharse, penetró en el salón y halló
a su hermana rodeada de varios caballeros, al parecer conversando animadamente. El
joven intentó abrirse paso para acudir junto a su hermana, cuando uno de los presentes,
al volverse, le ofreció aquellas facciones que tanto aborrecía.
Aubrey dio un tremendo salto, tomó a su hermana del brazo y apresuradamente la
arrastró hacia la calle. En la puerta encontró impedido el paso por la multitud de criados
que aguardaban a sus respectivos amos. Mientras trataba de superar aquella barrera
humana, volvió a su oído la conocida y fatídica voz:
—¡Acuérdate del juramento!
No se atrevió a girar y, siempre arrastrando a su hermana, no tardó en llegar a casa.
Aubrey empezó a dar señales de desequilibrio mental. Si antes su cerebro había estado
sólo ocupado con un tema, ahora se hallaba totalmente absorto en él, teniendo ya la
certidumbre de que el monstruo continuaba viviendo.
No paraba ya mientes en su hermana, y fue inútil que ésta tratara de arrancarle la verdad
de tan extraña conducta. Aubrey limitábase a proferir palabras casi incoherentes, que
aún aterraban más a la muchacha.
Cuando Aubrey más meditaba en ello, más transtornado estaba. Su juramento le
abrumaba. ¿Debía permitir, pues, que aquel monstruo rondase por el mundo, en medio
de tantos seres queridos, sin delatar sus intenciones? Su misma hermana había hablado
con él. Pero, aunque quebrantase su juramento y revelase las verdaderas intenciones de
Lord Ruthven, ¿quién le iba a creer? Pensó en servirse de su propia mano para
desembarazar al mundo de tan cruel enemigo. Recordó, sin embargo, que la muerte no
afectaba al monstruo. Durante días permaneció en tal estado, encerrado en su
habitación, sin ver a nadie, comiendo sólo cuando su hermana le apremiaba a ello, con
lágrimas en los ojos.
Al fin, no pudiendo soportar por más tiempo el silencio y la soledad salió de la casa para
rondar de calle en calle, ansioso de descubrir la imagen de quien tanto le acosaba. Su
aspecto distaba mucho de ser atildado, exponiendo sus ropas tanto al feroz sol de
mediodía como a la humedad de la noche. Al fin, nadie pudo ya reconocer en él al
antiguo Aubrey. Y si al principio regresaba todas las noches a su casa, pronto empezó a
descansar allí donde la fatiga le vencía.
Su hermana, angustiada por su salud, empleó a algunas personas para que le siguiesen,
pero el joven supo distanciarlas, puesto que huía de un perseguidor más veloz que
aquellas: su propio pensamiento.
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Su conducta, no obstante, cambió de pronto. Sobresaltado ante la idea de que estaba
abandonando a sus amigos, con un feroz enemigo entre ellos de cuya presencia no
tenían el menor conocimiento, decidió entrar de nuevo en sociedad y vigilarle
estrechamente, ansiando advertir, a pesar de su juramento, a todos aquellos a quienes
Lord Ruthven demostrase cierta amistad.
Mas al entrar en un salón, su aspecto miserable, su barba de varios días, resultaron tan
sorprendentes, sus estremecimientos interiores tan visibles, que su hermana vióse al fin
obligada a suplicarle que se abstuviese en bien de ambos a una sociedad que le afectaba
de manera tan extraña.
Cuando esta súplica resultó vana, los tutores creyeron su deber interponerse y, temiendo
que el joven tuviera transtornado el cerebro, pensaron que había llegado el momento de
recobrar ante él la autoridad delegada por sus difuntos padres.
Deseoso de precaverle de las heridas mentales y de los sufrimientos físicos que padecía
a diario en sus vagabundeos, e impedir que se expusiera a los ojos de sus amistades con
las inequívocas señales de su trastorno, acudieron a un médico para que residiera en la
mansión y cuidase de Aubrey.
Este apenas pareció darse cuenta de ello: tan completamente absorta estaba su mente en
el otro asunto. Su incoherencia acabó por ser tan grande, que se vio confinado en su
dormitorio. Allí pasaba los días tendido en la cama, incapaz de levantarse.
Su rostro se tornó demacrado y sus pupilas adquirieron un brillo vidrioso; sólo mostraba
cierto reconocimiento y afecto cuando entraba su hermana a visitarle. A veces se
sobresaltaba, y tomándole las manos, con unas miradas que afligían intensamente a la
joven, deseaba que el monstruo no la hubiese tocado ni rozado siquiera.
—¡Oh, hermana querida, no le toques! ¡Si de veras me quieres, no te acerques a él!
Sin embargo, cuando ella le preguntaba a quién se refería, Aubrey se limitaba a
murmurar:
—¡Es verdad, es verdad!
Y de nuevo se hundía en su abatimiento anterior, del que su hermana no lograba ya
arrancarle.
Esto duró muchos meses. Pero, gradualmente, en el transcurso de aquel año, sus
incoherencias fueron menos frecuentes, y su cerebro se aclaró bastante, al tiempo que
sus tutores observaban que varias veces diarias contaba con los dedos cierto número, y
luego sonreía.
Al llegar el último día del año, uno de los tutores entró en el dormitorio y empezó a
conversar con el médico respecto a la melancolía del muchacho, precisamente cuando al
día siguiente debía casarse su hermana.
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Instantáneamente, Aubrey mostróse alerta, y preguntó angustiosamente con quién iba a
contraer matrimonio. Encantados de aquella demostración de cordura, de la que le
creían privado, mencionaron el nombre del Conde de Marsden.
Creyendo que se trataba del joven conde al que él había conocido en sociedad, Aubrey
pareció complacido, y aún asombró más a sus oyentes al expresar su intención de asistir
a la boda, y su deseo de ver cuanto antes a su hermana.
Aunque ellos se negaron a este anhelo, su hermana no tardó en hallarse a su lado.
Aubrey, al parecer, no fue capaz de verse afectado por el influjo de la encantadora
sonrisa de la muchacha, puesto que la abrazó, la besó en las mejillas, bañadas en
lágrimas por la propia joven al pensar que su hermano volvía a estar en el mundo de los
cuerdos.
Aubrey empezó a expresar su cálido afecto y a felicitarla por casarse con una persona
tan distinguida, cuando de repente se fijó en un medallón que ella lucía sobre el pecho.
Al abrirlo, cuál no sería su inmenso estupor al descubrir las facciones del monstruo que
tanto y tan funestamente había influido en su existencia.
En un paroxismo de furor, tomó el medallón y, arrojándolo al suelo, lo pisoteó. Cuando
ella le preguntó por qué había destruído el retrato de su futuro esposo, Aubrey la miró
como sin comprender. Después, asiéndola de las manos, y mirándola con una frenética
expresión de espanto, quiso obligarla a jurar que jamás se casaría con semejante
monstruo, ya que él...
No pudo continuar. Era como si su propia voz le recordase el juramento prestado, y al
girarse en redondo, pensando que Lord Ruthven se hallaba detrás suyo, no vio a nadie.
Mientras tanto, los tutores y el médico, que todo lo habían oído, pensando que la locura
había vuelto a apoderarse de aquel pobre cerebro, entraron y le obligaron a separarse de
su hermana.
Aubrey cayó de rodillas ante ellos, suplicándoles que demorasen la boda un solo día.
Mas ellos, atribuyendo tal petición a la locura que se imaginaban devoraba su mente,
intentaron calmarle y le dejaron solo.
Lord Ruthven visitó la mansión a la mañana siguiente de la fiesta, y le fue negada la
entrada como a todo el mundo. Cuando se enteró de la enfermedad de Aubrey,
comprendió que era él la causa inmediata de la misma. Cuando se enteró de que el joven
estaba loco, apenas si consiguió ocultar su júbilo ante aquellos que le ofrecieron esta
información.
Corrió a casa de su antiguo compañero de viaje, y con sus constantes cuidados y
fingimiento del gran interés que sentía por su hermano y por su triste destino,
gradualmente fue conquistando el corazón de la señorita Aubrey.
¿Quien podía resistirse a aquel poder? Lord Ruthven hablaba de los peligros que le
habían rodeado siempre, del escaso cariño que había hallado en el mundo, excepto por
parte de la joven con la que conversaba. ¡Ah, desde que la conocía, su existencia había
empezado a parecer digna de algún valor, aunque sólo fuese por la atención que ella le
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prestaba! En fin, supo utilizar con tanto arte sus astutas mañas, o tal fue la voluntad del
Destino, que Lord Ruthven conquistó el amor de la hermana de Aubrey.
Gracias al título de una rama de su familia, obtuvo una embajada importante, que le
sirvió de excusa para apresurar la boda (pese al trastorno mental del hermano), de modo
que la misma tendría lugar al día siguiente, antes de su partida para el continente.
Aubrey, una vez lejos del médico y el tutor, trató de sobornar a los criados, pero en
vano. Pidió pluma y papel, que le entregaron, y escribió una carta a su hermana,
conjurándola —si en algo apreciaba su felicidad, su honor y el de quienes yacían en sus
tumbas, que antaño la habían tenido en brazos como su esperanza y la esperanza del
buen nombre familiar— a posponer sólo por unas horas aquel matrimonio, sobre el que
vertía sus más terribles maldiciones.
Los criados prometieron entregar la misiva, mas como se la dieron al médico, éste
prefirió no alterar a la señorita Aubrey con lo que, consideraba, era solamente la manía
de un demente.
Transcurrió la noche sin descanso para ninguno de los ocupantes de la casa. Y Aubrey
percibió con horror los rumores de los preparativos para el casamiento.
Vino la mañana, y a sus oídos llegó el ruido de los carruajes al ponerse en marcha.
Aubrey se puso frenético. La curiosidad de los sirvientes superó, al fin, a su vigilancia.
Y gradualmente se alejaron para ver partir a la novia, dejando a Aubrey al cuidado de
una indefensa anciana.
Aubrey se aprovechó de aquella oportunidad. Saltó fuera de la habitación y no tardó en
presentarse en el salón donde todo el mundo se hallaba reunido, dispuesto para la
marcha. Lord Ruthven fue el primero en divisarle, e inmediatamente se le acercó,
asiéndolo del brazo con inusitada fuerza para sacarle de la estancia, trémulo de rabia.
Una vez en la escalinata, le susurró al oído:
—Acuérdate del juramento y sabe que si hoy no es mi esposa, tu hermana quedará
deshonrada. ¡Las mujeres son tan frágiles...!
Así deciendo, le empujó hacia los criados, quienes, alertados ya por la anciana, le
estaban buscando. Aubrey no pudo soportarlo más: al no hallar salida a su furor, se le
rompió un vaso sanguíneo y tuvo que ser trasladado rápidamente a su cama.
Tal suceso no le fue mencionado a la hermana, que no estaba presente cuando aconteció
, pues el médico temía causarle cualquier agitación.
La boda se celebró con toda solemnidad, y el novio y la novia abandonaron Londres.
La debilidad de Aubrey fue en aumento, y la hemorragia de sangre produjo los síntomas
de la muerte próxima. Deseaba que llamaran a los tutores de su hermana, y cuando éstos
estuvieron presentes y sonaron las doce campanadas de la medianoche, instantes en que
se cumplía el plazo impuesto a su silencio, relató apresuradamente cuanto había vivido
y sufrido... y falleció inmediatamente después.
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Los tutores se apresuraron a proteger a la hermana de Aubrey, mas cuando llegaron ya
era tarde. Lord Ruthven había desaparecido, y la joven había saciado la sed de sangre de
un vampiro.

miércoles, 24 de abril de 2013

Alfonso X el Sabio nació en Toledo, en 1221, y murió en Sevilla, en 1284.


Nacionalidad: Castilla y León Alfonso X el Sabio nació en Toledo, en 1221, y murió en Sevilla, en 1284. Gran conocedor de la ciencia de su tiempo, supo reunir a todos los sabios de su país y constituyó una verdadera academia en la que judíos, mahometanos y cris. tianos trabajaban unidos, como nos muestran las miniaturas de los códices. Sus Cantigas son una joya de la literatura y del arte mariano. En ellas llama a la Virgen más de siete veces «Madre nuestra» y explica que es Madre «porque nos alimenta, y tiene el cuidado de preservarnos de todo mal».

Las siete partidas Alfonso X El Sabio

En 1252, ocupó el trono de León y Castilla, a la muerte de Fernando III, su padre;
tratando de continuar la política de integración y reconquista empezadas por éste;
su propósito era pasar a África, donde obtuvo algunas victorias iniciales.
Designado por algunas repúblicas italianas para la dignidad imperial fue
proclamado en 1257, rey de los romanos por el arzobispo de Tréveris, en nombre
de los electores de Sajonia, de Brandeburgo y de Bohemia, no obtuvo, sin embargo
el apoyo de la nobleza por las medidas económicas impopulares que tuvo que
tomar por causa de una serie de pleitos con el trono de Alemania, por lo que sus
primeros triunfos sobre los musulmanes no le dieron apoyo que necesitaba. Ante
este fracaso político renuncia a todos sus derechos y aspiraciones. Estalla la guerra
civil mientras los moros incendiaban en Tarifa la flota castellana (1278) y los
franceses de apoderan de Pamplona. El mismo año muere su hijo y sucesor
Fernando de la Cerda, lo que llevó a la corte a un enfrentamiento por sucesión.
Su gloria reside en la empresa cultural que, desde Toledo, Sevilla y Murcia,
centros en los que reunió a sabios de todas partes y tendencias para irradiar
sabiduría y conocimientos. Las obras que legó a la humanidad han llegado a
nuestros días:
1- Obras Jurídicas: Las Siete Partidas, precedidas por el Fuero Real
fundamentadas en el derecho romano de Justiniano.
2-. Dos obras históricas Crónica General de España y la Grande e General Estoria,
un intento de historia universal iniciado en 1272.
3-. Obras Científicas: Tratados de Astronomía, Las Tablas Alfonsíes, basadas en
la tradición tolemaica a través de estudios árabes y el Lapidario, tratado de
minerología, derivado de los conocimientos aristotélicos.
4-. Obras Poéticas; autor de unas treinta poesías, 420 composiciones en lengua
gallega; traductor de Calila e Dimna así como del Septenario, recopilación del
saber medieval.
Murió de pena, en Sevilla, lejos de la corte. Han pasado los siglos, pero su obra,
por milagro, de los hombres, sigue adelante, como documento vital e histórico y en
algunos códigos disfrazada, pero no por ello, virtualmente actualizada.

(Fragmento).

LAS SIETE PARTIDAS
ÍNDICE:
Primera Partida: En la que el autor demuestra que todas las cosas pertenecen a la
iglesia católica, y que enseñan al hombre conocer a Dios por las creencias.
Segunda Partida: Lo que conviene hacer a los reyes, emperadores, tanto por sí
mismos como por los demás, lo que deben hacer para que valgan más, así como
sus reinos, sus honras y sus tierras se acrecienten y guarden, y sus voluntades
según derecho se junten con aquellos que fueren de su señorío.
Las siete partidas Alfonso X El Sabio

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Tercera Partida: La Justicia que hace que los hombres vivan unos con otros en paz,
y de las personas que son menester para ella.
Cuarta Partida: Los desposorios, los casamientos que juntan amor de hombre y de
mujer naturalmente y de las cosas que les pertenecen, y de los hijos derechureros
que nacen de ellos, y de los otros de cualquier manera que sean hechos y recibidos,
del poder que tienen los padres sobre sus hijos y de la obediencia que ellos deben a
sus padres, pues esto, según naturaleza junta amor por razón de linaje, y del deudo
que hay entre los criados y los que crían, y entre los siervos y sus dueños, los
vasallos y sus señores, las razones del señorío y de lo bien hecho que los menores
reciben de los mayores y otrosí por lo que reciben los mayorales de los otros.
Quinta Partida: Trata de los empréstitos y de los cambios y de las miercas, y de
todos los otros pleitos y conveniencias que los hombres hacen entre ellos,
placiendo a ambas partes, como se deben hacer y cuáles son valederas o no, y
cómo se deben partir las contiendas que entre las partes nacieren.
Sexta Partida: Los testamentos, quién los debe hacer, y cómo deben ser hechos y
en qué manera pueden heredar los padres a los hijos y a los otros parientes suyos y
aun a los extraños, y otrosí de los huérfanos y de las cosas que les pertenecen.
Séptima Partida: Y en la setena partida de todas las acusaciones y los males y las
enemigas que los hombres hacen de muchas maneras y de las penas y de los
escarmientos que merecen por razón de ellos.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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