miércoles, 30 de enero de 2013


Jean Cocteau
El Libro Blanco
Primera edición: 1995
La traducción de la presente obra fue posible gracias a una beca
otorgada por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes
Este libro se publica con apoyo del Fondo Nacional para la
Cultura y las Artes a través del Programa de Apoyo a Proyectos
v Coinversiones Culturales
Agradecemos el interés de la Oficina del Libro de la Embajada de
Francia para la publicación de esta obra.
Titulo original: Le Livre blanc
ISBN de la edición original 2-903669-01-5
D.R. © 1995, de la traducción, Arturo Vázquez Barrón
D.R. © 1995, Verdehalago, Cristina Leticia Jiménez Vázquez,
Alicante 157, Col. Postal, CP 03410, México, D.F.
Tel. 5798760
ISBN: 968-6767-38-X
El libro blanco
Jean Cocteau
prólogo y traducción de
Arturo Vázquez Barrón
introducción de
Milorad
editorial
PONCIANO
ARRIAGA

Prólogo
Tout chef-d'oeuvre est fait d'aveux cachés [...]
JEAN COCTEAU, Le Mystère laic
La vocación de Jean Cocteau por las creaciones que surgen
de la imitación es muy conocida: "Soy una mentira que
siempre dice la verdad", nos dice al final de u n o de sus
poemas.1 Tal vez debido a este reconocimiento explícito de
su gusto por seguir los pasos creativos de sus amigos, la
historia literaria a veces ha sido injusta con él, al insistir en
que sus imitaciones fueron prueba de una profunda
limitación para crear por cuenta propia, sobre todo
porque su obra empezó a despuntar en una época en que
el artista n o debía tener padres espirituales. Al respecto, es
posible que el origen de esta tendencia imitativa fuese el
rico entorno creativo en el que se desenvolvió Cocteau
desde muy joven: ya para 1908 lo rodeaban artistas y
sensibilidades de los que se nutría en forma natural. No
obstante, la fuerza creativa de Cocteau no parece merecer
ninguna duda. El forjó un mundo narrativo que, si bien
estaba en deuda con otras escrituras -¿qué autor ha p o d i do
no estarlo?-, n o estaba exento de originalidad. Sus pastiches
sucesivos de Edmond Rostand, Anna de Noailles y André
Gide, entre otros, son la mejor evidencia de que la copia
sumisa y la imitación creativa e inteligente n o son en modo
alguno lo mismo. Con la madurez, el poeta llegó a
conformar una de las obras más personales y sólidas de la
1 Frase con la que termina el poema "Le paquet rouge", de la recopilación Opéra, en
el que Cocteau da cuenta de la desesperación posterior a la muerte de Radiguet y q ue
anticipa el s u f r i m i e n t o expresado en el filme Le Sang d'un poète [La sangre de un poeta].
Siempre que se cite una obra se p o n d r á entre corchetes el n o m b r e en español c u a n do
exista traducción.
cultura francesa de la primera mitad de este siglo, siguiendo
la batuta inspiradora de otros imitadores de diferentes
disciplinas y que a su vez fueron geniales, como Picasso y
Stravinski. Así, su legado, en el que pueden incluirse
prácticamente todos los campos de la expresión artística
contemporánea, es absoluto y universal. El hecho de que
su p u n t o de partida haya sido en gran medida la imitación,
no le resta mérito alguno, como veremos más adelante.
Jean Cocteau se dividía siempre entre dos grandes
espacios, que nutrían y determinaban el desarrollo de sus
escritos: en invierno vivía el intenso ajetreo urbano y
creativo de París; en verano se consagraba a escribir cerca
del mar. La ciudad le permitía acumular los elementos
necesarios para poder construir, la playa y su tranquilidad
le daban el entorno ideal para hacerlo. Y el adjetivo no
tiene aquí valor de hipérbole: al regresar de Pramousquier
a París el 9 de noviembre de 1922, después de trabajar tres
meses en compañía de Raymond Radiguet, Cocteau trae
en su equipaje la mayoría de los Dessins del álbum que
publicará Stock dos años después, una adaptación de la
Antígona de Sófocles y otra de la obra anamita L'Epouse
injustement soupçonnée, los dos largos poemas La Rose de
François y Plain-Cbant, y también, no faltaba más, sus dos
primeras novelas: Le Grand Ecart y Thomas l'imposteur
[Thomas el impostor]. Tal despliegue delntërisîda'd creadora
no deja de resultar admirable, y u n o se pregunta cuál fue
el carburante que hizo posibles tantas obras en tan poco
tiempo.
Antes de 1922, Cocteau no se había interesado en la
novela. C o m o autor, su interés giraba en t o r n o a la poesía,
los argumentos para el ballet (que escribió para sus amigos
Diaghilev y Léonidc Massine), el ensayo, la crítica y el
dibujo. Ahora bien, el verano de 1922 es significativo
porque marca con toda claridad el surgimiento del novelista.
En mayo, acompañado de Raymond Radiguet, su
"maestro adolescente",2 Cocteau se instala en el Grand
Hôtel de la playa de Lavandou, en el Mediterráneo, y
después, a principios de agosto ambos se dirigen a la villa
Croix Fleurie, en Pramousquier, en busca de mayor
tranquilidad para escribir. Es durante estas "vacaciones"
cuando surgen Le Grand Ecart y Thomas l'imposteur.
Este súbito interés del poeta por las formas de la novela
puede explicarse por una irrefrenable motivación creativa:
en esos momentos Radiguet —con quien Cocteau ya se
siente absolutamente involucrado— está volviendo a escribir
la parte final de Le Diable au corps [El diablo en el cuerpo,
llamada primero Coeurvert] yestá iniciando Le Bal du comte
d'Orgel [El baile del conde de Orgel], y Cocteau, que ve en
Radiguet una de sus fuentes de inspiración, no puede dejar
pasar la oportunidad de imitar a su maestro y de medirse
con él en un terreno que le resultaba nuevo. La tentación,
para alguien tan inquieto como Cocteau, era mucha.
Raymond Radiguet había optado, para conseguir una
buena técnica narrativa, por la lectura de una enorme
cantidad de novelas, tanto buenas como malas. Sus preferencias,
sin embargo, eran marcadamente clásicas, y esto
terminó por influir en las lecturas de Cocteau. De hecho,
fue Radiguet quien lo hizo volver a leer —y en muchos
casos leer por primera vez— las obras maestras de la novela
francesa de análisis. El verano de 1922 estuvo marcado por
un regreso del poeta a las formas más estrictas del clasicismo,
consideradas de "derecha", regreso que se oponía a ciertos
intentos anteriores de búsqueda de nuevas propuestas
narrativas, de "izquierda". Este regreso a una expresividad
regida sobre todo por el antivanguardismo de Radiguet se
' C u a n d o se conocen en 1913, gracias a Max Jacob, el joven escritor antimodernista
tiene apenas 15 años. Además de su genio y su desfachatez para dar lecciones a los
grandes de su tiempo, su edad será d e t e r m i n a n t e en la relación con Cocteau, quien
para entonces cuenta con casi treinta años. El poeta se siente tan subyugado que JI
m o r i r Radiguet, es él quien se erige corno el huérfano de la relación.
manifiesta en un pastiche titulado La Rose de François,
inspirado en los poetas de la Pléiade y dedicado al editor
François Bernouard (con quien Cocteau dirigió la revista
Schéhérazade). El estilo depurado y riguroso de La Rose de
François, en el que el hipérbaton y las palabras poéticas se
repiten sin cesar, va a determinar muy claramente el de
Plain-Chant, sometido por entero al metro clásico y a la
rima.
Así, imbuidas también de este ímpetu clasicista, surgen
aquel verano dos pares de novelas "gemelas": Le Diable au
corps y Le Bal du comte d'Orgel, de Radiguet, y Le Grand Ecart
y Thomas l'imposteur, de Cocteau, que fueron resultado
directo de sus dos modelos. Existe entre ellas un muy
impresionante juego de simetrías: Le Diable au corps es el
relato de una importante relación heterosexual que marcó
a Radiguet. Por su parte, Cocteau buscó y encontró en sus
propias experiencias una relación que pudiera proporcionarle
los elementos para Le Grand Ecart, mismos que
encontró en una relación que tuvo con una actriz durante
su adolescencia.1 Todos estos antecedentes vienen a ser de
enorme importancia para comprender Ellibro blanco, pues
Cocteau, ya dueño de la práctica de la novela como medio
de expresión, echó mano del mismo proceso imitativo
para escribirlo.
Después de la muerte de Radiguet —el 12 de diciembre
de 1923—, tan violentamente dolorosa como prematura
(Cocteau estaba convencido de que debido a su juventud
y a su inexplicable destreza creativa y literaria, Radiguet
sólo estaba "prestado" en esta vida), el poeta siente que no
puede seguir creando. El vacío que se produce en su vida
es tal que durante un año entero no encuentra la manera
'Los pormenores de este juego de espejos l i t e r a r i o p o d e m o s verlos c o n d e t e n i m i e n to
en el ensayo de Milorad, "Romans jumeaux o u d e l ' i m i t a t i o n " (Cabienjean Cocteau,
8, Le romancier, Gallimard, Paris, 1979), y en la presentación que escribió
especialmente para El libro blanco y que p u e d e leerse más adelante.
de recuperarse y, agotado al limite, se procura los remedios
a su alcance: viajes a la playa, teatro, opio, y hasta cierto
estilo de vida religiosa, que tomó prestada de su amigo
Jacques Maritain. Sin embargo, cuando en 1925 encuentra
al "sustituto", al joven escritor Jean Desbordes —quien
para el artista no es sino la reaparición de Radiguet con
o t r o cuerpo pero con la misma alma—, Cocteau vuelve a
iniciar una novela, motivado por esta nueva presencia
"angélica" y por un proceso creativo ajeno. En efecto, en
un escenario similar al del verano de 1922, Jean Desbordes
escribe J'adore, un volumen de confidencias sensuales muy
marcadas por la religiosidad, en el que el amor supera a la
ley, y Cocteau se da a la tarea de buscar, en su propio
pasado, los recuerdos que habrán de conformar su Libro
blanco. El resultado es u n relato erótico de t o n o confesional,
intimista, que toma de la vida real del escritor muchos
elementos comprobables, aunque no pueda llegar a considerarse
cabalmente autobiográfico. Con el tiempo, y
después de navegar sin el apoyo de su autor, con la única
fuerza de su calidad —Cocteau no reconoció su autoría
sino muchos años y algunas ediciones después—, El libro
blanco nos permite conocer aspectos de la vida del poeta
que no mencionó después en ninguna parte. En este
sentido es u n libro indispensable, que nos abre el acceso a
los orígenes mismos de Jean Cocteau, como hombre y
como artista. Aunque su importancia literaria pueda
considerarse menor, su relevancia biográfica salta a la vista:
la mención, por ejemplo, de que su padre posiblemente fue
homosexual y que su suicidio pudo deberse en gran
medida a la imposibilidad de aceptar su condición, nos
permite comprender mejor que, para Cocteau, el suicidio
no fue nunca una salida de juventud a su propia homosexualidad,
aunque en algunos pasajes finales del Libro
blanco deja vislumbrar que tal posibilidad llegó a pasarle
por la mente.
Al parecer, Cocteau no tuvo con Desbordes la misma
fortuna que con Radiguet, en lo que se refiere a sus
respectivas cualidades y destrezas literarias. De hecho, la
historia otorga dimensiones de genialidad a Radiguet, en
tanto que a Desbordes se lo reconoce como un personaje
importante pero menor: para muchos, J'adore no está a la
altura de Le Diable au corps. Esta consideración podría sin
duda resultar incierta -sobre todo porque la posteridad
suele cambiar de parecer-, pero hay o t r o aspecto que es por
lo menos significativo. Desde el p u n t o de vista estructural,
la obra que Cocteau le debe a Desbordes no está al mismo
nivel que las inspiradas por Radiguet. De los tres libros que
nos ocupan —Le Grand Ecart, Thomas l'imposteur y El libro
blanco— sólo el último da la impresión de haberse concebido
con excesiva rapidez, como si n o hubiera tenido la
maduración necesaria para lograr una mayor sutileza en el
análisis del conjunto. Esto sin duda es una desventaja,
pues los tres se escribieron en lapsos igualmente breves. El
libro blanco parece por momentos demasiado esquemático,
sin transiciones ni desvanecidos, lo que lo hace resultar en
cierto modo excesivamente convencional y, con su secuencia
de muertes súbitas, h a r to melodramático. Sin embargo,
es probable que ésa precisamente haya sido la intención de
Cocteau. No debe, pasarse por alto que El libro blanco
difiere de sus dos antecesores en un detalle capital: Cocteau
no asumió su autoría sino mucho tiempo después, debido
tal vez al escándalo que un relato de temática homosexual
podía suscitar en 1928. La publicación anónima fue una
de las puertas de salida al previsible rechazo, y la otra, el
tono solemne, casi de arrepentimiento cristiano, que le
otorga al relato la disculpa anticipada del público, al
establecer entre la homosexualidad del narrador y su
aceptación explícita y gozosa el beneficio de la duda.
El libro blanco presenta, pues, características literarias
peculiares. Sin desear repetir lo ya mencionado, es menester
insistir en que este pequeño libro confesional nos da
muchas luces sobre la niñez y la adolescencia del poeta que,
cosa extraña, n o habían sido encendidas por casi n i n g u no
de sus exégetas. En él se mezclan y articulan por primera vez
aspectos fundadores de su obra, como semillas temáticas
que habrían de florecer posteriormente. Ahí están, entre
otros, el hombre-caballo, como recuerdo fulgurante con su
enorme carga de homosexualización del niño-espectador;
los gitanos robachicos que asombraron a Cocteau con sus
cuerpos bronceados y desnudos en los árboles; por primera
vez surge Dargelos, el compañero del liceo Condorcet,
con su incómoda y fascinante apariencia;* el marinero
Mala Suerte, tan determinante en la vida del protagonista
y que en la vida real de Cocteau fue un encuentro mucho
más tardío de lo que se menciona en el libro.
Así pues, la presente traducción surge como proyecto
debido al interés biográfico que presenta el libro d e n t r o de
la obra general de Jean Cocteau. Era un acto de justicia
restituir al libro, traduciéndolo, el lugar que durante tanto
tiempo se le ha negado. En general, la extensa obra de
Cocteau es en México tan célebre como desconocida.
Imaginemos cuánto no lo será este pequeño relato anónimo.
Así que la intención primera fue dar a conocer aquí
un libro prácticamente ignorado por los seguidores del
poeta. Y en cuanto a los aspectos propiamente técnicos de
la traducción, hay algunas consideraciones que resulta
importante mencionar.
Las más de las veces, el lector de una traducción se
encuentra inerme ante el texto, pues por lo general,
desconoce el original o está impedido para tener acceso a
' E n cuanto i Dargelos, personaje reincidente en la o b r a de Cocteau, pueden
leerse Les Enfants terribles [Los niños terribles] y las reflexiones que sobre este l i b ro se
hacen en Opium [Opio]. Se vuelve personaje cinematográfico desde 1910, e n Le Sanf
d'unpoete, filme que lo consagra visualmente c o m o símbolo y le otorga, veinte años
antes de que Melville adaptara Les Enfants terribles, el vigor físico que sin d u d a tuvo
en la vida real.
él. Así que explicaré brevemente el relato traducido que
está a p u n t o de leer. Salvo algunas adaptaciones mínimas,
que fueron imposiciones técnicas debidas al distanciamiento
lingüístico-cultural entre Francia y México, fue posible
que el texto conservara en español el mismo tono
dieciochesco, las mismas peculiaridades arcaizantes del
original que, por ser parte fundamental de este texto
moderno, se presentan como su voluntad estilística primordial.
La traducción contemporánea, no está de más
decirlo, ya ha dejado atrás la idea de que los traductores
están irremediablemente condenados a la infidelidad.
Cocteau mismo se preguntó alguna vez, en un ensayo no
muy conocido sobre la traducción,5 a qué se debían los
honores que el público extranjero otorga a los escritores si
por lo general no queda nada de ellos después de tanta
traición. Pero el marco conceptual en el que se apoya ahora
el a c to de traducir reposa en procedimientos más complejos,
que han dejado atrás, esperemos que para siempre, a las
Bellas Infieles de los siglos que precedieron al nuestro. El
ideal moderno de traducción busca que la misma voluntad
de estilo que se encuentra en el original -sea ésta cual fuere—,
se manifieste de la mejor manera y hasta donde sea
posible en la traducción. De ahí que las traducciones
literales, t a n to como las libres —responsables éstas de aquellas
Bellas Infieles, que incluso solían considerarse "mejores"
que el original—, estén acabadas c o m o procedimiento.
La tradición moderna exige, tanto en el caso de Cocteau y
su Libro blanco como en todos los demás, generar con las
herramientas del español la misma "voluntad de estilo"
que creó el autor con las del francés. El objeto es otorgar
a los lectores de la traducción las mismas posibilidades de
disfrute literario que tuvieron los lectores del original.
Esto, que podrá parecer una vanidad excesiva a los ojos de
5 " D e s t r a d u c t i o n s " , Journal d'un inconnu. París, Grasset, 1957.
muchos, para el traductor n o es otra cosa que su obligación
más humilde y ética.
Arturo Vázquez Barran
Agosto de 1995

Introducción
U n libro blanco, nos dice el diccionario, es una "recopilación
de documentos sobre un problema determinado"
En este caso, ¿de qué problema se trata? De la vida sexual
y sentimental del narrador. Una vida homosexual en su
mayor parte. Entonces, El libro blanco es, en términos
generales, u n expediente sobre la homosexualidad de su
narrador. Pero esto no es todo. El adjetivo "blanco" evoca
también la página en blanco, la ausencia de firma del
autor, de quien nadie dudó jamás, sin embargo, que se
tratara de Jean Cocteau. "La recibimos (esta obra] sin
nombre y s in dirección", hace decir el autor al editor en el
prólogo.
Este breve relato fue escrito hacia finales de 1927, en
Chablis, en la región de Yonne, en el Hotel de la Estrella,
de nombre predestinado para un poeta que siempre señaló
su firma con la estrella del destino. Jean Cocteau fue a
descansar a Chablis durante las fiestas navideñas, acompañado
del joven escritor Jean Desbordes. En esa época, Jean
Cocteau cree estar volviendo a vivir con Jean Desbordes lo
que vivió c on Raymond Radiguet unos años antes (Radiguet
m u r i ó en 1923): "Se ha producido un milagro del cielo",
escribe a Bernard Fay, "Raymond ha vuelto con otra apariencia
y a m e n u d o se delata." Así, en 1927 Jean Cocteau
volverá a vivir, con otro intérprete en el mismo papel, el
mismo guión que en 1921-1922. Así como Radiguet
escribía Le Diable au corps,y luego Le Bal du comte d'Orgel,
Desbordes escribe J'adore; así como Cocteau escribía Le
Grand Ecart, y luego Thomas l'imposteur, escribe El libro
blanco. Radiguet escribía una novela, Le Diable au corps,
basada en una relación heterosexual autobiográfica; casi de
inmediato, Cocteau hurgó en su propia memoria, de
donde exhumó lo que más podía acercarse al recuerdo de
Radiguet y que o r i g i nó Le Diable au corps: el recuerdo de su
propia relación heterosexual con la actriz y semimundana
Madeleine Carlier, y a partir del cual escribió u n a novela,
Le Grand Ecart Radiguet había "copiado" La Princesse de
Clèves, lo que había producido Le Bal du comte d'Orgel; de
inmediato, Cocteau "copió" La Chartreuse de Parme, lo que
produjo Thomas l'imposteur. Desbordes compone un volumen
de confidencias sensuales, impregnadas de religiosidad:
J'adore; Cocteau redacta una especie de autobiografía
erótica, entremezclada de arrepentimientos cristianos: El
libro blanco.
En una carta inédita a su madre, del 4 de enero de 1928,
desde Chablis, el poeta escribe: "Estoy releyendo Les
Confessions y puedo ponerle un nombre moderno a cada
persona." Es probable que Jean Cocteau haya tomado,
además de los textos de Jean Desbordes, Les Confessions de
Rousseau como modelo de El libro blanco, y que ello explique
el t o n o curiosamente dieciochesco de esta narración
moderna.
Un recuerdo más de Chablis. En otra carta inédita a su
madre —Chablis, 2 de enero de 1 9 2 8 - el poeta escribe:
"Pasé t o d o el primero del a ñ o contigo —encerrado en mi
cuarto después de estar en una iglesia fría y vacía. Me
encontraba solo en los asientos y pensaba: estamos hechos
a la imagen y semejanza de Dios —su falta de éxito es la de
todo lo que es bello y puro. Lo cual n o le impide ser ilustre
y ser temido." Reflexión que se vuelve, en El libro blanco:
"La iglesia estaba desierta (...) Admiraba la falta de éxito de
Dios; es la falta de éxito de las obras maestras. Lo cual no
impide que sean ilustres y que se les tema."
En las cartas que de Chablis le escribe Cocteau a su
madre, si bien habla de sus trabajos en curso —Le Mystère
late, estudio sobre el p i n t o r italiano Giorgio de Chirico, la
pieza La Voix humaine, etcétera—, nada menciona del
escandaloso Libro blanco. Es por u n juego de pruebas de
este último, que llevan la anotación Chablis, diciembre de
1927, suprimida en la impresión, como se conocen la fecha
y el lugar de composición de la obra.
El libro blanco se presenta como la narración cronológica,
hecha por u n narrador anónimo, de su vida en función de
su homosexualidad.
La obra arranca con dos recuerdos de infancia que
tuvieron una considerable importancia en la obra posterior
del poeta: ambos recuerdos son el origen de un tema
que aparecerá y volverá a aparecer en la obra, con diversos
aspectos, d u r a n t e casi toda la vida creativa de Cocteau.
Este es el primero de dichos recuerdos: el narrador niño
sorprende a u n joven granjero que, completamente desnudo,
monta a caballo; el impacto homosexual sobre el n i ño
es tan violento que lo hace desmayarse. El joven centauro,
alegoría misma de la homosexualidad (la bien conocida
historia del caso del pequeño Hans, en Freud, nos mostró
que el caballo simbolizaba la masculinidad paterna), es lo
que origina, en la obra de Cocteau, un tema de gran
importancia y que sufrirá curiosos avatares: el tema del
caballo o del hombre-caballo, cuyo desarrollo convendría
estudiar con detenimiento. (Para u n examen más profundo
de esta cuestión, entre algunas otras, me permito
remitir al lector a mi estudio intitulado "Le Livre blanc",
document secret et chiffré, en el Cahier Jean Cocteau,
número 8, Gallimard, 1979.)
El segundo recuerdo de infancia relatado en las primeras
páginas de El libro blanco, según se nos dice, sucedió el
año siguiente, en el mismo lugar que el primero. El
narrador-niño se pasea con su sirvienta (probablemente la
"alemana" del pequeño Jean, Fraülein Joséphine Ebel). De
pronto, la sirvienta pega un grito y se lleva al niño,
ordenándole que no mire hacia atrás. El n i ñ o desobedece
y ve a dos jóvenes gitanos desnudos que se trepan a los
árboles, a una gitana meciendo a un recién nacido, un
carromato, "una hoguera que humea, un caballo blanco
que está comiendo hierba". Como el primer recuerdo, y de
manera todavía más evidente, éste dará nacimiento, en la
vida y la obra de Cocteau, a toda una corriente temática a
la que podría darse el título de uno de los poemas de la
recopilación Opera de nuestro poeta: Los ladrones de niños.
Después de haber evocado estos determinantes recuerdos
de infancia, el narrador de El libro blanco nos expone su
situación familiar. Aquí, tal vez para enredar las pistas por
deferencia a su madre (los biógrafos Kihm, Sprigge y Béhar
nos revelan que si Cocteau publica sin el nombre del autor
El libro blanco es, según dice, para "evitarle sufrimientos a su
madre".1 El poeta invierte por completo sus verdaderos datos
biográficos: es su madre quien muere en lugar de su padre,
y con quien vive es con su padre en vez de con su madre.
El retrato que hace el narrador de El libro blanco de su
padre toma prestados algunos rasgos del verdadero padre
de Jean: el padre ác El libro blanco es "triste", y el de Jean
acabará suicidándose. Pero lo misterioso es que el narrador
de El libro blanco ve en una inconsciente homosexualidad
la causa de la tristeza paterna. Por la parte dejean Cocteau,
¿no se trata más que de algo imaginario o se trata de un
dato biográfico real, de un secreto de familia o por lo
menos de un rumor que atribuye a un caso de faltas a la
moral el enigmático suicidio de Georges Cocteau? Otro
biógrafo del poeta, Francis Stcegmuller, evoca en efecto "el
rumor según el cual [Georges Cocteau] era en secreto
homosexual".2 Y el narrador de El libro blanco escribe de su
padre: "En su época la gente se mataba por menos" (que
por el hecho de ser homosexual). El enigma subsiste.
'Jean-Jacques Kihm, Elizabeth Sprigge, Henri C. Bclur,/e<7n coclrmi.="" homme="" l="" lt="" tl="">
miroin. Edition: de la Table ronde, 19A8, pägina 192.
'Francis Sleegmuller, Cocltitii. Linie. Brown and C o m p a n y , Boston, T o r o n t o , 1970,
pjgina 10.
Después de este retrato paterno, El libro blanco pasa a los
recuerdos del liceo Condorcet, cuyo nombre no se modifica.
(Es en este liceo en donde Jean hizo una gran parte de
sus estudios.) As!, El libro blanco, "recopilación de documentos"
sobre la homosexualidad de su narrador, es lo que
hará aflorar por primera vez en la obra (si se exceptúan
algunos apuntes iniciales, que permanecieron inéditos, del
Potomak) uno de sus temas más conocidos: el del liceo
Condorcet, que gravita alrededor de un personaje que se
volvió mítico a partir de una base real, Dargelos, tema que
encontrará su explotación más célebre, un año después de
El libro blanco, en Les Enfants terribles.
El narrador de El libro blanco ve que sus compañeros
pasan "normalmente" a la heterosexualidad, mientras que
él mismo, en el fondo, sigue siendo homosexual. Obliga a
su naturaleza a imitarlos. En efecto, la imitación de sus
compañeros conduce ajean, en aquella época, a algunas
relaciones con mujeres, de las que se han conservado
algunos rastros en su biografía. La más importante, con
Madeleine Carlier, proporcionará el tema de su novela Le
Grand Ecart (1923). Resulta conveniente comparar esta
última novela con las páginas de El libro blanco que tratan
sobre los amores del narrador con Jeanne (Germaine en Le
Grand Ecart, Madeleine en la vida real). Más tarde, la pieza
Les Enfants, terribles (1938), en lo que respecta a la relación
del joven Michel y de Madeleine, así como a la desaprobación
familiar respecto de dicha relación, tomará prestada
una vez más para la aventura a Madeleine Carlier (y
hasta su verdadero nombre).
En c u a n t o a los amores del narrador de El libro blanco
con la prostituta Rose, y luego con su padrote Alfred o
Alfredo, parece que fueron, también, autobiográficos: en
un texto de unas cuantas páginas, intitulado Trottoir
—publicado en 1927, el año mismo en que se escribirá El
libro blanco, en un volumen colectivo de las ediciones
Émile-Paul, Tableaux de Parts—, Jean Cocteau, hablando
esta vez en su p r o p i o nombre, nos cuenta su relación, en
1912-1913, con una "putita", encontrada en "plena calle
entre la Madeleine y la Ópera"; numerosos detalles nos
permiten reconocer a la Rose de El libro blanco, su "hotel
M." de la plaza Pigalle (cuyo nombre completo de
"Marquise's Hotel" se nos revela aquí), y a su "mayate"
Después de estas inútiles tentativas de normalización,
el narrador de El libro blanco pasa definitivamente a la
homosexualidad. Primero, el teatro de estos amores homosexuales
es Toulon, en donde, en un "lugar de mala
muerte", el joven encuentra a u n marinero apodado Mala
Suerte. Ahora bien, este marinero constituye, en la biografía
real del poeta, un encuentro m u c h o mas tardío (verano
de 1927, por lo t a n t o muy reciente en la época en que jean
Cocteau escribía El libro blanco). Mala Suerte, cuyo verdadero
nombre era Marcel Serváis, va a inspirar en parte el
personaje de Máxime, el gemelo delincuente de la pieza La
Machinea ccrire (1939-1941), y el g u i ó n de una película que
n o se rodó, cuyo t í t u lo es precisamente Mala Suerte. Mala
Suerte es u n absoluto del marinero como Dargelos era un
absoluto del compañero de clase. A partir de 1922 y hasta
el año anterior a su muerte, es decir durante cuarenta
años, el poeta debía permanecer a menudo en la costa
mediterránea, particularmente en Villefranche y Toulon,
en donde, gracias a las armadas de guerra francesa y norteamericana,
el tema del marinero iba a encontrar con qué
enriquecerse.
En o t r o "lugar de mala muerte", el narrador de El libro
blanco asiste, escondido tras el espejo sin azogue de unos
baños, a las duchas eróticas de "la juventud obrera", lo que
da lugar a una breve y extraordinaria escena, la mejor del
libro, sobre las relaciones del narcisismo y la homosexualidad
—escena que enriquece además, de manera inesperada
y llena de consideraciones interesantes, el tema de los
espejos habitados, "practicables" como se dice en teatro,
tema que, de la pieza Orphée a la película Orphée, recorre la
obra de Cocteau.
A las tentaciones homosexuales viene a oponerse la
tentación religiosa. Aquí, volvemos a encontrar la etapa de
la vida de Cocteau, reciente también en la época de El libro
blanco, que en términos generales va de la muerte de
Raymond Radiguet (1923) al encuentro con Jean Desbordes
(1925). ¡Oh sorpresa, oh mezcla de géneros! El libro
blanco debe entonces unirse con la Lettre à Jacques Maritain
para informarnos sobre la "conversión" del poeta, y sobre
su relativo fracaso.
Después de esta tentativa religiosa, el narrador deEllibro
blanco conoce a u n muchacho, H., quien será el más grande
amor de su vida. El personaje de H. combina rasgos de
Raymond Radiguet con rasgos de Jean Desbordes (ya
hemos visto que Jean Cocteau los asimilaba). H. es escritor
como Desbordes y Radiguet. Posee, del Jean Desbordes de
J'adore (su primer libro, que aparecerá en 1928), la fe muy
libre que contribuye a hacer vacilar la fe tradicional del
narrador-Jean Cocteau, quien puso en la boca de H. las
ideas, y a veces las palabras, de J'adore: "A la obediencia
pasiva, opongo la obediencia activa. Dios ama el amor"...
Como Desbordes y Radiguet, H. tiene inclinaciones
heterosexuales que provocan los celos del narrador-Jean
Cocteau. Sin dejar de mezclar a Desbordes y Radiguet para
armar el pe/sonaje de H., El libro blanco prosigue con una
mención a la escapada a Córcega de Radiguet con el
escultor Bráncusi, aquí bautizado Marcel, en 1920, y a los
celos que el hecho le provocó a Béatrice Hastings, amante
de Radiguet, aquí llamada Miss R. Finalmente, la muerte
de H. en la "casa de salud de la calle B." está inspirada
en la muerte de Radiguet en la clínica de la calle Piccini.
Después del deceso de H., el narrador de El libro blanco
considera el matrimonio. Pero así como en un episodio
anterior había pasado de la prostituta Rose a su pretendido
hermano —el padrote Alfred o Alfredo—, igual pasa de su
novia al hermano de ésta. Este paso "anormal" del sexo
opuesto hacia el mismo sexo es simétrico al que, en Les
Enfants terribles, "normalmente" hará dirigirse a Paul de
Dargelos hacia Agathe, y a Gérard de Paul hacia su
hermana Elisabeth, igual que los compañeros del liceo
Condorcet habían pasado de los amores colegiales al amor
de las mujeres. Por lo demás, las claves de los personajes de
Mademoiselle de S. y de su terrible hermano, en El libro
blanco, bien podrían ser, con mucho, Jeanne y Jean
Bourgoint, los futuros modelos de Elisabeth y Paul.
Expulsado una vez más de la "normalidad", el narrador
de El libro blanco piensa en ordenarse, más que en poner su
vida en orden. Pero en el monasterio mismo vuelve a
encontrar, en la persona de un joven monje, la tentación
homosexual. Aquí, son las conversiones fracasadas de
Maurice Sachs y de Jean Bourgoint, posteriores y como
ejemplo de la de su amigo Jean Cocteau, las que inspiran
el episodio.
Después de este ú l t i m o fracaso, el narrador de El libro
blanco abandona Francia románticamente, y ahí termina
en forma repentina el relato de sus aventuras.
Este breve recorrido por El libro blanco nos mostró que
son muchos los hilos que unen este trabajo secreto a la
biografía y a la obra de su autor anónimo, que en gran
medida se aclaran mutuamente. En este sentido el libro es
valiosísimo: resulta una pieza indispensable del rompecabezas,
una piedra angular del edificio.
En el trayecto, también pudimos comprobar un fenómeno
de primera importancia para la comprensión de la
obra de Cocteau: El libro blanco, esta "recopilación de
documentos" sobre la sexualidad de su autor, representa
un verdadero semillero de temas literarios y artísticos, que
Jean Cocteau explota y desarrolla en otras partes —los
temas del hombre-caballo, de los gitanos, de Dargelos, del
Grand Ecart, del marino, del espejo, de la religión, de los
Enfants terribles, etcétera—, lo que prueba de manera contundente
hasta qué p u n t o la sexualidad, considerada en su
sentido amplio, constituye uno de los principales móviles
de la obra del poeta, incluso si en la anécdota de este libro
la sexualidad no se presenta mucho como tal en un primer
acercamiento. Esto no lo ignoraba Cocteau, quien me
declaraba, en una carta del 7 de octubre de 1958: "La
sexualidad hace la fuerza de mi obra."
Me atreveré a decir que es esta sexualidad profunda,
oculta —sexualidad que es una homosexualidad— lo que
valió a la obra de Cocteau los sentimientos extraordinarios
de amor, de odio o de incomprensión que ha suscitado y
suscita todavía, en función del tipo de sexualidad subyacente
de aquel o aquella que entra en contacto con la
misma, y sin que el lector o espectador siempre tengan
plena conciencia de ello. Ejemplos: el éxito de la obra entre
ciertas mujeres, por identificación; en el lado opuesto, la
execración de los surrealistas. Tendría que hacerse un
estudio interesante sobre los mecanismos profundos de las
diversas reacciones posibles del público frente a una obra
que la sexualidad recorre, transmutada, irreconocible
aunque singularmente eficaz, como la invisible energía de
un cable de alta tensión —"la fuerza que erige el portaplumas",
decía también Cocteau.
"Tal vez publique mi próximo libro sin nombre de
autor, sin nombre de editor, en unos cuantos ejemplares,
para ver si, enterrada viva, una obra tiene la fuerza de salir
sola de la tumba..." Esto es lo que puede leerse en Une
entrevue sur la critique avec Maurice Rouzaud, extensa entrevista
de Cocteau que no se publicará sino hasta 1929, pero
que por el contexto parece datar del año anterior. Así, el poeta
n o puede dejar de anunciar la aparición de su Libro blanco.
En efecto, El libro blanco se publica por primera vez el
25 de julio de 1928, "sin nombre de autor, sin nombre de
editor, en unos cuantos ejemplares". (El editor es en
realidad Les Quatre Chemins, que acaban de publicar Le
Mystère laïc, de J e a n Cocteau, el 30 de mayo del mismo
año.) La cubierta y la portada llevan un monograma,
dibujado por Cocteau y formado con las letras que
componen u n nombre: Maurice Sachs, quien trabaja entonces
en Les Quatre Chemins (véase Maurice Sachs, Le
Sabbat, éditions Correa, 1950, página 292). En la página
legal se lee: "Copyright by Maurice Sachs et Jacques
Bonjean, Paris." Una nota escrita a máquina recomienda
repartir entre los tipógrafos las sumas que una obra
semejante sea capaz de proporcionarle a su autor. La
edición no es más que de treinta y un ejemplares.
En su Journal de fecha 11 de octubre de 1929, André
Gide anota: "Leí El libro blanco de Cocteau que me prestó
Roland Saucier [librero], en espera del ejemplar prometido
por Cocteau." Se ve que desde entonces Gide n o respeta el
anonimato del autor. En medio de las pullas que por
costumbre le tiene reservadas a Cocteau, Gide condesciende
a reconocer: "Hay encanto en la forma en que están
narradas ciertas obscenidades."
El diez de mayo de 1930, reedición de El libro blanco con
un frontispicio, una página manuscrita y diecisiete dibujos
en color de Jean Cocteau ("dibujos por completo
coloreados a mano por M. B. Armington, artista-pintor"
en París, en las Editions du Signe. Esta vez, el tiro es de 450
ejemplares. Dibujos de tipo surrealista, oníricos, que de
hecho, más que ilustrarlo, establecen un c o n t r a p u n t o con
el texto.
En 1949, muy probablemente, reedición sin nombre de
autor, ni fecha. La cubierta tiene el dibujo de un rostro
visto de frente realizado por Cocteau; la portada, el
monograma (también dibujado por el poeta) y el nombre
de Paul Morihien, el joven editor de Cocteau en esa época.
El texto está ilustrado con cuatro dibujos grabados en
madera e impresos en tinta azul, del poeta también, pero
sin que su firma, con la que era pródigo, apareciese por
ninguna parte. Edición "limitada a 500 ejemplares numerados",
y "estrictamente reservada a los suscriptores". En
julio de 1957, traducción inglesa, con el t í t u l o / / White
Paper (en la cubierta) y The Wlnte Paper (en la portada), en
París, editada por The Olympia Press. "Prefacio e ilustraciones
de Jean Cocteau, de la Academia Francesa." En el
prefacio, el recién admitido en la Academia (su ingreso fue
en 1955) hace la pregunta de saber si el autor de El libro
blanco es él o no, pero deja en suspenso la respuesta. De los
nueve dibujos, reproducidos en tinta gris, seis de ellos
(páginas 17, 47, 59, 69, 77 y 85) son reelaboraciones un
tanto edulcoradas —debido a la censura— de las ilustraciones
libres hechas para la novela Qjierelle de Brest, de Jean
Genet, publicada diez años antes en las ediciones Paul
Morihien.
Así estaba la bibliografía de El libro blanco cuando
murió su autor, en 1963. Desde entonces, en 1970, el editor
Bernard Laville reprodujo, en versión de bolsillo, la
edición Morihien mencionada anteriormente, a la que
añadió la página manuscrita de las Editions du Signe,
además de gran cantidad de erratas.
Desde 1928, El libro blanco hizo pues una carrera
semiclandestina. Cocteau lo dedicó a menudo: "Un saludo
amistoso de mi juventud lejana", confiesa en el ejemplar
de Roger Peyrefitte. Y no protestó cuando incluyeron el
libro en su bibliografía.
Así, hasta estos últimos años liberadores, muchas
generaciones se pasaron El libro blanco por debajo de la
mesa: generaciones de homosexuales, de fervientes admiradores
del autor de Les Enfants terribles y de amantes de la
literatura, sin que estas tres categorías sean incompatibles.
Uno de los grandes atractivos del presente volumen es que
se reproducen de manera íntegra la serie de ilustraciones
de Jean Cocteau para la edición de 1930 de El libro blanco,
en las Editions du Signe. Esta significativa serie de dibujos,
que nos dicen mucho sobre las fantasías eróticas del poeta,
desde entonces nunca había sido publicada in extenso; los
únicos que habían podido disfrutarlos eran algunos bibliófilos
y ratones de biblioteca. Nos dimos cuenta de que
en las Editions du Signe, el coloreado de los dibujos no
pertenecía a su autor; por eso el presente volumen se limita
a reproducirlos en blanco y negro, lo que restituye en cierta
medida la versión inicial, debida tan sólo a nuestro
poeta-dibujante.
Milorad
Marzo de 1981
El libro blanco
Jean Cocteau
Publicamos esta obra porque en ella el talento supera con creces
a la indecencia y porque de ella se desprende una especie de
moraleja que impide a un hombre de principios ubicarla entre los
libros libertinos. La recibimos sin nombre y sin dirección.

(FRAGMENTO)

Hasta donde llegan mis recuerdos e incluso a la edad en que
la mente todavía no tiene influencia sobre los sentidos, encuentro
huellas de mi amor por los muchachos.
Siempre me gustó el sexo fuerte, que me parece legítimo
llamar el sexo bello. Mis desdichas se han debido a una
sociedad que condena lo raro como un crimen y nos obliga
a reformar nuestras inclinaciones.
Tres circunstancias decisivas me vuelven a la memoria.
Mi padre vivía en un pequeño castillo cerca deS. El castillo
tenía un parque. Al fondo del parque había una granja y
un abrevadero que n o pertenecían al castillo. Mi padre los
toleraba sin cercas, a cambio de los lácteos y los huevos que
el granjero traía a diario.
Una mañana de agosto, andaba yo merodeando por el
parque con una carabina cargada con fulminantes y,
jugando al cazador, oculto tras un seto, acechaba el paso
de algún animal, cuando vi desde mi escondite que un
joven granjero llevaba a bañar a un caballo de labranza.
Para poder entrar al agua y sabiendo que al final del parque
nunca se aventuraba nadie, cabalgaba completamente
desnudo y hacía resoplar al caballo a unos metros de mí.
Lo atezado de su rostro, de su cuello, de sus brazos, de sus
pies, al contrastar con la piel blanca, me recordaba las
castañas de Indias cuando salen de sus vainas, pero
aquellas manchas oscuras no eran las únicas. Había otra
qué atraía mis miradas, en medio de la cual un enigma se
perfilaba hasta en sus mínimos detalles.
Me zumbaron los oídos. Se me congestionó el rostro.
Mis piernas se quedaron sin fuerza. El corazón me latía
como un corazón de asesino. Sin darme cuenta, se me
nubló la vista y no me encontraron sino luego de cuatro
horas de búsqueda. Una vez en pie, me cuidé en forma
instintiva de revelar el motivo de mi debilidad y conté, a
riesgo de quedar en ridículo, que una liebre me había
espantado al salir desde los macizos.

La segunda vez sucedió al año siguiente. Mi padre había
autorizado a unos gitanos a que acamparan en aquel
mismo pedazo de parque en donde había perdido el
conocimiento. Yo me paseaba con mi sirvienta. De pronto,
lanzando gritos, me llevó de regreso, prohibiéndome que
mirara hacia atrás. El calor era resplandeciente. Dos
jóvenes gitanos se habían desvestido y trepaban a los
árboles. Espectáculo que espantó a mi sirvienta y que la
desobediencia enmarcó de manera inolvidable. Así viva
cien años, gracias a aquellos gritos y a la carrera que dimos,
siempre volveré a ver a una mujer que mece a un recién
nacido, un carromato, un fuego que humea, un caballo
blanco que come hierba, y trepando a los árboles, dos
cuerpos de bronce tres veces manchados de negro.
La última vez, si n o me equivoco, se trataba de un joven
sirviente llamado Gustave. A la mesa, casi no podía
contener la risa. Aquella risa me encantaba. A fuerza de dar
vueltas y más vueltas en mi cabeza al recuerdo del joven
granjero y de los gitanos, llegué a desear con todas mis
fuerzas que mi mano tocase lo que habían visto mis ojos.
Mi proyecto era de lo más ingenuo. Dibujaría una
mujer, le llevaría la hoja a Gustave, lo haría reír, le daría
valor y le pediría que me dejase tocar el misterio que,
cüaTTdó s~eTvia"ta mesa, imaginaba yotajouna-significativa
protuberancia del pantalón. Porque mujeres en paños
menores a la única que había visto era a mi sirvienta y creía
que los artistas les inventaban senos duros a las mujeres
mientras que en realidad todas ellas los tenían aguados. Mi
dibujo era realista. Gustave estalló en carcajadas, me
preguntó quién era mi modelo y como con una audacia
inconcebible fui directo al grano, aprovechando que se
meneaba todo, me rechazó, muy rojo, me jaló una oreja,
con el pretexto de que le hacía cosquillas y, muerto de
miedo de perder su puesto, me condujo hasta la puerta.
Algunos días después robó vino. Mi padre lo corrió.
Intercedí, lloré; t o d o resultó inútil. Acompañé a Gustave
hasta la estación. Llevaba un juego de pim pam pun que
le había yo regalado para su hijo, cuya fotografía me
mostraba a menudo.
Mi madre había muerto al traerme al m u n d o y siempre
había vivido frente a frente con mi padre, hombre triste y
encantador. Su tristeza era anterior a la pérdida de su
mujer. Incluso en la felicidad se había sentido triste y ésa
es la razón por la que a su tristeza le buscaba yo raíces más
profundas que su duelo.
El pederasta reconoce al pederasta como el judío al
judío. Lo adivina bajo la máscara, y yo me encargo de
descubrirlo entre las líneas de los libros más inocentes.
Esta pasión es menos sencilla de lo que suponen los
moralistas. Porque, así como existen mujeres pederastas,
mujeres con aspecto de lesbianas, pero que buscan a los
hombres de la especial manera en que los hombres las
buscan a ellas, también existen pederastas que se ignoran
a sí mismos y viven hasta el fin en un malestar que le
achacan a una salud débil o a un carácter sombrío.
Siempre pensé que mi padre se me parecía demasiado
como para diferir en este p u n t o capital. Es probable que
ignorase sus inclinaciones y en lugar de ir cuesta abajo, iba
penosamente cuesta arriba sin saber lo que le hacía la vida
tan pesada. De haber descubierto los gustos que nunca
encontró la ocasión de hacer florecer y que se me revelaban
por frases, por su forma de caminar, por mil detalles de su
persona, se habría ido de espaldas. En su época la gente se
mataba por menos. Pero no; él vivia en la ignorancia de sí
mismo y aceptaba su fardo.
Es posible que yo deba mi presencia en este mundo a
semejante ceguera. Lo deploro, pues a cada quien le habría
i d o mejor si mi padre hubiese conocido las alegrías que me
hubiesen evitado algunas desdichas.
Entré al liceo Condorcet en tercero de secundaria. Ahí,
los sentidos se despertaban sin control y crecían como
mala hierba. N o había otra cosa que bolsillos agujereados
y pañuelos sucios. Lo que más envalentonaba a los
alumnos era la clase de dibujo, ocultos por las murallas de
cartón. A veces, en la clase general, algún profesor irónico
interrogaba de p r o n t o a un alumno al borde del espasmo.
El alumno se levantaba, con las mejillas encendidas, y,
farfullando cualquier cosa, trataba de transformar un diccionario
en hoja de parra. Nuestras risas aumentaban su
perturbación.
La clase olía a gas, a gis, a esperma. Esa mezcla me daba
asco. Debo decir que lo que era un vicio a los ojos de todos
los alumnos, y que al n o serlo para mí o, para ser más exacto,
al parodiar sin gusto una forma de amor que mi instinto
respetaba, yo era el único que parecía reprobar aquellas cosas.
El resultado de esto eran eternos sarcasmos y atentados en
contra de lo que mis compañeros tomaban por pudor.
Pero Condorcet era un liceo de externos. Estas prácticas
no llegaban a ser amoríos; n o iban mucho más allá de los
límites de un juego clandestino.
Uno dejos alumnos, llamado Dargelos, gozaba de gran
prestigio debido a una virilidad muy por encima de su
edad. Se exhibía con cinismo y comerciaba con un espectáculo
que daba incluso a los alumnos de otras clases a
cambio de estampillas raras o tabaco. Los lugares que
rodeaban su pupitre eran lugares privilegiados. Vuelvo a
ver su piel morena. Por sus pantalones muy cortos y por
sus calcetines que caían hasta los tobillos, se adivinaba el
orgullo que sentía por sus piernas. Todos llevábamos
pantalones cortos, pero a causa de sus piernas de hombre,
Dargelos era el único que tenía las piernas desnudas. Su
camisa abierta liberaba un cuello ancho. Un poderoso rizo
se le torcía en la frente. Su cara de labios un poco gruesos,
de ojos un poco rasgados, de nariz un poco chata,

presentaba las menores características del tipo que debía
llegar a serme nefasto. Astucia de la fatalidad que se
disfraza, que nos produce la ilusión de ser libres y que, al
fin de cuentas, siempre nos hace caer en la misma trampa.
La presencia de Dargelos me ponía enfermo. Lo rehuía.
Lo espiaba. Soñaba con un milagro que lo hiciera fijarse en
mí, lo despojara de su altivez, le revelara el sentido de mi
actitud, que él debía de tomar por una gazmoñería ridicula
y que no era sino un deseo loco de agradarle.
Mi sentimiento era vago. No lograba precisarlo. Sólo
sentía incomodidad o delicia. De lo único que estaba seguro
era de que no se parecía en forma alguna al de mis
compañeros.
Un día, sin poder soportar más, me abrí con un alumno
cuya familia conocía a mi padre y al que yo frecuentaba
fuera del liceo. " C ó m o eres t o n t o —me dijo— es muy fácil.
Invita un domingo a Dargelos, llévalo atrás de los macizos
y asunto arreglado." ¿Qué asunto? No había ningún
asunto. Farfullé que no se trataba de un placer fácil de
tomar en clases y traté inútilmente de usar palabras para
darle forma a mi sueño. Mi compañero se encogió de
hombros. "¿Para qué —dijo— le buscas tres pies al gato?
Dargelos es más fuerte que nosotros (eran otros sus
términos). En cuanto lo halagas, dice que sí. Si te gusta, no
tienes más que echártelo."
La crudeza de este apostrofe me t r j s t o r n ó . Me di cuenta
de que era imposible hacerme entender. Admitiendo,
pensaba, que Dargelos aceptase una cita conmigo, ¿qué le
diría, qué haría? Mi gusto no seria divertirme cinco
minutos, sino vivir siempre con él. En pocas palabras, lo
adoraba, y me resigné a sufrir en süencio, pues, sin darle
a mi mal el nombre de amor, sentia yo muy bien que era
lo contrario de los ejercicios en clase y que no encontraría
respuesta alguna.
Esta aventura, que no habia tenido un inicio, tuvo un
final.

Alentado por el alumno con el que me había abierto,
le pedí a Dargelos una cita en un salón vacío después de la
sesión de estudio de las cinco. Llegó. Había contado con
que u n prodigio me dictase cómo debía comportarme. En
su presencia perdí la cabeza. Ya n o veía más que sus piernas
robustas y sus rodillas heridas, blasonadas de costras y de
tinta.-
—¿Qué quieres? —me preguntó, con una sonrisa cruel.
Adiviné lo que estaba suponiendo y que mi petición no
tenía n i n g ú n otro significado a sus ojos. Inventé cualquier
cosa.
—Quería decirte—farfullé— que el prefecto te está vigilando.
Era una mentira absurda, pues el encanto de Dargelos
había embrujado a nuestros maestros.
Son inmensos los privilegios de la belleza. Actúa incluso
sobre aquellos a los que parece no importarles nada.
Dargelos ladeó la cabeza con una mueca:
—¿El prefecto?
—Sí —proseguí, sacando fuerzas del terror—, el prefecto.
Oí que le decía al director: "Tengo vigilado a Dargelos. Está
exagerando. ¡No le quito los ojos de encima!"
—¡Ah! conque estoy exagerando —dijo—, pues bien,
amigo, se la voy a enseñar, al prefecto. Se la voy a enseñar
en la sala de armas; y en cuanto a ti, si me molestas sólo para
contarme semejantes pendejadas, te advierto que a la
primera que lo vuelvas a hacer te voy a patear las nalgas.
Desapareció.
Durante una semana pretexté que tenía calambres para
no ir a clases y no encontrar la mirada de Dargelos. A mi
regreso me enteré de que estaba enfermo y guardaba cama.
No me atrevía a pedir noticias suyas. Había rumores. El era
boy scout. Se decía que imprudentemente se había bañado
en el Sena helado, que tenía angina de pecho. Una tarde,
en clase de geografía, nos enteramos de su muerte. Las
lágrimas me obligaron a salir del salón. La juventud no es
tierna. Para muchos alumnos, aquella noticia, que el
director nos dio de pie, n o fue sino la autorización tácita
de no hacer nada. Y al día siguiente, las costumbres se
sobrepusieron al duelo.
A pesar de todo, el erotismo acababa de recibir el tiro
de gracia. Muchísimos pequeños placeres se perturbaron
por el fantasma del hermoso animal ante cuyas delicias la
muerte misma no había permanecido insensible.
En primero de preparatoria, después de las vacaciones,
un cambio radical se había producido en mis compañeros.
Les cambiaba la voz; fumaban. Se rasuraban una
sombra de barba, efectuaban salidas con la cabeza descubierta,
llevaban pantalones ingleses o pantalones largos. El
onanismo cedía su lugar a la fanfarronería. Circulaban
tarjetas postales. Toda aquella juventud se volvía hacia la
mujer como las plantas hacia el sol. Fue entonces cuando,
para seguir a los demás, comencé a falsear mi naturaleza.
Al precipitarse hacia su verdad, me arrastraban hacia la
mentira. Mi repulsión se la achacaba a mi ignorancia.
Admiraba yo su desenvoltura. Me esforzaba en seguir su
ejemplo y en compartir sus entusiasmos. Continuamente
tenía que vencer mis vergüenzas. Esa disciplina terminó
por hacerme bastante fácil el trabajo. Cuando mucho, me
repetía que el desentreno no era divertido para nadie, pero
que la buena voluntad de los demás era mayor que la mía.
El domingo, si hacú buen tiempo, nos íbamos en
grupo con todo y raquetas, con el pretexto de jugar al tenis
en Autcuil. Dejábamos las raquetas en ci camino, en casa
del portero de un condiscípulo cuya familia vivía en
Marsella, y nos apresurábamos hacia las casas de citas de
la calle de Provencc. Frente a la puerta de cuero, la timidez
de nuestra edad recuperaba sus derechos. íbamos y veníamos,
dudando ante aquella puerta como bañistas ante el
agua fria. Echábamos un volado para ver quién entraría
primero. Yo me moría de miedo de que la suerte me
designara a mí. Finalmente la víctima caminaba a lo largo
de los muros, se hundía en ellos y nos arrastraba tras de sí.
Nada intimida más que'los niños y las muchachas.
Demasiadas cosas nos separan de ellos y de ellas. N o se sabe
cómo romper el silencio y ponerse a su altura. En la calle
de Provence, el único terreno de entendimiento eran la
cama, en donde yo me tendía cercano a la muchacha, y el
acto que ambos realizábamos sin que de él obtuviésemos
el menor placer.
Envalentonados por aquellas visitas, empezamos a
abordar a las mujeres de la farándula, y así llegamos a conocer
a una personita que se hacía llamar Alice de Pibrac.
Vivía en la calle La Bruyère, en un modesto departamento
que olía a café. Si mal no recuerdo, Alice de Pibrac nos
recibía, pero sólo nos permitía admirarla en su sórdida
bata y con sus pobres cabellos sobre la espalda. Semejante
régimen exasperaba a mis compañeros y a mí me gustaba
mucho. A la larga, se cansaron de esperar y siguieron una
nueva pista. Se trataba de reunir el dinero que llevábamos,
de alquilar un palco en El Dorado durante la matinée de
los domingos, de arrojar ramos de violetas a las cantantes
y de ir a esperarlas a la puerta trasera, en medio de un frió
mortal.
Si cuento estas aventuras insignificantes, es para mostrar
la fatiga y el vacío que nos dejaba nuestra salida de los
domingos, y la sorpresa de oír a mis compañeros machacar
los detalles toda la semana.
Uno de ellos conocía a la actriz Berthe, quien me
presentó a Jeanne. Se dedicaban al teatro. Jeanne me
gustaba; le encargué a Berthe que le preguntase si consentiría
en volverse mi amante. Berthe me trajo una negativa
y me intimó a engañar a mi compañero con ella. Poco

después, al saber por él quejeanne se dolia de mi silencio,
fui a verla. Descubrimos que mi encargo nunca se había
cumplido y decidimos vengarnos reservándole a Berthe la
sorpresa de nuestra felicidad.
Esta aventura marcó mis dieciséis, diecisiete y dieciocho
años con tanta fuerza que todavía hoy me resulta
imposible ver el nombre de Jeanne en algún diario o su
retrato en algún muro, sin que me sienta impresionado. Y
sin embargo es posible no contar nada de este amor banal
que transcurría en esperas con las modistas y en desempeñar
un papel bastante ingrato, pues el armenio que
mantenía a Jeanne me tenía en gran estima y hacía de mí
su confidente.
El segundo año, las escenas comenzaron. Después de la
más encendida, que tuvo lugar a las cinco en la Plaza de
la Concordia, dejé a Jeanne en una isleta y corrí a mi casa.
A mitad de la cena ya estaba proyectando un telefonazo
cuando vinieron a anunciarme que una dama me esperaba
en un coche. Era Jeanne. " N o sufro —me dijo—porque me
hayas dejado plantada ahí, en la Plaza de la Concordia,
pero eres demasiado débil como para llevar hasta el final
un acto semejante. Todavía hace dos meses hubieras
regresado a la isleta después de haber atravesado la plaza.
No presumas de haber dado muestra de carácter, lo único
que probaste fue una disminución de tu amor." Aquel
peligroso análisis me aclaró las cosas y me mostró que la
esclavitud había llegado a su término.
Para reavivar mi amor, tuve que darme cuenta de que
Jeanne me engañaba. Me engañaba con Berthe. Esta
circunstancia me revela ahora las bases de mi amor. Jeanne
era un muchacho; le gustaban las mujeres, y yo la quería
con lo que mi naturaleza tenía de femenino. Las descubrí
acostadas, enredadas como un pulpo. Había que golpear,
y supliqué. Se burlaron, me consolaron, y aquello fue el fin
lamentable de una aventura que moría por sí sola y que no

obstante me causó los estragos suficientes como para
inquietar a mi padre y obligarlo a salir de la reserva en la
que siempre se mantenía con respecto a mí.
Una noche, cuando regresaba a casa de mi padre más
tarde que de costumbre, en la Plaza de la Madeleine, una
mujer me abordó con dulce voz. La miré, la encontré
encantadora, joven, fresca. Se llamaba Rose, le gustaba
conversar y caminamos de ida y vuelta hasta la hora en que
los verduleros, dormidos sobre las legumbres, dejan que
sus caballos atraviesen París desierto.
Salía yo al día siguiente para Suiza. Le di a Rose mi
nombre y mi dirección. Ella me enviaba cartas en papel
cuadriculado con una estampilla para la respuesta. Yo le
contestaba sin problema. A mi regreso, más feliz que
Thomas de Quincey, me encontré con Rose en la plaza en
donde nos habíamos conocido. Me rogó que fuera a su
hotel en la Plaza Pigal le.
El hotel M. era lúgubre. Lis escaleras apestaban a éter.
Es el consuelo de las muchachas que regresan con las
manos vacías. La habitación era del tipo de habitaciones
que nunca se arreglan. Rose fumaba en la cama. Le dije que
se veía muy bien. " N o hayque vermesin maquillar—dijo—.
No tengo cejas. Parezco un conejo ruso." Me convertí en
su amante. Rehusaba el menor regalo. Bueno, aceptó un
vestido con el pretexto de que no servía para nada en el
negocio, que era demasiado elegante y que lo guardaría en
su ropero como recuerdo.
Un domingo, tocaron a la puerta. Me levanté de prisa.
Rose me dijo que no me inquietara, que era su hermano y
que estaría encantado de verme.
El hermano se parecía al granjero y al Gustave de mi
infancia. Tenía diecinueve años y la peor de las apariencias.
Se llamaba Alfred o Alfredo y hablaba un francés extraño,
pero a mí no me preocupaba su nacionalidad; me
parecía pertenecer al país de la prostitución, que posee su
p r o p i o patriotismo y cuyo idioma bien podía ser aquél.
Si la cuesta por la que subía hacia la hermana estaba un
poco inclinada, se podrá adivinar a qué grado lo estaba la que
me hizo bajar hacia el hermano. Estaba, como dicen sus
compatriotas, al tanto de todo, y pronto nos las ingeniamos
para encontrarnos sin que Rose se diese cuenta de nada.
Para mí, el cuerpo de Alfred era más el cuerpo que
habían tomado mis sueños que el joven cuerpo poderosamente
armado de un adolescente cualquiera. Cuerpo
perfecto, aparejado de músculos como un navio de cuerdas
y cuyos miembros parecen desplegarse en estrella alrededor
de un pelambre de donde se levanta, mientras que la
mujer está construida para simular, la única parte que no
sabe mentir en el hombre.
Comprendí que me había equivocado de ruta. Me juré
que n o volvería a perderme, que seguiría en lo sucesivo mi
recto camino en vez de extraviarme en el de los demás y que
escucharía más las órdenes de mis sentidos que los consejos
de la moral.
Alfred devolvía mis caricias. Me confesó que n o era el
hermano de Rose. Era su padrote.
Rose seguía desempeñando su papel y nosotros el
nuestro, Alfred me cerraba un ojo, me daba un codazo y
a veces estallaba en carcajadas. Rose lo miraba con sorpresa,
sin sospechar que éramos cómplices y que entre nosotros
existían lazos que la astucia consolidaba.
Un día el mozo del hotel entró y nos encontró echados
a la derecha y a la izquierda de Rose: "Ve usted, Jules
—exclamó señalándonos a ambos—, mi hermano y mi
amorcito. Es todo lo que amo."
Las mentiras comenzaban a cansar al perezoso de
Alfred. Me confió que n o podía seguir con aquella forma
de vivir, trabajar en una acera, mientras Rose trabajaba en
la otra, y recorrer aquel negocio al aire libre en el que los
vendedores son la mercancía. En pocas palabras, me estaba
pidiendo que lo sacara de ahí.
Nada podía producirme más placer. Decidimos que yo
tomaría una habitación en un hotel de Ternes, que Alfred
se instalaría en ella de inmediato, que después de cenar iría
a rcunirme con él para pasar la noche, que ante Rose
fingiría que había desaparecido y que me lanzaría en su
búsqueda, lo que me haría libre y nos valdría muchos
buenos momentos.
Renté la habitación, instalé a Alfred y cené en casa de
mi padre. Después de la cena corrí al hotel. Alfred había
emprendido el vuelo. Esperé de las nueve hasta la una de
la mañana. Como Alfred no regresaba, volví a casa con el
corazón echando chispas.
Al día siguiente por la mañana, como a las once, fui a
ver qué pasaba; Alfred dormía en su habitación. Se
despertó, lloriqueó y me dijo que no había podido evitar
volver a sus costumbres, que n o podría estar sin Rose y que
la había buscado toda la noche, primero en su hotel, en el
que ya n o vivía, luego de acera en acera, en cada café de
Montmartre y en los bailes de la calle de Lappe.
—Claro —le dije— Rose está loca, tiene fiebre. Está viviendo
con una de sus amigas de la calle de Budapest.
Me suplicó que lo condujese allá en ese mismo instante.
La habitación de Rose en el hotel M. era un salón de
fiestas comparada con la de su amiga. Nos debatimos en
una espesa pasta de olores, de ropa y de sentimientos
dudosos. Las mujeres estaban en camisón. Alfred gemía en
el suelo frente a Rose y se abrazaba a sus rodillas. Yo estaba
pálido. Rose volvía hacia mi cara su rostro embadurnado
de afeites y lágrimas; me tendía los brazos: "Ven —gritaba—,
regresemos a la Plaza Pigalley vivamos juntos. Estoy segura
de que ésa es la idea de Alfred. ¿Verdá, Alfred?", añadió
jalándole los cabellos. El guardó silencio.
Debía ir con mi padre a Toulon para la boda de mi prima,
hija del vicealmirante G. F. El porvenir se me presentaba

siniestro. Anuncié este viaje familiar a Rose, los deposité, a
ella y a Alfred, que seguía mudo, en el hotel de la Plaza Pigalle
y les prometí que los visitaría en cuanto regresase.
En Toulon, me di cuenta de que Alfred me había robado
una cadenita de oro Era mi fetiche. Yo se la había
puesto en la muñeca, había olvidado tal circunstancia y él
no había tenido la precaución de recordármela.
Cuando regresé, que fui al hotel y entré a la habitación,
Rose se me prendió del cuello. Estaba oscuro. Al principio
no reconocí a Alfred. ¿Qué tenía pues de irreconocible?
La policía estaba peinando Montmartre. Alfred y Rose
temblaban debido a su nacionalidad dudosa. Se habían
conseguido unos pasaportes falsos, se aprestaban a poner
pies en polvorosa, y Alfred, embriagado por lo novelesco
del cinematógrafo, se había hecho teñir el cabello. Bajo
aquella cabellera negra su pequeña cara rubia se recortaba
con precisión antropométrica. Le reclamé mi cadena. Lo
negó todo. Rose lo denunció. El se debatía, maldecía, la
amenazaba, me amenazaba y blandía un arma.
Me escabullí y bajé la escalera de cuatro en cuatro, con
Alfred pisándome los talones.
Abajo, llamé un taxímetro. Le solté mi dirección, me subí
rápido y, cuando el taxímetro arrancaba, volví la cabeza.
Alfred se mantenía inmóvil frente a la puerta del hotel.
Gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas. Tendía los
brazos; me llamaba. Bajo el cabello mal teñido, su palidez
daba lástima.
Tuve ganas de golpear los vidrios, de decirle al chofer que
parara. No era capaz de decidirme, ante aquella angustia
solitaria, a regresar cobardemente a las comodidades de la
familia, pero pensé en la cadena, en el arma, en los pasaportes
falsos, en aquella huida en la que Rose me pediría que los
siguiese. Cerré los ojos. Y todavía aiiora me basta con cerrar
los ojos en un taxímetro para qu'e se forme la pequeña silueta
de Alfred llorando bajo su cabellera de asesino.

Como el almirante estaba enfermo y mi prima se
encontraba en viaje de bodas, tuve que regresar a Toulon.
Resultaría fastidioso describir esta encantadora Sodoma,
en donde el fuego del cielo cae sin golpear en forma de sol
cariñoso. De noche, una indulgencia todavía más suave
inunda la ciudad y, como en Ñapóles, como en Venccia,
una muchedumbre de fiesta popular da vueltas en las
plazas adornadas con fuentes, con tiendas de oropel, con
vendedores de crepas, con merolicos. De todos los rincones
del mundo, los hombres subyugados por la belleza
masculina vienen a admirar a los marineros que vagan
solos o en grupo, responden a las miradas con una sonrisa
y no rechazan nunca un ofrecimiento de amor. Una sal
nocturna transforma al presidiario más brutal, al bretón
más rudo, al corso más huraño en esas muchachas altas y
escotadas, contoneantes, floridas, a las q u e les gusta el baile
y conducen a su compañero, sin la menor vergüenza, a los
hoteluchos del puerto.
Uno de los cafés en donde se baila es manejado por un
antiguo cantante de cafe-concert que posee voz de mujer y
que se exhibía como travestí. Ahora luce u n suéter y anillos.
Flanqueado por colosos de pompón rojo que lo idolatran
y a los que maltrata, anota, con una enorme escritura de
niño, sacando la lengua, los pedidos que su mujer anuncia
con ingenua rudeza.
Una noche en que empujé la puerta de aquella sorprendente
criatura, a la que su mujer y sus hombres rodean de
cuidados respetuosos, me quedé clavado en mi lugar.
Acababa de ver, de perfil, apoyado contra el piano mecánico,
al espectro de Dargelos. Dargelos de marinero.
De Dargelos, este doble tenía sobre todo la altivez, el
aspecto insolente y distraído. Se leía en letras de oro
Revoltosa sobre su gorra echada hacia adelante hasca la ceja
izquierda, una bufanda negra le ceñía el cuello y llevaba
uno de aquellos pantalones acampanados que en otros
tiempos permitían a los marineros abotonarlos sobre los
muslos y que prohiben los actuales reglamentos con el
pretexto de que son el símbolo del padrote.
En otra parte, jamás hubiese osado ponerme en el
ángulo de aquella mirada altiva. Pero Toulon es Toulon;
el baile evita el malestar de los preámbulos, arroja a los desconocidos
unos en brazos de otros y preludia el amor.
Con una música llena de rizos y sortijas, bailamos un
vals. Los cuerpos arqueados hacia atrás se funden por el
sexo, los perfiles graves bajan los ojos, girando menos
rápido que los pies que tejen y que a veces se plantan como
cascos de caballo. Las manos libres adoptan la pose
graciosa que afecta el pueblo para tomarse un vaso de vino
y para mearlo. Un vértigo de primavera exalta los cuerpos.
En ellos crecen ramas, se aplastan durezas, se mezclan
sudores, y allá va una pareja rumbo a las habitaciones con
relojes bajo capelos de cristal y con edredones.
Desprovisto de los accesorios que intimidan a un civil
y del tipo que afectan los marineros para darse valor,
Revoltosa se volvió un animal tímido. Le habían roto la
nariz en una riña con una garrafa. Una nariz recta podía
hacerlo insípido. Aquella garrafa había dado el último
toque a la obra maestra.
En su torso desnudo, ese muchacho, que me representaba
la suerte, llevaba tatuado Mala suerte, en mayúsculas
azules. Me c o n t ó su historia. Era breve. Ese tatuaje lastimoso
la resumía. Acababa de salir de la prisión marítima.
(...)

martes, 29 de enero de 2013

CARLOS CORTÉS gana premio MONTEFORTE.


Actualizado a las 19:19 CULTURA

Anuncian ganador del Premio Mario Monteforte Toledo

El XIII premio de Novela Mario Monteforte Toledo recayó sobre el novelista Carlos Cortés.

POR REDACCIÓN CULTURAGuatemala
CIUDAD DE GUATEMALA- El título de la obra ganadora es El corazón de la noche  del escritor  costarricense Carlos Cortés que, a criterio del jurado, reunió las características para acreditarse el premio. 
"Por abordar la conflictividad de los lazos familiares y el desarrollo de historias complejas y cotidianas", explicó el jurado que estuvo integrado por escritores centroamericanos. 
Este premio surge de la inciativa del escritor guatemalteco Mario Monteforte Toledo quien falleció en el año 2003.http://www.prensalibre.com/cultura/Anuncian-Premio-Mario-Monteforte-Toledo_0_856114593.html

H. P. LOVECRAFT :EL LIBRO NEGRO DE ALSOPHOCUS

Howard Phillips Lovecraft, uno de los creadores narrativos del género de terror y fantasía más trascendente del siglo XX, nació el 20 de agosto de 1890 en Providence, Rhode Island, hijo de Winfield Scott Lovecraft y Sarah Susan (Phillips) Lovecraft. 
A los ocho años, el joven Howard sufrió la pérdida de su padre, quedando bajo la tutela de su madre, sus abuelos maternos y sus tías, siendo mimado y sobreprotegido, convirtiéndose en un muchacho enfermizo y solitario. La niñez de Lovecraft fue solitaria y retraída, debido a sus frecuentes períodos de enfermedad, y la sobreprotección de su madre. En el colegio, no congeniaba con los demás niños y sus juegos bruscos, en cambio, pasaba largas horas en la biblioteca de su abuela materna leyendo especialmente tratados sobre astronomía, ciencia que fue su pasión por el resto de su vida. 
Durante sus primeros años de adolescencia, ya había publicado una revista mimeografiada llamada The Rhode Island Journal of Astronomy , posteriormente, publicó en el Tribune de Providence un artículo mensual sobre fenómenos astrológicos de la época. El solitario mundo de Lovecraft se nutría en la lectura de variados temas: la astronomía, la historia de Grecia y Roma, Las mil y una noches, la Inglaterra del siglo XVIII y las novelas góticas. A los 15 años, ya había escrito su primer cuento: `La bestia en la cueva`. 
El afiliarse a la United Amateur Press Association, le permitió publicar sus obras, comenzando con `El alquimista`, en 1917, escribió `Dagón`, el primero aparecido en Weird Tales (1923). 
En 1921, tras fallecer su madre y menguar la fortuna familiar, Lovecraft se dedica a escribir artículos firmados por otros, revisor de obras y crítico, todo esto por una mínima paga. 
En 1924, Lovecraft contrae matrimonio con Mrs. Sonia Greene, diez años mayor que él, pero esta unión duraría poco, al cabo de dos años, la pareja se separa. 
Al ir publicando su obra, Lovecraft se ganó rápidamente un público entusiasta entre los lectores de Weird Tales, además del reconocimiento de la crítica especializada. 

Las tendencias literarias de Lovecraft 

Su narrativa se puede dividir en dos corrientes principales: los relatos fantásticos de tendencia dunsaniana, o los cuentos de misterio y terror cósmico, influenciado por autores como Edgar Allan Poe, y especialmente por Arthur Manchen y Algernoon Blackwood. La segunda corriente, los relatos de misterio y terror, se subdividen a la vez en `Cuentos de Nueva Inglaterra` y los `Mitos de Cthulhu`. Entre los primeros, se cuentan `El extraño`, `El modelo de Pickman`, `Herbert West, reanimador`, `Él`, `En la cripta`, etc. En los de corte dunsaniano, tenemos `Dagón`, `Los gatos de Ulthar`, `La extraña casa en la niebla`, y el fabuloso ciclo de Randolph Carter: `La declaración de Randolph Carter`, `La llave de plata`, `A través de las puertas de la llave de plata`, `La búsqueda de la ciudad del sol poniente`, entre los más destacados. 

Lovecraft y su legado 

A pesar de su prolífica obra, durante muchos años Lovecraft sólo fue conocido entre los lectores de Weird Tales, entre sus amigos y colegas y entre los críticos especializados, debido principalmente a la naturaleza de revista `pulp`, de tiraje limitado en que fueron publicados sus escritos. Fue sólo mucho después del fallecimiento de Lovecraft que August Derleth, amigo y colaborador póstumo, funda la editorial Arkham House, la que publica y difunde sus obras, dándose a conocer a través del mundo, concertando, hasta nuestros días, la devoción y admiración de varias generaciones de lectores y escritores que gustan de lo fantástico y macabro. 
Howard Phillips Lovecraft falleció en las primeras horas del 15 de marzo de 1937, víctima de cáncer intestinal, complicado con nefritis crónica.

Fuente: NN.


EL LIBRO NEGRO DE ALSOPHOCUS
H. P. LOVECRAFT & MARTIN S. WARNES
El Libro Negro De
Alsophocus
(H.P. Lovecraft & Martín S. Warnes)
Mis recuerdos son muy confusos, Apenas si sé cuando
empezó todo; es como si, en determinados momentos,
contemplase visiones de los años transcurridos a mi
alrededor, mientras que, otras veces, parece que el presente
se difumina en un punto aislado dentro de una palidez
informe e infinita. Ni tan siquiera sé a ciencia cierta cómo
expresar lo sucedido. Mientras hablo, tengo la vaga sensación
de que necesitaré sostener lo que voy a decir con ciertas
pruebas extrañas y, posiblemente, terribles. Mi propia
identidad parece escabullirse. Es como si hubiese sufrido un
fuerte golpe; producido, quizá, por el advenimiento de algún
proceso monstruoso que tuvo lugar en los hechos que me
acontecieron.
Estos ciclos de experiencia tienen sus inicios en aquel libro
carcomido. Recuerdo el lugar donde lo encontré; apenas si
estaba iluminado, escondido al lado del río cubierto de
brumas por donde fluyen unas aguas negras y aceitosas. El
edificio era muy viejo, las enormes estanterías atesoraban
cientos de libros decrépitos que se acumulaban sin fin en
habitaciones y corredores sin ventanas. Había, además, masas
informes de volúmenes amontonados descuidadamente por el
suelo; y fue en uno de estos montones donde encontré el
tomo. Al principio no sabía cómo se titulaba ya que le
faltaban las primeras páginas; pero lo abrí por el final y ví
algo que enseguida llamó mi atención.
Se trataba de una especie de fórmula -una pequeña lista de
cosas que hacer y decir - que sonaban como algo oscuro y
prohibido; pero seguí leyendo y descubrí ciertos párrafos en
los que se mezclaban la fascinación y la repulsión, ocultos en
las amarillentas páginas, antiguas y extrañas, poseedoras de
los secretos del universo que yo ansiaba conocer. Era una
¡ave -una guía - a ciertas puertas y entradas que los magos y,¡
habían soñado y musitado cuando el hombre era joven, y que
conducían a lugares más allá de las tres dimensiones
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conocidas, a regiones de extrañas vidas y materias. Durante
años los hombres no habían sabido reconocer su esencia
vital, ni sabían dónde encontrarla, pero el libro era realmente
antiguo, No estaba impreso; había sido escrito por la mano de
algún monje loco que había comunicado a aquellas palabras
latinas ciertos conocimientos prohibidos de horripilante
antigüedad.
Recuerdo que el viejo vendedor temblaba asustado, e hizo un
curioso gesto con sus manos cuando me lo llevé. Se negó a
aceptar dinero por el libro, pero hasta mucho después no
descubrí el porqué. Mientras me escurría por los estrechos
callejones portuarios, laberintos cubiertos de bruma, tenía la
vaga sensación de ser seguido por unos pies invisibles que se
arrastraban tras de mí. Las casas decrépitas y antiguas que se
erguían a mi alrededor parecían animadas de una vida
malsana, como si una ráfaga de maligno entendimiento las
hubiese animado. Sentía como si aquellas abombadas paredes
y buhardillas, hechas de ladrillo y cubiertas de musgo -con
redondas ventanas que parecían espiarme-, tratasen de
cerrarme el paso y aplastarme... aunque sólo había leído una
pequeña porción de los oscuros secretos que contenía el libro,
antes de cerrarlo y salir con él bajo el brazo.
Recuerdo con qué ansiedad leí el libro, pálido, encerrado en
la habitación del ático que me servía de refugio en mis
extraños descubrimientos. La enorme casona permanecía
caldeada, pues había salido pasada la medianoche. Creo que
vivía con algún familiar -aunque los detalles son inciertos- y
sé que tenía muchos sirvientes. No sé exactamente qué año
era; desde entonces he conocido muchas edades y
dimensiones, y mi noción del tiempo ha terminado por
desvanecerse. Estuve leyendo a la luz de las velas - recuerdo
el incesante gotear de la cera derretida-, y mientras me
llegaba el sonido de lejanas campanas que tañían de cuando
en cuando. Prestaba una atención especial al sonido de
aquellas campanas, como si temiera escuchar algo muy
lejano, un son extraño y especial.
Y entonces se produjo una especie de golpear y arañar en la
ventana abuhardillada que se abría sobre un laberinto de
tejadillos. Sucedió nada más acabar de pronunciar en voz alta
el noveno verso de un conjuro primordial, y supe,
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aterrorizado, cuál era su significado. Pues aquel que atraviesa
el umbral siempre lleva una sombra consigo, y ya nunca
vuelve a estar solo. Yo la había evocado; el libro era
realmente todo lo que había sospechado. Aquella noche
atravesé la puerta que conduce a un abismo de tiempo y
dimensiones cruzadas, y cuando el amanecer me sorprendió
en el ático descubrí en las paredes v anaqueles de la
habitación aquello que nunca antes había visto.
Desde entonces el mundo no era para mí lo mismo que antes.
Mezclado con el presente, siempre había un poco del pasado
y un poco del futuro, y todos los objetos que alguna vez me
parecieron familiares me resultaban ahora extraños bajo la
nueva perspectiva que tenían mis enfebrecidos ojos. Desde
aquel momento me ví envuelto en un fantástico sueño
poblado de formas desconocidas y medio recordadas, y cada
vez que cruzaba un nuevo umbral me costaba más reconocer
los objetos de la estrecha esfera a la que tanto tiempo había
pertenecido. Lo que descubrí sobre mi propio yo, nadie
puede saberlo; cada vez hablaba menos y permanecía más
tiempo solo, y la locura rondaba mi alrededor. Los perros me
re huían, pues captaban la sombra que me acompañaba. Pero
seguí leyendo, adentrándome en libros ocultos y prohibidos,
en manuscritos y fórmulas que ahora ansiaba conocer, y
atravesaba puertas espaciales y existencias y regiones que
s(abren más allá del universo conocido.
Recuerdo bien la noche que tracé los cinco círculos
concéntricos de fuego en el suelo, y canté, erguido en el
círculo central, aquella monstruosa letanía que invocaba al
mensajero de Tartaria. Las paredes se difuminaron mientras
era arrastrado por un tenebroso viento a través de abismos
fantasmagóricos y grises, en los que relucían, a infinidad de
metros por debajo de mí, los picos crueles de desconocidas
montañas Después hubo un momento de total oscuridad y
luego la luz de millones de estrellas que dibujaban extrañas
constelaciones. Por fin descubrí una verdosa llanura en la
lejanía, debajo de mí, y vislumbré las empinadas torres de
una ciudad cuya mampostería es totalmente ajena a la tierra.
Según me iba acercando a la ciudad, distinguí un enorme
edificio hecho a base de piedras en mitad de un paraje
desolado, y sentí que el miedo se apoderaba de mí,
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atenazándome. Grité, debatiéndome aterrorizado y, después
de un lapsus de oscuridad, me encontré de nuevo en mi
buhardilla, tirado en el suelo sobre los cinco círculos
concéntricos de fuego. El vagabundeo de aquella noche no
había sido más fantástico que los de muchas, otras; pero
había sentido más terror debido a la certeza de saber que me
había acercado más a aquellos abismos y mundos exteriores.
Desde entonces fui más cauteloso con mis conjuros, pues no
quería perderme, separarme de mi cuerpo, del mundo, y
vagar por abismos desconocidos de los que jamás podría
volver.
De cualquier forma, y en la situación en la que me
encontraba, mi capacidad para reconocer los objetos y
escenas normales iba desapareciendo poco a poco según
adquiría nuevos conocimientos, haciendo que mi visión de la
realidad se tomase inesacta, geométrico y distorsionada. Mi
sentido del oído también se vio afectado. El tañido de las
distantes campanas me parecía más ominoso,
terroríficamente etéreo, como si el son me Regase a través de
extraños golfos y lejanas regiones, donde las almas
atormentadas gritan eternamente su pena y dolor. Según
pasaban los días me iba alejando más y más de lo que me
rodeaba, los eones se separaban de los cánones terrestres,
ocultándose entre lo innominable. El tiempo se convirtió en
algo incierto, y mis recuerdos de acontecimientos y gentes
que había conocido antes de adquirir el libro se
desvanecieron en una neblina de irrealidad que evitaba todos
mis desesperados intentos de recuperar.
Recuerdo la primera vez que escuché las voces; voces
inhumanas, sibilinas, que parecían provenir de las regiones
más exteriores del tenebroso espacio, donde seres amorfos se
inclinan y bailan ante un ídolo fétido y monstruoso creado
por el devenir infinito de los siglos. Con el advenimiento de
estas voces comencé a tener unos sueños de espantosa
intensidad, pesadillas mortales en las que soles negros y
verdes brillaban sobre grotescos monolitos y ciudades
malignas que se elevan, torre sobre torre, como queriendo
escapar de sus condicionantes terrestres. Pero todos estos
sueños y pesadillas no eran nada comparados con el
terrorífico coloso que más tarde emergió de mi consciencia;
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incluso ahora me es imposible recordar aquel horror en toda
su magnitud, pero cuando pienso en ello siento una sensación
de vastedad, de una enormidad desconocida, y veo tentáculos
que ondulan y se contraen, como si estuviesen dotados de
inteligencia propia y de una maligna vileza. Y alrededor del
coloso danzaban monstruosidades deformes, cuyas voces
entonaban un canto salvaje y cacofónico:
«Mwlfgab pywfg)btagn Gh’tyaf nglyf lgbya. »
Estos horrores me acompañaban siempre, al igual que la
sombra del más allá.
Y aun así continuaba estudiando los libros y manuscritos, y
seguía atravesando las oscuras puertas que conducen a des
conocidas dimensiones, donde unos seres tenebrosos me
instruían en artes tan infernales que incluso la más prosaicas
de las mentes sería incapaz de soportar.
Recuerdo la forma en que descubrí el título del libro; la no
che estaba muy avanzada y yo hojeaba las polvorientas
páginas cuando descubrí un párrafo que arrojó cierta luz
sobre el origen del misterioso volumen:
"Nyarlathotep reina en Sharnoth, más allá del espacio y
del tiempo; sumido en las sombras de su palacio de
ébano espera su segundo advenimiento y, en compañía
de sus siervos Y acólitos, celebra impíos festines en lo
más profundo de la noche.
Que nadie se interponga con conjuros y encantamiento,,,
que le conciernen, pues quedaría atrapado sin remedio.
Que cuide el ignorante, lo dice el Libro Negro, pues
terrible es en verdad la ira de Nyarlathotep."
Yo ya había encontrado referencias al Libro Negro en
secretos manuscritos: este legendario tomo fue escrito hace
siglos por el gran hechicero Alsophocus, que vivía en las
tierras de Erongil antes de que los antiguos hombres dieran
sus primeros pasos inseguros sobre la tierra.
El misterio había quedado aclarado; realmente me hallaba
ante el blasfemo Libro Negro. Con este conocimiento
comence a devorar verazmente todas las enseñanzas que
contenía e1 volumen; aprendí fórmulas para ocultar, invocar
y crear seres, y me sentía poderoso por el dominio de tales
fuerzas. Descubrí nuevas entradas y puertas, los demonios de
las más oscuras regiones estaban bajo mi poder; pero aún
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había barreras que no podía atravesar, los negros abismos del
espacio que se extienden más allá de Fomalhaut, donde el
horror último acecha, rodeado de sibilantes blasfemias más
viejas que las estrellas. Buceé en el De Vermis Mysteriis, de
Ludvig Prinn, y en Cultes des Goules, de Comte d’Erlette, en
busca de más antiguos secretos, pero todos aquellos misterios
primigenios eran nada comparados con las enseñanzas que
contenía esotérico Libro Negro. Este volumen mostraba
ciertos encantamientos de tan terrible poder que incluso el
mismísimo Alhazred habría temblado ante su sola
contemplación: la llamada de Boromir, los oscuros secretos
del Trapezoedro resplandeciente - aquella ventana abierta al
espacio y al tiempo- y la invocación de Cthulhu desde su
palacio oceánico la acuática ciudad de R’Iyeh; todos aquellos
secretos estaban allí guardados, esperando al valiente, o loco,
que fuera lo suficientemente temerario para utilizarlos.
Me hallaba en la cima de mi poder; el tiempo se expandía o
se contraía a mi voluntad, y el universo no encerraba ningún
secreto que yo no conociese. Mis ataduras con los
acontecimientos mundanos se quebraron a causa de mis
estudios secretos, y mi poder se hizo tan grande que llegué a
intentar imposible, el paso de la última y terrorífica puerta, el
umbral que se abre a los oscuros secretos del más allá, donde
los Primigenios aguardan prisioneros, planeando su próximo
retorno a la tierra, de la cual fueron expulsados por los
Dioses Antiguos. Lleno de vanidad supuse que yo -una
diminuta mota de polvo en mitad de un vasto cosmos de
tiempo- podría atravesar los negros abismos del espacio que
se extienden más allá de las estrellas, donde reina la anarquía
y el caos, volver con la mente intacta y libre de los horrores
de cientos de eones de antigüedad que allí moran.
De nuevo tracé los cinco círculos concéntricos de fue sobre el
suelo y me situé en el centro, invocando a los pode
inimaginables con un hechizo tan inconcebiblemente terrible
que mis manos temblaban mientras hacía los misteriosos si
nos y símbolos. Las paredes se disolvieron y un poderoso
viento oscuro me arrastró a través de abismos sin fondo y
grises regiones de materia informe. Viajaba más rápido que
el pensamiento, pasando sobre planetas sin luz y
desconocidas regiones que bullían a inconmensurable
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distancia; las estrellas discurrían con tanta rapidez que
parecían regueros de luz entremezclándose en el espacio,
haces luminosos resaltando contra la oscuridad etérea más
negra que las fabulosas profundidades de Shung.
Trascurrió un minuto -o un siglo- y aún seguía volando
vertiginosamente. Las estrellas escaseaban cada vez más;
agrupadas en montoncitos, parecían buscar compañía en toda
aquella desolación; todo lo demás permanecía igual. Me
sentía terriblemente solo en aquel viaje; colgando suspendido
en el espacio y el tiempo, como si no avanzase, aunque la
velocidad debía ser increíble, y mi espíritu se revelaba ante la
soledad horrible, la quietud y el silencio de la nada; era como
un hombre sepultado en vida en un sepulcro inmenso y
oscuro. Pasaron los eones y vi cómo se desvanecía el último
grupo de estrellas, las últimas luces en un espacio milenario;
más allá no había nada excepto una oscuridad impenetrable,
el fin del universo. De nuevo volví a gritar horrorizado, mas
en vano; mi búsqueda interminable siguió a través de
corredores silenciosos y muertos.
Continué viajando durante una eternidad interminable, y nada
cambiaba excepto el ritmo de los latidos de mi corazón. Y
entonces empezó a hacerse visible una tenue luz verdosa;
había pasado a través de una ausencia de tiempo y materia;
había atravesado el Limbo. Ahora me encontraba más allá del
universo, a inconcebible distancia del cosmos conocido;
había cruzado el último umbral, la última puerta que se abría
al olvido. Delante brillaban los dos soles de mis visiones,
entre los que fui conducido a lo que ahora parecía una
velocidad lentísima; alrededor de estos prodigios de colores
negros y verdes, rotaba un solo planeta; adiviné su nombre:
Shamoth.
Floté suavemente alrededor de esta negra esfera y, mientras
me aproximaba, pude contemplar la verdosa llanura que se
extendía debajo de mí, sobre la que descansaba la gigantesca
y laberíntico ciudad de mis primeras pesadillas, y que
parecía deforme y desproporcionado bajo la luz antinatural.
Fui guiado sobre los tejados de la muerta ciudad,
contemplando los desvencijados muros y erosionados pilares
que resaltaban como cuchillos contra la oscura línea del
cielo. No se movía nada, pero tenía la sensación de que allí
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habitaba algo vivo, un ser corrompido y lleno de maldad que
conocía mi presencia.
Mientras descendía a la ciudad recobré mis sentidos físicos;
sentí frío, un frío helador, y mis dedos estaban entumecidos.
Descendí al borde de un espacio abierto, en cuyo centro se
erguía un gigantesco edificio con una puerta enorme y
abovedada que bostezaba tenebrosa como las fauces de algún
terrible animal primigenio. De este edificio emanaba un aura
de palpable malevolencia; me quedé petrificado por la
sensación de terror y desesperación que me invadió, y,
mientras permanecía inmóvil ante el monstruoso edificio,
recordé aquel pequeño párrafo del Libro Negro:
«En un espacio abierto en el centro de la ciudad se yergue el
palacio de Nyarlathotep. Aquí se pueden aprender todos los
secretos, aunque el precio de tales conocimientos es
verdaderamente horrible.»
Supe sin ningún género de dudas que aquél era el cubil del
taimado Nyarlathotep. Aunque el pensamiento de entrar en
aquella estructura me asqueaba, caminé descuidadamente
atravesando la puerta, como si una mente que no era la mía
guiara mis piernas. Atravesé aquel enorme portalón
metiéndome en una oscuridad tan profunda como la que
había soportado en mi largo viaje espacial. Poco a poco la
impenetrable oscuridad fue dando paso a la verdosa luz que
iluminaba la superficie del planeta; y en aquella tétrica
luminosidad con. templé lo que nadie debería ver nunca.
Me hallaba en una larga sala abovedada sostenida por pilares
de ébano; a ambos lados se delineaban unas criaturas con
formas de pesadilla. Allí estaba Khnum, y Anubis, con
cabeza de zorro, y Taveret, la Madre, horriblemente obesa.
Grotescos seres encorvados, espiando, y tenebrosas
existencias que me observaban con malignidad; entre todas
estas criaturas amorfas e infernales, mi cuerpo luchaban
contra mi alma. Unas garras me asieron por brazos y piernas,
y mi estómago se revolvió de asco ante el contacto de la
carne putrefacto. El aire estaba Heno de gritos y aullidos
mientras las figuras danzaban con obscenidad a mi alrededor,
deleitándose en un ritual blasfemo y depravado; y al final de
la enorme sala, perdido en la distancia, se ocultaba el horror
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último, el terrible coloso negro de mis visiones, el amo del
palacio, Nyarlathotep.
El Primigenio me observó atentamente, su mirada quemaba
mis entrañas, llenándome de un horror tan espantoso que
cerré los ojos para evitar aquella visión de infinita maldad.
Bajo aquella mirada mi ser se contrajo, desvaneciéndose,
como si estuviese siendo absorbida por una fuerza
irresistible. Perdí la poca identidad que me quedaba; mis
poderes necrománticos que, ahora lo sabía, no eran nada
comparados con los del habitante de este oscuro mundo,
desaparecieron, perdiéndose en el ignoto universo para no ser
jamás recuperados.
Bajo aquella mirada, mi mente y mi alma se llenaban de 'un
espanto aterrador; no podía hacer nada mientras él absorbía
mi existencia, quitándome la vida poco a poco. La
desesperación hizo presa en mí, pero estaba indefenso, y era
incapaz de hacer frente a la irresistible fuerza que me
apresaba. Apenas sin sentirlo, algo se iba esfumando de mi
ser, algo insustancial, pero totalmente necesario para mi
futura existencia; no podía hacer nada, había ido demasiado
lejos y ahora estaba pagando el error. Mi visión se nubló con
miles de rayos; imágenes de mi casa y mi familia flotaban
ante mis ojos y luego se desvanecían como si nunca hubiesen
existido. Y entonces, lentamente, sentí cómo cambiaba,
disolviéndome en la no
existencia.
Me elevé, sin cuerpo, escurriéndome sobre las cabezas de
aquella hueste de pesadilla, a través de la fría mampostería de
piedra de aquel palacio que ya no era un obstáculo para mi
avance, hasta que salí a la diabólica luz verdosa de la
superficie del planeta. No estaba vivo ni muerto, aunque la
muerte hubiese sido mucho mejor. La ciudad se
desparramaba debajo de mí, mostrándome todo su esplendor
y malignidad, y sobre aquel tétrico edificio que era el palacio
de Nyarlathotep vi una masa amorfa que salía, extendiéndose
por toda la ciudad. Se fue agrandando poco a poco hasta que
ocultó la ciudad de mi vista, y cuando había cubierto toda la
región que podía contemplar, se contrajo de nuevo,
transformándose en el negro coloso de mis visiones.
Comencé a temblar aterrorizado, pero según me iba alejando
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de la ciudad, ganando altura, la escena se fue reduciendo de
tamaño y contemplé la escena con un poco menos de miedo.
Poco a poco, la masa de tierra que se extendía debajo de mí
fue tomando el aspecto de una esfera mientras me alejaba,
introduciéndome en las negras profundidades del espacio.
Colgando sin sentido, mientras nada se movía a mi alrededor,
o en las regiones del Primigenio, me aterrorizaba pensar en el
último acto del drama que yo había desatado. De la superficie
del planeta surgió un rayo de luz o energía, que cruzó el
espacio, perdiéndose en su infinidad, dirigiéndose, estaba
seguro, al planeta que me había visto crecer. A partir de
entonces todo estuvo en calma, y quedé totalmente solo en
aquel universo más allá de las estrellas.
Mis recuerdos se desvanecían; pronto no me quedaría
ninguna memoria de mi pasado, pronto todos los vestigios de
mi humanidad se esfumarían. Y mientras permanecía
suspendido en el espacio y el tiempo por toda la eternidad,
sentí algo difícil de explicar. Una sensación de paz, de una
paz que ni la muerte podría dar; aunque esa paz era
perturbado por un recuerdo, un recuerdo que yo esperaba que
pronto se borrase de mi mente. No recuerdo cómo sabía esto,
pero estaba más seguro de ello que de mi propia existencia.
Nyarlathotep ya no volvería a pisar la superficie de Sharnoth,
jamás se reuniría con su corte en aquel enorme palacio negro,
pues aquel rayo de luz que viajaba en el espacio tenebroso
llevaba consigo algo más.
En una pequeña buhardilla, débilmente iluminada, un cuerpo
se estiraba, poniéndose en pie. Sus ojos eran dos trozos de
carbón al rojo, y una diabólica sonrisa cruzaba su rostro; y
mientras observaba los tejadillos de la ciudad a través de la
pequeña ventana, sus brazos se elevaron en un gesto de
triunfo.
Había atravesado las barreras creadas por los Dioses
Antiguos; estaba libre, libre para caminar por la tierra una
vez más, libre para manejar la mente de los hombres y
esclavizar sus almas. Era aquel al que yo había dado la
oportunidad de escapar, yo que, a causa de mis ansias de
poder, le había procurado los medios para volver a la tierra.
Nyarlathotep caminaba por la tierra con la forma de un
hombre, pues cuando me robó mis recuerdos y mi ser,
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también retuvo mi aspecto físico. En mi cuerpo moraba
ahora la esencia inmortal de Nyarlathotep el Terrible.
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