martes, 4 de diciembre de 2012

BARRY LYNDON: DE NOVELA PICARESCA A UNA GRAN PRODUCCIÓN CINEMATOGRÁFICA.



BARRY LYNDON: DE NOVELA PICARESCA A UNA GRAN PRODUCCIÓN CINEMATOGRÁFICA.
UNA NOTA BIBLIOGRÁFICA

Barry Lyndon-lejos de ser el más conocido, pero por algunos críticos aclamados como los mejores, de Thackeray obras, apareció originalmente como una serie de unos años antes VANITY FAIR fue escrito; sin embargo, no se publicó en forma de libro, y luego no por sí mismo , hasta después de la publicación de la revista Vanity Fair, Pendennis, Esmond y Newcomes LAS había puesto su autor en la vanguardia de los literatos de la época. Tantos años después de los hechos, no podemos dejar de preguntarnos por qué la historia no fue puesto antes en forma de libro, porque en su delineación del carácter de un aventurero que es tan grande como VANITY FAIR, mientras que para el color local de la historia, si me lo permite lo puso así, no es mediocre precursor de Esmond.

En el número de la revista de Fraser para enero 1844 apareció la primera entrega de 'La suerte de Barry Lyndon, ESQ., Un romance del siglo pasado, por FitzBoodle ", y la historia continuó apareciendo mes a mes, con la excepción del mes de octubre -hasta el final del año, cuando la parte final se firmó 'GS FitzBoodle. CONFESIONES DE FITZBOODLE, hay que añadir, había aparecido ocasionalmente en la revista durante los años inmediatamente precedentes, por lo que el seudónimo era familiar a los lectores de Fraser. La historia fue escrita, según las propias palabras de su autor, "con mucha torpeza, falta de voluntad y trabajo", y se hizo evidente que las cuotas eran necesarios, ya que en agosto se escribió "leer" BL "toda la mañana en el club ', y cuatro días después de la "" BL "mentir como una pesadilla en mi mente." El viaje hacia el Este, que era darnos en NOTAS resultados literarios de un viaje desde CORNHILL PARA GRAND CAIRO-se inició con BARRY LYNDON aún sin terminar, ya que en Malta el autor observó en los tres primeros días de noviembre-", escribió Barry pero lentamente y con gran dificultad. », Escribió Barry con éxito no es más que ayer. Los terminados Barry después de grandes angustias nocturnas. En el número de Fraser para el mes siguiente, como ya he dicho, la conclusión apareció. Una docena de años más tarde, en 1856, la historia se formó la primera parte del tercer volumen de Misceláneas de Thackeray, cuando fue llamado Memorias de Barry Lyndon, ESQ., Escrito por él mismo. Desde entonces, casi siempre ha sido emitido con otras materias, como si no fuera lo suficientemente fuerte para permanecer solo, o como si la importancia de la obra se debió principalmente a medir por el número de páginas que se congregaron en una cubierta. El esquema de la presente edición, afortunadamente, permite que el honor apropiado para hacer las memorias de la gran aventurero.

Para venir de la historia en su conjunto a la personalidad del héroe epónimo. Tres ampliamente diferentes individuos históricos son sugeridos como contribuyentes a la imagen compuesta. El más conocido de ellos fue que el príncipe entre muy aventureros, GJ Casanova de Seingalt, un hombre que en la segunda mitad del siglo XVIII, hizo el papel de aventurero-y en general la del aventurero exitoso en la mayoría de las capitales europeas, que en los primeros cinco y veinte años de su vida había sido "abate, secretario del cardenal Aquaviva, alférez, y el violinista, en Roma, Constantinopla, Corfú, y su lugar de nacimiento (Venecia), donde curó a un senador de apoplejía. Su autobiografía, Memorias Escrito por LUI MEME (en doce volúmenes), ha sido descrito como "sin precedentes como una auto-revelación de scoundrelism. También se ha sugerido, creo que con mucho menos color de la probabilidad, que el original de Barry era el diplomático y poeta satírico Sir Charles Hanbury Williams, a quien el Dr. Johnson describió como "nuestro alegre y elegante aunque demasiado licencioso bardo Lyrick. El original en tercer lugar, y uno que, no cabe la menor duda, contribuyó características a la gran retrato, una cierta Andrew Robinson Stoney, después Stoney-Bowes.

El original de la condesa de Lyndon fue Mary Eleanor Bowes, viuda condesa de Strathmore, y heredera de una familia muy adinerada Durham. Esta señora tenía muchos pretendientes, pero en 1777 Stoney, un teniente de la quiebra a medio sueldo, que se había batido en duelo por ella, le indujo a casarse con él, y, posteriormente, con guión de su nombre con el suyo. Se convirtió en miembro del Parlamento, y corrió tan extravagantes cursos al igual que Barry Lyndon, trató a su esposa con la barbarie similar, la secuestró cuando ella se había escapado de él, y luego, después de haberse divorciado, encontró su camino a la cárcel de deudores. Hay similitudes aquí que ningún buscador de originales se pueden pasar por alto. Sra. Ritchie dice que su padre tenía un amigo en París, "un señor Bowes, que tal vez primero le contó esta historia de la que los detalles son casi increíble, citado por los periódicos de la época." El nombre del amigo Thackeray es una curiosa coincidencia, a menos que, como bien puede haber sido el caso, fue una conexión de la familia en la que el aventurero conocido se había casado. No es improbable que Thackeray había visto la obra publicada en 1810-el año de Stoney-Bowes de la muerte-en el que el romance infeliz todo fue expuesta. Esto fue "LA VIDA DE LOS Andrew Robinson BOWES ESQ., Y la condesa de Strathmore. Escrito treinta hasta tres años de asistencia profesional, desde cartas y otros documentos, así autenticados por Jesse Foot, Cirujano. En este libro nos encontramos con varios incidentes similares a los de la historia. Bowes cortar toda la madera en la finca de su esposa, pero "los vecinos no lo compraría. Tales bromas como Barry Lyndon jugado en tutor de su hijo fueron interpretados por Bowes en su capellán. La historia de Stoney y su matrimonio se encontró brevemente mencionada en el anuncio de la vida de la condesa en el Dictionary of National Biography.

. ¿De dónde esa parte del interludio romántico frente a la estancia en el Ducado de X -, tratado en el capítulo X, etc, se inspiró, nota propio Thackeray \ libros (citado por la Sra. Ritchie) muestran de manera concluyente: "04 de enero de 1844. Leer en un libro tonto llamado L'EMPIRE, una buena historia acerca de la primera esposa de K. Wurtemberg es, asesinada por su marido por adulterio. Federico Guillermo, nacido en 1734 (?), M. en 1780 la princesa Carolina de Brunswick Wolfenbüttel, que murió el 27 de septiembre de 1788. Para el resto de la historia ver L'EMPIRE, OU SOUS DIX ANS NAPOLEON, PAR UN CHAMBELLAN: Paris, Allardin, 1836, vol. i. 220. ' El 'Capitán Freny' a quien Barry le debe sus aventuras en su viaje a Dublín (capítulo III.) Fue un bandolero notorio, sobre cuyas acciones Thackeray había ampliado en el capítulo quince de su cuaderno de bocetos de Irlanda.

A pesar de la lentitud con la que fue escrito, y el abandono aparente con la que se le permitió permanecer unreprinted, BARRY LYNDON iba a ser aclamado por los críticos competentes como una de las mejores actuaciones de Thackeray, aunque el propio autor parece no haber tenido ninguna relación fuerte la historia. Su hija ha grabado: "Mi padre me dijo una vez cuando yo era una niña:" No es necesario leer Barry Lyndon, no le va a gustar ". De hecho, es casi un libro a gusto, pero uno a admirar y maravillarse por su poder y dominio consumado. Otro novelista, Anthony Trollope, ha dicho de él: "En la imaginación, el lenguaje, la construcción y la capacidad literaria general, Thackeray nunca hizo nada más notable que Barry Lyndon. Sr. Leslie Stephen dice: "Todos los críticos posteriores han reconocido en este libro una de sus actuaciones más poderosas. En franqueza y vigor que nunca lo superó.

Editado por Walter Jerrold.

De su realización cinematográfica de   Barry Lyndon se dice:
El trabajo de preproducción que había hecho para Napoleón le ayudó a establecer las bases de su siguiente producción Barry Lyndon, basada en la novela victoriana de William Makepeace Thackeray publicada en 1884 como The Luck of Barry Lyndon que narra la historia de la ascensión y caída de un muchacho en la Europa del siglo XVIII y es estelarizada por Ryan O'Neal y Marisa Berenson en 1975. Nuevamente el extremo cuidado por el detalle de Kubrick se hace manifiesto en el proceso de la película usando libros de arte y documentos de la época para buscar locaciones, crear objetos, coches y el vestuario que fue confeccionado usando como modelos ropa de aquel siglo siguiendo las técnicas de costura que se emplearon originalmente contratando a 35 sastres que trabajaron durante 6 meses.14 Ante la insistencia del director, los interiores se rodaron exclusivamente con la luz de las velas, gracias a unos objetivos especiales de la casa Carl Zeiss (abertura máxima de f/0.7) que había comprado a un contacto suyo y cuyo diseño fue inicialmente realizado para la NASA. Según la actriz Marisa Berenson,15 los actores, en algunas tomas de acercamiento, casi no se podían mover para no salir de foco. Las técnicas de emulsión y revelado actual hicieron obsoleta esta tecnología. La película fue filmada en Irlanda y en Inglaterra. En el primero Kubrick recibió algunas amenazas por parte del grupo terrorista IRA debido a que los extras representaban a soldados ondeando la bandera británica sobre suelo irlandés. La música que se empleó fue el resultado de la recopilación de todas las grabaciones conteniendo composiciones del siglo XVIII que Kubrick consiguió. Pero al ver que el carácter de la misma era mayormente festiva recurrió también a Franz Schubert y su Piano Trio In E-Flat, compuesto en 1828 y adicionalmente agregó score grabado por Leonard Rosenman para suplir el pedido del director.14 Precedida de gran expectación debido a sus dos títulos anteriores y su efecto en el público, la película fue recibida con críticas mixtas a mediados de los setentas, y falló en la recaudación de taquilla inicial a pesar de los 4 premios Òscar que obtuvo en 1975. Desde entonces la película ha ganado estatura dentro del legado del director por sus logros técnicos y artísticos.16
(Wikipedia).

lunes, 3 de diciembre de 2012

HENRY JAMES. UNA VUELTA DE TUERCA.




James, Henry 
(1843-1916) Novelista angloamericano, n. en Nueva York y m. en Londres. Residió en Europa, especialmente en Inglaterra, a partir de 1883 y consiguió la nacionalidad británica en 1915. En 1875 publicó su primera novela, Roderick Hudson. The American (1877), le proporcionó fama y Daisy Miller (1878) fue un éxito popular. French Poets and Novelists (1878), Life of Hawthorne (1879) y Partial Portraits (1888) le dieron a conocer como crítico. La mejor novela de este período, The Portrait of a Lady (Retrato de una dama, 1881), desarrolla el tema que le es tan propio, la «situación internacional», el americano en Europa. En la larga sucesión de sus novelas y cuentos dibujó los tipos principales que surgen en este drama, desde la maestrilla de Four Meetings (1877), cuya imaginación le hace soñar en castillos y catedrales y que termina siendo la víctima predestinada de unos canallas europeos, hasta el negociante retirado de The Ambassadors (1903), cuya experiencia de París le revela unos valores de vida que ya por la edad no puede hacer suyos.
Sólo cuatro de sus novelas: The Europeans (Los europeos, 1878), Washington Square (1881), The Bostonians (Las bostonianas, 1886) y The Ivory Tower (que quedó incompleta a su muerte) se refieren exclusivamente a la vida norteamericana. Algunos de sus cuentos son obras maestras. Escribió sobre escritores y artistas, así como sobre sus problemas, con una visión profunda y fue maestro de la novela simbólica de fantasmas. La más famosa es The Turn of the Screw (Otra vuelta de tuerca, 1898), a cuyo tema, la maldad que toma posesión del alma de dos niños, se le ha dado una interpretación freudiana. Hacia 1890 intentó escribir para el teatro y, aunque fracasó, aprovechó la experiencia para dar estructura dramática a sus novelas posteriores: The Wings of the Dove (Las alas de la paloma, 1902) y The Golden Bowl (La copa de oro, 1904).
El tema de las obras de James no es lo que sucedió, sino lo que alguien, que poseía una inteligencia notable, sintió ante los sucesos. De ahí la frecuente oblicuidad de su acercamiento al tema y la elección de unos puntos de vista que son rasgos característicos de su técnica. James volvió a visitar los Estados Unidos durante un largo viaje en 1904-05 para sentirse un hombre de otra época al contemplar la velocidad, las multitudes y el ruido de la vida norteamericana. Abrumado por el poder material y político del país, se propuso hacer una crítica detenida que desarrolló en The American Scene (1907). Actualmente los críticos alaban al novelista por su profunda visión de la realidad social. Tal vez tenía razón Huneker al señalar en 1917 que las novelas de James estaban escritas para el futuro.


Sobre la novela.: UNA VUELTA DE TUERCA.

¿Siguen viviendo las personas después de la muerte? En caso afirmativo, ¿mantienen contacto con el mundo de los vivos? No es fácil dar respuesta a estas preguntas, aunque quizá muchos ofrezcan una respuesta clara y rápida. En todo caso, esa posible relación entre los muertos y los vivos es algo que ha atraído desde siempre a la humanidad, y son muy numerosos y variados los relatos dedicados a tratar este tema. Para algunos, el mundo está plagado de espíritus y fantasmas, seres de otro mundo que irrumpen y se ponen en contacto con personas especialmente dotadas para percibir su influencia.
De uno de esos contactos trata esta novela de Henry James, quien logra aquí una de las joyas de la literatura fantástica o de fantasmas. La novedad aportada consiste en que son dos niños quienes protagonizan esa relación, acompañados por una institutriz que intenta protegerlos de la influencia de los espíritus de los muertos. Y como siempre ocurre con las obras de este género, su lectura nos atrae, sin dejar de producirnos en diversos momentos un profundo desasosiego e incluso


Asimismo, a mis amigos blogueros, les dejo la información sobre esta excelente novela llevada a la pantalla en 1961 en una magistral interpretación y adaptación del cine norteamericano.

Rebobinado| ¡Suspense!
jueves 1 de noviembre de 2012 publicado por salva meseguer

Malas influencias

Las adaptaciones de la novela Otra vuelta de tuerca del norteamericano Henry James son innumerables. Tanto el cine como la televisión se han dejado tentar por este atípico cuento de fantasmas. De todas ellas, destaca la versión que en 1961 realizó el británico Jack Clayton con una inolvidable Deborah Kerr en el papel de Miss Giddens, la institutriz más atormentada y tormentosa de la gran pantalla. Se acerca el 50 aniversario de su estreno en España y la película continúa siendo un referente del terror psicológico, que no ha perdido un ápice de su poder para sorprender y estremecer al espectador. No se vale de efectos especiales, no derrama una sola gota de sangre, únicamente los recursos cinematográficos más básicos -no por ello agotados-, a saber: luces, sombras, chirridos, voces… Un clásico a reivindicar que ha influido en muchos autores de hoy.

Una de las claves de su innegable atractivo se encuentra en un sólido texto, escrito a dúo por el guionista William Archibald (Yo Confieso) y el célebre Truman Capote, que conserva todas las sutilezas y posibles lecturas que James imprimió a la historia original. La todavía joven señorita Giddens, hija de un respetable párroco anglicano es contratada para cuidar a dos niños huérfanos -Miles y Flora- en una enorme mansión victoriana alejada de la gran ciudad. Allí los mantiene un acaudalado tío (Michael Redgrave) que no quiere ser molestado con los pormenores de su educación y delega en la nueva institutriz todas las responsabilidades al respecto. En la entrevista descubre que la anterior empleada Miss Jessel murió en extrañas circunstancias hace aproximadamente un año. Pero su llegada a la casa es del todo idílica, recibida por Mrs. Grosse (Megs Jenkins), la afable ama de llaves, y la pequeña Flora (Pamela Franklin) sin su hermano Miles (Martin Stephens), que se halla interno en un colegio hasta las vacaciones. Sin embargo, al poco tiempo Miss Giddens recibe una carta en la que le notifican que Miles ha sido expulsado de la escuela por conducta indebida.


Martin Stephens y Deborah Kerr en una escena de la película

Cuando el niño hace acto de presencia en la mansión se desatan toda una serie de extraños sucesos -presencias fantasmales en el interior y exterior de la propiedad- ante la mirada atónita de la inexperta institutriz. Pero no ocurre de forma repentina sino a medida que Miss Giddens va descubriendo los sucesos que ocasionaron la muerte de la anterior preceptora y su amante, el ayuda de cámara Peter Quint (Peter Wyngarde). Son sus espíritus los que permanecen atrapados en aquel lugar con la supuesta confabulación de los niños, cómplices en vida de sus correrías. La protagonista está dispuesta a todo por romper este lazo sobrenatural que corrompe a los pequeños, inocentes de la vileza que les acecha.

Para el novelista Henry James los fantasmas existían y su hábitat natural era la mente humana. Este es el relato de una imaginación trastornada, la de Miss Giddens. Una mujer educada de forma estricta que se deja sugestionar y fascinar por las historias que rondan la casa que han puesto a su cargo. En un pasado cercano dos sirvientes vivieron, bajo aquel mismo techo, una tempestuosa relación cargada de erotismo e impudicia. A medida que se evidencian los hechos acaecidos, su imaginación comienza a crear imágenes nítidas, apariciones libidinosas que amenazan la pureza de los niños bajo su protección. El inaccesible universo de los dos infantes se convierte para ella en el escondrijo perfecto para el mal que hay que erradicar. Así la aparente víctima de la película, la desconcertada institutriz, es en realidad la mayor amenaza que acosa a los inocentes: el fanatismo y la represión.


La presencia fantasmal de Peter Wyngarde acosando a la protagonista

Su título original The Innocents (Los inocentes) -y no el español ¡Suspense! que debe hacer referencia al género de la película más que al argumento- habla de ese mundo infantil hostigado por el adulto en base a la intolerancia y la coacción. Los inmorales fantasmas que vivieron su amor de forma apasionada son una mala influencia que la virtuosa, vestida siempre de riguroso negro, no permitirá. Como en la novela vivimos los acontecimientos a través de la protagonista, lo que impide que podamos distinguir fácilmente entre realidad y alucinaciones. Mi opinión interpreta que Miss Giddens vive de forma muy represiva su relación con el otro sexo -incluso con el sexo en general, no en balde estamos en la época victoriana-; la tensión inicial con el tío y su posterior relación con el pequeño Miles lo atestiguan. Pero ésta es una de la muchas interpretaciones que ofrece esta insólita obra, lo que la hace más valiosa si cabe.

La dirección de Jack Clayton es ejemplar, sacando partido de los aspectos más insospechados: la manera en que introduce el elemento sobrenatural, el uso del sonido -voces humanas, canciones infantiles, ruido de puertas y ventanas…- como componente amenazador y el enrarecido ambiente que determina las malsanas relaciones entre los personajes. El director de Un lugar en la cumbre se sirve hábilmente, además, de las maravillosas imágenes compuestas por un operador de cámara de absoluto lujo, Freddie Francis (El hombre elefante, Tiempos de gloria y Una historia verdadera), que hace un inquietante uso de la profundidad de campo y que brilla, con especial intensidad, precisamente en las escenas más oscuras. Pero si algo resta en tu memoria, pasados los años, es la presencia de incalculable valor de una Deborah Kerr en estado de gracia. Ejemplo de esquisitez y depuración interpretativa, ofrece tantos matices a Miss Giddens que sólo su trabajo daría para varios artículos. Film muy recomendable para todos los amantes del cine con mayúsculas.

Curiosidades:

El subtexto freudiano de represión erótica de la institutriz fue una de las mayores aportaciones al guión del escritor Truman Capote.
El beso en los labios entre Deborah Kerr y el niño Martin Stephens le valió a la película en su estreno la clasificación “para mayores de 18 años”.
La canción The Infant Kiss de Kate Bush está inspirada en esta película.
Martin Scorsese la considera la onceava película más terrorífica de la historia del cine.
Deborah Kerr fue nominada en 6 ocasiones para el Oscar de la Academia. Nunca lo ganó. Por ¡Suspense!, su mayor éxito individual, inexplicablemente no logró la candidatura.
Jack Clayton ganó el National Board of Review al mejor director por esta cinta y fue candidato al Directors Guild of America de 1962.



Título original: The Innocents. Dirección: Jack Clayton. Guión: William Archibald y Truman Capote basada en la novela Otra vuelta de tuerca de Henry James. Fotografía: Freddie Francis. Año: 1961. Nacionalidad: Gran Bretaña. Duración: 100 minutos. Intérpretes: Deborah Kerr, Megs Jenkins, Martin Stephens, Pamela Franklin y Michael Redgrave



domingo, 2 de diciembre de 2012

MARÍA FÉLIX y LOS ESCRITORES


CURIOSIDADES: la bella actriz mexicana María
Félix cc La Doña tenía gran admiración por los escritores:Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Octavio Paz, Jaime Torres Bodet, Juan Rulfo, sin embargo, detestaba al gran escritor Carlos Fuentes. Supongo su desprecio hacia Fuentes lo fue por la novela "Zona Sagrada" en donde Carlos Fuentes hace alusión de María Félix.

viernes, 30 de noviembre de 2012

(Juana Inés de Asbaje y Ramírez, San Miguel de Nepantla, actual México, 1651 - Ciudad de México, id., 1695)



(Juana Inés de Asbaje y Ramírez, San Miguel de Nepantla, actual México, 1651 - Ciudad de México, id., 1695) Escritora mexicana. Fue la mayor figura de las letras hispanoamericanas del siglo XVII. Niña prodigio, aprendió a leer y escribir a los tres años, y a los ocho escribió su primera loa. Admirada por su talento y precocidad, a los catorce fue dama de honor de Leonor Carreto, esposa del virrey Antonio Sebastián de Toledo. Apadrinada por los marqueses de Mancera, brilló en la corte virreinal de Nueva España por su erudición y habilidad versificadora.

Pese a la fama de que gozaba, en 1667 ingresó en un convento de las carmelitas descalzas de México y permaneció en él cuatro meses, al cabo de los cuales lo abandonó por problemas de salud. Dos años más tarde entró en un convento de la Orden de San Jerónimo, esta vez definitivamente. Dada su escasa vocación religiosa, parece que sor Juana Inés de la Cruz prefirió el convento al matrimonio para seguir gozando de sus aficiones intelectuales: «Vivir sola... no tener ocupación alguna obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros», escribió.

Su celda se convirtió en punto de reunión de poetas e intelectuales, como Carlos de Sigüenza y Góngora, pariente y admirador del poeta cordobés, cuya obra introdujo en el virreinato, y también del nuevo virrey, Tomás Antonio de la Cerda, marqués de la Laguna, y de su esposa, Luisa Manrique de Lara, condesa de Paredes, con quien le unió una profunda amistad.

En su celda también llevó a cabo experimentos científicos, reunió una nutrida biblioteca, compuso obras musicales y escribió una extensa obra que abarcó diferentes géneros, desde la poesía y el teatro, en los que se aprecia la influencia de Góngora y Calderón, hasta opúsculos filosóficos y estudios musical.

Perdida gran parte de esta obra, entre los escritos en prosa que se han conservado cabe señalar la carta Respuesta a sor Filotea de la Cruz, seudónimo de Manuel Fernández de la Cruz, obispo de Puebla. En 1690, éste había hecho publicar la Carta atenagórica, en la que sor Juana hacía una dura crítica al «sermón del Mandato» del jesuita portugués António Vieira sobre las «finezas de Cristo», acompañada de una «Carta de sor Filotea de la Cruz», en la que, aun reconociendo el talento de la autora, le recomendaba que se dedicara a la vida monástica, más acorde con su condición de monja y mujer, que a la reflexión teológica, ejercicio reservado a los hombres.

A pesar de la contundencia de su respuesta, en la que daba cuenta de su vida y reivindicaba el derecho de las mujeres al aprendizaje, pues el conocimiento «no sólo les es lícito, sino muy provechoso», la crítica del obispo la afectó profundamente, tanto, que poco después sor Juana Inés de la Cruz vendió su biblioteca y todo cuanto poseía, destinó lo obtenido a beneficencia y se consagró por completo a la vida religiosa.

Murió mientras ayudaba a sus compañeras enfermas durante la epidemia de cólera que asoló México en el año 1695. La poesía del Barroco alcanzó con ella su momento culminante, y al mismo tiempo introdujo elementos analíticos y reflexivos que anticipaban a los poetas de la Ilustración del siglo XVIII.

jueves, 29 de noviembre de 2012

PRIMERO QUE SHAKESPEARE: MARLOWE.


Marlowe Christopher - La Tragica Historia Del Doctor Fausto Doc
BIOGRAFIA: (6921) 
Christopher Marlowe 
(Gran Bretaña, 1564-1593) 
Dramaturgo y poeta considerado como el primer gran autor de teatro inglés y el más importante del periodo isabelino a pesar de que sólo se dedicó al teatro por espacio de seis años. Sus primeras obras fueron básicamente comedias. Después cultivó el género de la tragedia de una manera novedosa al llevar a escenas personajes arquetipos de pasiones que influirían en el teatro posterior de William Shakespeare. Su obra maestra es La trágica historia del doctor Fausto. Nacido en Canterbury, el 6 de febrero de 1564, Marlowe, hijo de un zapatero, estudió en la Universidad de Cambridge. En Londres se relacionó con la Admiral`s Men, una compañía de actores para la que escribió la mayoría de sus obras. Se dice que fue agente secreto del gobierno y que entre sus amigos figuraban destacadas personalidades de la época, como sir Walter Raleigh. Marlowe era ateo simpatizante de Maquiavelo y llevó una vida aventurera y disoluta. En 1593 fue acusado de herejía, pero antes de que fuera posible emprender acciones contra él, en mayo de ese mismo año murió apuñalado en una taberna de Deptford, por negarse, al parecer, a pagar la cuenta de la cena, aunque las circunstancias de su muerte siguen siendo un misterio.

Al revelar las posibilidades de fuerza y diversidad expresiva que ofrecía el verso libre, Marlowe contribuyó a su establecimiento como forma predominante del teatro inglés. Escribió cuatro grandes obras de teatro, tres de las cuales se publicaron póstumamente: la epopeya heroica Tamerlán el grande (1590), basada en el personaje del conquistador mongol del siglo XIV, Eduardo II (1594), que fue uno de los primeros dramas históricos de éxito del teatro inglés y sirvió como modelo a Shakespeare para su Ricardo II y Ricardo III, La trágica historia del doctor Fausto (c. 1604), una de las primeras dramatizaciones de la leyenda faústica, y la tragedia El judío de Malta (1633). Todas estas obras giran en torno a la poderosa figura de un protagonista dominado por una pasión irrefrenable. Marlowe escribió también dos obras menores: Tragedia de Dido, reina de Cartago (1594), completada por el dramaturgo inglés Thomas Nashe, y La matanza de París (1600). Algunos especialistas atribuyen a Marlowe la autoría de partes de algunas obras de Shakespeare. Las principales obras de Marlowe contienen un personaje central, dominado por la pasión y abocado a la destrucción por sus desmesuradas ambiciones. Se caracterizan además por la belleza y la sonoridad del lenguaje y su fuerza emocional, que en ocasiones se desboca hasta caer en la ampulosidad. La obra poética más conocida de Marlowe es El pastor apasionado (1599), que incluye el poema lírico `Ven a vivir conmigo y sé mi amor`. Su poema de amor mitológico Hero y Leandro quedó inacabado en el momento de su muerte y fue completado por George Chapman y publicado en 1598. Marlowe tradujo también obras de poetas latinos como Lucano y Ovidio.


RESEÑA: 
“La trágica historia del doctor Fausto”, es una obra de teatro escrita por Christopher Marlowe, basada en la leyenda de Fausto, en la que un hombre vende su alma al diablo para conseguir poder y conocimiento. Puede interpretarse como una metáfora del hombre que elige lo material a lo espiritual, por lo que pierde su alma. El Fausto de Marlowe fue publicado en 1604, once años después de la muerte de Marlowe y doce después de su primera representación. No se guarda ningún manuscrito original, pero existen dos textos tempranos, uno de 1604 y otro de 1616.
La obra trata la historia de Fausto, doctor en teología, que en su búsqueda del conocimiento decide vender su alma al Diablo para conseguir los favores de uno de sus siervos, el demonio Mefistófeles. Consta de un prólogo, trece escenas y un epílogo. Está escrita principalmente en verso blanco aunque también hay breves trozos en prosa.
En el prólogo, el coro nos dice qué tipo de texto va a ser Doctor Faustus: no sobre la guerra o el amor, sino sobre Fausto, el cual nació entre la clase baja, y que por sus méritos obtiene un doctorado en teología. Ya en este prólogo tenemos la primera pista que apunta a su perdición, al ser Fausto comparado con Ícaro, quien quiso volar tan cerca del sol, que, al derretir el sol la cera que sujetaba sus alas, murió por la caída. Sin embargo, no es el orgullo lo que mueve a Fausto hacia su propia destrucción, sino el afán de conocimiento.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

HERRERA Y REISSIG JULIO.




(Montevideo, 1875-1910) Poeta uruguayo, considerado una de las cumbres del modernismo, y uno de `los cuatro delfines` y herederos de R. Darío, junto a L. Lugones, A. Nervo y R. Jaimes Freyre. El propio fundador del movimiento lo citaba como el modelo ideal del poeta, por su exotismo, su rechazo a las servidumbres de la vida cotidiana y su aislamiento, que culminó con las exclusivas tertulias de la `Torre de los Panoramas`, un altillo céntrico con vistas marítimas, que entre 1902 y 1907 Herrera convirtió en eje y monumento del decadentismo rioplatense.

Hijo predilecto de una familia colonial patricia, ya empobrecida cuando su nacimiento, consiguió no obstante cursar estudios en Madrid y París, y regresó a su tierra como un apóstol del simbolismo, al que el descubrimiento de Darío acabaría de radicalizar hasta extremos en los que jamás incurrió el vate nicaragüense, tales como su desprecio por la modesta identidad sudamericana (`me arrebujo en mi desdén por mi país`) o la ostentosa publicidad que hacía de su adicción a la morfina. Víctima de una cardiopatía congénita y de una hipersensibilidad enfermiza, padeció varios episodios dramáticos que culminaron con el infarto que acabó con su vida.

Casi todo lo que publicó durante ella (Los peregrinos de piedra, Wagnerianas, Las pascuas del tiempo, Los maitines de la noche, Aguas del Aqueronte, Las manzanas de Amarilys, entre 1898 y 1909) denota la huella, por un lado, de Baudelaire y L. de Lisle, y por otro de Darío y Lugones, a medida que la influencia parnasiana iba cediendo lugar a su descubrimiento de la estética modernista, por lo que Herrera no hubiese sido otra cosa que el mayor animador y modelo vital de esta escuela, si sus abundantes publicaciones póstumas no le hubiesen otorgado el lugar que merecía: el de una de las voces más poderosas y originales del modernismo, no sólo en Sudamérica sino en el ámbito de la lengua.
RESEÑA:
Julio Herrera y Reissig (Uruguay, 1875-1910) que surge como poeta romántico evolucionando hacia el modernismo bajo el influjo de Darío y de Lugones, ha crecido en la estimación de la crítica por su carácter de precursor de tendencias ulteriores dentro del propio modernismo. En el presente volumen se publica, junto a Los peregrinos de piedra, la única colección de poemas que publicó en vida, la totalidad de su obra poética, incluyendo sus primeros poemas no recogidos en otras ediciones, y una reordenación por series temáticas del resto de su poesía, dispersa en publicaciones periódicas. Muchos de estos textos han debido ser reconstruidos con la ayuda de sus manuscritos, estableciéndose en un apéndice, un catálogo de variantes. De su prosa se ha seleccionado lo más significativo, incluyéndose narrativa, crítica y miscelánea. Esta tarea ha estado a cargo de Idea Vilariño y Alicia Migdal.


martes, 27 de noviembre de 2012

RUBÉN DARÍO.


Rubén Darío, nacido con el nombre de Félix Rubén García Sarmiento (Metapa, hoy Ciudad Darío, Nicaragua, 1867 - León, id., 1916) 
Poeta nicaragüense. Periodista y diplomático, viajó por Europa y América en calidad de cónsul y embajador de su país, y pasó largas temporadas en Buenos Aires, París y Mallorca. Su precocidad como escritor le permitió publicar desde muy joven, y después de pasar una etapa trabajando en la Biblioteca Nacional de Managua, viajó a El Salvador y luego a Chile. Fue en Santiago donde consolidó su cultura literaria, al estudiar a fondo las nuevas corrientes poéticas europeas. Tras publicar en 1887 tres libros de poemas, Abrojos, Canto épico a las glorias de Chile -libro de exaltación patriótica y enraizado en la poesía tradicional-, y Rimas, tributo a Bécquer, al año siguiente apareció Azul..., la obra que sentaría las bases del modernismo. 
Reconocido como jefe de filas de este movimiento, consolidó su posición con Prosas profanas y otros poemas (1896-1901), Cantos de vida y esperanza (1905) y El canto errante (1907), tres libros con los cuales alcanzó su madurez lírica y que aparecieron articulados en un prólogo común que constituye la más clara exposición de su poética. Antes, en 1896, en Buenos Aires, donde dirigía junto a Ricardo Jaime Freyre la Revista de América, había publicado la colección de artículos titulada Los raros, dedicada a personajes literarios (en su mayoría franceses, aunque también se incluían otros como José Martí, Ibsen o Poe) que Darío consideraba próximos a la renovación literaria que llevaba a cabo. Cultivó así mismo la prosa, especialmente a modo de diario personal e histórico basado en las experiencias de sus viajes y estancias en países extranjeros, como en Peregrinaciones (1901). 
En 1899 arribó a Barcelona, donde escribió sus primeras crónicas.
De este gran poeta latinoamericano, pongo a los amigos blogueros el link para que bajen un libro extremadamente curiso escrito por Darío sobre su vida.

LINK PARA BAJAR EL LIBRO:http://www.4shared.com/office/xZ6DCwn6/Dario_Ruben_-_Autobiografia.html?

lunes, 26 de noviembre de 2012

WERNER JAEGER: EL HOMBRE TRÁGICO DE SÓFOCLES.

Por la gran cantidad de personas que han  ingresado al blog  para consultar sobre SÓFOCLES y estando su artículo anterior en primer lugar durante más de una semana, les transcribo un estudio de Werner Jaeger, quizá el erudito más grande del siglo XX sobre la CULTURA GRIEGA. Gracias por su ingreso AL LABERINTO DEL VERDUGO. 


II. EL HOMBRE TRÁGICO DE SÓFOCLES

(248) CUANDO se trata de la fuerza educadora de la tragedia griega, es preciso considerar a Sófocles y a Esquilo conjuntamente. Sófocles aceptó con plena conciencia el papel de sucesor de Esquilo, y el jui-cio de los contemporáneos, para el cual Esquilo fue siempre el héroe venerable y el maestro preeminente del teatro ateniense, reservó para Sófocles un lugar a su lado. Este modo de considerarlo tiene su pro-fundo fundamento en la concepción griega de la esencia de la poesía, que no busca en primer término en ella a la individualidad, sino que la considera como una forma de arte independiente que se perpetúa por sí misma, que se trasmite de un poeta a otro sirviéndoles de pauta. El estudio de una creación como la tragedia puede ayudarnos a com-prender esto. Una vez llegada a su esplendor, alcanza fuerza norma-tiva para el espíritu de los contemporáneos y para la posteridad y estimula a las fuerzas más altas en una noble competencia.
Este espíritu agonal de toda la poesía griega aumenta en la medi-da en que el arte se sitúa en el centro de la vida pública y se hace expresión del orden espiritual y estatal. Por eso en el drama debió alcanzar su más alto grado. Sólo así se explica la enorme multitud de poetas de segundo y tercer rango que tomaba parte en los con-cursos dionisiacos. Actualmente nos admira ver el enjambre de sa-télites que rodearon durante su vida a las grandes personalidades de aquella época. El estado fomentaba estos concursos mediante premios y representaciones para orientarlos en su camino y al mismo tiempo estimularlos. Independientemente de la permanencia de la tradición profesional en todo arte y especialmente en el griego, era inevitable que esta viva comparación, de año en año, creara un control perma-nente, espiritual y social, de aquella nueva forma de arte. Ello no afectaba para nada la libertad artística, pero hacía al espíritu público extraordinariamente vigilante ante cualquier disminución de la gran herencia y contra cualquier pérdida de la profundidad y la fuerza de su acción.
Esto justifica, aunque no del todo, la comparación de tres espíri-tus ya tan distintos y en tantos respectos incomparables como los tres grandes trágicos áticos. Parece injustificado, cuando no insen-sato, considerar a Sófocles y a Eurípides como sucesores de Esquilo, puesto que con ello les aplicamos normas que les son ajenas y que sobrepasan la medida del tiempo en que vivieron. El mejor conti-nuador es siempre el que sin torcer el camino halla en sí mismo las fuerzas necesarias para la propia creación. Precisamente los griegos se hallaban inclinados a admirar junto al inventor a los que lleva-ban las cosas a la plenitud de su perfección. Es más, veían la más  (249) alta originalidad no en lo que se hacía por primera vez. sino en la más perfecta elaboración de un arte.  Ahora bien: en tanto que un artista desarrolla la fuerza de su arte de acuerdo con formas que halla previamente acuñadas y a las que se debe en alguna me-dida, no tiene más remedio que reconocerlas como norma y permi-tir que se juzgue del valor de su obra según que las mantenga, las debilite o las realce. Así, el desarrollo de la tragedia no va de Es-quilo a Sófocles y de éste a Eurípides, sino que, en cierto modo. Eurípides puede ser considerado como sucesor inmediato de Esquilo lo mismo que Sófocles, el cual, por otra parte, sobrevive. Ambos pro-siguen la obra del viejo maestro con un espíritu completamente dis-tinto y no se halla injustificado el punto de vista de los nuevos inves-tigadores cuando afirman que los puntos de contacto de Eurípides con Esquilo son mucho mayores que los de Sófocles. No deja de tener razón la crítica de Aristófanes y de sus contemporáneos cuando con-sidera a Eurípides no como corruptor de la tragedia de Sófocles, sino de la de Esquilo. Con él se entronca de nuevo, aunque en verdad no estrecha su radio de acción, sino que lo ensancha infinita-mente. Con ello consigue abrir las puertas al espíritu crítico de su tiempo y situar los problemas modernos en el lugar de las dudas de la conciencia religiosa de Esquilo. El parentesco de Eurípides y Es-quilo consiste en que ambos dan relieve a los problemas, aunque en aguda oposición.
Desde este punto de vista aparece Sófocles completamente apar-tado del curso de aquella evolución. Parece faltar en él la apasio-nada intimidad y la fuerza de la experiencia personal de sus dos grandes compañeros en el arte. Y nos hallamos inclinados a pensar que el juicio entusiasta de los clasicistas que, por el rigor de su for-ma artística y su luminosa objetividad, considera a Sófocles como la culminación del drama griego, si bien se explica históricamente, es un prejuicio que es preciso superar. Así, la ciencia y el gusto psi-cológico moderno que la acompaña, dirige sus preferencias al tosco arcaísmo de Esquilo y al subjetivismo refinado de los últimos tiem-pos de la tragedia ática, largo tiempo desatendidos. Cuando, por fin, fue determinado de un modo más preciso el lugar de Sófocles en la constelación de los trágicos, fue preciso buscar el secreto de su éxito en otra parte y se halló en la pureza de su arte que, nacido de Esquilo, que era su dios, y desarrollado durante su juventud, al-canzó su plenitud tomando como ley suprema la consecución del efecto escénico.  Si Sófocles es sólo esto, por mucha que sea su impor-tancia, cabe preguntar por qué ha sido considerado como el más perfecto, (250) no sólo por el clasicismo, sino también por la Antigüedad en-tera. Sería sobre todo discutible su lugar en una historia de la educación griega que no considera a la poesía fundamentalmente des-de el punto de vista estético.
No cabe duda que Sófocles, por la fuerza de su mensaje religioso, es inferior a Esquilo. Sófocles posee también una piedad profun-damente arraigada. Pero sus obras no son en primer término la ex-presión de esta fe. La impiedad de Eurípides —en el sentido de la tradición— es más religiosa, sin embargo, que la reposada cre-dulidad de Sófocles. No está su verdadera fuerza, y en esto hay que convenir con la crítica moderna, en lo problemático, si bien el con-tinuador de la tragedia de Esquilo es también el heredero de sus ideas. Debemos partir del efecto que produce en la escena. Éste no se agota con la comprensión de su técnica inteligente y superior. Fácilmente se comprende que la técnica de Sófocles, representante de la segunda generación más aguda y refinada, sea superior a la del viejo Esquilo. ¿Pero cómo explicar el hecho de que todos los naturales intentos modernos para satisfacer prácticamente el cambio del gusto y llevar a la escena las tragedias de Esquilo y de Eurípi-des, salvo algunos experimentos para un público más o menos espe-cializado, hayan fracasado, mientras que Sófocles es el único drama-turgo griego que se mantiene en los repertorios de nuestros teatros? Ello no se debe ciertamente a un prejuicio clasicista. La tragedia de Esquilo no puede resistir la escena por la rigidez nada dramática del coro que la domina, que no compensa el peso de las ideas y del lenguaje, sobre todo faltando el canto y la danza. La dialéctica de Eurípides despierta ciertamente, en tiempos perturbados como los nues-tros, un eco de simpática afinidad. Pero no hay cosa más mudable que los problemas de la sociedad burguesa. Basta pensar en lo le-jos que están de nosotros Ibsen o Zola, incomparablemente más cerca-nos, sin embargo, que Eurípides, para comprender que lo que cons-tituiría la fuerza de Eurípides en su tiempo representa precisamente para nosotros un límite infranqueable.
El efecto inextinguible de Sófocles sobre el hombre actual, a base de su posición imperecedera en la literatura universal, son sus ca-racteres. Si nos preguntamos cuáles son las creaciones de los trágicos griegos que viven en la fantasía de los hombres, con independencia de la escena y de su conexión con el drama, veremos que las de Sófocles ocupan el primer lugar. Esta pervivencia separada de las figuras como tales no hubiera podido ser jamás alcanzada por el mero dominio de la técnica escénica, cuyos efectos son siempre mo-mentáneos. Acaso no hay nada más difícil de comprender para nos-otros que el enigma de la sabiduría sosegada, sencilla, natural, con que ha erigido aquellas figuras humanas de carne y hueso, henchidas de las pasiones más violentas y de los sentimientos más tiernos, de orgullosa y heroica grandeza y de verdadera humanidad, tan parecidas (251) a nosotros y al mismo tiempo dotadas de tan alta nobleza. Nada es en ellas artificioso ni exorbitante. Los tiempos posteriores han buscado en vano la monumentalidad mediante lo violento, lo colosal o lo efectista. En Sófocles todo se desarrolla sin violencia, en sus proporciones naturales. La verdadera monumentalidad es siempre sim-ple y natural. Su secreto reside en el abandono de lo esencial y fortuito de la apariencia, de tal modo que irradie con perfecta cla-ridad la ley íntima oculta a la mirada ordinaria. Los hombres de Sófocles carecen de aquella solidez pétrea, que arranca de la tierra, de las figuras de Esquilo, que a su lado aparecen inmóviles y aun rígidas. Pero su movilidad no carece de peso como la de algunas figuras de Eurípides, que es duro denominar "figuras", incapaces de condensarse más allá de las dos dimensiones del teatro, indumentaria y declamación, en una verdadera existencia corporal. Entre su pre-decesor y su sucesor es Sófocles el creador innato de caracteres. Como sin esfuerzo, se rodea del tropel de sus imágenes, o aun podríamos decir que le rodean. Pues nada más ajeno a un verdadero carácter que la arbitrariedad de una fantasía caprichosa. Nacen todos de una necesidad que no es ni la generalidad vacía del tipo ni la simple de-terminación del carácter individual, sino lo esencial mismo, opuesto a lo que carece de esencia.
Se ha trazado a menudo el paralelo entre la poesía y la escultura poniendo en conexión cada uno de los tres trágicos como un estadio correspondiente de la evolución de la forma plástica. Estas compara-ciones conducen fácilmente a un juego sin importancia cuando no a la pedantería. Nosotros mismos hemos comparado simbólicamente la posición de la divinidad en medio de las esculturas del frontispicio olímpico con la posición central de Zeus o del destino en la tragedia arcaica. Pero se trataba sólo de una comparación ideal que no se refería para nada a la cualidad plástica de los personajes de la tra-gedia. En cambio, cuando denominamos a Sófocles el plástico de la tragedia se trata de una cualidad que no comparte con otro alguno y que excluye toda comparación de los trágicos con la evolución de las formas plásticas. La figura poética depende, como la escul-tórica, del conocimiento de las últimas leyes que la gobiernan. En esto termina toda posibilidad de un paralelo, pues las leyes de lo espiritual son incomparables con las que rigen la estructura espacial de la corporeidad táctil o visible. Sin embargo, cuando la escultura de aquel tiempo se propone como su fin más alto la expresión de un ethos espiritual en la forma humana, parece iluminarse con el resplandor de aquel mundo íntimo que por primera vez ha revelado la poesía de Sófocles. El resplandor de esta humanidad se refleja del modo más conmovedor en los monumentos contemporáneos de los sepulcros áti-cos. Aunque aquellas obras de un arte de segundo rango se hallen muy por debajo de la plenitud esencial y expresiva de las obras de Sófocles, la convergencia de unas y otras en el mismo tipo de intimidad (252) humana, que revela el reposo espiritual de aquellas obras, per-mite colegir que su arte y su poesía se hallaban animados por la misma emoción. Orienta su imagen al hombre eterno, valiente y se-reno ante el dolor y la muerte, revelando así su verdadera y auténtica conciencia religiosa.
El monumento perenne del espíritu ático en el momento de su madurez está constituido por la tragedia de Sófocles y la escultura de Fidias. Ambos representaban el arte del tiempo de Pericles. Si desde aquí lo miramos con mirada retrospectiva, la evolución de la tragedia griega parece dirigirse a este fin. Podemos decir esto aun en lo que respecta a la relación de Esquilo con Sófocles. No así de la relación de Sófocles con Eurípides, ni mucho menos con los epígo-nos de la poesía trágica del siglo IV. Todos ellos son un eco de la grandeza anterior. Y lo que en Esquilo es grande y rico de futuro traspasa los límites de la poesía e invade un nuevo dominio: el de la filosofía. Así podemos denominar a Sófocles clásico en el sentido de que alcanza el más alto punto en el desarrollo de la tragedia. En él la tragedia realiza "su naturaleza", como diría Aristóteles. Pero aun en otro y único sentido puede ser denominado clásico; en tanto que esta denominación designa la más alta dignidad que alcanza aquel que lleva a su perfección un género literario. Tal es su posi-ción en el desarrollo espiritual de Grecia, y como expresión de este desarrollo consideramos aquí ante todo a la literatura. La evolución de la poesía griega, considerada como el proceso de progresiva obje-tivación de la formación humana, culmina en Sófocles. Sólo desde este punto de vista es posible comprender en su sentido entero cuanto hemos dicho antes sobre las figuras trágicas de Sófocles. Su preemi-nencia no procede sólo del campo de lo formal, sino que se en-raiza en una dimensión de lo humano en la cual lo estético, lo ético y lo religioso se compenetran y se condicionan recíprocamente. Este fenómeno no es único en el arte griego, como lo hemos visto en nuestro estudio de la poesía más antigua. Pero forma y norma se compenetran de un modo muy especial en la tragedia de Sófocles y, sobre todo, en sus personajes. El mismo poeta ha dicho de ellos breve y certeramente que son figuras ideales, no hombres de la rea-lidad cotidiana, como los de Eurípides.  Un escultor de hombres como Sófocles pertenece a la historia de la educación humana. Y como nin-gún otro poeta griego. Y ello en un sentido completamente nuevo. En su arte se manifiesta por primera vez la conciencia despierta de la educación humana. Es algo completamente distinto de la acción educadora en el sentido de Homero o de la voluntad educadora en el sentido de Esquilo. Presupone la existencia de una sociedad huma-na, para la cual la "educación", la formación humana en su pureza y por sí misma, se ha convertido en el ideal más alto. Pero esto no (253) es posible hasta que, después que una generación ha vivido duras luchas interiores para conquistar el sentido del destino, luchas de una profundidad esquiliana, lo humano como tal se coloca en el centro de la existencia. El arte mediante el cual Sófocles crea sus caracteres se halla conscientemente inspirado por el ideal de la conducta huma-na que fue la peculiar creación de la cultura y de la sociedad del tiempo de Pericles. En tanto que Sófocles aprehendió esta nueva conducta en lo más profundo de su esencia, tal como la debió de haber experimentado en sí mismo, humanizó la tragedia y la convir-tió en modelo imperecedero de la educación humana de acuerdo con el espíritu inimitable de su creador. Podría denominarse casi un arte educador, como lo es en otro estadio —y en condiciones de tiempo mucho más artificiosas— la lucha de Goethe en el Tasso para hallar la forma en la vida y en el arte. Sólo que la palabra educación, en virtud de múltiples asociaciones, ha tendido a desleírse y perder todo perfil, de tal modo que no es posible emplearla con entera libertad. Es preciso evitar cuidadosamente las contraposiciones corrientes en la ciencia de la literatura tales como "experiencia cultivada" y "expe-riencia originaria". Sólo así llegaremos a comprender lo que significa educación o cultura en el sentido griego originario, es decir, la crea-ción originaria y la experiencia originaria de una formación cons-ciente del hombre. Sólo así se comprende que pudiera convertirse en fuerza alentadora de la fantasía de un gran poeta. La cópula creadora de la poesía y la educación, considerada en este sentido, en Sófocles es una constelación única en la historia universal.
La unidad entre el estado y el pueblo, conseguida tras dura lucha después de la guerra de los persas, y sobre la cual se cierne el cos-mos espiritual de la tragedia de Esquilo, es la base para una nueva educación nacional que supera la oposición entre la cultura de los nobles y la vida del pueblo. En la vida de Sófocles toma cuerpo con fuerza única la eudemonía de la generación que sobre este funda-mento han estructurado el estado y la cultura de la época de Pericles. Los hechos generales son conocidos de todos. Pero son de mayor importancia que los detalles de su vida exterior que pueda averiguar la investigación científica. Es, sin duda alguna, una leyenda que en la flor de su juventud danzara en el coro que celebraba la vic-toria de Salamina. donde Esquilo combatió. Pero nos dice mucho el hecho de que la vida del joven se iniciara en el momento en que acababa de pasar la tormenta. Sófocles se halla en la angosta y es-carpada cresta del más alto mediodía del pueblo ático, que tan rápi-damente había de pasar. Su obra se desarrolla en la serenidad sin viento y sin nubes, eu)di/a y galh/nh, del día incomparable cuya aurora se abre con la victoria de Salamina. Cierra los ojos muy poco tiem-po antes de que Aristófanes conjure a la sombra del gran Esquilo para que salve a la ciudad de la ruina. No vivió la ruina de Atenas. Murió después que la victoria de las Arginusas despertara la última gran esperanza (254) de Atenas, y vive ahora allá abajo —así lo representa Aris-tófanes poco después de su muerte— en la misma armonía consigo mismo y con el mundo con que vivió en la tierra. Es difícil decir hasta qué punto esta eudemonía fue debida al tiempo favorable que el destino le otorgó, y a su naturaleza afortunada o al arte consciente con que realizó su obra y al misterio de su silenciosa sabiduría que con gesto de perfecta modestia, sin ayuda ni esfuerzo, se traduce a veces en creaciones geniales. La verdadera cultura es siempre obra de la confluencia de estas tres fuerzas. Su fundamento más profundo ha sido y sigue siendo un misterio. Lo más maravilloso en ella es que no es posible explicarlo. Lo único que cabe hacer es señalar con el dedo y decir: ahí está.
Aunque no supiéramos nada más de la Atenas de Pericles, de la vida y la figura de Sófocles, podríamos concluir que en su tiempo surgió por primera vez la formación consciente del hombre. Para ponderar esta nueva forma de las relaciones humanas creó aquella época una nueva palabra: "urbano". Dos decenios más tarde se halla en pleno uso entre todos los prosistas áticos, en Jenofonte, en los oradores, en Platón. Y Aristóteles analiza y describe este trato libre, franco, cortés, esta conducta selecta y delicada. Este tipo de relación humana se daba por supuesto en la sociedad ática del tiempo de Pe-ricles. No hay más bella ilustración de la crisis de esta delicada educación ática —tan opuesta al sentido escolar y pedantesco de la cultura— que la ingeniosa narración de un poeta contemporáneo, Ión de Quío.  Se trata de un acontecimiento real de la vida de Sófo-cles. Como estratega colaborador de Pericles se halla como huésped de honor en una pequeña ciudad jónica. En el banquete tiene como vecino a un maestro de literatura del lugar que, poseído de su sabi-duría, le atormenta con una crítica pedantesca del bello verso del antiguo poeta: "Brilla en la púrpura de las mejillas la luz del amor." La superioridad mundana y la gracia personal con que sale del apuro, convenciéndole de la imposibilidad de que la pobreza de su fantasía llegue a la plena comprensión de un fragmento poético tan bello, dan-do además la prueba evidente de que aun en su profesión involunta-ria de general tiene competencia, mediante la astuta "estratagema" con-tra el azorado muchacho que le alarga la copa llena de vino, es un rasgo inolvidable no sólo de la figura de Sófocles, sino también de la sociedad ática de su tiempo. Pongamos al lado del retrato del poeta que nos ofrece esta verdadera anécdota y que corresponde a la ac-titud de la estatua laterana de Sófocles, el retrato de Pericles del escultor Cresilas. No nos ofrece al gran hombre de estado ni aun, a pesar del yelmo, al general. Así como Esquilo es para la poste-ridad el luchador de Maratón y el fiel ciudadano de su estado, el arte y la anécdota encarnan en Sófocles y en Pericles la suma de  (255) la más alta nobleza de la kalokagathia ática, tal como corresponde al espíritu de su tiempo.
En esta forma vive una clara y delicada conciencia de lo que en cada caso es adecuado y justo para el hombre, que en el más alto dominio de la expresión y en la plenitud de la medida, se revela como una nueva e íntima libertad. No hay en ella esfuerzo ni afec-tación. Todos reconocen y admiran su facilidad. Nadie es capaz de imitarla, como dice unos años más tarde Isócrates. Sólo se da en Atenas. La fuerza expresiva y sentimental de Esquilo cede a un equi-librio y proporción natural que sentimos y gozamos como un mila-gro en las esculturas del friso del Partenón y en el lenguaje de los hombres de Sófocles. No es posible definir en qué consiste propiamente este secreto abierto. No se trata en modo alguno de algo pu-ramente formal. Sería sumamente raro que se manifestara al mis-mo tiempo en la plástica y en la poesía si no se tratara de algo sobrepersonal y común a los representantes más característicos de la época. Es la irradiación de un ser en definitivo reposo que ha llegado a la armonía consigo mismo, como expresa ya el bello verso de Aristófanes: un ser al cual la muerte no puede llevar consigo, puesto que lo mismo debe permanecer "allí" que "aquí", eu)koloj.  No es posible interpretarlo trivialmente desde un punto de vista pu-ramente estético, como la belleza de la línea, o desde un punto de vista exclusivamente psicológico, como una simple naturaleza armó-nica, confundiendo así la esencia con el síntoma. No es una pura casualidad del temperamento personal el hecho de que Sófocles sea el maestro del medio tono mientras que Esquilo nunca lo pudiera al-canzar. En parte alguna es la forma de un modo tan inmediato, ex-presión adecuada o mejor la revelación del ser y de su sentido meta-físico. A la pregunta sobre lo esencial y el sentido del ser no contesta Sófocles, como Esquilo, mediante una concepción del mundo o una teodicea, sino mediante la forma de sus discursos y la figura de sus personajes. Quien en los momentos de caos y agitación de la vida en que todas las formas parecen disolverse, no haya tendido la mano a este guía, para hallar de nuevo el equilibrio íntimo mediante la acción de algunos versos de Sófocles, no comprenderá fácilmente esto. Lo que se experimenta en el acorde y el ritmo, la medida, es para Sófocles el principio del Ser. Es el piadoso reconocimiento de una justicia que reside en las cosas mismas y cuya comprensión es el signo de la más perfecta madurez. No en vano repite constantemente el coro de las tragedias de Sófocles que la falta de medida es la raíz de todo mal. La armonía preestablecida entre el arte escultórico de Fidias y la poesía de Sófocles tiene su fundamento más profundo en la sujeción religiosa a este conocimiento de la medida. Esta con-ciencia, que llena la época entera, es una expresión tan natural de la (256) esencia más profunda del pueblo griego, fundada en la sofrosyne me-tafísica, que la exaltación de la medida en Sófocles parece resonar en mil ecos concordantes en todo el ámbito del mundo griego. La idea no era. en realidad, nueva. Pero la influencia histórica y la im-portancia absoluta de una idea no dependen jamás de su novedad, sino de la profundidad y la fuerza con que ha sido comprendida y vivida. El desarrollo de la idea griega de la medida considerada como el más alto valor llega a su culminación en Sófocles. A él conduce y en él halla su clásica expresión poética como fuerza divina que gobierna el mundo y la vida.
La estrecha conexión entre la formación humana y la medida en la conciencia de la época puede manifestarse todavía desde otro punto de vista. En general, es preciso mostrar las convicciones artísticas de los clásicos griegos a partir de sus obras y éstas son en todo caso nuestros mejores testimonios. Pero, puesto que se trata de compren-der las últimas y más difíciles tendencias ordenadoras de creaciones tan ricas y tan variadas del espíritu humano, parece justo exigir que confirmemos la certeza de nuestro camino mediante el testimonio de los contemporáneos. De Sófocles mismo poseemos dos observaciones que, naturalmente, sólo alcanzan en último término autoridad histó-rica por su concordancia con nuestras propias impresiones intuitivas acerca de su arte. Una de ellas la hemos citado ya: es aquella en que caracteriza a sus propios personajes, en oposición al realismo de Eurípides, como figuras ideales. En la otra separa su propia crea-ción artística de la de Esquilo en tanto que niega a éste la conciencia en el hallazgo de lo justo, mientras que la considera esencia) para sí mismo.  Si las tomamos conjuntamente, veremos que presuponen una conciencia muy precisa de las normas a que debe sujetarse el poeta y que representa a los hombres "tales como deben ser". Ahora bien, esta conciencia de las normas ideales del hombre es peculiar de la época en que comienza la sofística. El problema de la areté humana es ahora considerado con extraordinaria intensidad desde el punto de vista de la educación. El hombre "tal como debe ser" es el gran tema de la época y el término de todos los esfuerzos de los sofistas. Hasta ahora los poetas han tratado sólo de fundamentar los valores de la vida humana. Pero no podían permanecer indiferentes a la nueva voluntad educadora. Esquilo y Solón alcanzaron con su poe-sía una poderosa influencia haciéndola escenario de su lucha íntima con Dios y el Destino. Sófocles, siguiendo la tendencia formadora de su época, se dirige al hombre mismo y proclama sus normas en la representación de sus figuras humanas. Hallamos ya el comienzo de esta evolución en las últimas obras de Esquilo cuando, para real-zar lo trágico, opone al destino figuras como Etéocles, Prometeo, Agamemnón, Orestes. que encarnan un poderoso elemento de idealidad.
(257) Con ellas se enlaza Sófocles, cuyas figuras capitales encarnan la más alta areté tal como la conciben los grandes educadores de su tiempo. No es posible decidir dónde se halla la prioridad; si en la poesía o en el ideal educador. Para una poesía como la de Sófocles ello carece de importancia. Lo decisivo es que la poesía y la educación humana se dirigen conscientemente al mismo fin.
Los  hombres   de  Sófocles  nacen  de   un  sentimiento  de  la  belleza cuya fuente es una  animación de los personajes hasta  ahora desco-nocida.   En él se manifiesta el nuevo ideal  de la areté, que  por pri-mera vez  y de  un modo consciente  hace de  la  psyché el  punto de partida de toda  educación humana.   Esta palabra adquiere en el si-glo  V   una   nueva   resonancia,   una   significación   más   alta,   que   sólo alcanza  su   pleno  sentido  con   Sócrates.    El  "alma'"   es  objetivamente reconocida  como   el centro  del  hombre.    De  ella   irradian  todas   sus acciones  y su  conducta entera.    El arte escultórico había  descubierto desde largo tiempo  las leyes  del cuerpo   humano  y  lo  había hecho objeto del  estudio más fervoroso.   En la "armonía"  del cuerpo   ha-bía descubierto de nuevo el principio del cosmos, que el pensamiento filosófico  había confirmado ya  para la totalidad.   A partir del cos-mos llega ahora el mundo griego al descubrimiento de lo espiritual. No lo considera desde el punto de vista de la experiencia inmediata como una intimidad caótica.   Es, por el contrario, el único reino del ser que,  sometido   a un  orden  legal,  no ha  sido  todavía   penetrado por la idea cósmica.   Es evidente que el alma tiene, como el cuerpo, su ritmo y su armonía.   Con ello entramos en la idea de una estruc-tura del alma.   Podríamos acaso hallarla por primera vez expresada con entera claridad por Simónides,  cuando afirma que la areté con-siste en tener "estructurados  rectamente  y sin falta,   las manos,   los pies y  el  espíritu".   Pero, de esta primera representación de  un ser espiritual   en forma,   concebido por   analogía  con el   ideal   corporal de la formación agonal, hasta la teoría de la educación que con ver-dad histórica atribuye  Platón   al sofista Protágoras,  media  un   paso considerable.    En ella la idea de la educación  se halla desarrollada con íntima consecuencia.   De una imagen poética se ha convertido en un   principio  educador.    Protágoras  habla  allí   de  la   educación   del alma mediante la verdadera eurhythmia y euharmostia.   La justa ar-monía  y el justo  ritmo deben nacer de! contacto   con las obras de la  poesía,   de  la   cual  han  tomado   sus  normas.    También   en  esta teoría el  ideal  de   la  formación  espiritual  tiene  que  ver  con  el   de la formación del cuerpo.   Pero se halla más cerca del arte escultórico y de la formación artística que de la areté agonal de Simónides.   De este campo   de  intuiciones procede el concepto   normativo  de la   eurhytmia y la euharmostia.   Sólo en el pueblo griego podía originarse la idea de la educación  de las normas del arte escultórico.   Tampoco (258) puede desconocerse este modelo en el ideal encarnado en las figuras de Sófocles. La educación, la poesía y el arte escultórico se hallan en aquel tiempo en la más estrecha correlación. No es posible pensar ninguno de ellos sin el otro. La educación y la poesía hallan su mo-delo en el esfuerzo de la plástica para llegar a la creación de una forma humana, y toman el mismo camino para llegar a la i)de/a del hombre. El arte, de su parte, aprende de la poesía y de la educación el camino que conduce a lo espiritual. En todos se revela una alta valoración del hombre, que se halla para los tres en el centro del interés. Esta inclinación antropocéntrica del espíritu ático es la que da lugar al nacimiento de la "humanidad"; no en el sentido senti-mental del amor humano hacia los otros miembros de la sociedad, que denominaron los griegos filantropía, sino en el del conocimiento de la verdadera forma esencial humana. Es especialmente significativo el hecho de que por primera vez aparece la mujer corno represen-tante de lo humano con idéntica dignidad al lado del hombre. Las numerosas figuras femeninas de Sófocles, Antígona, Electra, Dejanira, Tecmesa, Yocasta, por no hablar de otras figuras secundarias, como Clitemnestra, Ismene y Crisotemis, iluminan con la luz más clara la alteza y la amplitud de la humanidad de Sófocles. El descubrimiento de la mujer es la consecuencia necesaria del descubrimiento del hom-bre como objeto propio de la tragedia.
Desde este punto de vista podemos comprender la trasformación del arte trágico desde Esquilo hasta Sófocles. Salta a la vista que la forma de la trilogía, que es la regla para aquél, es abandonada por su sucesor. Se halla sustituida por el drama singular, cuyo punto central es la acción humana. Esquilo necesita de la trilogía para abrazar en una acción dramática la masa entera de acaecimientos épi-cos que constituyen el curso de un destino, cuyo encadenamiento de sufrimientos se extiende con frecuencia a varias generaciones de un linaje. Su mirada se dirigía al curso entero de un destino porque sólo en esta totalidad era posible ver el justo equilibrio del gobierno divino, que la fe y el sentimiento moral echaban de menos en el destino del individuo. De ahí que los personajes, aunque constituyan el punto de partida para nuestra participación en la acción, ocupen un lugar subordinado y que el poeta se halle obligado a colocarse de algún modo en el lugar de la fuerza más alta que gobierna el mundo. En Sófocles, las exigencias de la teodicea, que habían do-minado el pensamiento religioso desde Solón hasta Teognis y Esquilo, pasan a un lugar secundario. Lo trágico en él es la imposibilidad de evitar el dolor. Tal es la faz inevitable del destino desde el pun-to de vista humano. La concepción religiosa del mundo de Esquilo no es, en modo alguno, abandonada. Sólo que el acento no se halla ya en ella. Esto se ve con especial claridad en una de las primeras obras de Sófocles, Antígona, en la cual aquella concepción del mundo apa-rece todavía con vigoroso relieve.
(259) La maldición familiar de la casa de los labdácidas, cuya acción aniquiladora persigue Esquilo en la trilogía tebana a través de varias generaciones, permanece en Sófocles como causa originaria, pero si-tuada en un trasfondo. Antígona cae como su última victima, del mismo modo que Etéocles y Polinices en los Siete de Esquilo. Sófo-cles hace participar a Antígona y a su contrario Creón en la realiza-ción de su destino mediante el vigor de sus acciones, y el coro no se cansa de hablar de la transgresión de la medida y de la participa-ción de ambos en su desdicha. Pero aunque este momento sirve tam-bién para justificar el destino en el sentido de Esquilo, toda la luz se concentra en la figura del hombre trágico y se tiene la impresión de que ella basta por sí misma para reclamar todo el interés. El destino no reclama la atención como problema independiente. Apartada de él, se dirige por entero al hombre doliente, cuyas acciones no son determi-nadas desde fuera con entera necesidad. Antígona se halla determina-da por su naturaleza al dolor. Podríamos incluso decir que se halla elegida para él, puesto que su dolor consciente se convierte en una nueva forma de nobleza. Este ser elegido para el dolor, ajeno natu-ralmente a toda representación cristiana, se muestra de un modo emi-nente en el diálogo del prólogo entre Antígona y sus hermanas. La ternura juvenil de Ismene retrocede aterrada ante la elección delibe-rada de la propia ruina. Sin embargo, su amor de hermana no dis-minuye por ello, como no tarda en demostrarlo de un modo conmo-vedor mediante su propia acusación ante Creón y su deseo desesperado de acompañar en la muerte a su hermana ya condenada. No obstante, no es una figura trágica. Sirve sólo para realzar la figura de Antí-gona. Y hemos de confesar la razón que asiste a ésta para rechazar en aquel instante su solicitud y su profunda piedad. Ya en los Siete de Esquilo se realza lo trágico de Etéocles por el noble rasgo de dis-ponerse a aceptar sin culpa el destino de su casa. Antígona sobrepasa todas las preeminencias de su noble estirpe.
Este dolor de la figura capital se destaca sobre un trasfondo ge-neral creado por el primer canto del coro. El coro entona un himno a la grandeza del hombre creador de todas las artes, dominador de las poderosas fuerzas de la naturaleza mediante la fuerza del espíritu y que como el más alto de todos los bienes ha llegado a la concep-ción de la fuerza del derecho, fundamento de la estructura del estado. El sofista Protágoras,  contemporáneo de Sófocles, construyó una teo-ría análoga acerca del origen de la cultura y de la sociedad. Y en el ritmo del coro de Sófocles podemos comprobar el orgullo prometeico que domina este primer ensayo de una historia natural del desenvol-vimiento del hombre. Pero con la ironía trágica peculiar de Sófocles, en el momento en que el coro acaba de celebrar al derecho y al estado, (260) proclamando la expulsión de toda sociedad humana de aquel que con-culca la ley, cae Antígona encadenada. Para cumplir la ley no escrita y realizar el más sencillo deber fraternal rechaza con plena conciencia el decreto tiránico del rey, fundado en la fuerza del estado, que le prohíbe con pena de muerte el sepelio de su hermano Polinices, muer-to en lucha contra su propia patria. En el mismo momento aparece ante el espíritu del espectador otro aspecto de la naturaleza humana. Enmudece el orgulloso himno ante el súbito y trágico conocimiento de la debilidad y la miseria humanas.
Con profunda intuición vio Hegel en la Antígona el trágico con-flicto entre dos principios morales: la ley del estado y el derecho de la familia. Pero aunque la rigurosa fidelidad a los principios del es-tado, a pesar de su exageración, nos permite comprender la actitud del rey, y aunque la dolorosa porfía de Antígona justifique, con la fuerza de convicción de una auténtica pasión revolucionaria, las leyes eternas de la piedad contra las usurpaciones del estado, el acento capital de la tragedia no se halla en este problema general tan pró-ximo a la sensibilidad de un poeta del tiempo de los sofistas, para idealizar la oposición entre las dos figuras capitales. Y aunque se hable de la hybris, de la falta de medida y de la falta de compren-sión, estos conceptos se hallan en la periferia y no en el centro, como en la obra de Esquilo. La caída del héroe en el dolor trágico se comprende inmediatamente: en lugar de colocarlo judicialmente en la injusticia, lo que hace es revelar de modo patente, en naturalezas no-bles, el carácter ineludible del destino que los dioses asignan a los hombres. La irracionalidad de esta até, que inquietó el sentimiento de justicia de Solón y preocupó a la época entera, es una presuposi-ción de lo trágico, pero no constituye el problema de la tragedia. Esquilo trata de resolver el problema. Sófocles da por supuesta la até. Pero su posición ante el hecho inevitable del dolor enviado por los dioses, que la lírica antigua ha lamentado desde sus orígenes, no es la de la pura pasividad. Ni comparte las palabras resignadas de Simónides, según las cuales el hombre debe perder necesariamente la areté cuando lo derrumba el infortunio inexorable.  La elevación de sus grandes dolientes a la nobleza más alta es el Sí que da Sófocles a esta realidad, la esfinge cuyo misterio mortal es capaz de resolver. Por primera vez el hombre trágico de Sófocles se levanta a verdadera grandeza humana mediante la plena destrucción de su felicidad terres-tre o de su existencia física y social.
El hombre trágico, con sus sufrimientos, se convierte en el más maravilloso y delicado instrumento, del cual arrancan las manos del poeta todos los tonos del ailinos trágico. Para hacerlos resonar pone en movimiento todos los medios de su fantasía dramática. En los dramas de Sófocles, frente a los de Esquilo, hallamos una enorme (261) elevación de la acción dramática. Sólo que el fundamento de ello no se halla en el hecho de que Sófocles considere la acción dramática por sí misma, en el sentido del drama shakesperiano, en lugar de las antiguas y venerables danzas corales. La fuerza con que se desarrolla el Edipo, imponente aun para el más rudo naturalismo, pudo suscitar semejante malentendido. Puede haber contribuido también en buena parte a la frecuencia creciente con que ha sido puesto en la escena. Pero si lo consideramos desde este punto de vista no llegaremos ja-más a comprender la maravillosa y compleja arquitectura de la esce-nificación de Sófocles. No procede de la consecuencia exterior de los acaecimientos materiales, sino de una alta lógica artística que, en una rica serie progresiva de contrastes, abre a la mirada, desde todos los puntos de vista, la esencia íntima de la figura principal. El clásico ejemplo de esto es Electra. La fuerza inventiva del poeta crea con osado artificio una serie de incidentes y retardos para hacer que Electra pase por toda la escala de los más íntimos matices sentimen-tales hasta llegar a la plenitud de la desesperación. Sin embargo, a pesar de las más violentas oscilaciones del péndulo, la totalidad se mantiene en equilibrio perfecto. Este arte alcanza su culminación en la escena del reconocimiento de Electra y Orestes. El disfraz inten-cionado del salvador, a su retorno a la casa paterna, y la manera gradual con que deja caer sus vestidos, hace pasar el dolor de Elec-tra por todos los grados desde el cielo al infierno. El drama de Sófocles es el drama de los movimientos del alma cuyo íntimo ritmo se desarrolla en la ordenación armónica de la acción. Su fuente se halla en la figura humana, a la cual se vuelve constantemente como a su último y más alto fin. Toda acción dramática es simplemente para Sófocles el desenvolvimiento esencial del hombre doliente. Con ello se cumple su destino y se realiza a sí mismo.
También para él es la tragedia el órgano del más alto conoci-miento. Pero no se trata de fronei=n en la cual halla Esquilo el re-poso del corazón. Es el autoconocimiento trágico del hombre, que profundiza el deifico gnw~qi seauto/n hasta llegar a la intelección de la nadedad espectral de la fuerza humana y de la felicidad terrena. Pero este conocimiento abraza también la conciencia indestructible e invencible de la grandeza del hombre doliente. El dolor de las figuras de Sófocles constituye una parte esencial de su ser. Jamás ha llegado el poeta a una representación tan conmovedora y llena de misterio de la fusión del hombre y su destino en una unidad indiso-luble, como en la más grande de sus figuras. A ella vuelve todavía su mirada amorosa en lo más avanzado de su edad. El anciano ciego Edipo, expulsado de su patria, vaga por el mundo mendigando de la mano de su hija Antígona, otra de las figuras preferidas que el poeta no abandona nunca. Nada más característico de la esencia de la tragedia de Sófocles que la compasión del poeta por sus propias figuras. Nunca le abandonó la idea de lo que había de ser de Edipo.
(262) Este hombre, sobre el cual parece gravitar el peso de todos los dolo-res del mundo, fue desde un principio una figura de la más alta fuerza simbólica. Se convierte en el hombre doliente, sin más. En lo alto de su vida halló Sófocles su plena satisfacción al colocar a Edipo en medio de la tormenta de la aniquilación. Lo presenta ante los ojos del espectador en el instante en que se maldice a sí mismo y desesperado desea aniquilar su propia existencia, del mismo modo que ha apagado, con sus propias manos, la luz de sus ojos. Lo mismo que en Electro, en el momento en que la figura llega a la plenitud de la tragedia, corta el poeta súbitamente el hilo de la acción.
Es altamente significativo el hecho de que Sófocles poco antes de su muerte tomara de nuevo el tema de Edipo. Sería un error esperar de este segundo Edipo la resolución final del problema. Quien qui-siera interpretar en este sentido la apasionada autodefensa del viejo Edipo, su repetida insistencia en que ha realizado todos sus hechos en la ignorancia, confundiría a Sófocles con Eurípides. Ni el destino ni Edipo son absueltos o condenados. Sin embargo, el poeta parece considerar aquí el dolor desde un punto de vista más alto. Es un último encuentro con el anciano peregrino sin reposo, poco antes de que haya alcanzado su fin. Su noble naturaleza permanece inque-brantable en su impetuosa fuerza, a pesar de la desventura y la vejez. Su conciencia le ayuda a soportar su dolor, este antiguo compañero inseparable que no le abandona hasta las últimas horas. Esta acerba imagen no deja lugar alguno para la ternura sentimental. Sin embar-go, el dolor hace a Edipo venerable. El coro siente su terror, pero aún más su grandeza, y el rey de Atenas recibe al ciego mendigo con los honores debidos a un huésped ilustre. Según un oráculo di-vino, debía hallar su último reposo en el suelo ático. La muerte de Edipo se halla envuelta en el misterio. Sale solo y sin guía al bosque y nadie lo ve ya más. Incomprensible, como el camino del dolor, por el cual conduce la divinidad a Edipo, es el milagro de la salvación que al fin espera. "Los dioses que te hirieron, te levantarán de nuevo en alto." Ningún ojo mortal puede ver este misterio. Sólo es posible participar en él mediante la consagración al dolor. No es posible sa-ber cómo, pero la consagración al dolor le aproxima a los dioses y le separa del resto de los hombres. Ahora descansa en la colina de Colono, en la patria querida del poeta, en los bosques siempre verdes de las Euménides en cuyas ramas canta el ruiseñor. Ningún pie hu-mano puede pisar el lugar. Pero de él irradia la bendición para todo el país de Ática.

domingo, 25 de noviembre de 2012

MANUEL ALTOLAGUIRRE. POETA.


Manuel Altolaguirre

(Málaga, 1905 - Burgos, 1959)
Nació en Málaga en 1905. En 1923 funda su primera revista poética, Ambos,en colaboración con José María Hinojosa y José María Souvirón. A partir de 1926 co-dirigió con Emilio Prados la revista Litoral. Viaja a Francia en 1930-1931, estableciendo allí su propia imprenta privada, que le acompañó en todos sus viajes. En 1932 casó con la poetisa Concha Méndez. De 1933 a 1935,estancia en Londres, donde siguió editando libros y fundó la revista hispanoinglesa 1616, en recuerdo del año de la muerte de Cervantes y de Shakespeare. En 1935 regresa a España y edita otra revista, Caballo Verde para la Poesía, dirigida por Pablo Neruda. En enero de 1936 funda la colección poética Héroe, que publicó algunos libros de sus compañeros de generación. En la guerra civil luchó al lado de la República y continuó su
labor de impresor. En febrero de 1939 abandona España y se traslada primero a Cuba y luego a México, donde transcurrirá todo su exilio. En México funda una colección poética con el nombre de La Verónica. A partir de 1950 se dedicó a productor cinematográfico, y en 1959, durante un viaje a España,perdió la vida en un accidente de automóvil.
Libros de poesía: Las islas invitadas y otros poemas (Málaga, 1926), Ejemplo(Málaga, 1927), Soledades juntas (Madrid, 1931), La lenta libertad (Madrid,1936), Las islas invitadas (Madrid, 1936), Nube temporal (La Habana, 1939),
Poemas de las islas invitadas (México, 1944), Nuevos poemas de las islas invitadas (México, 1946), Fin de un amor (México, 1949), Poemas en América (Málaga, 1955)- Poesías completas (México, 1960), Vida poética(Málaga, 1962), y Poema del agua (Málaga, 1973)..


Manuel Altolaguirre

Como un ala negra
Como un ala negra de aire
desprendida de hombro alto,
cuerpo de un muerto reflejo
en duras tierras ahogado,
la sombra quieta, tendida,
flota sobre el liso campo.
La nube, sombra en el viento
de la sombra, flor sin tallo,
de la amplia campana azul
adormecido badajo,
techo azul y suelo verde
tiene en la tarde de mayo.
Como una rama de almendro
el horizonte nublado.
La sombra quieta, tendida,
flota sobre el liso campo,
cuerpo de un muerto reflejo
en duras tierras ahogado.
(De «Ejemplo»)

Recuerdo de un olvido
Se agrandaban las puertas. Yo gigante,
con el recuerdo de mi olvido dentro,
atravesaba las estancias,
golpeando las paredes sordas.
¡Qué collar interior en mi garganta
de palabras en germen, de lamentos
que no podían salir, que se estorbaban
en su gran muchedumbre!
¡Cuánto tiempo de olvido incomprensible!
Siempre ella en su ventana.
Su ventana entre dos nubes
—una y ella—siempre.
Y yo distante, agigantado, loco,
con el recuerdo de mi olvido dentro,
pesándome en el alma su naufragio,
agarrándose, hundiéndome,
en un espeso mar de cielos grises.

Retrato
Estabas solo y alto.
Yo miraba cómo todos los pájaros
debajo de tu frente se escondían.
¡Qué ir y venir y qué volver!
Cómo todas las cosas
quedándose se iban
a entrarse por tus ojos.
Cómo yo mismo no sabía
si estaba junto al árbol
bajo aquel cielo tan azul,
o si los verdes límites del parque
estaban encerrados en tu frente.
Si de tanto entrar ya
dentro de ti las cosas,
eras el mundo donde estábamos.
Si para que brillaran las estrellas
bastaba que cerrases tus dos ojos.
Estabas solo y alto,
pero también dentro de ti.

Manuel Altolaguirre
Antes
A mi madre.
Hubiera preferido
ser huérfano en la muerte,
que me faltaras tú
allá, en lo misterioso,
no aquí, en lo conocido.
Haberme muerto antes
para sentir tu ausencia
en los aires difíciles.
Tú, entre grises aceros,
por los verdes jardines,
junto a la sangre ardiente,
continuarías viviendo,
personaje continuo
de mi sueño de muerto.
(De «Soledades juntas»)


Beso
¡Qué sola estabas por dentro!
Cuando me asomé a tus labios
un rojo túnel de sangre,
oscuro y triste, se hundía
hasta el final de tu alma.
Cuando penetró mi beso,
su calor y su luz daban
temblores y sobresaltos
a tu carne sorprendida.
Desde entonces los caminos
que conducen a tu alma
no quieres que estén desiertos.
¡Cuántas flechas, peces, pájaros,
cuántas caricias y besos!


Las caricias
¡Qué música del tacto
las caricias contigo!
¡Qué acordes tan profundos!
¡Qué escalas de ternuras,
de durezas, de goces!
Nuestro amor silencioso
y oscuro nos eleva
a las eternas noches
que separan altísimas
los astros más distantes.
¡Qué música del tacto
las caricias contigo!

Noche a las once
Éstas son las rodillas de la noche.
Aún no sabemos de sus ojos.
La frente, el alba, el pelo rubio,
vendrán más tarde.
Su cuerpo recorrido lentamente
por las vidas sin sueño
en las naranjas de la tarde,
hunde los vagos pies, mientras las manos
amanecen tempranas en el aire.
En el pecho la luna.
Con el sol en la mente.
Altiva. Negra. Sola.
Mujer o noche. Alta.

Maldad
El silencio eres tú.
Pleno como lo oscuro,
incalculable
como una gran llanura
desierta, desolada,
sin palmeras de música,
sin flores, sin palabras.
Para mi oído atento
eres noche profunda
sin auroras posibles.
No oiré la luz del día,
porque tu orgullo terco,
rubio y alto, lo impide.
El silencio eres tú:
cuerpo de piedra.

Mujer
A Jane Evrard.
¡Isla en la música! Estábamos
mirándote sumergidos.
Encantadora de peces
alta le dabas al viento
órdenes con tus dos brazos.
Instrumentos y delfines
parados te rodeaban.
La música transparente
te llegaba a la cintura.
Frondosa y viva flotabas,
isla de carne, en la música.
Junto al cipres de tu sueño
para verte, descabalgo.
No son recuerdos, que es vida,
y verdadero el diálogo
que contigo tengo, madre,
cuando aquí nos encontramos.

Manuel Altolaguirre
Viaje
Su muerte
¡Qué golpe aquel de aldaba
sobre el ébano frío de la noche!
Se desclavaron las estrellas frágiles.
Todos los prisioneros percibimos
el descoserse de la cerradura.
¿Por quién? ¿Adónde?
El sol su página plisada
entró por la rendija oblicuamente,
iluminando el polvo.
Descorrió su cortina el elegido,
y penetró en los ámbitos sonoros
del Triángulo y la espuma.
Nos dejó la burbuja de su ausencia
y la conversación de sus elogios.
(De «Las islas invitadas»)

Playa
A Federico García Lorca.
Las barcas de dos en dos,
como sandalias del viento
puestas a secar al sol.
Yo y mi sombra, ángulo recto.
Yo y mi sombra, libro abierto.
Sobre la arena tendido
como despojo del mar
se encuentra un niño dormido.
Y la estela de su marcha
abierta al igual que un libro.
Y yo leyendo en los muros
del ángulo de su huida
los imposibles estímulos.

Abandono
¡Qué dulce dolor de ancla
en el corazón sentías!
Tu corazón reteniendo,
duro coral, mi partida.
Ahogada en amor, tu amor
como un mar me sostenía.
Altos vientos me empujaron
solitario a la deriva.
Si mi nave se fue lejos
más profunda quedó hundida
tu dura rama de sangre,
rota el ancla de mi vida.
Solo, entre las grises nubes
que mis sienes acarician,
sin ti voy por entre nieblas
recordando tu agonía.
(De «Las islas invitadas»)

Nunca más
Las ausencias
los grandes huecos
el enorme vacío dibujado
por los recuerdos insistentes,
todo está aquí
como cenizas de un gran fuego.
Y dudo de mi vida,
temo ser un rescoldo,
entre tantas miserias
que ni siquiera existen.
Mi soledad,
en esta luz de espanto,
es un nuevo fantasma
sin materia;
es un simple contorno
sin un mínimo alambre
o esqueleto.
Todo es gris.
Nada existe.
Las míseras ruinas
de una triste memoria
que se pierde,
están ante mi vida sin futuro.
Dice una voz remota
que borra el panorama
con su niebla:
«Nunca más. Nunca más.»

La nube
Oh libertad errante, soñadora
desnuda de verdor, libre de venas,
arboleda del mar, errante nube;
si en lluvia el desengaño te convierte,
la forma de mi copa podrá darte
una pequeña sensación de cielo.
Vuelve a la tierra, oh mar, vuelve a la vida,
a las cadenas de los largos ríos,
a las prisiones de los hondos lagos;
vuelve afilada a penetrar mil veces
angostos laberintos vegetales.
¡Oh libertad, tus puertas son heridas!
No las quieras abrir, sigue encerrada
en la sedienta piel o te sostenga
el inclinado cauce del torrente.
Todo sueño que es nube se deshace.
Vuelva a brillar el sol, pues la blancura
de esa ilusion de libertad celeste
es tan sólo una sombra hecha jirones.
No sueñe más el agua, y tenga vida
en la savia o la sangre, tenga sólo
en mí su libertad, libre en mis lágrimas.

Cerrando los ojos
Huyo del mal que me enoja
buscando el bien que me falta.
Más que las penas que tengo
me duelen las esperanzas.
Tempestades de deseos
contra los muros del alba
rompen sus olas. Me ciegan
los tumultos que levantan.
Nido en el mar. Cuna a flote.
La flor que lucha en el agua
me sostiene mar adentro
y mar afuera me lanza.
Cierro los ojos y miro
el tiempo interior que canta.
(De «Poemas en América»)

Manuel Altolaguirre
Fuga
Al ver por dónde huyes
dichoso cambiaría
las sendas interiores de tu alma
por las de alegres campos.
Que si tu fuga fuera
sobre verdes caminos
y sobre las espumas,
y te vieran mis ojos,
seguirte yo sabría.
No hacia dentro de ti,
donde te internas,
que al querer perseguirte
me doy contra los muros de tu cuerpo.
No hacia dentro de ti,
porque no estemos:
tú, pálida, escondida,
yo como ante una puerta
ante tu pecho frío.
(De «Poesía»)

Soledad sin olvido
¡Qué pena ésta de hoy!
Haberlo dicho todo,
volcando por completo
lo que pesaba tanto,
y ver luego que todo
se queda siempre dentro,
que las palabras fueron
espejos engañosos,
cristales habitados
por fantasmas sin vida;
que todo queda dentro
con sus negras presencias,
insistentes, doliendo.

La ventana
La ventana separa
al mundo de los trenes,
de los grandes vapores,
de los hombres a pie,
del mundo quieto
de un alma sola.
¡Qué alegría
ver los rosales y los vendedores!
Al ruidoso paisaje
de tráfico y de vida
mi tristeza se asoma.
Mi soledad consciente
mira las hermosuras
inútiles del mundo.
Lo bello y el dolor
es de las almas solas.

Por dentro
Mis ojos grandes, pegados
al aire, son los del cielo.
Miran profundos, me miran
me están mirando por dentro.
Yo pensativo, sin ojos,
con los párpados abiertos,
tanto dolor disimulo
como desgracias enseño.
El aire me está mirando
y llora en mi oscuro cuerpo;
su llanto se entierra en carne,
va por mi sangre y mis huesos,
se hace barro y raíces busca
con las que brotar del suelo.
Mis ojos grandes, pegados
al aire, son los del cielo.
En la memoria del aire
estarán mis sufrimientos.

Tus palabras
Apoyada en mi hombro
eres mi ala derecha.
Como si desplegaras
tus suaves plumas negras, tus palabras a un cielo
blanquísimo me elevan.
Exaltación. Silencio.
Sentado estoy a mi mesa,
sangrandome la espalda,
doliéndome tu ausencia.

El egoísta
Era dueño de sí, dueño de nada.
Como no era de Dios ni de los hombres,
nunca jinete fue de la blancura,
ni nadador ni águila.
Su tierra estéril nunca los frondosos
verdores consintió de una alegría,
ni los negros plumajes angustiosos.
Era dueño de sí, dueño de nada.

Vete
Mi sueño no tiene sitio
para que vivas. No hay sitio.
Todo es sueño. Te hundirías.
Vete a vivir a otra pane,
tú que estás viva. Si fueran
como hierro o como piedra
mis pesamientos, te quedarías.
Pero son fuego y son nubes,
lo que era el mundo al principio
cuando nadie en él vivía.
No puedes vivir. No hay sitio.
Mis sueños te quemarían.

Brisa
Parece que se persiguen
las altas hojas del trigo.
Apretada prisa verde
de limitado dominio
nunca podrá como el agua
desencadenarse en río,
siempre entre cuatro paredes
apretarán su bullicio.
Van y vienen preguntando
sin encontrar lo perdido.
Se dan de codos, se pisan,
van y vienen sin sentido.
Contra la pared del aire
los verdes cuerpos heridos.


Transparencias
Hice bien en herirte,
mujer desconocida.
Al abrazarte luego
de distinta manera,
¡qué verdadero amor,
el único, sentimos!
Como el mueble y la tela, tu desnudo
ya no tenía imponancia bajo el aire,
bajo el alma, bajo nuestras almas.
Nosotros ya no entendíamos de aquello.
Era el suelo de un ámbito
celeste, imponderable.
Éramos transparencias
altísimas, calientes.

Era mi dolor tan alto
Era mi dolor tan alto,
que la puerta de la casa
de donde salí llorando
me llegaba a la cintura.
¡Qué pequeños resultaban
los hombres que iban conmigo!
Crecí como una alta llama
de tela blanca y cabellos.
Si derribaran mi frente
los toros bravos saldrían,
luto en desorden, dementes,
contra los cuerpos humanos.
Era mi dolor tan alto,
que miraba al otro mundo
por encima del ocaso.

sábado, 24 de noviembre de 2012

GASTÓN LEROUX: El fantasma de la ópera.


Gaston Leroux
(Francia, 1868-1927) 
 Escritor francés, pasó su infancia en la escuela de Valery-valery-en Caux, una aldea costera donde desarrolló su amor por el mar. Estudió Derecho y trabajó como escritor independiente en periódicos locales, primero de poesía y más tarde como crítico dramático. Viajó como reportero por Suecia, Finlandia, Inglaterra, Egipto, Corea, Marruecos y en Rusia, cubrió las primeras etapas de la revolución. A pesar de su trabajo tuvo tiempo para escribir cuatro novelas que fueron publicadas como cuentos por entregas en periódicos de París. En 1907 escribió la novela que se convirtió en su primer éxito literario: El misterio del cuarto amarillo. En ella, creó el personaje de J. Rouletabille, detective francés que resolvería todos los enigmas de sus posteriores novelas de misterio. Además de novelas de detectives, Leroux es autor de novelas de terror incluyendo La Double Vie de Theophraste Longuet y La Reine du Sabbat. Antes de 1909, pudo abandonar su trabajo en el periódico y dedicarse enteramente a la escritura. Leroux era un ser cabalístico que creía en los seres fantasmales y en el más allá. De 1908 a 1911 escribió un libro por año. Su obra más famosa es El fantasma de la opera. Durante sus últimos años de vida disfrutó de una fama moderada. Murió en 1927 a los 59 años de edad a causa de una infección.

EL FANTASMA DE LA ÓPERA.
Novela que mezcla la literatura gótica con la aventura de carácter policíaco ­aunque no haya un detective protagonista, sino un misterio que descifrar­, El fantasma de la Ópera es la historia de un tenebroso personaje, quien, a pesar del tormento que le provoca su fealdad, lucha por vivir para satisfacer su pasión por la belleza. En esta popular obra, llevada numerosas veces al cine y al escenario, Gaston Leroux aprovechó numerosos recursos que le eran familiares por su condición de
periodista para dar verosimilitud a un relato en el cual la combinación entre su intrigante protagonista y la ambientación dentro del mundo del teatro y las bambalinas despliega un atractivo juego de posibilidades para la imaginación.

En la edición de TUSQUETS (contratapa) se lee lo siguiente:

¿Con quién habla la joven soprano, nueva revelación  de la Opera de París, cuando se refugia sola en su camerino? ¿Quién ocupa el palco número 5, siempre reservado,  pero donde nunca hay nadie? ¿Quién descuelga la enorme araña de cristal que se desploma sobre la platea aterrada? ¿Quién  ha hecho de los subterráneos de la Ópera su reino? ¿Quién rapta a la hermosa soprano? ¿Quién la inspira cuando canta?
¿Será ese misterioso ser con cara de calavera y alma de músico que se pasea por el baile de disfraces de la Ópera? ¿O la sombra oscura con ojos de fuego que espía a la joven y a su amado entre las estatuas de mámol? El fantasma de la Ópera obra ya clásica en el género también ha sido llevada varias veces a la pantalla.
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