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lunes, 3 de enero de 2022

CRISTINA PERI ROSSI SOLITARIO DE AMOR. (Fragmento).

 




CRISTINA PERI ROSSI SOLITARIO DE AMOR Editorial Lumen Publicado por Editorial Lumen, S.A., Ramón Miquel i Planas, 10, 08034 Barcelona. Reservados los derechos de edición en lengua castellana para todo el mundo. © Cristina Peri Rossi, 1998 Depósito Legal: B. 856-1999 ISBN: 84-264-1268-8 Printed in Spain

 Aída se queja de llamadas telefónicas anónimas; un comunicante clandestino que no osa decir su nombre, ni hablar, ni proponerle citas, que se conforma con su «hola» airado, y luego recibe pasivamente una sarta de improperios. -¿Cómo sabes que es un hombre? -pregunto, con aparente indiferencia. -Las mujeres son más valientes -dice Aída. No sabe que yo sería ese comunicante anónimo; yo podría, también, marcar su número, tembloroso, y esperar con ansiedad el sonido de su voz. Y para evitar el áspero «hola» de Aída irritada (para evitar sus improperios frente al tímido silencio), la llamaría a horas diferentes; entonces, desprevenida, el «hola» de Aída no sería áspero ni iracundo, sería un «hola» espontáneo, con timbres, monedas y un pez en el agua. -A veces golpea suavemente el audífono, quizás con las uñas, como si fuera una frase que tengo que descifrar -agrega Aída. Aída no conoce el código Morse. El comunicante anónimo no sabe que Aída ignora el morse, y quizás esa posibilidad lo anima; lo que no dice con la voz lo expresa con menudos golpes cifrados. Citas audaces o imprevistas: «A las cinco, en el Habana: yo iré de traje oscuro y camisa blan7 ca, llevaré un pañuelo lila en el bolsillo de la chaqueta, me gustaría que fueras de sandalias». Al amanecer, me entretengo pensando en todas las citas frustradas del comunicante anónimo. -Seguramente no es nada lírico lo que me propone -dice Aída, que no puede creer en el lirismo de nadie. Ni en el mío. De modo que estoy condenado a vivirlo en soledad. A veces, defiendo, sin querer, al comunicante anónimo. -Sólo el lirismo es secreto, inconfesable -le digo a Aída. Quioscos llenos de revistas, láminas con sexos grandes como fauces de animales bestiales, primarios, antediluvianos-. La obscenidad es pública -agrego-, ya no produce ni excitación ni sorpresa. Sólo un loco, un lírico solitario sería capaz de proponerle a Aída una cita en el umbráculo de la Ciudadela, un paseo por la escalera marítima, una visita al museo de zoología. En cambio, Aída rechaza varias propuestas para fiestas íntimas, con exhibición de desnudos e intercambios sexuales. Propuestas de hombres y mujeres. -No creo que exista algo tan pecaminoso como para no poder ser dicho -declaro. (Sin embargo, Aída, algunas de mis fantasías son inconfesables. Tendría vergüenza, no de haberlas concebido, sino de habértelas confesado.) -No sé lo que desea ese hombre -dice Aída y, por un momento, me ruborizo: ¿es a mí a quien ha dirigido, sin querer, esa frase? -Mejor te vas, no quiero que el niño te encuentre al despertarse. Amanece color tanino. Todos los días amanece del mismo color, en esta ciudad de cielos lánguidos, pastosos, que diluyen los contornos. Me gustaría quedarme un poco más en tu casa, mirar la claridad metálica del cielo a través de las ventanas. Los techos son de tejas oscuras: el plumaje azul de águilas gigantes. -No me gustan las águilas -le digo a Aída. -Tengo que poner la ropa en la máquina, preparar el desayuno del niño y hacer las compras. Sale del amor con un extraordinario vigor para las cosas cotidianas. Como si el amor hubiera sido sólo una pausa en los quehaceres, una isla fugitiva en el mar espeso de la rutina. Una isla en la que apenas hemos reposado, viajeros intermitentes. Yo, en cambio, naufrago en nebulosas olas lejanas: el amor me traslada, me transporta, me separa de las cosas. Vago, viajero perdido, en vagas holandas, en dinamarcas brumosas. No podría decir cuándo ha comenzado el placer ni cuándo ha terminado. Podría no haber empezado en la piel ni haber terminado en un clítoris encajado a la boca como una llave en la perfecta cerradura. Y nada habría cambiado. Envuelto en sueños lánguidos como velos, como volutas azules, la veo ponerse de pie, encender un cigarrillo, beber agua. -Si me miras así, no puedo levantarme -dice, ya de pie. Como una fotografía bien contrastada, en blanco y negro, su cuerpo, desnudo, se dibuja contra el fondo de la pared. La foto, fija, detendría este minuto para siempre: Aída en el acto de calzarse una sandalia, levemente inclinada hacia abajo, dándome la espalda, los muslos gemelos apenas separados por una breve línea (más oscura), la columna vertebral arqueada con suavidad, la línea casi recta de los hombros, la cavidad a ambos lados del cuello, donde yo hurgo, como en el fondo de un lago antediluviano. Aída no tiene cintura, y eso da a su cuerpo una extraordinaria armonía: no hay cortes abruptos, no hay entradas y salidas, sólo una leve inclinación del vientre (pego mi oreja contra su superficie y procuro escuchar el rumor de sus visceras: el lento bullir del hígado, las imperceptibles contracciones del 9 píloro, las vibraciones del colon, clepsidra invisible, el lento ronroneo de la vesícula -tortura hundida en el aljibe-, las maquinaciones del estómago y el bostezo de los intestinos). Las piernas, solemnes, columnas sin arcos, se prolongan hacia arriba. Aída no se desplaza por partes, como otras mujeres: es una entidad única, indivisible, con algo de giganta en una playa desierta, con algo de matrona romana en un patio de piedra. Mirándola, nada más ajeno que un junco, que esas frágiles porcelanas de nuestras abuelas, de los soñadores románticos. El vello del pubis, abundante y oscuro, la protege de las miradas obscenas. Mi mirada (mi múltiple mirada: te miro desde el pasado remoto del mar y de la piedra, del hombre y de la mujer neolíticos, del antiguo pez que fuimos una vez lejana, del volcán que nos arrojó, de la madera tallada, de la pesca y de la caza; te miro desde otros que no son enteramente yo y sin embargo; te miro desde la fría lucidez de tu madre y la confusa pasión de tu padre, desde el rencor de tu hermano y la envidia menoscabante de tus amigas; te miro desde mi avergonzado macho cabrío y desde mi p ártele mujer enamorada de otra mujer; te miro desde la vejez que a veces -«Estoy cansada», dicesasoma en tus ojeras, en las arrugas de la frente), hipnotizada, la sigue, perruna, hambrienta, pasiva y paciente: así algunos ojos al pez en el acuario, sus sinuosos movimientos; así el apóstol las parábolas rojas del fuego; así el puma la huella de la sangre; así la cabellera las fluctuaciones onduladas del viento; así el tímido principiante la fuerza del brujo. Aída no advierte mi hechizo, de modo que nada puede hacer para exorcizarme: estoy condenado a vivirlo en angustiosa soledad. -Es tarde -dice Aída. ¿Pasa el tiempo? Instalado en una eternidad fija como un lago de cristal me vuelvo inmutable, perenne: tengo una sola 10 dimensión, la del espacio. Los poros te miran, te miran las venas, las arterias y las cavidades. No he escuchado el ruido de la lavadora que encendiste: los sonidos no tienen ningún tiempo que atravesar en mi contemplación estática. Leo diarios viejos. El tiempo sólo existe hacia atrás: algún martes, algún viernes anterior en que un hombre violó a una muchacha, un hombre mató a su mujer, hubo un incendio, una central ardió, la bolsa subió, una actriz se suicidó. Sólo cuando abandono la casa de Aída consigo romper la fascinación del tiempo cristalizado, en la que he flotado, pez sonámbulo. Salgo a la calle, arrojado de mi estanque. Entonces, súbitamente, aparecen, abruptos, brutales, los sonidos. Crujientes ortópteros con ruedas y bocinas atraviesan, enloquecidos, las largas avenidas. Trepidantes jeringas perforan espasmódicámente el suelo, cavan fosos. Los frenos rascan el pavimento grisáceo. Nazco violentamente al sol y al ruido. Nazco entre residuos y ronquidos. La vida bulle, grasienta, maloliente, sonora. Los instrumentos se mezclan, la partitura es confusa. Nazco y de inmediato soy expulsado a una isla de hormigón y de cemento, rugiente, hormiguero bárbaro. Destetado demasiado pronto, soy el huérfano de Aída en un mundo que no conozco y que me hiere con su luz violenta, con su precipitación y su ruido. Camino sin rumbo, viajero extraviado en una tierra colonizada por otros. Me cuesta integrarme a la colmena, he perdido la identidad. -Contra la neurosis y el delirio, lo mejor es someterse a una rutina, como a una dieta -dice Raúl-. Si se consigue ordenar los actos, día a día, posiblemente se organice la estructura interior. Una rutina: eso es lo que Raúl me recomienda. 11 Cuando se levanta, Aída abre la ducha. El agua cae, aunque ella no está: escucho el límpido tintineo, a veces lo confundo con el de su orina, en tránsito hacia el baño pasa a mi lado con un vestido sobre los hombros, oigo el agua, miro la falda. «Levántate», me dice. «Desayuna con pomelo», aconseja Raúl, todas las mañanas, hay que construirse una rutina. Construirse una rutina como un edificio de varias plantas: el piso inferior, la base, un buen desayuno. Compro ostras para desayunar con Aída. Abre la boca. «Es un animal musco so», le digo. «Y musgoso», dice ella. Mucosa, contra mucosa; ostra, boca. El celo de la ostra, su boca. Su boca en celo devora la ostra. En su lengua, la ostra es un músculo. Animales húmedos, en contacto ávido. No obstante, la desnudez de Aída tiene algo de ascética, de impermeable: como la de los grandes ídolos asirios. Es un desnudo limpio, sin residuos nocturnos, sin adherencias. Como si siempre estuviera recién salida del baño. Entonces las palabras, las viejas palabras de toda la vida, aparecen súbitamente, ellas también desnudas, frescas, resplandecientes, crudas, con toda su potencia, con todo su peso, desprendidas del uso, en toda su pureza, como si se hubieran bañado en una fuente primigenia. Como si Aída las hubiera parido entre los dientes, y una vez rota la tela de los labios -bolsa prenatal- estallaran, rojas, imberbes, iguales a sí mismas. El lenguaje convencional estalla, bosque desfoliado, nazco entre las sábanas de Aída y conmigo nacen otras palabras, otros sonidos, muerte y resurrección. No amo su piel, sino su epidermis: la blanca membrana que cubre sus brazos, sus extremidades, su cuello, su nuca, su pie, sus brazos, su codo, su fémur, sus axilas y sus falanges. Cobro una lucidez repentina acerca del lenguaje. Como si las palabras surgieran de una oculta caverna, arrancadas con pico y martillo, separadas de las otras, duras gemas cuya belleza hay que descubrir bajo la pátina de sarro 12 y ganga. No amo sus olores, amo sus secreciones: el sudor escaso y salado que asoma entre ambos senos; la saliva densa que se instala en sus comisuras, como un pozo de espuma; la sinuosa bilis que vomita cuando está cansada; la oxidada sangre menstrual, con la que dibujo signos cretenses sobre su espalda; el humor transparente de su nariz; la espléndida y sonora orina de caballo que cae como cascada de sus largas y anchas piernas abiertas. Nazco y me despojo de eufemismos; no amo su cuerpo, estoy amando su hígado membranoso de imperceptible pálpito, la blanca esclerótica de sus ojos, el endometrio sangrante, el lóbulo agujereado, las estrías de las uñas, el pequeño y turbulento apéndice intestinal, las amígdalas rojas como guindas, el oculto mastoides, la mandíbula crujiente, las meninges inflamables, el paladar abovedado, las raíces de los dientes, el lunar marrón del hombro, la carótida tensa como una cuerda, los pulmones envenenados por el humo, el pequeño clítoris engarzado en la_yulya„como un faro. No la toco: la palpo con la impudicia de un ciego.

domingo, 2 de enero de 2022

Cristina Peri Rossi La última noche de Dostoievski. (Fragmento).

 



Las tragaperras, el bingo, los casinos, son para muchos una mera escapatoria de la monotonía cotidiana; un vicio tolerado y respetable, lo más parecido a ir al burdel en familia.

El verdadero jugador es otra cosa. El juego es para él crudamente erótico, pero también místico. Jugando, se sitúa más allá de la razón y de la moral, en el verdadero principio rector del universo: el absurdo. Como decía Dostoievski, «Sólo en el juego nada depende de nada». Si Dios juega a los dados, el jugador puede contestarle: «Yo también».

Llegando a los cuarenta, esa edad en la que «todo está permitido porque también, de alguna manera, todo está perdido», el narrador, un desengañado periodista, se deja fascinar por el juego, sin por ello perder la lucidez. Las sesiones con una psicoanalista, un viaje a Baden-Baden, una noche con una jovencita llena de desparpajo y la seducción de una señora que conoce los barrotes de su jaula, le harán comprender algunas cosas.

 


 

Cristina Peri Rossi

  La última noche de Dostoievski

 

 

 


 

 El juego es la primera experiencia de libertad en el mundo físico.

(DOSTOIEVSKI, «Diario de ultratumba»).


Aquella noche el bingo estaba lleno. Detesto los fines de semana, cuando las buenas y honestas familias de clase media deciden apostar unos duros, no muchos, con la esperanza de ganar un bingo. No son verdaderos jugadores; sólo son apostadores ocasionales, de fin de semana; lo mismo podrían ir al cine, a visitar a un pariente enfermo o a ver un espectáculo de variedades. Se desplazan en familia, como unidades blindadas. Generalmente, son cuatro: el matrimonio maduro, con ligera tendencia a la obesidad, y el hijo o la hija recién casados, quienes ya tienen ese aspecto tedioso y vagamente resentido de las frustraciones aceptadas por cobardía o falta de imaginación. Al entrar a la sala profusamente iluminada y tapizada de rojo, el matrimonio fundacional ensancha el pecho, con la mediocre satisfacción de haber criado un par de hijos, haberlos colocado en la buena senda (el matrimonio y el trabajo) y la velada de bingo surge, entonces, como el pecado permitido, el vicio tolerado, la frivolidad burguesa, el coqueteo con el peligro y con la pasión. Es como ir al burdel con la familia. Son ruidosos y aparatosos; pisan fuerte, con el oscuro beneficio de haber aceptado siempre las normas. Nada que ver con el verdadero jugador, un solitario que detesta la compañía, las aglomeraciones, y que necesita toda su concentración para enfrentarse al azar. Entonces, cuando la sala es invadida por las buenas familias de clase media y sus vástagos, no me gusta jugar. Si he conseguido una mesa libre, para mí solo, con su verde tapete de felpa (como las mesas de billar) erijo, alrededor de los cartones (juego con tres, con cuatro o con una serie entera, según la ocasión) una especie de fortaleza, para evitar la intromisión de los grupos familiares. Ostensiblemente, coloco el gran cenicero de aluminio, redondo, a mi lado; me apodero del vaso de laca negro con los rotuladores (hay verdes y rojos) y construyo, con las hojas del bloc de anotaciones que suministra la dirección, una suene de empalizada alrededor de mis cartones.

A pesar de todo, es inevitable que algún grupo familiar, molesto y ruidoso, ocupe los asientos vacíos de mi mesa: los fines de semana el local rebosa, como una olla a presión. Por lo demás, cuando la gente se agrupa (ya sea por lazos de familia, de opiniones políticas o de preferencias deportivas) se vuelve presuntuosa, triunfalista, avasalladora. No puedo impedir que se sienten a mi lado, el bingo es un juego democrático, pero desde ese momento, juego a disgusto. Cualquier combate contra el destino o contra la suerte exige una absoluta concentración; es un duelo solitario donde no caben ni los sentimientos, ni la piedad, ni el sexo. En cambio, para el grupo familiar de clase media, se trata de una especie de orgía; un pasatiempo que pueden compartir, incestuosamente. Infatuados y ebrios de sí mismos, resoplan, ríen, recuerdan intrascendentes anécdotas familiares, eructan y hacen estúpidos comentarios en voz alta. Manifiestan entre sí una grosera concupiscencia: la de las ocultas pasiones familiares. Compartir una redonda mesa de juego, permitida por el Estado, es como cometer el turbio pecado original que esconden, en nombre de la legalidad y el orden. De ahí la fruición con que comparten los cartones. Un verdadero jugador jamás compartiría un cartón: atento a las oscuras maniobras del azar, el cartón o el naipe que recibe es una cifra sagrada de los dioses, un don individual y único. Nada de esto saben los bingueros de fin de semana. El padre que oscuramente desea a su hija, y ahora, sobre el verde tapete, despliega, con los ojos llenos de brillo y las manos sudorosas, dos cartones que le regala, mientras el otro macho, el macho joven que se la llevó, baja la cabeza, humillado, y acepta las prerrogativas de la paternidad y de la vejez. Y la vaquillona, la proterva madre de familia se permite bromear con el yerno, a propósito de los números, sin ignorar el sentido • obsceno de alguno de ellos. La joven pareja, entretanto, amparada por la soledad del cartón individual, puede exhibir impunemente su rivalidad, su egoísmo.

Los fines de semana no tengo más remedio que esperar, pacientemente, a que la sala se despeje de estos apostadores ocasionales. Alrededor de las doce, las familias se retiran. No les gusta trasnochar. Se van como vinieron: en grupo. Cogen sus abrigos, hacen algún comentario despectivo sobre el juego (no son buenos perdedores) y vuelven a asumir sus papeles habituales, el orden, las represiones. Ya han olvidado ese par de horas en que la vieja vaquillona fue lo que siempre quiso ser, una encantadora de machos, toreándolos con sus duros pectorales, aparatosos y en punta, en que el manso buey crepuscular fue un Júpiter infatuado enamorado de sus hijas, en que el yerno dejó de ser un pusilánime funcionario de rostro ceniciento y en que la hija, domesticada por el matrimonio, se dejó acariciar las mejillas por el padre baboso y complaciente.

Cuando se van, quedamos solos los verdaderos jugadores y jugadoras. Hay un suspiro de satisfacción en la sala. El verdadero jugador y la verdadera jugadora no quieren compañía, necesitan toda su soledad y su concentración, enzarzados en la disputa frenética con el azar. Allí no hay sexo que valga. Cada jugador quiere una mesa para sí, como un campo de batalla. No acepta más compañía que la del cenicero, el cigarrillo, el encendedor y el rotulador para anotar las cifras mágicas y rebeldes. A lo sumo, un buen whisky, una cerveza o un agua con hielo. El desafío da sed. No hay miradas más que para la pantalla de los televisores donde grandes, obesas, opulentas, de a una, rítmicamente, van apareciendo las bolas con los números. No hay oídos más que para la voz monótona de la locutora, que como una azafata de gran rigor profesional, canta los números de manera monocorde, sin traducir ninguna emoción. Toda la emoción está reservada para la mesa donde cada jugador, tenso y febril, anota la aparición progresiva de esos números cuyo orden repite alguna combinación del azar que ignoramos, que no intuimos y que es un misterio indescifrable.

A las dos de la mañana, sólo permanecemos en la sala los jugadores convencidos, los fanáticos, los místicos. («Templos del azar», fueron llamados los casinos, de Montecarlo a Saigón). Los verdaderos jugadores somos solitarios y silenciosos: jamás nos dignaríamos a hacer un comentario sobre el azar: nuestra postura frente a él es soberbia, orgullosa. Perdemos con gran entereza, sin un improperio, sin una maldición. Nada de reclamar contra el seis, que no salió, ni despotricar contra el veintinueve, que quedó en pantalla. Del mismo modo, el verdadero jugador, cuando gana, no gesticula, no alardea, no hace alharacas. Sabe que perder o ganar es un hecho más allá de cualquier comentario. En todo caso, perder o ganar es un asunto de orden metafisico, acerca del cual no sirven los juicios humanos: no es un asunto de justicia, ni de trabajo, ni de eficacia, ni de método. Es otra cosa. Esa otra cosa que es no tiene todavía un código, un signo con el cual expresarse o simbolizarse. Sólo una aparente indiferencia corresponde a este orden del azar: la impavidez cuando se pierde, la impavidez cuando se gana. El azar reproduce el desorden del mundo; a uno le toca nacer en una familia rica, a otro, nacer de padres pobres y desconocidos; a uno le toca un cáncer, a otro, inteligencia para las ciencias, Hay teorías que pretenden explicar esos misterios: las religiones, la historia, la biología. Pero a pesar de esas teorías, la vida sigue siendo irreductible, un verdadero caos. No sabe más acerca de estos misterios aquél cuyo cartón recibe el premio que el otro, cuyo cartón ha perdido. Ganar o perder no son iluminaciones: no hay ninguna verdad accesible en el azar. Tampoco en otras disciplinas. No sabe más acerca del misterio de la existencia el budista o el cristiano, el físico o el burócrata, el militar o el político, el hombre o la mujer, como no sabe nada acerca de la seda el gusano que la produce, ni sabe nada acerca del marfil el elefante.

El hecho de que el azar sea irreductible provoca, en la mayoría de los jugadores, una tendencia incontenible al fetichismo y a la superstición. Conozco a un jugador de ruleta, por ejemplo, convencido de que sólo puede ganar la noche que usa una cinta negra al cuello, heredada de su abuela de Kansas. La noche en que la lleva y pierde, no atribuye su mala fortuna al delgado y largo fetiche, pero si en cambio, el azar lo favorece, cree que se debe a los poderes ocultos del fino lazo.

Muchos llevan amuletos en el bolsillo: un anillo de la madre, un encendedor de la esposa, un abanico de sándalo, unos calcetines a rayas; sienten predilección por una mesa, un rotulador especial o una prenda de ropa favorita. (Tai Hing, famoso fumador de opio y jefe de los casinos chinos de Macao, estaba convencido de que el rojo era el color que aportaba suerte a los jugadores, y el verde y el blanco, en cambio, favorecían a la banca. Prohibió el rojo en todas sus habitaciones y en la publicidad de sus casinos). Yo mismo estoy sujeto a estas supersticiones. Porque el pensamiento mágico nos asalta cada vez que nos sentimos inseguros o que comprendemos la desproporción de nuestras fuerzas frente al azar. «La morena que vende los cartones me da suerte», o «La mesa veintitrés es cantadora» son las manifestaciones de este pensamiento irracional. (Pero cuando estamos gravemente enfermos ocurre lo mismo; nos sanará la gorda papisa que efectúa imposición de manos, o la pasta de hierbas de la India, o ese agua milagrosa conservada en un pequeño frasco sin etiquetar). Durante un período en que perdía casi todas las noches, terminé por atribuir la mala racha a una americana de tweed color miel que hasta entonces había sido una prenda cómoda y que me sentaba bien. Comencé a mirarla con malos ojos cuando el veintidós no salió, y me pareció que ella era la culpable de mi mala suerte. Al fin, la abandoné en el fondo del ropero, y cambié de americana. Por supuesto, estas relaciones no se pueden demostrar científicamente, pero el orden del azar es el de la irracionalidad y el misterio, como la fe. El jugador sólo cuenta los éxitos, no los fracasos, igual que los curanderos, los adivinos y los políticos.

Del mismo modo, nos parece que algunas vendedoras de cartones son más auspiciosas que otras. Si nos sonríe o nos hace un comentario halagador, pensamos que sabe que esa noche ganaremos. Si nos trata con indiferencia y no nos mira, sospechamos que ha elegido a otro para dispensarle la fortuna. La tendencia a emplear mujeres en las salas de juego responde a una simbología casi religiosa. Para el jugador vocacional, el casino o el bingo es un templo, donde la pasión de ganar y la de descifrar el destino sustituyen a la oración. Como en los templos, las salas de juego están llenas de reclamos para los sentidos. Brillan las arañas de caireles como velas votivas, se expande el humo de los cigarrillos como el perfume de los incensarios y el púrpura de las alfombras y de las sillas ahoga los pasos, los gestos, para que sólo se escuche, como una letanía, la voz sacerdotal que recita los números, las bolas. En los templos paganos, las vestales custodiaban los secretos del destino. En las salas de juego, las vendedoras de cartones son las divinidades menores del templo: dispensan la gracia de manera imperturbable y arbitraria, sin inmutarse. Su distante simpatía es una manera genérica de trato, para que nadie se sienta distinguido por una protección especial. Con suprema imperturbabilidad sufren el asedio de los jugadores nerviosos, aquellos que quieren tocarles un brazo o la mano, seducirlas o conquistar sus favores. Por eso, porque su deber de divinidades menores es la indiferencia, los adictos tratan de descifrar por pequeños detalles, por gestos inconscientes la benevolencia de la fortuna o el castigo de la pérdida. Yo mismo suelo caer en esta clase de interpretaciones. Por ejemplo, la otra noche, luego de perder durante dos horas, decidí beber un vaso de agua y tomar una aspirina que llevaba en el bolsillo. En ese momento, la expendedora de cartones de mi mesa, la vestal morena de intensos ojos negros, me sonrió, y me dijo, compasivamente: «A mí también me duele la cabeza». Mientras pagaba los nuevos cartones, le ofrecí una aspirina, con un leve gesto de la mano. No pudo detener su marcha —la venta de cartones es muy rápida— pero luego, cuando el canto de bolas comenzó, lento, mecánico, como las cuentas de un rosario, se aproximó a mi mesa y cogió una aspirina del envase. Me pareció un buen augurio. Pensé que a partir de ese momento, tenía muchas más posibilidades de ganar. Si me había elegido a mí para la aspirina, seguramente me devolvería el favor otorgándome el premio. En la otra vuelta, el bingo cayó en la mesa contigua a la mía. Ella me miró con una especie de piedad —creí ver en sus ojos—. El cálculo había fracasado por un cartón de diferencia: la intención fue buena, pero se lo dio a otro, muy próximo a mí. De todos modos, se lo agradecí mentalmente. A partir de ese momento, supe que esa noche no ganaría: la distribución del azar me había rozado, solamente, y su hálito, su caricia no se repite.

—Hay un momento, sólo un momento en que la fortuna nos sonreirá: todo es cuestión de saber aprovecharlo o de retirarse a tiempo —dice Carlos, un jugador frío y eficaz.

No converso mucho con Carlos acerca del juego, a pesar de nuestra común adicción. Somos jugadores completamente diferentes, como son completamente diferentes dos feligreses del mismo templo. Sólo se parecen en el espacio y en el tiempo, pero su manera de amar, de acercarse a la divinidad, su manera de sufrir o de gozar de las ceremonias religiosas es completamente distinta. Carlos es un jugador vanidoso: desprecia el azar, sólo juega porque se aburre. No cree descubrir ningún secreto en la distribución de la suerte, ni busca símbolos en el hecho de jugar: huye de un tedio monótono e insoportable que atribuye al mundo, a su profesión (es dentista), al matrimonio convencional y a la vida sedentaria, pero que corresponde a una frialdad interior inconmovible. Juega con desprecio y distancia, como examina una boca llena de caries o la radiografía de una mandíbula desencajada. Evita mancharse la túnica blanca con la sangre o las purulencias de las encías enfermas, como evita enamorarse o perder lo que acaba de ganar en el juego. Tiene una inquebrantable fe en sí mismo, en su superioridad sobre el azar, y eso hace que gane muchas veces. Es vanidoso, pero no soberbio: cuando ha ganado, no vuelve hasta varios días después. Yo, en cambio, si gano, ensoberbecido, intento repetir: mi ambición es desmedida; no se trata de ganar una vez, sino siempre. Nada significa, para mí, obtener un premio: quiero todos los premios, todos los éxitos.

—Yo sólo pretendo ganar algunas veces, y perder otras, como suele ocurrir —dice Carlos—. Pero tú, es imposible saber qué quieres, qué buscas.

Lo que busco, Carlos, es muy sencillo de decir: ganar una y otra vez, saltar la banca, destruir la mecánica normal de los hechos. Tú solo quieres matar el aburrimiento: yo quiero matar a Dios.

De vez en cuando, Carlos intenta ligar con una de las empleadas de la sala de juego. Ésta o la otra, lo mismo da. No es muy exigente con sus amoríos, como no es muy exigente con el azar. Nunca habla de estas rápidas relaciones sin pasión. Yo, en cambio, soy ascético: nunca una insinuación, un gesto equívoco. Estas divinidades menores, dispensadoras de la suerte o de la desgracia son, para mí, sólo instrumentos de un poder mucho mayor, más absoluto. La pasión del juego me resulta tan absorbente que no deja lugar para otras pasiones. Cuando gano, deposito el óbolo ritual en la bandeja de plata que me acerca la pagadora, y cuando pierdo, me retiro en silencio, luego de la última partida, sin expresar mi malestar. Un trato más próximo, más íntimo con estas expendedoras del azar me inquietaría, como una superposición de planos que elimina el más alto. No se trafica con lo ilusorio, salvo que se quiera terminar con él.

—A veces —le digo a Carlos, en uno de esos raros momentos en que tomamos una copa juntos, en el bar de la sala de juego— me parece que estoy, en la mesa, como en un avión: las azafatas consuelan a los pasajeros afligidos por un mareo, explican el trazado de la ruta, intentan tranquilizar a los más ansiosos, como madres protectoras con los nerviosos hijos de pecho.

He creído advertir cierta mirada de desprecio en alguna de las vendedoras de cartones, como si los jugadores que ocupamos los asientos de cuero fuéramos los enfermos de una sala de oncología, o los huéspedes incurables de un manicomio. Pero sólo es una mirada fugaz. Es posible que a veces nos desprecien: niños autistas y locos, fanáticamente dependientes del casual giro de unas bolas que saltan arbitrariamente en un bombo electrónico. Pero el desprecio o la admiración poco tienen que ver con el objeto (como el amor) y dicen más acerca de quienes lo experimentan que del objeto en sí. También me ocurre a mí; hay días en que detesto el juego, quiero estar lejos de cualquier salón de apuestas, encuentro infantil y ridícula esta adicción: otros días, en cambio, me despierto víctima de una horrible ansiedad, no veo la hora de estar a solas con una máquina tragaperras (como si fuera una amante), acariciarla, seducirla, oírla cantar, hundirle monedas como balas, despojarla, humillarla, violarla. Noches en que salgo cansado, aturdido del trabajo y las luminosas, brillantes candilejas de las salas de bingo se abren, como prostíbulos fascinantes y me sumerjo en ellos, pago por un placer que no siempre obtengo. Blando el rojo rotulador —pene de fuego— y escucho, atento, la infernal sucesión de números. Cuatro. Veintiocho. Sesenta y nueve. Dieciséis. Cincuenta y cuatro. «Han cantado bingo». Se escucha un murmullo en la sala, como el zureo de palomas en celo. Hundo la mano en el bolsillo. Sólo me queda un billete de mil. Pero tengo la tarjeta de crédito. Junto a las salas de juego siempre hay una agencia bancaria con cajero permanente. Los perdedores empedernidos recurrimos a ellos como los enfermos graves al servicio de urgencia de un hospital. Salgo de la sala. Hace frío afuera. Encandilado por las luces brillantes y las pantallas de vídeo del bingo, me siento como un fantasma, en una calle, una ciudad desconocidas. Automáticamente, me dirijo a la agenda del banco más cercana. Abro la puerta con mi tarjeta de identificación. Corro hacia el cajero. Marco mi número secreto. He elegido un número fácil (el año de mi nacimiento) para ahorrar tiempo en estas circunstancias. No soporto la pequeña demora de la caja en suministrar los billetes. Cuando consigo apoderarme de ellos, vuelvo, como una exhalación, a la sala de bingo. Por suerte la puerta de acceso está libre (eso quiere decir que la siguiente partida todavía no comenzó). Los jugadores somos fanáticos: no podemos perder tiempo, no podemos ahorrarnos una partida. Tememos que el lapso de nuestra ausencia fuera el momento elegido por la fortuna para favorecernos, la partida en que hubiéramos ganado. Aquel que se retira antes del cierre del local o antes de haberlo perdido todo, no es un verdadero jugador. Sólo es un apostador. He dejado en mi asiento (en la mesa número veintitrés, mi preferida) el abrigo, para que nadie me quite el lugar. Vuelvo a entrar a la sala y me dirijo velozmente a mi mesa. No tengo tiempo —ni ganas— de observar a los demás. Miro, con ansiedad, a la vendedora de cartones que me corresponde, y antes de ocupar mi asiento le hago un gesto con la mano, para que deposite cuatro sobre la mesa. Esta noche he perdido demasiado dinero y tengo que intentar recuperarlo. Ya no pretendo ganar, sino no perder. Las vendedoras, como palomas sobrevolando el asfalto, gritan; «Último cartón». «Último cartón». Los ansiosos, alzan la mano para comprarlo, para tentar la suerte con el que no les tocó en el reparto. Hay dos clases de supersticiosos; los que siempre compran el último cartón, esperando que sea el de la suerte, y los supersticiosos que jamás compran el último cartón, porque la palabra «último» les trae malas premoniciones. (Pertenezco a ambas clases; ora me parece que el último ganará, ora que el último está sentenciado). Mientras desde la mesa central comienzan a cantar las bolas, calculo cuánto dinero he perdido ya. Si canto, habré conseguido recuperarlo, pero es posible que no cante y la noche se cierre con un fracaso. Me prometo a mí mismo que de allora en adelante, seré un jugador moderado: dejaré la tarjeta de crédito en casa, para apostar sólo la cantidad que he previsto. Pero, si como ha ocurrido otras veces, la suerte se aproxima en el momento en que me he quedado sin un duro, habré perdido la oportunidad de que me roce con su manto, con su hálito, con sus caderas, con su cuello, con sus pechos, con sus cabellos. En todas las mitologías, la fortuna es mujer. En todas las mitologías, hay que seducirla. Machos ansiosos, desvelados, inquietos, como niños de teta, la asediamos con nuestros falos enhiestos, con nuestras bocas babeantes, con nuestras promesas. «Si me favoreces —prometemos, sin creérnoslo— no volveré a jugar. Seré un hombre cuerdo, trabajador, sin vicios. Me acostaré temprano, ahorraré, dejaré de fumar y visitaré a la familia».

La suerte es mujer, y para que nos beneficie con su favor una sola vez, la convocamos con promesas, con votos, con sortilegios, como amantes anhelosos y desesperados. Pero ella no nos cree. Es mujer, y no nos cree. ¿Cómo iba a creernos? Sabe, perfectamente, que sólo son recursos, estratagemas para conquistarla. En cuanto a las mujeres que juegan, son potencialmente lesbianas. Ellas también intentan seducir a la fortuna, pero lo hacen desde su común condición de mujer. La fortuna las prefiere, a veces, porque son más expresivas, más expansivas. Gritan: «¡Bingo!» con ardor; ríen, festejan. Nada de la opresiva seriedad del jugador macho, solitario, empecinado en un combate silencioso contra esa mujer bella y esquiva, la loca fortuna que no depende de nada, ni de nadie, y que coquetea indiscriminadamente. (Pero es posible, también, que nuestro goce callado tenga una dimensión más profunda, más oculta, más simbólica). Después del trabajo —soy redactor de una condenada revista semanal de gran tiraje—, la sala de juego, con sus alfombras mullidas, sus luces brillantes, sus anchas arañas de caireles y las pantallas de vídeo dispersas por todas partes tiene, para mí, la acogedora familiaridad de un verdadero hogar. De un hogar o de un burdel. («Templos del placer», llamaban a los salones de juego en el siglo XIX: sagrados y secretos, como todos los placeres. Casinos instalados en lujosas estaciones termales y en los balnearios de ciudades europeas). Allí me siento cómodo, protegido y amparado del mundo. Las camareras se deslizan suavemente, sirven un trago, sonríen a los jugadores conocidos, cambian los rotuladores y tienen una palabra amable para el que ha ganado. Mientras permanezco en la sala de juego, arrellanado en mi asiento, la única realidad es el canto regular, monótono de los números que gotean, ajenos a cualquier conflicto, a cualquier preocupación. Allí no existe ni el duelo, ni la muerte, ni el desamor; sólo la compra y la venta (de cartones), como en un raro edén marginal. Once. Seis. Veintidós. Ochenta. Diecinueve. Treinta y dos. Setenta y siete. Doce. Cuarenta y cuatro. Treinta y nueve. «Línea, se ha cantado línea», dice la metálica voz de la locutora. Lee los números premiados, y luego, agrega: «Seguimos para bingo». La economía y el ritual exigen fórmulas claras y repetitivas. Me ha faltado el quince para cantar línea. Saldrá enseguida, o no saldrá hasta el final de la partida. El azar: ese orden impredecible. («Sólo en el juego nada depende de nada», escribió Dostoievski). Todo lo demás, en el mundo, se puede analizar, se puede conocer, se puede calcular: las tormentas y las nevadas, las enfermedades, el fin de los amores, las herencias, los créditos bancarios, las crisis industriales, los resultados del fútbol y de las elecciones, las guerras, los idilios y las bodas. La progresión de números, en cambio, es imprevisible, desordenada, sorprendente. Si espero el dos con impaciencia, para cantar, ningún cálculo, ninguna combinación, ninguna promesa, ningún pacto adelantarán su salida; con el aliento en suspenso, los nervios alterados y el rotulador en ristre, sólo puedo esperar, confiado, o desesperar, inquieto. Esperar en silencio. Me gusta el silencio de las salas de juego. Los templos y las salas de juego son los únicos lugares donde el hombre, ese charlatán insignificante, ese hablador sin sentido, ese ruidoso impenitente, ese filósofo banal, ese propagador de mentiras, ese panegirista de sí mismo, se calla.

Lucía, mi psicoanalista —una de las pocas personas que conoce mi afición al juego—, me dijo, una vez:

—Le gusta el silencio de las salas de juego porque está harto de la cháchara de los diarios y revistas. Debería cambiar de profesión.

Todos deberíamos cambiar de profesión alguna vez, Lucía. El médico que luego de veinte años de atender infartos, comas diabéticos, carcinomas y oclusiones intestinales, ya no siente más que una universal indiferencia ante el dolor y la muerte; el profesor que ya duda del saber o de la posibilidad de transmitir alguna clase de saber; la secretaria que ya no experimenta repugnancia alguna ante los secretos de la empresa; el revolucionario cansado de la historia; el diputado obligado a votar afirmativamente, por disciplina de partido; el ama de casa que ha criado a cuatro hijos y un marido, cuya única distracción son las monedas que echa en la tragaperras, a la vuelta del mercado. También deberíamos poder cambiar de ciudad, de padres, de hijos, de amigos y de amantes.

—¿Usted no está cansada? —le pregunté a Lucía.

—Un poco menos que usted —contestó—. No necesito olvidarme de mi profesión en las salas de juego.

9 . 27 . 16 . 90 . 88 . 40. 44. 21 . 11 . 17 . 19 . 52 . 60 .

Hay que ver cómo se repite el cuarenta y cuatro: sale al principio, en todas las partidas. En cambio el veintisiete es un inconstante. Aparece y desaparece arbitrariamente, sin piedad con el jugador.

Meto la mano en el bolsillo y extraigo otro billete. Partida especial. Cartones al doble de su valor. Bien: si consigo ganar esta partida, no sólo habré recuperado lo perdido, sino que habré ganado un poco.

Compro cinco cartones. Por cábala, busco el dieciséis. Si no lo tengo, pienso que voy a perder. Primer número, el veintiocho. Ése sí, lo tengo. Anoto tres números seguidos, en el mismo cartón, pero luego, la serie varía y comienza otra, cuyos números están en otros cartones. (No hay dos partidas iguales, en la vida, Claudia; nadie jugó dos veces la misma baza, nadie acertó con el mismo cartón, nadie conoce la próxima combinación, no hay dos existencias idénticas en el mundo). No gano esa mano, ni las siguientes. A las dos y media de la mañana, extenuado, espero con ansiedad las dos últimas partidas. Me duelen los huesos, tengo la vista irritada y he fumado demasiado. Lo peor es que con la excitación que me produce el juego, cuando regreso a mi apartamento, no puedo dormir. Dado que he de ir a trabajar (la poderosa revista que no falta en ninguna peluquería, en ningún consultorio, en ninguna sala de espera), me tomo una pastilla para dormir.

Al despertar, me sobrevendrá el arrepentimiento; he arriesgado demasiado dinero, no he ganado, y además, estoy sonámbulo, deprimido y con el cuerpo deshecho.

Y, sin embargo, a pesar de todos mis propósitos, es posible que mañana esté otra vez aquí, como en el templo, arañando los bolsillos, pendiente de la serie de números, de las bolas blancas que saltan de manera imprevisible. Anoche, en la última partida, el dieciséis no salió.

Fuente:

ítulo del libroLa última noche de Dostoievski
AutorCristina Peri Rossi
IdiomaEspañol
Editorial del libroGRIJALBO MONDADORI

sábado, 1 de enero de 2022

Cristina Peri Rossi Por fin solos Una historia de amor en quince episodios. (Fragmento).

 


            Cristina Peri Rossi es una de las narradoras y poetas más destacadas de nuestros días y, entre la variedad de registros que domina, sin duda el amor es una de sus obsesiones preferidas. Pocos como ella han sabido cantar, lo mismo en prosa que en verso, las alegrías, decepciones, lamentos y nostalgias que el corazón describe a lo largo de nuestros días.

Por fin solos es una propuesta original y un punto revolucionaria, pues constituye una recopilación de cuentos de temática amorosa ordenados según los movimientos clásicos de las historias de amor y enamoramiento, duración y caída. Al principio de cada bloque, la propia Peri Rossi escribe un pequeño ensayo acerca de esos momentos cruciales, algo así como una poética del amor a un tiempo iluminadora y cómplice.

 


 

 Cristina Peri Rossi

Por fin solos

Una historia de amor en quince episodios

 

 

 

 

 


 

Hay dos frases populares que casi siempre se pronuncian durante una historia de amor: «Por fin solos» y «Ni contigo ni sin ti». El «por fin solos» que exclaman los enamorados cuando han conseguido despejar todos los obstáculos para vivir su amor (padres, hermanos, matrimonios anteriores, hijos, suegros, ciudades diferentes, oposición familiar, jornadas laborales excesivas) es una expectativa de felicidad absoluta, de paraíso terrenal: una isla en medio del caos de la vida contemporánea, un refugio de sexo, ternura y compañía que nos librará para siempre de la soledad, de la monotonía de ser nosotros mismos. Y es que el amor, como el teatro, tiene actos. El primero casi siempre es el mágico, porque estamos fascinados por el otro. En inglés existe una palabra para este período: infatuation. En castellano no tenemos una, pero podemos recurrir al lunfardo, el habla marginal rioplatense, y encontramos «metejón». Hay un expresivo tango que explica esta primera etapa del amor (obsesiva, dependiente, extraordinaria) con el mismo nombre. El protagonista, enamorado hasta las patas, no come, no duerme, no tiene ganas de ver a los amigos ni de ir al trabajo. Es la primera vez que le ocurre y está sorprendido y ansioso. Siente que todo su ser se encuentra poseído por la mujer amada y, en un arrebato de lírica confesión, expresa: «hasta el sueño está metido con vos y se me pianta» («plantarse» es irse); no he leído mejor descripción del insomnio amoroso. Antiguamente se atribuía este estado de exaltación, excitación y expectativa a los efectos de una droga o brebaje. El amor sería inducido por una sustancia química. En el siglo XXI sabemos que, efectivamente, la química tiene su función en el amor. Cuando dos personas se atraen se suele decir que hay «buena química» entre ellas. La «química» no es más que lo que los antiguos llamaban droga: una serie de reacciones que se producen en el cerebro, en el hipotálamo, desencadenando la secreción de endorfinas, sustancias estimulantes del sistema nervioso y del organismo. Pero ¿qué es primero?, ¿las endorfinas? ¿Y por qué las endorfinas se excitan ante una persona y no otra? Hay algo irreductible en el núcleo del amor, algo que se resiste, por suerte, a cualquier análisis, especialmente al racional. En esta primera etapa, la fascinación subyuga. (La etimología de cónyuges es estar bajo el yugo). Obsesivo, ansioso, dependiente, el amor nos vuelve esclavos. En vano nos preguntamos qué tiene ella o qué tiene él: en realidad, no tienen nada; somos nosotros que depositamos de manera inconsciente nuestras fantasías en alguien que nos ha parecido el perchero adecuado.

La sabiduría popular dice que nos enamoramos de quien imaginamos y nos separamos cuando lo conocemos. Freud intentó explicarlo: «el amor es la sobrevaloración del objeto en el cual se depositó la libido». Si la libido eligió a ese objeto como fuente de placer, comienzan la dependencia y el miedo: un silencio, un mal tono de voz, la falta de una mirada nos conducen a la duda, a la sospecha, al dolor, y una palabra dulce, una caricia, una llamada telefónica, el mensaje en el móvil nos hacen volar de felicidad, nos llevan directamente al paraíso. También el tiempo se convierte en una dimensión completamente subjetiva: el de soledad no acaba nunca; somos dolorosamente conscientes de su lentitud, de su pesadez, de su opacidad. En cambio, cuando estamos por fin con la persona amada, el tiempo transcurre a una velocidad extraordinaria; se nos escapa, huye, lo consumimos con la misma ansiedad que los besos, los abrazos, las sonrisas, las complicidades.

La escena de seducción es fundamental para comprender cuál será el destino de ese amor. En la seducción se encuentra inscrito hasta el desenlace, venturoso o desdichado. Por suerte, en la primera etapa nuestros enamorados están tan apasionados que no se hacen preguntas. Cuando el amor va bien, no hay necesidad de analizarlo.

El metejón no siempre es recíproco, y entonces quien lo padece tiene que intentar quitárselo de encima, como una infección. Con el inconveniente de que estamos hechos de tal manera que no hay mayor estímulo que la dificultad, el obstáculo, la imposibilidad. Una de las pocas leyes psicológicas dice que el obstáculo aumenta el deseo. ¿Romeo y Julieta se habrían enamorado si sus familias se hubieran llevado bien? («Del odio nació el amor», dice Romeo, en una curiosa inversión del fenómeno habitual: del amor al odio). Pero también puede ser recíproco; entonces los amantes desean estar solos para vivir un éxtasis continuo. Veamos…

 


 La naturaleza del amor

Un hombre ama a una mujer, porque la cree superior. En realidad, el amor de ese hombre se funda en la conciencia de la superioridad de la mujer, ya que no podría amar a un ser inferior, ni a uno igual. Pero ella también lo ama, y si bien este sentimiento lo satisface y colma algunas de sus aspiraciones, por otro lado le crea una gran incertidumbre. En efecto: si ella es realmente superior a él, no puede amarlo, porque él es inferior. Por lo tanto: o miente cuando afirma que lo ama, o bien no es superior a él, por lo cual su propio amor hacia ella no se justifica más que por un error de juicio.

Esta duda lo vuelve suspicaz y lo atormenta. Desconfía de sus observaciones primeras (acerca de la belleza, la rectitud moral y la inteligencia de la mujer) y a veces acusa a su imaginación de haber inventado una criatura inexistente. Sin embargo, no se ha equivocado: es hermosa, sabia y tolerante, superior a él. No puede, por tanto, amarlo: su amor es una mentira. Ahora bien, si se trata, en realidad, de una mentirosa, de una fingidora, no puede ser superior a él, hombre sincero por excelencia. Demostrada, así, su inferioridad, no corresponde que la ame, y sin embargo, está enamorado de ella.

Desolado, el hombre decide separarse de la mujer durante un tiempo indefinido: debe aclarar sus sentimientos. La mujer acepta con aparente naturalidad su decisión, lo cual vuelve a sumirlo en la duda: o bien se trata de un ser superior que ha comprendido en silencio su incertidumbre, entonces su amor está justificado y debe correr junto a ella y hacerse perdonar, o no lo amaba, por lo cual acepta con indiferencia su separación, y él no debe volver.

En el pueblo al que se ha retirado, el hombre pasa las noches jugando al ajedrez consigo mismo, o con la muñeca tamaño natural que se ha comprado.


 Te adoro

Le dije que le enseñaría la ciudad.

—¿De veras, Alex, lo harás? —preguntó, entusiasmada y de un brinco saltó a mi lado, estampándome un sonoro beso en la frente. Era muy alta. Demasiado alta para sus diecinueve años, y demasiado atractiva para mí. No estaba acostumbrado a lidiar con mujeres tan jóvenes. «¿Crees que seguiré creciendo?», me había preguntado esa mañana, con un rictus de preocupación en la cara. Por ese rictus, yo era capaz de crearle más preocupaciones que la altura, los estudios, su carrera universitaria y el incierto porvenir de una actriz en ciernes. «Según las últimas investigaciones biológicas sobre el desarrollo del homo sapiens, se puede estimar que muchos adolescentes crecerán hasta los veintiuno, sus huesos se estirarán por lo menos dos centímetros al año, esto siempre que estén bien alimentados (no ocurrirá lo mismo en el Tercer Mundo, por supuesto). Pero si tenemos en cuenta —agregué— que en tu caso se trata de una encantadora fémina sapiens, me inclino a pensar que de aquí a los próximos dos años, que son los que te faltan para llegar a la horrible edad de veintiuno, no crecerás ni un solo centímetro más, porque aun siendo alta, hay en tus proporciones una admirable armonía —algo ambigua, todo sea dicho— y sería un acto contranatura —a propósito, debes leer À rebours, de Huysmans— arruinar esta magnífica estructura con un par de centímetros que no te hacen falta». La respuesta me había valido dos besos en la boca, más un rápido aleteo de lengua, mientras me decía, con radiante expresión de felicidad:

—Te adoro. Adoro tus discursos. Adoro cómo me hablas. Adoro que me enseñes cosas.

Cada vez que le proponía algo (y en las últimas veinticuatro horas —que eran, por lo demás, las que llevábamos juntos— le había propuesto diversas cosas: un viaje —«Podríamos ir a París. ¿Te gusta París?», dijo, con admirable ingenuidad. «Adoro París», mentí como un enano—, y escribir dos libros. «¿Es cierto que los escritores cuando se enamoran escriben diferente?», me había preguntado hojeando uno de mis libros. «¿A quién amabas cuando escribiste éste?». «No la conoces», mentí. «Me gustaría saber si escribirías también sobre mí», agregó. «Mi amor —le dije—, uno no escribe sobre lo que está, sino sobre lo que no está». «¿Tendría que irme para que escribieras acerca de mí?». El diálogo me parecía detestable, pero estaba dispuesto a continuarlo veinticuatro horas más, o veinticuatro meses, o veinticuatro siglos. Desde que la había visto, no hacíamos más que conversar). Nos metíamos en la cama, pero no podíamos concentrarnos en las caricias o en los besos porque los dos queríamos hablar, seguir hablando y nos entusiasmábamos hasta tal punto que semidesnudos nos poníamos de pie, íbamos a la cocina, abríamos la heladera, sacábamos una Coca-Cola o un zumo de naranja, me encendía los cigarrillos en su propia, arrebatadora boca, yo me estaba orinando pero no conseguía llegar al baño: a medio camino me acordaba de algo que todavía no le había dicho, reanudaba la marcha, ahora era ella la que venía corriendo y me besaba en la nuca, entonces yo me volvía y la abrazaba. «¿Cómo me dijiste que se llamaba esa novela de Huysmans que tengo que leer?». «À rebours», decía yo, a punto de entrar en el baño. «Tengo que leer muchísimas cosas. El tiempo no me alcanza. Sólo leí medio libro tuyo. Y además, en verano hago de azafata en Swissair». Sorpresivamente se me ocurrió que podía empezar a viajar en Swissair los veranos, fuera a donde fuera, pero yo detestaba los aviones.

Además de un viaje, dos libros, una excursión a la costa, una película que ella no había visto, una cena en un restaurante honolulú, la pesca submarina (enseguida me arrepentí: yo no sabía nadar), la lectura de la mitología celta, una visita al Museo de Paleontología, ayudarle a hacer los deberes de la universidad, escuchar a Kiri Te Kanawa interpretando los últimos lieder de Strauss («No sabía que a los japoneses les gustaba la ópera». «No, mi amor, es australiana. Y canta como los dioses». «Creí siempre que en Australia sólo se dedicaban a criar canguros». «Siempre se aprende algo nuevo», comenté miserablemente), en las últimas veinticuatro horas, que eran, por lo demás, todas las que llevábamos juntos, le había propuesto un viaje a Trieste («¿Por qué Trieste?». «Me gusta la palabra»), enseñarle francés, contarle la Segunda Guerra Mundial, jugar al ajedrez, coleccionar cerámica precolombina y armarle un puzzle de cinco mil piezas. Mi última propuesta consistió en hacer el amor escuchando el Aria del Amor y la Muerte de Tristan e Isolda. «¿Lo has hecho alguna vez de esa manera?», le pregunté. «Me parece que no —me contestó, encantadora— mente dubitativa—. Si escucho música, no puedo concentrarme». «¿Concentrarte en qué?», pregunté, confuso. «En hacer el amor, tonto —me dijo—. ¿Te concentras con facilidad?». Dudé un instante. Debía de estar desfasado, como un mapa antiguo. «Creo que nunca me lo he planteado en estos términos», le dije. «¿Quieres decir que vas muy rápido? —siguió—. A mí me gusta más bien lento». «En fin, verás —farfullé—. En realidad no me lo planteo en términos automovilísticos. La primera marcha, la segunda, todo eso. —Sentí que me hundía en un pozo irremediable—. Quiero decir: según el caso», respiré, aliviado. «De todos modos —dijo ella— no creo que me gustara hacer el amor escuchando ópera». «A mí no me resulta imprescindible —dije, estúpidamente—. Lo que no soporto es el rock», agregué, a la defensiva. «Es estupendo para bailar. ¿Tú no eres de la época de Elvis Presley?». «Corazón —^le dije—, soy de una época remotísima, antediluviana, digamos, la época del psicoanálisis, el existencialismo, la radicalidad y de haga el amor, no la guerra. Después vino el diluvio», especifiqué. Me hundí, semidesnudo, en el sofá. Pensé que en cualquier momento iba a tener vergüenza de mi torso, de mis ojos azules, de contraer enfermedades, de ser sensible al polen, la bomba atómica, la contaminación, las pesadillas, los microbios y de ser muy sensible a algunas mujeres. Sin embargo, ella se rió. Era así: se reía espléndidamente en cualquier momento. «Te adoro —me dijo—. Eres un tipo formidable. Me encantas». «Tú a mí también», le dije, con una voz demasiado profunda. No estaba seguro de que estimara en algo la profundidad. Además, le había propuesto un gato, los sellos de la Reina Victoria con filigrana de doble corona, un caleidoscopio helicoidal y dejarla ganar al Trivial Pursuit. Estaba dispuesto a cualquier cosa, en los próximos dos siglos. «No me gusta que me quiten la ropa», dijo, enseguida, aunque hacía rato que estaba casi desnuda. «A mí tampoco», comenté, recordando que nos habíamos desnudado al borde de la cama, el uno junto al otro, como dos atletas antes de la ducha. «¿Dónde está tu mujer?», me preguntó, mientras yo luchaba indecorosamente con mis calcetines. «Fue a visitar a su hijo a cien kilómetros de aquí», contesté yo. «Es mi profesora de griego», me informó amablemente, mientras se desprendía el sujetador. Yo hubiera preferido que se quitara el sujetador más lentamente, que no fuera su alumna en la universidad, no llevar calcetines, tocarle los senos con la yema húmeda de los dedos, que el teléfono no sonara. «Mejor atiendes —dijo—. Puede ser tu mujer». No era mi mujer.

—Alex —dijo una voz turbia al otro lado del tubo.

—Sí —contesté yo, y le hice una señal para que se quedara tranquila. Sonrió y empezó a lamerme una rodilla.

—Me he enamorado de ella, Alex —afirmó la voz opaca de un hombre que no podía dormir—. Es ridículo, ya lo sé, no me lo digas.

—No te he dicho nada —observé, lacónicamente.

—Ya lo sé. A mi edad es completamente estúpido. Estas cosas no deberían pasar a partir de los cuarenta años. Y tengo cuarenta y seis. No estoy preparado para esto. Me siento ridículo, fuera de lugar. Me pongo autocompasivo. No quiero que nadie lo sepa.

—Me lo estás diciendo a mí —apunté resignadamente. Ahora me estaba lamiendo el pecho, y me buscaba las cosquillas. Detesto las cosquillas tanto como la palabra cosquillas. Hubiera preferido que me acariciara las piernas con su vulva. En cambio, vulva es sombría como el umbral. Me pregunté si sabía que tenía vulva o cómo la llamaría. Soy hipersensible a los nombres.

—Pero a ti no me avergüenza decírtelo. Estoy enamorado, Alex. Tengo unas terribles fantasías…

—Sexuales —completé, casi sin darme cuenta.

—A mi edad. Pensaba que a los cuarenta y seis años uno estaba libre de esas cosas. ¿Crees que hay pastillas para esto?

—Tranquilízate —dije, en vano. Había descubierto mi lunar en la última costilla, a mano izquierda, y parecía muy entretenida en averiguar su índole.

—No puedo estar tranquilo, Alex. No como. No duermo. Doy unas clases aborrecibles. No me renovarán el contrato. ¿Cómo voy a estar hablando del romanticismo alemán si sólo pienso en su culo? Ayer dije diez veces la palabra sexo en clase. Y eso, a propósito de aquel verso de Goethe «como una vieja melodía, algo olvidada».

—¿Cómo sabes que dijiste eso? —pregunté, mientras ella me exploraba el pubis. Me sentí como un babuino en el laboratorio.

—Me lo dijo ella. Ella misma. Me esperó a la salida de clase. Estaba divertida, arrebatadora. Me dijo: «¿Qué te pasa?». Le pregunté: «¿Por qué?». «Has dicho la palabra sexo diez veces en la clase de hoy». Y se había dado cuenta.

—¿Por qué te tutea?

—No lo sé, Alex. Tú no sabes lo que es eso de dar clase de romanticismo alemán mientras tienes fuego en la entrepierna. Todo el mundo se tutea. Pregúntale a Marga. ¿Dónde está Marga?

—Se fue a ver a su hijo —respondí.

—No quiero que nadie se entere. Estoy destrozado, Alex. Coquetea conmigo todo el tiempo. Cuando estamos juntos…

—¿Por qué no te vas de viaje? —lo interrumpí bruscamente.

—No seas estúpido, Alex. No puedo dejar el curso a la mitad. Tengo que dar de comer a mis hijos. Creo que quiero casarme con ella. Irme de viaje con ella, casarme, divorciarme, enseñarle Roma, Babilonia, Pérgamo… Me ha pedido que le enseñe alemán. Y a sacar fotografías. Quiere tener su propio taller de revelado. Le voy a enseñar todo lo que quiera. Para eso tengo veinticinco años más que ella. ¿Te das cuenta? Un cuarto de siglo. Tiene la edad de mi hija mayor.

Me gustaba mucho que me acariciara, pero no conseguía detenerla, y me estaba babeando junto al tubo del teléfono.

—Preferiría que me lo contaras todo mañana, en un café. Ahora, tranquilízate. No tienes nada que decidir. Cálmate y lee algo. ¿Por qué no vas a dar una vuelta por ahí?

—No quiero encontrarla.

—No la encontrarás.

—Siempre me la encuentro. No sé si ella me encuentra a mi, o yo a ella. Y cuando me la encuentro, siempre está con otro o con otra. Es así. Le gusta todo el mundo. Cree que el mundo está lleno de gente encantadora. Su profesor de alemán, su entrenador de gimnasia, el periodista de arriba, la locutora de la tercera cadena, los extras y los recogebalones.

—Tranquilízate —repetí. Conseguí sujetarla por la nuca y la subí a mis rodillas. Se rió tan fuerte que tuve que tapar el tubo con mi mano. No me gusta mucho la gente que se ríe en estas ocasiones. No me parece divertido el deseo de empalar a alguien. Lo haga uno o no lo haga.

—Esta historia no te conviene —le dije, con voz glacial.

—Necesito ayuda, Alex.

—Mañana hablaremos —intenté cortar. No era muy cómoda la posición en que estábamos, y su sexo, mojado, se escurría entre mis muslos.

—No sé qué quiere decir mañana —me respondió la voz.

—Te estás poniendo histérico —le dije.

—Me excita como nadie en el mundo —murmuró medio borracho.

—Siempre ocurre lo mismo —intenté disuadirlo.

—No me acuerdo de otras veces. Todo es presente.

—De acuerdo. Entonces, olvídalo.

—No puedo.

—No te quiere, lo sabes. A esa edad no se quiere a nadie. No se puede querer. No sería espontáneo. A esa edad, ni siquiera se desea. Y tú te hundirás mientras ella descubre la aparente variedad del mundo. Un día estará asombrada con la poesía, otro con la navegación espacial, se dejará seducir por un director de cine, un guionista, un piloto noruego, un filatelista belga y un rockero berlinés. Quizás, por alguna pintora corsa, también. Te guardará una cierta gratitud, es cierto, porque en el fondo, los jóvenes tienen buen corazón. Pero tú no quieres gratitud. Te vaciarás para llenarla, como si fuera un molde.

Eso era lo que yo quería hacer: vaciarme en ella. Pero algo la molestó, y de pronto, se desprendió de mí. Creo que fue un ruido. Era el ascensor del edificio, y ya se había alejado.

—Con ese ruido no puedo concentrarme —comentó, molesta, mirando hacia la puerta.

—¿Con quién hablas? —me preguntó, alterada, la voz al otro lado del tubo. ¿No me dijiste que Marga no está? Oye, no me gustaría que alguien se enterara de esto… Me dijiste que no había nadie.

—Marga no está, tranquilízate. Fue la portera.

—¿Estás seguro?

—Claro que sí.

Ahora había encendido un cigarrillo y se paseaba desnuda y mohína por la habitación. Fuma poco. Se cuida la salud.

—Creo que tienes razón, Alex —reflexionó mi interlocutor—. Estoy loco. Tengo que controlarme. Es que despierta mis fantasías más… —antiguas —completé.

—Sí. Creo que en realidad quiero ser su padre.

—Su hermano.

—Sí. Padre y hermano incestuosos.

—Pero ella no quiere.

—No, no quiere. ¿Sabes? Tiene muy poco morbo.

—Piensa en otra cosa.

—Estoy obsesionado.

—Haz footing o algo así.

—Tengo un soplo al corazón.

—Entonces tómate dos valium.

Empezó a vestirse. Es así: le gusta vestirse y desvestirse sola. Autónomamente. Trieste. ¿Por qué no Trieste?

—Duérmete y descansa. Mañana… —Gracias, Alex. Y por favor, no le digas nada a Marga.

—No está. Tranquilízate.

—No me gustaría que Marga… Somos colegas…

Colgué suavemente. Sólo se había puesto la blusa y me gustaba mirarla así, alta, con los senos duros al aire, el cabello corto, la espalda con la espina dorsal algo sobresaliente.

—¿Qué miras? —me preguntó, volviéndose.

—Tu espalda —dije—. Hay una escultura de Pradier… En el Louvre. Es Niobe, herida por una flecha. —Me acerqué a ella. Cerré mi mano suavemente sobre su nuca—. Así… —le dije, y procuré muy lentamente que su cuerpo se torneara como la figura de Pradier. Se rió.

—¿Iremos a verla? —me dijo, festiva.

—Sí —respondí, con voz demasiado profunda.

—Si me tocas, que sea suavemente —me dijo.

—No pensaba hacerlo de otra manera —mentí.

—Te adoro —declaró, y se abalanzó sobre mí. Caí sobre la cama. Hundió su lengua dentro de mi boca. Se separó enseguida—. ¿Con quién hablabas? —me preguntó.

—Con tu profesor de letras.

Soltó una carcajada.

—Me lo imaginé —dijo—. Es un tipo fenomenal. Sabe muchísimo de romanticismo alemán. Y de pintura. Además le gusta el jazz. Lo adoro. Lo paso muy bien con él.

—Creo que lo has seducido —comenté, ambiguamente.

—¿Sí? ¿Tú crees? —me preguntó, con aparente o real inocencia. Nunca se sabe. Yo no sabía. Él no sabía. ¿Ella sabía?

Aproveché su instante de vacilación para cambiar de posición en la cama. Soy un escritor tradicional: escribo con máquina manual y prefiero hacer el amor, la primera vez, como es debido. Yo arriba, y ella abajo. Por lo menos, la primera vez. Hasta estar seguro. No creo que ella tuviera esa clase de principios.

—Me parece que tú seduces a todo el mundo —comenté, mientras le acariciaba los brazos, procurando que los tuviera altos.

—¿Lo dices por Marga? —me preguntó, mientras me besaba el lóbulo de la oreja. ¿Qué pasaba en la última media hora, que todo el mundo me preguntaba por mi mujer? Mi mujer estaba de viaje. Había ido a ver a su hijo.

—¿Qué tiene que ver Marga? —le dije, pasando un dedo húmedo por la línea esbelta de su cuello.

—Es mi profesora de griego.

—Ya lo sé —dije, con resignación.

—Es una mujer formidable —agregó.

—Cierto.

—Tú también.

—Cierto.

—Y muy atractiva.

—Cierto.

—Me acosté con ella algunas veces —dijo, y se puso de lado—. En realidad, la adoro.

FUENTE:

Por fin solos (Narrativa (lumen)) Tapa blanda – 4 marzo 2004

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