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jueves, 12 de mayo de 2022

Thomas Mann Ensayos sobre música, teatro y literatura. 24 de mayo Ayer me vino a la mente y a la pluma El asno de oro...

 


 24 de mayo

 

 

Ayer me vino a la mente y a la pluma El asno de oro, no por casualidad, porque he descubierto ciertas relaciones entre Don Quijote y esa novela de la Antigüedad tardía, de las que mi ignorancia desconoce si también les han llamado la atención a otros. En efecto, llaman la atención determinados pasajes y episodios por su novedad, por la singularidad de sus motivos, que sugieren un origen lejano; y es característico que aparezcan en la segunda parte de la obra, la más digna espiritualmente.

Ahí tenemos para empezar en el libro noveno el relato de las bodas de Camacho «con otros gustosos sucesos». ¿Gustosos? Lo que sucede en estas bodas es horrible, pero el «gustoso» nos anticipa en el título que en esos horrores se trata de broma, chanza, engaño, de un mimo que ríe a escondidas, una burla del lector y de los que participan de la historia, que por fin se resuelve en sorprendida hilaridad. Se describe con el «más gustoso» derroche la rústica fiesta de esponsales de la hermosísima Quiteria con el rico Camacho, que es el rival afortunado del forzosamente rechazado y muy honesto joven Basilio que ama a Quiteria, su vecina, desde siempre y al que ella ama a su vez, de modo que, en el fondo, se pertenecen el uno al otro ante Dios y los hombres, y la unión entre la bella y el rico Camacho sólo se produce bajo la férrea y ambiciosa presión del padre de la novia. Los festejos ya han llegado hasta el momento del casamiento cuando con roncos gritos aparece el infortunado Basilio en escena, «vestido, al parecer, de un sayo negro jironado de carmesí a llamas» y con voz temblorosa inicia un discurso en el que declara que él, cuya persona es el obstáculo moral para la felicidad plena y sin traba de aquellos dos, se quitará él mismo de en medio: «¡Viva, viva el rico Camacho con la ingrata Quiteria largos y felices siglos, y muera, muera el pobre Basilio, cuya pobreza cortó las alas a su dicha y le puso en la sepultura!». Y con estas palabras extrae de su bastón, que ha clavado en la tierra, como de una vaina un estoque y se arroja sobre él, de tal manera que la mitad de la cuchilla aparece manchada de sangre por su espalda y él mismo queda tendido en el suelo bañado en su sangre.

No se puede imaginar una interrupción más espantosa de una fiesta tan alegre y espléndida. Todos se arremolinan a su alrededor. Don Quijote mismo deja a Rocinante para socorrer al desventurado, el cura se afana y no consiente que se extraiga el estoque de la herida antes de que Basilio haya confesado; porque el sacárselo y el expirar sería una misma cosa. El desdichado aún vuelve un poco en sí y con voz desmayada expresa el deseo de que Quiteria le dé su mano de esposa en su último trance, porque así su muerte culpable estaría justificada. ¿Cómo se lo imagina? ¿Pretende que el rico Camacho renuncie a favor de la muerte? El cura exhorta al moribundo para que piense en su alma y confiese; pero Basilio con los ojos en blanco y visiblemente en las últimas asegura que nunca jamás confesará si Quiteria no le da su mano, lo que por fin, ya que se trata del alma de un cristiano, sucede efectivamente con la conformidad del buen Camacho. Apenas recibida la bendición Basilio se levanta de un salto, se saca el estoque del cuerpo que le había servido de vaina y replica desenvuelto a los que ya gritan: «¡Milagro! ¡Milagro!». —«No “milagro, milagro”, sino “¡industria, industria!”». —Resumiendo, resulta que el estoque no traspasó las costillas de Basilio sino un tubo de hierro lleno de sangre y que todo era una travesura tramada por los amantes que luego, gracias a la generosidad de Camacho, gracias también a las buenas y sabias palabras de Don Quijote, conduce a que Basilio se queda con su Quiteria y la fiesta se reanuda en honor de esta pareja.

¿Está permitida una cosa parecida? La escena del suicidio está pintada con toda seriedad y con acentos trágicos; indudablemente provoca alarma y conmoción, no sólo en todos los que la presencian sino también en el lector —para que al final todo se disuelva en ridículo humo y demuestre ser una cómica patraña. Levemente molesto uno se pregunta si estas prácticas mistificadoras le están permitidas al arte —al arte como nosotros lo entendemos. Pero yo sé, gracias a Erwin Rohde y al excelente libro que ha escrito el mitólogo e historiador de las religiones Karl Kerényi de Budapest, que los fabuladores de la Antigüedad tardía amaban sobremanera este tipo de escenas. El novelista alejandrino Aquileo Tatios cuenta en su Historia de Leukippa y Cleitofón cómo la heroína es degollada por ladrones de los pantanos egipcios de una manera horrible, descrita con todos los detalles más bárbaros, y además ante los ojos de su amado, separado de ella por una ancha zanja, amado que a renglón seguido intenta desesperado matarse sobre la tumba de la heroína. Pero entonces acuden presurosos los compañeros, a los que él creía también muertos, sacan a la víctima fresca y lozana de la tumba y explican a Cleitofón que apresados, a su vez, por los Bucolos se habían dejado encargar por ellos el sacrificio y habían llevado aparentemente a cabo la escalofriante tarea ron la ayuda de un puñal de teatro con cuchilla plegable y una vejiga llena de sangre que habían atado a la muchacha. —¿Me equivoco o la vejiga llena de sangre y toda esa burda impostura ha repercutido en Don Quijote?

El segundo caso es un recuerdo de Apuleyo mismo. Me refiero a la curiosísima aventura del rebuzno del burro que se relata en los capítulos 8 y 10 del libro IX; de cómo los dos regidores de un pueblo, a uno de los cuales se le había escapado un burro salen juntos al monte donde suponen que se halla el animal y, como no lo encuentran, intentan atraerlo imitando su rebuzno, arte en el que ambos son maestros hasta un punto asombroso. El uno plantado aquí, el otro allá, rebuznan alternándose, y siempre que el uno se ha hecho oír acude el otro corriendo, convencido de que ha aparecido el burro porque sólo él mismo podría haber rebuznado con tanta naturalidad, y ambos se cubren mutuamente de cumplidos por su precioso don. Que el burro no quiera acudir se debe a que yace entre los arbustos devorado por los lobos. Allí lo encuentran los regidores, y tristes y roncos regresan a casa. La historia de su competición de rebuznos se propaga por toda la región, con la consecuencia de que las gentes de ese pueblo se convierten en objeto de chanza de los pueblos vecinos y han de soportar que se burlen de ellos con rebuznos por todas partes, de lo que se producen enconadas disputas, incluso verdaderas batallas entre pueblo y pueblo; y en los preparativos de una de ellas se cruzan Don Quijote y Sancho. Porque como suele suceder, los habitantes del pueblo del rebuzno han convertido la burla en una cuestión de honor y un paladio; salen a pelear con un estandarte sobre cuyo raso blanco está pintado un burro rebuznando, y bajo este emblema marchan armados de lanzas, ballestas, partesanas y alabardas contra los antiburro para presentarles batalla, momento en que Don Quijote se interpone en su camino. Les da un noble discurso en el que les exhorta en nombre de la razón a desistir de su empeño y a no permitir derramamiento de sangre por tales nimiedades. Ellos, por su parte, parecen escucharle de buena gana. Pero entonces Sancho, para contribuir lo suyo, mete baza y lo estropea todo diciéndoles que es una necedad enfadarse cuando se oye rebuznar a alguien, y añadiendo que él en su juventud sabía rebuznar con tanta gracia y naturalidad que todos los burros del pueblo le contestaban; y para demostrar que es una ciencia, que como la natación nunca se olvida cuando se ha aprendido, se tapa la nariz y rebuzna hasta que retumban los valles cercanos —para su mayor daño. Pues los del pueblo que no pueden soportar oír rebuznar le zurran deplorablemente, y también Don Quijote por su lado ha de ver, muy en contra de su costumbre, cómo poner pies en polvorosa ante sus ballestas y partesanas. Busca la lejanía a donde le sigue descalabrado Sancho al que han puesto «sobre su jumento» aún medio aturdido. Los del escuadrón, por cierto, regresan contentos y orgullosos a su pueblo tras esperar en vano toda la noche al enemigo que no sale a luchar, y, añade el docto autor, «si ellos supieran la costumbre antigua de los griegos, levantaran en aquel lugar y sitio un trofeo».

¡Extraña historia! Tiene algo de evocador y alusivo, sobre lo que no creo equivocarme. El burro tiene en el mundo imaginativo religioso grecooriental un papel especial. Es el animal de Tifón-Set, el hermano malo de Osiris, el «rojo», y el odio mítico hacia él llega hasta tan adelantado el medievo que los comentarios de la Biblia rabínicos llaman al hermano rojo de Jacob «un asno salvaje». La idea de la paliza estaba unida estrecha y sagradamente con este ser fálico. La frase «zurrar al burro» tiene connotación ritual. Manadas enteras de asnos eran conducidas en ceremonia alrededor de las murallas de las ciudades bajo una lluvia de palos. También existía la costumbre religiosa de despeñar al animal tifónico desde una roca —precisamente la manera de morir a la que apenas escapa Lucio, convertido en burro en la novela de Apuleyo: los bandidos le amenazan con «katakremnizeshtai». Por cierto, que recibe una paliza por rebuznar, igual que Sancho, y mientras es un asno recibe constantemente palos: si contamos los casos, son catorce. Añadiré que según Plutarco la voz del burro era tan aborrecida por los habitantes de ciertos lugares que rechazaban incluso las trompetas que parecían sonar igual que ella. ¿Los pueblos en Don Quijote no son acaso una reminiscencia de estos susceptibles asentamientos? Da una extraña sensación ver asomar en este autor español del Renacimiento un patrimonio tan ancestralmente mítico disfrazado con candidez. ¿Lo conocía por trato directo con la literatura novelesca de la Antigüedad? ¿Llegaron a él estos temas a través de Italia y Boccaccio? Los sabios dirán.

Aclaración a lo largo del día y cielo azul. El mar es de color violeta —¿no lo describe así Homero? Hacia mediodía vimos fantásticos bancos de niebla flotar sobre el agua en el fulgor del sol, unos tras otros, fondos de blancura lechosa, como creados para pies angelicales, una fantasmagoría delicada y diáfana.

martes, 10 de mayo de 2022

THOMAS MANN. CONSIDERACIONES DE UN APOLÍTICO. PRÓLOGO DE FERNANDO BAYÓN.

 


EL FINAL DE LA MÚSICA

FERNANDO BAYÓN

El que mi reloj de mesa esté parado

tiene un efecto devastador sobre el cuarto.

Desde hace catorce años estaba

acostumbrado a su marcha.

THOMAS MANN, DIARIOS, 6 DE ENERO DE 1919

Consideraciones biográficas

El lector tiene entre sus manos un gran libro enfermo. Los más

cinéfilos entre Vds. sabrán que esta es una expresión —grand film

malade— robada a Françoise Truffaut, que la empleó para calificar a

una película de Alfred Hitchcock que, con todo, él admiraba: Marnie.

Sirve, por extensión, para caracterizar obras muy especiales, cuya

imperfección y falta de redondez, cuyo carácter difícil, contradictorio

y no del todo logrado, acaba por hacerlas misteriosamente

apasionantes, llegando a convertir sus síntomas en ocasiones para

el disfrute y sus errores en acontecimiento estético. Obras artísticas

cuyos padecimientos internos adquieren el rango de revelación.

No es malicia por mi parte si escojo este giro francés para

calificar un libro —un grand livre malade— en el que precisamente

Francia desempeña el papel del antagonista, quizás al modo de lo

que suponía el impostor alazôn para el desmitificador eirôn en la

antigua comedia griega. La idea de que Thomas Mann concibió este

volumen durante la etapa más irregular y peliaguda de su vida, en

circunstancias de abatimiento e irritabilidad íntimos que ni siquiera el

posterior exilio pudo igualar, está sostenida por abrumadoras

pruebas biográficas, que son las más extendidas cada vez que se

trata la génesis de Consideraciones de un apolítico.

Comenzada en octubre de 1915, su redacción se extendió con

una lentitud dolorosa hasta marzo de 1918 —el punto y final

coincidió con la última ofensiva de Ludendorff en el río Somme—, en

medio de condiciones materiales de una dificultad inédita para la

boyante familia, que convirtieron a la esposa del autor, Katia Mann,

nacida Pringsheim (y qué belleza el salón de música del palacio de

la Arcisstrasse en que nació), en toda una especialista en el

mercado negro muniqués. Es un libro de guerra. Mann comienza la

redacción de sus Consideraciones como súbdito de un Imperio de

impronta prusiana que quiere vencer militar e industrialmente sobre

las potencias occidentales, organizándose como una dictadura in

tempore belli, y las ve publicadas por su fiel editor Fischer como

ciudadano de una nación humillada tras el desastre de la Segunda

Batalla del Marne, definitivamente expuesta, después del armisticio

del 11 de noviembre, a un giro republicano así como al impositivo

Diktat de los Clemenceau y el cuáquero Wilson. Expuesta, por lo

que respecta más particularmente a la Baviera en que residía el

autor, a un expediente revolucionario y comunista, cuyos

documentos inolvidables fueron el fin de la monarquía en la persona

del último Wittelsbach, Luis III, la proclamación de la República por

vez primera en los dominios del Reich por el malogrado Kurt Eisner

—adelantándose algunas horas a los hechos que precipitaron en

Berlín la abdicación del káiser Guillermo II—, y el gobierno

bolchevique de los Consejos de trabajadores y soldados à la russe.

Claro que Thomas Mann —que despreciaba a Liebnecht, a Rosa

Luxemburg y a Eisner, los tres a las puertas de la muerte, porque su

socialismo salvaje los convirtió en nada más que «políticos», esto

es, furibundos que querían imponer la felicidad a la humanidad (sic)

—, en anotación de 24 de marzo de 1919 entiende la sublevación

espartaquista como un levantamiento ¡contra el imperialismo de los

Aliados! Pero después de haber sido triturados hasta la médula de

los huesos por las frases hipócritas de esa «gentuza» aliada, «estoy

a punto de salir corriendo a la calle y gritar: ¡Muera la falaz

democracia occidental! ¡Hurra por Alemania y Rusia! ¡Viva el

comunismo!»[1].

¿Qué fue lo que movilizó inicialmente a Thomas Mann a hacer a

un lado su novela en curso —se trataba de La montaña mágica, una

novela cuya profundidad y equilibrio habrían de quedar muy

agradecidos a la interrupción que supuso las Consideraciones—,

para dedicarse de una manera tan implacable a este volumen, del

que se cuidaba muchísimo de aclararles a sus hijos, especialmente

a los dos mayores, Erika y Klaus, que «esta vez no era una

historia», sino sencillamente un libro, que él mismo veía como algo

«monstruoso» y, sin embargo, no podía dejar de atender con

extravagante fiebre? Katia incluyó un escorado resumen de los

hechos en Meine ungeschriebenen Memoiren (Mis memorias no

escritas), el volumen de recuerdos que Elisabeth Plessen y su

propio hijo Michael, mediante una serie de entrevistas y abusando

de su paciencia, consiguieron extraerle a la viuda de Mann, quien

siempre se había dicho a sí misma: «en esta familia debe haber

alguien que no escriba».

En él se refiere al «desdichado» ensayo de Heinrich Mann, el

hermano mayor de Thomas, publicado en noviembre de 1915 bajo

el título de Zola, como detonante del polémico libro de su marido. Se

trataba de un extenso ensayo, aparecido en la revista de inspiración

expresionista Weissen Blätter (Hojas Blancas), editada en Zúrich

durante los años de la guerra por el escritor alsaciano René

Schickele, en el que Heinrich Mann homenajea a la figura de Émile

Zola, ese «genio consciente de la democracia», empleándola como

timbre del europeísmo, y a su «J’accuse» como documento

imborrable de la prevalencia de la verdad y la justicia sobre las

leyendas chauvinistas del militarismo. Cierto es que si a Heinrich le

interesaba volver sobre aquel célebre artículo de L’Aurore que

conmocionara en 1898 a la República francesa del presidente

Faure, destapando el manto de falsificaciones racistas que cubría su

gloria nacional, era porque veía hasta qué punto este Guillermo II,

con todas las exaltaciones belicistas de su imperio en decadencia,

necesitaba urgentemente su propio Zola alemán.

Aunque es más que probable que Thomas Mann conociera

previamente el ensayo de su hermano, el ejemplar de Hojas Blancas

con el Zola de Heinrich no llegó a su poder hasta enero de 1916. Es

decir, cuando ya llevaba semanas trabajando en sus

Consideraciones. No cabe duda de que la lectura exacerbó la

distancia ideológica entre los hermanos, que a nadie se le escapaba

que venía siendo muy notable desde mucho tiempo atrás. El propio

Thomas Mann, en una carta a su hermano con fecha de 8 de

noviembre de 1913, acaso la más angustiosa de las miles que

escribió, había expuesto hasta qué punto sentía posarse sobre sus

hombros toda la miseria de su hora y de su patria, y cómo veía en

Heinrich a alguien mucho más rematado moralmente de lo que él

mismo estaba, confesándole su impericia para orientarse

políticamente «como tú sí has hecho». Declaraba que todo su

interés lo ocupaba la decadencia, algo que le impedía preocuparse

como Heinrich por el progreso: y, sin necesitar enemigos, tachaba a

LosBuddenbrook de libro bourgeois y sin significación para el siglo

veinte, a Tonio Kröger de lacrimoso, a Alteza real de pieza de

vanidad, a Muerte en Venecia de consentido y perversamente

equivocado…

Después de todo, ¿cuáles habían sido sus últimas obras?

Heinrich acababa de finalizar una novela titulada El súbdito, cuyos

primeros apuntes databan de 1906, que terminó en vísperas de la

guerra y fue un éxito después de ella. Relato premonitorio, editado

por entregas en una revista ilustrada a lo largo de 1914, parodiaba

por medio de su protagonista, Diederich Hessling, la tipología

masculina del ciudadano del imperio, ese que había aprendido antes

a cuadrarse que a dejar de llamar bárbaro a todo lo espiritual que no

comprendía, mientras compensaba de paso su complejo de

inferioridad mediante arrebatos de despotismo. Una parodia de la

vacuidad del orgullo nacionalista alemán, incapaz de creer en nada

que no pudiera ser derribado por un cañón y que, en cambio, se

allanaba religiosamente ante las máscaras con que el poder se

extendía amenazadoramente sobre la política y los negocios.

¿Y Thomas? Tras ese personalísimo remake del Fedro que es la

Muerte en Venecia, se comprometió con proyectos de gran aliento y

recorrido en los que quedaría retratada una madurez genial, tales

como Confesiones del estafador Félix Krull, cuya primera —y única

— parte no habría de aparecer hasta 1954, y muy especialmente La

montaña mágica, cuyas palabras iniciales fueron redactadas el 9 de

septiembre de 1913, suponemos que a las nueve de la mañana,

como era habitual, y no vería la luz hasta el otoño de 1924. Lo que

sí vio la luz de momento, en 1915, fue una colección «de escritos de

historia contemporánea» (Sammlung von Schriften zur

Zeitgeschichte), entre los que descollaban las entregas de

Pensamientos en guerra (Gedanken im Kriege) y su elocuente

ensayo Federico y la Gran Coalición, que dio título al volumen,

trabajos en los que seguía creyendo con inflamada retórica en el

Reich alemán como síntesis de Poder y Espíritu y en la guerra como

algo popular, grande, solemne incluso, respetable hasta la médula,

una suerte de purificación y una esperanza inmensa; pero que, al

mismo tiempo, podría reportarle a Alemania un calvario moral y

cultural. En fin, mientras Heinrich volvía empáticamente la mirada al

caso Dreyfus, Thomas tornaba los ojos al siglo dieciocho, al

veraniego inquilino de Sanssouci, aquel rey filósofo, sobre cuya

homosexualidad se maliciara a escondidas su protegido Voltaire,

que maniobró contra la casa de Austria para anexionarse la Silesia

polaca —uno de los factores desencadenantes, en 1756, de la

Guerra de los Siete Años, la ocasión en que la pequeña Prusia

adquirió los galones de temible potencia mundial al enfrentarse

militarmente a una gran coalición de enemigos formada, además de

Austria, por Sajonia, Rusia y… Francia, que había dado un giro

diplomático impresionante hasta converger con los Habsburgo y con

el Zar—.

Hay una breve frase del ensayo de Heinrich, la segunda para ser

más exactos, que Thomas Mann leyó como si se tratara de una

alusión, de un puyazo, de una afrenta inequívocamente dirigida

contra su persona: «Es típico de quienes habrán de secarse

prematuramente el presentarse ante los demás con aires de

consciencia y universal rectitud cuando solo están al comienzo de

sus veinte años». Frase que, por cierto, Heinrich eliminaría

posteriormente en la reedición del Zola dentro del volumen

recopilatorio Geist und Tat. Franzosen 1780-1930. A continuación, el

mayor de los Mann arremetía contra los intelectuales arribistas, que

se convierten en poetas nacionales al desempeñar el papel de

compañeros de viaje de la falsificación, «siempre alentando,

siempre enloquecidos por el entusiasmo, sin sentir responsabilidad

alguna ante la inminente catástrofe, ¡que por cierto ignoran como

cualquier hijo de vecino!». Falsos intelectuales, más culpables que

los hombres del poder, pues con sus retóricas nacionalistas

convierten en justo lo injusto, sin desgajarse críticamente del pueblo

cuya conciencia deberían formar, tal y como hizo Zola al separarse,

con dolor y rabia, de los que consideraba, pese a todo, sus

semejantes.

Cualquier conocedor de la peripecia política y vital de Thomas

Mann puede pensar, ¿pero es que hay palabras más exactas para

describir lo que el autor de José y sus hermanos precisamente no

fue? Bastaría con leer sus vibrantes discursos contra Hitler en forma

de alocuciones a los radioescuchas alemanes a través de la BBC,

donde se duele del abismo abierto entre el país de sus padres y el

mundo civilizado por toda esa demoníaca basura del Nuevo Orden,

bastaría con recordar que este paisano de Lübeck se encontró

inopinadamente en el exilio en 1933 y jamás volvería a residir en su

patria, jamás, tardando dieciséis años en pisar otra vez suelo

alemán en unas contadas —polémicas y emocionantes— visitas.

Sí, Thomas Mann acabó siendo el alemán separado, crítica,

traumáticamente, de sus semejantes corrompidos por una camarilla

de asesinos, el que se negó a ser compañero de viaje de la

mitificación nacionalista y por ello tuvo que escuchar todavía los

cínicos rapapolvos de tantas personalidades culturales que se

quedaron en Alemania, cuidando con prudencia de no quemarse

con las brasas del fascismo, sin dejar de calentarse con ellas, y

recurrieron después de la derrota a esa ficción titulada «exilio

interior» como argumento exculpatorio y timbre de su resistencia,

que reputaban más heroica que la de la premiada y propagandística

élite que vio la guerra desde sus palcos del destierro… y cuyo

príncipe habría de ser Thomas Mann. Personalidades a cuyos

currículos de la época nazi sacan ahora lustre sus panegiristas,

contabilizando como mérito lo único que se les puede contabilizar,

no la ferocidad de sus opiniones contra Hitler, sino las

despreciativas opiniones de Hitler contra ellos. Mann acabó

padeciendo mil insidias. Pero esa es otra (y la misma) historia que

comienza a partir de 1922…

Por lo que hace al clima en que Thomas Mann se desempeña en

sus Consideraciones, la ruptura con Heinrich fue total, adquiriendo

incluso una dimensión pública cuando, en 1917, los hermanos son

invitados por el Berliner Tageblatt a verter sus opiniones acerca de

la paz mundial. Cuestión de temperamento, Heinrich tituló su

artículo con un desiderátum: «Vida, no destrucción»; Thomas, con

una interrogación: «¿Paz mundial?». Este último deslizaba en su

escrito argumentos ad hominem, en un tono entre duro y patético,

en que recordaba a Heinrich cómo el amor retórico-político por la

humanidad, con el que tanto se llenba los labios, era una forma

bastante periférica de amor y «suele ser pregonado con tanta más

dulzura cuanto más falla su núcleo». Los filántropos, antes de

proclamar la democratización del mundo, deberían preocuparse

ellos mismos de ser un poco menos ergotistas, arrogantes y

fariseos, igual que los que disfrutan del éxito afirmando el amor a

Dios con preciosas palabras convierten dicho amor en «bella

literatura y fuegos fatuos» si entretanto odian a su hermano. A los

lectores menos avisados les extrañará el tono con que Thomas

Mann se emplea, alejado de ese tópico que pretende hacerlo pasar

por un intelectual apolíneo y ultrasereno: el mismo tono de

empecinamiento fatal con que el 3 de enero de 1918 rechaza la

oferta de reconciliación que Heinrich, tras el boxeo en los medios

periodísticos, le hace llegar privadamente por carta. «Deja concluir

la tragedia de nuestra fraternidad —le espeta—. ¿Dolor? Ni mucho

ni poco. Uno se vuelve duro e insensible. Desde el suicidio de Carla

(la cuarta hermana, actriz frustrada, se suicidó en 1910) y tu ruptura

definitiva con Lula (Julia Mann, la tercera hermana, una burguesa

fina, melindrosa y morfinómana, en decadencia social tras enviudar

—según su sobrino Klaus—, se ahorcaría en 1927), la separación

definitiva no es nada nuevo en nuestra comunidad. No he hecho

esta vida. La detesto. Hay que vivir hasta el final lo mejor posible.

Adiós».

La noche del 29 al 30 de septiembre de 1918, Thomas sueña

que estaba con Heinrich, «que éramos muy amigos» y que, por

cariño, le dejaba comer una gran cantidad de pasteles, de esos

pequeños a la crême, y dos trozos de tarta, renunciando él a su

parte. Le embarga un sentimiento de perplejidad. ¿Cómo

compaginar este gesto generoso con la inminente publicación de las

Consideraciones? Era una sensación absurda. Pero despertó. Y le

alivió comprobar que solo había sido un sueño. ¿Cuánto se

prolongó aquel adiós? Hasta 1922, año capital en la vida[2] de

Thomas Mann. Heinrich enfermó. Y Thomas acudió a su lecho de

enfermo.

Consideraciones políticas

Consideraciones de un apolítico podría parecer la pieza del catálogo

manniano que ha disfrutado de una recepción más controvertida y

embarazosa, tanto entre sus lectores como entre los responsables

de cuidar su legado, empezando por su hija Erika, que ejerció

regularmente de asistente del mago. Sin embargo, cuando el libro

se reeditó en 1922, es decir, después de que «Saulo Mann», como

algunos dieron en llamarlo, leyera su célebre conferencia De la

República Alemana, con ocasión de la celebración del sexagésimo

aniversario del poeta Gerhart Hauptmann, ocasión recurrentemente

interpretada como su profesión de fe democrática, el texto

presentaba algunos signos de haber sido expurgado. La depuración,

contrariamente a lo que supusieron sus enemigos, no obedecía a

una operación de lavado de cara para quitarle al mamotreto las

legañas nacionalistas, ni afectó por tanto a nada que pudiera

resultarle inconveniente a su recién estrenado perfil de campeón de

la república en peligro —perfil que al poco se consolidaría

mundialmente como el de uno de los intelectuales más significados

en la lucha antifascista—, sino tan solo a aquellos aspectos muy

personales en que se dirigía de manera harto ofensiva contra un

hermano con quien, para esas fechas, ya se había reconciliado. En

fin, Thomas Mann acabó sabiendo demasiado de abismos como

para creer que la vida se resuelve en una cadena de simples caídas

de caballo. Los que más cerca estuvieron del autor quisieron

proteger este libro de las malas lecturas, las de todos aquellos que

querrían ver en él la enésima biblia del decadentismo. Él, por su

parte, sabía que habían de leerlo, si no mal, sí en su mal.

Theodor W. Adorno lo detectó claramente en su retrato del

escritor: lo que se reprocha a Mann como decadencia era

exactamente lo contrario de esta, la fuerza de la naturaleza para ser

consciente de sí misma como algo frágil. Es decir, con ser

importantes, las controversias entre los hermanos no bastan para

armar al lector frente a la ventolera de personajes, citas y

argumentos de un libro que interesa, mucho más que por las

razones biográficas que en parte lo convirtieron en un fratricidio in

efigie, por el modo como Thomas Mann disecciona el universo

cultural en que cultivó su imaginación como pensador y poeta

alemán, a la luz de sucesos que lo amenazan con algo peor que la

descomposición, con la acusación de ser un universo culpable.

¿Cómo leer hoy las Consideraciones de un apolítico? Si el libro

se queja de manera tan inflamada del sentido antihumanista

escondido en la virtuosa lógica del democratismo, en una época en

que la vida pública estaba sobredeterminada por la política, ¿cómo

encajarlo en un tiempo, el nuestro, caracterizado al contrario por una

claudicante despolitización de la esfera comunitaria que, en tantas

ocasiones, convierte al parlamentarismo en una criada muda de,

pongo por caso, los sistemas financieros y de consumo? Thomas

Mann nos da una pista en algún lugar del prólogo, que fue lo último

que redactó: propone al lector que Consideraciones sea leído como

una «novela experimental», con el «literato de civilización» a la

cabeza de su dramatis personae, un elenco poblado de personajes

que adquieren el espesor de «tipos» muy al modo de Nietzsche —el

fariseo, el jacobino, el hombre gótico, el radical, etc.—, todos ellos

heterónimos de la destinataria de sus dardos, aquella humanidad

política celosamente impregnada de espiritualidad oficial, que piensa

que la aventura del hombre solo se resuelve en la medida en que

este pasa a ser un órgano del Estado.

Por lo tanto, hay que empezar a leer este libro evitando

contabilizarlo como un ítem más en el inventario del reaccionarismo

antiliberal de una Europa pródiga en memorias de ultratumba. Y,

desde luego, no es necesario —con ser desde luego muy

recomendable— leer a Adorno o a Roger Griffin para percibir qué

erróneo sería incluirlo entre las pruebas incriminatorias contra la

tradición filosófica tardorromántica por sus implicaciones en el

ascenso del fascismo europeo, gesto típico de intérpretes en exceso

proclives a ver en la historia intelectual alemana un eslabón gigante

del irracionalismo del que todos y cada uno de sus pensadores

serían un paso obligado. Ni romántico ni idealista ni culpable, pero

con la firmeza del enfermo, este ensayo presenta mayores

afinidades con obras como las de Max Weber, Ernst Troelscht y

Werner Sombart[3] que con las de germanistas como Ernst Bertram,

que, por esas fechas, frecuentaba la casa de los Mann con sus

mistificaciones nietzscheanas y sus severidades durerianas bajo el

brazo. Por si Los Buddenbrook no fuera prueba suficiente, este libro

demuestra hasta qué punto estaba equivocada la acusación de

Heinrich, según la cual a su hermano le habría pillado dormido la

transformación del viejo burgués alemán, de cuño espiritual y

luterano, en unbourgeois embrutecido e inmoral, pues Thomas

Mann consagra páginas a la comprensión del burguesismo

capitalista en su modernidad, sin callarse los efectos más terribles

de la desactivación social de su pasado «heroísmo».

Esta es una prosa irritada. Le irrita el virtuosismo de todos

aquellos esclarecidos y satisfaits que, en unas fechas tan críticas, se

arrogaban el derecho a definir urbi et orbi —o demasiado pronto—

qué era la libertad y qué era la barbarie, y creían que en su alma,

dice Mann, disponían de un patrón con el que medir de modo

infalible el bien y el mal, cuando en realidad era la fugacidad y el

confusionismo de los hechos los que los estaban midiendo a todos

ellos. El autor de La ley (1943) habría de clamar en el futuro contra

la intelligentsia que se resistía a aparcar sus poses y bizantinismos

cuando, bajo Hitler, el mundo asistió a una ruptura de la civilización

que exigía una defensa de la dignidad humana desprovista de

ambigüedades y complejos. Pero aquí tacha de fariseos a todos los

intelectuales de respetabilidad acorazada a fuerza de adosarse

opiniones políticas, y no deja resquicio a la duda o al escepticismo,

que son, como parece creer Mann, las formas más «religiosas» de

productividad del hombre en medio del caos.

Desde este punto de vista, las Consideraciones de un apolítico

no cargan contra la política sino contra cierta ilustración política que

emplea la virginiana retórica de las libertades y la felicidad para

dejar de ver que la vida social es y será una esfera de antinomias

insolubles. Por utilizar su lenguaje, en muchas ocasiones pasado de

vueltas, incluso para los estándares nietzscheanos: este conjunto de

escritos acaba siendo tanto o máspolítico cuanto más afila su crítica

contra esa untuosa credulidad del pacifista rumiante al que, lleno de

unción humanitaria, le atemoriza comprobar que la raíz y el principio

de lo político es el conflicto y la inestabilidad, y no suerte alguna de

anestesia democrática.

Si este libro tiene una tesis, y no solo dirigida contra el «célticoromano

» Heinrich, es esta: el apolítico es el opositor a cualquier

política de la neutralización de la política. Y así se podrá entender

por qué muchos lectores postmodernos de Betrachtungen eines

unpolitischen, al menos los más expuestos al léxico de Roberto

Esposito, se ven tentados de verter esta última palabra por

«impolítico».

Thomas Mann, ese erudito de la enfermedad, sabía que eran

preferibles los libros que aciertan cuando parecen fallar que los

libros que fallan cuando están convencidísimos de acertar. ¿Es hoy

acaso presentable un ataque a la interpenetración de la literatura y

la política? Tal hace Thomas Mann, quien cree que dicho cruce es

puro «jacobinismo». Con todo, una consideración tan poco

presentable como esta puede que resulte más necesaria que nunca

si comprobamos que lo que pretende, en realidad, es denunciar

ciertos procesos que siguen coleando. A saber, cómo conceptos que

habrían de movilizar el espíritu, por ejemplo «libertad», «igualdad» y

«justicia», pierden cada vez más su espesor problemático, su

condición de principios reguladores de la moral capaces de alterar y

dinamizar todas nuestras filosofías, para petrificarse en

significaciones sociales al servicio de la fraseología del

humanitarismo más chabacano, huero y conservador. Y, a contrario

sensu, cómo la democracia se literaturiza (hoy diríamos que se ha

vuelto «massmediática»), adoptando la retórica enaltecedora del

género humano al servicio de la gran estética del voto universal. O,

si se me permite, siguiendo al coetáneo Benjamin, al servicio de la

estetización carismática de la política.

Consideraciones artísticas

Podré intentar comprender, buscar el entendimiento, pero

difícilmente arrancar mis raíces e hincarlas en otra parte, confiesa —

más que considera— Mann. A la hora de elegir los nombres en que

se apoya para demoler el descaro arrogante del literato de

civilización el escritor no busca entre espesuras mitológicas. Es el

literato de civilización quien, según apreciaciones algo miopes de

Thomas Mann, ha educado su fanatismo con el Nietzsche más

tardío y «grotesco». Él es quien tiene por referente a ese «político»

por excelencia que es el Tolstói-ya-no-artista, moralista de la dicha y

filósofo de la beneficiencia. No son el musculado Siegfried ni el

santo Parsifal los escogidos para caracterizar al hombre alemán,

sino las criaturas de poetas como Joseph von Eichendorff (sí, un

cantor popular cuyos poemas, base literaria de tantos Lieder,

amaba, como casi cualquier joven de inclinaciones artísticas en

Alemania, Adolf Hitler). Y, de entre todas las suyas, especialmente la

que da nombre a una de sus novelitas más célebres, Aus dem

Leben eines Taugenichts (De la vida de alguien que no sirve para

nada, de 1826)[4].

Un inútil, un inválido, un Oblómov echado a andar, un Gaspar

Hauser sin misterio que lo circunde, un ser sin nombre que no sirve

para nada, ni más ni menos que un hombre, este hijo de molinero

cuyo ánimo está continuamente de domingo, a quien su desgana

laboral lo empuja a un viaje sin fin, a perseguir como un vagabundo

una fortuna, entre cómica y lírica, que, visto está, a él no lo hallará,

como a los demás trabajadores de su tierra, arando el campo, sino

de peregrino por diversos países, violín en ristre, primero de

jardinero de palacio, luego de aduanero y criado, por fin de amante

de una dama que mantiene a esta alma simple y bella en un estado

de eterno tránsito y perpetua bendición de la vida, este artista que

nadie lo diría, es una de las encarnaciones del hombre alemán en

las Consideraciones.

«Pero no solo es él inútil, sino que desea ver inútil al mundo»,

aprecia Mann. El hombre inútil es como un erizo enrollado. Llega

demasiado tarde a todas partes, y una vez allí siente que nadie lo

espera o todos lo toman por lo que no es (hasta por una muchacha).

Cada cual disfruta de su lugar en la tierra; pero el reino de este

violinista no es de este mundo. Thomas Mann se complace,

curiosamente, en destacar la ausencia de excentricidad, de

demonismo, de morbosidad, en un personaje que carece al mismo

tiempo de centro, trabajo y posición. Es decir, este poeta que es el

hombre inútil no participa de un romanticismo histérico, «ni tísico, ni

voluptuoso, ni católico, ni intelectual», y su amor tampoco es de una

«palidez cadavérica», más bien muy humano, melancólico, íntimo y

humorístico, rasgos que lo acreditan como símbolo de una

humanidad (alemana) contrapuesta a la del literato de civilización.

De hecho, la vida del «hombre inútil» es solo un ejemplo,

escogido si no al azar, sí entre decenas de ellos (de Schiller a

Dostoyevski, de Goethe a Flaubert) que el lector podrá conocer de

primera mano en esta incursión en la educación de una mente que

pone a circular todos sus fantasmas culturales. A los pocos años de

esta remembranza manniana del hombre que no sirve

románticamente para nada, Europa habría de quedar mucho mejor

retratada por el musiliano hombre que carece de atributos para

actuar por convicción en un carrusel de oportunidades estériles.

También por entonces, el canon manniano de lo alemán sufrirá un

cambio radical, al ritmo de otras circunstancias, y su Adrián

Leverkühn, el nuevo doctor Fausto musical, será la encarnación de

una identidad sumamente dañada, excéntrica, daimónica, morbosa

y superintelectualizada, muy lejos del beatífico holgazán de

Eichendorff…

En realidad, las Consideraciones suponen la polémica

culminación de una idea que Thomas Mann elaboró de forma muy

explícita en una de sus obras menos atendidas por los lectores, me

refiero a su pieza teatral Fiorenza (1905), ampliamente citada por el

autor en estas páginas. La obsesión del escritor por dar forma a la

incesante antítesis del espíritu contra la vida ya le había llevado a

ocuparse críticamente, una década antes de este libro de guerra, de

los representantes de las «sacrae litterae». El tan maltratado

«literato de civilización» de las Consideraciones no es Heinrich, se

trata en realidad de una figura que ha conocido multitud de

encarnaciones en la producción manniana, que está en su mismo

nervio, la figura del rétor radicalizado de la más moderna

observancia, el neo-político que quiere someter a la ciudad con la

palabra hinchada de verdad.

En Fiorenza ya aparecía todo esto: sus dos principales

personajes son precisamente Jerónimo Savonarola, prior de San

Marcos, y Lorenzo de Médici, el Magnífico. Thomas Mann los trata

como dos césares que se disputan la posesión erótica de la ciudad

que mejor simboliza las tensiones del pacto entre poder y belleza,

Florencia. Sin embargo, el que le merece al dramaturgo el título de

político no es el príncipe, sino el furibundo predicador dominico,

mientras que el estadista desempeña el papel de esteta. El primero

quiere servir al espíritu, y a él consagra sus hogueras de las

vanidades, para purificar Florencia como político cristiano o, por

emplear la tipología nietzscheana del tercer tratado de la

Genealogía de la moral, como sacerdote ascético y héctico de

espíritu. El segundo pertenece a los que rinden cuentas a Dyonisos,

y engalana la ciudad como mecenas de las artes, organizador de

sensuales fiestas y cultos a la belleza. La vieja diatriba de la política

de la palabra versus la erótica de la imagen.

Del siglo quince para el siglo veinte, de Fiorenza a Doktor

Faustus: lo que observa Mann, y en esto tuvo un ojo

desoladoramente certero, es que el porvenir de Alemania

pertenecería al fundamentalismo del profeta. Que lo nuevo era

Savonarola. Que lo que tenía de verdad futuro era la demagogia

teocrática. Que su retórica de la dominación era lo que iba a

ponerse de moda de allí a diez años… Mientras que la

magnificencia de Lorenzo era algo que caminaba derecho a la

tumba. Quien no estuviera avisado de esas sombras dominadoras

de las «sacrae litterae» era, como diría Weber, éticamente un niño.

Claro que tampoco podemos engañarnos acerca de que, en las

Consideraciones, tales sombras, purificaciones y fundamentalismos,

Mann los toma por adaptaciones en suelo alemán del espíritu

profético del democratismo francés…

LORENZO.— […] ¿Según lo que dice, durante toda mi vida, habría

actuado contra el espíritu?

EL PRIOR.— […] ¡Ha divinizado el placer visual, lo ha hecho brotar

por todos los muros de Florencia y le ha dado el nombre de

Belleza! ¡Ha corrompido al pueblo incitándolo a creer en la infame

mentira que paraliza el deseo de salvación, ha instituido fiestas

lúbricas para glorificar la brillante superficie del mundo, y a esto lo

ha llamado arte…! […] Mis ojos han penetrado hasta el corazón de

nuestra época y he visto su frente de prostituta. […] Entonces

comprendí. Me correspondía a mí, solamente a mí, hacerme

grande, levantarme contra el mundo, porque era el portavoz y el

elegido. ¡El Espíritu había resucitado en mi persona!

LORENZO.— […] ¿Usted dice que el espíritu y la belleza se

oponen?

EL PRIOR.— Son opuestos, sostengo la verdad que he padecido.

¿Quiere usted una prueba que le demuestre que estos dos mundos

son irreconciliables y extraños uno al otro? El deseo. ¿Lo conoce?

Donde se abren abismos, los une con su arco iris; y, donde existe,

abre abismos[5].

Recuerdo que son palabras escritas en 1905, que producen cierto

escalofrío (político) al leerlas después de los tiempos de Hitler. Pero,

por suerte o por desgracia, no es Hitler el que pronostican Fiorenza

y las Consideraciones, sino el demócrata como «hombre gótico».

¿Quién nace de las cenizas del burguesismo moderno? ¿Quién

sustituye, según Mann, a esa humanidad goethiana, laxa, tolerante,

benéficamente dubitativa? El hombre gótico. El fanático

postburgués. El nuevo intolerante: el hombre de la creencia en la

creencia. Que ya no tiene la pinta de un monje aullante o un

Savonarola florentino sino la de cualquier colaborador periodístico

con falta de ética y gafitas de carey.

Con todo, Consideraciones de un apolítico tiene un corazón

musical, como las mejores obras de Thomas Mann. Quizá algunas

de las zonas más expresivas y sentidas de este libro sean aquellas

en que el escritor se mira, como casi siempre, en el espejo de un

músico. En este caso, se trata de Palestrina, al que Hans Pfitzner

dedicó una ópera homónima, obra maestra del postwagnerianismo,

terminada en 1915 y estrenada en Múnich en 1917 bajo la batuta de

Bruno Walter (quien la defendió hasta su muerte, por más que el

empresario judío Sir Rudolf Bing, gerente del Metropolitan de Nueva

York, dijera de ella cuando fue anunciada en su casa de la ópera:

«ya saben, es como Parsifal, solo que no tan divertida»).

Palestrina nos lleva a Roma y a Trento, en 1563, es decir, el

último año del Concilio. Mediante una interesante manipulación de

las fechas históricas, Giovanni Pierluigi da Palestrina es en esta

leyenda musical un hombre viejo, cansado y aislado del mundanal

ruido. Desde que murió su amada Lukrezia no ha vuelto, además, a

componer una nota. Tan solo le acompaña un hijo adolescente,

Ighino, y un precoz discípulo, Silla, inclinado hacia concepciones

más innovadoras e individualistas de la estética musical. En dicho

estado, recibe la visita de un príncipe de la Iglesia, el imponente

cardenal Borromeo, quien le pone sobre aviso de una circunstancia

crítica, el papa Pío IV ha decidido relegar la polifonía del uso

litúrgico y restaurar el canto llano, en aras de una mayor

inteligibilidad del texto sagrado. El cardenal (piense el lector en el

defensor más insigne del papel, Hans Hotter) exhorta al melancólico

Palestrina a que se aplique a la composición de un modelo de misa

que, sin traicionar las regulaciones eclesiásticas contrarreformistas,

demuestre que es posible sintetizar la textura polifónica con la

claridad textual. Palestrina rehúsa inicialmente el encargo; pero

pronto se ve obligado a responder ante la vocación del arte, tiene

una visión en que el espíritu de grandes maestros muertos (Josquin

des Prez, Heinrich Isaac, etc.) intenta persuadirlo de que él es el

elegido, para a continuación ser arrebatado por una visión pacífica y

extática de su amada Lukrezia. Después de borrascosas

disquisiciones en el capítulo general del Concilio, Palestrina termina

recibiendo el homenaje del papa, que le ofrece un cargo a

perpetuidad en la Capilla Sixtina, del cardenal, que le besa los pies,

del pueblo, que lo corona como salvador de la música… pero él

prefiere quedarse a solas con el retrato de su mujer a la vista.

Para Mann, devoto espectador en Múnich de la leyenda musical

de Pfitzner, por aquellos tiempos un amigo excelente, Palestrina es

el triunfo de la ironía sobre el radicalismo. El radical es un nihilista,

el ironista es conservador. Es más, ironía es erotismo. Palestrina es

un ser entremundos, salva la vida de la música siendo visitado por

los maestros muertos. Pues no le empuja el fanatismo del futuro,

como al utópico; igual que no le detiene la obediencia al pasado,

como al reaccionario.

Pero así y no de otro modo son las cosas cuando la culminación

y la mutación de la propia vida coincide con una mutación de los

tiempos, y cuando uno se torna lento, apegado, y ya un tanto

cansado. No es cosa pequeña haber madurado en la atmósfera de

una era, y luego, súbitamente, ver iniciarse una nueva, a la cual se

pertenece asimismo con una parte de su propio ser…

Son palabras de Mann sobre Palestrina… o de Palestrina sobre

Mann. El lector está a punto de leer un libro enfermo. Quizás su

estado mejore un poco en manos del siglo veintiuno, o no. Lo que es

seguro es que su recuperación —editorial— es un acierto completo.

Porque este texto, impolítico por ser político de principio a fin, no

incurre en babosas nostalgias de ninguna clase, abomina del

decadentismo belicista y de todos los estilos unilaterales, rebosando

sin embargo de esa irónica magnanimidad del que está a punto de

trasponer un límite, y sabe que sus posiciones se han hecho

inexorablemente difíciles hasta lo insostenible, y acaso queriendo

problematizarles la fiesta a todos los hombres del futuro, sanos

demócratas, lanza una campaña contra los fanatismos de la pureza,

contra el fariseísmo de la salud.

FERNANDO BAYÓN, DICIEMBRE DE 2010

sábado, 24 de abril de 2021

Friedrich Nietzsche Ensayos sobre los griegos Nietzsche en Grecia.

 



Friedrich Nietzsche

 

 

 

Ensayos sobre los griegos


Nietzsche en Grecia

La música, la lucha, la política, el lugar de la filosofía: Nietzsche comienza su derrotero con los pies en la Grecia antigua. Es la génesis de su pensamiento, en Basilea, en la segunda mitad del siglo XIX; la filosofía de Schopenhauer y especialmente la enorme presencia de Wagner rondan cerca de su escritorio de profesor de filología. Grecia no es un refugio académico sino la necesidad de abrir las branquias de una época, su época, atravesada por una modernidad que se despliega con impulso, que hace de la razón un modo único de desciframiento del mundo. Pero Schopenhauer es el concepto de voluntad de vivir, que Wagner lo traduce a una experiencia estética y en el que Nietzsche encuentra una correa de transmisión para componer las bases de su primer pensamiento. Homero es antes de la Grecia clásica de Pericles; antes que Sócrates, que Platón y entonces, previo a la semilla de la filosofía occidental. Un rastreo para reconocer allí más la tensión que la quietud, más el devenir de las fuerzas que el concepto. Dionisos, o la música, o la lucha como forma del vigor político, son fuerzas que emergen como condición de una vida más plena, la conjura del miedo o del resentimiento moderno; más la intemperie que la domesticación del hombre en la casa de los conceptos.

Nada de esto quiere decir el imperio del irracionalismo, no. Lo que Nietzsche busca en el mundo antiguo es otra genealogía de su presente, reconocer el momento en el que el sentido se invirtió, en el que las fuerzas se ordenaron en torno a la idea, a lo imperecedero, a lo inmóvil. Su primera obra, de la que forman parte estos escritos sobre los griegos, adquieren dimensión cuando el mundo griego se ofrece en torno a dos divinidades transpuestas en potencias: lo apolíneo y lo dionisíaco. Por ello la lectura de El nacimiento de la tragedia, su primer libro, es un prisma de comprensión necesario para leer estos ensayos. Porque es hacia este texto hacia donde derraman sus aguas El estado griego, La lucha en Homero y Homero y la filología clásica. Si el mundo homérico y la tragedia dan cuenta del destino como condición del existir, Sócrates y su voluntad de verdad hacen de ese destino un problema de cálculo y, por lo tanto, de administración racional.

¿Un problema antiguo? No. Lejos de eso, para Nietzsche lo que está en juego es su propio presente: contra las filosofías de la domesticación, opone la fuerza que crea y que se despliega en una forma evanescente. Soportar el vendaval dionisíaco, un vendaval que es música y que exige de la palabra su carácter musical más que su verdad. Sobre la música y la palabra es una extensión contemporánea a El nacimiento de la tragedia. Hay que leerlos juntos porque ambos están inspirados en Richard Wagner y en su necesidad de componer la unidad espiritual de una Alemania partida a través de la música. Nietzsche quiere ser el redactor filosófico de la idea, quiere escribir el programa wagneriano; en este sentido, estos textos son cartas amorosas escritas en clave conceptual. Por ello su potencia afectiva será la razón para la potencia teórica posterior que Nietzsche va a desplegar después de Wagner, una vez que vea en este no a un Esquilo moderno sino a un Parsifal que solo busca su redención moral.

Este libro reúne parte de lo que Nietzsche escribió sobre los griegos. Son textos escritos entre 1868 y 1872. Por alguna razón que podemos aventurar, pero que en realidad desconocemos, no es posible hacer filosofía en Occidente sin pasar necesariamente por los griegos. Lo mismo podríamos decir de Nietzsche: no es posible comprender la filosofía del siglo XX sin atravesar la filosofía nietzscheana. Uno y otro se requieren, se vuelven necesarios para nosotros.

GUSTAVO VARELA

EZEIZA, ABRIL DE 2013

Kindle Edition58 pages
Published by Ediciones Godot

ASIN
B00KXIAC16
Edition Language
English

domingo, 3 de enero de 2021

Walser el paseante. 44 escritores de la literatura universal.

 



Robert Walser


 Walser el paseante

 Le gustaba andar. Durante casi treinta años —los que pasó al final de su vida en el manicomio de Herisau—, salía a pasear cada mañana, elegante como un pretendiente, como un opositor, un novio: traje y corbata, sombrero y paraguas, y un chaleco del que nunca abrochaba el último botón, el de arriba, desaliñado o presumido. Enfilaba el camino de tierra a las afueras del pueblo, flanqueado de cerezos, y arrancaba a andar con el paraguas colgado del brazo hasta que desaparecía, allí en el horizonte, tan pequeño que había que entrecerrar los ojos para verlo. Le gustaba tanto pasear que llegó a ir desde Berna hasta Ginebra a pie. Una caminata.

Nunca tuvo un domicilio fijo, una casa, un buzón con su nombre donde mandarle cartas. Y durante años vivió por ahí, de prestado, en habitaciones que le dejaban, o en hoteles donde escribía durante toda la noche, vestido con una bata y unas zapatillas que se había hecho él mismo con pedazos de tela. Trabajó de empleado de banca, de secretario. Fue actor, librero, criado de un noble en un castillo de Silesia… Y le dio lo que él mismo llamó el tedio de la pluma.

Empezó a escribir con lápiz en papeles usados —formularios de cobro, hojas de calendario, márgenes de periódicos, hojitas de publicidad—, que llenaba de columnas de letra apretada, tan diminuta que a veces no medía más de un milímetro, y que resultaba tan difícil de leer que se llegó a pensar que eran solo garabatos con los que emborronaba papeles. Hasta que los descubrió alguien con buena vista, o con lupa: allí había cuentos, novelitas, apuntes, poemas…

Apenas cumplidos los cincuenta —sin trabajo, sin buzón, sin pareja—, su hermana lo convenció para que ingresara en una casa de salud. Un lugar tranquilo, al aire libre, con algo de monasterio, de retiro forzado y jubiloso, al que llegó con apenas dos trajes —quita y pon—, una neurosis leve, un sombrero y una caja de zapatos en la que guardaba parte de sus papeles. Y no volvió a escribir.

Allí lo visitaba, de vez en cuando, su amigo Carl Seelig con quien a veces salía a pasear, elegante o raído, mientras que, sin saberlo, lo leía Kafka, en voz alta, a sus amigos, y también Musil y Benjamin, relamiéndose, como gatos golosos, con aquel mundo minúsculo, obsesivo, tranquilo, casi de naturalista, de entomólogo de nombres y adjetivos.

Murió el día de Navidad de 1956, cuando daba un paseo. Había salido, como siempre, a caminar y no volvió a la hora del almuerzo. Unos niños que jugaban con un trineo encontraron su cuerpo tendido sobre la nieve, como dormido, trágico pero apacible. Había unas huellas de pisadas que conducían hasta él. Nunca se supo si eran las suyas o las de la muerte, también calzada con zapatos oscuros, que lo seguía a pie desde hacía años.

 

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