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lunes, 25 de septiembre de 2023

Francis Bacon De la sabiduría egoísta Francis Bacon, 2015 Traducción: Luis Escolar Bareño FRAGMENTO

 




Francis Bacon

De la sabiduría egoísta

Francis Bacon, 2015

Traducción: Luis Escolar Bareño


De la venganza

La venganza es una especie de justicia salvaje que cuanto más crece en la naturaleza humana más debiera extirparla la ley; en cuanto al primer daño, no hace sino ofender a la ley, pero la venganza de ese daño coloca a la ley fuera de su función. En verdad que, al tomar venganza, un hombre se iguala con su enemigo, pero si la sobrepasa, es superior; pues es parte del príncipe perdonar; y estoy seguro que Salomón dice: Es glorioso para un hombre excusar una ofensa. Lo pasado se ha ido y es irrevocable; y los hombres prudentes tienen demasiado que hacer con las cosas presentes y venideras; por tanto no harían más que burlarse de sí mismos ocupándose de asuntos pasados. No hay hombre que cometa el mal a cuenta del mal mismo, sino para obtener provecho propio, o placer, u honor o algo semejante; por tanto, ¿por qué me voy a encolerizar con un hombre que se ama a sí más que a mí? Y si algún hombre cometiera el mal meramente por maldad natural, no sería más que como el espino o la zarza que pinchan y arañan porque no pueden hacer otra cosa. La clase de venganza más tolerable es la debida a los males que no hay ley que los remedie; pero entonces, dejar que un hombre se ocupe de la venganza es como si no hubiera ley para castigar; además el enemigo de un hombre siempre se anticipa y ya son dos por uno. Algunos, cuando toman venganza, están deseosos de que la parte contraria sepa de quién procede. Ésta es la más generosa: pues el goce parece estar no tanto en cometer el daño como en hacer que la parte contraria se arrepienta; pero los cobardes bajos y taimados son como las flechas lanzadas en la oscuridad. Cosme, duque de Florencia, lanzó una desesperanzadora frase contra los amigos pérfidos y despreciables como si esos males fuesen imperdonables: Leeréis que se nos manda perdonar a nuestros enemigos; pero nunca leeréis que se nos mande perdonar a nuestros amigos. Sin embargo, el espíritu de Job era aún más adecuado: También recibimos el bien de Dios ¿y el mal no recibiremos?, y en la misma proporción respecto a los amigos. Esto es cierto, que un hombre que proyecte vengarse, conserva abiertas sus propias heridas porque si no se cerrarían y curarían. Las venganzas públicas son afortunadas en su mayoría; como fue la muerte de César; la muerte de Pertinax; la muerte de Enrique III de Francia; y muchas otras. Pero no sucede así con las venganzas privadas; no, más bien las personas vengativas llevan la vida de las brujas, quienes, como son malignas, terminan desgraciadamente.


De los padres y los hijos

Las alegrías de los padres son secretas y así lo son sus penas y temores; no pueden manifestar las unas ni manifestarán las otras. Los hijos endulzan los trabajos, pero hacen más amargos los infortunios; acrecientan los cuidados de la vida pero mitigan el recuerdo de la muerte. El perpetuarse por la generación es también común a las bestias; pero la memoria, el mérito y las obras nobles son propias de los humanos; y seguramente se comprobará que las obras y creaciones más nobles proceden de hombres sin hijos que han procurado expresar las imaginaciones de su mente en aquello en que su cuerpo ha fallado; por eso el cuidado por la posteridad es mayor en aquellos que no la tienen. Quienes son los primeros creadores de sus casas son más indulgentes con sus hijos, teniéndolos como continuadores no sólo de su estirpe sino de su obra; y así son a la vez sus hijos y su creación.

La diferencia en afecto de los padres hacia sus diversos hijos es muchas veces desigual y algunas otras inmerecida, especialmente en la madre; como dijo Salomón: El hijo sabio alegra al padre; y el hijo necio es tristeza de su madre. Se podrá ver que donde hay una casa llena de niños, uno o dos de los mayores son respetuosos y el más pequeño es travieso; pero a los medianos se les olvida y, sin embargo, muchas veces, demuestran ser los mejores. La tacañería de los padres con respecto a sus hijos es un error dañoso; les hace ruines, les obliga a recurrir a arterías, que busquen malas compañías y que quieran más cuando ya tienen mucho; y por tanto, es mejor método cuando los padres conservan la autoridad sobre sus hijos, pero no la bolsa. Los hombres (tanto los padres como los maestros y criados) tienen una forma tonta de crear y fomentar una emulación entre los hermanos durante la niñez, que muchas veces se torna en discordia cuando se hacen hombres y altera las familias. Los italianos hacen pocos distingos entre los hijos, sobrinos y parientes cercanos; así forman un conjunto, sin preocuparse de más, aunque no pertenezcan propiamente a la familia; y, a decir verdad, en la naturaleza sucede de modo análogo; por eso vemos que algunas veces un sobrino se parece más al tío o a un pariente que a sus propios padres, como ocurre en la herencia de la sangre. Dejemos que los padres elijan a tiempo la profesión y los medios que sus hijos han de seguir, porque entonces serán más flexibles; y no les dejemos dedicarse demasiado a disponer de sus hijos creyendo que aceptarán mejor lo que han pensado más. Cierto es que si el afecto o inclinación de los hijos es extraordinario, entonces conviene no interferirlo; pero, en general, el precepto resulta bueno. Optimum elige, suave et facile illud faciet consuetudo[1]. Los hermanos más jóvenes generalmente son afortunados, pero rara vez donde el mayor es desheredado.


Del matrimonio y la soltería

El que tiene esposa e hijos ha dado rehenes a la fortuna; pues son impedimentos para las grandes empresas, tanto virtuosas como malignas. Cierto es que las mejores obras y los mayores méritos para el público han procedido de los hombres solteros o sin hijos, los cuales, tanto en afecto como en medios de acción se han casado con el público. Sin embargo, hay razones poderosas para que quienes tienen hijos se hayan cuidado más del porvenir, al cual saben que han de transmitir sus prendas más queridas. Algunos hay que aunque hacen vida de soltería, sin embargo, sus pensamientos terminan en ellos mismos y consideran el porvenir como una nimiedad; también hay otros que tienen en cuenta la esposa y los hijos pero como facturas que pagar; aún más, hay algunos hombres insensatos, ricos, codiciosos que tienen a orgullo no tener hijos porque así les creerán más ricos; pues quizá han oído decir algo así: Ése es un hombre muy rico; y otro le ataja, sí, pero tiene una gran carga de hijos; como si eso fuese disminución de sus riquezas. Pero la causa más corriente de la soltería es la libertad, especialmente para ciertas mentalidades placenteras y singulares que son tan sensibles a todas las restricciones, que estarán muy próximas a creer que el cinturón y las ligas se les convertirán en ataduras y grilletes. Los solteros son los mejores amigos, los mejores amos, los mejores sirvientes; pero no siempre los mejores súbditos, porque son propicios a escaparse y casi todos los fugitivos tienen ese estado. La soltería es adecuada para los eclesiásticos porque la caridad difícilmente regará el suelo cuando tiene que llenar primero un estanque. Es indiferente para los jueces y magistrados, pues si son asequibles y corruptibles tendremos más fácilmente un criado cinco veces peor que una esposa. En cuanto a los soldados encuentro que los generales, por lo común, en sus arengas evocan en sus hombres el recuerdo de la esposa y los hijos; y creo que el desprecio de los turcos hacia el matrimonio hace que el soldado raso sea más ruin. En verdad que la esposa y los hijos son una especie de disciplina de la humanidad; y los solteros, aunque muchas veces sean más caritativos, ya que sus medios económicos están menos exhaustos, sin embargo, son por otra parte, más crueles y duros de corazón (buenos para ser inquisidores severos) porque su ternura no se siente excitada con tanta frecuencia. Los caracteres serios, llevados por la costumbre, y por lo tanto constantes, son por lo general amantes esposos, como se dijo de Ulises: Vetulam suam praetulit immortalitati[2]. Las mujeres castas con frecuencia son orgullosas e indómitas, prevaliéndose del mérito de su castidad. Es uno de los mejores lazos en la esposa, tanto el de la castidad como el de la obediencia, si ella cree que su esposo es prudente, lo cual nunca hará si le juzga celoso. Las esposas son amantes para los jóvenes, compañeras para los maduros y enfermeras para los ancianos, así es que un hombre puede tener pretexto para casarse cuando quiera; sin embargo, se reputó como a uno de los hombres más sensatos al que contestó a la pregunta de cuándo debería casarse el hombre: Todavía no cuando es joven, en modo alguno cuando es viejo. Se ve con frecuencia que los malos esposos tienen esposas muy buenas; ya sea porque eso eleva el precio de la amabilidad del marido cuando eso ocurre o que las esposas se enorgullecen de su paciencia; pero eso nunca falla, si los malos esposos fuesen de su propia elección, en contra de la opinión de sus amigos, porque entonces estarían bien seguras de hacer buena su propia tontería.


De la envidia

No hay ningún sentimiento que se haya observado que fascine o hechice, a no ser el amor y la envidia. Ambos tienen poderes vehementes; se transforman fácilmente en fantasías y sugestiones y se presentan con facilidad ante los ojos, especialmente, ante la presencia de los objetos causantes de la fascinación, si es que hay alguno. Así, vemos que las Escrituras llaman a la envidia ojo maligno; y los astrólogos llaman a la mala influencia de las estrellas, malos aspectos; así es que en el acto de la envidia, parece haber conocimiento, una emanación o irradiación del ojo. Además, algunos han sido tan observadores que han notado que el momento en que la mirada de un ojo envidioso produce más daño es cuando la parte envidiada está en su momento de gloria o triunfo, porque eso agudiza la envidia; al mismo tiempo, en tales momentos, el espíritu de la persona envidiada saldrá más al exterior, y así tropezará con la desagradable mirada.

Pero dejando esos detalles (aunque merecen que se piense en ellos a su debido tiempo), nos ocuparemos de qué personas están más sujetas a ser envidiadas; y cuál es la diferencia entre envidia pública y privada.

Un hombre que no tiene virtudes jamás envidia la virtud de otros; porque la mente de los hombres se nutrirá ya de su propio bien, ya del mal ajeno; y el que desea lo uno, perseguirá lo otro; y quien carece de esperanza para alcanzar la virtud de otro, tratará de apoderarse de la fortuna del otro.

El hombre que es afanoso y curioso, por lo general, es envidioso; pues saber mucho sobre los asuntos de los demás no puede ser sino a causa de que toda esa preocupación pueda concernir a sus propios bienes; por tanto, tiene que ser que encuentre cierto placer en fijarse en las fortunas de otros; ni el que se afana en sus propios asuntos tiene mucho que envidiar; pues la envidia es una pasión ociosa que pasea por las calles y no le gusta estar en casa: Non est curiosus quim idem sit malevolus[3].

Los hombres de noble cuna se caracterizan por ser envidiosos de los hombres que se encumbran, porque se altera la distancia que los separa; y es como un engaño a los ojos porque cuando otros vienen, piensan que ellos retroceden.

Las personas deformadas y los eunucos, los viejos y los bastardos son envidiosos; porque el que no puede enmendar su propio caso, hará lo que pueda por estropear el de los otros; salvo que esos defectos se produzcan en naturalezas muy bravas y valientes que piensen hacer de sus carencias naturales parte integrante de su honra; en ese caso, debería decirse: ese eunuco, o ese cojo, hizo tales cosas grandes, dando a entender la honra de un milagro: como sucedió con Narsés el eunuco, y Agesilao y Tamerlán que eran cojos.

El mismo caso es el de los hombres que se levantan después de calamidades y desgracias; pues son como hombres reñidos con su tiempo que consideran el daño de otros como una redención de sus propios sufrimientos.

Los que desean sobresalir en muchos asuntos, aparte de la frivolidad y la vanagloria, son siempre envidiosos porque no pueden desear trabajo; ya que es imposible que en cada uno de los asuntos puedan sobrepasar a los otros; ése era el carácter del emperador Adriano, que envidiaba mortalmente a los poetas y pintores y a los diestros en el trabajo, respecto al cual sentía afán de sobresalir.

Finalmente, los parientes y los compañeros de oficio y aquéllos que se han criado juntos, son más apropiados para envidiar a sus iguales cuando éstos se elevan; porque esto les vitupera su propia suerte, les señala y les acude con frecuencia a la memoria y del mismo modo hace que los otros se fijen en él; y la envidia siempre se redobla con la charla y la fama. La envidia de Caín hacia su hermano Abel fue la más vil y maligna, porque cuando su sacrificio era mejor aceptado no había nadie que lo viera. Así sucede con muchos que son propicios a la envidia.

Respecto a los que están más o menos sujetos a la envidia, primeramente, las personas de virtuosidad eminente, cuando lo son en grado avanzado, son menos envidiadas porque su fortuna parece debida a ellos; y nadie envidia el pago de una deuda sino más bien las recompensas y libertades. Además, la envidia siempre va unida a la comparación que el hombre hace consigo mismo, y donde no hay comparación, no hay envidia; por tanto, los reyes no son envidiados sino por reyes. No obstante, debe tenerse en cuenta que las personas sin mérito son más envidiadas en su primera aparición y después sobrepasan mejor la envidia; mientras que, contrariamente, las personas de valía y mérito son más envidiadas cuando su buena suerte se prolonga; pues para entonces, aunque su virtuosidad sea la misma, ya no tiene el mismo lustre; pues los recién venidos la empañan.

Las personas de sangre no le son menos envidiadas en su encumbramiento, pues parece que es un derecho correspondiente a su cuna; además, no parece agregar demasiado a su suerte; y la envidia es como los rayos del sol, que calientan más en las elevaciones o cumbres que en el llano; y, por la misma razón, los que avanzan gradualmente son menos envidiados que quienes avanzan súbitamente y per saltum.

Los que juntan a sus honores grandes cuidados laboriosos, o peligros, están menos sujetos a la envidia, pues los hombres consideran que se ganan sus honores con fatiga y algunas veces se apiadan de ellos, y la piedad siempre cura a la envidia. Por lo cual, se observará que cuanto más profunda y cauta sea la clase de políticos en su grandeza, más se quejarán siempre de la vida que llevan, entonando el quanta patimur[4]; no es que lo sientan así, sino sólo para embotar el filo de la envidia; pero esto debe entenderse en negocios que pesan sobre los hombres, no los que ellos se buscan; pues nada acrecienta más la envidia que el aumento innecesario y ambicioso de los negocios; y nada extingue más la envidia hacia una persona importante que mantener a todos sus empleados inferiores en los plenos derechos y preeminencias de sus cargos; porque, por este medio, habrá muchas pantallas entre él y la envidia.

Sobre todo, están más sujetos a la envidia los que llevan la grandeza de su suerte en forma insolente y orgullosa; no encontrándose a gusto sino cuando ostentan cuán grandes son, ya con pompa externa o triunfando sobre toda oposición o competición. Por lo contrario, los hombres prudentes no se sacrificarán a la envidia sufriendo, a veces de propósito, impedimentos y sobrecargas en cosas que no les atañen mucho. No obstante, es muy cierto que el llevar la grandeza en forma declarada (aunque sin arrogancia ni vanagloria) provoca menos envidia que si se lleva de modo más hábil y artero; pues de esa forma el hombre no hace más que denegar la suerte, y parecer que se da cuenta de su propio deseo de valía, y enseñar a otros a que le envidien.

Por último, para terminar esta parte, como hemos dicho al principio que el acto de envidiar tiene en sí algo de hechicería, no tiene más curación que la que tiene la hechicería; y no es quitarse de encima la carga (como se dice) y echarla sobre otro; por esa razón las personas eminentes de mayor prudencia siempre colocan en primer término a alguien sobre quien desvían la envidia que caería sobre ellas; algunas veces sobre ministros o sirvientes, otras, sobre colegas y socios o algo semejante; y para esa desviación nunca faltan algunas personas de naturaleza valiente y emprendedora que, con tal de tener poderío y negocios, lo aceptarán a toda costa.

Pasemos ahora a hablar de la envidia pública: hay algo de bueno en la envidia pública que, contrariamente, no hay en la privada; porque la envidia pública es como un ostracismo que eclipsa a los hombres cuando se engrandecen demasiado; y, por tanto, es también un freno para los grandes que les mantiene dentro de los límites.

Esta envidia, llamada en latín invidia, circula en las lenguas modernas como el nombre del descontento, del cual hablaremos al ocuparnos de la sedición. Es una enfermedad en un Estado análoga a una infección; pues una infección se extiende sobre el que está sano y lo infecta, asimismo cuando la envidia entra una vez en un Estado, difama incluso sus mejores acciones, y las convierte en pestíferas; por tanto, se gana poco mezclando acciones plausibles porque eso no indica más que temor a la envidia, lo cual daña mucho más, como sucede en las infecciones que, si se las teme, es como llamarlas sobre uno.

Esta envidia pública parece recaer principalmente sobre funcionarios importantes y ministros, más que sobre reyes y naciones. Pero es una regla fija que si la envidia hacia los ministros es grande, la causa que la produce en ellos es pequeña; o que si la envidia es general hacia todos los ministros del Estado, entonces la envidia (aunque escondida) es verdaderamente hacia el propio Estado. Y gran parte de la envidia pública o descontento, y de la diferencia de ésta con la privada, es de lo que se trató en primer lugar.

Añadiremos que, en general, tocante al sentimiento de la envidia, de todos los sentimientos es el más inoportuno y constante; pues otros sentimientos se dan en ocasiones, por lo cual se dijo acertadamente: Invidia festos dies non agit[5], pues siempre actúa sobre uno u otros. Y también es de notar que el amor y la envidia abaten al hombre, lo cual no hacen otros sentimientos porque no son tan constantes. Es también el más vil de los sentimientos y el más depravado; por esa causa es el atributo más apropiado del demonio, del cual se dice que durmiendo los hombres, vino su enemigo y sembró cizaña entre el trigo; y siempre ocurre que la envidia opera sutilmente, en la sombra y en perjuicio de las cosas buenas como lo es el trigo.

viernes, 22 de septiembre de 2023

Francis Bacon La gran restauración PRÓLOGO

 


 


Francis Bacon

 

 La gran restauración

 

 

ePub r1.0

 

 

oronet 19.08.2019

 

 

 


 

 Prólogo

 I

En 1620 Francis Bacon (1561-1626) está en la cima de su carrera política: desde el año 1618 era Lord Canciller y Barón de Verulamio. Sin embargo, su carrera literaria —ámbito en el que su ambición no iba a la zaga de la política no había alcanzado la brillantez de aquélla: aunque su obra inédita era amplia, solamente habían visto la luz hasta aquel momento— si hacemos abstracción de opúsculos de naturaleza jurídico-política— los Essays (publicados en 1597 junto con las Religious Meditations y los Coulers of Good and Evil, fueron reeditados en 1612 pasando de diez a treinta y ocho ensayos), los Two Books of the Proficience and Advancement of Learning Divine and Human en 1605 y en 1609 el De Sapientia Veterum, cuya versión inglesa acababa de ser publicada en 1619.

Sin embargo, hacia finales de 1620 se publicaba en Londres (apud Joannem Billium Typographum Regium) la Instauratio Magna, obra en la que Bacon anunciaba, presentaba y convocaba a un proyecto de investigación filosófico-natural tendente a conseguir la «Restauración» (Instaurado) del saber y consecuentemente del poder, que sobre la naturaleza gozó Adán en el Paraíso[1] y que la humanidad había perdido como consecuencia del Pecado original[2]. Si la humanidad se reconciliaba con el creador y recobraba su favor con la fe y la religión (en lo que a la pérdida de la «inocencia» se refiere), la segunda pérdida —la del saber y el poder— se superaba «mediante las ciencias y las artes», es decir, mediante la Instauratio, que (querida y tolerada por Dios) ponía fin a los largos siglos de extravío de la humanidad, durante los cuales los hombres no sólo habían sustituido las ideas de la mente divina impresas en las criaturas (y, por tanto, el mundo real) por los ídolos vacíos de la mente humana, cambiando la lectura o interpretación legítima de la naturaleza por las múltiples anticipaciones fantásticas de la razón humana[3], sino que se habían olvidado además del verdadero fin de la ciencia (un fin grato y querido por Dios; cfr. la conclusión de la Distributio Operis y N. O. I, 129): «dotar a la vida humana de nuevos descubrimientos y recursos» (N. O. I, 81).

Así pues, la Instaurado Magna baconiana, en su doble sentido de obra personal y de proyecto colectivo, se insertaba en una perspectiva escatológico-milenarista, que no sólo hacía eco a las expectativas de ese tipo presentes en amplios sectores de la Inglaterra del momento, sino que además establecía como momento decisivo de esas expectativas milenaristas la reforma del saber humano, la restauración de la ciencia-poder adámico. De esta manera Bacon cambiaba la relación de la religión con la ciencia: si para muchos teólogos y hombres piadosos de la época la ciencia era peligrosa para la religión (había causado el pecado original)[4], Bacon hace de la religión y de la Biblia base de la condena del saber tradicional y de la legitimidad de la Instauratio Magna. A partir de 1620, y gracias en buena medida a la obra del canciller, la religión exhorta a la ciencia y al dominio de la naturaleza: ciencia y poder serán el medio (junto con una sana actitud religiosa) por el que la sociedad humana llegará al descanso sabático (el milenio o la utopía); con Bacon el milenarismo cristiano reformado (puritano, radical) se asocia a la reforma del saber y pasa a concebir la nueva ciencia con su ethos religioso como la vía para el advenimiento de la nueva época. No es este uno de los últimos méritos y efectos de la obra baconiana en general y sobre todo de la publicación de 1620 que aquí presentamos[5].

Esta fundamentación bíblica de la reforma del saber y de la Instauratio Magna aparece con toda claridad en el famoso frontispicio de la edición de 1620 (vid. fig. p. 35): bajo la imagen del barco que se aventura en el océano dejando atrás las columnas fatales del «Non plus ultra» aparece citado un pasaje bíblico perteneciente al libro de Daniel (12,4): Multi pertransibunt et augebitur scientia («Muchos pasarán y crecerá la ciencia») como insinuación de que la Biblia profetiza la coincidencia cronológica de la ampliación del mundo conocido mediante los descubrimientos geográficos y la reforma y restauración de la ciencia (N. O. I, 93). La reforma del saber humano era, por tanto, la «restauración» de la humanidad a la situación anterior a la caída y formaba parte inexorablemente del diseño providencialista divino de la historia, de la reconciliación con Dios. Además, la coincidencia del conocimiento geográfico del mundo con la «Restauración» tenía una razón teórica: sólo así podrá la humanidad disponer de la base observacional (Historia Natural) suficiente para la elaboración de la Interpretación de la Naturaleza, una elaboración, además, de paciente y humilde contacto con las cosas que tiene todas las características de «una verdadera y legítima humillación del espíritu humano» (Prefacio a la Instaurado Magna), esto es, de una «innerweltliche Askese» o ascesis intramundana. El plan divino respondía a la lógica misma de la investigación científica.

La publicación baconiana de 1620 era, pues, más que una obra personal. Era el anuncio público y la llamada a un trabajo colectivo (vid. el párrafo final del Prefacio a la Instaurado) que exigía además para su cumplimiento la institucionalización social, esto es, la estatalización de la tarea científica[6]. Se trataba, como ya hemos dicho, de alcanzar el verdadero conocimiento de la naturaleza y el consecuente dominio sobre ella mediante la Interpretación de la Naturaleza, tarea que exigía como requisitos básicos una Historia Natural y Experimental suficiente (un registro y recopilación ordenados de los fenómenos del universo) por un lado y por otro un «método» o Ars interpretandi naturam[7] capaz de llevar de forma paulatina y escalonada a los axiomas últimos, cuyo carácter no es únicamente teórico, sino también el de reglas operacionales para la producción de obras, pues «lo que en la contemplación tiene el valor de causa viene a tener en la operación el valor de regla» (N. O. I, 3). Sólo así surge la «ciencia activa» y por tanto el «dominio humano sobre el universo», pero hemos de tener presente que para Bacon «ciencia activa» es ciencia sin más (interpretación de la naturaleza) y que la operatividad (los «frutos») es el criterio mismo de verdad que permite dar una respuesta suficiente y definitiva a la crítica escéptica: «Las cosas, tal y como realmente son en sí mismas, ofrecen conjuntamente (en este género) la verdad y la utilidad; y las operaciones mismas han de ser estimadas más por su calidad de prendas de verdad que por las comodidades que procuran a la vida[8]». Este criterio de verdad permite reconocer en la esterilidad de la filosofía tradicional el signox de su falsedad y de su carácter meramente anticipatorio[9], dando así parcialmente razón a la crítica tradicional del escepticismo[10].

 II

Pero ¿de qué constaba la Instauratio Magna de 1620?, ¿qué materiales publicó Bacon en esa fecha con este título? La presente traducción ofrece al lector el conjunto íntegro de esta edición, concretamente: l.º) la breve presentación al género humano; 2.º) La dedicatoria de la obra 'al rey Jacobo I; 3.º) el Prefacio general a la Instauratio Magna; 4.º) la Distribución de la obra, esto es, la descripción de las seis partes de que iba a constar la Instauratio Magna[11]; 5.º) la Segunda parte de la Instaurado, esto es, el método o Novum Organum, en dos libros y con la utilización de un procedimiento expositivo (ars tradendi) de tipo aforístico, renunciando a la exposición en forma de tratado completo[12]; 6.º) el Parascevo o Preparación para la Historia Natural y Experimental, breve presentación de la importancia y requisitos que debía satisfacer la Historia natural para que pudiera servir de base a la verdadera filosofía o interpretación de la naturaleza. La edición de 1620 se cerraba con un Catálogo de títulos de historias particulares.

De todo ello, y de lo que desde el comienzo hemos venido diciendo, podemos concluir que la publicación de 1620 no se reducía al Novum Organum y menos aún a la exposición de la Inducción. En efecto, el Novum Organum es una parte de la publicación de 1620 y aunque es cierto que por su volumen constituye casi la totalidad, si tenemos en cuenta que la Instauratio de 1620 pretendía anunciar un programa de investigación que rebasa la propia actividad personal de Bacon, comprenderemos fácilmente su lugar en el proyecto baconiano: el Novum Organum es la segunda parte de la Instauratio y además ni uno ni otra se pueden reducir a la Inducción, a pesar de la importancia central de ésta.

William Rawley, capellán y editor póstumo de la obra del canciller, nos dice que la redacción de la segunda parte de la Instauratio se remonta cuanto menos a 1608 y fue objeto de una minuciosa elaboración por parte de su autor[13]. En ella confluyeron los resultados de toda una serie de opúsculos anteriores inéditos: Temporis Partus Masculus, Filum Labyrinthi sive formula inquisitionis, Partis Instaurationis Secundae Delineatio et Argumentum, Cogitata et Visa, Redargutio Philosophiarum[14]. La Partis Instauratioms Secundae Delineatio et Argumentum (opúsculo de 1606-1607) nos presenta ya el diseño preciso de la segunda parte de la Instauracio[15] l.º) La «pars destruens», cuyo objetivo es «igualar el área de la mente, liberándola de aquellas cosas recibidas hasta el presente», y que consta a su vez de tres partes en virtud precisamente de las tres clases de ídolos que ocupan la mente humana[16]: a) ídolos adventicios procedentes de las opiniones y sectas filosóficas; b) ídolos adventicios procedentes de los malos modos de argumentación y demostración; c) ídolos inherentes e innatos a la mente. Por ello la «pars destruens» se complementa con tres refutaciones correspondientes a los tres grupos de ídolos: Refutación de las Filosofías, Refutación de las Demostraciones y Refutación de la Razón Humana Nativa. 2.º) La «conversio mentis bona» o «praeparatio mentis», cuyo objetivo es conseguir una disposición benévola y favorable del público con vistas a una mejor recepción de la «revolucionaria» doctrina positiva de Bacon[17]. 3.º) La «pars construens», cuyo fin es «perfeccionar el entendimiento para la realización de la Interpretación de la Naturaleza» y que consta de tres clases de ayudas: a) ayuda al sentido; b) ayuda a la memoria y c) ayuda a la razón, en cuyo seno ocupa un lugar preferente, pero no único, la «inducción legítima».

No cabe la menor duda de que éste es el plan que Bacon ha tratado de desarrollar en el Novum Organum de 1620, con la diferencia de que el opúsculo de 1606-1607 preveía seguramente un tratamiento en forma sistemática, mientras la obra de 1620 lo hace en aforismos, con la consiguiente pérdida de la perspectiva de los grandes bloques temáticos. Es evidente que el segundo libro del Novum Organum tiene como finalidad la exposición positiva del método o arte de interpretar, esto es, corresponde a la «pars construens»; el primer libro desarrolla la «pars destruens» y la «preparado mentis», es decir, la crítica de toda la tradición y la seducción del público para la propuesta metodológica positiva que viene a continuación[18].

El aforismo décimo del segundo libro traza un cuadro, de la tarea a desarrollar que coincide con el programado trece años antes: ascenso de los particulares a los axiomas y descenso desde éstos a operaciones particulares en la naturaleza. El primer momento consta de las tres ayudas ya señaladas, indicándose que la ayuda a la razón consiste fundamentalmente en la inducción. Finalmente Bacon propone «comenzar por el final para ir retrocediendo sucesivamente a las restantes ayudas». De ahí el ejemplo de procedimiento de inducción de la forma del calor que ocupa los aforismos siguientes (11-20). El aforismo siguiente (II, 21) enumera nueve tareas que han de ser realizadas a continuación, pero lo cierto es que el Novum Organum concluye con la realización únicamente de la primera, la exposición de las «instancias prerrogativas» (N. O. II, 22-52). En el último aforismo Bacon señala: «Ahora hemos de pasar a los apoyos y rectificaciones de la Inducción y después a los concretos, a los Procesos y Esquematismos latentes y a las restantes cosas según el orden que establecimos en el aforismo veintiuno». Sin embargo, el Novum Organum concluye y a continuación viene la presentación sumaria de la Historia natural y el catálogo de historias particulares. Si atendemos a la actividad posterior de Bacon en los seis años que todavía le quedaban de vida veremos que se dedicó fundamentalmente a la confección de la Historia natural y al desarrollo de investigaciones particulares en relación con problemas cosmológicos que le habían ocupado siempre y que se reflejan también en el Novum Organum. En 1622 anuncia su proyecto de publicar una Historia Natural y Experimental según diferentes tópicos y a razón de una historia particular por mes: «Historia de los vientos», «Historia de lo denso y lo raro», «Historia de lo pesado y lo ligero», «Historia de la simpatía y antipatía de las cosas», «Historia del azufre, mercurio y sal», «Historia de la vida y de la muerte». De ellas sólo vieron la luz la primera (1622) y la última (1623); de las restantes sólo escribió —con excepción de la segunda— el prólogo. Un año después de su muerte Rawley publicó la Sylva sylvarum, una historia natural de carácter general, una especie de repertorio universal de experiencias sobre todo tipo de motivos. Podemos, pues, concluir que en Bacon se produjo, cuando aún no había terminado la redacción del Novum Organum, un cambio en su planteamiento filosófico fundamental y en la elaboración de la Instauratio: si desde 1604 cuanto menos Bacon lleva a cabo investigaciones particulares sobre diferentes problemas, es consciente de su carácter anticipatorio y de la necesidad prioritaria de elaborar un «ars interpretandi» para conseguir, cuando se disponga de la historia natural, elaborar la Interpretación de la naturaleza. A lo largo de quince años el método parece haber sido su gran preocupación, aunque no la única, y ciertamente la Instauratio magna pivotaba sobre la «pars construens» de la segunda parte. Ahora, en 1620 y al final de la redacción del Novum Organum, Bacon renuncia para siempre a la elaboración del método inductivo y hace pivotar la perfección y el desarrollo de la Instauratio sobre la tarea ya realizada (el rudimento de inducción y sobre todo la «pars destruens» del libro I) y la historia natural. Farrington ha visto[19] que el último aforismo del libro primero, seguramente las líneas redactadas en último lugar del Novum Organum, señalan explícitamente el cambio de perspectiva: «Aunque pensamos haber establecido preceptos utilísimos y certísimos, no le [al Arte de Interpretar] atribuimos una necesidad o una perfección absolutas (como si nada pudiera hacerse sin ella). Pues somos de la siguiente opinión: si los hombres dispusieran de una Historia de la Naturaleza y de la Experiencia justa, se aplicaran a ella cuidadosamente y pudiesen imponerse a sí mismos dos cosas: en primer lugar prescindir de las opiniones y nociones recibidas, en segundo lugar impedir durante un cierto tiempo la tendencia de la mente a volar a los principios más generales y a los más próximos a éstos, vendrían a dar —por la fuerza propia y genuina de la mente, sin ningún tipo de arte— en nuestra forma de Interpretar la Naturaleza. En efecto, la Interpretación es la obra verdadera y natural de la mente una vez liberada de los obstáculos».

Vemos, pues, el desenfoque que se genera si reducimos la obra de Bacon al Novum Organum y éste a la inducción. El Novum Organum ha concluido con la renuncia a completar la elaboración de la «pars construens», pero la Instauratio Magna era mucho más que eso y esta tarea continuaba su desarrollo, y su enorme presencia en la Inglaterra del siglo XVII. Sólo que el cambio de perspectiva que hemos señalado (olvido de la inducción por la «pars destruens» y la historia natural) introducía unas modificaciones importantes en el planteamiento anterior del canciller.

Antes, a lo largo de la obra de 1620, no bastaba con la «pars destruens», con mostrar el carácter de «espejo encantado» del entendimiento humano (vid. N. O. I, 41) y los efectos de las diferentes clases de ídolos. Bacon insistía en la necesidad de elaborar un proceso de guía artificial del entendimiento como garantía de la obtención de un conocimiento cierto y eficaz. Esta insistencia emanaba por una parte de la concepción baconiana de la naturaleza como un laberinto oscuro y complicado que le llevaba a afirmar que «los pasos han de ser guiados por un hilo conductor y todo el itinerario, desde las primeras percepciones de los sentidos, debe ser abierto con un procedimiento seguro» (Prefacio a la Instauracio); por otra parte emanaba de la naturaleza misma del entendimiento y su manera espontánea de operar, aun purgado y rectificado. Los ídolos innatos no son eliminables: «lo único que está a nuestro alcance es indicarlos y que esta fuerza insidiosa de la mente sea conocida y refutada para que de la destrucción de los viejos errores no surjan inmediatamente brotes de otros nuevos a partir de la mala complexión de la mente y que de esta manera los errores no se extingan, sino que tan sólo se cambien. Por el contrario debemos fijar como principio eterno e inmutable que el entendimiento no puede juzgar sino a través de la inducción y de su forma legítima» (Distribución de la obra). De ahí la necesidad de un método que «añada al entendimiento plomo y pesos para impedir todo salto y vuelo» (N. O. I, 104), que «establezca grados de certeza» (Prefacio al N. O.) y «una especie de suspensión de juicio» (N. O. I, 126), en suma: «solamente queda una salida para la salvación y la salud: que toda la actividad de la mente comience de nuevo desde el principio y que ya desde ese mismo instante no sea dejada en modo alguno a sí misma, sino que sea gobernada permanentemente, de forma que todo proceda de manera artificial» (Prefacio al N. O.).

La elaboración positiva del método (con sus ayudas a los sentidos, a la memoria y a la razón) era la garantía de la certeza en la investigación y de la superación del excepticismo, más allá de la coincidencia parcial de Bacon con la crítica escéptica de la posibilidad de conocimiento: «[los escépticos] afirman sencillamente que nada se puede saber y nosotros que no es posible saber mucho de la naturaleza por medio de la vía actualmente en uso[20]». En última instancia el método era visto por Bacon como una máquina artificial de descubrimiento, que prácticamente igualaba las inteligencias humanas, permitía esperar el cumplimiento de la Instauratio en un plazo de tiempo inferior a un siglo y no dejaba resquicio al escepticismo, si bien se reconocía que éste triunfaba sobre la filosofía tradicional carente del método. La renuncia a continuar el desarrollo del método no frustraba este programa ni la distinción entre Anticipación e Interpretación de la Naturaleza —quedaba firme el criterio operacionalista de verdad, la refutación de los ídolos y las indicaciones metodológicas dadas en el libro segundo—, pero Bacon no había alcanzado el resultado tan nítido y demarcador que se había propuesto.

 III

El primer libro del Novum Organum, distribuido en ciento treinta aforismos, resulta de una lectura ágil y cómoda. Está dedicado a la exposición de la «pars destruens» y la «praeparatio mentis», es decir, a la refutación y condena del saber tradicional y de los prejuicios (ídolos) del entendimiento humano. Bacon muestra el carácter anticipatorio de la filosofía tradicional por su base idólica, por sus carencias metodológicas, por su escaso apoyo observacional y por los límites mismos de las sociedades que produjeron esa filosofía. De esta manera, minada la confianza del lector en el saber tradicional, es más fácil la presentación del nuevo saber y la generación de optimismo.

Podemos distribuir el contenido de este libro en los siguientes bloques temáticos:

1. Aforismos 1-9. Son breves y rápidos aforismos sobre diferentes aspectos fundamentales del pensamiento baconiano: concepción activista-religiosa del sujeto humano y de su relación con la naturaleza, necesidad del método, concepción operacionalista del saber, etc.

2. Aforismos 10-19. Bacon afirma la sutilidad de la naturaleza y la incapacidad para dar cuenta de ella de la lógica silogística, de las nociones usuales y de los métodos habituales de descubrimiento.

3. Aforismos 20-37. Se señala la incapacidad del entendimiento abandonado a sí mismo para proceder por una vía correcta de investigación, se formula la distinción entre Anticipación de la Mente e Interpretación de la Naturaleza y se diferencia la crítica baconiana de la crítica escéptica.

4. Aforismos 38-115. Contienen la refutación de los ídolos, es decir, la «parte destructiva». Tras una primera enumeración de los distintos grupos de ídolos (38-44), Bacon procede al tratamiento individualizado: ídolos de la tribu (45-52), de la cueva (53-58), del foro o lenguaje (59-60) que constituyen los ídolos innatos y cuya refutación es la refutación de la razón humana natural. A continuación viene la exposición de los ídolos del teatro o adventicios (61-71) y la consiguiente refutación de los mismos, esto es, de las filosofías y de los procedimientos demostrativos (aforismos 71-92). La refutación de los ídolos del teatro se desarrolla mediante la teoría de los signos indicativos del valor de las filosofías (71-77) y la exposición de las causas del error de la filosofía tradicional (78-92). Bacon añade los motivos de esperanza que cabe albergar acerca de la Instauratio (92-115).

5. Aforismos 115-130. Representa la seducción y captación de la benevolencia del público (la «conversio mentis bona» de la Partís Instaurationis Secundae Delineatio) mediante la respuesta a posibles objeciones que pudieran hacerse al proyecto baconiano por causa de malentendidos y prejuicios procedentes de la concepción tradicional del saber (116-128). El primer libro concluye con la reiteración de la grandeza del fin propuesto (129) y la mencionada renuncia a continuar la elaboración positiva del método, escrita después del libro segundo (aforismo 130).

El segundo libro, cuya extensión es el doble de la del primero y, sin embargo, consta tan sólo de cincuenta y dos aforismos, resulta de una lectura más monótona y difícil. Su objeto es exponer la «pars construens», o sea «el arte misma de interpretar la naturaleza». Podemos distinguir en él las siguientes partes:

1. Aforismos 1-10. Se establece el fin de la ciencia: el descubrimiento de las Formas, Esquematismos y Procesos latentes (ámbitos naturales que escapan al sentido y exigen, por tanto, que el método se preocupe atentamente de la «ayuda al sentido») y la conexa libertad de operación sobre la naturaleza (1-8). Bacon señala asimismo la división de la filosofía natural en Física-Mecánica y Metafísica-Magia Natural (9) y la estructura de la parte constructiva (10).

2. Aforismos 11-20. Tras señalar (af. 10) que la exposición va a invertir el orden lógico de la disposición del método y empezará por la ayuda a la razón, esto es por la inducción, Bacon pasa a ofrecer un ejemplo de aplicación de la «inducción legítima» al descubrimiento de la forma del calor: tablas de presencia, ausencia y de grados (11-13); exclusión y rechazo por la confrontación de las tres tablas anteriores (18) de las naturalezas simples incompatibles con la forma del calor y finalmente la tentativa provisional, a título de ejemplo (Bacon es consciente de que en ausencia de unas nociones correctas y del resto de las ayudas no es posible efectuar ni una exclusión ni una afirmación legítimas de la forma; vid. aforismo 19), de primera formulación o «vendimia» de la forma del calor (19)[21].

3. Aforismos 21-52. Tras señalar (aforismo 21) las nuevas tareas que es preciso desarrollar para la perfección de la inducción, Bacon aborda la primera de ellas: la exposición (22-52) de las veintisiete clases de instancias prerrogativas (hechos, observaciones o proposiciones de una relevancia y utilidad especial tanto en el momento del descubrimiento como en el de la operación, por lo cual cabe registrarlas con un interés especial). El aforismo final indica los diferentes ámbitos de aplicación y utilidad de estas instancias: las cinco clases de instancias de la lámpara (38-43) ayudan a los sentidos; otras ayudan en el momento operacional y son el grupo de siete instancias prácticas (44-52) y las instancias de poder (31). Las restantes son especialmente útiles al entendimiento en el descubrimiento de la forma investigada.

 IV

El Bacon del siglo XVII es el Bacon del Advancement y del De Augmentis, el del De Sapientia Veterum (con la referencia a la profunda sabiduría oculta o manifiesta en los mitos de la antigüedad), el de la New Atlantis y el de la Instauracio de 1620 y los proyectos de historia natural; en suma, Bacon es en el siglo XVII el filósofo que concibió el proyecto de la «Gran Restauración»: ethos religioso de la empresa científica, fin utópico de la misma mediante el dominio de la naturaleza a través del conocimiento, reforma de la enseñanza, colaboración científica e institucionalización social de la investigación científica, historia natural y experimental (inserción en la filosofía natural del ámbito de las artes mecánicas como componente decisivo de una experiencia unitaria), método inductivo, escepticismo frente a las elaboraciones mentales no gobernadas por el método[22]. Este baconismo unido al ocaso, claro ya hacia mediados del siglo XVII, de posiciones teóricas sostenidas por el canciller y orientadoras de su investigación real (posiciones como el geocentrismo e inmovilidad de la tierra, el mundo finito, su concepción del movimiento celeste, de la materia, su elaboración de una cosmología no mecanicista de raíz paracelsiana) explican la desatención a obras baconianas como el Thema coeli (redactado en 1612, pero inédito hasta 1657) en las que sus representaciones cosmológicas —y el retraso de las mismas— se expresaban con especial claridad[23]. Esta cosmología y la concepción baconiana de la materia rigen y determinan la actividad experimental del canciller, sus proyectos de historia natural; constituyen, en suma, una investigación que trata de ser rigurosa y vincularse con la observación, pero que tiene un carácter anticipatorio y es independiente del método que Bacon va elaborando al mismo tiempo. Dicha investigación y la preocupación por el método son simultáneos y paralelos; constituyen además una muestra del contraste entre el antiapriorismo metodológico y la práctica real según una imagen de la naturaleza y de la materia que se insertan en la órbita del naturalismo renacentista y el paracelsismo, que Bacon creía fundamentadas en la experiencia y acompañan la elaboración del método, de forma que éste vendría a ser la vía para el contraste y la plena confirmación de su anticipación. Así, desde la práctica real de Bacon como investigador se nos vuelve a reducir la demarcación entre anticipación e interpretación de la naturaleza que el uso del método debía garantizar.

Esta cosmología y esta teoría de la materia afloran ocasionalmente a lo largo del Novum Organum, dando un sentido claro a afirmaciones y suposiciones dispersas a lo largo de la obra. Tenerlas presente ayudará a reconocer una mayor coherencia a la imagen de la naturaleza del canciller, a reconocer su originalidad y comprender su marginación creciente a medida que avanza la revolución científica. Por eso vamos a concluir este prólogo con una rápida caracterización de estos temas[24].

Para Bacon la materia se presenta en las dos formas de materia tangible (densa, fría, pesada, inerte) y spiritus (materia también extensa y corpórea, pero sin peso, tenue, rarificada y activa). Mientras la materia tangible está reducida y limitada al globo terrestre (inmóvil en el centro del cosmos finito), los spiritus llenan el resto del universo en su doble manifestación de spiritus devinctus (atado o ligado, esto es, encerrado en un cuerpo tangible) o spiritus purus (puro o libre, es decir, desvinculado de materia tangible). El espíritu puro es tanto el aire y fuego terrestre sitos entre la tierra y la luna como sobre todo el éter (medio de los cuerpos celestes) y el fuego celeste (la materia componente de los cuerpos celestes). Por el contrario los espíritus ligados y encerrados en los cuerpos tangibles se encuentran en la superficie de la tierra (bajo la superficie no hay sino el cuerpo denso, frío compacto e inerte de la tierra) y son los responsables, por su gran actividad, de los múltiples fenómenos que aquí se producen. A su vez estos espíritus ligados pueden ser inanimados (el spiritus emortuus de N. O. II, 48; p. 333) o animados o vitales (spirutus vitales). Los primeros están presentes en los seres vivos e inanimados (son además fríos, de naturaleza sobre todo aérea y discontinuos o interrumpidos; cfr. II, 40; p. 295); los segundos aparecen en los cuerpos vivos, son calientes, de naturaleza predominantemente ígnea y llevan a cabo las funciones vegetativa, sensitiva, imaginativa y motriz de los organismos[25] spiritus ligado tiene una tendencia a salir del organismo y unirse con el aire circundante, de ahí su asimilación o absorción de las partes tangibles similares, su volatilización y desecación del cuerpo tangible y en general los procesos vitales (vid. la amplia exposición en N. O. II, 40; pp. 293-295).

A la inmovilidad de la tierra en el centro del mundo se contrapone el movimiento circular de los cuerpos celestes, el movimiento circular del fuego cuando domina a su medio etéreo[26]. Este dominio es completo en el cielo estrellado y se refleja en el movimiento circular diario, pero conforme se desciende hacia el centro del mundo el movimiento diario (único movimiento celeste, pues Bacon rechaza el movimiento periódico «anual» de los planetas) se va haciendo más lento y se va alejando más del círculo para hacerse más de tipo espiral[27]. Ello es debido a la perturbación causada por el éter (mayor a medida que se desciende al centro), perturbación indicadora de la confrontación cósmica entre fuego y éter-aire; pero este movimiento diario se comunica asimismo a las regiones inferiores del aire (brisa diaria circular en los trópicos) y del agua (ésta es la explicación baconiana de las mareas)[28].

La imagen baconiana del cosmos trazada hasta aquí necesita todavía para su completitud de algunos componentes, también presentes de una forma más o menos explícita en el Novum Organum. En primer lugar, las sustancias contrapuestas fuego terrestre-celeste por un lado y aire-éter por otro constituyen «tétradas»: por un lado la tétrada del azufre (azufre, aceite, fuego terrestre y fuego celeste), por otro, la tétrada del mercurio (mercurio, agua, aire, éter). Los miembros de una misma tétrada tienen un esquematismo similar y por ende un «consenso» o simpatía recíprocos[29]; están además enfrentados con los miembros correspondientes de la tétrada contraria, pero existen estados intermedios entre los diferentes contrarios: sal (entre azufre y mercurio), jugos de animales (savia, sangre; entre aceite y agua), spiritus ligados (entre fuego y aire)[30].

Los ejemplos de historia natural y experimentos recogidos en el segundo libro del Novum Organum muestran que ésta era la cosmología que Bacon estaba elaborando y que muchas de las experiencias descritas en esta obra tenían como función comprobar su veracidad o contrastarla con teorías contrapuestas (como, por ejemplo, su explicación de las mareas por el movimiento diario del universo frente a la explicación galileana por el movimiento diario de la tierra[31]). La representación baconiana de la naturaleza emanaba de una anticipación; Bacon esperaba que el método de interpretación de la naturaleza la confirmaría en lo sustancial, pero la obra baconiana muestra también la diferencia entre la praxis real del científico y las formulaciones ideales del metodólogo.

 MIGUEL A. GRANADA

Barcelona, octubre de 1984

sábado, 25 de marzo de 2023

Hardy. REMEDIOS DESESPERADOS Thomas Hardy. FRAGMENTO.




 Hardy.

REMEDIOS DESESPERADOS

Thomas Hardy

80 I

LO ACAECIDO EN TREINTA AÑOS

I. Diciembre y enero de 1835-36

En la larga e intrincada sucesión de circunstancias que merecen

contarse sobre las experiencias de Cytherea Graye, Edward

Springrove y otros personajes, el primer acontecimiento que dejó su

impronta en esta historia fue una visita por Navidad.

En el año 1835, Ambrose Graye, un joven arquitecto que se

había iniciado en su profesión en Hocbridge, un pueblo del interior,

al norte de Christminster, viajó a Londres para pasar las vacaciones

de Navidad con un amigo que vivía en Bloomsbury. Se habían

matriculado juntos en Cambridge y, tras haberse graduado el mismo

año, Huntway, su amigo, se ordenó pastor.

Graye era atractivo, franco y amable. Su mayor cualidad era la

reflexión, que ejercitaba en el hogar con humor; en la naturaleza,

con expresividad; y en lo abstracto, poéticamente. En las tres

situaciones, con regularidad y libertad.

Con frecuencia olvidaba la mezquindad del mundo. Para muchas

personas, descubrir maldad en un amigo es un hábito común; para

él, una sorpresa.

En Londres conoció a un oficial retirado de la Marina llamado

Bradleigh; vivía en una calle no lejos de Russell Square, con su

mujer y su hija. Llevaban una existencia meramente desahogada,

aunque la esposa del capitán procedía de una familia cuyo árbol

genealógico enlazaba con algunos apellidos ilustres.

A ojos de Graye, la hija de Bradleigh era el ser más hermoso que

había visto. La mayoría de las jovencitas del país compartían esa

clase de belleza, excepto en un aspecto: ellas no tenían su porte y

distinción. Un rasgo peculiar, al llamar la atención, se considera

principal; de ahí que la viera como la perfección misma, por encima

de sus rivales campesinas. Graye hizo algo cuya pretensión solo se

eclipsaba por el riesgo: se enamoró de ella de inmediato.

Las presentaciones en sociedad, en su primera semana en

Londres, le llevaron a encontrase con Cytherea y sus padres en dos

o tres ocasiones. La semana siguiente, la casualidad y el esfuerzo

de un corazón enamorado hicieron más frecuentes las visitas. A los

padres les gustaba el joven Graye y, como tenían pocos amigos

(pues sus iguales en sangre eran superiores en posición

económica), le recibían en los términos más generosos. Su pasión

por Cytherea no solo crecía con fuerza, sino con exaltación: ella, sin

animarle abiertamente, asentía al deseo de él de pasar más tiempo

juntos. Su padre y su madre habían perdido toda confianza en la

nobleza del origen si se presenta desprovista de dinero y veían con

placidez la incipiente consecuencia de las miradas recíprocas entre

ambos jóvenes, aunque no se mostraran explícitamente favorables.

El sueño apasionado de Graye terminó con un episodio triste e

inexplicable. Después de tres semanas de dulces experiencias, llegó

al último estadio, una especie de Gaza moral antes de sumergirse

en el desierto emocional. En la segunda semana de enero el joven

arquitecto se vio obligado a abandonar la ciudad.

En la relación con la dama de su corazón, ella había mostrado

una peculiar actitud amorosa: si bien se deleitaba con su presencia,

como cualquier enamorada, había reprimido el reconocimiento de la

verdadera naturaleza del lazo que les unía, ciega al significado y a

la tendencia natural, e incluso aparentaba sentirse amedrentada

ante la posibilidad de que él lo manifestara. El presente parecía

suficiente para ella, sin más esperanza, cuando lo habitual, al llegar

la separación, es poder considerarla un comienzo gozoso.

A pesar de sus evasivas en forma de objeciones, que resultaron

un acicate, Graye decidió no postergar el asunto. Fue a visitarla por

la tarde. La acompañó hasta un pequeño porche en el rellano de la

entrada y allí, entre los arbustos, a la escasa luz de unas pocas

lámparas que realzaban el frescor y la belleza de las plantas, profirió

una declaración de amor tan hermosa como esta:

—Amor mío, querida, ¡deseo convertirte en mi esposa!

Cytherea pareció despertar.

—¡Ah! ¡Llegó el momento de partir! —respondió temblorosa y

angustiada—. Te escribiré.

Se liberó de su abrazo y se alejó presurosa.

Aturdido y ardiente, Graye se fue a su casa a esperar el

amanecer. ¿Quién podría expresar su asombro y tristeza cuando

llegó a sus manos una nota que contenía estas palabras?: «Adiós,

para siempre adiós. Nos reconocemos amantes y algo nos separa

eternamente. Perdóname, debería habértelo dicho antes, pero ¡era

tan dulce gozar de tu cariño! No me menciones nunca».

Ese mismo día, con el fin de zanjar una dolorosa situación,

padres e hija abandonaron Londres para hacer una visita

largamente postergada a un familiar en un condado del oeste.

Ninguna carta o mensaje de súplica obtuvo explicación. Ella le rogó,

eso sí, que no la siguiera, y lo más asombroso es que su padre y su

madre, a juzgar por el tono de la carta que enviaron a Graye,

parecían tan molestos y tristes como él ante la súbita renuncia de su

hija. Una cosa parecía evidente: sin admitir la razón de peso de su

hija, ellos la conocían y no tenían intención de revelarla.

Una semana después, Ambrose Graye dejó la casa de su amigo

y no volvió a ver al amor que lo había desconsolado. De vez en

cuando, por carta, Graye preguntaba por ella y su amigo contestaba.

Pero, para un amante, son escaso sustento las noticias de su

amada filtradas por las cartas de un amigo. Huntway no podía

confirmar nada con claridad. Decía que, según creía, había

sucedido un flirteo anterior entre Cytherea y su primo, un oficial de

infantería, dos o tres años antes de que Graye la conociera, con un

abrupto final cuando el primo partió a la India y ella al continente con

sus padres, a causa de su delicada salud, que duró todo el verano.

Finalmente, Huntway anunció que las circunstancias se habían

confabulado para que el amor de Graye fuera aún más difícil. La

madre de Cytherea había heredado, inesperadamente, una gran

fortuna y propiedades en el oeste de Inglaterra, tras el repentino

fallecimiento de varios parientes. Por eso habían abandonado la

modesta residencia en Bloomsbury y, por lo visto, también a sus

viejas amistades en ese barrio.

El joven Graye llegó a la conclusión de que Cytherea se había

olvidado tanto de él como de su amor por ella. Pero él no podía

olvidarla.

FUENTE:

Autor: Thomas Hardy. Traductora: Claudia Casanova. TítuloRemedios desesperadosEditorial: Ático de los Libros. VentaAmazonFnac y Casa del Libro.

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