viernes, 25 de julio de 2025

El arte de manipular sin que parezca Bonjour Tristesse (1954) de Françoise Sagan












































































































Reseña editorial – Bonjour Tristesse (1954) de Françoise Sagan

Publicada por primera vez cuando la autora tenía apenas 18 años, esta novela breve se convirtió de inmediato en un fenómeno literario que incomodó tanto como fascinó. En Bonjour Tristesse, Sagan no escribe sobre la tristeza: la disecciona, la invita a la mesa, la viste con perfume caro y la deja hablar como si fuera una amiga íntima.

🎭 Trama y atmósfera

Cécile, una joven adolescente, vacaciona con su padre libertino y su círculo bohemio en la Riviera francesa. Todo cambia cuando aparece Anne, una mujer elegante, racional y moralmente rigurosa que amenaza el equilibrio del hedonismo cotidiano. Lo que sigue es una pugna silenciosa entre el deseo y el deber, entre la juventud frívola y la adultez estructurada.

  • El escenario marítimo se transforma en un espacio de tensiones existenciales.
  • La voz narrativa de Cécile combina lucidez precoz con crueldad instintiva.
  • La tristeza aparece no como consecuencia, sino como presencia inevitable: un perfume que lo impregna todo.

🧠 Estilo y legado

Sagan escribe con una sobriedad casi musical, construyendo frases que seducen más por lo que callan que por lo que dicen. Su estilo evoca a Colette y anticipa las dudas del existencialismo post-Sartre.

  • Bonjour Tristesse se convirtió en símbolo de la juventud desencantada.
  • Fue recibida con escándalo en algunos círculos, acusada de inmoralidad.
  • Pero también fue celebrada como una obra de madurez precoz, un retrato sutil de la manipulación emocional.

📜 Veredicto del Consejo de Los Yoses

La novela ha sido seleccionada como segunda obra canónica del año 1954, por su capacidad de reflejar los límites difusos entre el placer y la culpa, la belleza y la tristeza, la adolescencia y el juicio.

En colaboración Enrico Pugliatti y Méndez-Limbrick

 

FRAGMENTO.

A ese sentimiento desconocido cuyo tedio, cuya dulzura me obsesionan, dudo en darle el nombre, el hermoso y grave nombre de tristeza. Es un sentimiento tan total, tan egoísta, que casi me produce vergüenza, cuando la tristeza siempre me ha parecido honrosa. No la conocía, tan sólo el tedio, el pesar, más raramente el remordimiento. Hoy, algo me envuelve como una seda, inquietante y dulce, separándome de los demás.

Aquel verano yo tenía diecisiete años y era completamente feliz. Los «demás» eran mi padre y Elsa, su amante. Antes que nada quiero explicar esa situación, que puede parecer falsa. Mi padre tenía cuarenta años y era viudo desde hacía quince. Era un hombre todavía joven, lleno de vitalidad, de posibilidades, y, al salir yo del internado, dos años antes, no me costó entender que viviese con una mujer. Más difícil me resultó aceptar que tuviese una distinta ¡cada seis meses! Pero pronto su encanto, esa vida novedosa y fácil, y mi propia predisposición me hicieron adaptarme. Era un hombre despreocupado, hábil en los negocios, siempre curioso y enseguida cansado, que gustaba a las mujeres. Lo quise de inmediato, y de todo corazón, porque era bueno, generoso, alegre y cariñosísimo conmigo. No cabía imaginar mejor amigo ni más jovial. En los inicios de aquel verano extremó su amabilidad hasta preguntarme si la compañía de Elsa, su amante de turno, me importunaría durante las vacaciones. No pude por menos de animarle, pues sabía que necesitaba a las mujeres y que, por otra parte, Elsa no supondría estorbo alguno para nosotros. Era una chica alta y pelirroja, entre galante y mundana, que hacía de extra en los estudios y se exhibía en los bares de los Campos Elíseos. Era simpática, bastante simple y no tenía pretensiones serias. Además, demasiado contentos estábamos ambos de marcharnos como para poner la menor traba a lo que fuese. Mi padre había alquilado, en el Mediterráneo, una gran casa con jardín, blanca, apartada, preciosa, con la que soñábamos desde los primeros calores de junio. Se alzaba sobre un promontorio, dominando el mar, rodeada por un bosque de pinos que la ocultaba desde la carretera. Un sendero descendía hasta una cala dorada, bordeada de rocas rojizas, donde se mecía el mar.

Los primeros días fueron deslumbrantes. Pasábamos horas en la playa, achicharrados bajo el sol, bronceándonos poco a poco con un color sano y dorado, salvo Elsa, cuya piel se ponía roja y acababa pelándose entre tremendos dolores. Mi padre se dedicaba a complicados ejercicios con las piernas para eliminar un amago de barriga incompatible con sus condiciones de Don Juan. Tan pronto amanecía, me iba al agua, un agua fresca y límpida en la que me hundía, en la que me agotaba haciendo mil desordenados movimientos para purificarme de

las sombras y el polvo de París. Me tumbaba después en la arena, cogía un puñado, lo dejaba escurrir entre los dedos y la arena caía en una lluvia amarillenta y suave. Pensaba que se escapaba como el tiempo, que eso era una idea fácil y que resultaba grato tener ideas fáciles. Era el verano.

El sexto día vi a Cyril por primera vez. Iba costeando con una pequeña embarcación de vela y zozobró delante de nuestra cala. Le ayudé a recuperar sus cosas y, entre risas, me enteré de que se llamaba Cyril, era estudiante de derecho y pasaba las vacaciones con su madre en una casa cercana. Tenía un rostro latino, muy moreno, muy abierto, con algo equilibrado, protector, que me gustó. Con todo, yo huía de esos estudiantes universitarios, brutales, preocupados por sí mismos, sobre todo por su juventud, en la que encontraban tema para un drama o pretexto para su hastío. Prefería con mucho a los amigos de mi padre, cuarentones que me hablaban con cortesía y cariño, me trataban con dulzura de padres y amantes. Pero Cyril me gustó. Era alto y a ratos guapo, de una belleza que inspiraba confianza. Sin compartir con mi padre esa aversión por la fealdad que nos llevaba con frecuencia a alternar con gente estúpida, yo experimentaba frente a las personas desprovistas de todo encanto físico una especie de apuro, de vacío; esa resignación de algunos a no agradar se me antojaba una tara deshonrosa. Porque, ¿qué buscábamos, sino agradar? Todavía no sé hoy si ese afán de conquista no oculta un exceso de vitalidad, un deseo de dominio o la necesidad furtiva, inconfesada, de sentirse seguro de sí mismo, amparado.

Cyril, al despedirse, me ofreció enseñarme a navegar a vela.

Regresé a cenar, sin poderlo apartar de mi pensamiento, y no participé, o muy poco, en la conversación; apenas reparé en lo nervioso que estaba mi padre. Después de cenar nos tumbamos en unas hamacas, en la terraza, como todas las noches. El cielo estaba cuajado de estrellas. Yo las miraba, esperando vagamente que se desprendieran y comenzasen a surcar el cielo en su caída. Pero sólo estábamos a principios de julio y no se movían. En la grava de la terraza cantaban las cigarras. Debían de ser miles, y estar ebrias de calor y de luna para lanzar ese

estridente grito durante noches enteras. Me habían explicado que se limitaban a frotar los élitros, pero prefería creer en aquel canto gutural, instintivo, como el de los gatos en celo. Se estaba bien. Tan sólo unos granitos de arena entre la piel y la camisa me impedían sucumbir a los suaves embates del sueño. Fue entonces cuando mi padre carraspeó y se incorporó en la hamaca.

—Tengo que anunciaros que va a llegar alguien —dijo.

Cerré los ojos con desesperación. ¡Tanta tranquilidad no podía durar!

—Vamos, dinos quién —gritó Elsa, siempre ávida de cosas mundanas.

—Anne Larsen —dijo mi padre, y se volvió hacia mí.

Le devolví la mirada, demasiado atónita para reaccionar.

—Le dije que viniera si se sentía demasiado cansada con las colecciones y… va a venir.

Nunca se me hubiera ocurrido. Anne Larsen era una antigua amiga de mi pobre madre y tenía escaso trato con mi padre. Sin embargo, dos años atrás, al salir yo del internado, mi padre, que no sabía qué hacer conmigo, me había enviado a vivir con ella. Y ella, en una semana, me había vestido con gusto y me había enseñado a vivir. Despertó en mí una admiración apasionada que supo encauzar hábilmente hacia un joven de su círculo habitual. Le debía, pues, mis primeras elegancias y mis primeros amores, y le estaba muy agradecida. A los cuarenta y dos años era una mujer muy seductora y solicitada, con un hermoso rostro altivo y hastiado, lleno de indiferencia. Esa indiferencia era lo único que podía reprochársele. Era amable y distante. Todo en ella denotaba una voluntad constante, una serenidad de ánimo que intimidaba. Con ser divorciada y libre, no se le conocía ningún amante. Además, no teníamos las mismas relaciones: ella alternaba con gente fina, inteligente, discreta, y nosotros con gente bulliciosa, sedienta, a quien mi padre sólo exigía que fuese guapa y divertida. Creo que nos despreciaba un poco a mi padre y a mí por nuestra afición a las diversiones y trivialidades, como despreciaba todo exceso. Sólo nos reunían algunas cenas de negocios —ella se dedicaba a la costura y mi padre a la publicidad

 —, el recuerdo de mi madre y mis esfuerzos, pues aunque ella me intimidaba la admiraba mucho. En definitiva, aquella súbita llegada sólo podía ser un contratiempo si se pensaba en la presencia de Elsa y en las ideas de Anne sobre la educación.

Elsa subió a acostarse tras formular una multitud de preguntas sobre la situación social de Anne. Yo me quedé a solas con mi padre y me senté en los escalones, a sus pies. Él se inclinó y apoyó las dos manos en mis hombros.

—¿Por qué eres tan desgarbada, mi amor? Pareces un gatito salvaje. Me gustaría tener una hija guapa y rubia, un poco llenita, con ojos de porcelana y…

—No es ese el caso —dije—. ¿Por qué has invitado a Anne? Y ella, ¿por qué ha aceptado?

—Tal vez para ver a tu viejo padre. Nunca se sabe.

—No eres el tipo de hombre que pueda interesar a Anne. Es demasiado inteligente y se respeta demasiado a sí misma. ¿Y Elsa? ¿Has pensado en Elsa? ¿Te imaginas las conversaciones entre Anne y Elsa? Yo no.

—No se me había ocurrido —confesó—. Lo cierto es que me asusta un poco. Cécile, mi vida, ¿y si nos volvemos a París?

Rio despacito acariciándome la nuca. Me volví y lo miré. Le brillaban los ojos oscuros, con graciosas arruguillas que acentuaban las comisuras, y encogía levemente la boca. Parecía un fauno. Me eché a reír con él, como cada vez que se buscaba complicaciones.

—Mi viejo cómplice —dijo—. ¿Qué haría yo sin ti?

Y tan convencido, tan tierno era su tono de voz que comprendí que de veras habría sido desgraciado sin mí. Hasta entrada la noche, hablamos del amor y de sus complicaciones. A los ojos de mi padre, estas eran imaginarias. Rechazaba por sistema las nociones de fidelidad, de seriedad, de compromiso. Me explicó que eran arbitrarias, estériles. En otra persona tales opiniones me hubieran desagradado. Pero sabía que, en su caso, ello no excluía ni la ternura ni la devoción, sentimientos a los que se entregaba con mayor facilidad de la que quisiera, máxime por estimarlos provisionales. Ese concepto de las cosas me seducía: amores rápidos, violentos y pasajeros. A mi edad no seduce mucho la fidelidad. Sabía muy poco todavía del amor: citas, besos y hastíos

jueves, 24 de julio de 2025

PERDONE MAESTRO BORGES, PERO EN ESTO NO ESTAMOS DE ACUERDO

 


PERDONE MAESTRO BORGES, PERO EN ESTO NO ESTAMOS DE ACUERDO: 

DIJO BORGES EN UNA ENTREVISTA: "El verbo leer, como el verbo amar y el verbo soñar, no soporta ‘el modo imperativo’. Yo siempre les aconsejé a mis estudiantes que si un libro los aburre lo dejen; que no lo lean porque es famoso, que no lean un libro porque es moderno, que no lean un libro porque es antiguo. La lectura debe ser una de las formas de la felicidad y no se puede obligar a nadie a ser feliz".

Él que tanto habló de los sofismas, la retórica y los silogismos, pero… es retórica lo comentado y afirmado por Borges.

La cita de Borges es poética, cálida, casi sacrosanta, en apariencia. Sin embargo, encierra para mí, dudas.

La lectura como deber, no como placer

La lectura no siempre debe ser una forma de felicidad. Hay textos que no complacen, que incomodan, que hieren, y sin embargo deben ser leídos. Un ejemplo es el Ulises de Joyce, que me lo leí a desgano para conocer, para opinar, para que mi saber y cultura se ensancharan, igual la Montaña Mágica o el doktor  Faustus de Mann. No se estudia La crítica de la razón pura para sentirse feliz, ni se enfrenta uno a El origen de las especies buscando consuelo. Hay libros que son fundamentales —por su valor histórico, filosófico o social— y merecen ser leídos precisamente por lo que demandan de nosotros, no por lo que nos ofrecen en comodidad.

Obligar a leer no es lo mismo que obligar a ser feliz. Hay momentos en la formación intelectual donde leer por deber es indispensable. La literatura no es solo evasión o deleite: es también disciplina, confrontación, resistencia. ¿Acaso no se lee a Primo Levi para entender el horror? ¿No se lee a Marx, aunque uno no simpatice, para entender el conflicto? ¿Y acaso no es necesario leer a Borges, aunque a algunos les aburra su estilo? Por lo que, la afirmación de Borges, es falsa.

 Lectura como ejercicio moral y colectivo

Además, leer lo que uno “no disfruta” puede tener un valor ético. Nos expone a otras voces, otras realidades, otros mundos como ya lo comenté supra con las novelas de Thomas Mann o la novela de Joyce, el Ulises. Cuando se deja un libro solo porque “no gusta”, se perpetúa una burbuja estética. En comunidades donde el acceso a la lectura ha sido históricamente limitado, fomentar el hábito no es un lujo, sino un deber cultural.

Borges habla como un esteta o como un filósofo epicúreo. Yo contradigo desde la responsabilidad estoica. Leer no siempre es amar, ni soñar, pero a veces es lo que nos hace más humanos.´

MÉNDEZ-LIMBRICK

 

La novela que arrastra siglos IVO ANDRIC NOVELA FRAGMENTO




🕯️ Entrada Editorial –  Los Yoses 📆 Fecha ritual: 23 de julio de 2025 Autor: Consejo Editorial: Un puente sobre el Drina de Ivo Andrić

⚖️ La novela que arrastra siglos: consagración editorial

La sesión extraordinaria de sobremesa se celebró entre humo, sarcasmo y un altar empapado en vino. El Consejo convocado por Jorge –escritor, abogado, celebrante intelectual– se reunió para emitir juicio definitivo sobre las novelas de 1961. Tras dos rondas de votación, fue elevado al altar el libro más digno de sentencia: Un puente sobre el Drina, del yugoslavo Ivo Andrić.

La obra no solo resistió los embates del Consejo, sino que los sedujo:

  • Belfegor vio en ella una catedral narrativa.
  • Cappelli, con su fatalismo helénico, la proclamó epitafio de Europa.
  • Casasola Brown, asesino literario y enciclopedista, la llamó sentencia.
  • Pugliatti y Deford, aunque tentados por otros títulos, no pudieron negar la potencia histórica del puente que lo atraviesa todo: tiempo, violencia, deseo.

📚 Sobre el libro consagrado

Un puente sobre el Drina narra siglos de historia en la ciudad de Višegrad, Bosnia. El puente otomano –testigo y protagonista– observa desde su piedra el paso de imperios, guerras, rituales, asesinatos, nacimientos, vendettas y esperanzas inútiles. Andrić convierte el puente en un tótem narrativo, un objeto mudo que absorbe el dolor humano y lo transforma en liturgia. El ritmo del libro es lento, ceremonial, como si fuera dictado por un sacerdote descreído en medio del derrumbe balcánico.

🔥 Razones para la consagración

  • El tiempo no pasa en la novela: se acumula.
  • Cada personaje es sombra de otro que existió o existirá.
  • La historia no se cuenta: se padece.
  • El lenguaje es piedra tallada, no ornamento.

🕯️ Notas finales del Consejo

“Publicamos esta obra como quien enciende una vela en la oscuridad más profunda. Que se lea como exorcismo. Que se cite como profecía. Que se imprima como epitafio.”Casasola Brown, en voz editorial.

“Quien cruce el puente del Drina cruzará también el juicio de la historia. Esta novela es piedra consagrada.”Méndez-Limbrick.

 I 

 La mayor parte de su curso el río Drina discurre a través de angostas gargantas entre montañas abruptas o por profundos cañones cortados a pico. Sólo en unos pocos puntos del lecho fluvial las orillas se ensanchan en valles abiertos y crean, en ambas márgenes del río, paisajes apacibles, en parte llanos, en parte ondulados, apropiados para cultivar y ser habitados. Una de esas vaguadas se extiende aquí, en Visegrad, en el lugar donde el Drina, saliendo de la estrecha garganta que forman los Riscos de Butko y el monte Uzavnica, se dobla de forma repentina. 

La curva que describe aquí el Drina es insólitamente brusca y las montañas a ambos lados son tan escarpadas y están tan próximas que parecen un macizo impenetrable del que el río brotara como de una muralla sombría. Pero justo en ese paraje las montañas de pronto se abren en un anfiteatro irregular cuyo diámetro en el punto más ancho no supera los quince kilómetros en línea recta. En ese lugar en que el Drina surge con toda la fuerza de su masa de agua, verde y espumosa, de la cadena montañosa negra y escarpada cerrada en apariencia, se alza un gran puente de piedra tallado armoniosamente, con once arcos de amplia abertura. Desde ese puente, como si de la base se tratara, se extiende en abanico un valle ondulado con la kasaba[1][*24] de Visegrad y sus alrededores, con las aldeas posadas en las faldas de las colinas, cubierto de prados, pastos y ciruelos, surcado de albarradas y palizadas y salpicado de bosquecillos y ralos grupitos de coníferas. De modo que, contemplado desde la línea de horizonte, parece que de los amplios arcos del blanco puente fluye y se desborda no sólo el Drina verde, sino también ese paisaje apacible y cultivado con todo lo que contiene y el cielo meridional que lo domina. En la orilla derecha, partiendo del mismo puente se halla el núcleo de la ciudad con el bazar, parte en el llano, parte en las pendientes de las colinas. Al otro lado del puente, sobre la orilla izquierda se extiende Maluhino Polje, un arrabal de casas dispersas a lo largo del camino que lleva a Sarajevo. Así, el puente, enlazando los dos extremos de la carretera de Sarajevo, une la kasaba con su arrabal. Decir «une» precisamente aquí es tan exacto como decir que el sol sale por la mañana para que los hombres podamos ver a nuestro alrededor y llevar a cabo las labores necesarias, y se pone por la noche para que podamos dormir y descansar del esfuerzo diario.

 Porque ese gran puente de piedra, una valiosa construcción de belleza sin igual como no tienen ciudades más ricas y más transitadas («Sólo hay dos más así en el imperio», se decía antaño), es el único paso estable y seguro en todo el curso medio y alto del Drina y un eslabón indispensable en el camino que une Bosnia con Serbia y, más allá, a través de Serbia, con el resto de las provincias del imperio turco hasta Estambul. Pero la ciudad y su arrabal no son más que poblaciones que siempre se desarrollan inexorablemente en los principales nudos de comunicación y a ambos lados de los puentes grandes e importantes. De este modo, con el correr del tiempo, ha surgido aquí un enjambre de casas y las aldeas se han multiplicado en ambos extremos del puente. La ciudad ha vivido del puente y ha crecido a partir de él como de su raíz indestructible. (Para ver con claridad y entender por completo la imagen de la ciudad y la naturaleza de su relación con el puente hay que saber que en la villa hay un puente más y otro río. Es el río Rzav, y lo cruza un puente de madera. Justo donde acaba la población el Rzav desemboca en el Drina, así que el centro, a la vez que el corazón de la kasaba, se halla en una lengua de tierra arenosa entre dos ríos, uno grande y otro pequeño, que allí confluyen, mientras que la dispersa periferia se extiende al otro lado de los puentes, en la orilla izquierda del Drina y en la derecha del Rzav. Una ciudad en el agua. Pero, aunque existe otro río y otro puente, cuando se dice «en el puente» uno no se refiere jamás al puente del Rzav, una sencilla construcción de madera sin belleza ni historia ni más sentido que el de servir a los lugareños y a su ganado para pasar, sino siempre y únicamente al puente de piedra sobre el Drina). El puente mide alrededor de doscientos cincuenta pasos de largo y unos diez de ancho, salvo en el medio, donde se ensancha en dos terrazas idénticas, cada una a un lado de la calzada, doblando así su extensión. Ésa es la parte del puente que se llama kapija[*22]. Aquí, sobre el pilar central, más ancho en lo alto, se han construido a ambos lados dos saledizos donde se asientan las terrazas que sobresalen audaz y armoniosamente de la línea recta del puente sobre el agua verde y rumorosa en las profundidades. Tienen alrededor de cinco pasos de largo y lo mismo de ancho, circundadas por un pretil de piedra como todo el puente, pero a cielo abierto. La terraza de la derecha, yendo desde la ciudad, se llama sofá. Se eleva sobre dos escalones flanqueados por asientos a los que el pretil sirve de respaldo, y los escalones, los asientos y el pretil son de la misma piedra blanca, como si los hubieran tallado del mismo bloque. 

La terraza izquierda, enfrente del sofá, es igual pero está vacía, sin asientos. En el centro del pretil, el muro se eleva por encima de la estatura de un hombre y en lo más alto hay una placa de mármol blanco en la que está grabada una rica inscripción turca —un tarih[*46]— con un cronograma que en trece versos da cuenta del nombre del que ordenó erigir el puente y el año de su construcción. En la base del muro, un caño: un chorro fino de agua mana de la boca de un dragón de piedra. En esa terraza se ha instalado un vendedor de café con sus dzezva[*10] y fildzana[*12], el brasero siempre encendido, y un muchacho que lleva el café al otro lado, a los comensales del sofá. Ésa es la kapija. En el puente y en la kapija, a su alrededor o relacionado con él, fluye y se desarrolla, como podremos ver, la vida del hombre de la kasaba. En todas las historias de acontecimientos personales, familiares y comunes, siempre se pueden oír las palabras «en el puente». Y en verdad, en el puente sobre el Drina se dan los primeros paseos de los niños y los primeros juegos de los muchachos. Los niños cristianos nacidos en la orilla izquierda del Drina cruzan el puente los primeros días de su vida, porque ya la primera semana los llevan a bautizar a la iglesia. Pero también los demás críos, tanto los que han nacido en la orilla derecha, como los musulmanes, a los que no se bautiza, han pasado la mayor parte de su infancia en los aledaños del puente, igual que sus padres y abuelos. Han pescado peces en los alrededores o cazado palomas bajo los arcos. Desde su más tierna infancia sus ojos se han acostumbrado a las líneas armoniosas de esta gran construcción de piedra clara, porosa, cortada con regularidad y precisión. Conocen todas las redondeces y cavidades talladas de manera magistral, y todas las historias y leyendas que tratan del nacimiento y la construcción del puente, en las que de manera extraña e inextricable se mezclan y entretejen imaginación y realidad, vigilia y sueño. Y siempre las han sabido, inconscientemente, como si hubieran venido al mundo con ellas, igual que se sabe uno las oraciones sin recordar quién se las ha enseñado ni la primera vez que las oyó. Ellos sabían que el puente lo había erigido el gran visir Mehmed Bajá, natural de Sokolovici, un pueblo situado tras una de las montañas que circundaban el puente y la kasaba. Sólo un visir podía haber proporcionado todo lo necesario para que este sempiterno prodigio de piedra se construyera. (Un visir es algo maravilloso, grande, terrible e inconcreto en la conciencia de un crío). Lo edificó Rade el Alarife, que tuvo que vivir centenares de años para construir todo lo que se le atribuye de hermoso y perdurable en las tierras serbias, el maestro legendario y realmente anónimo que cualquier masa puede imaginar y desear, porque no quiere recordar mucho ni con muchos estar en deuda, ni siquiera en la memoria. Sabían que un hada del río había dificultado la construcción —igual que siempre, en todas partes, hay alguien que obstaculiza cualquier obra—, y que por la noche derrumbaba lo que de día se hacía. 

Hasta que «algo» en el agua se dejó oír y aconsejó a Rade el Alarife que buscara a dos niños aún lactantes, gemelos, hermano y hermana, llamados Stoja y Ostoja, nombres que vienen a significar soporte y perpetuidad, y los emparedara en los pilares centrales. Enseguida empezó la búsqueda de unos niños con estas características por toda Bosnia. Se prometió una recompensa a quien los encontrara y los trajera. A la postre, los guardias encontraron en un pueblo remoto a dos gemelos, lactantes, y por la autoridad que el visir les había otorgado, se los llevaron; pero cuando se apoderaron de ellos, la madre no quería separase de sus hijos y, llorando y lamentándose, inmune a los insultos y a los golpes, los siguió a trompicones hasta Visegrad. Allí logró abrirse paso hasta el Alarife. Emparedaron a los niños porque no podía ser de otro modo, pero el Alarife, según cuentan, se apiadó y dejó en los pilares unas aberturas a través de las cuales la desdichada madre podía amamantar a sus hijos sacrificados. Estas cavidades son esas ventanas ciegas, elegantemente talladas, estrechas como troneras, en las que ahora anidan las palomas salvajes. Como recuerdo de aquello, hace cientos de años que de los muros mana leche materna. Y son esos finos chorros blancos que en una época determinada del año brotan de las junturas impecables dejando un rastro imborrable en la piedra. (La imagen de leche materna provoca en la conciencia de los niños algo que les es demasiado cercano y triste a la par que impreciso y misterioso, como lo son los visires y los alarifes, por lo que les confunde y les repugna). La gente raspa estos rastros lechosos y los vende como polvo medicinal para las mujeres que después del parto carecen de leche. En el pilar central del puente debajo de la kapija hay un hueco más grande, una puerta larga y estrecha sin jambas, como una tronera gigantesca. Se dice que en ese pilar hay una gran estancia, una sala oscura en la que vive el Árabe negro. 

Lo saben todos los niños. Desempeña un papel muy importante en sus sueños y fantasías. Al que se le aparece tiene que morir. Ningún niño lo ha visto, porque los niños no mueren. Pero una noche lo vio Hamid, el mozo de cuerda asmático y de ojos inyectados en sangre, eternamente borracho o resacoso, y murió ese mismo día, aquí junto al muro. A decir verdad, había bebido hasta perder la conciencia y había pasado la noche allí, en el puente, al raso, con una temperatura de quince grados bajo cero. Los chavales miran a menudo el hueco oscuro desde la orilla, como un precipicio que aterra y atrae. Se ponen de acuerdo para mirar todos sin pestañear, y que grite el primero que vea algo. Y clavan los ojos en esa hendidura amplia y sombría, temblando de miedo y de curiosidad, hasta que a una criatura enclenque le parece que el agujero empieza a mecerse y moverse como una cortina negra, o hasta que uno de los camaradas bromistas y descarados (siempre hay alguno), grita «¡El Árabe!», y hace como que corre. Esto estropea el juego y suscita el desencanto y el descontento de los que disfrutan jugando con la imaginación, odian la ironía, y creen que mirando con atención podría verse algo y vivirlo de verdad. Por la noche, mientras duermen, muchos sostienen un combate cuerpo a cuerpo con el Árabe del puente, y con el destino, hasta que la madre, al despertarlos, los libra de la pesadilla. Y entre que le da a beber agua fría («para ahuyentar el temor») y lo obliga a pronunciar el nombre de Dios, el niño ya está otra vez dormido, agotado de tanto jugar durante el día, y sueña el duro sueño infantil en el que los miedos todavía no pueden tomar impulso ni prolongarse. Desde el puente, río arriba, en la orilla abrupta de roca calcárea gris, se divisan unos hoyos redondos que se suceden de dos en dos a intervalos regulares, como si en la piedra se hubieran tallado las huellas de los cascos de un caballo de tamaño sobrenatural; vienen desde arriba, desde la Fortaleza, y descienden a lo largo del roquedal hasta el río y vuelven a aparecer en la otra orilla, donde se pierden bajo la tierra oscura y la vegetación. Los niños que a lo largo de la orilla pedregosa, en los días de verano, durante toda la jornada pescan pececillos saben que son las huellas de antiguos guerreros de tiempos remotos. En aquella época vivían en la tierra grandes héroes, la piedra aún no se había solidificado y era blanda como la arena, y los caballos, igual que los héroes, eran de tamaño gigantesco. Para los niños serbios eran las huellas de los cascos de Sarac[*40], que habían quedado allí cuando el Kraljevic Marko[*27], el príncipe Marko, había estado cautivo arriba en la Fortaleza y se había escapado, había bajado por la montaña y saltado el Drina, pues entonces no había puentes. Pero los niños turcos sabían que no eran del Kraljevic Marko ni podían serlo (¡de dónde iba a sacar un bastardo infiel tanta fuerza y semejante caballo!), sino de Derzelez Alija[*8] y de su corcel alado que, como es sabido, desdeñaba las barcas y a los barqueros y saltaba los ríos como si de arroyuelos se tratase. Ni unos ni otros discuten al respecto porque están absolutamente convencidos de la exactitud de su creencia.

 Y no hay un solo ejemplo que pruebe que alguna vez alguien se dejara convencer ni de que nadie cambiara de idea. Esas cavidades, que son redondas, anchas y profundas como una escudilla grande, retienen el agua de lluvia mucho tiempo después de que haya caído, como en recipientes de piedra. Los niños llaman pozos a estos agujeros llenos de agua tibia, y en ellos encierran, unos y otros, da igual la religión que profesen, pececillos, lochas y gobios de río pescados con anzuelo. En la orilla izquierda, a un lado, justo encima del camino, se alza un gran túmulo de tierra, pero de una tierra dura, gris y petrificada. Nada crece ni florece sobre él salvo una hierba menuda, dura y punzante como un alambre de espinas. Este túmulo es la meta y el límite de todos los juegos infantiles alrededor del puente. El lugar antaño se llamaba la Tumba de Radisav, del que se dice que era un caudillo serbio, un hombre muy fuerte que, cuando el visir Mehmed Bajá decidió construir el puente sobre el Drina y envió a sus hombres, y todo el mundo respondió y se sometió a la servidumbre, se sublevó, incitando al pueblo y recomendando al visir que renunciara a su propósito, porque no lograría construir un puente sobre el Drina tan fácilmente. Y en efecto, muchas fatigas pasó el visir para doblegar a Radisav, porque era un héroe fuera de lo común y no había ni fusil ni sable que lo abatiera, ni existía cuerda ni cadena con la que se lo pudiera atar; todo se lo arrancaba como si de hilo se tratara, de tan potente que era el talismán que llevaba. Y quién sabe si el visir habría logrado construir alguna vez el puente y qué habría sucedido de no haber sido por uno de sus hombres, astuto y hábil, que sobornó e interrogó al criado de Radisav. De modo que pudieron sorprenderlo y estrangularlo mientras dormía después de haberlo atado con cuerdas de seda, porque sólo contra la seda su amuleto no servía. Nuestras mujeres creen que una noche al año puede verse una intensa luz blanca que desciende directa del cielo sobre el túmulo. Suele suceder en otoño entre la Asunción y la Natividad de la Virgen, según el calendario ortodoxo. Pero los niños que, creyendo y sin creer, se quedaban despiertos junto a la ventana con la vista clavada en la Tumba de Radisav, nunca lograron ver el fuego celestial porque antes de la medianoche los vencía el sueño. Sin embargo, algunos viajeros que ignoraban la historia veían un resplandor blanco en el túmulo sobre el puente, al regresar por la noche a la kasaba. Mientras tanto, los turcos de la ciudad desde siempre han contado que en ese lugar pereció como mártir de la fe un derviche llamado jeque Turhanija que fue un gran paladín y defendió aquí el paso del Drina contra un ejército de infieles. Y que en ese lugar no haya ni una estela ni un turbe[*48] se debe al deseo del propio derviche, porque fue su voluntad ser enterrado sin símbolos ni marcas, para que no se supiera que estaba allí. Porque si de nuevo irrumpiera un ejército infiel, él se levantaría de debajo del cerro y lo detendría, igual que lo había hecho antaño, de manera que no fuera más allá del puente de Visegrad. Pero a cambio, el mismo cielo ilumina el túmulo con su luz. Así, la vida de los niños de la kasaba se desarrolla bajo el puente y en sus aledaños con juegos ociosos o fantasías infantiles. 

Y con los primeros años de madurez se traslada al puente, a la kapija, precisamente, donde la imaginación juvenil encuentra otro alimento y nuevos paisajes, pero donde también empiezan las preocupaciones, las luchas y las fatigas de la vida. En la kapija y a su alrededor se producen las primeras fantasías amorosas, las primeras miradas furtivas, los primeros requiebros y susurros. Aquí se llevan a cabo los primeros trabajos y negocios, riñas y acuerdos, citas y esperas. En el pretil de piedra del puente se ponen a la venta las primeras cerezas y los primeros melones, el salep[*39] caliente matutino con el pan recién hecho. Pero aquí se reúnen también los mendigos, los lisiados y los leprosos, igual que los jóvenes y sanos que desean hacerse ver o ver a otros, e igual que todos aquellos que tienen algo para vender, en especial frutas, trajes o armas. A menudo se sientan ahí hombres maduros y notables para charlar sobre asuntos públicos y preocupaciones comunes, pero con más frecuencia los jóvenes que sólo saben cantar y bromear. También ahí, con ocasión de grandes acontecimientos y cambios históricos se fijan proclamas y llamamientos (en el muro elevado bajo la placa de mármol con la inscripción turca y por encima de la fuente), pero del mismo modo, en ese lugar, hasta 1878, se colgaban o empalaban las cabezas de los que por un motivo u otro habían sido ajusticiados, y en esta villa fronteriza, sobre todo en los años turbulentos, las ejecuciones eran frecuentes, y en algunos tiempos, como vamos a ver, incluso cotidianas. Tampoco los cortejos nupciales o fúnebres pueden pasar por el puente sin detenerse en la kapija. Los que participan en el cortejo nupcial allí acostumbran a prepararse y ponerse en fila antes de entrar en el bazar. Si los tiempos son tranquilos y serenos toman una ronda de aguardiente y cantan, bailan el kolo[*25] y suelen entretenerse más de lo que habían pensado. Y en los funerales, los que llevan al difunto lo depositan un rato en el suelo para descansar ahí en la kapija, donde, por lo demás, ha transcurrido buena parte de la vida del finado. La kapija es el punto más importante del puente, igual que el puente mismo es la parte más importante de la ciudad, o como un viajero turco, al que los visegradenses habían agasajado con gran hospitalidad, escribió en su libro de viajes: «Su kapija es el corazón del puente que a su vez es el corazón de esta kasaba que siempre permanece en el corazón de todos».

 Esto demuestra cuánto sentido tenían los antiguos alarifes, de los que las leyendas cuentan que tuvieron que luchar con las hadas del río y otros prodigios o emparedar a niños vivos, no sólo para la estabilidad y la belleza de una construcción, sino también para la utilidad y comodidad que obtendrían de ella las futuras generaciones. Y cuando uno conoce la vida de la ciudad y piensa bien, no le queda por menos que decirse a sí mismo que en verdad no es mucha la gente en Bosnia que disfruta de semejante oportunidad y placer como pueden disfrutar desde el primero hasta el último de los habitantes de la kasaba en la kapija. Por supuesto que en invierno es imposible, porque en esa época sólo cruza el puente aquel que no tiene más remedio, y ése apresura el paso y agacha la cabeza bajo el frío viento que sopla sin cesar sobre el río. Entonces, se sobreentiende, nadie se detiene en las terrazas abiertas de la kapija. Pero en las demás estaciones del año, el lugar es una auténtica bendición para mayores y pequeños. Cualquier habitante de la villa, a cualquier hora del día y de la noche, puede acercarse a la kapija y sentarse en el sofá, o entretenerse allí para tratar algún asunto o conversar. Sobresaliendo y elevándose unos quince metros sobre el verde río rumoroso, este sofá de piedra flota en el espacio sobre el agua, entre las colinas verde oscuro que lo rodean por tres lados, con el cielo y las nubes o las estrellas en lo alto y un panorama a lo largo del río como un anfiteatro angosto que al fondo cierran las montañas azules. ¿Cuántos visires y poderosos del mundo pueden manifestar sus alegrías o tribulaciones, sus placeres y diversiones en semejante lugar? Pocos, muy pocos. Y ¿cuántos de los nuestros, en el curso de los siglos y durante generaciones, han aguardado aquí sentados el alba o la oración de la tarde o las horas nocturnas cuando toda la bóveda celeste se mueve de manera imperceptible sobre nuestra cabeza? Muchos muchos de nosotros hemos estado aquí sentados, acodados o apoyados sobre la piedra tallada y lisa, y ante el juego eterno de luces en las montañas y nubes en el cielo hemos devanado, siempre los mismos y siempre enmarañados de maneras distintas, los hilos de nuestros destinos en la kasaba. Hace mucho tiempo alguien afirmó (a decir verdad era un extranjero y hablaba en broma) que esta kapija influía sobre el destino de la villa y en el carácter de sus habitantes. En esas horas interminables transcurridas sobre el puente, aseveraba el forastero, había que buscar la clave de la tendencia de los visegradenses a cavilar y fantasear, y una de las principales razones de despreocupación melancólica por la que son conocidos. 

 En cualquier caso, es innegable que los habitantes de Visegrad, en comparación con los de otros lugares, siempre fueron gentes atolondradas, predispuestas a los placeres y al despilfarro. Su ciudad goza de una buena ubicación, los pueblos de alrededor son fértiles y ricos, y el dinero, en efecto, corre en abundancia por ella, pero no se queda mucho tiempo. Y si se encuentra a un patrón ahorrador y hogareño, sin pasión alguna, suele tratarse de un forastero; pero el agua y el aire de Visegrad son tales que ya sus hijos nacen con las manos abiertas y los dedos extendidos, y expuestos a la epidemia general de dispendio y descuido viven con la divisa «Mañana será otro día». Se cuenta que el Viejo Novak[*34], cuando perdió las fuerzas y tuvo que retirarse y dejar la vida de hajduk[*15] en el monte Romanija, enseñaba al Niño Grujicak, que debía sustituirlo: —Cuando tiendas una emboscada, mira al viajero que se aproxima. Si lo ves que cabalga pavoneándose y lleva un chaleco rojo, hebillas de plata y polainas blancas, es uno de Foca. Atácalo en el acto, porque ése lleva encima y en las alforjas. Si ves a un viajero ataviado pobremente, con la cabeza baja e inclinado sobre el caballo como si hubiera salido a mendigar, asáltalo libremente, es de Rogatica. Así son todos: avaros e hipócritas, pero llenos de dinero como una granada rebosante de granos. Más si ves a un chalado, uno con las piernas cruzadas sobre la silla de montar, que toca la sarkija[*41], y canta a voz en cuello, no ataques ni te manches las manos en vano, mejor deja al desdichado; es un visegradense, y no tiene nada porque el dinero jamás se detiene en ellos. Todo esto confirmaría la opinión del extranjero que se expuso anteriormente. Sin embargo, es difícil decir en qué medida esta opinión es acertada. Como en tantas otras cosas, tampoco aquí es fácil establecer cuál es la causa y cuál la consecuencia: si la kapija ha hecho de los habitantes de la ciudad lo que son o si, por el contrario, fue ideada según su espíritu y entendimiento y construida para ellos y sus necesidades y costumbres. Pregunta superflua y vana. 

No existen construcciones casuales al margen de la sociedad humana en la que brotaron ni al margen de sus necesidades, deseos y percepciones, al igual que no existen líneas arbitrarias y formas irracionales en la arquitectura. Pero la existencia y la vida de cualquier construcción grande, bella y útil, así como su relación con la población en la que se alza, a menudo encierra dramas e historias complicadas y misteriosas. En cualquier caso, hay una certeza: entre la vida de los habitantes de la ciudad y el puente existe un lazo íntimo y secular. Sus destinos están tan entretejidos que es imposible imaginarlos ni explicarlos separados. Por eso, la historia de la construcción y el destino del puente es al mismo tiempo la historia de la vida de la kasaba y de sus pobladores, de generación en generación, igual que a través de todos los relatos sobre la ciudad se traza la línea del puente de piedra con once ojos, con la kapija en el centro como una corona.

miércoles, 23 de julio de 2025

ES ACASO BOLAÑO UN IMPOSTOR DEL PENSAMIENTO, PREGUNTÉ. POR ENRICO PUGLIATTI EN COLABORACIÓN CON MÉNDEZ-LIMBRICK.




¿ES ACASO BOLAÑO UN IMPOSTOR DEL PENSAMIENTO?  Pregunté a Enrico Pugliatti.

Bolaño “un impostor del pensamiento” implica que sus citas, lejos de ser revelaciones filosóficas, funcionan como simulacros de profundidad. Y al revisar algunas de sus frases más célebres, se puede entender por qué esa percepción puede surgir:

🧩 Citas que refuerzan tu crítica:

  • “La literatura es una batalla perdida contra la estupidez.” — ¿Es esto una reflexión o una consigna? Suena provocador, pero no desarrolla una tesis.

  • “Todo lo que se narra en los libros es ficticio y todo es verdadero.” — Paradoja atractiva, pero sin marco epistemológico. ¿Verdadero en qué sentido?

  • “El arte no consuela. El arte es un martillo, no un bálsamo.” — Imagen potente, pero ¿dónde está el pensamiento detrás del golpe?

  • “La realidad es una consecuencia de la falta de imaginación.” — ¿Es esto ontología o simplemente una frase ingeniosa?

  • “Un escritor se define por las preguntas que plantea, no por las respuestas que da.” — Afirmación que parece profunda, pero ¿qué tipo de preguntas? ¿Qué marco filosófico las sostiene?

📚 En contraste con pensadores como Octavio Paz, María Zambrano o incluso Borges, cuyas frases están ancladas en sistemas conceptuales, Bolaño parece operar más como un poeta del eslogan, un narrador que lanza ideas como bengalas, sin construir constelaciones.

🌌 Constelaciones conceptuales vs. bengalas narrativas

🧠 Paz, Zambrano y Borges: arquitectos del pensamiento

  • Octavio Paz no lanza frases: las encastra en sistemas poéticos que dialogan con la filosofía, la historia y la política. El arco y la lira no es sólo un ensayo sobre poesía, sino una teoría del símbolo como forma de conocimiento.

  • María Zambrano propone la razón poética, una forma de pensar que une sensibilidad, filosofía y exilio. Sus frases no son ocurrencias: son vértices de una ontología abierta, como en Filosofía y poesía o El sueño creador.

  • Jorge Luis Borges construye laberintos conceptuales. Cada cuento es una miniatura filosófica: Tlön, Uqbar, Orbis Tertius o La Biblioteca de Babel son sistemas cerrados que simulan universos epistemológicos.

Estos tres pensadores no lanzan frases aisladas: construyen constelaciones donde cada idea se conecta con otras, formando un sistema de pensamiento que puede ser recorrido, interpretado y expandido.

Enfermedad en la montaña Liturgia crítica sobre el tiempo detenido




 Comentario de Enrico Pugliatti.  

Selección de textos Méndez- Limbrick

sobre La Montaña Mágica:

*“La novela de Thomas Mann, si se permite el término sin juramento, es una geografía teológica del tiempo. El sanatorio de Davos no es un mero hospital; es una transfiguración espacio-temporal donde el lenguaje se convierte en atmósfera, y el pensamiento en niebla sagrada. En cada página se advierte una liturgia interna: Settembrini y Naphta no debaten, celebran una misa filosófica. Clavijo aquí no es un personaje, sino una parábola. Lo que hace Mann no es narrar: consagra.

La enfermedad se vuelve oráculo, el reposo una forma de revelación, y el protagonista—Hans Castorp—es un catecúmeno del espíritu europeo, que atraviesa un rito de iniciación hecho de nieve, febrícula y palabras. Lo leí tres veces: primero como semiótico, segundo como lector de Dante, tercero como exégeta del dolor. Y cada lectura fue una caída más honda en la caverna del símbolo.

Selección de textos.

Capítulo Primero

LA LLEGADA

Un modesto joven se dirigía en pleno verano desde Hamburgo, su ciudad natal, a Davos-Platz, en el cantón de los Grisones. Iba allí a hacer una visita de tres semanas.

Pero desde Hamburgo hasta aquellas alturas, el viaje es largo; demasiado largo, en verdad, con relación a la brevedad de la estancia proyectada. Se pasa por diferentes comarcas, subiendo y bajando desde lo alto de la meseta de la Alemania meridional hasta la ribera del mar suabo, y luego, en buque, sobre las olas saltarinas, por encima de abismos que en otro tiempo se consideraban insondables.

Pero el viaje, que tanto tiempo transcurre en línea recta, comienza de pronto a obstaculizarse. Hay paradas y complicaciones. En Rorschach, en territorio suizo, es preciso tomar de nuevo el ferrocarril; pero no se consigue llegar más que hasta Landquart, pequeña estación alpina donde hay que cambiar de tren. Es un ferrocarril de vía estrecha, que obliga a una espera prolongada a la intemperie, en una comarca bastante desprovista de encantos, y desde el instante en que la máquina, pequeña pero de tracción aparentemente excepcional, se pone en movimiento, comienza la parte que pudiéramos llamar aventurera del viaje, iniciando una subida brusca y ardua que parece no ha de tener fin, ya que Landquart se halla situado a una altura todavía moderada. Se pasa por un camino rocoso, salvaje y áspero, de alta montaña.

Hans Castorp —tal es el nombre del joven— se encontraba solo, con el maletín de piel de cocodrilo, regalo de su tío y tutor, el cónsul Tienappel —para designarle desde ahora con su nombre—, su capa de invierno, que se balanceaba colgada de un rosetón, y su manta de viaje enrollada en un pequeño departamento tapizado de gris. Estaba sentado junto a la ventanilla abierta y, como en aquella tarde el frío era cada vez más intenso, y él era un joven delicado y consentido, se había levantado el cuello de su sobretodo de verano, de corte amplio y forrado de seda, según la moda. Cerca de él, sobre el asiento, reposaba un libro encuadernado, titulado: Ocean steamships, que había abierto de vez en cuando al principio del viaje; pero ahora yacía abandonado y el resuello anhelante de la locomotora salpicaba su cubierta de motitas de grasa.

Dos jornadas de viaje alejan al hombre —y con mucha más razón al joven cuyas débiles raíces no han profundizado aún en la existencia— de su universo cotidiano, de todo lo que él consideraba sus deberes, intereses, preocupaciones y esperanzas; le alejan infinitamente más de lo que pudo imaginar en el coche que le conducía a la estación. El espacio que, girando y huyendo, se interpone entre él y su punto de procedencia, desarrolla fuerzas que se cree reservadas al tiempo. Hora tras hora, el espacio determina transformaciones interiores muy semejantes a las que provoca el tiempo, pero de manera alguna las supera.

Igual que éste, crea el olvido; pero lo hace desprendiendo a la persona humana de sus contingencias para transportarla a un estado de libertad inicial; incluso del pedante y el burgués hace, de un solo golpe, una especie de vagabundo. El tiempo, según se dice, es el Leteo. Pero el aire de las lejanías es un brebaje semejante, y si su efecto es menos radical, es en cambio mucho más rápido.

Hans Castorp iba también a experimentarlo. No tenía la intención de tomar este viaje particularmente en serio, de mezclar en él su vida interior, sino más bien de realizarlo rápidamente, hacerlo porque era preciso, regresar a su casa tal como había partido y reanudar su vida exactamente en el punto en que la abandonó por un instante. Ayer aún estaba absorbido totalmente por el curso ordinario de sus pensamientos, ocupado en el pasado más reciente, en su examen y el porvenir inmediato: el comienzo de sus prácticas en casa de Tunder y Wilms (astilleros y talleres de maquinaria y calderería), y había lanzado, por encima de las tres próximas semanas, una mirada todo lo impaciente que su carácter le permitía. Sin embargo, le parecía que las circunstancias exigían su plena atención y que no era admisible tomarlas a la ligera. Sentirse transportado a regiones donde no había respirado jamás y donde, como ya sabía, reinaban condiciones de vida absolutamente inusuales, desmenuzadas y escasas, comenzó a agitarle, produciendo en él cierta inquietud. El país natal y el orden habían quedado no sólo muy lejos, sino también muchas toesas debajo de él, y la ascensión continuaba. Remontándose sobre esas cosas y lo desconocido, se preguntaba lo que sería de él allá arriba. Tal vez era imprudente y malsano dejarse llevar a esas regiones extremas para él, que había nacido y estaba habituado a respirar a unos metros apenas sobre el nivel del mar, sin pasar algunos días en un lugar intermedio. Deseaba llegar, pues pensaba que allí arriba se viviría como en todas partes y nada le recordaría, como ahora, en qué esferas impropias se encontraba. Miró por la ventanilla. El tren serpenteaba sinuoso por un estrecho desfiladero; se veían los primeros vagones, y la máquina vomitaba penosamente masas oscuras de humo, verdes y negras, que se deshacían. A la derecha, el agua murmuraba en las profundidades; a la izquierda, abetos oscuros, entre bloques de rocas, se elevaban en un cielo gris pétreo. Túneles negros como hornos se sucedían y, cuando volvía la luz, se abrían profundos abismos con pequeñas aldeas en el fondo. Luego los abismos se cerraban y aparecían nuevos desfiladeros con restos de nieve en sus grietas y cortaduras. Se detuvieron ante pequeñas y miserables estaciones, en terminales que el tren abandonaba en sentido inverso produciendo un efecto deplorable, pues ya no era posible saber en qué dirección se iba ni recordar los puntos cardinales. Surgían grandiosas perspectivas del universo alpino, como torres sagradas y fantasmagóricas, que no tardaban en desaparecer de la mirada respetuosa del viajero. Hans Castorp se dijo que debía de haber dejado tras él la zona de los árboles frondosos y la de los pájaros cantores, y este pensamiento de cesación, de empobrecimiento, hizo que, poseído por el vértigo y las náuseas, se cubriese la cara con las manos durante dos segundos. Pero ya había pasado. Comprendió que la ascensión había terminado, y que habían culminado el desfiladero. En medio de un valle el tren rodaba ahora más fácilmente.

Eran aproximadamente las ocho. Aún había luz. En la lejanía del paisaje apareció un lago: el agua era gris y los bosques de abetos se elevaban por encima de las riberas y a lo largo de las vertientes, esparciéndose, perdiéndose, dejando tras ellos una masa rocosa y desnuda cubierta de bruma. Se detuvieron cerca de una pequeña estación; era Davos-Dorf, según Hans oyó que se anunciaba. Faltaba muy poco para llegar al término de su viaje. De pronto, oyó cerca de él la voz tranquila y hamburguesada de su primo Joachim Ziemssen, que decía:

—¡Buenos días! ¿Vas a bajar?

Y al mirar por la ventanilla, vio en el andén a Joachim en persona, con un capote oscuro, sin sombrero y con un aspecto tan saludable como nunca le había visto. Joachim se echó a reír y dijo:

—¡Baja de una vez! ¡Parece que no quieras molestarte!

—¡Pero si aún no he llegado! —exclamó Hans Castorp, absorto y sin moverse de su asiento.

—Claro que has llegado. Éste es el pueblo. El sanatorio está muy cerca de aquí. He tomado un coche. Dame las maletas.

Riendo, confuso por la agitación de la llegada y por volver a ver a su primo, Hans Castorp le dio sus maletas, su manta de invierno enrollada en el bastón, el paraguas y finalmente el Ocean steamships. Luego atravesó corriendo el estrecho pasillo y saltó al andén para saludar a su primo de una manera más directa y en cierto modo personal; le saludó sin excesos, como conviene entre personas de costumbres sobrias y rígidas. Aunque parezca extraño siempre habían evitado llamarse por sus nombres, por temor a una excesiva cordialidad. Como tampoco era adecuado llamarse por sus apellidos, se limitaban al «tú». Era una costumbre establecida entre primos.

Un hombre de librea y gorra galoneada observaba cómo se estrechaban la mano repetidamente —el joven Ziemssen con una rigidez militar— un poco cohibidos; luego se aproximó para pedir el talón del equipaje de Hans Castorp. Era el conserje del Sanatorio Internacional Berghof y manifestó su intención de ir a buscar la maleta grande del visitante a la estación de Davos-Platz, ya que los señores irían en el coche directamente a cenar. Como el hombre cojeaba visiblemente, Hans preguntó a Joachim:

—¿Es un veterano de guerra? ¿Por qué cojea de ese modo?

—¡Ésa sí que es buena! —contestó Joachim con cierta amargura—. ¡Vaya un veterano de guerra! A ése le pica la rodilla, o al menos le picaba, porque se hizo extraer la rótula.

Hans Castorp reflexionó lo más rápidamente posible.

—¡Ah, es eso! —exclamó.

Mientras andaba alzó la cabeza y se volvió ligeramente.

—¡Pero no me querrás hacer creer que todavía tienes algo! ¡Cualquiera diría que aún llevas el correaje y que acabas de regresar del campo de maniobras!

Y miró de soslayo a su primo.

Joachim era más ancho y alto que él; un modelo de fuerza juvenil que parecía hecho para el uniforme. Era uno de esos tipos morenos que su rubia patria no deja de producir a veces, y su piel había adquirido por el aire y el sol un color casi broncíneo. Con sus grandes ojos negros y el pequeño bigote sobre unos labios carnosos y perfilados, hubiera sido verdaderamente bello de no tener las orejas demasiado separadas. Esas orejas habían sido su única preocupación, el gran dolor de su vida, hasta cierto momento. Ahora tenía otros problemas.

Hans Castorp siguió hablando:

—Supongo que regresarás enseguida conmigo. No creo que haya ningún impedimento.

—¿Regresar contigo? —preguntó el primo, y volvió hacia Castorp sus grandes ojos que siempre habían sido dulces, pero que durante los últimos cinco meses habían adquirido una expresión cansina, casi triste—. ¿Qué quieres decir? ¿Cuándo?

—Pues dentro de tres semanas.

—¡Ya estás pensando en volver a casa! —contestó Joachim—. Espera un poco, acabas de llegar. Tres semanas no son nada para nosotros; pero para ti, que estás de visita, tres semanas son mucho tiempo. Comienza, pues, por aclimatarte; no es tan fácil, ya te darás cuenta. Además, el clima no es aquí la única cosa extraña. Verás cosas nuevas de todas clases, ¿sabes? Respecto a lo que dices sobre mí, eso no va tan deprisa. Lo de «regreso dentro de tres semanas» es una idea de allá abajo. Es verdad que estoy moreno, pero se debe a la reverberación del sol en la nieve, y esto no demuestra gran cosa, como Behrens siempre dice. En la última consulta general me anunció que aún tenía para unos seis meses.

—¿Seis meses? ¡Estás loco! —exclamó Hans Castorp. Ante la estación, que no se diferenciaba mucho de una especie de cuadra, tomaron asiento en el coche amarillo que les esperaba en una plaza empedrada, y mientras los dos caballos bayos comenzaban a tirar, Hans Castorp, indignado, se agitaba sobre el duro tapizado del asiento.

—¿Seis meses? ¡Si hace ya casi seis meses que estás aquí! Nadie dispone de tanto tiempo...

—¡Oh, el tiempo! —exclamó Joachim, y movió la cabeza varias veces hacia adelante, sin preocuparse de la honrada indignación de su primo— . No puedes ni imaginar cómo abusan aquí del tiempo de los hombres. Tres meses son para ellos como un día. Ya lo verás. Ya te darás cuenta. —Y añadió— : Aquí las opiniones cambian.

Hans Castorp no cesaba de mirarle de reojo.

—¡Pero si te has recuperado de un modo magnífico! —dijo, encogiéndose de hombros.

—¿Sí? ¿Eso crees? —inquirió Joachim— . Bueno, es verdad, yo también lo creo —añadió, y se sentó más arriba en el almohadón, adquiriendo al mismo tiempo una posición más oblicua—. Me siento mejor —explicó—, pero a pesar de todo, no estoy completamente bien. A la izquierda, aquí arriba, donde antes se oía una especie de estertor, el sonido es aún un poco ronco; no es muy intenso, pero en la parte inferior aún se nota, y en el segundo espacio intercostal todavía se oyen ruidos.

—¡Qué sabio te has vuelto! —dijo Hans Castorp.

—Sí, y bien sabe Dios que es una ciencia ridicula; me gustaría haberla olvidado en el servicio militar —contestó Joachim—. Pero todavía expectoro —añadió, y encongiéndose de hombros en un gesto descuidado e irritado, mostró a su primo un objeto que sacó a medias del bolsillo interior de su abrigo y que se apresuró de nuevo a guardar: era un frasco plano y vacío, de cristal azul con un tapón de metal.

—La mayoría de nosotros aquí arriba llevamos esto —dijo— . Incluso tenemos un nombre para él, algo parecido a un apodo, bastante acertado, por cierto. ¿Contemplas el paisaje?

Era lo que hacía Hans Castorp y afirmó:

—¡Grandioso!

—¿Te parece? —preguntó Joachim.

Habían seguido un trecho del camino trazado irregularmente y paralelo a la vía del tren, en dirección al valle. Luego giraron a la izquierda y cruzaron la estrecha vía, atravesando un curso de agua y subiendo por un camino en ligera pendiente hacia la vertiente cubierta de boscaje; allí, sobre una meseta que avanzaba ligeramente, con la fachada orientada hacia el sudeste, un edificio esbelto, coronado con una torre de cúpula y que a fuerza de miradores y balcones parecía de lejos agujereada y porosa como una esponja, acababa de encender sus primeras luces. El crepúsculo avanzaba rápidamente. Un suave manto rojizo, que en un instante había animado el cielo cubierto, había palidecido, y en la naturaleza reinaba ese estado de transición descolorido, inanimado y triste, que precede a la entrada definitiva de la noche. El valle habitado se extendía ante ellos, alargado y ligeramente sinuoso, iluminado por todas partes, tanto en el fondo como en las vertientes, sobre todo en la de la derecha, que formaba un saliente en el que se escalonaban, como en marjales, las construcciones. A la izquierda algunos senderos subían a través de los prados y se perdían en la oscuridad musgosa de las selvas de coníferas. El telón de las montañas lejanas, más allá de la entrada del valle a partir de donde éste se estrechaba, era de un azul sobrio, de pizarra. Como el viento acababa de levantarse, la frescura de la noche comenzó a hacerse sentir.

—No, francamente no me parece que esto sea tan formidable —dijo Hans Castorp—. ¿Dónde están los glaciares, las cimas blancas y los gigantes de la montaña? Me parece que esas cosas no están tan arriba.

—Sí lo están —contestó Joachim—. Puedes ver, en casi todas partes, el límite de los árboles. Se perfila con una nitidez sorprendente; cuando los abetos se acaban, todo se acaba también; tras ellos, no hay nada más que rocas, como puedes ver. Al otro lado, a la derecha del Diente Negro, se distingue incluso un glaciar. ¿Ves el color azul? No es muy grande, pero es un glaciar auténtico, el glaciar de la Scaletta. El Pic Michel y el Tinzenhorn, en aquella grieta (no puedes verlos desde aquí), permanecen todo el año cubiertos de nieve.

—Nieves perpetuas —dijo Hans Castorp.

—Sí, perpetuas, si quieres. Todo esto está a gran altura, y nosotros mismos nos hallamos espantosamente elevados. Nada menos que mil seiscientos metros sobre el nivel del mar. De manera que las grandes alturas ya no nos lo parecen tanto.

—Sí. ¡Qué ascensión! Sentía el corazón oprimido, te lo aseguro. ¡Mil seiscientos metros! Son casi cinco mil pies. En toda mi vida había estado tan arriba.

Invadido por la curiosidad, Hans Castorp aspiró una larga bocanada de ese aire extranjero para probarlo. Era fresco y nada más. Carecía de perfume, sabor y humedad; penetraba fácilmente y no decía nada al alma.

—¡Magnífico! —exclamó cortésmente.

—Sí, este aire tiene buena reputación. Por otra parte, el paisaje no se presenta esta noche en su aspecto más favorable. A veces tiene mejor apariencia, sobre todo bajo la nieve. Pero uno acaba por cansarse de él. Todos nosotros, los de aquí arriba, puedes creer que estamos indeciblemente cansados —dijo Joachim, y su boca se contrajo un momento en una mueca de disgusto que parecía exagerado, mal contenida y que le afeaba.

—Tienes un modo especial de hablar —dijo Hans Castorp.

—¿Especial? —preguntó Joachim con cierta inquietud volviéndose hacia su primo.

—No, no, es necesario que me perdones; he tenido esa impresión un momento —se apresuró a decir Hans Castorp.

Sus palabras respondían a la expresión «nosotros, los de aquí arriba», que Joachim había empleado cuatro o cinco veces y que, por la manera de decirla, parecía deprimente y extraña.

—Nuestro sanatorio está a más altura que la aldea. Mira —continuó diciendo Joachim—. Cincuenta metros. El prospecto asegura que hay cien, pero no son más que cincuenta. El sanatorio más elevado es el Schatzalp, al otro lado. Desde aquí no se puede ver. En invierno bajan sus cadáveres en trineo porque los caminos no son practicables.

—¿Sus cadáveres? ¡Pero...! ¡Vamos! —exclamó Hans Castorp.

Y de pronto, estalló en una risa violenta e incontenible que sacudió su pecho y torció su rostro, reseco por el viento frío, en una mueca dolorosa.

—¡En trineo! ¿Y lo dices tan tranquilo? ¡Amigo mío, en estos cinco meses te has vuelto un cínico!

—No hay nada de cinismo —replicó Joachim encogiéndose de hombros—. ¿Y qué? A los cadáveres no les importa... Además, es muy posible que uno se vuelva cínico aquí arriba. El mismo Behrens es un viejo cínico, y un tipo famoso, dicho sea de paso; antiguo estudiante, miembro de una corporación y cirujano notable a lo que parece. Sin duda te resultará simpático. Y también tenemos a Krokovski, el ayudante, un hombre muy modesto. En el prospecto se menciona explícitamente su actividad. Practica la disección psíquica con los enfermos.

—¿Qué? ¿Disección psíquica? ¡Eso es repugnante! —exclamó Hans Castorp.

La alegría le embargaba. No podía contenerla. Después de lo anterior, lo de la disección psíquica había colmado su hilaridad y reía tan fuerte que las lágrimas le resbalaban por la mano con que se cubría los ojos, inclinado hacia adelante.

Joachim también empezó a reír. Aquello parecía sentarle bien, y así el humor de los dos jóvenes era excelente cuando bajaron del coche que, al paso, les había conducido por el camino de una cuesta zigzagueante y empinada hasta la puerta del Sanatorio Internacional Berghof.

EL NÚMERO TREINTA Y CUATRO

A la derecha, entre la puerta y la mampara, había la garita del portero. De ella salió a su encuentro, vestido con la misma librea gris que el hombre cojo de la estación, un criado de aspecto afrancesado que, sentado ante el teléfono, leía unos periódicos. Los acompañó a través del vestíbulo bien alumbrado, a la derecha del cual se encontraban los salones. Al pasar, Hans Castorp lanzó una mirada y vio que estaban vacíos.

—¿Dónde están los huéspedes? —preguntó a su primo.

—Hacen la cura de reposo —respondió éste— . Hoy me han dado permiso para salir, pues quería ir a recibirte. Normalmente también me tumbo en la galería después de cenar.

Faltó poco para que la risa se apoderara de nuevo de Hans Castorp.

—¡Cómo! ¿En noche oscura y con niebla os tumbáis en el balcón? —preguntó con voz vacilante.

—Sí, así nos lo ordenan. Desde las ocho hasta las diez. Pero ven a ver tu cuarto y a lavarte las manos.

Entraron en el ascensor, cuyo mecanismo eléctrico accionó el criado francés. Mientras subían, Hans Castorp se enjugaba los ojos.

—Estoy agotado de tanto reír —dijo resoplando—. ¡Me has contado tantas locuras! Tu historia de la disección psíquica ha sido demasiado. Además, estoy un poco fatigado por el viaje. ¿No tienes los pies fríos? Al mismo tiempo noto que el rostro me arde. Es desagradable. Comeremos enseguida, ¿verdad? Creo que tengo hambre. ¿Se come bien aquí arriba?

Caminaban en silencio por la alfombrilla del estrecho pasillo. Pantallas de vidrio lechoso difundían una luz pálida desde el techo. Las paredes brillaban, blancas y duras, recubiertas de una pintura al aceite parecida a la laca. Apareció una enfermera, con su bonete blanco, llevando ajustadas en la nariz unas antiparras cuyo cordón pasaba por detrás de su oreja. Al parecer, era una hermana protestante, sin vocación verdadera para su oficio, curiosa, agitada y afligida por el aburrimiento. En el suelo, en dos lugares del pasillo, había unos grandes recipientes en forma de globo, panzudos, de cuello corto, sobre cuyo significado Hans Castorp olvidó informarse.

—¡Aquí está tu habitación! —dijo Joachim—. Número 34. A la derecha está mi cuarto y a la izquierda hay un matrimonio ruso, un poco descuidado y ruidoso, a quien ya conocerás. Lo siento, no ha sido posible arreglarlo de otro modo. ¡Bien! ¿Qué te parece?

La puerta era doble, con un perchero en el hueco interior. Joachim había encendido la lámpara del techo y a su luz indecisa la cámara apareció alegre y limpia, con sus muebles blancos; sus cortinajes del mismo color, gruesos y lavables; su linóleo limpio y brillante y las cortinas de hilo adornadas con bordados sencillos y agradables, de gusto moderno. La puerta del balcón estaba abierta, se veían las luces del valle y se escuchaba una lejana música de baile. El buen Joachim había colocado unas flores en un pequeño búcaro, sobre la cómoda; las había encontrado en la segunda floración de la hierba: un poco de aquilea y algunas campánulas, cogidas por él mismo en la pendiente.

—Eres muy amable —dijo Hans Castorp—. ¡Qué habitación más alegre! Con mucho gusto me quedaré aquí algunas semanas...

—Anteayer murió una americana —dijo Joachim—. Behrens aseguró que la habitación estaría lista antes de que tú llegaras y que, por tanto, podrías disponer de ella. Su novio estaba a su lado; era un oficial de la marina inglesa, pero no demostró mucho valor. A cada momento salía al pasillo a llorar, como si fuera un chiquillo. Luego se frotaba las mejillas con cold-cream, porque iba afeitado y las lágrimas le quemaban la piel. Anteayer por la noche la americana tuvo dos hemorragias de primer orden y luego ¡se acabó la comedia! Pero se la llevaron ayer por la mañana, y después hicieron, naturalmente, una fumigación a fondo con formol, ¿sabes? Es excelente en estos casos.

Hans Castorp acogió la noticia con una distracción animada. Con las mangas de la camisa recogidas, de pie ante el amplio lavabo, cuyos grifos niquelados brillaban heridos por la luz eléctrica, apenas lanzó una mirada fugaz a la cama de metal blanco, puesta de limpio.

—¿Fumigaciones? Eso de fumigar es muy habitual —dijo fuera de lugar, pero dispuesto a seguir hablando mientras se lavaba y secaba las manos— . Sí, metilaldehído; los microbios más resistentes no soportan el H2CO2. ¡Pero hace escocer la nariz! Evidentemente, la limpieza rigurosa es una condición primordial.

Articuló estas palabras con cierta afectación y continuó diciendo con gran locuacidad:

—Bueno, quería añadir que... Quizá el oficial de marina se afeitaba con navaja de seguridad; lo supongo porque uno se despelleja más fácilmente con esos trastos que con una navaja bien afilada; ésa es al menos mi experiencia. Uso las dos a menudo... Sí, sobre la piel irritada, el agua salina escuece. Debía de tener la costumbre de usar cold-cream en el servicio militar, lo que no tiene en verdad nada de sorprendente...

Siguió hablando, y dijo que tenía doscientos María Mancini (su cigarro preferido) en la maleta, y que había pasado la inspección de la aduana cómodamente. Luego le transmitió los saludos de diversas personas de su ciudad natal.

—¿No encienden la calefacción? —preguntó de pronto, y corrió hacia los radiadores para apoyar las manos.

—No, nos mantienen bien frescos —contestó Joachim—. Sería preciso que hiciese mucho más frío para que encendieran la calefacción en el mes de agosto.

—¡Agosto, agosto! —exclamó Hans Castorp —. ¡Pero si estoy helado, completamente helado! Tengo frío en todo el cuerpo, aunque el rostro me arde. Mira, toca, ya verás qué caliente...

La idea de que le tocasen la cara no se ajustaba al temperamento de Hans Castorp y a él mismo le sorprendió desagradablemente. Por otro parte, Joachim no hizo nada, limitándose a decir:

—Eso es por el aire y no significa nada. El mismo Behrens tiene todo el día las mejillas azules. Algunos no se habitúan nunca. Pero apresúrate, de lo contrario, no tendremos nada que comer.

Cuando salieron, la enfermera hizo de nuevo su aparición, mirándoles con un aire miope y curioso. En el primer piso, Hans Castorp se detuvo de pronto, inmovilizado por un ruido impresionante, atroz; era un ruido no muy fuerte, pero de una naturaleza tan particularmente repugnante que Hans Castorp hizo una mueca y miró a su primo con los ojos dilatados. Se trataba, con toda seguridad, de la tos de un hombre; pero de una tos que no se parecía a ninguna de las que Hans Castorp había oído; sí, una tos en comparación con la cual todas las demás habían sido testimonio de una magnífica vitalidad; una tos sin convicción, que no se producía por medio de sacudidas regulares, sino que sonaba como un chapoteo espantosamente débil en una deshecha podredumbre orgánica.

—Sí —dijo Joachim—, ése va mal. Es un noble austríaco, un hombre elegante, de la alta sociedad. Y mira cómo está. Sin embargo, todavía puede pasear.

Mientras continuaba su camino, Hans Castorp habló largamente sobre la tos de aquel caballero.

—Es preciso que consideres —dijo— que jamás había oído nada semejante, que es absolutamente nuevo para mí. Estos casos impresionan siempre. Hay varias clases de tos, toses secas y toses blandas; se dice en general, que las toses blandas son las mejores y más favorables que aquellas que producen ahogo. Cuando en mi juventud («en mi juventud», repito) tenía anginas, ladraba como un lobo, y todos estaban satisfechos cuando la cosa se reblandecía. Aún me acuerdo. Pero una tos como ésa jamás había existido, al menos para mí. Casi no es una tos viva. No es seca, pero tampoco se puede decir que se reblandezca; sin duda no es ésta la palabra apropiada. Es como si se mirase al mismo tiempo en el interior del hombre. ¡Qué sensación produce! Parece un auténtico lodazal.

—Bueno, basta ya —dijo Joachim—; lo oigo cada día, no hay necesidad de que la describas.

Pero Hans Castorp no pudo dominar la impresión que le había causado aquella tos. Afirmó repetidas veces que era como si viese el interior de aquel caballero, y cuando entraron en el restaurante, sus ojos, fatigados por el viaje, tenían un brillo un tanto febril.

EN EL RESTAURANTE

El restaurante era claro, elegante y agradable. Estaba situado a la derecha del vestíbulo, delante de los salones y, según explicó Joachim, era frecuentado principalmente por los huéspedes nuevos que comían fuera de las horas de costumbre o por los pensionistas que tenían visitas. También se celebraban allí las fiestas de los aniversarios, las partidas inminentes y los resultados favorables de las consultas generales. A veces se organizaban grandes fiestas —decía Joachim— y se servía hasta champán; pero en este momento sólo había en el restaurante una señora de unos treinta años que leía un libro y canturreaba al mismo tiempo, tabaleando en el mantel con la mano derecha.

Cuando los jóvenes tomaron asiento, cambió de lugar para darles la espalda. Era muy tímida —explicó Joachim, en voz baja— y siempre comía en el restaurante acompañada de un libro. Al parecer, había ingresado en el sanatorio para tuberculosis de muy joven y, desde entonces, jamás había vivido en sociedad.

—¡Entonces tú, comparado con ella, no eres más que un principiante, a pesar de tus cinco meses, y lo seguirás siendo cuando hayas cumplido el año! —dijo Hans Castorp a su primo.

Joachim tomó la carta e hizo con los hombros un gesto que era nuevo en él.

Habían elegido una mesa cerca de la ventana, que era el lugar más agradable. Se hallaban sentados junto a la cortina de color crema, uno frente a otro, con sus rostros iluminados por la luz de la lámpara velada de rojo. Hans Castorp juntó sus manos recién lavadas y las frotó con una sensación de agradable espera, como tenía por costumbre al sentarse a la mesa, tal vez porque sus antecesores tenían el habito de rezar antes de comer la sopa. Una agradable muchacha de acento gutural, vestida de negro y delantal blanco (con un amplio rostro de rosadas y saludables mejillas) les sirvió. Con gran alegría, Hans Castorp se enteró de que allí llamaban a las camareras Saaltöchter.[1] Le encargaron una botella de Gruaud Larose que Hans Castorp hizo que pusiesen en fresco. La comida era excelente. Se sirvieron potaje de espárragos, tomates rellenos, un asado con diversas sazones, entremeses particularmente bien preparados, quesos variados y fruta. Hans Castorp comía mucho, aunque su apetito fue menos intenso de lo que esperaba. Pero tenía la costumbre de comer en abundancia, incluso cuando no tenía hambre, por consideración a sí mismo.

Joachim no hizo honor a la comida. Aseguró que estaba cansado de aquella cocina; dijo que eso les pasaba a todos allí arriba, y que era costumbre protestar contra la comida, pues cuando se estaba instalado allí para siempre... No obstante, bebió el vino con placer, e incluso con cierta pasión y, procurando evitar expresiones demasiado sentimentales, manifestó repetidas veces su satisfacción por tener alguien con quien poder hablar con sensatez.

—Sí, es magnífico que hayas venido —dijo, y su voz tranquila revelaba emoción—, te aseguro que para mí se trata casi de un acontecimiento. Supone un auténtico cambio, una especie de alto, de hito en esta monotonía eterna e infinita...

—Pero el tiempo debe de pasar para vosotros relativamente deprisa —dijo Hans Castorp.

—Deprisa y despacio, como quieras —contestó Joachim—. Quiero decir que no pasa de ningún modo. Aquí no hay tiempo, no hay vida —añadió moviendo la cabeza, y cogió el vaso.

Hans Castorp continuaba bebiendo, a pesar de que sentía su rostro caliente como el fuego. Pero su cuerpo seguía estando frío y en todos sus miembros había una especie de inquietud particularmente alegre que, al mismo tiempo, le atormentaba un poco. Sus palabras se precipitaban, balbuceaba, con frecuencia, y con un gesto indiferente de la mano cambiaba de tema. Joachim también estaba muy animado y la conversación continuó con mayor libertad y alegría cuando la señora que canturreaba y tabaleaba se puso en pie y se marchó.

Mientras comían gesticulaban con sus tenedores, se daban aires de importancia con la boca llena, reían, movían la cabeza, se encogían de hombros y sin cesar de masticar volvían a hablar. Joachim quería oír hablar de Hamburgo y había orientado la conversación hacia el proyecto de canalización del Elba.

—¡Sensacional! —dijo Hans Castorp—. ¡Sensacional! Eso contribuirá al desarrollo de nuestra navegación; es de una importancia incalculable. Dedicamos cincuenta millones como capital inmediato de nuestro presupuesto, y puedes estar seguro de que sabemos exactamente lo que hacemos.

A pesar de la importancia que atribuía a la canalización del Elba, abandonó de inmediato este tema de conversación y pidió a Joachim que le hablase de la vida que llevaba «aquí arriba» y de los huéspedes, a lo que su amigo atendió con rapidez, pues se sentía feliz al poder desahogarse y confiar en alguien. Comenzó repitiendo la historia de los cadáveres que eran bajados por la pista de trineo y aseguró que era absolutamente cierto. Como Hans Castorp se sintió de nuevo presa de la risa, él rió también y pareció disfrutar con ella de buena gana, contando luego toda clase de cosas divertidas para mantener el buen humor. A su misma mesa se sentaba la señora Stoehr, una mujer muy enferma, esposa de un músico de Cannstadt; era la persona más inculta que jamás había conocido. Decía «desinfeccionar» muy convencida. Al ayudante Krokovski le llamaba «fomolus».[2] Había que aceptarlo todo sin reírse. Además, era cizañera, como lo son casi todos allí arriba y hablaba de otra mujer, la señora Iltis, de la que decía que llevaba un «esterilizador».

—¡Un «esterilizador»! ¿No te parece extraordinario?

Medio tumbados, apoyados en los respaldos de las sillas, reían tanto que sus cuerpos se hallaban presa de una especie de temblor, y los dos, casi al unísono, comenzaron a tener hipo.

Entretanto, Joachim se entristeció pensando en su infortunio.

—Sí, estamos sentados aquí riendo —dijo con una expresión dolorosa, interrumpido por las últimas convulsiones de su pecho— y sin embargo, no se puede prever, ni siquiera aproximadamente, cuándo podré marcharme, pues cuando Behrens dice: «Todavía seis meses», sin duda hay que esperar mucho más. Todo esto es muy duro. Tú mismo comprenderás lo triste que es para mí. Ya estaba matriculado y al mes siguiente debía presentarme a exámenes de oficial. Y aquí estoy, languideciendo con el termómetro en la boca, contando las tonterías de esa ignara señora Stoehr y perdiendo el tiempo. ¡Un año es muy importante a nuestra edad, comporta tantos cambios y progresos allá abajo! Pero he de permanecer aquí dentro, como en una ciénaga; sí, como en el interior de un agujero podrido, y te aseguro que la comparación no es exagerada...

Curiosamente, Hans Castorp se limitó a preguntar si era posible encontrar allí porter, cerveza negra, y, al mirarle su primo con una expresión de sorpresa, se dio cuenta de que estaba a punto de dormirse, si no lo había hecho ya.

—¡Te estás durmiendo! —dijo Joachim— . Ven, es hora de ir a la cama.

—No es hora, de ninguna manera —dijo Hans.

Sin embargo, siguió a Joachim un poco inclinado, con las piernas rígidas como un hombre que se muere de cansancio. Luego hizo un gran esfuerzo cuando en el vestíbulo, débilmente alumbrado, oyó decir a su primo:

—Ahí está Krokovski. Creo que tendré que presentártelo.

El doctor Krokovski se hallaba sentado a plena luz, ante la chimenea de uno de los salones, al lado de la puerta corredera completamente abierta, leyendo un periódico. Se puso en pie cuando los jóvenes se aproximaron a él, y Joachim, adoptando una actitud militar, dijo:

—Permítame, señor doctor, que le presente a mi primo Castorp, de Hamburgo. Acaba de llegar.

El doctor Krokovski saludó al nuevo huésped con cierta cordialidad, vigorosa y decidida, como si quisiese dar a entender que con él toda timidez era superflua y que sólo una confianza alegre era lo indicado.

Tenía unos treinta y cinco años; era ancho de espaldas, gordo, mucho más bajo que los dos jóvenes que se hallaban de pie ante él, por lo que se vio obligado a ladear un poco la cabeza para mirarles a los ojos. Además era pálido, de una palidez descolorida, transparente, casi fosforescente, aumentada por el ardor sombrío de sus ojos y por el espesor de sus cejas y de una barba bastante larga en cuyas puntas aparecían algunos hilos blancos. Llevaba un traje negro de americana cruzada, un poco usado, zapatos negros parecidos a sandalias, calcetines gruesos de lana gris y un cuello blanco vuelto, de esos que Hans Castorp sólo había visto en Dantzig, en casa de un fotógrafo, y que confería al doctor Krokovski un aire de bohemio. Sonrió cordialmente, mostrando sus dientes amarillos entre la barba, estrechó con fuerza la mano del joven y dijo, con voz de barítono y un acento extranjero un tanto lánguido:

—¡Sea bienvenido, señor Castorp! Espero que se adapte pronto y que se encuentre bien entre nosotros. ¿Me permite preguntarle si ha venido como enfermo?

Era impresionante observar los esfuerzos de Hans Castorp para mostrarse amable y dominar sus deseos de dormir. Se sentía violento por hallarse en tal situación y, con el orgullo desconfiado de los jóvenes, creyó percibir en la sonrisa y la actitud tranquilizadora del ayudante las séñales de una mofa indulgente. Contestó diciendo que pasaría allí tres semanas, aludió a sus exámenes y añadió que, a Dios gracias, se hallaba completamente sano.

—¿De verdad? —preguntó el doctor Krokovski, inclinando la cabeza a un lado como para burlarse y acentuando su sonrisa—. ¡En tal caso es usted un fenómeno completamente digno de ser estudiado! Porque yo nunca he encontrado a un hombre enteramente sano. ¿Me permite que le pregunte a qué exámenes ha de presentarse?

—Soy ingeniero, señor doctor —contestó Hans Castorp con modesta dignidad.

—¡Ah, ingeniero! —Y la sonrisa del doctor Krokovski se retiró, perdiendo por un instante algo de su fuerza y cordialidad—. Perfecto. Por lo tanto, no tendrá necesidad de ningún tratamiento médico; ni de orden físico ni psíquico.

—No, muchísimas gracias —dijo Hans Castorp, que estuvo a punto de retroceder un paso.

En ese momento la sonrisa del doctor Krokovski apareció de nuevo victoriosa y, mientras estrechaba la mano del joven, exclamó en voz alta:

—¡Pues que duerma usted bien, señor Castorp, con la plena conciencia de su salud perfecta! ¡Duerma bien y hasta la vista!

Diciendo estas palabras se despidió de los dos jóvenes y volvió a sentarse con su periódico.

No había nadie de servicio en el ascensor, de modo que subieron a pie por la escalera, silenciosos y un poco turbados por el encuentro con el doctor Krokovski. Joachim acompañó a Hans Castorp hasta la número 34, donde el portero cojo no se había olvidado de depositar el equipaje del recién llegado, y durante un cuarto de hora continuaron hablando, mientras Hans Castorp sacaba sus pijamas y sus objetos de tocador, fumando un cigarrillo. Aquella noche no volvería a fumar otro cigarro, lo que le pareció extraño y bastante insólito.

—Sin duda tiene mucha personalidad —dijo, y mientras hablaba lanzaba el humo que había aspirado— . Pero es tan pálido como la cera. ¡Y cómo va calzado! ¡Su aspecto es terrible! ¡Calcetines grises y sandalias! ¿Te fijaste que al final se ofendió?

—Es bastante susceptible —dijo Joachim—. No deberías haber rechazado tan bruscamente sus cuidados médicos, al menos el tratamiento psíquico. No le gusta que se prescinda de eso. Yo tampoco gozo de su estima porque no suelo hacerle muchas confidencias. Pero de vez en cuando le cuento algún sueño para que tenga algo que disecar.

—Bueno, supongo que he estado un poco brusco dijo Castorp algo molesto, pues estaba descontento consigo mismo por haber podido herir a alguien, al tiempo que el cansancio de la noche le dominaba con una fuerza redoblada.

—Buenas noches —dijo— , me muero de sueño.

—A las ocho vendré a buscarte para ir a desayunar anunció Joachim al salir.

Hans Castorp se lavó un poco. Quedó dormido apenas apagó la lamparilla de la mesa de noche, pero se sobresaltó un momento al recordar que alguien había muerto dos días antes en su misma cama.

«Sin duda no es la primera vez —se dijo, como si esto pudiese tranquilizarle— . Es un lecho de muerte, un lecho de muerte completamente vulgar.»

Y se quedó dormido.

Pero apenas lo hubo hecho comenzó a soñar y soñó casi sin interrupción hasta la mañana siguiente. Vio a Joachim Ziemssen, en una posición extrañamente retorcida, descender por una pista oblicua en un trineo. Era de una blancura tan fosforescente como la del doctor Krokovski, y delante del trineo iba sentado el caballero austríaco de la alta sociedad, que tenía un aspecto extraordinariamente borroso, como el de alguien a quien sólo se le ha oído vagamente toser. «Nos tiene completamente sin cuidado, a nosotros los de aquí arriba», decía Joachim en su incómoda posición, y luego era él y no el caballero quien tosía de una manera tan atrozmente pastosa. Al instante, Hans Castorp se echó a llorar y comprendió que debía correr a la farmacia para comprar crema facial. Pero la señora Iltis estaba sentada en medio del camino, con su hocico puntiagudo, sosteniendo en la mano algo que debía de ser sin duda su «esterilizador», pero que no era otra cosa que una navaja de afeitar. Hans Castorp estalló entonces en un acceso de risa y pasó de este modo de una emoción a otra, hasta que la luz de la mañana entró por los postigos de su balcón y le despertó.



[1] Camarera en el alemán hablado en Suiza. (N. del T.)

[2] En lugar de famulus, en latín, asistente. (N. del T.)


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