Comentario de Enrico Pugliatti.
Selección de textos Méndez- Limbrick
sobre La Montaña Mágica:
*“La novela de Thomas Mann, si se permite el término sin juramento, es una geografía teológica del tiempo. El sanatorio de Davos no es un mero hospital; es una transfiguración espacio-temporal donde el lenguaje se convierte en atmósfera, y el pensamiento en niebla sagrada. En cada página se advierte una liturgia interna: Settembrini y Naphta no debaten, celebran una misa filosófica. Clavijo aquí no es un personaje, sino una parábola. Lo que hace Mann no es narrar: consagra.
La enfermedad se vuelve oráculo, el reposo una forma de revelación, y el protagonista—Hans Castorp—es un catecúmeno del espíritu europeo, que atraviesa un rito de iniciación hecho de nieve, febrícula y palabras. Lo leí tres veces: primero como semiótico, segundo como lector de Dante, tercero como exégeta del dolor. Y cada lectura fue una caída más honda en la caverna del símbolo.
Selección de textos.
Capítulo Primero
LA LLEGADA
Un modesto joven se dirigía en pleno
verano desde Hamburgo, su ciudad natal, a Davos-Platz, en el cantón de los Grisones.
Iba allí a hacer una visita de tres semanas.
Pero desde Hamburgo hasta aquellas
alturas, el viaje es largo; demasiado largo, en verdad, con relación a la
brevedad de la estancia proyectada. Se pasa por diferentes comarcas, subiendo y
bajando desde lo alto de la meseta de la Alemania meridional hasta la ribera
del mar suabo, y luego, en buque, sobre las olas saltarinas, por encima de
abismos que en otro tiempo se consideraban insondables.
Pero el viaje, que tanto tiempo
transcurre en línea recta, comienza de pronto a obstaculizarse. Hay paradas y
complicaciones. En Rorschach, en territorio suizo, es preciso tomar de nuevo el
ferrocarril; pero no se consigue llegar más que hasta Landquart, pequeña
estación alpina donde hay que cambiar de tren. Es un ferrocarril de vía
estrecha, que obliga a una espera prolongada a la intemperie, en una comarca
bastante desprovista de encantos, y desde el instante en que la máquina,
pequeña pero de tracción aparentemente excepcional, se pone en movimiento,
comienza la parte que pudiéramos llamar aventurera del viaje, iniciando una
subida brusca y ardua que parece no ha de tener fin, ya que Landquart se halla
situado a una altura todavía moderada. Se pasa por un camino rocoso, salvaje y
áspero, de alta montaña.
Hans Castorp —tal es el nombre del
joven— se encontraba solo, con el maletín de piel de cocodrilo, regalo de su
tío y tutor, el cónsul Tienappel —para designarle desde ahora con su nombre—,
su capa de invierno, que se balanceaba colgada de un rosetón, y su manta de
viaje enrollada en un pequeño departamento tapizado de gris. Estaba sentado
junto a la ventanilla abierta y, como en aquella tarde el frío era cada vez más
intenso, y él era un joven delicado y consentido, se había levantado el cuello
de su sobretodo de verano, de corte amplio y forrado de seda, según la moda.
Cerca de él, sobre el asiento, reposaba un libro encuadernado, titulado: Ocean
steamships, que había abierto de vez en cuando al principio del viaje; pero
ahora yacía abandonado y el resuello anhelante de la locomotora salpicaba su
cubierta de motitas de grasa.
Dos jornadas de viaje alejan al hombre
—y con mucha más razón al joven cuyas débiles raíces no han profundizado aún en
la existencia— de su universo cotidiano, de todo lo que él consideraba sus
deberes, intereses, preocupaciones y esperanzas; le alejan infinitamente más de
lo que pudo imaginar en el coche que le conducía a la estación. El espacio que,
girando y huyendo, se interpone entre él y su punto de procedencia, desarrolla
fuerzas que se cree reservadas al tiempo. Hora tras hora, el espacio determina
transformaciones interiores muy semejantes a las que provoca el tiempo, pero de
manera alguna las supera.
Igual que éste, crea el olvido; pero
lo hace desprendiendo a la persona humana de sus contingencias para
transportarla a un estado de libertad inicial; incluso del pedante y el burgués
hace, de un solo golpe, una especie de vagabundo. El tiempo, según se dice, es
el Leteo. Pero el aire de las lejanías es un brebaje semejante, y si su efecto
es menos radical, es en cambio mucho más rápido.
Hans Castorp iba también a
experimentarlo. No tenía la intención de tomar este viaje particularmente en
serio, de mezclar en él su vida interior, sino más bien de realizarlo
rápidamente, hacerlo porque era preciso, regresar a su casa tal como había
partido y reanudar su vida exactamente en el punto en que la abandonó por un
instante. Ayer aún estaba absorbido totalmente por el curso ordinario de sus
pensamientos, ocupado en el pasado más reciente, en su examen y el porvenir
inmediato: el comienzo de sus prácticas en casa de Tunder y Wilms (astilleros y
talleres de maquinaria y calderería), y había lanzado, por encima de las tres
próximas semanas, una mirada todo lo impaciente que su carácter le permitía.
Sin embargo, le parecía que las circunstancias exigían su plena atención y que
no era admisible tomarlas a la ligera. Sentirse transportado a regiones donde
no había respirado jamás y donde, como ya sabía, reinaban condiciones de vida
absolutamente inusuales, desmenuzadas y escasas, comenzó a agitarle,
produciendo en él cierta inquietud. El país natal y el orden habían quedado no
sólo muy lejos, sino también muchas toesas debajo de él, y la ascensión
continuaba. Remontándose sobre esas cosas y lo desconocido, se preguntaba lo
que sería de él allá arriba. Tal vez era imprudente y malsano dejarse llevar a
esas regiones extremas para él, que había nacido y estaba habituado a respirar
a unos metros apenas sobre el nivel del mar, sin pasar algunos días en un lugar
intermedio. Deseaba llegar, pues pensaba que allí arriba se viviría como en
todas partes y nada le recordaría, como ahora, en qué esferas impropias se
encontraba. Miró por la ventanilla. El tren serpenteaba sinuoso por un estrecho
desfiladero; se veían los primeros vagones, y la máquina vomitaba penosamente
masas oscuras de humo, verdes y negras, que se deshacían. A la derecha, el agua
murmuraba en las profundidades; a la izquierda, abetos oscuros, entre bloques
de rocas, se elevaban en un cielo gris pétreo. Túneles negros como hornos se
sucedían y, cuando volvía la luz, se abrían profundos abismos con pequeñas
aldeas en el fondo. Luego los abismos se cerraban y aparecían nuevos
desfiladeros con restos de nieve en sus grietas y cortaduras. Se detuvieron
ante pequeñas y miserables estaciones, en terminales que el tren abandonaba en
sentido inverso produciendo un efecto deplorable, pues ya no era posible saber
en qué dirección se iba ni recordar los puntos cardinales. Surgían grandiosas
perspectivas del universo alpino, como torres sagradas y fantasmagóricas, que
no tardaban en desaparecer de la mirada respetuosa del viajero. Hans Castorp se
dijo que debía de haber dejado tras él la zona de los árboles frondosos y la de
los pájaros cantores, y este pensamiento de cesación, de empobrecimiento, hizo
que, poseído por el vértigo y las náuseas, se cubriese la cara con las manos
durante dos segundos. Pero ya había pasado. Comprendió que la ascensión había
terminado, y que habían culminado el desfiladero. En medio de un valle el tren
rodaba ahora más fácilmente.
Eran aproximadamente las ocho. Aún
había luz. En la lejanía del paisaje apareció un lago: el agua era gris y los
bosques de abetos se elevaban por encima de las riberas y a lo largo de las
vertientes, esparciéndose, perdiéndose, dejando tras ellos una masa rocosa y
desnuda cubierta de bruma. Se detuvieron cerca de una pequeña estación; era
Davos-Dorf, según Hans oyó que se anunciaba. Faltaba muy poco para llegar al
término de su viaje. De pronto, oyó cerca de él la voz tranquila y
hamburguesada de su primo Joachim Ziemssen, que decía:
—¡Buenos días! ¿Vas a bajar?
Y al mirar por la ventanilla, vio en
el andén a Joachim en persona, con un capote oscuro, sin sombrero y con un
aspecto tan saludable como nunca le había visto. Joachim se echó a reír y dijo:
—¡Baja de una vez! ¡Parece que no
quieras molestarte!
—¡Pero si aún no he llegado! —exclamó
Hans Castorp, absorto y sin moverse de su asiento.
—Claro que has llegado. Éste es el
pueblo. El sanatorio está muy cerca de aquí. He tomado un coche. Dame las
maletas.
Riendo, confuso por la agitación de la
llegada y por volver a ver a su primo, Hans Castorp le dio sus maletas, su manta
de invierno enrollada en el bastón, el paraguas y finalmente el Ocean
steamships. Luego atravesó corriendo el estrecho pasillo y saltó al andén
para saludar a su primo de una manera más directa y en cierto modo personal; le
saludó sin excesos, como conviene entre personas de costumbres sobrias y
rígidas. Aunque parezca extraño siempre habían evitado llamarse por sus
nombres, por temor a una excesiva cordialidad. Como tampoco era adecuado
llamarse por sus apellidos, se limitaban al «tú». Era una costumbre establecida
entre primos.
Un hombre de librea y gorra galoneada
observaba cómo se estrechaban la mano repetidamente —el joven Ziemssen con una
rigidez militar— un poco cohibidos; luego se aproximó para pedir el talón del
equipaje de Hans Castorp. Era el conserje del Sanatorio Internacional Berghof y
manifestó su intención de ir a buscar la maleta grande del visitante a la
estación de Davos-Platz, ya que los señores irían en el coche directamente a
cenar. Como el hombre cojeaba visiblemente, Hans preguntó a Joachim:
—¿Es un veterano de guerra? ¿Por qué
cojea de ese modo?
—¡Ésa sí que es buena! —contestó
Joachim con cierta amargura—. ¡Vaya un veterano de guerra! A ése le pica la
rodilla, o al menos le picaba, porque se hizo extraer la rótula.
Hans Castorp reflexionó lo más
rápidamente posible.
—¡Ah, es eso! —exclamó.
Mientras andaba alzó la cabeza y se
volvió ligeramente.
—¡Pero no me querrás hacer creer que
todavía tienes algo! ¡Cualquiera diría que aún llevas el correaje y que acabas
de regresar del campo de maniobras!
Y miró de soslayo a su primo.
Joachim era más ancho y alto que él;
un modelo de fuerza juvenil que parecía hecho para el uniforme. Era uno de esos
tipos morenos que su rubia patria no deja de producir a veces, y su piel había
adquirido por el aire y el sol un color casi broncíneo. Con sus grandes ojos
negros y el pequeño bigote sobre unos labios carnosos y perfilados, hubiera
sido verdaderamente bello de no tener las orejas demasiado separadas. Esas
orejas habían sido su única preocupación, el gran dolor de su vida, hasta
cierto momento. Ahora tenía otros problemas.
Hans Castorp siguió hablando:
—Supongo que regresarás enseguida
conmigo. No creo que haya ningún impedimento.
—¿Regresar contigo? —preguntó el
primo, y volvió hacia Castorp sus grandes ojos que siempre habían sido dulces,
pero que durante los últimos cinco meses habían adquirido una expresión
cansina, casi triste—. ¿Qué quieres decir? ¿Cuándo?
—Pues dentro de tres semanas.
—¡Ya estás pensando en volver a casa!
—contestó Joachim—. Espera un poco, acabas de llegar. Tres semanas no son nada
para nosotros; pero para ti, que estás de visita, tres semanas son mucho
tiempo. Comienza, pues, por aclimatarte; no es tan fácil, ya te darás cuenta.
Además, el clima no es aquí la única cosa extraña. Verás cosas nuevas de todas
clases, ¿sabes? Respecto a lo que dices sobre mí, eso no va tan deprisa. Lo de
«regreso dentro de tres semanas» es una idea de allá abajo. Es verdad que estoy
moreno, pero se debe a la reverberación del sol en la nieve, y esto no
demuestra gran cosa, como Behrens siempre dice. En la última consulta general
me anunció que aún tenía para unos seis meses.
—¿Seis meses? ¡Estás loco! —exclamó
Hans Castorp. Ante la estación, que no se diferenciaba mucho de una especie de
cuadra, tomaron asiento en el coche amarillo que les esperaba en una plaza
empedrada, y mientras los dos caballos bayos comenzaban a tirar, Hans Castorp,
indignado, se agitaba sobre el duro tapizado del asiento.
—¿Seis meses? ¡Si hace ya casi seis
meses que estás aquí! Nadie dispone de tanto tiempo...
—¡Oh, el tiempo! —exclamó Joachim, y
movió la cabeza varias veces hacia adelante, sin preocuparse de la honrada
indignación de su primo— . No puedes ni imaginar cómo abusan aquí del tiempo de
los hombres. Tres meses son para ellos como un día. Ya lo verás. Ya te darás
cuenta. —Y añadió— : Aquí las opiniones cambian.
Hans Castorp no cesaba de mirarle de
reojo.
—¡Pero si te has recuperado de un modo
magnífico! —dijo, encogiéndose de hombros.
—¿Sí? ¿Eso crees? —inquirió Joachim— .
Bueno, es verdad, yo también lo creo —añadió, y se sentó más arriba en el
almohadón, adquiriendo al mismo tiempo una posición más oblicua—. Me siento
mejor —explicó—, pero a pesar de todo, no estoy completamente bien. A la
izquierda, aquí arriba, donde antes se oía una especie de estertor, el sonido
es aún un poco ronco; no es muy intenso, pero en la parte inferior aún se nota,
y en el segundo espacio intercostal todavía se oyen ruidos.
—¡Qué sabio te has vuelto! —dijo Hans
Castorp.
—Sí, y bien sabe Dios que es una
ciencia ridicula; me gustaría haberla olvidado en el servicio militar —contestó
Joachim—. Pero todavía expectoro —añadió, y encongiéndose de hombros en un
gesto descuidado e irritado, mostró a su primo un objeto que sacó a medias del
bolsillo interior de su abrigo y que se apresuró de nuevo a guardar: era un
frasco plano y vacío, de cristal azul con un tapón de metal.
—La mayoría de nosotros aquí arriba
llevamos esto —dijo— . Incluso tenemos un nombre para él, algo parecido a un
apodo, bastante acertado, por cierto. ¿Contemplas el paisaje?
Era lo que hacía Hans Castorp y
afirmó:
—¡Grandioso!
—¿Te parece? —preguntó Joachim.
Habían seguido un trecho del camino
trazado irregularmente y paralelo a la vía del tren, en dirección al valle.
Luego giraron a la izquierda y cruzaron la estrecha vía, atravesando un curso
de agua y subiendo por un camino en ligera pendiente hacia la vertiente
cubierta de boscaje; allí, sobre una meseta que avanzaba ligeramente, con la
fachada orientada hacia el sudeste, un edificio esbelto, coronado con una torre
de cúpula y que a fuerza de miradores y balcones parecía de lejos agujereada y
porosa como una esponja, acababa de encender sus primeras luces. El crepúsculo
avanzaba rápidamente. Un suave manto rojizo, que en un instante había animado
el cielo cubierto, había palidecido, y en la naturaleza reinaba ese estado de
transición descolorido, inanimado y triste, que precede a la entrada definitiva
de la noche. El valle habitado se extendía ante ellos, alargado y ligeramente
sinuoso, iluminado por todas partes, tanto en el fondo como en las vertientes,
sobre todo en la de la derecha, que formaba un saliente en el que se
escalonaban, como en marjales, las construcciones. A la izquierda algunos
senderos subían a través de los prados y se perdían en la oscuridad musgosa de
las selvas de coníferas. El telón de las montañas lejanas, más allá de la
entrada del valle a partir de donde éste se estrechaba, era de un azul sobrio,
de pizarra. Como el viento acababa de levantarse, la frescura de la noche
comenzó a hacerse sentir.
—No, francamente no me parece que esto
sea tan formidable —dijo Hans Castorp—. ¿Dónde están los glaciares, las cimas
blancas y los gigantes de la montaña? Me parece que esas cosas no están tan
arriba.
—Sí lo están —contestó Joachim—.
Puedes ver, en casi todas partes, el límite de los árboles. Se perfila con una
nitidez sorprendente; cuando los abetos se acaban, todo se acaba también; tras
ellos, no hay nada más que rocas, como puedes ver. Al otro lado, a la derecha
del Diente Negro, se distingue incluso un glaciar. ¿Ves el color azul? No es
muy grande, pero es un glaciar auténtico, el glaciar de la Scaletta. El Pic
Michel y el Tinzenhorn, en aquella grieta (no puedes verlos desde aquí),
permanecen todo el año cubiertos de nieve.
—Nieves perpetuas —dijo Hans Castorp.
—Sí, perpetuas, si quieres. Todo esto
está a gran altura, y nosotros mismos nos hallamos espantosamente elevados.
Nada menos que mil seiscientos metros sobre el nivel del mar. De manera que las
grandes alturas ya no nos lo parecen tanto.
—Sí. ¡Qué ascensión! Sentía el corazón
oprimido, te lo aseguro. ¡Mil seiscientos metros! Son casi cinco mil pies. En
toda mi vida había estado tan arriba.
Invadido por la curiosidad, Hans
Castorp aspiró una larga bocanada de ese aire extranjero para probarlo. Era
fresco y nada más. Carecía de perfume, sabor y humedad; penetraba fácilmente y
no decía nada al alma.
—¡Magnífico! —exclamó cortésmente.
—Sí, este aire tiene buena reputación.
Por otra parte, el paisaje no se presenta esta noche en su aspecto más
favorable. A veces tiene mejor apariencia, sobre todo bajo la nieve. Pero uno
acaba por cansarse de él. Todos nosotros, los de aquí arriba, puedes creer que
estamos indeciblemente cansados —dijo Joachim, y su boca se contrajo un momento
en una mueca de disgusto que parecía exagerado, mal contenida y que le afeaba.
—Tienes un modo especial de hablar
—dijo Hans Castorp.
—¿Especial? —preguntó Joachim con
cierta inquietud volviéndose hacia su primo.
—No, no, es necesario que me perdones;
he tenido esa impresión un momento —se apresuró a decir Hans Castorp.
Sus palabras respondían a la expresión
«nosotros, los de aquí arriba», que Joachim había empleado cuatro o cinco veces
y que, por la manera de decirla, parecía deprimente y extraña.
—Nuestro sanatorio está a más altura
que la aldea. Mira —continuó diciendo Joachim—. Cincuenta metros. El prospecto
asegura que hay cien, pero no son más que cincuenta. El sanatorio más elevado
es el Schatzalp, al otro lado. Desde aquí no se puede ver. En invierno bajan
sus cadáveres en trineo porque los caminos no son practicables.
—¿Sus cadáveres? ¡Pero...! ¡Vamos!
—exclamó Hans Castorp.
Y de pronto, estalló en una risa
violenta e incontenible que sacudió su pecho y torció su rostro, reseco por el
viento frío, en una mueca dolorosa.
—¡En trineo! ¿Y lo dices tan
tranquilo? ¡Amigo mío, en estos cinco meses te has vuelto un cínico!
—No hay nada de cinismo —replicó
Joachim encogiéndose de hombros—. ¿Y qué? A los cadáveres no les importa...
Además, es muy posible que uno se vuelva cínico aquí arriba. El mismo Behrens
es un viejo cínico, y un tipo famoso, dicho sea de paso; antiguo estudiante,
miembro de una corporación y cirujano notable a lo que parece. Sin duda te
resultará simpático. Y también tenemos a Krokovski, el ayudante, un hombre muy
modesto. En el prospecto se menciona explícitamente su actividad. Practica la
disección psíquica con los enfermos.
—¿Qué? ¿Disección psíquica? ¡Eso es
repugnante! —exclamó Hans Castorp.
La alegría le embargaba. No podía
contenerla. Después de lo anterior, lo de la disección psíquica había colmado
su hilaridad y reía tan fuerte que las lágrimas le resbalaban por la mano con
que se cubría los ojos, inclinado hacia adelante.
Joachim también empezó a reír. Aquello
parecía sentarle bien, y así el humor de los dos jóvenes era excelente cuando
bajaron del coche que, al paso, les había conducido por el camino de una cuesta
zigzagueante y empinada hasta la puerta del Sanatorio Internacional Berghof.
EL
NÚMERO TREINTA Y CUATRO
A la derecha, entre la puerta y la
mampara, había la garita del portero. De ella salió a su encuentro, vestido con
la misma librea gris que el hombre cojo de la estación, un criado de aspecto
afrancesado que, sentado ante el teléfono, leía unos periódicos. Los acompañó a
través del vestíbulo bien alumbrado, a la derecha del cual se encontraban los
salones. Al pasar, Hans Castorp lanzó una mirada y vio que estaban vacíos.
—¿Dónde están los huéspedes? —preguntó
a su primo.
—Hacen la cura de reposo —respondió
éste— . Hoy me han dado permiso para salir, pues quería ir a recibirte.
Normalmente también me tumbo en la galería después de cenar.
Faltó poco para que la risa se
apoderara de nuevo de Hans Castorp.
—¡Cómo! ¿En noche oscura y con niebla
os tumbáis en el balcón? —preguntó con voz vacilante.
—Sí, así nos lo ordenan. Desde las
ocho hasta las diez. Pero ven a ver tu cuarto y a lavarte las manos.
Entraron en el ascensor, cuyo
mecanismo eléctrico accionó el criado francés. Mientras subían, Hans Castorp se
enjugaba los ojos.
—Estoy agotado de tanto reír —dijo
resoplando—. ¡Me has contado tantas locuras! Tu historia de la disección
psíquica ha sido demasiado. Además, estoy un poco fatigado por el viaje. ¿No
tienes los pies fríos? Al mismo tiempo noto que el rostro me arde. Es
desagradable. Comeremos enseguida, ¿verdad? Creo que tengo hambre. ¿Se come
bien aquí arriba?
Caminaban en silencio por la
alfombrilla del estrecho pasillo. Pantallas de vidrio lechoso difundían una luz
pálida desde el techo. Las paredes brillaban, blancas y duras, recubiertas de
una pintura al aceite parecida a la laca. Apareció una enfermera, con su bonete
blanco, llevando ajustadas en la nariz unas antiparras cuyo cordón pasaba por
detrás de su oreja. Al parecer, era una hermana protestante, sin vocación
verdadera para su oficio, curiosa, agitada y afligida por el aburrimiento. En
el suelo, en dos lugares del pasillo, había unos grandes recipientes en forma
de globo, panzudos, de cuello corto, sobre cuyo significado Hans Castorp olvidó
informarse.
—¡Aquí está tu habitación! —dijo
Joachim—. Número 34. A la derecha está mi cuarto y a la izquierda hay un
matrimonio ruso, un poco descuidado y ruidoso, a quien ya conocerás. Lo siento,
no ha sido posible arreglarlo de otro modo. ¡Bien! ¿Qué te parece?
La puerta era doble, con un perchero
en el hueco interior. Joachim había encendido la lámpara del techo y a su luz
indecisa la cámara apareció alegre y limpia, con sus muebles blancos; sus
cortinajes del mismo color, gruesos y lavables; su linóleo limpio y brillante y
las cortinas de hilo adornadas con bordados sencillos y agradables, de gusto
moderno. La puerta del balcón estaba abierta, se veían las luces del valle y se
escuchaba una lejana música de baile. El buen Joachim había colocado unas
flores en un pequeño búcaro, sobre la cómoda; las había encontrado en la
segunda floración de la hierba: un poco de aquilea y algunas campánulas,
cogidas por él mismo en la pendiente.
—Eres muy amable —dijo Hans Castorp—.
¡Qué habitación más alegre! Con mucho gusto me quedaré aquí algunas semanas...
—Anteayer murió una americana —dijo
Joachim—. Behrens aseguró que la habitación estaría lista antes de que tú
llegaras y que, por tanto, podrías disponer de ella. Su novio estaba a su lado;
era un oficial de la marina inglesa, pero no demostró mucho valor. A cada
momento salía al pasillo a llorar, como si fuera un chiquillo. Luego se frotaba
las mejillas con cold-cream, porque iba afeitado y las lágrimas le
quemaban la piel. Anteayer por la noche la americana tuvo dos hemorragias de
primer orden y luego ¡se acabó la comedia! Pero se la llevaron ayer por la
mañana, y después hicieron, naturalmente, una fumigación a fondo con formol,
¿sabes? Es excelente en estos casos.
Hans Castorp acogió la noticia con una
distracción animada. Con las mangas de la camisa recogidas, de pie ante el
amplio lavabo, cuyos grifos niquelados brillaban heridos por la luz eléctrica,
apenas lanzó una mirada fugaz a la cama de metal blanco, puesta de limpio.
—¿Fumigaciones? Eso de fumigar es muy
habitual —dijo fuera de lugar, pero dispuesto a seguir hablando mientras se
lavaba y secaba las manos— . Sí, metilaldehído; los microbios más resistentes
no soportan el H2CO2. ¡Pero hace escocer la nariz!
Evidentemente, la limpieza rigurosa es una condición primordial.
Articuló estas palabras con cierta
afectación y continuó diciendo con gran locuacidad:
—Bueno, quería añadir que... Quizá el
oficial de marina se afeitaba con navaja de seguridad; lo supongo porque uno se
despelleja más fácilmente con esos trastos que con una navaja bien afilada; ésa
es al menos mi experiencia. Uso las dos a menudo... Sí, sobre la piel irritada,
el agua salina escuece. Debía de tener la costumbre de usar cold-cream en
el servicio militar, lo que no tiene en verdad nada de sorprendente...
Siguió hablando, y dijo que tenía
doscientos María Mancini (su cigarro preferido) en la maleta, y que había
pasado la inspección de la aduana cómodamente. Luego le transmitió los saludos
de diversas personas de su ciudad natal.
—¿No encienden la calefacción?
—preguntó de pronto, y corrió hacia los radiadores para apoyar las manos.
—No, nos mantienen bien frescos
—contestó Joachim—. Sería preciso que hiciese mucho más frío para que
encendieran la calefacción en el mes de agosto.
—¡Agosto, agosto! —exclamó Hans
Castorp —. ¡Pero si estoy helado, completamente helado! Tengo frío en todo el
cuerpo, aunque el rostro me arde. Mira, toca, ya verás qué caliente...
La idea de que le tocasen la cara no
se ajustaba al temperamento de Hans Castorp y a él mismo le sorprendió
desagradablemente. Por otro parte, Joachim no hizo nada, limitándose a decir:
—Eso es por el aire y no significa
nada. El mismo Behrens tiene todo el día las mejillas azules. Algunos no se
habitúan nunca. Pero apresúrate, de lo contrario, no tendremos nada que comer.
Cuando salieron, la enfermera hizo de
nuevo su aparición, mirándoles con un aire miope y curioso. En el primer piso,
Hans Castorp se detuvo de pronto, inmovilizado por un ruido impresionante,
atroz; era un ruido no muy fuerte, pero de una naturaleza tan particularmente
repugnante que Hans Castorp hizo una mueca y miró a su primo con los ojos
dilatados. Se trataba, con toda seguridad, de la tos de un hombre; pero de una
tos que no se parecía a ninguna de las que Hans Castorp había oído; sí, una tos
en comparación con la cual todas las demás habían sido testimonio de una
magnífica vitalidad; una tos sin convicción, que no se producía por medio de
sacudidas regulares, sino que sonaba como un chapoteo espantosamente débil en
una deshecha podredumbre orgánica.
—Sí —dijo Joachim—, ése va mal. Es un
noble austríaco, un hombre elegante, de la alta sociedad. Y mira cómo está. Sin
embargo, todavía puede pasear.
Mientras continuaba su camino, Hans
Castorp habló largamente sobre la tos de aquel caballero.
—Es preciso que consideres —dijo— que
jamás había oído nada semejante, que es absolutamente nuevo para mí. Estos
casos impresionan siempre. Hay varias clases de tos, toses secas y toses
blandas; se dice en general, que las toses blandas son las mejores y más
favorables que aquellas que producen ahogo. Cuando en mi juventud («en mi
juventud», repito) tenía anginas, ladraba como un lobo, y todos estaban
satisfechos cuando la cosa se reblandecía. Aún me acuerdo. Pero una tos como
ésa jamás había existido, al menos para mí. Casi no es una tos viva. No es
seca, pero tampoco se puede decir que se reblandezca; sin duda no es ésta la
palabra apropiada. Es como si se mirase al mismo tiempo en el interior del
hombre. ¡Qué sensación produce! Parece un auténtico lodazal.
—Bueno, basta ya —dijo Joachim—; lo
oigo cada día, no hay necesidad de que la describas.
Pero Hans Castorp no pudo dominar la
impresión que le había causado aquella tos. Afirmó repetidas veces que era como
si viese el interior de aquel caballero, y cuando entraron en el restaurante,
sus ojos, fatigados por el viaje, tenían un brillo un tanto febril.
EN
EL RESTAURANTE
El restaurante era claro, elegante y
agradable. Estaba situado a la derecha del vestíbulo, delante de los salones y,
según explicó Joachim, era frecuentado principalmente por los huéspedes nuevos
que comían fuera de las horas de costumbre o por los pensionistas que tenían
visitas. También se celebraban allí las fiestas de los aniversarios, las
partidas inminentes y los resultados favorables de las consultas generales. A
veces se organizaban grandes fiestas —decía Joachim— y se servía hasta champán;
pero en este momento sólo había en el restaurante una señora de unos treinta
años que leía un libro y canturreaba al mismo tiempo, tabaleando en el mantel
con la mano derecha.
Cuando los jóvenes tomaron asiento,
cambió de lugar para darles la espalda. Era muy tímida —explicó Joachim, en voz
baja— y siempre comía en el restaurante acompañada de un libro. Al parecer,
había ingresado en el sanatorio para tuberculosis de muy joven y, desde
entonces, jamás había vivido en sociedad.
—¡Entonces tú, comparado con ella, no
eres más que un principiante, a pesar de tus cinco meses, y lo seguirás siendo
cuando hayas cumplido el año! —dijo Hans Castorp a su primo.
Joachim tomó la carta e hizo con los
hombros un gesto que era nuevo en él.
Habían elegido una mesa cerca de la
ventana, que era el lugar más agradable. Se hallaban sentados junto a la
cortina de color crema, uno frente a otro, con sus rostros iluminados por la
luz de la lámpara velada de rojo. Hans Castorp juntó sus manos recién lavadas y
las frotó con una sensación de agradable espera, como tenía por costumbre al sentarse
a la mesa, tal vez porque sus antecesores tenían el habito de rezar antes de
comer la sopa. Una agradable muchacha de acento gutural, vestida de negro y
delantal blanco (con un amplio rostro de rosadas y saludables mejillas) les
sirvió. Con gran alegría, Hans Castorp se enteró de que allí llamaban a las
camareras Saaltöchter. Le
encargaron una botella de Gruaud Larose que Hans Castorp hizo que pusiesen en
fresco. La comida era excelente. Se sirvieron potaje de espárragos, tomates
rellenos, un asado con diversas sazones, entremeses particularmente bien
preparados, quesos variados y fruta. Hans Castorp comía mucho, aunque su
apetito fue menos intenso de lo que esperaba. Pero tenía la costumbre de comer
en abundancia, incluso cuando no tenía hambre, por consideración a sí mismo.
Joachim no hizo honor a la comida.
Aseguró que estaba cansado de aquella cocina; dijo que eso les pasaba a todos
allí arriba, y que era costumbre protestar contra la comida, pues cuando se
estaba instalado allí para siempre... No obstante, bebió el vino con placer, e
incluso con cierta pasión y, procurando evitar expresiones demasiado
sentimentales, manifestó repetidas veces su satisfacción por tener alguien con
quien poder hablar con sensatez.
—Sí, es magnífico que hayas venido
—dijo, y su voz tranquila revelaba emoción—, te aseguro que para mí se trata
casi de un acontecimiento. Supone un auténtico cambio, una especie de alto, de
hito en esta monotonía eterna e infinita...
—Pero el tiempo debe de pasar para
vosotros relativamente deprisa —dijo Hans Castorp.
—Deprisa y despacio, como quieras
—contestó Joachim—. Quiero decir que no pasa de ningún modo. Aquí no hay
tiempo, no hay vida —añadió moviendo la cabeza, y cogió el vaso.
Hans Castorp continuaba bebiendo, a
pesar de que sentía su rostro caliente como el fuego. Pero su cuerpo seguía
estando frío y en todos sus miembros había una especie de inquietud
particularmente alegre que, al mismo tiempo, le atormentaba un poco. Sus palabras
se precipitaban, balbuceaba, con frecuencia, y con un gesto indiferente de la
mano cambiaba de tema. Joachim también estaba muy animado y la conversación
continuó con mayor libertad y alegría cuando la señora que canturreaba y
tabaleaba se puso en pie y se marchó.
Mientras comían gesticulaban con sus
tenedores, se daban aires de importancia con la boca llena, reían, movían la
cabeza, se encogían de hombros y sin cesar de masticar volvían a hablar.
Joachim quería oír hablar de Hamburgo y había orientado la conversación hacia
el proyecto de canalización del Elba.
—¡Sensacional! —dijo Hans Castorp—.
¡Sensacional! Eso contribuirá al desarrollo de nuestra navegación; es de una
importancia incalculable. Dedicamos cincuenta millones como capital inmediato
de nuestro presupuesto, y puedes estar seguro de que sabemos exactamente lo que
hacemos.
A pesar de la importancia que atribuía
a la canalización del Elba, abandonó de inmediato este tema de conversación y
pidió a Joachim que le hablase de la vida que llevaba «aquí arriba» y de los
huéspedes, a lo que su amigo atendió con rapidez, pues se sentía feliz al poder
desahogarse y confiar en alguien. Comenzó repitiendo la historia de los
cadáveres que eran bajados por la pista de trineo y aseguró que era absolutamente
cierto. Como Hans Castorp se sintió de nuevo presa de la risa, él rió también y
pareció disfrutar con ella de buena gana, contando luego toda clase de cosas
divertidas para mantener el buen humor. A su misma mesa se sentaba la señora
Stoehr, una mujer muy enferma, esposa de un músico de Cannstadt; era la persona
más inculta que jamás había conocido. Decía «desinfeccionar» muy convencida. Al
ayudante Krokovski le llamaba «fomolus». Había
que aceptarlo todo sin reírse. Además, era cizañera, como lo son casi todos
allí arriba y hablaba de otra mujer, la señora Iltis, de la que decía que
llevaba un «esterilizador».
—¡Un «esterilizador»! ¿No te parece
extraordinario?
Medio tumbados, apoyados en los respaldos
de las sillas, reían tanto que sus cuerpos se hallaban presa de una especie de
temblor, y los dos, casi al unísono, comenzaron a tener hipo.
Entretanto, Joachim se entristeció
pensando en su infortunio.
—Sí, estamos sentados aquí riendo
—dijo con una expresión dolorosa, interrumpido por las últimas convulsiones de
su pecho— y sin embargo, no se puede prever, ni siquiera aproximadamente,
cuándo podré marcharme, pues cuando Behrens dice: «Todavía seis meses», sin
duda hay que esperar mucho más. Todo esto es muy duro. Tú mismo comprenderás lo
triste que es para mí. Ya estaba matriculado y al mes siguiente debía
presentarme a exámenes de oficial. Y aquí estoy, languideciendo con el
termómetro en la boca, contando las tonterías de esa ignara señora Stoehr y perdiendo
el tiempo. ¡Un año es muy importante a nuestra edad, comporta tantos cambios y
progresos allá abajo! Pero he de permanecer aquí dentro, como en una ciénaga;
sí, como en el interior de un agujero podrido, y te aseguro que la comparación
no es exagerada...
Curiosamente, Hans Castorp se limitó a
preguntar si era posible encontrar allí porter, cerveza negra, y, al
mirarle su primo con una expresión de sorpresa, se dio cuenta de que estaba a
punto de dormirse, si no lo había hecho ya.
—¡Te estás durmiendo! —dijo Joachim— .
Ven, es hora de ir a la cama.
—No es hora, de ninguna manera —dijo
Hans.
Sin embargo, siguió a Joachim un poco
inclinado, con las piernas rígidas como un hombre que se muere de cansancio.
Luego hizo un gran esfuerzo cuando en el vestíbulo, débilmente alumbrado, oyó
decir a su primo:
—Ahí está Krokovski. Creo que tendré
que presentártelo.
El doctor Krokovski se hallaba sentado
a plena luz, ante la chimenea de uno de los salones, al lado de la puerta
corredera completamente abierta, leyendo un periódico. Se puso en pie cuando
los jóvenes se aproximaron a él, y Joachim, adoptando una actitud
militar, dijo:
—Permítame, señor doctor, que le
presente a mi primo Castorp, de Hamburgo. Acaba de llegar.
El doctor Krokovski saludó al nuevo
huésped con cierta cordialidad, vigorosa y decidida, como si quisiese dar a
entender que con él toda timidez era superflua y que sólo una confianza alegre
era lo indicado.
Tenía unos treinta y cinco años; era
ancho de espaldas, gordo, mucho más bajo que los dos jóvenes que se hallaban de
pie ante él, por lo que se vio obligado a ladear un poco la cabeza para
mirarles a los ojos. Además era pálido, de una palidez descolorida,
transparente, casi fosforescente, aumentada por el ardor sombrío de sus ojos y
por el espesor de sus cejas y de una barba bastante larga en cuyas puntas
aparecían algunos hilos blancos. Llevaba un traje negro de americana cruzada,
un poco usado, zapatos negros parecidos a sandalias, calcetines gruesos de lana
gris y un cuello blanco vuelto, de esos que Hans Castorp sólo había visto en
Dantzig, en casa de un fotógrafo, y que confería al doctor Krokovski un aire de
bohemio. Sonrió cordialmente, mostrando sus dientes amarillos entre la barba,
estrechó con fuerza la mano del joven y dijo, con voz de barítono y un acento
extranjero un tanto lánguido:
—¡Sea bienvenido, señor Castorp!
Espero que se adapte pronto y que se encuentre bien entre nosotros. ¿Me permite
preguntarle si ha venido como enfermo?
Era impresionante observar los
esfuerzos de Hans Castorp para mostrarse amable y dominar sus deseos de dormir.
Se sentía violento por hallarse en tal situación y, con el orgullo desconfiado
de los jóvenes, creyó percibir en la sonrisa y la actitud tranquilizadora del
ayudante las séñales de una mofa indulgente. Contestó diciendo que pasaría allí
tres semanas, aludió a sus exámenes y añadió que, a Dios gracias, se hallaba
completamente sano.
—¿De verdad? —preguntó el doctor
Krokovski, inclinando la cabeza a un lado como para burlarse y acentuando su
sonrisa—. ¡En tal caso es usted un fenómeno completamente digno de ser
estudiado! Porque yo nunca he encontrado a un hombre enteramente sano. ¿Me
permite que le pregunte a qué exámenes ha de presentarse?
—Soy ingeniero, señor doctor —contestó
Hans Castorp con modesta dignidad.
—¡Ah, ingeniero! —Y la sonrisa del
doctor Krokovski se retiró, perdiendo por un instante algo de su fuerza y
cordialidad—. Perfecto. Por lo tanto, no tendrá necesidad de ningún tratamiento
médico; ni de orden físico ni psíquico.
—No, muchísimas gracias —dijo Hans
Castorp, que estuvo a punto de retroceder un paso.
En ese momento la sonrisa del doctor
Krokovski apareció de nuevo victoriosa y, mientras estrechaba la mano del
joven, exclamó en voz alta:
—¡Pues que duerma usted bien, señor
Castorp, con la plena conciencia de su salud perfecta! ¡Duerma bien y hasta la
vista!
Diciendo estas palabras se despidió de
los dos jóvenes y volvió a sentarse con su periódico.
No había nadie de servicio en el
ascensor, de modo que subieron a pie por la escalera, silenciosos y un poco
turbados por el encuentro con el doctor Krokovski. Joachim acompañó a Hans
Castorp hasta la número 34, donde el portero cojo no se había olvidado de
depositar el equipaje del recién llegado, y durante un cuarto de hora
continuaron hablando, mientras Hans Castorp sacaba sus pijamas y sus objetos de
tocador, fumando un cigarrillo. Aquella noche no volvería a fumar otro cigarro,
lo que le pareció extraño y bastante insólito.
—Sin duda tiene mucha personalidad
—dijo, y mientras hablaba lanzaba el humo que había aspirado— . Pero es tan
pálido como la cera. ¡Y cómo va calzado! ¡Su aspecto es terrible! ¡Calcetines
grises y sandalias! ¿Te fijaste que al final se ofendió?
—Es bastante susceptible —dijo
Joachim—. No deberías haber rechazado tan bruscamente sus cuidados médicos, al
menos el tratamiento psíquico. No le gusta que se prescinda de eso. Yo tampoco
gozo de su estima porque no suelo hacerle muchas confidencias. Pero de vez en
cuando le cuento algún sueño para que tenga algo que disecar.
—Bueno, supongo que he estado un poco
brusco dijo Castorp algo molesto, pues estaba descontento consigo mismo por
haber podido herir a alguien, al tiempo que el cansancio de la noche le
dominaba con una fuerza redoblada.
—Buenas noches —dijo— , me muero de
sueño.
—A las ocho vendré a buscarte para ir
a desayunar anunció Joachim al salir.
Hans Castorp se lavó un poco. Quedó
dormido apenas apagó la lamparilla de la mesa de noche, pero se sobresaltó un
momento al recordar que alguien había muerto dos días antes en su misma cama.
«Sin duda no es la primera vez —se
dijo, como si esto pudiese tranquilizarle— . Es un lecho de muerte, un lecho de
muerte completamente vulgar.»
Y se quedó dormido.
Pero apenas lo hubo hecho comenzó a
soñar y soñó casi sin interrupción hasta la mañana siguiente. Vio a Joachim
Ziemssen, en una posición extrañamente retorcida, descender por una pista
oblicua en un trineo. Era de una blancura tan fosforescente como la del doctor
Krokovski, y delante del trineo iba sentado el caballero austríaco de la alta
sociedad, que tenía un aspecto extraordinariamente borroso, como el de alguien
a quien sólo se le ha oído vagamente toser. «Nos tiene completamente sin
cuidado, a nosotros los de aquí arriba», decía Joachim en su incómoda posición,
y luego era él y no el caballero quien tosía de una manera tan atrozmente
pastosa. Al instante, Hans Castorp se echó a llorar y comprendió que debía
correr a la farmacia para comprar crema facial. Pero la señora Iltis estaba
sentada en medio del camino, con su hocico puntiagudo, sosteniendo en la mano
algo que debía de ser sin duda su «esterilizador», pero que no era otra cosa
que una navaja de afeitar. Hans Castorp estalló entonces en un acceso de risa y
pasó de este modo de una emoción a otra, hasta que la luz de la mañana entró
por los postigos de su balcón y le despertó.