Capítulo II
De la tristeza
Yo
soy de los más exentos de esta pasión y no siento hacia ella ninguna
inclinación ni amor, aunque la sociedad haya convenido como justa remuneración
honrarla con su favor especial; en el mundo se disfrazan con ella la sabiduría,
la virtud, la conciencia; feo y estúpido ornamento. Los italianos, más cuerdos,
la han llamado malignidad, porque es una cualidad siempre perjudicial, siempre
loca y como tal siempre cobarde y baja: los estoicos prohibían la tristeza a
sus discípulos.
Cuenta
la historia que Psamenito, rey de Egipto habiendo sido derrotado y hecho prisionero
por Cambises, rey de Persia, y viendo junto a él a su hija, también prisionera
y convertida en sirviente a quien se enviaba a buscar agua, todos los amigos
del rey lloraban y se lamentaban en su derredor mientras él permanecía quedó
sin decir palabra, y con los ojos fijos en la tierra; viendo en aquel momento
que conducían a su hijo a la muerte, mantúvose en igual disposición, pero
habiendo observado que uno de sus amigos iba entre los cautivos, empezó a
golpearse la cabeza a dejarse ganar por la desolación.
Tal
suceso podría equipararse a lo acontecido no ha mucho a uno de nuestros
príncipes que, habiendo sabido en Trento, donde se encontraba, la nueva de la
muerte de -5- su hermano mayor,
en quien se cifraba el apoyo y honor de la casa, y luego igual desgracia de
otro hermano menor, la segunda esperanza, y habiendo sufrido ambas pérdidas con
una resignación ejemplar, como algunos días después a uno de sus servidores le
acometiese la muerte, fue muy sensible a esta nueva, y perdiendo la calma se
llenó de ostensible pena de tal modo, que algunos tomaron de ello pie para
suponer que no le había llegado a lo vivo más que la última desgracia; pero la
verdad del caso fue, que estando lleno y saturado de tristeza, la más leve
añadidura hizo que su sentimiento se desbordase. Lo mismo podría decirse del
hecho anteriormente citado, y la historia lo comprueba: Cambises, informándose
de por qué Psamenito no se había conmovido ante la desgracia de su hijo ni la
de su hija, sufrió dolor tal al ver la de uno de sus amigos: «Es, respondió,
que sólo el último dolor ha podido significarse en lágrimas; los dos primeros
sobrepasaron con mucho todo medio de expresión.»
Me
parece que se relaciona con estos ejemplos la idea de aquel pintor de la
antigüedad que teniendo que representar en el sacrificio de Ifigenia el duelo
de los asistentes según el grado de pesar que cada uno llevaba en la muerte de
aquella joven hermosa e inocente, habiendo el artista agotado los últimos
recursos de su arte, al llegar al padre de la víctima le representó con el
rostro cubierto, como si ninguna actitud humana pudiera expresar amargura tan
extrema. He aquí por qué los poetas simulan a la desgraciada Niobe, que perdió
primero siete hijos y en seguida otras tantas hijas, agobiada de pérdidas,
transformada en roca,
Diriguisse
malis[1],
para
expresar la sombría, muda y sorda estupidez que nos agobia cuando los males nos
desolan, sobrepasando nuestra resistencia. Efectivamente, el sentimiento que un
dolor ocasiona, para rayar en lo extremo, debe trastornar el alma toda e
impedir la libertad de sus acciones: como nos acontece cuando recibimos
súbitamente una mala noticia, que nos sentimos sobrecogidos, transidos y como
tullidos, e imposibilitados de todo movimiento; de modo que el alma, dando
luego libre salida a las lágrimas y a los suspiros, parece desprenderse,
deshacerse, y ensancharse a su albedrío:
Et via vix
tandem voci laxata dolore est.[2]
En
la guerra que el rey Fernando hizo a la viuda de Juan de Hungría, junto a Buda,
un soldado de a caballo desconocido -6-
se distinguió heroicamente, su arrojo fue alabado por todos, a causa de haberse
conducido valerosamente en una algarada donde encontró la muerte; pero de
ninguno tanto como de Raïsciac, señor alemán, que se prendó de una tan singular
virtud. Habiendo éste recogido el cadáver, tomado de la natural curiosidad, se
aproximó para ver quien era, y luego que le retiró la armadura, reconoció en el
muerto a su propio hijo. Esto aumentó la compasión en los asistentes: el
caballero sólo, sin proferir palabra, sin parpadear, permaneció de pie,
contemplando fijamente el cuerpo, hasta que la vehemencia de la tristeza,
habiendo postrado su espíritu, le hizo caer muerto de repente.
Chi puó dir com' egli arde, e in picciol fuoco[3],
dicen
los enamorados hablando de una pasión extrema
Misero
quod omnes
eripit
sensus mihi: nam, si nut·te,
Lesbia,
adspexi, nihil est super mi
quod loquar amens:
lingua sed torpet;tenius sub artus
flamma
dimanat; sonitu suopte
tinniunt
aures; gemina teguntur
lumina
nocte.[4]
No
es, pues, en el vivo y más enérgico calor del acceso cuando lanzamos nuestras
quejas y proferimos nuestras persuasiones; el alma está demasiado llena de
pensamientos profundos y la materia abatida y languideciendo de amor; de lo
cual nace a veces el decaimiento fortuito que sorprende a los enamorados tan a
destiempo, u la frialdad que los domina por la fuerza de un ardor extremo en el
momento mismo del acto amoroso. Todas las pasiones que se pueden aquilatar y
gustar son mediocres
Curae
leves loquuntur, ingentes stupent.[5]
La
sorpresa de una dicha que no esperábamos, nos sorprende de igual modo:
Ut me
conspexit venientem, et Troïa circam.
Arma amens
vidit; magnis exterrita monstris,
diriguit
visu in medio; calor ossa reliquit;
labitur, et longo vix tandem tempore fatur.[6]
-7-
A
más de la mujer romana que murió por el goce que la ocasionó el regreso de su
hijo de la derrota de Canas, Sófocles y Dionisio el Tirano fenecieron de
placer; y Talva acabó sus días en Córcega, leyendo las nuevas de los honores
que el senado romano le había tributado; en nuestro propio siglo al pontífice León
X, habiéndosele notificado la tom de Milán, por él ardientemente deseada, le
dominó al exceso de alegría, que le produjo una fiebre mortal. Y un testimonio
más notable todavía de la debilidad humana, Diodoro el dialéctico, murió
instantáneamente, dominado por una pasión extrema de vergüenza a causa de no
encontrar un argumento hablando en público, con que confundir a su adversario.
Yo me siento lejos de tan avasalladoras pasiones; no es grande mi recelo y
procuro además solidificarlo y endurecerlo todos los días con la reflexión.
[1] Petrificada por el dolor. OVIDIO, Metam., VI,
304. Ovidio escribe: Diriquitque malis. (N. del T.)
[2] El
dolor deja al fin paso a su voz. VIRGILIO,
Eneida, XI, 151. (N. del T.)
[3] No es muy grande el amor que puede
expresarse. PETRARCA, último verso del soneto 137. (N. del T.)
[4] ¡Infeliz de mí! El amor trastorna todos mis
sentidos. Ante tu vista. ¡oh, Lesbia! véome perdido de tal modo que hasta las
fuerzas me faltan para hablar; mi lengua se traba, una llama sutil corre por
sus venas; resuenan en mis oídos mil ruidos confusos y la lobreguez de la noche
envuelve mis ojos. CATULO, Carm., LI, 5. -Estos versos son imitación de una oda
de Safo, que, fue traducida por Boileau. (N. del T.)
[5] Cuando ligeras se formulan, cuando extremas
son mudas. SÉNECA Hipp., acto II, escen. 3, v. 607. (N. del T.)
[6] En cuanto me ve venir, en cuanto reconoce por
lados las armas troyanas, fuera de sí, como trastornada por una visión horrible
permanece inmóvil; su sangre se hiela, cae por tierra y sólo largo tiempo,
después consigue recobrar su voz. VIRGILIO, Eneida, III, 306. (N. del T.)
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