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La Venus de Ille
Prosper Merimée
Literato con aficiones históricas y arqueológicas,
inspector de monumentos históricos de Francia, miembro de la Academia de ese
país, PROSPER MERIMÉE (1803-1879) ha dejado una colección de novelas breves que
brillan por el estilo pulcro, el espíritu burlón y la afinada observación de la
realidad, que no excluye el sentido de lo fantástico, como en este relato. Colomba, Carmen, Matteo Falcone, L’Enlevement de la Redoute, son los
títulos de algunas de sus obras.
Al bajar la última colina de Canigó, distinguí en
la llanura, aunque el sol ya se había puesto, las casas de la pequeña aldea de
Ille, adonde me encaminaba.
—Seguramente —dije al catalán que desde la víspera
me servía de guía— sabe usted dónde vive el señor Peyrehorade.
—¡No he de saberlo! —exclamó—. Conozco su casa como
si fuera la mía, y si no estuviera tan oscuro, se la mostraría. Es la más
hermosa de Ille. El señor Peyrehorade tiene dinero, ya lo creo; y casa a su
hijo con quién tiene aún más que él.
—¿Se celebrará pronto la boda? —le pregunté.
—¿Pronto? Quizá ya se hayan pedido los violines
para la fiesta. Puede ser esta tarde, mañana, pasado mañana, ¡qué se yo! Será
en Puygarrig. Porque ha de saber usted que el hijo se casa con Mademoiselle de Puygarrig. ¡Será algo
digno de verse, sí!
Yo traía para el señor Peyrehorade una carta de
recomendación de mi amigo el señor P., quien me lo había descrito como un
anticuario muy instruido y de una amabilidad a toda prueba, que tendría sumo
gusto en mostrarme todas las ruinas de diez leguas a la redonda.
Por consiguiente, confiaba en que me haría visitar
los alrededores de Ille, que yo sabía ricos en monumentos antiguos y de la Edad
Media. Ese matrimonio, del que oía hablar por primera vez, trastornaba todos
mis planes.
«Seré un aguafiestas», me dije. Pero me esperaban;
estando anunciado por el señor P., era necesario que me presentara.
—Apostemos, señor —me dijo el guía, habiendo
alcanzado ya la llanura—, apostemos un cigarro a que yo adivino que viene a
hacer usted en casa del señor Peyrehorade.
—Bueno —respondí, ofreciéndole el cigarro—, eso no
es difícil de adivinar. A esta hora, y después de haber hecho seis leguas en el
Canigó lo más importante es cenar.
—Sí, pero… ¿y mañana? Mire usted, apuesto a que ha
venido a Ille para ver el ídolo. Lo adiviné cuando lo vi dibujar los santos de
Serrabona.
—¡El ídolo! ¿Qué ídolo?
Esa palabra había excitado mi curiosidad.
—¡Cómo! ¿No le han dicho en Perpinán que el señor
Peyrehorade ha encontrado un ídolo enterrado?
—¿Quiere decir usted una estatua de terracota, de
arcilla?
—No, de cobre, y hay bastante para hacer muchas
monedas grandes. Pesa tanto como una campana de iglesia. Estaba enterrada al
pie de un olivo, bastante hondo, y es ahí donde la hemos encontrado.
—¿Entonces usted presenció el hallazgo?
—Sí, señor. Hace quince días el señor Peyrehorade
nos dijo, a Jean Coll y a mí, que arrancáramos un viejo olivo helado desde el
año anterior, porque, como usted sabe, éste ha sido muy malo. Y mientras
estábamos trabajando, Jean Coll, que cavaba con el mayor entusiasmo, da un
golpe con el pico y yo oigo: bimm…
como si hubiera golpeado una campana. «¿Qué es eso?», dije yo. Seguimos cavando
y cavando, y de pronto aparece una mano negra, que parecía la mano de un muerto
saliendo de la tierra. A mí me dio miedo. Fui corriendo a ver a mi amo, y le
dije: «Señor, hay muertos bajo el olivo. Haga llamar al párroco».
»—¿Qué muertos? —dijo él. Vino, y no bien vip la
mano, exclamó—: ¡Una antigüedad! ¡Una antigüedad!
»Cualquiera habría pensado que acababa de encontrar
un tesoro. Y hete aquí que empieza a afanarse con el pico y con las manos y
trabaja a la par de nosotros».
—¿Y qué hallaron ustedes, al fin?
—Una gran mujer negra, más de medio cuerpo desnudo,
señor, con perdón de usted; todo de cobre, y el señor Peyrehorade nos dijo que
era un ídolo del tiempo de los paganos… ¡Qué digo! ¡Del tiempo de Carlomagno!
—Ya veo… alguna buena virgen de bronce, procedente
de un convento destruido.
—¿Una Santa Virgen? ¡Nada de eso! Si hubiera sido
una Santa Virgen, yo la habría reconocido. Le digo a usted que es un ídolo: se
ve en seguida por su aspecto. Lo mira a uno con sus grandes ojos blancos… Se
diría que lo está viendo. Y uno tiene que bajar los ojos al mirarla.
—¿Ojos blancos? Sin duda están incrustados en el
bronce. Probablemente será alguna estatua romana.
—¡Romana! Eso es. El señor Peyrehorade dice que es
romana. ¡Ah!, ya veo que es usted un sabio como él.
—¿Está entera la estatua, bien conservada?
—¡Oh! Sí, no le falta nada, señor. Es aún más
hermosa y mejor terminada que el busto de yeso pintado de Luis Felipe, que está
en la Municipalidad. Y con todo, la cara de esa estatua no me gusta. Tiene un
aire maligno… más aún, es maligna…
—¡Maligna! ¿Qué maldad le ha hecho a usted?
—A mí, precisamente, no.
»Pero vea usted. Estábamos forcejeando para
enderezarla, y el señor Peyrehorade también tiraba de la cuerda, aunque no
tiene más fuerza que un pollo. Yo traje una piedra para calzarla, cuando de
pronto, ¡zas!, cae boca arriba. “¡Cuidado!”, grité yo, pero demasiado tarde,
porque Jean Coll no tuvo tiempo de sacar la pierna…».
—¿Y le hizo daño?
—¡Le quebró esa pobre pierna como si fuera una
caña! Cuando vi eso, me enfurecí. Hubiera querido destrozar ese ídolo a golpes
de pico, pero el señor Peyrehorade me lo impidió. Le ha dado dinero a Jean
Coll, quién de todas maneras aún está en cama desde hace quince días que le
ocurrió eso, y el médico dice que jamás volverá a caminar con esa pierna como
con la otra. Es una lástima, él que era nuestro mejor corredor, y después del
hijo del señor Peyrehorade, el más hábil jugador de pelota. Por eso el señor
Alphonse ha estado triste, porque Coll siempre jugaba con él. Era hermoso ver
como se lanzaban la pelota. ¡Paf! ¡Paf! Jamás tocaba el suelo.
Conversando de estas cosas, entramos en Ille, y
pronto me hallé en presencia del señor Peyrehorade.
Era un viejecito todavía fuerte y bien dispuesto,
empolvado, de nariz roja y aire jovial y chacotero. Antes de abrir la cartas
del señor P., me había instalado ante una mesa bien servida, y presentado a su
esposa y su hijo diciendo que yo era un arqueólogo ilustre que debía sacar al
Rosellón del olvido en que lo tenía la indiferencia de los sabios.
Mientras comía con buen apetito, pues nada mejor
para excitarlo que el aire penetrante de las montañas, observé a mis
anfitriones. Ya he dicho algo del señor Peyrehorade; debo agregar que era la
vivacidad en persona. Hablaba, comía, se levantaba, corría a su biblioteca, me
traía libros, me mostraba grabados, me llenaba el vaso; no paraba quieto dos
minutos seguidos.
Su esposa, una mujer bastante robusta, como la
mayoría de las catalanas cuando han pasado los cuarenta años, era una
provinciana cabal, ocupada únicamente en atender su casa. Y aunque la cena
fuera suficiente para seis personas, ella corría a la cocina, había matar
pichones, abría innumerables jarras de confituras.
En un instante la mesa estuvo cubierta de platos y
botellas, y ciertamente yo habría muerto de indigestión con solo probar todo
aquello que se me ofrecía. Sin embargo, a cada plato que yo rechazaba, se
renovaban las excusas. Temían que no me hallara cómodo en Ille. ¡Hay tan pocos
recursos en las provincias, y los parisienses tienen un gusto tan difícil!
Entre las idas y venidas de sus padres, Alphonse
Peyrehorade permanecía inamovible como un vencimiento. Era un joven alto, de
veintiséis años, de fisonomía hermosa y regular, pero carente de expresión. Su
talla y su figura atlética justificaban la reputación de infatigable jugador de
pelota de que gozaba en la región.
Aquella noche vestía con elegancia: era una
reproducción exacta del grabado aparecido en el ultimo número del Journal des Modes. Pero me pareció que
su vestimenta le molestaba, pues estaba rígido como un paste en la horca de su
cuello de terciopelo, y cuando se daba vuelta parecía hecho de una sola pieza.
Sus manos grandes y curtidas par el sol, sus uñas cortas, contrastaban
singularmente con su vestidura.
Eran las manos de un obrero saliendo de las mangas
de un dandy. Por otra parte, y aunque
me examinó de pies a cabeza, con mucha curiosidad, por mi condición de
parisiense, solo una vez en toda la velada me dirigió la palabra, y fue para
preguntarme dónde había comprado la cadena de mi reloj.
—¡Ea, pues!, mi querido huésped —dijo el señor
Peyrehorade cuando la cena tocaba a su fin—, usted me pertenece, está en mi
casa. No lo soltaré sino cuando haya visto todo lo que hay de curioso en
nuestras montañas. Es necesario que aprenda a conocer nuestro Rosellón, y que
le haga justicia. No sospecha usted todo lo que tenemos que mostrarle.
Monumentos fenicios, célticos, romanos, árabes, bizantinos; todo lo verá usted,
desde el cedro hasta el hisopo. Lo llevaré por todas partes, y no le ahorraré
una piedra.
Un acceso de tos lo obligó a callar. Aproveché para
decirle que lamentaría mucho fastidiarlo en una circunstancia de tanto interés
para su familia. Si él quería darme sus excelentes consejos sobre las
excursiones que yo debía realizar, podría arreglármelas yo solo, sin necesidad
de que se tomara la molestia de acompañarme.
—¡Ah, se refiere usted a la boda de este muchacho!
—exclamó, interrumpiéndome—. Absurdo, eso será pasado mañana. Usted la
festejará con nosotros, en familia, porque la novia está de duelo por una tía a
quien hereda. Así, pues, no habrá fiesta, no habrá baile… Es una lástima… usted
habría visto danzar a nuestras catalanas… Son hermosas, y quizá lo habrían
tentado de imitar a mi Alphonse. Se dice que una boda trae otras… El sábado,
una vez casados los jóvenes, estaré libre y nos pondremos en movimiento.
Perdone que lo fastidiemos con una boda de provincia. Para un parisiense
hastiado de fiestas… ¡y una boda sin baile! Sin embargo, vera usted una novia…
una novia… ya me hablará usted de ella… Pero usted es un hombre grave y no mira
a las mujeres. Tengo algo mejor para mostrarle. ¡Ya verá…! Buena sorpresa le
reservó para mañana.
—¡Santo Dios! —le dije—, es difícil tener un tesoro
en la casa sin que la gente se entere. Creo adivinar la sorpresa que me
prepara. Pero si se trata de su estatua, la descripción que de ella me ha hecho
mi guía no ha servido más que para excitar mi curiosidad y predisponerme a la
admiración.
—¡Ah!, entonces él le ha hablado del ídolo, pues
ése es el nombre que dan a mi hermosa Venus Tur… mas no quiero decirle nada.
Mañana la verá a la luz del día y me dirá si tengo razón en creerla una obra
maestra. ¡Vaya! ¡No podría usted haber llegado más oportuno! La estatua tiene
inscripciones que yo, pobre ignorante, explico a mi manera… ¡Pero un sabio de
París!… Probablemente usted se mofará de mi interpretación; porque yo he
escrito un artículo, yo, un viejo anticuario de provincia; me he lanzado a…
quiero publicarlo lo antes posible. Si usted tiene la bondad de leerlo y
corregirlo, podría esperar… Por ejemplo, tengo suma curiosidad por saber cómo
traduciría usted esta inscripción del pedestal: CAVE… Pero aún no quiero
preguntarle nada. Mañana, mañana. ¡Hoy, ni una sola palabra de la Venus!
—Haces bien, Peyrehorade —dijo su esposa— en dejar
tranquilo a tu ídolo. No dejas comer a nuestro huésped. Vamos, él habrá visto
en París estatuas más hermosas que la tuya. Las hay por docenas en las
Tullerías, y también son de bronce.
—¡He ahí la ignorancia, la santa ignorancia
provinciana! —interrumpió Peyrehorade—. ¡Comparar una admirable antigüedad con
las vulgares figuras de Costou! ¡Con cuánta irreverencia habla de los dioses,
mi casera!
»Sepa usted que mi esposa quería hacerme fundir la
estatua y construir una campana para nuestra iglesia. ¡Y quería ser la madrina!
¡Una obra maestra de Mirón!».
—¡Obra maestra! ¡Obra maestra! ¡Bonita obra maestra
la que ha hecho! ¡Quebrarle la pierna a un hombre!
—Esposa mía, ¿ves esto? —dijo Peyrehorade con tono
resuelto, tendiendo su pierna derecha calzada en una media de seda de variados
colores—. Si mi Venus me hubiera quebrado esta pierna, no lo lamentaría.
—¡Dios mío! Peyrehorade, ¿cómo puedes decir eso?
Felizmente, no piensa lo que dice… Y sin embargo, no puedo resolverme a mirar
la estatua que, ha causado un desastre semejante. ¡Pobre Jean Coll!
—Herido por Venus, señor —dijo Peyrehorade con una
carcajada—, herido por Venus, y el tunante se queja:
»Veneris
nec praemia noris.
»¿Quién no ha sido herido por Venus?».
Alphonse, que comprendía mejor el francés que el
latín, guiñó un ojo con aire de inteligencia, y me miró como diciendo: «¿Y
usted, que es parisiense, comprende?».
Terminó la cena. Hacía una hora que yo había dejado
de comer. Estaba fatigado, y no lograba ocultar los frecuentes bostezos que se
me escapaban. La señora Peyrehorade fue la primera en notarlo, y observó que
era tiempo de ir a dormir. Entonces se renovaron las excusas por la escasa
comodidad que podían ofrecerme. Yo no estaría como en París.
¡En provincias se vive tan mal!… Era preciso ser
indulgente con los roselloneses. Y por más que yo protestara que después de
aquella jornada en la montaña un haz de paja me resultaría un lecho delicioso,
siguieron rogándome que perdonara a unos pobres campesinos si no podían
tratarme tan bien como deseaban. Subí por fin acompañado por el señor Peyrehorade
al cuarto que me habían destinado. La escalera, cuyos escalones superiores eran
de madera, desembocaba en mitad de un corredor, al que daban varias
habitaciones.
—A la derecha —dijo mi anfitrión— están los
aposentos que destino a la futura esposa de mi hijo. Su cuarto está en el
extremo opuesto del corredor. Usted comprende —añadió con expresión que quería
ser aguda—, usted comprende que es preciso dejar solos a los recién casados.
Usted estará en un extremo de la casa, ellos en el otro.
Entramos en una habitación bien amueblada, y lo
primero que vi fue un lecho de siete pies de largo, seis de ancho y tan alto
que para encaramarse a él hacia falta un banquillo. Después de indicarme el
lugar donde estaba la campanilla, y de comprobar que el azucarero estaba lleno
y los frascos de agua de Colonia debidamente colocados sobre el tocador, mi
anfitrión me dio las buenas noches y me dejó solo, no sin antes haberme
preguntado varias veces si necesitaba alguna otra cosa.
Las ventanas estaban cerradas. Antes de desvestirme,
abrí una de ellas para respirar el aire fresco de la noche, delicioso después
de una cena abundante. Frente a mí estaba el Canigó admirable en toda época,
pero que aquella noche, iluminado por una luna resplandeciente, me pareció la
montaña más hermosa del mundo. Permanecí varios minutos contemplando su
maravillosa silueta, e iba a cerrar la ventana cuando al bajar los ojos divisé
la estatua sobre un pedestal a unos cuarenta metros de la casa. Estaba colocada
en el ángulo de un seto vivo que separaba un jardincillo de un vasto rectángulo
de terreno perfectamente liso, que, según supe más tarde, era el juego de
pelota de la aldea. Ese terreno, propiedad del señor Peyrehorade, había sido
cedido por él al municipio, a urgentes instancias de su hijo.
A la distancia a que yo estaba, me era difícil
distinguir la actitud de la estatua; solo podía juzgar su altura, que me
pareció aproximada a los dos metros. En aquel momento dos mozos de la aldea
pasaban por el juego de pelota, bastante cerca del seto, silbando la alegre
canción del Rosellón Montagnes régalades.
Se detuvieron para mirar la estatua; uno llegó a apostrofarla en voz alta.
Hablaba en catalán; pero yo había estado lo bastante en el Rosellón como para
comprender aproximadamente lo que decía:
—¡Aquí estás, pilla! —El término era mucho más
enérgico—. ¡Aquí estás! ¡Eres tú, pues, quien le ha quebrado la pierna a Jean
Coll! ¡Si fueras mía, yo te rompería el cuello!
—¡Bah! ¿Con qué? —dijo el otro—. Es de cobre, y tan
dura que Etienne ha roto su lima tratando de pulirla. Es cobre del tiempo de
los paganos; más duro que no sé qué.
—Si yo tuviera mi cortafrío —aseguró el primero
(parece que era aprendiz de cerrajero)—, le haría saltar esos grandes ojos
blancos con la misma facilidad con que arrancaría una almendra de su cáscara.
Hay en ellos más de cien sous de
plata.
Se alejaron algunos pasos.
—Tengo que darle las buenas noches al ídolo —dijo
el más alto de los aprendices, deteniéndose de golpe.
Se agachó, y probablemente recogió una piedra. Lo
vi estirar el brazo, lanzar algo y en seguida un sonoro golpe retiñó en el
bronce. Instantáneamente el aprendiz se llevó una mano a la cabeza, lanzando un
grito de dolor.
—¡Me la ha devuelto! —exclamó.
Y los dos mozos huyeron a toda carrera. Era
evidente que la piedra había rebotado en el metal y había castigado al gracioso
por el ultraje infligido a la diosa.
Cerré la ventana riendo.
—Otro vándalo castigado por Venus. ¡Ojalá se rompan
del mismo modo la cabeza todos los destructores de nuestros viejos monumentos!
Y con este caritativo deseo, me quedé dormido.
Cuando desperté, era pleno día. A un lado de mi cama estaba el señor
Peyrehorade, en robe de chambre; al otro, un criado, enviado por
su mujer con una taza de chocolate.
—Vamos, levántese, señor parisiense. ¡Estos perezosos
de la capital! —decía mi anfitrión mientras yo me vestía apresuradamente—. Las
ocho de la mañana y todavía en la cama. Yo estoy levantado desde las seis. Y es
la tercera vez que subo. Me he acercado a su puerta en puntillas. Nada, ninguna
señal de vida. Le hará mal dormir demasiado a su edad. Y mi Venus, que no ha
visto aún… Vamos, tome rápido esa taza de chocolate de Barcelona… Un auténtico
contrabando, un chocolate como no se encuentra en París. Recupere fuerzas,
porque cuando esté delante de mi Venus, nadie podrá apartarlo de ella.
En cinco minutos estuve preparado, es decir
afeitado a medias, con la ropa mal abotonada y escaldado por el chocolate que
había bebido hirviente. Bajé al jardín y me encontré ante una admirable
estatua.
Era, sin duda, una Venus, y de una maravillosa
hermosura. Desnuda de medio cuerpo arriba, como representaban por lo general
los antiguos a las grandes divinidades; la mano derecha, levantada a la altura
del pecho, estaba vuelta con la palma hacia adentro, el pulgar y los dos
primeros dedos extendidos, los otros dos ligeramente flexionados.
La otra mano, pegada a la cadera, sostenía el
ropaje que cubría la parte inferior del cuerpo. La actitud de esta estatua me
recordaba la del Jugador de murra, al
que suele designarse, yo no sé por qué, con el nombre de Germanicus. Quizá se
había querido representar a la diosa jugando a la murra.
De todas maneras, sería imposible imaginar algo más
perfecto que el cuerpo de aquella Venus. Nada más suave, más voluptuoso que sus
contornos; nada más elegante ni más noble que su ropaje. Yo había esperado
encontrarme con un trabajo mediocre del Bajo Imperio; en cambio, veía ante mi
una obra maestra de la mejor época de la estatuaria. Lo que me asombraba, sobre
todo, era la exquisita veracidad de las formas, que habrían podido creerse
modeladas sobre la naturaleza, si ésta produjera modelos tan perfectos.
La cabellera, recogida sobre la frente, parecía
haber sido antaño dorada. La cabeza, pequeña como la de casi todas las estatuas
griegas, estaba levemente inclinada hacia adelante. En cuanto al rostro, jamás
lograré describir su extraño carácter; no se parecía a ninguna de las estatuas
antiguas que yo recordaba. Carecía de esa belleza calma y severa de los
escultores griegos, que daban por sisterna a todos los rasgos una majestuosa
inmovilidad. Aquí, por el contrario, observé con sorpresa la evidente intención
del artista de infundir en su obra una malicia lindante con la perfidia.
Todos los rasgos estaban levemente contraídos: los
ojos un poco oblicuos, la boca enarcada en las comisuras, las fosas nasales
levemente abultadas. Desdén, ironía, crueldad, se leían en aquel rostro que sin
embargo tenía una increíble belleza. En verdad, cuanto más se contemplaba
aquella admirable estatua, tanto más se experimentaba el penoso sentimiento de
que una hermosura tan extraordinaria pudiese estar acompañada de la ausencia de
toda sensibilidad.
—Si el modelo ha existido alguna vez —dije a
Peyrehorade—, aunque dudo que el cielo haya producido alguna vez mujer como ésta,
compadezco a sus amantes. Debió de complacerse en hacerlos morir de
desesperación. Hay en su expresión algo feroz, y sin embargo nunca he visto
nada tan bello.
—Cest Venus
tout entiere a sa proie attachee —exclamó Peyrehorade, satisfecho de mi
entusiasmo. La expresión de infernal ironía de la estatua era aumentada, si
cabe, por el contraste entre sus ojos incrustados de plata, muy brillantes, y
la pátina de un verde negruzco con que el tiempo había cubierto el resto de su
cuerpo. Esos ojos brillantes producían cierta ilusión de realidad, de vida.
Recordé lo que me había dicho el guía, que hacía bajar los ojos a quienes la
miraban. Eso era casi cierto, y no pude reprimir un movimiento de cólera contra
mí mismo al sentirme incómodo ante aquella figura de bronce.
—Ahora que ha admirado todo en detalle, mi querido
colega en antiguallas —dijo mi anfitrión—, iniciemos, si le parece, una
conferencia científica. ¿Qué dice usted de esta inscripción, en la que aún no
ha reparado?
Me mostró el pedestal de la estatua, donde leí
estas palabras:
CAVE AMANTEM
—Quid dicis,
doctissime? —me preguntó frotándose las manos—. ¡Vamos a ver si descubrimos
el sentido de ese cave amantem!
—Tiene dos sentidos —repuse—. Puede traducirse así:
«Cuídate de quien te ama, desconfía de los amantes». Pero en este sentido, no
se si cave amantem sería buen latín.
A juzgar por la expresión diabólica de la dama, creo más bien que el artista ha
querido prevenir al espectador contra esa terrible belleza. En este caso, yo
traduciría: «Cuídate si ella te ama».
—¡Hum! —dijo Peyrehorade—, sí, es un sentido
admisible; pero, si a usted no le incomoda, yo prefiero la primera traducción,
aunque he de desarrollarla. ¿Usted sabe quién fue el amante de Venus?
—Hubo varios.
—Sí, pero el primero fue Vulcano. ¿No querrá decir
esa inscripción: «A pesar de toda tu belleza, de tu aire desdeñoso, tendrás por
amante a un herrero, un villano cojo»? ¡Profunda lección, señor, para las
coquetas!
—El latín es un idioma terrible en su concisión
—observé para no contradecir formalmente a mi anticuario, y retrocedí un par de
pasos con el propósito de contemplar mejor la estatua.
—¡Un momento, colega! —dijo Peyrehorade,
deteniéndome por el brazo—. Aún no lo ha visto todo. Hay otra inscripción. Suba
al pedestal y mire el brazo derecho.
Y diciendo esto, me ayudó a subir.
Me sujeté sin demasiadas ceremonias del cuello de
la Venus, con la que ya empezaba a familiarizarme. Inclusive la miré un
instante frente a frente, y me pareció, de cerca, aún más pérfida y más bella
que antes. Después advertí que tenía grabados en el brazo algunos caracteres
que me parecieron de escritura cursiva antigua. Con ayuda de las gafas,
deletreé lo que sigue, mientras Peyrehorade repetía cada palabra a medida que
yo la pronunciaba, aprobando con el gesto y con la voz:
»VENERI TVRBVL
»EVTYCHES MYRO
»IMPERIO
FECIT».
Después de la palabra TVRBVL de la primera línea,
me pareció que había algunas letras borradas. Pero TVRBVL era perfectamente
legible.
—¿Qué quiere decir? —me preguntó mi anfitrión,
radiante y sonriendo con malicia, pues seguramente pensaba que no acertaría a
descifrar con facilidad el TVRBVL.
—Hay una palabra que todavía no alcanzo a explicar
—repuse—. Todo lo demás es fácil: «Eutiques Mirón, por orden de Venus, le ha
hecho esta ofrenda».
—Perfecto. Pero, TVRBVL, ¿qué le parece? ¿Qué
quiere decir TVRBVL?
—Ésa es justamente la palabra que me intriga. Busco
en vano cualquier epíteto conocido de Venus que pueda servirme. Veamos, ¿qué le
parece TVRBVLENTA? Venus que turba, que agita… Como usted ve, sigue
preocupándome su expresión maligna. TVRBVLENTA no es un epíteto del todo malo
para Venus —añadí modestamente, pues yo mismo no me sentía demasiado satisfecho
de mi explicación.
—¡Venus turbulenta! ¡Venus la alborotadora! Ah,
¿usted cree entonces que mi Venus es una Venus de cabaret? No, señor, nada de eso; es una Venus de buena alcurnia.
Pero voy a explicarle ese TVRBVL… siempre que me prometa no divulgar mi
descubrimiento antes de la publicación de mi memoria. Porque, como usted ve, me
siento orgulloso de mi hallazgo, y al fin y al cabo bien pueden ustedes dejar
que nosotros, pobres diablos provincianos, cosechemos algunas espigas. ¡Son
ustedes tan ricos, señores sabios parisienses! …
Desde lo alto del pedestal, donde aún seguía
encaramado, le prometí solemnemente que jamás cometería la indignidad de
robarle su descubrimiento.
—TVRBVL…, señor —dijo, acercándose y bajando la
voz, temeroso de que alguna otra persona lo oyera—, debe leerse TVRBVLNERAE.
—Sigo sin comprender.
—Escúcheme bien. A una legua de aquí, al pie de la
montaña, hay una aldea llamada Boulternere. Es una corrupción de la palabra
latina TVRBVLNERA. Nada más común que esas inversiones. Boulternere fue una
ciudad romana. Siempre lo había sospechado, pero no tenía pruebas. Y ahora la
prueba está ante nuestros ojos: esta Venus fue la divinidad local de la ciudad
de Boulternere, y esta palabra Boulternere, cuyo origen antiguo acabo de
demostrar, prueba una cosa muy extraña: Boulternere antes de ser ciudad romana
había sido fenicia.
Hizo una pausa para recobrar el aliento y gozar de
mi sorpresa. Logré reprimir un fuerte impulso de reír.
—En efecto —prosiguió—. TVRBVLNERA es fenicio puro.
TVR es la misma palabra que SUR, ¿verdad? Y SUR es el nombre fenicio de Tiro;
no es necesario que le recuerde su significado. BVL es Baal, Bal, Bel, Bul, la
misma palabra con ligeras diferencias de pronunciación. En cuanto a NERA, esto
me preocupa un poco. A falta de una palabra fenicia, estoy tentado de creer que
proviene del griego. VRPOQ, húmedo, pantanoso. Sería, pues, una palabra
híbrida. Para justificar mi elección de VRPOQ, le mostraré cómo en Boulternére
los arroyos de la montaña forman pantanos infectos. Por otra parte, la
terminación NERA pudo ser agregada más tarde en honor de Nera Pivesuvia, mujer
de Tétrico, quien habría otorgado algún beneficio a la ciudad de Turbul. Mas,
teniendo en cuenta los pantanos, prefiero la etimología de VRPOQ.
Tomó rapé con expresión satisfecha.
—Pero dejemos a los fenicios y volvamos a la
inscripción. Traduzco, pues: «Por orden de Venus de Boulternere, Mirón le
dedica esta estatua hecha por él».
Me cuidé muy bien de criticar su etimología, pero
quise a mi vez hacer gala de penetración y dije:
—Un momento, señor. Mirón ha consagrado algo, pero
no estoy seguro de que sea la estatua.
—¡Cómo! —exclamó—. ¿No fue Mirón un famoso escultor
griego? El talento se habrá perpetuado en su familia. Es uno de sus
descendientes quien ha cincelado esta estatua. Es casi seguro.
—Sin embargo —repliqué—, veo en este brazo un
pequeño agujero. Pienso que ha servido para sujetar algo, un brazalete, por
ejemplo, que Mirón dio a Venus en ofrenda expiatoria. Mirón era un amante
desdichado. Venus estaba irritada contra él: la apaciguó consagrándole un
brazalete de oro. Observé que fecit
se utiliza a menudo en lugar de consecravit.
Son términos sinónimos. Le mostraría más de un ejemplo si tuviese a mano a
Gruter o a Orellius. Es natural que un enamorado vea a Venus en sueños, que se
imagine que ella le ordena ofrendar a su estatua un brazalete de oro. Mirón le
consagró ese brazalete… Después los bárbaros, o algún ladrón sacrílego…
—¡Ah, cómo se ve que usted escribe novelas!
—exclamó mi anfitrión, tendiéndome la mano para ayudarme a descender—. No,
señor, esta es una obra de la escuela de Mirón. Observe la técnica de ejecución
y tendrá que admitirlo.
Habiendo adoptado por principio el no contradecir
jamás a los anticuarios testarudos, bajé la cabeza con expresión de
convencimiento y dije:
—Es una obra admirable.
—¡Ah, Dios mío! —exclamó de pronto el señor Peyrehorade—.
¡Otro acto de vandalismo! ¡Han lanzado una piedra a mi estatua!
Acababa de descubrir una mancha blanca un poco por
encima del pecho de la Venus. Yo advertí una huella similar en los dedos de la
mano derecha; supuse entonces que habían sido rozados por la trayectoria de la
piedra, o bien que el choque desprendió un fragmento y que éste rebotó sobre la
mano. Relaté a mí anfitrión la ofensa que presenciara y el pronto castigo que
le había seguido. Él se rio mucho, y comparando el aprendiz a Diómedes, le
deseó que, como el héroe griego, viese a todos sus compañeros convertidos en
pájaros blancos.
La campana que llamaba al desayuno interrumpió esta
conversación sobre temas clásicos, y del mismo modo que la víspera, me vi
obligado a comer por cuatro. Después vinieron los arrendatarios del señor
Peyrehorade; y mientras él les daba audiencia, su hijo me llevó a ver una
calesa que había comprado en Toulouse para su prometida, y que, naturalmente,
elogié sin reservas. En seguida entré con él en la cuadra, donde se pasó media
hora elogiándome sus caballos, trazándome su genealogía y enumerando los
premios que había ganado en las carreras del distrito. Al fin acabó hablándome
de su futura, so pretexto de una yegua tordilla que había comprado para ella.
—La veremos hoy —dijo—. No sé si le parecerá
hermosa. En París son ustedes exigentes; pero aquí y en Perpiñán todo el mundo
la encuentra encantadora. Lo bueno está en que es muy rica. Una tía de Prades
le ha dejado una fortuna. ¡Oh, seré muy feliz!
Aquel espectáculo de un joven que parecía más
interesado por la dote que por los bellos ojos de su futura me chocó
profundamente.
—Usted es buen conocedor de joyas —prosiguió
Alphonse—. ¿Qué le parece ésta? Es el anillo que le daré mañana.
Y diciendo esto, se sacó de la primera falange del
dedo meñique un grueso anillo engastado de diamantes y formado por dos manos
entrelazadas, alusión que me pareció infinitamente poética. El trabajo era
antiguo, pero imaginé que había sido retocado para engarzar los diamantes. En
el interior de la sortija se leían estas palabras en letras góticas:
Sempr’
ab ti, es decir, siempre contigo.
—Hermoso anillo —dije—. Pero esos diamantes que le
han sido agregados le hacen perder un poco de su carácter.
—¡Oh, ahora es mucho más hermoso! —contestó
sonriendo—. Hay aquí mil doscientos francos de diamantes. Me lo ha dado mi
madre. Era un anillo de la familia, muy viejo, de la época de la caballería.
Perteneció a mi abuela, que lo había recibido de la suya. Sabe Dios cuando fue
hecho.
—La costumbre en París —le dije— es dar un anillo
muy simple, compuesto por lo general de dos metales diferentes, como el oro y
el platino. El otro anillo que tiene usted en la mano sería muy adecuado. Éste,
con sus diamantes y sus manos en relieve, es tan grueso, que no permitirá usar
un guante.
—¡Oh, mi esposa hará lo que le plazca! Creo que se
alegrará mucho de poseerlo. No es desagradable llevar mil doscientos francos en
la mano. Este anillito —añadió contemplando con aire de satisfacción el otro,
desprovisto de adornos—, me lo dio una mujer de París un martes de carnaval.
¡Ah, qué bien lo pasé cuando estuve en París hace dos años! ¡Allá si que se
divierte uno!
Y lanzó un suspiro de pesar.
Aquel día debíamos comer en Puygarrig, con los
padres de la prometida. Subimos en calesa y nos dirigimos al castillo, distante
una legua y media aproximadamente de Ille. Fui presentado y recibido como un
amigo de la familia. No hablaré de la cena ni de la conversación que se siguió
en la que apenas intervine. Alphonse, sentado junto a su futura esposa, le
decía de tanto en tanto alguna palabra al oído. Ella no alzaba los ojos, y cada
vez que su pretendiente le hablaba, se ruborizaba, pero contestaba sin torpeza.
Mademoiselle de Puygarrig
tenía dieciocho años y su figura esbelta y delicada contrastaba con el huesudo
físico de su robusto prometido. Era no solamente hermosa, sino seductora.
Admire la perfecta naturalidad de todas sus respuestas, y su aire de bondad no
exenta de una leve malicia me recordó, a pesar mío, la Venus de mi anfitrión. Y
al establecer para mis adentros esta comparación, me pregunté si la superior
belleza que era necesario conceder a la estatua no procedía, en gran parte, de
su expresión de tigresa; porque la energía, aún en las malas pasiones, excita
siempre en nosotros un asombro y una especie de admiración involuntaria.
«¡Qué lástima», me dije al salir de Puygarrig, «que
una persona tan amable sea rica, y que su dote la haga apetecible a un hombre
indigno de ella!».
Volviendo a Ille, y no sabiendo qué decir a Mme. De
Peyrehorade (a quien creí conveniente dirigir de tanto en tanto la palabra),
observé:
—¡Qué valientes son ustedes en el Rosellón! ¿Cómo
es, señora, que celebran una boda en viernes? En París somos más
supersticiosos. Nadie se atrevería a casarse en semejante día.
—Por Dios, no me lo recuerde —contestó—. Si hubiera
dependido de mí, sin duda se habría elegido otro día. Pero Peyrehorade lo ha
querido, y hemos tenido que ceder. Sin embargo, estoy inquieta. ¿Si ocurriera
una desgracia? Algún motivo ha de haber para que todo el mundo tenga miedo del
viernes.
—El viernes —exclamó su esposo— es el día de Venus.
Excelente día para una boda. Ya ve usted, querido colega, que no pienso en otra
cosa que en mi Venus. Palabra de honor, es por ella que he elegido el viernes.
Mañana, si usted quiere, antes de la boda, le haremos un pequeño sacrificio.
Sacrificaremos dos palomas, y si yo supiera dónde encontrar incienso…
—¡Qué vergüenza, Peyrehorade! —interrumpió su
mujer, escandalizada al extremo—. ¡Incensar un ídolo! ¡Sería una abominación!
¿Qué dirían de nosotros los vecinos?
—Por lo menos —repuso él—, me permitirás ponerle en
la cabeza una corona de rosas y de lirios:
»Manibus.
Date lillia plenis.
»Ya ve usted, señor: la constitución es una palabra
vana. ¡No tenemos libertad de cultos!».
Las actividades del día siguiente fueron ordenadas
de la siguiente manera. Todo el mundo debía estar preparado y vestido a las
diez de la mañana en punto. Después de tomar el chocolate, iríamos en carruaje
a Puygarrig. La ceremonia civil debía realizarse en la alcaldía de la aldea, la
ceremonia religiosa en la capilla del castillo. Después vendría el almuerzo, y
más tarde cada uno pasaría el tiempo en la mejor forma posible hasta las siete.
A esa hora, volverían todos a Ille, donde ambas familias cenarían juntas en
casa del señor Peyrehorade. Lo demás resultaba naturalmente de lo anterior: ya
que no se podía bailar, se quería comer lo más posible.
A las ocho de la mañana yo estaba sentado delante
de la Venus, con un lápiz en la mano, recomenzando por vigésima vez la cabeza
de la estatua, sin conseguir captar su expresión. El señor Peyrehorade iba y
venía a mi alrededor, dándome consejos y repitiéndome sus etimologías fenicias.
Más tarde depositó rosas de Bengala sobre el pedestal de la estatua, y en un
tono tragicómico formuló votos por la pareja que iba a vivir debajo de su
techo. A las nueve entró en la casa para acabar de arreglarse, y al mismo
tiempo apareció Alphonse, muy tieso en su frac nuevo, con guantes blancos,
zapatos charolados y cincelados botones de camisa, además de una rosa en el
ojal.
—¿No quiere hacer el retrato de mi mujer?
—preguntó, inclinándose sobre mi dibujo—. Ella también es hermosa.
En aquel momento comenzaba en la cancha de pelota
que ya he mencionado un juego que instantáneamente atrajo la atención de
Alphonse. Y yo mismo, fatigado y desesperado de reproducir aquella figura
diabólica, abandoné bien pronto mi dibujo para observar a los jugadores. Había
entre ellos a algunos arrieros españoles llegados la víspera. Aragoneses y
navarros, tenían casi todos una maravillosa habilidad. Y los de Ille, aunque
alentados por la presencia y los consejos de Alphonse, fueron rápidamente
batidos por estos nuevos campeones. Los espectadores lugareños estaban
consternados. Alphonse miró su reloj. No eran más de las nueve y media. Su
madre aún no se había peinado. No vaciló más. Se quitó el frac, pidió una
chaqueta y desafió a los españoles. Yo lo miré sonriendo y un poco sorprendido.
—Hay que mantener el honor del país —dijo.
A partir de entonces me pareció verdaderamente
hermoso. Era apasionado. Su elegancia, que tanto le preocupaba poco antes, ya
nada significaba para él. Algunos minutos atrás, había temido volver la cabeza
por no estropear el nudo de la corbata. Ahora ya no pensaba en su cabello
rizado ni en su camisa tan bien plegada. ¿Y su prometida…? Estoy seguro de que
en caso necesario Alphonse habría hecho postergar la boda. Lo vi calzarse
apresuradamente un par de sandalias, arremangarse los puños y con aire decidido
ponerse al frente de los derrotados, como César reuniendo sus soldados en
Dyrrachium. Salté el cerco y me instalé cómodamente a la sombra de un árbol,
desde donde podía ver bien lo que sucedía en ambos campos.
Defraudando la expectativa general, Alphonse marró
la primera pelota; cierto es que llegó rasando el suelo y lanzada con fuerza
sorprendente por un aragonés que parecía el jefe de los españoles.
Era un hombre de unos cuarenta años, seco y
nervioso, de seis pies de estatura, y su tez olivácea tenía un tinte casi tan
oscuro como el bronce de la Venus.
Alphonse, furioso, lanzó al suelo su raqueta.
—¡Este maldito anillo —gritó—, que me aprieta el dedo y me hace errar una
pelota segura!
Se quitó no sin esfuerzo, su anillo de diamantes.
Me acerqué para guardárselo. Pero él se adelantó, corrió hacia la Venus y
deslizó la sortija en su dedo anular. En seguida volvió a su puesto.
Estaba pálido, pero tranquilo y resuelto. A partir
de aquel momento no perdió un solo tanto, y los españoles fueron completamente
derrotados. El entusiasmo de los espectadores fue un hermoso espectáculo; unos
lanzaban gritos de alegría tirando al aire sus sombreros; otros le estrechaban
las manos, llamándolo el crédito del país. Dudo que hubiese recibido
felicitaciones más vivas y sinceras si hubiese rechazado una invasión. Y la
humillación de los vencidos contribuyó al esplendor de su victoria.
—Jugaremos otro partido, amigo mío —dijo al
aragonés en un tono de superioridad—. Pero le daré ventaja.
Yo habría deseado que Alphonse fuese más modesto y
me sentí casi dolorido por la humillación de su rival.
El insulto ofendió vivamente al gigante español.
Palideció bajo su tez curtida. Miró su paleta con aire sombrío, apretando los
dientes. Después dijo en voz baja y sorda:
—Me lo
pagarás[1].
La voz del señor Peyrehorade turbó el triunfo de su
hijo; sorprendido de no encontrarlo presidiendo los aprestos de la calesa
nueva, se sorprendió aún más al verlo bañado en sudor, con la raqueta en la
mano. Alphonse corrió a la casa, se lavó el rostro y las manos, volvió a
ponerse el frac nuevo y los zapatos charolados, y cinco minutos después
avanzábamos al trote largo por el camino de Puygarrig.
Todos los jugadores de pelota de la aldea y gran
número de espectadores nos siguieron con gritos de alegría. Los robustos caballos
que tiraban de nuestro carruaje apenas podían mantener la delantera sobre
aquellos intrépidos catalanes. Estábamos en Puygarrig y el cortejo iba a
ponerse en marcha camino a la alcaldía cuando Alphonse se llevó la mano a la
frente y me dijo en voz baja:
—¡Qué fastidio! ¡He olvidado el anillo! ¡Está en el
dedo de Venus, que el diablo se la lleve! No se lo diga a mi madre, por lo
menos. Quizá no lo note.
—¿Por qué no manda a alguien a buscarlo?
—¡Bah! Mi criado se quedó en Ille, y de estos no me
fío. Mil doscientos francos en diamantes pueden tentar a cualquiera. Además,
¿qué pensarían de mi distracción? Se burlarían de mí. Me llamarían el marido de
la estatua… ¡con tal que no me lo roben! Felizmente, el ídolo infunde temor a
estos pillos. No osan acercarse a la distancia de un brazo. ¡Bah!, no es nada.
Tengo otro anillo.
Las dos ceremonias, civil y religiosa, se
efectuaron con la pompa de rigor; y Mademoiselle
Puygarrig recibió el anillo de una modista parisiense, sin sospechar que su
prometido le sacrificaba un recuerdo amoroso. Después nos sentamos todos a la
mesa, bebimos, comimos y aun cantamos prolongadamente. Yo sufría por la
prometida las rudas chanzas que estallaban a su alrededor. Sin embargo, ella
las toleraba mejor de lo que yo había esperado, y su desasosiego no llegaba a
convertirse en torpeza ni en afectación.
Quizá las situaciones difíciles infundan valor.
El almuerzo terminó cuando Dios quiso. Eran las
cuatro de la tarde. Los hombres fueron a pasearse por el parque, que era
magnífico, o se quedaron a mirar las danzas de los campesinos de Puygarrig,
ataviados de fiesta, en el prado del castillo. De este modo transcurrieron
varias horas. Entretanto, las mujeres rodeaban solícitas a la novia, que les
mostraba sus regalos. Después mudó de ropa, y observé que cubría sus hermosos
cabellos con un sombrero de plumas; las mujeres siempre se apresuran a usar en
la primera oportunidad que se les presenta el atavío que la costumbre les
prohíbe cuando todavía son solteras.
Eran casi las ocho cuando nos dispusimos a regresar
a Ille. Pero antes hubo una escena patética. La tía de la novia, mujer muy
anciana y devota, que hacía para con ella las veces de madre, no debía
acompañarnos.
En el momento de la partida dirigió a su sobrina un
conmovedor sermón sobre sus deberes de esposa, del cual resultó un torrente de
lágrimas y una infinidad de abrazos. El señor Peyrehorade comparó esta
separación con el rapto de las sabinas. Partimos, sin embargo, y en el trayecto
todos se esforzaron por distraer a la recién casada y hacerla reír. Pero fue en
vano.
En Ille nos esperaba la cena, ¡y qué cena! Si el
tosco regocijo de la mañana me había chocado, mucho más me impresionaron los
equívocos y chanzas de que se hizo víctima principal a la pareja. El novio, que
se había ausentado unos segundos antes de sentarse a la mesa, estaba pálido y
con una seriedad de hielo. Bebía una copa tras otra de viejo vino de Collioure,
casi tan fuerte como el aguardiente. Yo estaba a su lado, y me creí obligado a
advertirle:
—¡Tenga cuidado! Se dice que el vino…
No se qué tontería añadí para ponerme a tono con
los demás comensales.
Él me tocó la rodilla y dijo en voz muy baja:
—Cuando nos levantemos de la mesa… quiero hablarle
unas palabras. Su tono solemne me sorprendió. Lo mire atentamente y observé la
extraña alteración de sus rasgos.
—¿Se siente indispuesto? —le pregunté.
—No.
Y siguió bebiendo.
Entretanto, en medio de gritos y aplausos, un niño
de doce años, que se había deslizado bajo la mesa, mostró a los asistentes una
hermosa cinta rosada y blanca que había desatado del tobillo de la novia. Se le
llamó la liga de la desposada, y después de ser cortada en pedacitos fue
repartida entre los jóvenes, que adornaron con ellos sus ojales, según una
vieja costumbre que se conserva aún en algunas familias patriarcales. Y esta
vez la desposada enrojeció hasta el blanco de los ojos. Pero su turbación llegó
al máximo cuando el señor Peyrehorade después de reclamar silencio cantó
algunos versos en catalán, improvisados, según él, cuyo sentido si no los comprendí
mal era el siguiente: «¿Qué es esto, amigos míos? ¿El vino que he bebido me
hace ver doble? Hay aquí dos Venus…».
La desposada volvió bruscamente la cabeza con una
expresión aterrada que hizo reír a todo el mundo.
—Sí —prosiguió el señor Peyrehorade—, hay dos Venus
bajo mi techo. A una la he encontrado en la tierra, como una trufa; la otra,
descendida del cielo, acaba de dividir su cinturón entre nosotros. Quería decir
su liga.
—Hijo mío, elige la Venus romana o la catalana… El
muy pillo elige la catalana, y elige lo mejor. La romana es negra, la catalana
es blanca. La romana es fría, la catalana inflama a todo el que se le acerca.
Esta salida provocó tal algarabía, aplausos tan
ruidosos y risas tan sonoras, que me pareció que el techo estaba a punto de
desplomarse sobre nosotros. En torno a la mesa solo había tres semblantes
serios, el de los recién casados y el mío. Yo tenía un fuerte dolor de cabeza;
además, no sé por que, una boda siempre me entristece. Ésta, por añadidura, me
disgustaba un poco.
Cuando el teniente/alcalde cantó las últimas
coplas, bastante ligeras por cierto, todos pasamos al salón para despedir a la
novia, que bien pronto debía ser conducida a su alcoba, pues ya se acercaba la
medianoche.
Alphonse me llevó al alféizar de una ventana y me
dijo, desviando los ojos:
—Usted se burlará de mí… Pero no sé qué tengo…
¡estoy hechizado! ¡El diablo me lleve!
Lo primero que se me ocurrió fue que se creía
amenazado de alguna de esas desgracias de que hablan Montaigne y Madame de Sevigné: «Todo el imperio
amoroso está colmado de historias trágicas, etc».
«Yo creía que esta clase de accidentes solo
ocurrían a la gente de espíritu», pensé para mis adentros.
—Ha bebido demasiado vino de Collioure, mi querido
amigo —le dije—. Yo se lo advertí.
—Sí, puede ser. Pero se trata de algo mucho más
terrible.
Hablaba con voz entrecortada. Me pareció
completamente ebrio.
—¿Usted recuerda lo que le dije de mi anillo?
—prosiguió después de una pausa.
—Sí, ¿se lo han robado?
—No.
—En ese caso, ¿lo tiene en su poder?
—No… yo… no puedo sacarlo del dedo de esa maldita
Venus.
—¡Vamos! No habrá tirado con suficiente fuerza.
—Sí, por cierto… Pero ella ha doblado el dedo.
Me miró fijamente con expresión huraña, apoyándose
en la falleba para no caerse.
—¡Qué disparate! —le dije—. Ha introducido
demasiado el anillo en el dedo. Mañana podrá sacarlo con un par de tenazas.
Pero tenga cuidado de no dañar la estatua.
—No, le digo que no. Venus ha encogido el dedo, lo
ha replegado. Cierra la mano, ¿comprende usted? Es mi esposa, aparentemente,
puesto que le he dado mi anillo… No quiere devolvérmelo.
Me estremecí bruscamente y por un instante sentí la
piel de gallina. Pero en aquel momento él suspiró hondamente, lanzando una
tufarada de vino, y toda emoción de mi parte desapareció.
«Este condenado», pensé, «está completamente
borracho».
—Usted es un anticuario, señor —prosiguió Alphonse
con acento lamentable—. Usted conoce esas estatuas… Quizá hay algún resorte,
algún truco que yo no conozco… ¿No quiere verla?
—De buena gana —repuse—. Venga conmigo.
—No. Prefiero que vaya usted solo.
Salí del salón.
El tiempo había cambiado durante la cena; ahora
empezaba a llover con fuerza. Iba a pedir un paraguas, cuando una reflexión me
detuvo. «Sería muy tonto», me dije, «si fuera a comprobar lo que me dice un
hombre ebrio. Quizá, por otra parte, haya querido hacerme una broma de mal
gusto, para hacer reír a estos honrados provincianos. Y en todo caso, lo menos
que puede ocurrirme es empaparme los huesos y pescarme un buen resfrío».
Desde la puerta lancé un vistazo a la estatua
chorreante de agua y subí a mi cuarto sin volver al salón. Me acosté; pero
tardé mucho tiempo en conciliar el sueño. Todas las escenas del día retornaban
a mi memoria. Pensé en aquella muchacha tan hermosa y tan pura entregada a un
ebrio brutal.
«Qué cosa tan detestable», pensé, «es un matrimonio
de conveniencia. El alcalde se pone una faja tricolor, el cura se ciñe la
estola y la muchacha más honrada del mundo queda en manos de un minotauro. Dos
seres que no se aman, ¿qué pueden decirse en un momento como ése, un momento
que dos enamorados comprarían al precio de su vida? Una mujer, ¿puede amar
jamás a un hombre a quien ha visto grosero una vez? Las primeras impresiones no
se borran, y estoy seguro de que Alphonse merecerá ser detestado…».
En el transcurso de mi monólogo, que abrevio mucho,
de frecuentes idas y venidas en la casa, puertas que se abrían y cerraban,
vehículos que partían. Después me pareció oír, en la escalera, los pasos
ligeros de varias mujeres que se dirigían al extremo del corredor opuesto a mi
cuarto. Era probablemente el cortejo de la novia, que conducía a ésta a su
alcoba. Después los pasos descendieron nuevamente la escalera.
La puerta de Madame
de Peyrehorade se había cerrado. «Cuán turbada e inquieta debe estar esa pobre
muchacha», dije para mis adentros, revolviéndome malhumorado en el lecho. Un
hombre soltero desempeña un papel bastante estúpido en una casa donde se
celebra una boda.
Hacía algún tiempo que reinaba el silencio cuando
fue interrumpido por pesados pasos que subían la escalera. Los escalones de
madera crujían ruidosamente.
—¡Qué cernícalo! —exclamé—. Apuesto a que se cae en
la escalera.
Todo volvió a quedar tranquilo. Tomé un libro para
cambiar el curso de mis ideas. Era una estadística del departamento,
complementada por una memoria de Peyrehorade sobre los monumentos druidas del
distrito, de Prades. Me quedé dormido al llegar a la tercera página.
Dormí mal y me desperté varias veces. Serían las
cinco de la mañana, y ya hacía más de veinte minutos que estaba despierto,
cuando cantó el gallo.
Estaba por amanecer. Entonces oí claramente los
mismos pasos pesados, el mismo crujido de la escalera que había oído antes de
quedarme dormido. Esto me pareció extraño. Bostecé, tratando de adivinar por
qué Alphonse se levantaba tan temprano. No logré encontrar ninguna razón
plausible. Iba a cerrar los ojos cuando mi atención fue nuevamente excitada por
un extraño tropel al que bien pronto se mezcló un tintineo de campanillas y
ruido de puertas que se abrían estrepitosamente. Después percibí gritos
confusos.
«¡Mi borracho habrá pegado fuego a la casa!», pensé
saltando del lecho.
Me vestí rápidamente y entré en el corredor. Del
extremo opuesto partían gritos y lamentos, y una voz desgarradora dominaba a todas
las demás:
—¡Hijo mío! ¡Hijo mío!
Era evidente que alguna desgracia había sucedido a
Alphonse. Corrí a la alcoba nupcial. Estaba llena de gente. El primer
espectáculo que se ofreció a mis ojos fue el del joven, vestido a medias,
extendido de través sobre el lecho, cuyo tablado estaba roto. Estaba pálido e
inmóvil. Su madre lloraba y gemía a su lado. El señor Peyrehorade se movía de
un lado a otro, frotándole las sienes con agua de Colonia o poniéndole sales
debajo de la nariz. Inútilmente: su hijo estaba muerto hacía largo rato. Sobre
un sofá en el otro extremo de la habitación, la desposada era presa de
horribles convulsiones. Lanzaba gritos inarticulados, y dos robustos criados se
veían en dificultades para contenerla.
—¡Dios mío! —exclamé—. ¿Qué ha sucedido?
Me acerqué al lecho y levanté el cuerpo del
infortunado joven; ya estaba rígido y frío. Sus dientes apretados y su rostro
ennegrecido expresaban la angustia más atroz. Era evidente que su muerte había
sido violenta y su agonía terrible. Sin embargo, no había rastros de sangre en
sus ropas.
Le abrí la camisa y le vi en el pecho una marca que
se prolongaba por los flancos y la espalda. Parecía haber sido estrechado en un
círculo de hierro. Pisé algo duro que yacía sobre la alfombra; me agaché y vi
que era la sortija de diamantes.
Llevé al señor Peyrehorade y su esposa a su
habitación; después hice transportar allí a la desposada.
—Aún tenéis una hija —les recordé—. Debéis
cuidarla.
Y los dejé solos.
No me parecía dudoso que Alphonse había sido víctima
de un asesinato cuyos autores habían logrado introducirse durante la noche en
la alcoba nupcial. Sin embargo, aquellas magulladuras del pecho, en forma de
círculo, me intrigaban bastante. Habría sido imposible producirlas con un
bastón o con una barra de hierro. De pronto recordé haber oído decir que en
Valencia algunos matones utilizaban largos sacos de cuero, llenos de arena, con
los que golpeaban a sus víctimas para cometer sus crímenes a sueldo. Al mismo
tiempo recordé al arriero aragonés y su amenaza. Pero aún así, me costaba
trabajo pensar que hubiera tomado venganza tan terrible de una broma sin
importancia.
Recorrí la casa, buscando por doquier huellas de
una irrupción violenta, pero no pude encontrarlas. Bajé al jardín, para ver si
los asesinos habían podido introducirse por allí. Mas no hallé ningún indicio
seguro. La lluvia de la víspera, por otra parte, había enlodazado el terreno a
tal extremo que habría sido imposible encontrar huellas bien netas.
Sin embargo descubrí algunas, no muy profundas;
iban en dos direcciones contrarias, pero en una misma línea, partiendo de la
esquina del seto contigua al juego de pelota y desembocando en la puerta de la
casa. Podían ser los pasos de Alphonse, cuando fue a buscar su anillo en el
dedo de la estatua. Por otra parte, el seto era allí menos tupido; debía ser
ése el punto elegido por los asesinos para atravesarlo. Pasando una y otra vez
ante la estatua, me detuve un instante para observarla. Esta vez, lo reconozco,
no pude contemplar sin espanto su expresión de irónica perversidad. Y, con el
espíritu colmado de las escenas terribles que acababa de presenciar, creí ver
en ella una divinidad infernal que se regocijaba de la calamidad que había
caído sobre la casa.
Volví a mi cuarto y permanecí en él hasta mediodía.
A esa hora salí y pedí noticias de mis anfitriones. Estaban un poco más
calmados. Mademoiselle de Puygarrig
—debería decir la viuda de Alphonse— había recobrado el conocimiento. Quiso
hablar personalmente con el procurador real de Perpiñán, que estaba de gira en
Ille, y este magistrado recibió su declaración y pidió también la mía. Le dije
lo que sabía, y no oculté mis sospechas del arriero aragonés.
Ordenó que fuera arrestado inmediatamente.
—¿Le ha dicho algo Mme. Alphonse? —pregunté al
procurador cuando mi declaración estuvo escrita y firmada.
—Esa desdichada joven se ha vuelto loca —me
respondió sonriendo tristemente—. Loca, enteramente Loca. Dice que hacía varios
minutos que estaba acostada con las cortinas del lecho corridas, cuando se
abrió la puerta de su alcoba y entró alguien. Mme. Alphonse estaba del lado de
la pared, con el rostro vuelto hacia ella. Convencida de que era su marido, no
se movió. Un instante más tarde el lecho crujió como si acabara de posarse en
él un peso enorme. La joven tuvo mucho miedo, mas no osó volver la cabeza.
Transcurrieron de este modo cinco minutos, quizá
diez… ella había perdido la noción del tiempo. De pronto ella, o la persona que
estaba a su lado, hizo un movimiento involuntario, y sintió el contacto de algo
frío como el hielo. Son sus propias palabras. Se acurrucó aún más contra la
pared, temblando de pies a cabeza. Poco más tarde la puerta se abrió por
segunda vez, alguien entró y dijo: «Buenas noches, mi pequeña esposa». En
seguida se descorrieron las cortinas y ella oyó un grito ahogado. La persona
que estaba a su lado en el lecho se incorporó y pareció tender los brazos hacia
adelante. Entonces la joven volvió la cabeza… y dice que vio a su marido
arrodillado junto a la cama, con la cabeza a la altura de la almohada, entre
los brazos de una especie de gigante verdoso que lo estrechaba con fuerza. Dice
—y me lo ha repetido veinte veces, pobre mujer—, dice que reconoció, ¿adivina
usted?, a la Venus de bronce, la estatua del señor Peyrehorade… Desde que está
aquí, todo el mundo sueña con ella.
Pero vuelvo al relato de la desdichada loca. Al ver
aquel espectáculo, perdió el conocimiento. Probablemente había perdido la razón
algunos momentos antes. No sabe decir cuánto tiempo permaneció desmayada. Al
volver en sí, vio nuevamente el fantasma, o la estatua, como afirma siempre,
inmóvil, las piernas y la parte inferior del cuerpo sobre el lecho, el busto y
los brazos tendidos había adelante, y entre los brazos, su esposo, ya sin
movimiento. Cantó un gallo. Entonces la estatua salió del lecho, dejó caer el
cadáver y se marchó. Mme. Alphonse tocó desesperadamente la campanilla, y lo
demás lo sabe usted.
Se hizo comparecer al español. Estaba tranquilo y
se defendió con mucha sangre fría y presencia de ánimo.
Por lo demás, no negó la amenaza que yo había oído,
pero se justificó alegando que lo único que había querido decir era que, al día
siguiente, cuando hubiera descansado, ganaría un partido de pelota a su
vencedor. Recuerdo que añadió:
—Un aragonés ultrajado no espera al día siguiente
para vengarse. Si yo hubiese creído que el señor Alphonse quería insultarme, le
habría hundido el cuchillo en el vientre allí mismo.
Se compararon sus zapatos con las huellas de pasos
en el jardín; sus zapatos eran mucho más grandes.
Por otra parte, el fondero de aquel hombre declaró
que había pasado toda la noche masajeando y curando uno de sus mulos, que
estaba enfermo.
Por último, el aragonés era hombre de buena
reputación, muy conocido en toda la comarca, adonde venía todos los años para ejercer
su comercio. Se lo puso en libertad y se le ofrecieron excusas. Olvidaba la
declaración de un criado que fue el último que vio a Alphonse con vida.
Éste iba a subir a la alcoba de su mujer, pero
antes llamó al criado y le preguntó con expresión de inquietud si sabía dónde
estaba yo. El criado respondió que no me había visto. Entonces Alphonse lanzó
un suspiro y estuvo cosa de un minuto silencioso antes de decir: «¡Bueno!
¡También a él se lo habrá llevado el diablo!».
Pregunté a este hombre si Alphonse llevaba en aquel
momento su anillo de diamantes. El criado vaciló antes de responder; por fin
dijo que no le parecía, pero que de todas maneras él no había reparado en ese
detalle.
—Si lo hubiera llevado en el dedo —añadió—, sin
duda yo lo habría notado, pues creía que se lo había dado a Madame Alphonse.
Al interrogar a este hombre sentí un poco del
terror supersticioso que la declaración de Mme. Alphonse había propagado por
toda la casa. El procurador real me miró, sonriendo, y me cuidé bien de
insistir.
Algunas horas después de los funerales de Alphonse
me dispuse a marcharme de Ille. El carruaje del señor Peyrehorade debía
conducirme a Perpiñán.
A pesar de su estado de debilidad, el pobre anciano
quiso acompañarme hasta la puerta de su jardín. Lo atravesamos en silencio, él
casi arrastrándose, apoyado en mi brazo. En el momento de la despedida, lancé
una última mirada a la estatua de Venus. Preveía que mi anfitrión, aunque no
compartiese el terror y el odio que ella inspiraba a una parte de su familia, querría
deshacerse de un objeto que le recordaría incesantemente una desgracia atroz.
Mi intención era comprometerlo a que la donase a un museo.
Aún no me decidía a entrar en materia cuando el
señor Peyrehorade volvió maquinalmente la cabeza hacia el lugar que yo miraba
fijamente. Vio la estatua y se deshizo en llanto. Lo abracé, y sin atreverme a
decirle una palabra, subí al carruaje.
Desde aquel día, que yo sepa, la misteriosa
catástrofe ha permanecido sin explicación.
El señor Peyrehorade murió algunos meses después
que su hijo. En su testamento me legó sus manuscritos, que quizá publicaré
algún día. No he encontrado entre ellos la memoria referente a las
inscripciones de la estatua de Venus.
P. S.— Mi amigo el señor P. acaba de escribirme de
Perpiñán diciéndome que la estatua ya no existe. Después de la muerte de su
marido, la primera preocupación de Mme. de Peyrehorade fue hacerla fundir para
convertirla en una campana, y bajo esta nueva forma prestó servicios en la
iglesia de Ille. Pero, agrega mi amigo, parece que la mala suerte persigue a
los que poseen aquel bronce. Desde que la campana suena en Ille, las viñas se
han helado dos veces.
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