Joan Margarit
Todos
los poemas
(1975-2012)
Desde Restos de aquel naufragio hasta Se pierde la señal
JOAN MARGARIT: POESÍA Y VERDAD
ESCRIBIR DE SÍ MISMO
Hay poetas memorables, como Lope
de Vega, en quienes los versos son el fluir espontáneo —y un poco egoísta— de
una vida. En otros, se produce una destilación previa de este fluido, como les
sucede a Bécquer o a Antonio Machado, lo que comporta cierta distancia temporal
y anímica: «cuando siento, no escribo», hizo constar el primero, mientras que
el segundo sometió la experiencia del recuerdo al filtrado de un reticente
escepticismo epistemológico. Hay, sin embargo, un reducido número de poetas
cuyo punto de partida reside también en las enseñanzas de la vida, pero
solamente dan cuenta de ellas en tanto han sido convertidas en un documento
moral que busca inscribirse en la experiencia de sus lectores y que tiene muy
presente la historia común, ese vendaval que sitúa, explica y a la vez socava
la vivencia personal.
A ese último género de poetas
pertenece Joan Margarit y en él abundan los nombres anglosajones que, como
veremos, le son familiares. No suelen abanderarse en la espontaneidad sino en
la densidad. No buscan la humedad del sentimiento sino la quemazón del
raciocinio y decididamente escriben para mejor dominar y entender lo que han
vivido, evitando absolverse a sí mismos (por lo menos, no demasiado),
sustituyendo la complicidad o el pudor por la destemplada lucidez. El raciocinio
suele ser realista y ellos son realistas,
en el sentido primigenio, casi medieval de la palabra: partidarios de que las
cosas no sean abstracciones nominalistas (amor, plenitud, dulzura, melancolía,
tristeza…) sino realidades concretas, provistas de su atmósfera propia,
parecidas quizá entre sí pero nunca idénticas. A su conjuro, la poesía se
transforma en un trabajo intelectual enderezado a la elaboración de artefactos
capaces de decir algo de las realidades
y de sus lecciones. No hablamos aquí de la
poesía, como un estado de predisposición efusiva, sino de un poema, que es condensación y
conciencia en el tiempo, algo en que la construcción prevalece sobre la
fluencia.
Margarit ha escrito, por si acaso
hubiera duda (en el poema «Fulgores», de Aguafuertes),
que «nada ni nadie es la poesía…», pensando en el personaje-emblema del
romanticismo que escruta caviloso y conmovido los embates del mar (un cuadro de
Caspar David Friedrich, por ejemplo) como si las olas golpearan en su homenaje,
o recordando explícitamente a Bécquer («poesía no eres tú»), o desmintiendo a
Juan Ramón y a Rilke («ni los crepúsculos, / ni el inútil prestigio de la
rosa»), igual que a Pablo Neruda («ni haber escrito el verso más triste alguna
noche») e incluso a la invasiva tristeza que tramaron Joseph Kosma y Jacques
Prévert en «Les feuilles mortes». Al revés que ellos, Margarit busca un poco de
compañía y algo de claridad, por lo que tampoco es partidario del hermetismo
como resultado. El poema «Leer poesía» (de Misteriosamente
feliz) consigna, tras una lectura de Paul Celan, que «no sé ni qué me ha
dicho / ni qué quiso decirme. / Ni si era a mí a quien quiso decir algo». Lo
que significa haber ignorado por parte del poeta rumano-alemán la tripleta
fundamental de la comunicación poética: la claridad del propósito, la nitidez
del mensaje, la certeza de dirigirse a un lector. Margarit sospecha que «hay
tanto miedo en un poeta hermético» que nunca llegará a saber que la poesía —que
«al principio / puede ser un paisaje»— «ha de acabar siendo el espejo / donde
uno ha de leer sus propios labios». No hay silencio que se justifique por su
grandeza solitaria, ni vacío metafísico que reemplace a la vida: «Vacíos y
silencios se hicieron para el ángel». Y tampoco hay ángeles…
Todas las reflexiones —y son
muchas, como veremos— que Joan Margarit ha hecho acerca de su propia poesía se
refieren al poema concreto y exento. Nos hablan de la previa revelación del
espacio o de la trama que luego nos han de contar sus versos (con el tiempo de
la madurez, escribirá en «Jóvenes en la noche», de No estaba lejos, no era difícil, que «no es culpa de la historia mi
nostalgia. / Es de la geografía»). La unidad contable y autosuficiente es el
poema, al que define su propia estrategia narrativa, por más que cada uno se
apoye en la contigüidad de otros y se convierta en secuencia de varios que
abarca y explicita mejor la intención. En «Torso de Apolo arcaico» (de Aguafuertes), se apunta que «un poema es
también ese fragmento / en busca de que otros lo terminen. / Torso de Apolo
arcaico. El poema»; pero se advertirá, sin duda, que aquello que empieza por
considerar el sentido unitario de la serie, concluye por reasegurar el valor
aislado del núcleo: «el poema».
No es infrecuente que los de
Margarit se organicen en función de una imagen deslumbrante que los clausura
pero que, de hecho, brota de los versos precedentes cuando la tensión se
resuelve en acorde final: en «Seducciones de verano» (Cálculo de estructuras) la evocación estival de la playa por la
noche se cierra con un dístico inapelable, «El mar reluce dentro de la sombra /
como un caballo dentro de su establo»; en «Frío de junio en Forès» (Casa de misericordia), la parte
narrativa del poema se acaba con la evocación inolvidable y agorera del vuelo
de las golondrinas, «[…] No cesan sus chillidos, / es brillante y feroz su
rumor de navajas». Igual que en «Escena» (Cálculo
de estructuras), el cierre del poema («Afuera, una ambulancia / pasa como
si fuera la trompeta del Juicio») eleva a premonición las dispersas notas
previas sobre una noche en un bar de reputación averiada. ¿Qué fue antes, la
sensación nacida directamente como imagen turbadora o la narración que la sitúa
y va gestando el final? El poeta ha preferido, sin embargo, que otros poemas
concluyan en un aforismo rotundo, al modo de la poesía de tradición latina (que
conoce muy bien) o la usanza habitual del soneto, casi siempre encerrado en dos
versos o en un verso final, que prolonga el segundo hemistiquio del precedente.
Casi siempre la admonición se dirige a sí mismo mediante el empleo de un
preventivo «nosotros» o de ese «tú» —sombra de un «yo» implícito— que nos
distancia y nos acerca a la vez, que nos enjuicia y nos comprende; uno de los
mejores lectores de Margarit, Sam Abrams, ha señalado que la fuerza del «yo» se
complementa con el expresivo «tú» que es su sombra y ambos pronombres mentan un
inevitable «nosotros»: una «triangulación» que funciona como su «clave de
bóveda» enunciativa. El melancólico e impiadoso poema «Pasando ante el
Terramar» se concluye inapelable al recordar sus primeras visitas al decadente
hotel de Sitges y saber ahora que «Los viejos no buscamos la verdad. / Toda
certeza es una herida inútil»; en «El pacto» (Edad roja), el cuarteto que cierra el desolador poema concluye en
una autoimprecación, «has vuelto a pactar con la soledad / tu derecho cruel a
ser feliz»; en «La partida», la vieja imagen de la vida como azar de un juego
de naipes concluye abruptamente en un dístico (que también podría servir de
cierre a un tango de Aníbal Troilo), «es el tiempo de hacer un solitario / con
las cartas marcadas de la vida».
CONSTRUIR POEMAS
A Joan Margarit le gustan los
poemas que se cierran, no los que flotan en el equívoco o la suspensión de su
sentido, y por eso prefiere que cada uno ocupe su página propia, como si el
blanco tipográfico que lo rodea reforzara plásticamente la autosuficiencia,
como sucede con el cuadro que disfruta del trozo de pared que lo revela, o como
en la ejecución de la pieza musical que se enmarca en el silencio que la
precede, la rodea e incluso sigue antes de los aplausos. Puede que la condición
de arquitecto profesional de nuestro autor tenga que ver con su idea del arte
de hacer versos: como los edificios, también versos y poemas se construyen, se
techan y se comparten luego. En un poema de El
orden del tiempo (entre los pocos rescatados de su obra primera), medita
ante el «Pabellón Mies Van der Rohe», emblema de la arquitectura moderna, que
«aquí te espera para conversar / entre los árboles», enseñándonos siempre que
existe «la luz, como una parte de algún orden mayor». En la misma serie, la
«Elegía para el arquitecto Coderch de Senmenat», recuerda que el viejo maestro
«Decía: la casa debe ser virtuosa y humilde. / Ni independiente ni vana. Ni
original, ni suntuosa». Después, al calcular las estructuras de muchos otros
edificios, supo que las casas —hermosas o vulgares— nos retratan para bien o
para mal, adquieren nuestra mueca, son nuestros testigos: la mención de un
domicilio, «Cerdeña 548», confiere título suficiente al poema que recoge
sus años juveniles y sus primeras pérdidas; después, las numerosas evocaciones
de Can Baldú, en Forès, el lugar de encuentro familiar en la Cataluña interior
(a medias entre la Conca de Barberà tarraconense y la Baixa Segarra leridana),
evoca temporadas de nostalgia y disfrute pero también de meditación. Incluso en
su vetustez o su degradación, la casa sigue amparando la vida de quienes la
habitan, como sucede en un par de poemas («Recordar el Besòs», en Los motivos del lobo; «Arquitectura», en
Estación de Francia) en los que
Margarit se refiere a sus intervenciones profesionales en viviendas modestas de
la periferia barcelonesa, afectadas por la corrosión de los cementos aluminosos
que se emplearon en los años cincuenta.
Pocas veces esa idea tenaz de la
importancia de hacer una casa ha cobrado tan plástica certeza como en el poema
«En un pequeño pueblo», de Casa de
misericordia. Una modesta morada rural, con la puerta abierta, le ha
llamado la atención al poeta («le devora la mirada», escribe): dentro, un joven
pica una pared y un anciano le mira hacer. ¿Qué pretende ese trabajo? El poeta
y arquitecto ha intuido —en el mozo y el viejo— que es algo así como la
obediencia a una ley que tiene que ver con la subsistencia del refugio, con la
renovación de un pacto tácito con sus muros: «Son las interminables, lentas
obras / de una casa hacia adentro, adonde nadie mira». Casi como cuando el
«Poeta» (de Se pierde la señal)
persevera en su empeño y «con mis tijeras de cortar / como si fueran rosas, las
palabras, / necesité buscar agujeros de tiempo / […] / He terminado por vivir
en ellos». Unos y otros se aplican a un trabajo sin final, pero con finalidad.
Se construye porque se vive y para poder seguir haciéndolo. Escribe (leemos en
«Un viejo pasea», de Misteriosamente
feliz) cuando «siento el poema en el estómago: / un hambre que me salva de
la muerte». Ningún mejor elogio de los muchos que el poeta ha tributado a Joan
Maragall es aquel que, en el poema de su nombre (de Se pierde la señal), Margarit celebra «su lucidez civil y
razonable» y evoca que, al igual que hacían antaño los viejos artesanos del
oficio, Maragall dejó sus versos como los sillares de una fachada, cuando se
procuraba dejar algunos de ellos en forma de saliente para que la casa vecina pudiera
trabarse y asentarse mejor.
No es la arquitectura el único
referente artístico que el poeta convoca como dechado de la elaboración de sus
versos. El poema remite muy a menudo al disfrute de un hallazgo estético ajeno,
pero siempre con la misma naturalidad posesiva con que se refiere a cualquier
otra experiencia vital. La llamada poesía culturalista
—feísimo y algo equívoco adjetivo— ha quedado asociada a los escritores de la
promoción de 1968, aunque no inventaran ellos esa poética que se inflama con la
contemplación de otro objeto artístico. Pere Gimferrer, Guillermo Carnero y
Jaime Siles, entre otros, han defendido brillantemente los derechos de una
poesía de segundo grado, reflejada en otra creación, y han rechazado que la
reflexión metalingüística o la efusión ante la belleza artificiosa sean pecados
contra la verdadera naturaleza de la invención poética. Margarit no ha ido
nunca tan lejos… Seguramente no pensó en que Venecia había sido un mantra
definitorio de la poética de 1970, cuando en el poema «Venecia» (de Cálculo de estructuras) parece
prevenirse acerca de la fascinación de la belleza adrede. Que puede conducir,
al cabo, a una cierta índole de vulgaridad sentimental: «Los palacios son
máscaras que dicen / ¿qué son, sin los desastres, la vida y los poemas?».
Y es que las experiencias
artísticas que ha llevado a sus versos nunca son referencias absolutas,
llegadas misteriosamente de un empíreo estético. Se producen en un concreto
concierto al que el poeta ha acudido, o porque ha encendido la radio del coche,
o porque escucha otra vez —ahora en un disco— la segunda suite de violonchelo
de Bach, que Lluís Claret le había ofrecido en su propia casa, en el peor
momento de su vida. Aquellos cuadros de que habla los ha visto en un museo o en
una exposición. Y sus lecturas buscan a menudo revivir el momento biográfico
ajeno que inspiró aquellas páginas y captar el hilillo de realidad personal que
se delata todavía entre las líneas. Por eso, de «Gabriel Ferrater» (Edad roja), a cuya poética debe tanto y
a quien con el tiempo tradujo al castellano, repudia su leyenda póstuma, «al
joven viejo sustituido por el mito / hecho con alguna verdad / y la ceniza de
tantas elegías», para retener su auténtica lección. De todo Josep Pla («Una
literatura», en Los motivos del lobo)
prefiere quedarse con aquel momento, de madrugada, en que el escritor abrió la
ventana de su casa y oyó el canto de un ruiseñor. Y escribió que «parecía
extinguirse fatigada cada estrella», una frase que ya ha pasado a ser recuerdo
suyo, ahora que «camino por su prosa, / que será un día para mí la única /
geografía posible, un lugar / como una patria y una gente, incluso / una
literatura». También de Kavafis («Conversación en Alejandría», en Luz de lluvia) ha preferido recordar que
aquel griego de Alejandría siempre habló «de éxtasis pasados, / de fervores
dormidos por el tiempo, / que pongo en orden al caer la noche. / Siempre son
fruto de la reflexión / —incluso los que tratan del placer— / y son ardientes
hasta si se adentran / por la filosofía o por la historia». Del viejo y amado
Museo de Arte Moderno de Barcelona recuerda la sala dedicada a Isidre Nonell,
«con sus verdes oscuros para mujeres pobres. / La pincelada roja, como un
grito». Esa disonancia se reitera al final, como un deseo vehemente: «y yo
deseo que mi poesía / sea una sala que dé amparo a alguien. / El grito de una
pincelada roja».
¿Para qué sirve el arte —ajeno o
propio— si no es para conmovernos, para correr el mismo riesgo que la creación
originaria afrontó en su día? En el Metropolitan de Nueva York ha visto el Retrato de una niña, de Balthasar
Klossowski (Balthus), uno de los diez turbadores cuadros que el pintor hizo
entre 1936 y 1939 tomando como modelo a su vecinita de once años, Thérèse
Blanchard. «El viejo» —que es el poeta y también somos nosotros— no es inmune a
«ese rostro infantil tan experimentado» que «no muestra ni un indicio de
sonrisa», e inevitablemente miramos con él «esas piernas desnudas», con el
color de la piel crudo, blancuzco, provocativas y dramáticas a la vez, mientras
la niña dirige su mirada a un lugar indefinido fuera del cuadro («como si fuese
un charco venenoso»), «por no mirarlo a él, horrorizado / por la maternidad y
la lujuria».
Supongo que por todo eso ha
escrito muchos poemas dedicados a la interpretación, siempre aleatoria, nunca
idéntica, del jazz, la música que se crea cada vez que se hace, que dialoga
egoísta consigo misma pero, afable y provocativa, también lo hace con un oyente
que está autorizado a seguirla con un movimiento de las manos, un trago de
cuando en cuando, o una exclamación que surge en un momento de especial
expresividad. No es casual que el título de la sección IV de Los motivos del lobo, «Remolcadores en
la niebla», haya sido elegido para ponerlo al frente de la antología de sus
poemas traducida al inglés (Tugs in the
fog, 2008). Allí suenan Charlie Parker y Chet Baker, Billie Holliday y
Sarah Vaughan, Art Tatum y Clifford Brown y por sus discos ha sabido que «la
música consuela y nada más: / toca dentro de mí, me busca siempre / en la más
dura de mis penas, / interpretándola con claridad, / sin esperanza, aunque con
sentimiento». Su hijo Carles Margarit ha llegado a ser un importante
saxofonista y compositor y en más de una ocasión padre e hijo han actuado
juntos, uno como recitador de sus propios versos y otro como músico y director
de un grupo instrumental.
En Margarit —como en el jazz más
verdadero— hay siempre algo de alergia al exceso gestual, lo mismo cuando se
trata de música o de poesía: «Nunca sentí la clase de entusiasmo / de
Mayakovski o Withman», escribe en la «Canción adversa», de Se pierde la señal. En el poema «Autopista» (Cálculo de estructuras) ha escuchado en la radio del coche la voz
espesa y cadenciosa de Pablo Neruda y se pregunta por qué no escribió nunca de
la tragedia de su hija Malva Marina: «Ególatra y patético, mi héroe / ¿llegó a
sentir alguna madrugada / que amar no es escribir cantos de amor?». La aversión
por la sospecha de impostura le aleja —aunque sin hacerlo nunca explícito del
todo— de un poeta como Jaime Gil de Biedma, al que leyó bien y cuyos referentes
poéticos compartía en gran medida. No es difícil conjeturar que les separaba un
cierto exhibicionismo escenográfico que Gil provoca siempre y que Margarit
tiene en sus primeros poemas pero que evitó pronto. Los dos escribieron de
Montjuïc, de su pasado esplendor y sus barracas de xarnegos, como burgueses barceloneses de izquierda, predispuestos
al ejercicio de la mala conciencia. Y, sin duda, «Barcelona ja no és bona o mi
paseo solitario en primavera», de Gil de Biedma, es uno de los poemas mayores
de la lírica española del siglo XX. Pero es inevitable pensar que tiene
algo de puntualización y de respuesta la «Balada de Monjuïc» (en Los motivos del lobo), escrita en 1993,
cuando el poeta-arquitecto había proyectado y dirigido la recuperación del
viejo Estadi Olímpic y alguna que otra vez regresaba al escenario de los fastos
de 1992 y de tanta miseria pasada. Tampoco Margarit olvida que «Montjuïc es la
culpa dentro de la ciudad», pero tantos años después ya no confía en la
reversión de fuerzas que alboreaba en las líneas finales de Jaime Gil. Y
confiesa que «he comenzado a amar / —una vez destruido— aquel tiempo / que
nunca respeté en tanto transcurría», cuando Montjuïc era símbolo de la derrota.
Quizá sea ésa la sutil diferencia que separa el poema militante y ansioso de
los años sesenta y el poema irremediable y fatalista de 1992. Al final de No estaba lejos, no era difícil, otro
nuevo poema, «Aquellos tiempos», vuelve a hacer un guiño propiciatorio al
escritor que recordó, al frente del suyo, que pertenecía a «la edad de la
pérgola y el tenis». Un día de lluvia, después de haber nadado en la piscina y
antes de coger su automóvil para regresar a casa, Joan Margarit ve una amarilla
pelota de tenis mojada por la lluvia en el suelo y recuerda, con lacónica
ironía, la buena intención poética de 1960: «Mi soledad, lo mismo que la suya,
/ ha perdido hace tiempo su prestigio».
EL LUGAR DE UN POETA
Piensa Margarit que la idea de la
poesía entendida como exutorio de la intimidad y el capricho ha sido un error
heredado de la concepción romántica de la literatura —tal como la entienden, al
menos, los ánimos vulgares— pero también culpa de las vanguardias, herederas de
lo peor de lo romántico y a menudo tan aficionadas al exhibicionismo o a la
oscuridad conceptual. Que la poesía es una experiencia esencialmente dura pero
solidaria y clarificadora lo explica algún poema del libro Casa de misericordia, a la vez que el propio título y el epílogo
recapitulatorio nos recuerdan que escribir poemas es quizá el último oficio
donde es posible ejercer el humano menester de la compasión: «Poder vivir la
vida con la menor mistificación posible» y, «establecer una línea defensiva
frente al terror del mundo», mediante «el poder de consolación de la poesía».
Pero queda dicho que esto no se
hace sin sacrificio y dolor. En «Recital», al final de Cálculo de estructuras, Margarit contempla desde el lugar del
público a los poetas que han participado en una lectura de sus versos; se fija
precisamente en lo que asoma debajo de la mesa que los acoge, en sus zapatos
desgastados, «igual que en las pezuñas de un cuadrúpedo», en los calcetines
arrugados, en los bajos de los pantalones polvorientos y gastados. E intuye que
la poesía ha sido «también el rugido de una bestia / que alza desde su cueva
pestilente / los ojos arrasados por el miedo». En el mismo poemario, los versos
de «Naturaleza muerta» evocan el ritual de la caza, inseparable de «la cálida
sangre de las bestias / que mancha la pelambre, las plumas y sus manos». Y
abruptamente añade: «Nada es poético en la poesía», porque es también «este
viejo ritual innecesario» igual que la caza cuyas presas ve comer a otros en
torno a una mesa. Pero el poema más expresivo y singular acerca de la violencia
poética es, sin duda, «El buscador de orquídeas», que abre el libro siguiente, Casa de misericordia, inicio —como
veremos después— de una nueva etapa. Todo empezó en lo oscuro y su vida de
lector —arguye el poeta— se inició en las páginas de Mein Kampf, de Hitler, «el lugar más sucio de la literatura». Y
para él, prosigue, «Fue allí donde empezó la poesía, / difícil y sin falsas
esperanzas». Desde entonces, ha venido haciendo como el jabalí que hoza y
busca, «y delicado, escoge y come / el bulbo —conocido como el orquis— / de la orquídea». No hay
belleza sin mancharse y no estará de más recordar que el término orquis vale tanto por el bulbo
subterráneo de una planta como por el testículo de un macho.
La veracidad de un poema se paga
con la violencia íntima que conlleva. No es don sino conquista, lo que —más
adelante lo señalaremos con algún detalle— tiene bastante que ver con el lugar
arriesgado, expiatorio e inquietante que, en los poemas de Margarit, suele
habitar su personaje poético, su primera persona narrativa. En las páginas de Poesía y cultura: enseñanza de la poesía
(2010), leídas en la Fundación Juan March, el escritor ha desarrollado algunas
inferencias generales de esta función social del arte: entiende que «la vida se
produce en un entorno hostil del que nos defiende la cultura», que puede
pertenecer al ámbito de la ciencia y la tecnología pero también corresponde al
de la poesía (en septiembre de ese mismo año, su discurso de inauguración del
curso en la Universitat Pompeu Fabra, «Poesia i càlcul d’estructures»,
desarrolló con rigor y originalidad la relación y diferencias de la literatura
y la ciencia). Olvidamos a menudo ese parentesco porque la noción de «cultura»
está hoy desactivada por la industria del entretenimiento y por las formas de
consumo colectivo; pese a todo, la cultura es una decisión individual —«e
incluso solitaria»—, propia de quien sabe distinguir la verdadera medicina del
engañoso placebo. Y la respuesta
cabal de la escritura debe ser que «no hay obra de arte, no hay un solo buen
poema en que su autor no se haya involucrado de alguna manera hasta el fondo».
También «el poeta y el lector saben que el camino hacia el crecimiento interior
de la poesía pasa por una aproximación a la lucidez, a la verdad», en busca de
«una claridad que —misteriosamente— permite vivir sin necesidad de olvidar».
«No conozco ningún gran poema que contenga insensatez alguna», afirma quien
cree que tal cosa es la comprobación de la probidad moral de la literatura, una
consecuencia más de que «un buen poema es la parte visible de un iceberg que
debe su equilibrio a la parte más profunda y oculta». Sólo cuando es así, «las
personas que han leído un buen poema ya no son las mismas que antes de leerlo».
En rigor, estas expresiones
suponen el repudio de toda una concepción del arte —la que tiene que ver con la
primacía del experimentalismo, la gratuidad y el irracionalismo— y
paralelamente, la decidida afirmación de otra tradición cultural: la que viene
en derechura del mundo clásico grecolatino y su exigencia de un arte útil y
dulce (esto es, serio) y, sobre todo, nos llega de la modernidad humanista e
ilustrada que ordena cultivar el raciocinio, la claridad y la verdad. Margarit
se sitúa en una progenie intelectual que sociológicamente proviene de la burguesía
radical y laica y filosóficamente, del enciclopedismo y del primer —y único—
liberalismo que mereció tal nombre, el progresista. No lo digo a humo de pajas
sino recordando un fértil concepto de Jordi Gracia, el de «burgués imperfecto»,
que a su modo de ver define una significativa y rica tradición de la cultura
catalana en la que nuestro poeta estaría inserto.
Desde la Renaixença, la
literatura catalana ha sido la expresión y el espejo de una burguesía en busca
del poder social que, al cabo, ha llegado a ser, más que una clase hegemónica,
un sentimiento socialmente transversal,
en la certera definición de Gracia. A lo largo del siglo XIX, tras un
largo purgatorio de romanticismo regionalista, las letras nacionales se
afianzaron sobre un modernisme más
renovador (al que Maragall impuso la doble huella —sólo aparentemente
contradictoria— del espiritualismo inquieto y del sentido común), que desembocó
a comienzos de siglo en un noucentisme
con cierta tendencia a la autosatisfacción pero también cuidadoso de la
organización de la cultura y atento a cuanto era nuevo. Y todo esto logró que
en 1939 no hubiera que empezar de cero y que la cavilosa y heroica
reconstrucción de posguerra mostrara las muchas heridas —las principales
concernían a la normalización del idioma propio de Cataluña— a la vez que una
admirable continuidad. ¿Demasiado orden patriótico, quizá, y escaso riesgo
individual? Para Jordi Gracia —cuyas frases traduzco del catalán— han abundado,
sin embargo, los escritores que «no han sido tampoco transgresores integrales
ni impugnadores taxativos del orden, y que, pese a todo, se sitúan y se han
situado muy a menudo como observadores aprensivos y críticos de las manías y
prejuicios de su sociedad, su tiempo o su clase». Han sido «no más que disidentes
éticos y heterodoxos intelectuales, desde dentro de las instituciones y los
circuitos de su misma clase o comunidad o entorno cultural»: en definitiva,
«burgueses imperfectos» en el seno de una sociedad afanada en reconstruir con
fidelidad los parámetros seguros y heredados.
La lista que el ensayista nos
proporciona de tales «burgueses imperfectos» es discutible pero saludablemente
provocativa: estaría en esa nómina quien siempre fue «imperfecto» allá donde
estuviera (desde 1918 hasta su muerte), como Josep Pla, y quien fue fiel y
desencantado a la vez, como Agustí Calvet (Gaziel); hallaríamos a un
enfurruñado sarcástico impenitente como Joan Oliver (Pere Quart) y a un
contemplador atento desde lejos, como Josep Ferrater Mora; habría quienes se
instalaron del lado de la crítica especializada que miraba al porvenir, como
Joan Ferraté y Josep Maria Castellet, y quienes —al igual que los antecedentes—
trabajaron con comodidad en las dos lenguas de cultura, como Pere Gimferrer y
Joan Margarit, sin dejar de saber cuál era la suya… en cada momento.
No es difícil discernir en Joan
Margarit algunos de los rasgos que definen el mundo moral y afectivo de la
burguesía catalana, «imperfecta» o no, sociológica o transversal, que es uno de los productos más sólidos, complejos y
admirables de la sociedad peninsular. Los lectores de sus poemas advertirán que
mantiene una relación de amor y aversión con la ciudad de Barcelona, madre y
madrastra, prostituta y amante, virgen y mártir incluso, que es muy parecida a
la que otras burguesías intelectuales mantienen con la capital de sus pecados:
sea Roma, París, Lima o Ciudad de México… Quizá lo más original de esa relación
de querencia y conflicto venga determinado por el culto de la burguesía
catalana por sus orígenes rurales, a veces más soñados que reales (aunque no
sea éste el caso de Margarit). Como Maragall, en la «Oda nova a Barcelona», o
Pere Quart, en la «Oda a Barcelona» de 1936, o como en «Barcelona, la ciudad»,
de Variaciones sobre un mismo paisaje,
el último libro de Joaquín Marco, también Margarit ha consignado en «Mi oda a
Barcelona» (Estación de Francia) y en
otros muchos poemas lo sustancial de ese pleito afectivo con la capital de
Cataluña. Pero, a lo largo de muchos más versos, ha traslucido la sensibilidad
casi atávica por el paisaje rural mediterráneo, vinculado a una infancia nada
fácil, pero también al misterio insondable del mar y de las noches estrelladas,
al viaje de regreso por autopistas y carreteras (síndrome del fin de semana),
al sentimiento de pertenencia mutua a la propiedad familiar de Forès, a las
primeras excursiones juveniles por la sierra o, en el mismo ámbito
mediterráneo, a la risueña placidez de Campanet, una especie de belén de verdad
que se desparrama al pie de la sierra de Tramuntana, en Mallorca.
También es fácil advertir, en los
fondos animados de la poesía de Margarit, la huella de una vida particularmente
activa: por un lado, la constancia del trabajo profesional sentido como
vocación; por otro, el reflejo de una sociabilidad, intensa (que está presente
en las muchas y expresivas dedicatorias de sus poemas) que acompaña y, a la
vez, preserva la intimidad de la esfera individual y doméstica. Sólo una
burguesía asentada sabe delimitar y compartir esos dominios de lo privado y lo
—más o menos— público, sin la pompa y circunstancia de la hidalguía pretenciosa
y sin la promiscuidad patética de las burguesías advenedizas. Esta elaboración
compleja de la intimidad nos permite entender algo mejor las dos úlceras de la
vida colectiva que también habitan la poesía de Joan Margarit y que marcaron
con intensidad tanto su ámbito de lo privado como de lo público: la imagen de
la guerra civil perdida y la situación política de la lengua catalana después
de 1939. Desde hace años, se ha hecho una convicción común de sus paisanos que
la guerra civil de 1936-1939 fue, en buena medida, una guerra de España contra
Cataluña, supuesto que resulta tan afrentoso, mendaz e injusto como no entender
que un amplio sector de la burguesía catalana que «ganó la guerra» de sus
negocios y su tranquilidad la perdió como comunidad cultural. En La Coruña y
Vigo, en Bilbao o en Málaga, y por supuesto, en Madrid, la cosa no fue
sustancialmente diferente, pero en Cataluña la vivencia del agravio y la
derrota se elaboró tempranamente y de una manera mucho más compleja. Y es que,
desde entonces, cualquier modo de conciencia política catalana partió de la
herida enconada de una lengua tachada, que no se pudo aprender en la escuela, y
que hizo de la omnipresencia de la victoria algo particularmente ominoso.
Margarit había escrito poemas de «su guerra civil» en el arranque hermosísimo
de Estación de Francia: los más
intensos y lúcidos se refieren, por supuesto, a la compleja relación con un
padre ausente y presente a la vez, donde habla de una imagen protectora a la
que —a la vez— se compadece, y también a la presencia más continuada de una
madre, una mujer desbordada por la responsabilidad y el dolor (aunque las más
punzantes de estas composiciones maternas están en un libro posterior, No estaba lejos, no era difícil).
Inevitablemente la fiebre
política de la Cataluña de los últimos años también se ha reflejado en una
reactivación de la llaga de la lengua preterida. En «De dónde vienes, hacia
dónde vas» (de Se pierde la señal),
Margarit vincula la memoria de la lengua al mundo rural de su infancia en la
Segarra, Rubí o Girona, a «la vergüenza, no la rabia, enterrada: / lo mismo que
las mulas y los perros / debajo del sembrado», y que sobrevive «roída junto al
fuego por los rostros / secos y desconfiados, / con su leve sonrisa de ironía
rural». Esa musitada «canción de la lengua» está también en «Dignidad» (del
mismo libro), donde confiesa que «me ahoga el castellano, aunque nunca lo odié.
/ Él no tiene la culpa de su fuerza / y menos todavía de mi debilidad», pero
sigue pensando que «el ayer fue una lengua bien trabada / para pensar, pactar,
soñar». En medio de la presente tormenta de las identidades, un poema más
directamente político como «Una historia» (en No estaba lejos, no era difícil) habla de las aves de rapiña de los
escudos, que son algo más que una heráldica en desuso porque «aún se percibe /
aquel tufo a corral. A gallinaza. / Aquel himno. La Historia de España». El
libro se publicó en 2010, el mismo año en que Margarit —pregonero de las Festes de la Mercè, en Barcelona—
planteó el futuro de una «Cataluña catalana» que podía ser como Holanda o
Dinamarca… Sin embargo, «La bandera» —que toma la palabra en el poema homónimo
de Se pierde la señal, de dos años
después— podría ser cualquiera: siempre serán «los colores de un trapo», que
confiesa que «no entiendo qué nos une. / No entiendo qué esperáis de mí y del
viento / después de tantos años». Más directos y personales, poemas como «La
experiencia de una patria» (en Misteriosamente
feliz), o «Haciendo ondear un origen» (en Se pierde la señal), vienen a enseñarnos —como leo en el primero de
los citados— que «heredamos un ámbito furioso, / clásico, rudo y triste.
Educado en el miedo: / llevo nidos de avispas en la mente. / Cuando los hurgo
he de arrojarme al mar». Y es que como Gaziel (en las inolvidables páginas de Meditacions en el desert) y como Josep
Pla, como Salvador Espriu también en otras ocasiones, Joan Margarit intuye que
en el seno mismo del pleito nacional catalán anida una oscura impotencia, quizá
voluntaria, que tiende a aplazar indefinidamente el sueño.
Nos referimos a poemas políticos,
que nadie confundirá con jaculatorias patrióticas y que se insertan en una
vigorosa tradición de poesía civil catalana que cuenta más de un siglo de
experiencia. Lo cierto es que la vida literaria catalana ha sido, ya desde
finales del siglo XIX, una construcción sociológica razonablemente sólida,
concebida en función de un territorio estético y moral que se proclama común,
bien administrada por maestros reconocidos y por referentes organizativos
sólidos y disfrutada por un público que no es masivo pero sí interesado y
atento. Es una literatura mediana, sin duda, pero con hechuras institucionales
de literatura grande. Y donde la poesía ha tenido un lugar de privilegio. En el
poema «El último asalto», de Aguafuertes,
el poeta ha recordado que de niño asistió a las veladas de lucha libre en el
Price barcelonés y, años después, a los recitales de poesía que en los años
finales del franquismo señalaron un momento inolvidable de la fe colectiva en
el valor de los versos.
En ese marco de referencia, no es
cosa baladí que Margarit haya sido un poeta muy leído en los últimos quince
años, como lo fue su amigo y maestro Miquel Martí i Pol desde mediados de los
ochenta y, bastante antes, Salvador Espriu en la segunda mitad de los sesenta,
siendo tan distintos los tres: efusivo y directo el autodidacto Martí i Pol;
simbólico y arduo, aunque rotundo, Espriu; racionalista de intención y realista
de forma nuestro poeta, como lo fue Gabriel Ferrater, cuya compilación Les dones i els dies, en 1968, se alzó
con el primado de la poesía de los años setenta. No son los únicos grandes
poetas, por supuesto, pero sí los que han sido reconocidos por un círculo
amplio de lectores, que —en los ochenta y los noventa— pudieron considerar más
difícil el tono metafísico del mejor momento de Joan Vinyoli o la poesía
irónica, nítida y muy personal de Narcís Comadira. Por otro lado, en aquellos
momentos, el dictamen de los críticos y de los profesores se inclinaba a favor
de una línea creativa más gnóstica y menos accesible, derivada de las
vanguardias, que encarnaban J.V. Foix, el más admirado; Joan Brossa, el
más inquieto y desconcertante, y Pere Gimferrer, el más exigente. Y no se ha
equivocado el autor de la contracubierta de la reciente edición catalana de Tots els poemes (en 2012 y 2014) al
consignar que Margarit «es el poeta vivo más leído de la literatura catalana».
También lo saben los numerosos lectores castellanos que han conocido sus poemas
en ediciones bilingües (desde Estación de
Francia en 1999), porque Margarit ha concertado de una forma muy especial
no con la poesía de los novísimos
—que serían lo más parecido a coetáneos suyos, aunque no estrictamente— sino
con la poesía española de corte realista, hegemónica desde mediados de los
ochenta y escrita por poetas que tienen veinte años menos que él. Se advertirá
que no falta ninguno de sus nombres fundamentales en el elenco de dedicatorias
de sus versos.
ESTACIONES DE UN CAMINO: VIDA Y
POESÍA
Sólo aparentemente Margarit es un
poeta tardío. En rigor, es un hombre que ha prescindido de la mayor parte de
sus primeros versos, seguramente en busca de ese momento en que adquirieron la
densidad y el calor que pretendía y que está estrechamente ligado a la madurez
personal. El lector de los «Restos de aquel naufragio (1975-1986)» que abren el
presente libro advertirá que la mayoría de los temas que definen su obra
posterior estaban ya presentes —la sensación del paso del tiempo, la presencia
de la muerte, el peso del recuerdo, la desazón del presente: están ya «el saco
familiar de historias tristes», los «espejos empañados, llamas muertas», el
«tiempo desapacible y farisaico»—, pero echará de menos la construcción del
personaje que enuncia todo eso, la dimensión idónea del poema (algo más larga),
la construcción más narrativa y el mayor empaque noblemente retórico del
discurso.
El poeta ha fijado el nacimiento
de su obra definitiva al borde de la cincuentena de su edad, justo en esa Edad roja que da título al poemario de
1989, cuya luz cálida pero ya crepuscular alumbra también Los motivos del lobo y Aguafuertes.
Cuando en 2004 recogió las versiones catalanas de aquellos poemas, eligió
darles el título de una de las composiciones de Aguafuertes, «El primer frío» («Els primers freds» en el original
catalán), que —como allí sabemos— es el nombre de una escultura de Miquel Blay,
fechada en 1892, cuyo significado el autor tardó en comprender: un viejo y un
niño, desnudos y ateridos, padecen los primeros rigores del invierno. Pero es
una época en la que la jactancia y la rebeldía están todavía en pugna con el
desengaño. La primera es patente, por ejemplo, en el poema «Al lector» que
resume la tormenta de amores y desamores que aborrasca el fondo más íntimo de
estos libros; la segunda —la rebeldía trasmutada en sueño— aparece en la
repetida invocación de la «isla del tesoro», presente en el «Ofrecimiento» que
abre el libro y más tarde en los poemas «Amor y tiempo», «La isla del tesoro» y
«Post scriptum», además del ya
mencionado «Al lector». Por supuesto esta «isla» es la de la novela de
Robert L. Stevenson (y la de tantos otros soñadores, desde La tempestad, de Shakespeare, a las
«ínsulas extrañas» que evocó Juan de la Cruz y la «ínsula» que soñaba su futuro
gobernador, Sancho Panza). Pero esa isla del tesoro también «tiene nombre, / a
ciento ochenta millas de la costa / de transparentes aguas saharianas» (como
leemos en «Farewell», de Estación de
Francia). Se trata de Tenerife, el lugar donde el poeta vivió los años de
su adolescencia y primera juventud, y que una vez y otra vuelve balsámicamente
a su memoria, asociado a la plenitud, a la libertad y a esa belleza ordenada y
recogida —que Margarit ama tanto— que se plasma en la decimónonica Plaza del
Príncipe, de Santa Cruz, con su kiosco y sus tupidos laureles de Indias,
traídos de Cuba.
Son años de «memoria sentimental»
y de ajustes de la vida a la realidad. La metáfora del viaje permea todo este
periodo. Abundan los barcos que zarpan o que llegan a puerto (el último es el
de la «Balada del viejo mercante», en Cálculo
de estructuras, «en alta mar sin nadie a bordo»); los trenes que pasan
incitantes o aquellos en los que se viaja, la carretera que surca el automóvil
en la noche; el avión que le lleva a la isla perdida o aquel del que pierde la
señal luminosa en el libro homónimo. Pero también a menudo el poeta se complace
en evocarse como un animal solitario: otro modo —furtivo y rebelde— de
desplazarse por la vida. En «Invierno azul» (de Edad roja), se recuerda que «sois lobos los hombres de tu edad, /
sólo lleváis el tiempo en la mirada» y, en el mismo libro, «Réquiem por un
espectro» recuerda que «saliste del pasado como un lobo». Por supuesto, en Los motivos del lobo, el libro que sigue
a Edad roja, su título es un eco del
poema homónimo de Rubén Darío que se inspiró a su vez en un conocido episodio
de las Fioretti di San Francesco:
aquel que narra la leyenda de la feroz bestia de Gubbio que fue reducida a
pacífico can doméstico por el santo.
Darío y Margarit, por supuesto,
están de parte del predador como recuerdan los heptasílabos de Margarit: «[…]
fiera solitaria / que se lame y oculta / sentimientos de culpa, / siguiendo
cabizbajo / su camino de perro», aunque tenga «sueños pendientes» y no deje
nunca de ser «feroz, viejo y cansado». Como lobo en retirada o perro todavía
insurrecto, esa personificación está estremecedoramente presente en dos poemas
de Joana (2002), un libro en carne
viva sobre el que volveremos enseguida: en «Las cuatro de la madrugada», los
perros ladran «tal como vengo haciendo / con mis poemas, desde donde aúllo / y
marco el territorio de la muerte»; en «Tu lobo», el poeta y padre de la
muchacha que acaba de morir pide que le mire por última vez a él, al lobo que
nunca se rindió, ya «infestado de pulgas», al que «la cadena le roza / el
cuello ya sin pelo», «inmóvil, silencioso / en el patio en silencio». Todavía,
en el poema «La parte más oscura del camino», del tardío No estaba lejos, no era difícil, el poeta —en el jardín, por la
noche— ha visto brillar la mirada de un zorro y dice «sus ojos y mis ojos son
un enigma idéntico». Y en Se pierde la
señal, el poema «Algo comienza» —dolorosa pero estoica aceptación del
final— recuerda que «queda la dignidad, un perro lobo / echado junto a ti.
Nadie lo ve». Sin duda, éste es el «perro lobo de la vida» que —en «Fábula»—
husmea y captura al gozquecillo de «la moral, una perra faldera», que es «fea
como una rata»… Y hay más todavía, además de esa victoria… Los versos de «En
una exposición» nos acercan la imagen del mastín, «hirsuto y con señales de sus
viejos castigos», que pintó Paulus Potter en el momento mejor de la plástica
holandesa. Y el poeta siente al verlo «una humilde fuerza remover emociones /
que he callado a lo largo de mi vida». Sabe que ese perro —fiero, castigado y
fiel, a la vez— «hoy es parte de un orden y en mi interior vigila».
Como ya se ha señalado, el
poemario Estación de Francia tuvo
mucho de recapitulación de los sumandos autobiográficos dispersos en obras
anteriores y, a la vez, fue la culminación de un tono autoadmonitorio que ya
estaba presente en Cálculo de estructuras;
todo esto adquiere una densidad definitiva en Casa de misericordia, como también se ha apuntado. La sesentena
cumplida es hora del recuento afectivo y del balance moral que muy pronto se
centra en dos constantes de su itinerario vital. Una es la presencia de la
mujer de su vida (llamada Raquel cuando es un personaje de su obra; Mariona —su
nombre real— cuando se habla del presente, por ejemplo en la dedicatoria de Cálculo de estructuras): los poemas
«Raquel» de No estaba lejos, no era
difícil, y «Una mujer mayor», de Se
pierde la señal, constituyen dos bellísimas declaraciones de amor y, a la
vez, son la etopeya de alguien que sigue poseyendo «la tímida ternura / de
aquella niña buena en blanco y negro», ante la que el poeta siente que tiene
«un privilegio: / me ha dado su poema. Uno así / yo nunca lo podría haber
escrito». La otra experiencia, la más incendiaria y turbadora, fueron los
treinta años que vivió su hija Joana, muerta en 2001 como consecuencia de un
cáncer. Joana nació con un síndrome que le supuso un conjunto de deficiencias
físicas y mentales, pero todas ellas no le impidieron una vida de afectos y
alegrías que compartieron el padre, la madre y sus otros hijos.
No vale la pena traer a colación
lo que ese nudo de dolor, culpabilidad y amor ha significado para quienes, como
escritores, lo han conocido: desde la abnegación y la dignificación que supuso
para Kenzaburo Oé hasta el silencio y la negación (¿culpables?) de Pablo Neruda
o de Arthur Miller. Cada vida es distinta y no hay pauta que valga en ese
misterio. Margarit ya lo había llevado a algún poema («Tchaikovsky», en Aguafuertes; «Noche oscura en la calle
Balmes», de Estación de Francia), de
insólita y dramática franqueza. Joana,
su libro de 2002, fue una difícil decisión personal que, sin embargo, nos ha
entregado unos poemas ante los que es imposible quedar indiferente. Nada se
oculta de la parafernalia del horror —la angustia de un porvenir inevitable,
las intervenciones quirúrgicas, la imagen de la niña apoyada en sus muletas, el
deterioro progresivo de su salud— pero tampoco de los momentos de inocencia o
de la felicidad, ni siquiera la humanísima súplica («morirse todavía es vivir.
/ De esta invernal mañana, amable y tibia, / por favor, no te vayas, no te
vayas»). Y es que hay un «dolor desordenado y frío» donde «todo pierde su
tímida misión» (leeremos en «Recuento», de Cálculo
de estructuras), pero poemas como «Riera Pahissa» y «Profesor Bonaventura
Bassegoda» (ambos en Joana) son
admirables expresiones de aquello que cabría llamar la dignificación que viene
del sufrimiento y del deber, que puede ser un retórico consuelo en boca ajena
pero que, a menudo, es una realidad en la conciencia de quien asume, presencia
y cuida el trance que le ha tocado pasar. Aunque el lector advertirá que no fue
la primera pérdida filial de Joan Margarit (Anna, su primera hija, murió al
poco de nacer y esa memoria perdura en algún poema), la muerte de Joana marcó
en su poesía un antes y un después: una dimensión nueva de los sucesivos
tránsitos familiares ya vividos y, por supuesto, otra percepción de su propia
continuidad en este mundo.
Así, el fallecimiento de su
hermana a consecuencia de la guerra, como la desaparición posterior de los
padres, adquirieron un sentido distinto y empezaron a formar parte de una vida
que ya para siempre conviviría con la muerte. Al final de Misteriosamente feliz, el poema «El viejo y la muerte» (que la
versión de este libro ha acortado y hecho más precisa, menos solemne) es un
diálogo ¿casi amistoso? con la visitante: «Ahora confío en ti», dice el poeta;
«tu vida se está haciendo levemente incómoda, / igual que un jardín / cuando
comienza a levantarse viento», observa compasivamente ella. En el poema «Los
muertos», de Cálculo de estructuras,
esas pérdidas se evocan al compás del inquietante mecanismo del juego infantil
del escondite inglés, como una fatalidad arbitraria e inevitable. Sin embargo,
en «Hacia el crepúsculo», de Se pierde la
señal, el desfile de los muertos familiares tiene algo de consolatorio, de
oscuro cumplimiento de un destino que ha dejado también una estela de amor que
perdura, un camino que se sigue: «Estamos siempre lejos / de donde de verdad
nos encontramos. / El aire está compuesto de familias. / Y nosotros, de voces
que se alejan».
Llegar a ser «misteriosamente
feliz» (un lema que resuena como un eco en varios versos del libro de ese
título) es saber callar, aceptar la soledad, ganarse el sabio arte de despedirse.
Pero Margarit no es un poeta resignado, sino lúcido y nada complaciente consigo
mismo. Hay que leer «El origen de la tragedia», título deliberadamente
nietzscheano, para entender la rebeldía agnóstica de quien ha visto que «Dios,
que es el más brutal entre los mitos […] / Es una calle sin salida». O hay que
advertir —en «Lírica de mis setenta años»— cómo desprecia «las grandes hogueras
del solsticio. / Las prenden religiones y filósofos, / pero no nos abrigan /
contra el frío que da la metafísica, / y que es el mismo / de la superstición».
Es la decepción de tantas cosas la que le ha llevado al amor que es, al fin,
una certeza humana y habitable, aunque amar o compadecer sea un trabajo duro.
Nos lo recuerda el poema «Gente en la playa» (Se pierde la señal) que es una de las muchas consecuencias de la
experiencia y de los versos de Joana.
El lector lo tiene muy a mano, unas páginas más allá de esta que lee, y pienso
que no hay escolio que mejore la lectura directa de esta composición donde
Margarit retrata un destino de dolor y, a la par, nos brinda la imagen suprema
e inolvidable de la compasión: la mujer sola y convertida en torpe cireneo de
un muchacho inválido por espacio de unos pocos pero interminables metros de
playa.
Yo no recuerdo tan conmovedora
llamarada de verdad como la que sentí al leer por vez primera este poema.
Llegar a enunciar una verdad y erigir el lugar y la escena que la hagan
visible: tal es, sin duda, la finalidad de una poesía donde —como supo Keats—
la verdad es belleza y la belleza, verdad.
JOSÉ-CARLOS MAINER
Zaragoza, diciembre de 2014
PREFACIO
UNAS PALABRAS PARA ESTA EDICIÓN
DE TODOS MIS POEMAS
Escribí mi primer poema a los
dieciséis años en Santa Cruz de Tenerife, donde había ido a vivir mi familia en
1954: un poema de amor a una compañera de curso. Mi relación con la poesía
comenzó en aquella maravillosa isla, por entonces poco poblada y sin turismo.
Unos años más tarde, cuando iba y venía a Barcelona, donde inicié estudios de
Arquitectura, hacía los viajes por mar, a veces en aquellos barcos blancos de
línea regular que tardaban cuatro o cinco días o, si era posible, en algún
mercante, pues el pasaje resultaba más económico y se disponía de camarote
individual. Se tardaba al menos diez días. Empecé a escribir durante aquellas
travesías: fue una primera etapa literaria larga, irregular y complicada. Ahora
sé que la causa principal fue mi bilingüismo: desde la infancia coexistían para
mí el catalán en familia, pero con poca carga literaria, social y política, y
el aprendizaje escolar en castellano. El papel de este último se acentuó
aquellos años en Tenerife, donde acabé hablándolo con el bello acento canario,
que lamento haber perdido. A partir de 1961 me quedé a vivir definitivamente en
Barcelona.
Aquel primer poema, el único de
mis poemas que recuerdo de memoria, es el origen de mi escritura. Nadie lo ha
leído y está dentro de mí, guardado muy cerca de las personas que primero
creyeron en mi poesía: J. Wukmir que, sin yo haber publicado nada, citó
uno de mis poemas en la revista Destino,
donde escribía bajo el seudónimo «Cordialis», a finales de los años cincuenta.
Pere Vicens, que fue mi primer editor en 1963 y 1965, Josep Maria Subirachs,
que ilustró esos dos libros con sus dibujos, Camilo José Cela, que puso prólogo
al primero, y Àngel Marsà, el bondadoso crítico de El Correo Catalán, que aquellos años ayudó con su comprensión a mi
entusiasmo.
De este primer período, que se
prolonga hasta 1986, he conservado, después de haberlos sometido a una drástica
revisión y bajo el título Restos de aquel
naufragio, dos conjuntos de poemas. Uno de ellos, lo que queda de Crónica, fue escrito en castellano y
publicado en 1975 en aquella colección de libros blancos y azules, «Ocnos»,
creada y dirigida por mi amigo, el poeta Joaquín Marco, y es el primer libro
mío con el cual me siento cómodo.
En segundo lugar, los poemas que
he considerado suficientemente dignos de los seis primeros poemarios en
catalán, publicados desde 1980 a 1985. Éstos son los poemas reunidos bajo el
título El orden del tiempo, que
significaron el inicio de mi amistad, que duró hasta su muerte, con Miquel
Martí i Pol, de quien nunca me faltó el apoyo.
A pesar del título general de
esta primera parte de mi obra completa, Restos
de aquel naufragio (lo cual no es inexacto: de unos diez libros publicados,
ha quedado el equivalente a dos), no tengo un mal recuerdo de aquellos años. Mi
vida profesional transcurría en un ámbito científico y técnico, lejos de los
ambientes literarios, y pude trabajar mucho y con tranquilidad. La carpeta con
más de cien sonetos que encontré hace pocos años en el fondo de un armario me
lo recordó. Pero hasta 1987, el año que se publica Llum de pluja (Luz de lluvia) en la colección «Poética» de la
editorial Península, no se inicia la regularidad, lo que yo llamo, ya sin
problemas, «mi poesía». Tenía entonces cuarenta y ocho años.
Este libro, junto con Edad roja (1989), Los motivos del lobo (1993) y Aguafuertes
(1995), que se publicaron en la editorial Columna, dirigida por Àlex Susanna,
tienen en común una mayor soltura en la elección de los «lugares» interiores
donde buscar el poema y, a la vez, una exploración formal de la cual son
representativas las «ruinas de soneto»: el poema, que comenzaba con el rigor de
esta exigencia formal, una vez escrito, se iba destruyendo hasta cumplir con la
exigencia, más severa aún, de mantener la complejidad del fondo del poema. Era
como revivir la historia de la relación entre forma y fondo desde el
romanticismo a las vanguardias en un solo poema.
Los dos libros que escribí a
continuación son muy diferentes entre ellos y muy diferentes también de los
anteriores y de los que he escrito después. El primero, Estación de Francia, publicado en 1999 en edición bilingüe
catalán-castellano en la editorial Hiperión de Madrid, significó acabar de
fijar mis propias claves en la relación entre poesía y vida, entre el pasado y
la inteligencia. Esa destilación que distingue a cada poeta: su forma de
eliminar lo que sólo le pertenece a él y que carece de interés para los lectores.
Una consecuencia de este papel
principal de la relación entre la poesía y la vida son las notas que figuran al
final del libro y que se refieren a algunos de los poemas. Al lector o lectora
no se le escapará que, en un libro de poesía y escritas por el propio autor,
son en realidad una prolongación del poema, en una especie de expresionismo
lírico que confirma el papel que jugó este libro en mi escritura.
Visto desde la distancia de
quince años me hace sentir un escalofrío, porque es el último libro que escribí
y publiqué antes de morir mi hija Joana. Por fin yo había hecho las paces con
las circunstancias de su nacimiento en 1970, lo cual ya había tenido su reflejo
poético en el libro anterior, Aguafuertes,
en el poema «Tchaikovsky». Ahora surgía «Noche oscura en la calle Balmes», uno
de los poemas clave de Estación de
Francia, como contrapunto necesario de aquella paz. Lo terrible es que yo,
sin saberlo, hacía las paces con las circunstancias de su nacimiento en el
mismo umbral de su muerte.
Y, precisamente, el otro de los
dos libros a los cuales me refería es Joana,
escrito durante un paréntesis absoluto dentro de mi vida, desde el 10 de
octubre del año 2000, con los primeros síntomas de su enfermedad, hasta el 1 de
septiembre del 2001 (Joana murió el 3 de junio). Es la crónica poética de
aquellos meses y está escrito bajo la premisa o, mejor, la exigencia de que
fuese un libro de poemas, de que en ningún momento se deslizara hacia el diario
o hacia aquel género que se llamó «lamento». Apareció el año 2002 en catalán en
la editorial Proa y, en edición bilingüe catalán-castellano, se publicó
asimismo en Hiperión.
Después vendría ya la etapa
actual, en la que empieza la larga colaboración con la editorial Proa y con
Visor, que iría editando toda mi obra en ediciones bilingües
catalán-castellano. Comienza también mi amistad con Jesús García, «Chus», un
hombre clave en la edición de poesía en España desde 1969.
Esta etapa se extiende a lo largo
de Cálculo de estructuras (2005), un
libro que gira alrededor del dolor, Casa
de misericordia (2007), de la tristeza, Misteriosamente
feliz (2008), de la lucidez, No
estaba lejos, no era difícil (2010), de la dignidad, y Se pierde la señal, publicado en 2012, alrededor del conflicto y la
alegría del recuerdo en la vejez. Creo que se trata de una poesía más áspera y
fría, incluso más abstracta y más dura. Se mantiene la pulsión biográfica pero,
de hecho, con menos anécdota. Un camino hacia una retórica que pretende
eliminar al máximo la retórica.
Mi obra responde a un proyecto
que hace años supieron detectar Sam Abrams y Jordi Gracia. No me refiero al
sentido habitual de esta palabra, por ejemplo en el caso de un edificio: se
hace de una vez y se prevé todo lo que se debe construir y cómo debe hacerse.
Mi proyecto poético empezó siendo una vaga sensación premonitoria para definir
cuál sería la relación entre la poesía y la vida. Esta sensación permaneció,
mientras se hacía más compleja, en los sucesivos libros de poemas: cada uno de
ellos iba sintiéndose con más intensidad como parte de un todo que avanza y se
define a medida que se construye —o destruye— la propia vida. El proyecto
terminará a la vez que la obra, y la obra a la vez que la vida. Estoy hablando
de una forma de trabajar, en ningún caso puede ni pretende garantizar el
resultado. Creo que la obra de Joan Vinyoli o la de Juan Ramón responderían a
estas características, mientras que la de Salvador Espriu o de Jaime Gil de
Biedma se alejarían de este modelo.
Hoy me alegra publicar las
versiones en castellano de estos libros escritos originalmente en mi catalán de
niño de la guerra y de la posguerra, mezcla del claro idioma de mi Segarra
natal y del catalán de Barcelona, contaminado por el castellano del franquismo
de los años cuarenta. La fuente más importante de mi poesía es la subjetividad.
En general, no puedo inventarme acontecimientos. La dificultad es para mí de
otra índole: el mero producto de la inteligencia o de la elaboración no tiene
papel alguno en la poesía que más me atrae, porque pienso que el poema no es
una cuestión de contenido, sino de intensidad.
Cantamos al misterio que nos es
propio. Queda por decidir desde dónde cantar, y ésa es la búsqueda que cada
poeta realiza a su manera. En esto consiste el estilo, la voz personal, esa voz
que hay que encontrar si se quiere ser escuchado. Intento ejercer una
inteligencia sentimental a través de la poesía, a la cual no le queda ya más
característica para identificarse respecto de la prosa que la concisión y la
exactitud. Es la más exacta de las letras en el mismo sentido en que las
matemáticas son la más exacta de las ciencias. Y si se trata de un mal poema,
ensuciará el mundo, como una bolsa de basura dejada en medio de la calle.
Porque un mal poema no es neutral, sino que contribuye a ensuciar, a desordenar
el mundo, igual que un buen poema contribuye de algún modo al orden y la
higiene del mundo. Éstos son los ejes que me traza, al cabo de los años, mi
confortable desinterés por lo que tiene la pretensión de ser novedoso o
exótico, un retorno a la divisa de Diderot: «A la mediocridad la caracteriza su
gusto por lo extraordinario». En mi descargo diré que detrás de una vejez que
no haya asumido la decepción suele haber necedad. La decepción es un
sentimiento positivo para la defensa de la mente contra la impostura.
A la vez que he publicado mis
poemas en catalán, he tenido la fortuna de ver su publicación en castellano.
Sobre el tema de las dos lenguas remito al lector o lectora al prólogo de Estación de Francia, que encontrará en
este mismo volumen. Yo mismo he escrito las versiones que aquí se recogen, con
la excepción de las de Edad roja, que
se deben a Antonio Jiménez Millán, así como los poemas «Veleros de invierno» y
«Peligros», de Los motivos del lobo,
un libro que incluye también las versiones de Luis García Montero de «La
partida», «Madre e hija», «Recordar el Besòs» y «Monumentos». Por último, decir
que, con motivo de esta edición he sometido a una profunda revisión todas mis
versiones. Para ello he contado con la inestimable ayuda de Josep M. Rodríguez.
Los recitales han sido un regalo
con el que no contaba. Desde los primeros años ochenta se convirtieron en un
capítulo muy importante de mi actividad como poeta, y en ellos he encontrado la
confirmación de lo que siempre pensé: que escribir un poema tiene como
finalidad, más que explicar lo que le ocurre al poeta, que el poeta encuentre
en su interior el material que lo pueda llevar a la exposición, explicación y
comprensión de lo que ocurre en el interior de los lectores. En cierto modo
podríamos decir que es el lector el que es leído por el poema. Que la persona
que lee un poema lo que busca es ser leída ella misma, es poder decir al
terminar el último verso: «Éste, o ésta, soy yo».
Recitar ante el público de un
local municipal de algún pequeño pueblo de Badajoz o de La Segarra, o en la
biblioteca de Sant Just Desvern: sentir el silencio con el que uno es
escuchado, aprender que desde un auditorio nunca llegan dos silencios iguales,
ver nítidamente el instante que un poema sale, ya libre e independiente, y
penetra en la mente de la persona que lo está escuchando. Sentir, diciendo un
poema sobre el amor o la muerte, cómo se repite la tensión, pero sin ser nunca
la misma. Ver cómo los chicos y chicas de un instituto, que han entrado en la
sala haciendo el revuelo lógico de los diecisiete o dieciocho años, van
quedando sumergidos en los poemas y adivinar alguna lágrima. Y, aún más
sorprendente, encontrarse con el agradecimiento de las personas que en un
kibutz del desierto del Neguev o en un salón de actos del Bank of London hacen
cola después de un recital en catalán y en inglés o en hebreo, porque desean
llevarse dedicado su libro de poemas en una lengua, la suya, en la que yo nunca
hubiera podido hacer un poema ni, casi, leerlo. Entonces es cuando me he dado
cuenta de todo lo que les debo a los traductores. De cómo sin Anna Crowe,
Shlomo Avayou, Alex Tarradellas, Rita Custodio, Juan Ramón Makuso, Elena
Zernova, Juana y Tobias Burghardt, una parte de mis lectores y lectoras no lo
serían.
Después de un recital procuro
siempre abrir un diálogo tan lejos como puedo de las artes escénicas que, hasta
cierto punto, se tienen que utilizar al decir los poemas ante un público. Este
contacto directo me ha descubierto o me ha reafirmado en cuestiones
fundamentales: que no escribo poemas para mí. Que la recomendación de «amar a
los otros como a ti mismo» que cambió el mundo y que todavía no hemos podido
apartar o sustituir, sólo la he podido llevar a cabo a través de la poesía,
porque intentar escribir un poema es para mí una forma de amar. Que la
operación de escribir un poema no es muy diferente a la de leerlo, en el
sentido de que tampoco hay demasiada diferencia entre componer una pieza de
música e interpretarla: el lector y la lectora de poesía somos intérpretes de, pongamos
Thomas Hardy, en un sentido muy parecido al que lo es Barenboim de Mozart. Esta
relación no se da con tal intensidad en ningún otro género literario.
Mi trabajo y actividad han sido
llevados a cabo siempre bajo el magisterio de mis predecesores, sin los cuales
yo no existiría como poeta. La presencia de sus obras ha sido constante: no ha
habido ninguna época ni lugar de mi vida donde no me haya acompañado alguno de
mis principales maestros. El Joan Maragall civil y trascendente no contaminado
por la liturgia católica ni por la exaltación de la naturaleza. Le debo lo más
parecido a una patria y un respeto por una visión trascendente de la vida,
aunque nunca la haya compartido. También, que la lengua de un poema debe ser la
misma que se habla en la calle, algo que es lo contrario de lo que me transmite
Josep Carner, quien, sobre todo en su última etapa, me mostró cómo la poesía
puede reflejar la dignidad del desamparo. Admiro en Salvador Espriu la
seriedad, la concisión y al mismo tiempo el sentido del humor que yo querría
para mis poemas. De Joan Vinyoli y de Miquel Martí i Pol aprendí la sencillez y
la humildad que debe haber en la buena poesía. Jorge Manrique me deslumbró con
la fuerza que puede alcanzar una sola palabra, mientras que Francisco de Quevedo
me arrastró hasta la unidad más profunda del fondo y de la forma. De Antonio
Machado aprendí cómo se debe conservar la distancia cuanto más íntimos sean
para el poeta los temas de los poemas y, compenetrándose con esta enseñanza,
formando una sola sabiduría, Juan Ramón Jiménez me abrió los ojos al hecho de
que la intensidad del poema, hasta del aparentemente más retórico, procede de
entender la vida de la cual surge. Pablo Neruda, que casi me devoró en mi
juventud, me dejó claro que lo importante de un poeta es todo aquello que no
puede aprender en ninguna escuela ni en ningún libro, pero que nunca encontrará
si no estudia a sus clásicos y los lee con asiduidad. Jorge Luis Borges
significa para mí el valor de la exactitud, que no es nunca un artificio. En
cambio, muy lejos de este gran y sarcástico autor, la lírica gallega me acercó
a Rosalía de Castro, a quien nunca podré agradecer como desearía el haber
aprendido de su obra que uno se puede mover por las zonas más oscuras, más
lóbregas y tristes del ser humano con dignidad. En poesía inglesa, Thomas Hardy
hizo que, con su ejemplo, me diese cuenta de que no hay ninguna cuestión que no
pueda ser tratada con la profundidad necesaria en un poema y que, puestos a
pecar en cuanto a la forma, es mejor hacerlo por antiguo que por moderno.
Philip Larkin ha sido clave a la hora de alcanzar los lugares de mí mismo donde
había que buscar los poemas, porque si uno cree saber cuál es ese lugar, está
perdido. Desde que empecé a frecuentar la poesía de Robert Lowell, no he dudado
de que debía llevar el poema al límite de la intimidad personal, pero su
discípula Elizabeth Bishop me advirtió de cómo y cuánto tiempo hay que
trabajarlo para no caer en la tentación de los atajos. Porque, y esto se lo
debo a Dylan Thomas, cada poema ha de llevar y llevarse una parte de uno mismo
que ya no volverá. Otro Thomas, también de Gales y tan gran poeta como Dylan,
Ronald Stuart Thomas, a quien tuve ocasión de escuchar en 1995 en Barcelona,
con su poesía sin concesión a nada que no fuese la verdad, me convenció de que,
para hablar de algo, se lo ha de amar y a la vez poner en duda con la misma
furia. Vladimir Mayakovsky es para mí, sobre todo en los poemas que menos al
servicio estaban de aquella revolución, la prueba de la falta de fronteras
entre materia y espíritu, porque nunca se puede hablar de una sin que surja el
otro. Anna Ajmátova añadió que la sabiduría implica la ternura y que, sin
ternura, no puede haber un buen poema, siendo esto más cierto cuanto más cerca
se escribe del dolor. A Li Po y a Tu Fu les debo el respeto y la lejanía a la
hora de utilizar la naturaleza: porque los poetas occidentales, ni cuando la
cantamos, hacemos otra cosa que utilizarla. De un modo parecido, Blas de Otero,
José Agustín Goytisolo y José Emilio Pacheco me dieron la medida de la
precaución que uno debe exigirse ante la posibilidad de mezclar la propia vida
con impaciencias de tipo social. Muy pronto supe, gracias a los tres, que no
debía dejarme llevar nunca por el entusiasmo en estos asuntos. Charles
Baudelaire, que fue uno de los primeros poetas cuya obra completa leí, me
convenció, con temor y a la vez deslumbrado, de que hay siempre un contenido
moral en un buen poema. La tradición alemana me trajo la inteligencia
sentimental de Rainer Maria Rilke, y con ella la seguridad de que el poeta lo
es siempre y en todas partes, y que el suyo es el más responsable de los
trabajos. A Vladimir Holan le agradezco haberme desvelado la gravedad que cada
palabra arrastra, y saber que el poema nunca puede faltarle el respeto a esa
gravedad. A Homero le debo el escudo protector contra la originalidad y el goce
que puede haber —aunque esto sea muy raro— en un poema largo. A Horacio, haber
descubierto que el sentido común es un elemento fundamental de la poesía. Los poemas
de todos ellos forman parte de lo que de bueno pueda haber en mi obra. Supongo
que es eso lo que quería decirme José Antonio Coderch, mi maestro en el campo
de la arquitectura, cuando me decía que una casa —un poema— no debía ser: «Ni
independiente, ni hecha en vano, ni original, ni suntuosa».
Me doy cuenta de cómo mi vida ha
estado ligada al hecho de escribir los poemas aquí reunidos. En cierta medida,
me sorprende constatar que los versos recogen los leit motiv vitales, las propias obsesiones. Me ha ocurrido, por
ejemplo, al leer en Crónica el final
del poema «Cerdeña 548», donde escribí:
Raquel, si tú has leído mis
silencios,
sabes que hay otra niña que me
llama
y no puedo salvarla, y en la
noche
veo su rostro húmedo de lágrimas.
¿Podré, un día, hablar de esto en
un poema?
Y, sorprendido por este final, me
doy cuenta de que muchos de mis poemas son el desarrollo posterior, veinte o
treinta años después, del último verso.
Siempre he tenido conciencia de
que la poesía, para mí, se extendía por toda la vida. La prisa, pues, no ha
formado parte de mi relación con el poema. El juicio final lo hará el tiempo y,
al contrario de los juicios finales de las religiones, yo no sabré el
resultado. A mí me corresponde sólo, y no es poco, el día a día con los poemas sin
más justificación, placer o compensación que buscarlos, componerlos y
escribirlos. Ninguno de nosotros contamos demasiado, incluso los que parecen
contar mucho, pero nos puede salvar lo mismo que, curiosamente, también puede
salvar el poema: su honesta intensidad. Estas virtudes, si las hay, vienen de
muy lejos y recorren largos y complejos caminos interiores.
Siguiendo esta vía aparentemente
más abstracta, pero sin renunciar a la fuerza ni a la ternura por las que aún
intenta avanzar mi poesía, creo que nada mejor como saludo a los lectores y
lectoras de esta edición de mis poemas que aceptar el hecho de que, en nuestros
orígenes, todos tenemos cimientos muy modestos sin los cuales no seríamos
quienes somos. Por ello me he permitido, para terminar, un retorno momentáneo y
discreto al comienzo, cuando ninguno de estos poemas era imaginable.
JOAN MARGARIT
Sant Just Desvern, septiembre de
2014
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