viernes, 3 de octubre de 2014

Octavio Paz Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe.



Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe es mucho más que el mayor estudio que se haya dedicado a una figura central de la historia de la cultura en lengua española: es, también, uno de los títulos fundamentales de toda la obra de Octavio Pa7., No se trata sólo del examen de un personaje concreto y apasionante, de una obra espléndida y singular, es, en el enmarcamiento de este personaje, el mundo de la Nueva España, núcleo esencial de nuestro común pasado colectivo, y, en la confluencia de la cohetería verbal del barroco, el pervivir de la tradición hermética, irrigando, desde un sustrato medieval, aquella poética y la sociedad que la sustenta. Más aún: en los dilemas personales a que se vio enfrentada sor Juana en los últimos años de su vida son reconocibles esquemas de comportamiento análogos a los que han pautado no pocas y a menudo sombrías páginas de la vida contemporánea. De ahí, en palabras del propio Octavio Pa, las coordenadas y el propósito de este libro capital: `la comprensión de sor Juana incluye necesariamente la de su vida y su mundo. En este sentido mi ensayo es una tentativa de restitución: pretendo restituir a su mundo, la Nueva España del siglo XVII, la vida y la obra de sor Juana. A su ve, la vida y la obra de sor Juana nos restituye a nosotros, sus lectores del siglo xx, la sociedad de la Nueva España en el siglo XVII. Restitución: sor Juana en su mundo y nosotros en su mundo`.
Fuente:N.N.

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Octavio Paz
Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe

en: Obras completas,
Edición del autor
Barcelona 2001


PRÓLOGO

Historia, vida, obra

Cuando yo comencé a escribir, hacia 1930, la poesía de sor Juana Inés de la Cruz había dejado de ser una reliquia histórica para convertirse en un texto vivo. El que encen-dió la chispa del reconocimiento, en México, fue un poe-ta: Amado Nervo. Su libro (Juana de Asbaje, 1910) está dedicado «a las mujeres todas de mi país y de mi raza». Este pequeño libro todavía se lee con agrado. Más tarde, entre 1910 1930, abundaron los estudios de erudición: había que desenterrar y fijar los textos. A los trabajos de Manuel Toussaint sucedieron los del infatigable Ermilo Abreu Gómez, que puso ante nuestros ojos por primera vez, en ediciones modernas, Primero sueño, la Carta atenagórica y la Respuesta a sor Filotea de la Cruz. Los poe-tas de Contemporáneos leyeron con simpatía y provecho a sor Juana, sobre todo Jorge Cuesta y Xavier Villaurrutia, que editó los Sonetos y las Endechas. En esos años, a través del fervor inteligente de Cuesta, leí por primera vez los poemas de sor Juana. Me retuvieron los sonetos. No volví a leerla sino hasta 1950, en París. La revista Sur quiso celebrar el tercer centenario de su nacimiento y José Bianco me escribió, pidiéndome un artículo. Acepté el encargo, fui a la Biblioteca Nacional, consulté las vie-jas ediciones y escribí un pequeño ensayo, origen lejano de este libro.
Como si se tratase de una presencia recurrente, cíclica, sor Juana reapareció en 1971. La Universidad de Har-vard me invitó a dar unos cursos y al preguntarme cuál sería el tema de uno de ellos, respondí sin mucho pensar-lo: Sor Juana Inés de la Cruz. Tuve que volver a leerla y leer mucho de lo que se ha escrito sobre ella y que yo ha-bía olvidado o no conocía. Ya para entonces Alfonso Méndez Plancarte había publicado su ejemplar edición de las Obras completas. Las bibliotecas de Harvard pro-vocaron y, asimismo, saciaron mi curiosidad. En sus pasi-llos me encontraba a veces con Raimundo Lida; hablába-mos de sor Juana, la música y la numerología mística. Repetí el curso en 1973 y con las notas que había hecho durante esos años impartí, en 1974, en El Colegio Nacio-nal, una serie de conferencias: Sor Juana Inés de la Cruz, su vida y su obra. Al año siguiente, al releer las notas y oír las cintas magnetofónicas, pensé que valdría la pena utilizarlas en un libro que fuese, simultáneamente, un es-tudio del tiempo en que ella vivió y una reflexión sobre su vida y su obra. Historia, biografía y crítica literaria. Co-mencé a escribirlo pero de una manera intermitente, inte-rrumpido con frecuencia por otros quehaceres. Concluí, hacia 1976, las tres primeras partes. Después, durante varios años, nada. El proyecto dormía y estuve a punto de abandonarlo. A fines de 1980, movido -o más bien: removido- por una suerte de remordimiento, volví al in-concluso manuscrito. En el primer semestre de 1981 es-cribí las tres partes siguientes, las finales.
Mi libro no es el primero sobre sor Juana ni será el últi-mo. La bibliografía sobre su persona y su obra cubre tres siglos y se extiende a varias lenguas, aunque todavía nos falta el previsible estudio de algún erudito japonés. Las últimas en llegar fueron las mujeres. Pero han reparado el retraso con entusiasmo: Dorothy Schons, Anita Arroyo, Eunice Joiner Gates, Clara Campoamor, Elizabeth Wallace, Gabriela Mistral, Luisa Luisi, Frida Schultz y otras. A este grupo se han unido recientemente Georgina Sabat de Rivers y Margarita López Portillo. A la última le debemos, además, una obra que merece reconocimiento: el rescate y la reconstrucción del claustro de San Jerónimo.
La palabra seducción, que tiene resonancias a un tiem-po intelectuales y sensuales, da una idea muy clara del gé-nero de atracción que despierta la figura de sor Juana Inés de la Cruz. Ya su confesor, el jesuíta Antonio Núñez de Miranda, se regocijaba de que hubiese tomado el velo pues

habiendo conocido... lo singular de su erudición junto con su no pequeña hermosura, atractivos todos a la curiosidad de muchos, que desearían conocerla y tendrían por felicidad el cortejarla, solía decir que no podía Dios enviar azote mayor a aqueste reino que si permitiese que Juana Inés se quedase en la publicidad del siglo.

Los temores del padre Núñez se cumplieron aunque de una manera que él no previo. Ni la escasez de noticias so-bre los episodios centrales de su vida ni la desaparición de la gran mayoría de sus papeles personales y de su abundante correspondencia han substraído a Juana Inés de «la publicidad del siglo». Desde hace más de cincuen-ta años su vida y su obra no cesan de intrigar y apasionar a los eruditos, a los críticos y a los simples lectores: ¿por qué escogió, siendo joven y bonita, la vida monjil?; ¿cuál fue la verdadera índole de sus inclinaciones afectivas y eróticas?; ¿cuál es la significación y el lugar de su poema Primero sueño en la historia de la poesía?; ¿cuáles fueron sus relaciones con la jerarquía eclesiástica?; ¿por qué re-nunció a la pasión de toda su vida, las letras y el saber?; ¿esa renuncia fue el resultado de una conversión o de una abdicación? Este libro es una tentativa por responder a tales preguntas.
El enigma de sor Juana Inés de la Cruz es muchos enig-mas: los de la vida y los de la obra. Es claro que hay una relación entre la vida y la obra de un escritor pero esa re-lación nunca es simple. La vida no explica enteramente la obra y la obra tampoco explica a la vida. Entre una y otra hay una zona vacía, una hendedura. Hay algo que está en la obra y que no está en la vida del autor; ese algo es lo que se llama creación o invención artística y literaria. El poeta, el escritor, es el olmo que sí da peras. Entre los es-tudios consagrados a sor Juana hay dos que ilustran las limitaciones del método que pretende explicar la obra por la vida. El primero es la biografía del padre jesuíta Diego Calleja. Fue su primer biógrafo. Para Calleja la vida de sor Juana es un gradual ascenso hacia la santi-dad; cuando percibe alguna contradicción entre esta vida ideal y lo que dice realmente la obra, trata de minimizar la contradicción o la esquiva. La obra se convierte en una ilustración de la vida de la monja, es decir, en un discurso edificante. En el polo opuesto se encuentra el profesor alemán Ludwig Pfändl. Influido por el psicoanálisis, des-cubre en sor Juana una fijación de la imagen paternal, que la lleva al narcisismo: sor Juana es una personalidad neurótica, en la que predominan fuertes tendencias mas-culinas. Para el padre Calleja la obra de sor Juana no es sino una alegoría de su vida espiritual; para Pfändl es la máscara de su neurosis. De una y otra manera la obra de sor Juana deja de ser una obra literaria: lo que leen en ella estos dos críticos es la transposición de su vida. Una vida santa para Calleja y un conflicto neurótico para Pfändl. La obra se convierte en jeroglífico de la vida; en realidad, como obra, se evapora.
No niego que la interpretación biográfica sea un cami-no para llegar a la obra. Sólo que es un camino que se de-tiene a sus puertas: para comprenderla realmente, debe-mos transponerlas y penetrar en su interior. En ese momento la obra se desprende de su autor y se transfor-ma en una realidad autónoma. Inmersos en la lectura, cesan de interesarnos los motivos inconscientes que hayan podido mover a Cervantes a escribir el Quijote. Tampoco nos interesan sus razones; esas razones son una interpre-tación y nosotros, tácitamente, por el solo hecho de leer su libro, superponemos a las interpretaciones del autor las nuestras. La obra se cierra al autor y se abre al lector. El autor escribe impulsado por fuerzas e intenciones conscientes e inconscientes pero los significados de la obra -y no sólo los significados: los placeres y sorpresas que nos depara su lectura— nunca coinciden exactamente con esos impulsos e intenciones. Las obras no responden a las preguntas del autor sino a las del lector. Entre la obra y el autor se interpone un elemento que los separa: el lector. Una vez escrita, la obra tiene una vida distinta a la del autor: la que le otorgan sus lectores sucesivos.
Otros ven la obra como una realidad independiente, autónoma. Parten de una idea que me parece justa: la obra tiene características propias, irreductibles a la vida del autor. Es lícito ver en los poemas de sor Juana Inés de la Cruz ciertas peculiaridades que, incluso si son de ori-gen psicológico, constituyen variedades de los estilos im-perantes en su época. La suma de esas variantes y pecu-liaridades hacen de su obra algo único, irrepetible y autosufíciente. No obstante, aunque nos parezca única -y aunque, en efecto, lo sea- es evidente que la poesía de sor Juana está en relación con un grupo de obras, unas contemporáneas y otras que vienen del pasado, de la Bi-blia y los Padres de la Iglesia a Góngora y Calderón. Esas obras constituyen una tradición y por eso se le aparecen al escritor como modelos que debe imitar o rivales que debe igualar. El estudio de la obra de sor Juana nos pone inmediatamente en relación con otras obras y éstas con la atmósfera intelectual y artística de su tiempo, es decir, con todo eso que constituye lo que se llama «el espíritu de una época». El espíritu y algo más fuerte que el espíritu: el gusto. Entre la vida y la obra encontramos un tercer término: la sociedad, la historia. Sor Juana es una indivi-dualidad poderosa y su obra posee innegable singulari-dad; al mismo tiempo, la mujer y sus poemas, la monja y la intelectual, se insertan en una sociedad: Nueva España al final del siglo XVII.
No pretendo explicar la literatura por la historia. El va-lor de las interpretaciones sociológicas e históricas de las obras de arte es indudablemente limitado. Al mismo tiempo, sería absurdo cerrar los ojos ante esta verdad ele-mental: la poesía es un producto social, histórico. Igno-rar la relación entre sociedad y poesía sería un error tan grave como ignorar la relación entre la vida del escritor y su obra. Pero ya Freud nos previno: el psicoanálisis no puede "explicar enteramente la creación artística; y del mismo modo que hay en el arte y en la poesía elementos irreductibles a la explicación psicológica y biográfica, los hay que son irreductibles a la explicación histórica y so-ciológica. Entonces, ¿en qué sentido me parece válida la tentativa de insertar la doble singularidad de sor Juana, la de su vida y la de su obra, en la historia de su mun-do: la sociedad aristocrática de la ciudad de México en la segunda mitad del siglo XVII? Estamos ante realidades complementarias: la vida y la obra se despliegan en una sociedad dada y, así, sólo son inteligibles dentro de la his-toria de esa sociedad; a su vez, esa historia no sería la historia que es sin la vida y las obras de sor Juana. No basta con decir que la obra de sor Juana es un producto de la historia; hay que añadir que la historia también es un producto de esa obra.
Las relaciones entre obra e historia tampoco son sim-ples. Afirmé más arriba que la obra nunca aparece aisla-damente sino en relación con otras obras, del pasado y del presente, que son sus modelos y sus rivales. Agrego ahora que hay otra relación no menos determinante: la relación con los lectores. Se habla mucho de la influencia del lector sobre la obra y sobre el autor mismo. En toda sociedad funciona un sistema de prohibiciones y autori-zaciones: el dominio de lo que se puede hacer y de lo que no se puede hacer. Hay otra esfera, generalmente más amplia, dividida también en dos zonas: lo que se puede decir y lo que no se puede decir. Las autorizaciones y las prohibiciones comprenden una gama de matices muy rica y que varía de sociedad a sociedad. No obstante, unas y otras pueden dividirse en dos grandes categorías: las ex-presas y las implícitas. La prohibición implícita es la más poderosa; es lo que «por sabido se calla», lo que se obedece automáticamente y sin reflexionar. El sistema de represiones vigente en cada sociedad reposa sobre ese conjunto de inhibiciones que ni siquiera requieren el asen-timiento de nuestra conciencia.
En el mundo moderno, el sistema de autorizaciones y prohibiciones implícitas ejerce su influencia sobre los au-tores a través de los lectores. Un autor no leído es un autor víctima de la peor censura: la de la indiferencia. Es una censura más efectiva que la del Índice eclesiástico. No es imposible que la impopularidad de ciertos géneros -la de la poesía, por ejemplo, desde Baudelaire y los simbolis-tas- sea el resultado de la censura implícita de la socie-dad democrática y progresista. El racionalismo burgués es, por decirlo así, constitucionalmente adverso a la poe-sía. De ahí que la poesía, desde los orígenes de la era mo-derna -o sea: desde las postrimerías del siglo XVIII- se haya manifestado como rebelión. La poesía no es un gé-nero moderno; su naturaleza profunda es hostil o indife-rente a los dogmas de la modernidad: el progreso y la sobrevaloración del futuro. Cierto, algunos poetas han creído sincera y apasionadamente en las ideas progresis-tas pero lo que dicen realmente sus obras es algo muy dis-tinto. La poesía, cualquiera que sea el contenido manifíesto del poema, es siempre una transgresión de la racio-nalidad y la moralidad de la sociedad burguesa. Nuestra sociedad cree en la historia -periódico, radio, televisión: el ahora- y la poesía es, por naturaleza, extemporánea.
En otras sociedades, por encima de la cofradía anóni-ma de los lectores normales, hay un grupo de lectores pri-vilegiados que se llaman el arzobispo, el inquisidor, el se-cretario general del Partido, el Politburó. Esos lectores terribles influyeron en sor Juana Inés de la Cruz tanto como sus admiradores. En su Respuesta a sor Filotea de la Cruz nos dejó una confesión: «no quiero ruidos con la Inquisición». Los lectores terribles son una parte -y una parte determinante- de la obra de sor Juana. Su obra nos dice algo pero para entender ese algo debemos darnos cuenta de que es un decir rodeado de silencio: lo que no se puede decir. La zona de lo que no se puede decir está determinada por la presencia invisible de los lectores te-rribles. La lectura de sor Juana debe hacerse frente al si-lencio que rodea a sus palabras. Ese silencio no es una ausencia de sentido; al contrario: aquello que no se puede decir es aquello que toca no sólo a la ortodoxia de la Igle-sia católica sino a las ideas, intereses y pasiones de sus príncipes y sus órdenes. La palabra de sor Juana se edifi-ca frente a una prohibición; esa prohibición se sustenta en una ortodoxia, encarnada en una burocracia de prela-dos y jueces. La comprensión de la obra de sor Juana in-cluye la de la prohibición a que se enfrenta esa obra. Su decir nos lleva a lo que no se puede decir, éste a una orto-doxia, la ortodoxia a un tribunal y el tribunal a una sen-tencia.
Esta sumaria descripción de las relaciones entre el au-tor y sus lectores, entre aquello que se puede decir y aque-llo que es indecible, omite algo esencial: con frecuencia el autor comparte el sistema de prohibiciones -tácitas pero imperativas- que forman el código de lo decible en cada época y en cada sociedad. Sin embargo, no pocas veces y casi siempre a pesar suyo, los escritores violan ese código y dicen lo que no se puede decir. Lo que ellos y sólo ellos tienen que decir. Por su voz habla la otra voz: la voz re-proba, su verdadera voz. Sor Juana no fue una excep-ción. Al contrario: sus contemporáneos percibieron muy pronto, en su voz, la irrupción de la voz otra. Ésa fue la causa de las desdichas que sufrió al final de su vida. Por-que estas transgresiones eran y son castigadas con severi-dad; y más: no es extraño que en algunas sociedades -como la Nueva España del siglo XVII- el escritor mismo se convierta en el aliado y aun en el cómplice de sus cen-sores. En el siglo XX, por una suerte de regresión históri-ca, abundan también los ejemplos de escritores e ideó-logos transformados en acusadores de sí mismos. Ea se-mejanza entre los años finales de sor Juana y estos casos contemporáneos me hicieron escoger como subtítulo de mi libro el de la sección última: Las trampas de la fe. Confieso que esta frase no se aplica a toda la vida de sor Juana y que tampoco define el carácter de su obra: lo me-jor de ella misma y de sus escritos escapa a la seducción de esas trampas. Pero me parece que la expresión alude a un mal común a su época y a la nuestra. Vale la pena sub-rayarlo y por eso la he mantenido: aviso y escarmiento.
La obra sobrevive a sus lectores; al cabo de cien o dos-cientos años es leída por otros lectores que le imponen otros sistemas de lectura e interpretación. Los lectores te-rribles desaparecen y en su lugar aparecen otras genera-ciones, cada una dueña de una interpretación distinta. La obra sobrevive gracias a las interpretaciones de sus lecto-res. Esas interpretaciones son en realidad resurrecciones: sin ellas no habría obra. La obra traspasa su propia his-toria sólo para insertarse en otra historia. Creo que pue-do concluir: la comprensión de la obra de sor Juana in-cluye necesariamente la de su vida y de su mundo. En este sentido mi ensayo es una tentativa de restitución; preten-do restituir a su mundo, la Nueva España del siglo xvn, la vida y la obra de sor Juana. A su vez, la vida y la obra de sor Juana nos restituye a nosotros, sus lectores del si-glo xx, la sociedad de la Nueva España en el siglo XVII. Restitución: sor Juana en su mundo y nosotros en su mundo. Ensayo: esta restitución es histórica, relativa, parcial. Un mexicano del siglo xx lee la obra de una monja de la Nueva España del siglo XVII. Podemos co-menzar.
OCTAVIO PAZ México, a 31 de marzo de 1991


Cuarta parte
Sot Juana Inés de la Cruz (1680-1690)
3. Religiosos incendios

Desde la perspectiva de la tradición que, sumariamente, he evocado, se comprende con mayor facilidad la actitud de los lectores de los poemas de sor Juana dedicados a María Luisa Manrique de Lara. Es indudable que causa-ron cierto asombro pues de otro modo hubiera sido inne-cesaria la «Advertencia» . También es revelador el tono de esa nota, a la vez cauteloso y tranquilizante, como para salirle al paso a cualquier interpretación deshonesta. Pero una vez así avalados, los poemas se insertaban con naturalidad en un género y una tradición. Esas piezas eran, a un tiempo -o como dice la nota: todo junto-, poe-mas cortesanos y homenajes de gratitud, incienso pala-ciego y declaraciones de una amartelada platónica . El proceso de sublimación que inició el amor cortés y que consumó el neoplatonismo renacentista logró legitimar pasiones e inclinaciones que eran transgresiones de la moral sexual, como las relaciones fuera del matrimonio o entre personas del mismo sexo. Así, mientras esos actos eran casi siempre cruelmente reprimidos, no lo era su ex-presión sublimada. Contrasta la severidad con que se perseguía al «pecado nefando» con la tolerancia y aun la admiración con que se veían las castas pero apasionadas amistades de Ficino. Gozaron de la misma tolerancia Mi-guel Ángel y su exaltado platonismo así como otros artistas y poetas del Renacimiento. Esta actitud no fue exclu-siva de la corte papal y de las repúblicas italianas sino que se extendió a la Inglaterra isabelina y a la Francia de los Valois. Casi siempre se trataba de amistades platoni-zantes entre hombres; digo casi siempre porque también hay ejemplos de safismo sublimado. Uno de los más no-tables es la Elegía de una dama enamorada de otra dama. Su autor, Pontus de Tyard, fue amigo íntimo de Maurice Scève y de Ronsard, protegido de Diana de Poitiers, gran enamorado de la filosofía neoplatónica y de la tradición de Mercurio Trismegisto. Alto dignatario de la Iglesia, murió siendo obispo de Chalón . En su opulento retiro, «entregado a las silenciosas orgías de la meditación», es-cribió y después recogió en sus Oeuvres poétiques (1573), sin que nadie se escandalizase, un curioso poema que exal-ta a la pasión lésbica:

Nostre Amour serviroit d'éternelle mémoire
Pour prouver que l'Amour de femme à femme épris
Sur les masles Amours emporteroit le pris.

Los poemas de sor Juana no son tan directos como la Elegía de Pontus de Tyard. Los sentimientos que expre-san —y que eran seguramente los que experimentaba ella realmente- son mucho más complejos y ambiguos. Hasta ahora he mostrado cómo y por qué fue posible escribir en México y publicar en Madrid, al finalizar el siglo XVII, sin provocar la reprobación general, poemas que tenían por tema la amistad amorosa entre dos mujeres de la aristocracia. Pero ¿cómo se explicaban ellas mismas, Jua-na Inés y María Luisa, su afecto? ¿Cómo lo justificaban, sin encontrar que se oponía a la moral vigente y a su estado, una monja y la otra casada y madre? La tradición que justificaba a esos poemas, también las justificaba a ellas. Sus sentimientos, sor Juana no se cansa de repetirlo y los títulos de sus poemas de subrayarlo, eran honestos, pu-ros, decentes. Su afecto, consagrado por la poesía y la fi-losofía, había sido definido como la excelsa combinación de los tres sentimientos más altos: el amor, la amistad y la caridad.
Sor Juana no se enrojece de sentir lo que siente y alude incansablemente a la índole espiritual de su amor. Por esto insiste en la separación entre el alma y el cuerpo. Cada vez que aparece esta idea, más platónica que cris-tiana, el padre Méndez Plancarte frunce el entrecejo y la llama «fantasía poética», «devaneo filosófico». Por des-gracia para todos los que han querido ignorar o atenuar el platonismo de sor Juana, esas «fantasías» no sólo figu-ran continuamente en sus escritos sino que son el eje sobre el que gira su poema capital, Primero sueño. El pla-tonismo de sor Juana, como el de tantos en el Renaci-miento y en la edad barroca, se insertaba —o, más exacta-mente: se injertaba- en la tradición de la escolástica. La ruptura con esta última no fue obra del hermetismo neo-platónico, aunque éste la preparó, sino del cartesianismo y la revolución científica y filosófica, dos corrientes inte-lectuales que sólo de lejos y lateralmente tocaron a sor Juana. En ella el platonismo tuvo una doble función: la primera, aliada al hermetismo, fue de orden intelectual; la segunda, vital. Sin el estricto dualismo platónico sus sentimientos y los de María Luisa se habrían convertido en aberraciones.
Por su talento y por su estado religioso sor Juana era una mujer fuera del común. Lo mismo ocurría con la Pa-redes: pertenecía a la más alta nobleza y, además de ser hermosa y discreta, era la virreina. La posición de ambas, aunque por motivos distintos, las colocaba por encima de las normas y exigencias ordinarias. Esa condición de privilegio entrañaba, sin embargo, responsabilidades y pesadas servidumbres. Las dos mujeres eran, en cierto modo, prisioneras de su rango. Sor Juana no estaba so-metida a la autoridad de un marido pero sí a la superiora del convento y a las intrigas de sus compañeras. Carecía de temperamento religioso, según se ha visto, y su verdade-ra pasión, hasta entonces, había sido el conocimiento. Solitaria en la agitación de San Jerónimo, voluntariosa e independiente, un día entusiasta y otro decaída, aquejada con frecuencia de males imaginarios y, no obstante, tan dolorosos como los físicos, sus verdaderas y únicas com-pañías eran los fantasmas de los libros. Aunque las cir-cunstancias de María Luisa eran diferentes, su predica-mento era semejante: afecto sin objeto. Estaba casada con un marido mediocre y, a juzgar por el retrato que co-nocemos, más bien enteco e insignificante. Su vida era una cansada sucesión de ceremonias. Sabemos que era des-pierta, vivaz y que amaba las intrigas palaciegas; cuando estuvo en México escribía sin cesar a Madrid pidien-do esto o aquello, siempre solicitando mercedes para sus familiares y protegidos. La forma en que reunió, trans-portó y logró publicar los manuscritos de la Inundación castálida es un indicio de su energía y de su independen-cia. Hay un paralelo entre la actividad palaciega de Ma-ría Luisa y la de sor Juana y su continua correspondencia literaria. En ambos casos, esa agitación ocultaba un vacío interior.
En términos de economía psíquica -para emplear la ex-presión de Freud- el mal de sor Juana no era la pobreza sino la riqueza: una libido poderosa sin empleo. Esa abundancia, y su carencia de objeto, se muestran en la frecuencia con que aparecen en sus poemas imágenes del cuerpo femenino y masculino, casi siempre convertidas en apariencias fantasmales: sor Juana vivió entre sombras eróticas. Sus poemas revelan, además, que fue una verdadera melancólica. Empleo esta palabra en el sentido que le daban Ficino y Cornelius Agrippa pero también en el de Freud: las dos concepciones se completan. Para los primeros, la melancolía era una suerte de vacuidad inte-rior (vacantia) que, en los mejores, se resolvía en una as-piración hacia lo alto; para Freud, la melancolía es un es-tado semejante al duelo: en ambos casos el sujeto se encuentra ante una pérdida del objeto deseado, sea por-que ha desaparecido o porque no existe. La diferencia, claro, es que en el caso del duelo la pérdida es real y en el del melancólico imaginaria. Para Freud —es curiosa la coincidencia con Ficino- la melancolía se asocia, en cier-tos casos, al trastorno psíquico opuesto: la manía. O sea: al furor divino, al entusiasmo de los platónicos.
Ni la vida religiosa ni la matrimonial, ni la liturgia con-ventual ni las ceremonias palaciegas, ofrecían a Juana Inés y a María Luisa satisfacciones emocionales o senti-mentales. La monja no era Santa Teresa ni la condesa era Penélope. Y lo más grave: lo mismo para la religiosa que para la virreina la relación con otros hombres estaba ex-cluida. La moral conyugal en la corte de Carlos II, según el duque de Maura, era severa, sobre todo comparada con la de las cortes de Francia e Inglaterra. En Nueva Es-paña la moral no era menos estricta: es notable que la crónica de tres siglos de virreinato no contenga historias escandalosas sobre las virreinas. Así, el excedente libidinal no podía invertirse en un objeto del sexo contra-rio. Había que substituirlo por otro objeto: una amiga. Transposición y sublimación: la amistad amorosa entre sor Juana y la condesa fue la transposición; la sublima-ción se realizó gracias y a través de la concepción neoplatónica del amor -amistad entre personas del mismo sexo. Estas relaciones, exaltadas y codificadas por la poe-sía, correspondían perfectamente tanto a las necesidades psíquicas de las dos mujeres como a su rango social. Si el amor era la otra nobleza, el amor-amistad platónico era aún más noble y heroico.
La hipótesis que acabo de esbozar no excluye necesa-riamente la existencia de tendencias sáficas entre las dos amigas. Tampoco las incluye. Sobre esto es imposible de-cir algo que no sea una suposición: carecemos de datos y documentos. Lo único que se puede afirmar es que su re-lación, aunque apasionada, fue casta. En cuanto a su per-sonalidad real: para nosotros la condesa de Paredes no es siquiera una sombra sino un nombre y su eco; aunque la figura de sor Juana ofrece un poco más de realidad, cuan-do creemos apresarla se nos escapa, como los fantasmas de sus poemas. No repetiré lo que dije sobre su infancia y sobre el influjo decisivo que tuvieron en su vida los amo-res de su madre y su condición de hija natural: bastará con recordar lo esencial. La ausencia del padre, al que tal vez ni siquiera conoció, probablemente dio origen a en-soñaciones y cavilaciones en las que la nostalgia se mez-claba al despecho. La ausencia, en el lenguaje corriente, es metáfora de muerte: el padre ausente era el padre muerto. Quizá Juana Inés lo mató también, simbólica-mente, en sus sueños. Esta suposición significa que la niña pudo haber invertido la relación natural al identifi-carse no con su madre sino con su padre. Tal sería la ex-plicación de la «masculinización». Sin embargo, Juana Inés también se identificó con su madre, sobre todo a tra-vés de figuras emblemáticas para ella: la diosa Isis, madre y virgen, inventora de la escritura y la «de alto Numen agitada / la, aunque virgen, preñada / de conceptos divi-nos, / Pitonisa doncella / de Delfos...». Por la poesía y la cultura Juana Inés rehace, simbólicamente y en sentido inverso, la disyuntiva de su infancia: la identificación con la madre significa la resurrección del padre o, más bien, su sublimación en alto Numen.
La cultura fue el camino para transcender su conflicto. El origen de su afición a las letras, según ya dije, se re-monta a su infancia y a la influencia de su abuelo. Vivió con él hasta los ocho años y lo quiso mucho. Por todo lo que sabemos, Pedro Ramírez substituyó como arquetipo paternal a las dos figuras antagónicas que dividieron a su infancia: el fantasma del padre ausente y la presencia agresiva del nuevo amante de su madre. El abuelo era hombre de libros y era un viejo; así encarnaba una suerte de virilidad sublimada: el sexo convertido en saber. En la sociedad de sor Juana la cultura era una función predo-minantemente masculina; además, y esto es esencial, ha-bía sido y en parte aún lo era la especialidad y el privile-gio de la casta clerical, es decir, de unos hombres que habían neutralizado a su virilidad. El camino de la cultu-ra, para sor Juana, no sólo pasaba por la masculinización sino que entrañaba la neutralización de la sexualidad. Neutralidad no es sinónimo de esterilidad; hay un mo-mento en que la neutralidad se resuelve en fecundidad simbólica: la madre Juana es Isis, señora de las letras, y también la pitonisa que predice en su cueva (en su celda), encinta no de hijos sino de metáforas y tropos. Su madre había sido hacendada, señora de ganados y cosechas; ella era señora de un pueblo de signos y conceptos.
Como se ha visto, el examen de sus tendencias eróticas no es concluyente y termina en una interrogación. Sus dos extremos fueron, conforme a la definición clásica del temperamento melancólico, la depresión y el entusiasmo (la manía de Platón y la de Freud). Entre ellos, hay una gama de actitudes: masculinización y neutralización de la libido, identificación con el abuelo y también, contradic-toriamente, con la madre. Y siempre un narcisismo exal-tado. Pero el suyo fue un narcisismo corregido por la lu-cidez de la melancolía y el arrebato del entusiasmo. Su imagen en el espejo provoca la caricia de su mirada y, un instante después, la severidad de su crítica; entonces bus-ca otra imagen que la saque de sí y la enamore: una som-bra fantástica, un concepto fugitivo, el rostro de una amiga. ¿Tuvo conciencia de su complejidad? Claro que sí: algunos de sus mejores poemas —romances, décimas, sonetos- son un examen de ese «amoroso tormento... que empieza como deseo / y acaba en melancolía». Tam-bién se daba cuenta de que esos encontrados impulsos y sentimientos, a un tiempo tiránicos e impalpables, se re-sistían a todo intento de clara definición:

Traigo conmigo un cuidado,
y tan esquivo, que creo
que, aunque sé sentirlo tanto,
aun yo misma no lo siento.

Estos versos pertenecen a un romance de amor sacro (56) pero podrían ser de amor profano. Cualquier tema le daba ocasión para, al margen, anotar una reflexión sobre su estado y los enigmas que la habitaban. Cierto, nadie tiene conciencia cabal de su intimidad y sor Juana no es una excepción de esta regla universal. Pero algunos, los más lúcidos, sí saben que son un haz de impulsos y pasio-nes contradictorias y secretas. Este saber sí lo tuvo sor Juana: si algo la distingue, es la lucidez. No se engañó a sí misma en el caso de su relación con la condesa de Pare-des; al contrario, al expresar su sentimiento, lo justifica con el ejemplo del dualismo platónico. En uno de los pri-meros poemas que le dirige -recién llegados los virreyes y María Luisa encinta- le confiesa que vive entre «las dul-ces cadenas de vuestras luces sagradas». Pronto el tú su-cede al vos y comienza a llamarla, como los poetas a sus damas, con nombres arcádicos: Lysi y Filis. Ya antes ha-bía convertido a Leonor Carrete en Laura. En el roman-ce 19, uno de los más apasionados, el anónimo autor de los títulos creyó necesario insertar esta aclaración: Puro amor, que ausente y sin deseo de indecencias, puede sen-tir lo que el más profano. Desde los primeros versos de este poema y no sin que su culto amoroso roce la herejía —como lo advierte, cariacontecido, Méndez Plancarte— declara su platonismo en términos encendidos:

pues del mismo corazón
los combatientes deseos,
son holocausto poluto,
son materiales afectos,
y solamente del alma
en religiosos incendios,
arde sacrificio puro
de adoración y silencio.

Ocho versos conceptuosos y apasionados, con líneas de atrevida hermosura: esos «religiosos incendios» hacen pensar en los más grandes, en un Donne o un Lope. El poe-ma, con altibajos y cierta lentitud -la prolijidad es un de-fecto que casi nunca supieron evitar los poetas del XVII-prosigue y en otro intenso pasaje dice que la quiere como la mariposa «simple / amante que, en tornos ciegos, / es despojo de la llama», como la mano incauta del niño que se hiere al acariciar el cuchillo, como el girasol a la luz, el aire al espacio, el fuego a la materia, como «todas las co-sas naturales» que el deseo «une, amantes, en lazos estre-chos». La quiere, en fin, por ella misma y por ser la que es: Filis. Al llegar a este punto, explica la índole de su afecto:
Ser mujer, ni estar ausente,
no es de amarte impedimento;
pues sabes tú, que las almas
distancia ignoran y sexo.

En los versos siguientes no sólo acepta sino que exalta la singularidad de su afecto: el «orden natural» lo guardan las «comunes hermosuras», no la de María Luisa. La suya es un «prodigio con exenciones de regio». El tema provenzal de la soberanía de la dama, con potestad para romper las normas, justifica su amor-amistad. En el ro-mance 48 vuelve al tema de la separación del cuerpo y el alma en términos no menos inequívocos. El poema res-ponde «a un caballero del Perú que le envió unos barros [búcaros] diciéndole que se volviese hombre». Sor Juana contesta con gracia:

Y en el consejo que dais,
yo os prometo recibirle
y hacerme fuerza, aunque juzgo
que no hay fuerzas que entarquinen:
porque acá Sálmacis falta,
en cuyos cristales dicen
que hay no sé qué virtud de
dar alientos varoniles.

Méndez Plancarte atribuye a una distracción de sor Jua-na la mención de la fuente de la ninfa Sálmacis (Ovidio, Metamorfosis, IV, 285-388). Esta fuente no transforma-ba a las doncellas en mancebos, sino que convirtió a Hermafrodito en andrógino. La transformación de mujer en varón, añade Méndez Plancarte, fue obra de Isis, que cambió a Ifisa en hombre (Ovidio, Metamorfosis, IX, 666-797). Un psicoanalista no dejaría de encontrar signi-ficativa esta confusión. Pero tal vez no es necesario acu-dir al psicoanálisis para explicar este pequeño error. Por una parte, era difícil que Juana Inés, por todo lo que sa-bemos, citase el episodio de Ifisa: se parecía demasiado a su caso. Ifisa, muchacha cretense educada por sus padres como un mancebo, enamorada y prometida de la doncella Ianté, pide a Isis que la convierta en varón y lo logra. Por la otra, no es imposible que el origen de la confusión de sor Juana se encuentre en el tratado de mitología del padre Vitoria. Aunque Ovidio dice claramente que Hermafrodito, al verse cambiado y «ablandados sus miem-bros», pidió y obtuvo de sus padres, Hermes y Afrodita, que

quienquier que a estas fuentes viniese varón, de allí salga semi-varón, y en las tocadas ondas se ablande de súbito ,

en la versión de Vitoria se dice que «Hermafrodito pidió y alcanzó que todos los que allí se bañasen, que tuviesen doblados los sexos naturales...». En todo caso, sor Juana se refiere más adelante no a la transformación en varón sino al hermafroditismo:
Yo no entiendo de esas cosas;
sólo sé que aquí me vine
porque, si es que soy mujer,
ninguno lo verifique.
Y también sé que, en latín,
sólo a las casadas dicen
úxor, o mujer, y que
es común de dos lo virgen.

En el tercer verso atenúa y casi pone en duda su condi-ción femenina («si es que soy mujer») y en los finales la niega: siendo virgen, es doble. Estos versos muestran que no sólo se daba cuenta de su conflicto sino que para ella había cesado de serlo, resuelto por su profesión religiosa y por su platonismo. Tomó las órdenes para que ninguno «verificase» que era mujer; al no haberse casado y ser virgen, es «común de dos». Declara así que, espiritualmente, es un andrógino. Por esto no es bueno que la miren como mujer:
pues no soy mujer que a alguno
de mujer pueda servirle;
y sólo sé que mi cuerpo,
sin que a uno u otro se incline,
es neutro, o abstracto, cuanto
sólo el alma deposite.

La profesión religiosa ha neutralizado a su sexualidad y su cuerpo no se inclina ni a lo masculino ni a lo femenino. Pero su alma responde a otras almas y se corresponde con ellas,, sin distinción de sexo. Este tema es motivo de innu-merables variaciones en romances, décimas, glosas y so-netos. En la escala amorosa del platonismo los ojos y los oídos anteceden inmediatamente al amor supremo, que es el del entendimiento. Ver es una forma inferior de la con-templación y el verdadero amante contempla con los ojos cerrados. En una glosa (142), dedicada a Lysi, se pregunta:

Aunque cegué de mirarte
¿qué importa cegar o ver,
si gozos que son del alma
también un ciego los ve?

En un soneto a Lysi (179) extrema los «conceptos de amante»: su «belleza no es posible» porque sólo el pensa-miento de poseerla ofende al mismo tiempo al decoro de ella y a su propio amor. Esto le da ocasión para una para-doja: No emprender, solamente, es lo que emprendo. En el mismo soneto afirma que el más alto amor no busca correspondencia. Es una idea que repite en muchos poe-mas: sólo se puede llamar «dicha» a aquello que ni se puede merecer / ni se pretende alcanzar (A Lysi, redondillas, 90). En De palacio, un sainete, el premio al galán vencedor consiste en amar sin esperanza de reciprocidad. El padre Méndez Plancarte sostiene que la Lysi del soneto 179 no es la condesa de Paredes: el que habla es un hom-bre. Sin embargo, en los poemas expresamente dirigidos a María Luisa repite una y otra vez su elogio del amor sin correspondencia. En ellos abundan, asimismo, las alusio-nes a esos incidentes y sucedidos que se asocian general-mente a las relaciones amorosas: celos, quejas, ausencias, júbilos, regalos, encuentros. En el romance 18 le pide per-dón por no haberla visto ni escrito durante unos días y le dice que sus deberes religiosos habían sido la causa de la «intermisión». Las quejas por las ausencias se repiten a ve-ces en labios de ella y otras en los de María Luisa. El ro-mance 28, escrito en la época de cuaresma, durante la cual se suspendían las visitas a los conventos, es un ejemplo:

[...] pobre de mí,
que ha tanto que no te veo,
que tengo, de tu carencia,
cuaresmados los deseos,
la voluntad traspasada,
ayuno el entendimiento,
mano sobre mano el gusto
y los ojos sin objeto.
De veras, mi dulce amor;
cierto que no lo encarezco:
que sin ti, hasta mis discursos
parece que son ajenos.


Otro poema en endechas reales (83) reproduce, en térmi-nos aún más tiernos, las disculpas por «no haberla espera-do a ver». Alude seguramente a las visitas que la condesa hacía al convento. Las reglas disponían que las monjas re-cibiesen a los extraños en el locutorio, en donde los visitantes estaban separados por enrejados; sin embargo, al-gunas visitas, sobre todo las de palacio, penetraban hasta otros recintos y las monjas las recibían -de nuevo contra-viniendo a las reglas- con la cara descubierta. Estas ende-chas son notables no por su valor poético sino por su tono directo y efusivo. Sor Juana juega con la palabra espera:esperar a una persona y esperar «lo que no puede esperar-se», la dicha del amor. Al final surgen dos versos: «Baste ya de rigores, / hermoso Dueño, baste», que inmediatamente traen a la memoria, para cualquier lector atento, los terce-tos de uno de sus sonetos más conocidos y apreciados:

Baste ya de rigores, mi bien, baste;
no te atormenten más celos tiranos,
ni el vil recelo tu quietud contraste
con sombras necias, con indicios vanos,
pues ya en líquido humor viste y tocaste
mi corazón deshecho entre tus manos.

Es imposible saber, naturalmente, si el soneto estuvo inspirado por el incidente a que se refieren las endechas. Todo lo que se puede decir es que el tema es el mismo y que es turbadora la aparición de la misma frase en las dos composiciones. Hay otros poemas que contienen frases tan vehementes como las del soneto, aunque no tan per-fectas. Por ejemplo, en estas endechas (82):

Así, cuando yo mía
te llamo, no pretendo
que juzguen que eres mía,
sino sólo que yo ser tuya quiero.

Las quejas por los silencios reaparecen en unas redon-dillas (91). En esta ocasión la quejosa es María Luisa y sor Juana es la que pide perdón por no haberle escrito. Esto le da pie para, otra vez, enunciar paradojas. Hace el elogio del silencio pues a su amor, todo interioridad, le basta con ser sin necesidad de exteriorizarse:

Que en mi amorosa pasión
no fue descuido, ni mengua,
quitar el uso a la lengua
por dárselo al corazón.
Ni de explicarme dejaba:
que, como la pasión mía
acá en el alma te vía,
acá en el alma te hablaba.

En silencio la amaba y en silencio pensaba que ella tam-bién la amaba: en mi mano tenía / el fingirte favorable. Fe-licidad interior y que causa desvarios:

¡Oh cuán loca llegué a verme
en tus dichosos amores,
que, aun fingidos, tus favores
pudieron enloquecerme!

Pero, puesto que la condesa le ordena que hable, lo hace: «si amar a su belleza es delito sin disculpa... tam-bién es un delito del que nunca se arrepiente». Y conclu-ye, no sin atrevimiento:

Esto en mis afectos hallo,
y más, que explicar no sé;
mas tú, de lo que callé,
inferirás lo que callo.

La osadía de los versos finales aparece en otro poema (90) también en redondillas. Como si hubiera presentido algunas de las futuras interpretaciones de sus poemas, declara expresamente que no ama a María Luisa por ha-ber sido agasajada y favorecida sino por la fuerza de su belleza. No quiere que «lo agradecido se equivoque con lo amante». Altiva, aclara nuevamente que el amor más alto es aquel que no espera correspondencia ni premio:

Que estar un digno cuidado
con razón correspondido,
es premio de lo servido
y no dicha de lo amado.

Menos conceptistas y afectadas son las endechas (77) que explican «un sentir de ausente y desdeñado». Aunque el poema está dedicado a Filis, uno de los nombres poé-ticos de María Luisa, Méndez Plancarte afirma peren-toriamente que se trata de otra Filis. ¿Por qué? Esta composición es una más entre las que exaltan la superiori-dad de la ausencia sobre la posesión. Los cuatro primeros versos, en su movimiento de vaivén, expresan admirable-mente las vacilaciones, el ir y venir del desdeñado en amor:

Me acerco y me retiro:
¿quién sino yo hallar puedo
a la ausencia en los ojos
la presencia en lo lejos?

La precisión psicológica se alia a la justeza de la expre-sión: encontrar «la presencia en lo lejos» da en el blanco. El poema termina -y no es el único- con expresiones de despecho amoroso:
A vivir ignorado
de tus luces, me ausento
donde ni aun mi mal sirva
a tu desdén de obsequio.

Entre los grandes placeres eróticos están los de la vista. Sor Juana no se privaba de ellos y en sus poemas la visión no es menos primordial que el concepto. Incluso puede decirse que su conceptismo parte casi siempre de una ima-gen visual o desemboca en otra. Cuando no ve, evoca y fantasea: ve con la memoria y con los ojos de ese espíritu fantástico que mira cuando el artista cierra los ojos. Ese espíritu es el angelillo que dibuja figuras sobre un cuader-no, hecho un ovillo, al lado de la Melancolía, en el gra-bado de Durero. Sus agentes son los spiritelli de Dante y Cavalcanti, que imprimían en el corazón del poeta enamorado la imagen fantasmal de la dama. Sor Juana vuelve a esos fantasmas, a un tiempo fúnebres y pasiona-les, huidizos y obsesivos, en muchos poemas. El título de un poema que ya cité (142.) se ajusta enteramente a la tra-dición de la superioridad del fantasma sobre la criatura real: Porque la tiene en el pensamiento, desprecia, como inútil, verla con los ojos. El placer de imaginar es doble porque es ver con los ojos y con el espíritu. La poesía tiene el don de volver sensible lo impalpable y visible lo incor-póreo. Es un arte de encarnación, aunque esa encarnación también sea imaginaria: palabras, ritmos, conceptos. El mejor ejemplo es uno de sus poemas más celebrados, el romance decasílabo (61) en que «pinta la proporción her-mosa de la condesa de Paredes». Fue escrito cuando ya la condesa de Paredes estaba en Madrid pues el título dice que le «fue remitido desde México». Es una pintura he-cha, ya el modelo ausente, por la memoria y la fantasía.
Casi todos los que se han ocupado de este poema, seña-la Antonio Alatorre, «por una especie de pudor han trasladado su admiración del contenido a la forma, del men-saje a la estructura» . Cierto, la métrica es inusitada y es explicable el interés que ha despertado pero no es menos notable la serie de metáforas que la poetisa despliega ante el lector y que son un conjunto de variaciones sobre cada una de las partes del cuerpo femenino: el pelo, los ojos, la frente, los labios, la garganta, los pechos, el talle, los brazos, las piernas, los dedos de la mano, los pies, la estatura. El poema mereció ser incluido en la Antología poética en honor de Góngora (192,7) de Gerardo Diego, aunque precedido por unas líneas que dicen: «mucho me-jores que los versos enrevesados de Primero sueño son otros [los del romance] más decorativos y luminosos, en que el ingenio de la monja resplandece en sabrosos hallazgos». El juicio sobre Primero sueño me incitaría a compartir, si no fuese tan manifiestamente injusta, la opi-nión de Ortega y Gasset, que encontraba en sus compa-triotas cierta incapacidad para gozar de las ideas. En cuanto al romance decasílabo: sus versos, sí, son decora-tivos y luminosos pero son algo más. No hay muchos poe-mas en la historia de nuestra lengua que puedan igualar su concentración y su riqueza, la desenvoltura de sus imágenes y su sintaxis ajustada al movimiento rítmico. Incluso el artificio del esdrújulo con que comienza cada verso, que parece forzado para el oído moderno, acaba por seducir.
Méndez Plancarte, siempre sensible a la belleza verbal —cuando no se oponía a su ortodoxia—, encomia este poema pero señala que algunas expresiones vienen de dos ro-mances de Góngora que tienen por asunto la historia de Tisbe y Píramo. No hay tal: he comparado los dos roman-ces con el poema de sor Juana y he encontrado apenas va-gos y distantes parecidos. Por la sintaxis, el vocabulario y las alusiones cultas, las coordenadas estéticas del poema son gongoristas. Pero no se parece a los dos romances de Píramo y Tisbe, más bien humorísticos. El verdadero an-tecedente de este romance es otro, en el mismo metro y con tema semejante, de Agustín de Salazar y Torres. Sin embargo, la arquitectura del romance de sor Juana es más sólida, más sorprendente su invención y más estrictas sus líneas. No es profuso sino rico; hay complejidad, no con-fusión. Casi todos los grandes poetas españoles del siglo XVII, sin excluir a Góngora, fueron excesivos; a veces, arrastrados por el entusiasmo o enamorados de sus do-nes, no supieron callarse a tiempo. A pesar de la estética de su siglo y del ejemplo de sus maestros españoles, por temperamento y por inclinación intelectual y artística sor Juana tendía más bien a la reserva y a la economía. Saber hasta dónde se debe llegar: antesala de la perfección. No siempre lo consiguió y muchas veces fue prolija y hasta descosida. Pero unos cuantos poemas revelan que tam-bién conoció el arte difícil de conocer sus límites. El ro-mance decasílabo es uno de ellos. Combina cualidades opuestas que, unidas, producen los efectos más raros: la intensidad y la riqueza. A Valéry, que amaba a Góngora, le habría encantado este poema. Su gongorismo, innega-ble, es su vestido de época: abajo palpita una mujer des-nuda. Las imágenes son abanicos verbales que simultánea-mente descubren y cubren ojos, pechos, frente, boca.
Hay otros poemas de sor Juana que celebran el rostro y el cuerpo de María Luisa, aunque ninguno tan brillante e imaginativo como éste. Entre los billetes y otros poemillas de circunstancias, hay una décima (132) en la que «describe, con énfasis de no poder dar la última mano a la pintura, el retrato de una belleza». La retratada es Filis y la razón de no poder terminar su retrato es que

[...] en oro engasta
pie tan breve, que no gasta
ni un pie.

Además de los dedicados a María Luisa, hay varios poe-mas en los que sor Juana describe a otras mujeres. Los más son jocosos. Un romancillo en versos de seis sílabas (71) «para cantar a la música de un tono y baile regional que llaman el cardador» tiene un encanto que hace pen-sar en Góngora por la gracia y en Lope por la ternura. Belilla, cuyos ojos son de «quítate que ahí voy», tiene el

Talle más estrecho
que la condición
de cierta persona
que conozco yo.

Otros de estos poemitas son caricaturas, como el dedi-cado a «la agrísima Gila» (72), en el que sor Juana termi-na diciéndole: si estos versos no te parecen bastante agrios, puedes echarles «la hiél de tu natural». Entre esos poemas el más notable es la imitación de Polo de Medina en versos pareados: a Lisarda, que examinaré en otro lugar.
Si se comparan los poemas en que se describe el cuerpo femenino con aquellos que mencionan al masculino, se advierte que es mayor el número de los primeros y que esos poemas son más explícitos que aquellos que evocan a la figura masculina. Vemos a las mujeres de sor Juana; sus hombres son «sombras fantásticas». Sin embargo, es imposible, de nuevo, extraer del examen de esos poemas conclusiones acerca de sus íntimas tendencias eróticas. En una cultura masculina que había idealizado a la mujer e instituido un culto poético a la dama (aunque la reali-dad de la condición femenina no correspondiese a esa imagen ideal), era indecente la descripción del cuerpo masculino. La indecencia se volvía escándalo si la autora de la descripción era una mujer y más aún si era una monja. La tradición poética y retórica poseía un vocabu-lario y unas figuras para nombrar al cuerpo femenino pero muy pocos de esos giros podían aplicarse al mascu-lino. Esto podría explicar que en los poemas de sor Juana figuren pocas descripciones del cuerpo masculino y que sean siempre vagas, imprecisas. Al tocar este tema nos enfrentamos otra vez a una limitación histórica quizá in-superable: por una parte, la sociedad en que vivió sor Juana -su cultura, su ética, sus jerarquías sociales- nos ayudan a comprenderla; por la otra, la ocultan. Sus acti-tudes vitales fueron respuestas, muchas veces inconscien-tes, al sistema de usos y prohibiciones de la sociedad ca-tólica de Nueva España. Sus tendencias más íntimas y personales están indisoluble y secretamente enlazadas a la moral y a las costumbres de su época. Hay una zona en que lo social es indistinguible de lo individual. Sor Juana, como cada uno de nosotros, es la expresión y la negación de su tiempo, su héroe y su víctima. Por esto, como cada ser humano, es una figura enigmática.

Los poemas que tienen por tema los retratos de María Luisa y de Juana Inés tienen un interés particular. Segura-mente hubo varios, todos perdidos. El título de la décima 126 es revelador: En un Anillo retrató a la señora con-desa de Paredes. Dice por qué. El retrato estaba pintado en un anillo del índice: para que con verdad sea / índice del corazón. Pero esta miniatura no puede ser el retrato a que se refiere el romance 19 (lo atrevido de un pincel. / Filis, dio a mi pluma alientos) ni el que inspira las redon-dillas (89): Al retrato de una decente hermosura. Este poe-ma consiste en unas variaciones sobre el tema del retrato inanimado pero cruel y la vivacidad dolida de la enamo-rada:

¡Oh, tú, bella Copia dura,
que ostentas tanta crueldad,
concédete a la piedad
o niégate a la hermosura!

Al final aparece una idea que debió ser obsesión para ella pues figura en otros poemas: el retrato es inmune al tiempo pero esta victoria reduce la persona a ser yerta apariencia. La dureza del retrato la hace pensar en la du-reza del original y entonces brota el despecho:

¡Oh, Lysi, de tu belleza
contempla la Copia dura,
mucho más que en la hermosura
parecida en la dureza!
Vive, sin que el tiempo ingrato
te desluzca; y goza, igual,
perfección de Original
y duración de Retrato.

La aliteración (dura, dureza, duración) es feliz. Los tres versos últimos, aunque hermosos, eluden la oposición entre el original y el retrato. En unas décimas (103) se in-sinúa una solución: el despecho ante el retrato impasible se transforma en posesión interior. Aunque este monólo-go de amor frente a un retrato tiene algo teatral, no es calderoniano. Poesía de reflexión y análisis íntimo, here-dera de Petrarca:

Toco, por ver si escondido
lo viviente en ti parece:
¿posible es, que de él carece
quien roba todo el sentido?
¿Posible es, que no has sentido
esta mano que te toca,
y a que atiendas te provoca
a mis rendidos despojos?
¿Que no hay luz en esos ojos?
¿Que no hay voz en esa boca?

La mudez y la inmovilidad del retrato, después de avi-var el tormento de la ausencia, muestran el camino del ver-dadero amor: la interioridad. El tema del poema 91 rea-parece:

Dichosa vivo el favor
que me ofrece un bronce frío:
pues aunque muestres desvío,
podrás, cuando más terrible,
decir que eres impasible,
pero no que no eres mío.

Estas décimas tienen por complemento otras (126) en las que el tema es un retrato de sor Juana «enviado a una persona» (María Luisa). Los dos poemas forman un díp-tico y son como el anverso y el reverso de la misma reali-dad. Ambos fueron incluidos en las Obras completas en una serie que Méndez Plancarte llamó De amor y de dis-creción, sin duda para atenuar un poco la indiscreción de los poemas mismos. El segundo poema es de una extraor-dinaria limpidez. Si el romance decasílabo nos deslum-bra, las décimas nos conmueven más profundamente por su transparencia. No es exagerado decir que se ve a tra-vés de ellas. El sentimiento es hondo pero contenido y la pasión es lúcida. En este poema sor Juana mostró de nuevo su exquisito sentido de la medida: en esos cuarenta versos no hay una palabra de más. Equidistante de juego conceptista y de la confesión sentimental, la poetisa con-sigue lo más difícil, ser inteligente y ser apasionada:

A tus manos me traslada
la que mi original es,
que aunque copiada la ves,
no la verás retratada:
en mí toda transformada,
te da de su amor la palma;
y no te admire la calma
y el silencio que hay en mí,
pues mi original por ti
pienso que está más sin alma.

Méndez Plancarte interpreta la cuarta línea como un juego de palabras: María Luisa ve a Juana Inés copiada (retratada) en el cuadro pero no retractada, es decir, arre-pentida de su afecto. La siguiente décima del poema es un ejemplo del concepto poético, no en el sentido de un Quevedo o un Gracián sino en el de Lope: «una tersa, limpia forma y una extrema condensación de pensamien-tos» . El Retrato dice que, más feliz que el Original, vi-virá con María Luisa. Ser figura pintada la salvará del tormento de verse desamada -y si María Luisa advirtie-se que le falta alma, ella se la podría dar, pues tiene ya la de Juana Inés:

Y si te es, faltarte aquí
el alma, cosa importuna,
me puedes tú infundir una
de tantas como hay en tí:
que como el alma te di,
y tuyo mi ser se nombra,
aunque mirarme te asombra
en tan insensible calma,
de este cuerpo eres el alma
y eres cuerpo de esta sombra.

La amistad con María Luisa Manrique de Lara dejó muchos poemas; algunos interesan por ser documentos biográficos y psicológicos; otros pocos por su valor poé-tico. Estos últimos no llegan a diez pero entre ellos se en-cuentran algunos de los más intensos y hermosos de sor Juana. Dos de ellos, que son dos extremos de su talento poético -el máximo brillo y la máxima diafanidad- son dos pequeñas obras maestras (útil aunque gastada expre-sión): el romance decasílabo (61) y las décimas (126) que acompañan a su retrato. Todos estos poemas, a pesar de la forma desordenada en que se publicaron, se ajustan a la tradición de la poesía erótica desde el Canzoniere de Petrarca: son una serie que cuenta y canta las vicisitudes de una pasión. Los poemas de sor Juana aluden a una historia enigmática que, como se ha visto, es imposible esclarecer enteramente. Su misterio es análogo al de los sonetos de Shakespeare, aunque su mérito poético sea menor. ¿Cuál fue la índole de su relación con María Lui-sa Manrique de Lara? También ella se hizo esta pregunta y la respondió con sus poemas que dicen todo y no dicen nada. Fiel a sus modelos poéticos, su poesía -exaltación y alabanza, queja y reproche- se resuelve siempre en in-terrogaciones y paradojas. Desde Petrarca la poesía eró-tica ha sido, tanto o más que la expresión del deseo, el movimiento introspectivo de la reflexión. Examen inte-rior: el poeta, al ver a su amada, se ve también a sí mismo viéndola. Al verse, ve en su interior, grabada en su pecho, la imagen de su dama: el amor es fantasmal. Esto Juana Inés lo sintió y lo dijo como muy pocos poetas lo han sen-tido y lo han dicho. Su poesía gira -alternativamente exaltada y reflexiva, con asombro y con terror- en torno a la incesante metamorfosis: el cuerpo deseado se vuelve fantasma, el fantasma encarna en presencia intocable.

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