viernes, 3 de mayo de 2019

EL HACHA DE ORO Gastón Leroux

EL HACHA DE ORO

Gastón Leroux
ME encontraba, hace muchos años, en Gersau, aldea situada a orillas del lago de los Cuatro Cantones, a algunos kilómetros de Lucerna. Había decidido pasar allí el otoño, para terminar un trabajo en la paz de aquel lindo pueblecito, cuyos vetustos tejados puntiagudos se reflejan en las románticas aguas que surcó otrora la barca de Guillermo Tell. Debido a lo avanzado de la estación, los turistas habían partido; los insoportables tartarines procedentes de Alemania, con sus alpenstocks, sus polainas y sus sombreros redondos, inevitablemente adornados con una leve pluma, habían regresado a su país en busca de sus jarros de cerveza, sus choucroute y sus «conciertos magnos», dejándonos al fin el campo libre desde el monte Pilatos a la Mitten y al Rigi.
A la mesa redonda sólo acudíamos ya una media docena de huéspedes, que simpatizábamos unos con otros y que por las noches, charlábamos sobre los paseos del día o tocábamos el piano.Una anciana, siempre envuelta en negros crespones, que jamás había dirigido la palabra a nadie mientras el hotel había estado lleno de turistas, y que nos había parecido siempre la personificación de la tristeza, se reveló como una pianista de primer orden. Sin hacerse rogar, tocaba algunas composiciones de Chopin y, sobre todo, cierta melodía de Schumann, en cuya ejecución ponía tal sentimiento que, al oírla, se nos llenaban de lágrimas los ojos.
Le estábamos todos tan agradecidos por los hermosos ratos que nos había hecho pasar, que decidimos obsequiarla con un recuerdo. Uno de nosotros, que debía ir aquella tarde a Lucerna, fue el encargado de comprar el regalo. Regresó por la noche, con un imperdible de oro que tenía la forma de un hacha.
Pero se dio el caso de que ni aquella noche ni la siguiente vimos a la anciana. Los huéspedes, que se marchaban, me dejaron el hacha de oro.
El equipaje de la dama estaba aún en el hotel y yo esperaba su regreso de un momento a otro, tranquilizado acerca de su suerte por el fondista, quien me dijo que la viajera solía hacer aquellas escapatorias y que no había motivo para alarmarse. En efecto, la víspera de mi marcha, mientras paseaba por última vez por los alrededores del lago, me detuve a poca distancia de la capilla de Guillermo Tell y advertí a la anciana en el umbral del santuario.
Nunca, como en aquel momento, me había impresionado tanto el inmenso desconsuelo que se reflejaba en su rostro, surcado por gruesas lágrimas, ni había percibido, tan claramente como entonces, las huellas, aún visibles, de su antigua belleza. Al verme se echó el velo sobre la cara y se dirigió hacia el lago. Sin vacilar me acerqué a ella y, tras saludarla, le expresé el sentimiento de nuestros compañeros de hospedaje y, por último, como llevaba el regalo en el bolsillo, le entregué el estuche que contenía el hacha de oro. Sonriendo con dulzura, abrió la cajita; pero al ver el objeto que contenía se puso a temblar, apartóse de mí, como temerosa de mi presencia, y, enloquecida, arrojó el imperdible al lago.
Aún no se había desvanecido el estupor causado por su inexplicable conducta, cuando la dama me pidió perdón, sollozando. Cerca de allí había un banco. Nos sentamos en él. Y, tras algunas lamentaciones contra el destino, de las cuales no entendí una palabra, he aquí el extraño relato que me hizo; la triste historia que me confió y que no olvidaré mientras viva. Porque en verdad no conozco destino más horrible que el de la dama enlutada que tocaba, con tanto sentimiento, la melodía de Schumann.
—Va usted a saberlo todo —me dijo—, porque me propongo alejarme para siempre de este país, que he querido ver por última vez. Y, cuando lo sepa usted, comprenderá por qué he arrojado al lago el hacha de oro.
»Nací en Ginebra, en el seno de una distinguidísima familia. Éramos ricos, pero algunas desgraciadas operaciones en la Bolsa arruinaron a mi padre, que murió a consecuencia de ello. A los dieciocho años yo era una muchacha muy hermosa, pero sin dote. Mi madre desesperaba de casarme. Sin embargo, hubiera querido asegurar mi suerte antes de ir a reunirse con mi padre. Tenía yo veinticinco años cuando se me presentó un partido que todo el mundo consideró excelente. Un joven de Brinsgau, que pasaba los veranos en Suiza y que conocimos en el casino de Evian, se enamoró de mí, y lo amé. Herbert Gutmann era un muchacho generoso, sencillo y bueno. A todas las buenas cualidades del corazón parecía unir las de la inteligencia. Aunque no era rico, disfrutaba de cierta holgura económica. Su padre era comerciante y le pasaba una rentita para que viajase, en espera de que Herbert le sucediera en los negocios. Nos disponíamos a ir todos juntos a visitar al anciano Gutmann a su casa de Todnau, en plena Selva Negra, cuando la mala salud de mí madre precipitó los acontecimientos. Como no se sentía con fuerzas para viajar, mi madre regresó apresuradamente a Ginebra, donde, a petición suya, recibió de las autoridades de Todnau los más satisfactorios informes relativos a Herbert y a su familia. El padre, tras sus comienzos de simple leñador, había abandonado el pueblo, al que regresó después de hacer una fortunita “vendiendo madera”. Esto era, por lo menos, cuanto sabían de él en Todnau. No necesitó más mi madre para apresurarse a llenar todas las formalidades necesarias para mi matrimonio, que se celebró ocho días antes de su fallecimiento. Murió en paz, “tranquila por mi suerte”, como decía.
»Mi esposo, con sus cuidados e inagotable bondad, me ayudó a sobreponerme al dolor del espantoso golpe recibido. Antes de regresar a casa de su padre vinimos a pasar una semana aquí, en Gersau, y luego, con gran asombro mío, emprendimos un largo viaje, sin ir antes a ver a mi suegro. Mi tristeza se hubiera desvanecido paulatinamente si no hubiese advertido, casi con espanto, a medida que transcurrían los días, que el humor de mi esposo se volvía cada vez más sombrío. Tal cosa me extrañó considerablemente, porque, en Evian, Herbert me había parecido de un carácter alegre y muy natural. ¿Debía yo descubrir, pues, que toda aquella alegría de entonces era ficticia y ocultaba una honda pena? ¡Ay de mí! Los suspiros que lanzaba cuando se creía solo, y la agitación, a veces alarmante, de su sueño, no me permitía abrigar ninguna esperanza. Resolví interrogarlo. A las primeras palabras que aventuré acerca de su tristeza, me contestó riendo a carcajadas, y luego me llamó locuela y me abrazó apasionadamente, demostraciones que sólo sirvieron para persuadirme más de que me enfrentaba con el más doloroso misterio.
»No podía ocultarme a mí misma que en la conducta de Herbert había algo que se parecía a los “remordimientos”. Sin embargo, hubiese jurado que era incapaz de una acción —no ya baja o vil—, sino indelicada. Entonces, la fatalidad, que me perseguía encarnizadamente, nos hirió en la persona de mi suegro, de cuya muerte nos enteramos encontrándonos en Escocia. Esta funesta noticia abatió a mi marido más de lo que yo podría expresar. Permaneció en silencio toda la noche, sin llorar, sin oír, al parecer, las dulces frases de consuelo con que trataba, a mi vez, de infundirle ánimos. Parecía anonadado. Finalmente, al quebrar el alba, se levantó de la butaca en que se había desplomado y, con el rostro alterado y acento desgarrador, me dijo: “Vamos, Isabel; es preciso regresar. ¡Es preciso regresar!”. Estas palabras, por el tono en que fueron pronunciadas, parecían tener un sentido que yo no alcanzaba a comprender. Era una cosa tan natural regresar al pueblo de su padre, que yo no veía razón ni motivo para que fuese lo contrario. A partir de aquel día, Herbert cambió por completo; se volvió taciturno y lo sorprendí más de una vez llorando desconsoladamente. El dolor causado por la pérdida de su padre no podía explicar todo el horror de nuestra situación, porque no hay en el mundo nada más horrible que el misterio, el profundo misterio que se interpone entre dos seres que se adoran, para separarlos en los momentos de mayor efusión y obligarlos a mirarse uno a otro, enloquecidos, sin comprenderse.
»Llegamos a Todnau a tiempo para rezar junto a una tumba recién cerrada. Este pueblecillo de la Selva Negra, cercano al Valle del Infierno, era lúgubre y no había en él nadie con quien yo pudiese tratar. La casa de Gutmann, en la cual nos instalamos, se levantaba en el lindero del bosque. Era una quinta sombría y aislada, que no recibía más visita que la de un anciano relojero del lugar, al que teníase por rico y había sido amigo del padre de Herbert; se presentaba de cuando en cuando a la hora de las comidas para hacerse invitar. Yo no experimentaba ningún afecto hacia aquel fabricante de relojes, que prestaba dinero a rédito y que, si era rico, aún era más avaro e incapaz de la menor delicadeza. Herbert tampoco quería a Franz Baeckler, pero, por respeto a la memoria de su padre, seguía recibiéndolo.
»Baeckler, hombre sin familia, había prometido muchas veces al anciano Gutmann que no tendría más heredero que Herbert.
Un día éste me habló de ello con verdadera repugnancia, y tuve ocasión, una vez más, de juzgar la nobleza de su corazón. «¿Te gustaría —me dijo— heredar de ese viejo avaro, cuya fortuna se debe a la ruina de todos los pobres relojeros del Valle del Infierno?». «Te aseguro que no —le contesté—. Tu padre nos ha dejado algún dinero; con él, y con lo que tú ganas honradamente, nos bastará para vivir, aun cuando el cielo quiera enviarnos un hijo».
»Al oír esta frase, Herbert palideció. Lo estreché entre mis brazos, temerosa de que se desmayara; pero su rostro volvió a cobrar color. “¡Sí, sí, es verdad, no hay nada mejor que tener la conciencia tranquila!”, exclamó con violencia. Y huyó como un loco.
»A veces, Herbert se ausentaba durante uno o dos días, para atender a sus negocios, que consistían, según decía, en comprar lotes de árboles y revenderlos a los contratistas. No trabajaba por su cuenta: dejaba a los demás el cuidado de hacer traviesas para la vía férrea si los troncos eran de mala calidad, y postes o mástiles para los barcos si eran de una calidad superior. Pero se preciaba de entender el negocio. Esta disposición la había heredado de su padre. Nunca me llevaba con él en sus viajes. Me dejaba sola en la casa con una vieja criada que me había recibido con hostilidad y de la que me escondía para llorar, porque era desgraciada. Tenía la seguridad de que Herbert me ocultaba alguna cosa, una cosa en la cual él pensaba incesantemente. Yo, por mi parte, a pesar de no saber de qué se trataba, tampoco podía apartar mi pensamiento del misterio que había en la vida de mi esposo; y además, aquel inmenso bosque me daba miedo. ¡Y la criada me daba miedo! ¡Y Baeckler me daba miedo! ¡Y también me daba miedo aquel vetusto caserón! Era muy grande, con muchas escaleras que conducían a corredores en los que no me atrevía a aventurarme. Al extremo de uno de esos corredores se hallaba un cuartito en el que había visto entrar dos o tres veces a mi marido, pero en el que yo nunca había penetrado. No podía pasar sin estremecerme por delante de la puerta, siempre cerrada, de aquel gabinete. Detrás de aquella puerta se refugiaba Herbert, según me decía, para hacer sus cuentas y poner en limpio sus libros, pero también lo oía llorar, a solas con su secreto.
»Una noche en que Herbert estaba en uno de sus viajes, yo me esforzaba inútilmente por dormir. De pronto, me llamó la atención un ligero ruido que se oía bajo mi ventana, que yo había dejado abierta a causa del calor. Me levanté con precaución. Grandes nubarrones ocultaban las estrellas. Apenas podía distinguir las enormes y amenazadoras siluetas de los primeros árboles que rodeaban nuestra casa. Y no vi distintamente a mi marido y a la criada hasta el momento en que pasaban bajo mi ventana, con mil precauciones, andando sobre la hierba para que yo no oyese el rumor de sus pasos, llevando por las asas una especie de largo y angosto baúl que yo no había visto nunca. Entraron en la casa, y no volví a verlos ni oírlos durante más de diez minutos. Mi angustia me abrumaba. ¿Por qué se ocultaban de mí? ¿Por qué no había oído llegar el cochecillo en que regresaba Herbert? En aquel momento me pareció oír un relincho. Y la criada reapareció, cruzó los prados, se perdió en la oscuridad y volvió, a poco, con nuestra yegua, ya desenganchada, a la que hacía andar sobre la tierra húmeda. ¡Cuántas precauciones se tomaban para no despertarme!
»Cada vez me asombraba más al ver que Herbert no entraba en nuestro cuarto, como solía hacer al regreso de estos viajes nocturnos; me puse a toda prisa una bata y comencé a vagar por los oscuros corredores. Mis pasos me llevaron, naturalmente, al pequeño gabinete que tanto miedo me inspiraba. Y aún no había entrado en el pasillo que conducía a él, cuando oí a Herbert mandar, con voz sorda y áspera, a la criada que subía: “¡Agua! ¡Tráeme agua, agua caliente! ¿Oyes? ¡Esto no sale!”. Me detuve, conteniendo el aliento. Por otra parte, apenas me era posible respirar. Me ahogaba; tenía el presentimiento de que acababa de ocurrirnos una horrible desgracia. De súbito, la voz de mi marido me hizo estremecer: “¡Ah! ¡Por fin! ¡Ya está! ¡Ya salió!”. La criada y él hablaron en voz baja durante unos momentos y luego oí los pasos de Herbert. Esto me devolvió las fuerzas y corrí a encerrarme en mi habitación. Cuando llamó a la puerta fingí que me despertaba en aquel momento y le abrí. Tenía una vela en la mano, que cayó al suelo cuando advertí la terrible expresión de su rostro. Me preguntó: “¿Qué te pasa? ¿Estás soñando todavía? ¡Acuéstate!”.
»Quise volver a encender la luz, pero él se opuso a ello, y me eché en la cama, en donde pasé una noche horrible. A mi lado, Herbert daba vueltas y más vueltas, suspirando y sin lograr dormir. No me dijo una palabra. Al amanecer, se levantó, me dio un beso en la frente y se marchó. Cuando bajé, la criada me entregó una nota en la que mi esposo me anunciaba que se veía obligado a ausentarse de nuevo por dos días.
»A las ocho de la mañana supe, por unos obreros que iban a Neustadt, que Baeckler había sido encontrado asesinado en una casita que poseía en el Valle del Infierno, donde solía pasar la noche cuando sus negocios lo retenían demasiado tiempo entre los aldeanos. Baeckler había recibido un terrible hachazo en la cabeza, que la había dividido en dos. ¡Indudablemente, aquello era obra de un leñador!
»Volví a casa tambaleándome y me arrastré nuevamente hacia el fatal cuartito. No hubiera podido decir lo que pasaba por mi mente, pero después de haber oído las palabras pronunciadas por Herbert la noche anterior, y de haber visto la expresión de su rostro, sentía verdadera necesidad de saber qué había detrás de aquella puerta. En aquel momento me sorprendió la criada, que me gritó: “¡Deje usted en paz esta puerta; ya sabe usted que su esposo le ha prohibido abrirla! ¡Bastante habrá usted adelantado cuando sepa lo que hay en ese cuarto!”. Y se alejó, con su risa de demonio.
»Me metí en la cama con fiebre. Estuve quince días enferma. Herbert me cuidó con una solicitud maternal. Yo creía haber sufrido una pesadilla, y me bastaba mirar su dulce rostro para confirmarme en la idea de que no debía hallarme en mi estado normal la noche en que creí ver y escuchar tantas cosas extrañas. Por otra parte, el asesino de Baeckler estaba preso. Era un leñador de Bergen, a quien el usurero había sangrado demasiado, y que se había vengado sangrándolo a su vez. Este leñador, un tal Matías Müller, seguía proclamando su inocencia; mas, a pesar de no haberse encontrado una sola gota de sangre en sus ropas, y de que el acero de su hacha estaba limpio, habían, al parecer, bastantes pruebas de su culpabilidad para que no pudiese abrigar esperanzas de evadir el castigo.
»Nuestra posición no cambió, contrariamente a lo que creíamos, por la muerte de Baeckler, y Herbert esperó inútilmente la aparición de un testamento que no existía, cosa que, con gran asombro mío, lo contrarió mucho. Un día en que le interrogué sobre este asunto, me contestó, malhumorado: “Sí, contaba con ese testamento, ya lo sabes”. Y puso una cara tan espantosa, que creí estar viendo aquella otra de la noche misteriosa, una cara que, a partir de aquel momento, me parecía tener constantemente delante. Era como una máscara, siempre dispuesta, que adaptaba yo al rostro de Herbert, aun cuando su expresión fuese naturalmente dulce y triste. Cuando se falló, en Friburgo, la causa de Matías Müller, devoré los periódicos. Una frase que pronunció el abogado me perseguía constantemente: “Mientras no encontréis el hacha con que se ha cometido el asesinato, y las ropas, necesariamente manchadas de sangre, que vestía el asesino en el momento de matar a Baeckler, no podéis condenar a Matías Müller”. A pesar de todo, Müller fue condenado a muerte, y debo decir que esta noticia turbó extrañamente a mi esposo. Por la noche soñaba con Matías Müller. Me inspiraba horror, y, al mismo tiempo, me horrorizaban mis pensamientos.
»¡Ah! ¡Yo necesitaba saber! ¡Quería saber! ¿Por qué había dicho: Esto no quiere salir…? ¿Qué hacía aquella noche en el misterioso cuartito?
»Una noche me levanté, a oscuras, le robé las llaves… y atravesé con ellas el corredor… Fui a la cocina a buscar un farol… Con los dientes castañeteando llegué ante la puerta a la que me estaba prohibido acercarme, la abrí y vi en seguida el baúl… el oblongo baúl que tanto me había chocado… Estaba cerrado con llave, pero no me costó trabajo encontrar la llavecita en el llavero… Y levanté la tapa…, me arrodillé para ver mejor… y lancé un grito de espanto… Dentro del baúl había unas ropas salpicadas de sangre, y el hacha, mohosa, con que se había cometido el asesinato…
»Después de lo que había visto, ¿cómo pude vivir al lado de aquel hombre las pocas semanas que precedieron a la ejecución del desgraciado Müller? ¡Tenía miedo de que me matara! ¿Cómo mi actitud y mis terrores no le revelaron lo que pasaba? Ello debióse a que a la sazón estaba completamente dominado por un terror casi tan grande como el mío: Matías Müller no lo abandonaba un solo instante. Para huir de él, sin duda, se encerraba en el gabinetito, donde a veces daba unos golpes tan formidables que hacían retumbar el suelo y los muros, como si luchara, con su hacha, contra los espectros y los fantasmas que hacían presa en él.
»Una cosa extraña, y que al principio me pareció inexplicable, fue que cuarenta y ocho horas antes del día fijado para la ejecución de Müller, mi esposo recobró repentinamente su calma, una calma de estatua. La antevíspera, por la noche, me dijo: “Isabel, me voy al amanecer, tengo un asunto importante en Friburgo. Tal vez esté ausente dos días; no te alarmes”. En Friburgo era donde debía verificarse la ejecución. De repente, se me ocurrió pensar que la serenidad de Herbert se debía a que, sin duda, había tomado una resolución heroica. Iba a denunciarse. Semejante pensamiento me tranquilizó hasta el punto que, por primera vez, después de muchas noches, me dormí con un sueño de plomo. Cuando desperté, ya era de día. Mi esposo se había marchado.
»Me vestí apresuradamente y, sin decir nada a la criada, corrí a Todnau, donde tomé un coche que debía conducirme a Friburgo. Llegué al anochecer. Me dirigí al Palacio de Justicia, y la primera persona con la cual mis ojos tropezaron fue mi marido, que entraba. Me quedé como clavada en el suelo; y al ver que Herbert no salía, me persuadí de que se había denunciado y lo tenían preso y a disposición del tribunal. A la sazón, la cárcel se hallaba junto al Palacio de Justicia. Empecé a dar vueltas a su alrededor, como loca. Vagué por las calles toda la noche, pero siempre iba a parar al lúgubre edificio. Empezaban a lucir los primeros resplandores del alba cuando vi a dos hombres vestidos de levita que subían la escalera del Palacio de Justicia. Me acerqué a ellos y les dije que deseaba ver al fiscal lo antes posible, porque tenía que hacerle una comunicación muy grave referente al asesinato de Baeckler.
»Resultó que uno de aquellos hombres era precisamente el fiscal. Me rogó que lo siguiese y me hizo entrar en su despacho. Una vez allí le dije mi nombre, y añadí que el día anterior debía haber recibido la visita de mi marido. Me contestó que así era, en efecto. Y como, tras su contestación, callase, me arrojé a sus pies y le supliqué que me dijera si Herbert había confesado su crimen. Dio muestras de gran asombro, hizo que me levantara del suelo y me interrogó. Poco a poco le conté toda mi vida, como se la he contado a usted, y, por último, le comuniqué el horrible descubrimiento que había hecho en el pequeño gabinete de la casa de Todnau. Terminé diciendo que no hubiese dejado ejecutar a un inocente, y que si mi marido no se hubiese denunciado, yo no hubiera vacilado en revelar la verdad a la justicia. Finalmente, le pedí, como una gracia suprema, que me dejase ver a mi marido. “Va usted a verlo, señora —me dijo—. Tenga la bondad de seguirme”.
»Me condujo, más muerta que viva, a la cárcel, y me hizo atravesar unos corredores y subir una escalera. Luego me colocó ante una ventanita enrejada que daba a una inmensa sala. Antes de dejarme sola, me rogó que tuviese paciencia. Pronto vinieron otras personas a asomarse a aquella ventanita y, sin decir una palabra, miraron hacia la sala. Yo hice lo mismo. Estaba como colgada de los hierros de la reja y tenía el presentimiento de que iba a presenciar un espectáculo monstruoso. Poco a poco fueron penetrando en la sala infinidad de personas, que guardaban el más lúgubre silencio. La luz del día iluminaba cada vez mejor la escena. En medio de la sala percibíase, distintamente, un pesado armatoste, que alguien, detrás de mí, nombró: el tajo.
»Así, pues, iban a ejecutar a Müller. Un sudor frío comenzó a brotar de mis sienes, y no me explico cómo no perdí el conocimiento en aquel instante. Se abrió una puerta y apareció un cortejo, a la cabeza del cual iba el condenado, temblando bajo su camisa, desabrochada en el pecho. Llevaba las manos atadas a la espalda y lo sostenían dos ayudantes. Un sacerdote murmuró algunas palabras a su oído; un magistrado leyó una sentencia y, luego, los ayudantes lo obligaron a arrodillarse y a poner la cabeza en el tajo. Apenas daba el desdichado señales de vida, cuando vi destacarse del muro, junto al cual había permanecido hasta entonces, en la sombra, un hombre con los brazos desnudos y un hacha al hombro. El hombre tocó la cabeza del condenado, apartó con un ademán a los ayudantes, levantó el hacha y la dejó caer con gran violencia. Al golpe, rodó la cabeza; el verdugo la cogió por los cabellos y se irguió.
»¿Cómo pude presenciar hasta el fin aquella espantosa escena? Sólo sé que mis ojos no podían apartarse de aquel espectáculo sangriento, como si aún hubiesen de ver más…, y, en efecto, vieron…, vieron al hombre que se erguía y levantaba la cabeza, mostrando el horrible trofeo que sostenía su mano derecha… Lancé un grito desgarrador: “¡Herbert!”. Y caí desmayada.
»Ahora, caballero, ya lo sabe usted todo: me había casado con el verdugo. El hacha que descubrí en el gabinetito era el hacha del verdugo, y las ropas ensangrentadas, las del verdugo también. Estuve en trance de volverme loca en casa de una anciana pariente, en donde me refugié al día siguiente, y no sé cómo me encuentro aún en este mundo. En cuanto a mi marido, que no podía vivir sin mí, porque me amaba sobre todas las cosas, lo hallaron ahorcado en nuestro cuarto, dos meses después. En su última carta me decía: “Perdóname, Isabel. He ensayado todas las profesiones; pero de todas partes me despedían tan pronto conocían la de mi padre. No tuve más remedio que decidirme a ser su sucesor. ¿Comprendes ahora por qué el oficio de verdugo va de padres a hijos? Nací honrado. El único crimen, que he cometido en mi vida es haberte ocultado todo. Pero te amaba, Isabel. ¡Adiós!”.

Habíase alejado ya la dama enlutada y yo aún seguía contemplando, absorto, el punto del lago donde había arrojado el hacha de oro…

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