sábado, 6 de abril de 2019

¿SIGUE MI CAMINO? George Harmon Coxe


George Harmon Coxe

Descripción: USA flag (
1901 - 1984)

La carrera de George Harmon Coxe en la escritura comenzó oficialmente en 1922 cuando trabajó, en gran parte sin reconocer, en las pulpas de centavo por diez centavos por palabra. A diferencia de la mayoría de sus contemporáneos, Coxe escribió en varios géneros: historias de amor, deportes, cuentos de aventuras, cualquier cosa que pudiera vender, pero su especial afición por el crimen de ficción lo llevaría finalmente a Black Mask, donde su legendario editor, Joe Shaw, compró su primera historia criminal de Jack 'Flashgun' Casey en 1934. Hollywood llamó a mediados de la década de 1930 y Coxe trabajó para MGM de 1936-38. Pero a diferencia de muchos de sus colegas escritores de pulpa, Coxe prefería escribir libros ... y fue un autor particularmente prolífico, que escribió un total de 63 novelas, su última publicada en 1975. The Mystery Writers of America lo nombró Gran Maestro en 1964. Casado desde 1929,

Géneros: 
misterio

¿SIGUE MI CAMINO?

George Harmon Coxe
M
E sentí un poco mejor, con el café cargado y caliente. Tomé la segunda taza, mientras Steve llenaba el termo y me preparaba un bocadillo de jamón y queso. Actuaba con aire paternal y protector.
—¿Quieres engordar? —preguntó, mientras cortaba las lonjas y las amontonaba—. ¿Dónde anda tu ayudante? ¿Vas solo hoy?
Contesté que sí, y seguí sorbiendo el café.
—Treinta y cinco —dijo Steve—. Si yo fuese conductor no me comería este bocadillo.
Comprendí lo que quería decir. Durante las primeras horas de un viaje largo no es conveniente comer nada. Si se come, entra sueño, y el sueño es el peor enemigo de los conductores. Yo lo sabía muy bien porque iba detrás de Shorty Bates, el año pasado, cuando rozó con otro camión en un cruce y cayeron sobre él cinco toneladas de madera.
Por eso comemos poco. Bebemos café y masticamos chicle. El consejo de Steve era un buen consejo, pero yo no quería explicarle que el bocadillo no era para mí. Pagué, y le dije:
—Todavía no me he dormido nunca.
—Si lo hubieras hecho —movió su trapo de limpiar— no estarías ahora aquí. Procura seguir igual.
Fuera hacía frío y había humedad. En el aire se sentía la tormenta. Tres camiones —un Red Bull y dos Twin States— estaban aparcados junto a la casa. Los potentes faros agrandaban su tamaño y hacían las sombras más espesas.
Madge dormía aún en su rincón. A pesar de las doce horas de viaje, continuaba hermosa, con su rostro un poco en sombra y algo suave y acogedor reflejado en su garganta. Madge no era una mujer frágil, pero en aquel instante lo parecía. Nunca la había visto dormida hasta entonces y me latía el corazón sólo de mirarla. Comprendí el matrimonio desde mi nuevo punto de vista. La idea de poder verla así todos los días me hizo sentirme más alegre.
No se despertó cuando puse en marcha el motor; solamente se reclinó un poco más en el rincón y se arrebujó en el cuello de piel de su abrigo. Pensé besarla, antes de salir al camino principal. Tuve deseos de sostenerla, de sentirla apoyada en mí. Pero sólo fue un pensamiento. Por estos caminos no se puede conducir con una sola mano. Puse toda mi atención en la carretera, que en este lugar era recta y ancha.
Conducía a unas prudentes 30 millas por hora, y la luz de los faros hacía aparecer el cemento como una interminable cinta. Como siempre, empecé a pensar en Madge, en mi trabajo, en lo que me faltaba para tener los 500 dólares extraordinarios.
Si las cosas hubieran salido bien, ya estaríamos casados. Así lo habíamos decidido el año anterior. Habíamos pensado en el dinero necesario y en donde lo podríamos conseguir. Pero Madge se puso enferma y perdió su puesto de secretaria. Yo quería casarme de todas maneras, y vivir con mis padres durante algún tiempo. Pero Madge dijo que no. Debíamos esperar hasta poder tener una luna de miel decente, pagar los muebles al contado y conseguir una casa propia. Por eso dejé mi colocación anterior, y acepté ésta, que me obligaba a hacer largos viajes. Cuanto más tiempo, más dinero. Todo para conseguir los 500 dólares que ella necesitaba.
A veces siento una cierta amargura. Es terrible que se haya de luchar tanto para casarse. A lo mejor también tendremos que batallar después de casados, pero entonces habrá momentos de felicidad que ahora no tenemos. En esa ruta sólo hay una dirección. Madge en su casa y yo siempre viajando. Un día me puse a calcular las millas que tendría que rodar para conseguir el dinero, pero me descorazoné al ver lo poco que progresaba.
Cuando terminaba el cemento y empezaba el asfalto, un bote del camión hizo despertar a Madge. La sorprendí mirándome con los ojos brillantes y una sonrisa en los labios húmedos. Permaneció sentada, quieta, un minuto, todavía adormecida, y luego se estiró y se enderezó como un gatito contento. Me olvidé de las millas. Si alguien me hubiera ofrecido lo que más deseara en aquel instante, hubiera pedido un beso, y me hubiera sentido totalmente feliz.
Madge se inclinó y quedó en la sombra. Cuando volvió a mirarme, su sonrisa había desaparecido. Preguntó dónde estábamos y se lo dije.
—¿Cuánto falta? —quiso saber.
—Una hora y media hasta New London. Dos y media hasta Providence. Allí podrás bajarte, porque tengo que descargar.
Miró su reloj de pulsera, acercándolo hacia mí para poder ver la hora.
—¿Y cuánto falta para Boston?
—Otras dos horas.
—Falta un cuarto para las doce —dijo secamente—. No llegaremos hasta las cinco.
Le pasé el termo y el bocadillo.
—Te sentirás mejor cuando comas esto.
Tuve una sorpresa. Se incorporó en el asiento y dijo:
—¡Has parado! —con tono acusatorio, como si la hubiese traicionado.
—Claro que paré —respondí, un poco desconcertado—. Creí que te gustarían el café y el bocadillo.
—¿Por qué no me avisaste?
—Pensé que preferirías dormir lo más posible. Lo hice para que descansaras y comieras, y ahora te enfadas.
—Bueno… —cogió el bocadillo envuelto en papel parafinado, mientras sus ojos seguían las luces de un sedán que acababa de pasarnos—. Pero me lo debías haber dicho.
Volvimos a entrar en un trozo de cemento. Encendí un cigarrillo. Sabía por qué se había molestado. No habría querido dormirse. Pero se había dormido y lo lamentaba.
Ya comprenderán ustedes que, cuando se vive de estos viajes, hay semanas que sólo se pasan en casa dos o tres noches. Por eso no podía llevarla al teatro. Y a veces, cuando salimos, estoy tan cansado, que me quedo dormido a su lado. Ella sabe que esto me sucede por trabajar de esta forma pero no ha sentido la angustia, la necesidad de sueño, el dolor de luchar contra los ojos que se cierran, contra el cerebro adormecido por el ruido del motor, hasta que se ve algo en el camino que no debiera estar allí. Para ella, el hecho de dormir sólo es una costumbre.
Yo creo que quiso venir conmigo para ver cómo era aquello. Tenía que visitar en Boston a un tío suyo, y se le ocurrió que el mejor medio de hacerlo sería acompañarme. Además, argumentó, eso le ahorraría los tres dólares del autobús. Se lo dije al jefe y aquí estamos.
El camión tiene una cabina donde uno se puede acostar. No es muy moderna, pero posee tras el asiento una tosca litera con ventanas a cada lado del camión. Red, mi ayudante, puede dormir allí dos o tres horas cada noche, y así hacemos el viaje sin grandes riesgos.
Miré a Madge. Había comido ya la mitad de su bocadillo, y ahora sorbía el café. No me miró; pero no me importó gran cosa, porque momentos antes le había dicho que se tendiera en la litera y tratase de dormir. Pero por orgullo o por llevarme la contraria, no quiso hacerlo. Me alegro de que haya sido así, me decía a mí mismo; ahora, cuando le diga alguna cosa, sabrá que tengo razón. Sabrá lo que es viajar en un camión las veinticuatro horas del día.
Ella no conocía los calambres que suben por las piernas, ni la dolorosa rigidez que se extiende por la espalda y asciende hasta el cuello y los hombros. Pero ahora lo está experimentando. Ir sentada en un camión no es dar un paseo. Después de cierto tiempo, los asientos parecen de madera. No se encuentra ninguna parte blanda.
Y eso que, hasta ahora, había sido un viaje sencillo. Salimos cerca de la una de la tarde y llegaríamos entre las seis y las siete de la mañana. Solamente dieciocho horas de viaje. No se podía quejar uno. La mayoría de las veces, Red y yo pasábamos veinticuatro horas en el camino y treinta y cinco trabajando, sin dar más que unas cuantas cabezadas en el asiento trasero.
—Toma, ¿quieres un poco?
La miré. Iba a verter un chorro de café, en la tapa del termo.
—No —dije—; es para ti. Yo ya lo tomé.
—Entonces lo guardaremos —contestó, atornillando la tapa.
No hablé más, porque empezábamos a subir una cuesta y sabía que tendría que hacer varios cambios antes de llegar a la cumbre. Llegamos a la cima y tuve tiempo de echar una mirada alrededor. Abajo, a la derecha, estaba el Sound. No se divisaba la línea de la costa, pero yo sabía que lo que se veía al fondo era el mar. La noche estaba oscura y lejana, y la humedad subía desde aquella dirección y enfriaba el aire. Pensé que hubiéramos sentido el olor del mar; pero el vaho del motor y del cuero nos lo impedían.
Cuando miré de nuevo al camino, vi al muchacho. Iba unos cien metros delante de nosotros, y los focos nos lo descubrieron pequeño y encorvado en el esfuerzo de la subida. Esperé sin respirar, seguro de la intervención de Madge.
—¿Por qué no lo llevamos?
Respiré y no respondí. Este era el quinto hombre que quería llevar; los había contado. La primera vez sólo hizo una sugerencia, pero cada vez se hacían más poderosos los argumentos.
—Ya te lo he explicado. No puede subir nadie al camión. Son órdenes.
—Órdenes —dijo ella, con desprecio. Y para colmo de males, aquel hombre me hizo señas.
Como íbamos despacio, tardamos en alcanzarle. Pude ver que era joven y buen mozo. Iba bien vestido. En el fondo de mí mismo, deseaba detenerme; siempre había querido hacerlo. Pero no era cosa de perder mi trabajo. Y una vez estuve a punto de perderlo, porque uno de los inspectores me vio llegar a la estación de control con un hombre que había subido en Scranton. Las reglas decían: «Se prohíbe llevar transeúntes».
No se podía culpar de ello a la compañía. Un camión como éste vale diez mil dólares. Y cuando me ponía sentimental, pensaba en Madge y en el matrimonio, pero también pensaba en Lefty Conlon y en Sam Spurk. Lefty dejó que un hombre subiera al camión y recibió un balazo en las costillas mientras otros tres individuos se llevaban el coche. Sam pasó varias horas sin sentido mientras robaban la carga.
—¿Te gustaría a ti andar de noche? —preguntó Madge desdeñosamente—. Preferirías que te llevaran, ¿verdad?
Sí, lo preferiría, pero no lo esperaría. Por lo menos, a estas horas de la noche.
—Hablas como si cada hombre quisiera robarte el camión…
—Escucha —dije, enfadado, dispuesto hasta a ser rudo para defender mi conducta y defender mi puesto—. Sé muy bien las órdenes. Hago lo mismo todas las noches. Sólo que tú no estás aquí y no tengo que discutir. Suponte que me ven llevando a alguien. Suponte que pierdo el empleo. ¿Por qué se te ocurriría la idea de venir?
—Creí que te gustaría estar conmigo —dijo Madge, y su voz sonó tensa y cortante.
—También lo creí yo —dije—. Pero si no te gusta mi trabajo, lo dejo. Volveré a trabajar durante el día y esperaremos un poco más para casarnos.
—No quiero esperar —dijo ella, acercándose a mí y deslizando su brazo por el mío. Me emocioné. Ella siguió hablando:
—No puedo evitarlo, me dan pena. Dios quiera que ese muchacho no esté enfermo.
Estuve a punto de estallar otra vez, pero me contuve. Madge no tenía mal genio, pero de vez en cuando se ponía sentimental y era muy difícil hacerla cambiar de opinión. Era una mujer de gran corazón, y yo temía que, después de casarnos, resultase un poco dominante. Pero no me importaba demasiado, porque sería una buena ama de casa. Y buena con los niños también. Me alegré de no haber dicho nada. Creo que los dos estábamos cansados… tal vez cansados de esperar algo tan lejano.
Empezó a lloviznar e hice funcionar el limpiaparabrisas. Seguimos sin hablar durante largo rato, hasta que vi a aquel hombre delante de nosotros. Después de lo que habíamos, discutido, pensé que ella no iba a decir nada esta vez. Hasta un niño hubiese callado, después de saber mi opinión sobre el asunto. Pero ella habló:
—Oye, Joe —puso su mano en mi brazo—. Nunca he sido tan pesada como hoy, ¿verdad? Pero está lloviendo. Y ni siquiera tiene abrigo.
No tenía intención de detenerme, pero algo se inclinó dentro de mí. ¿Qué sentido tenía trabajar toda la noche, tomar tabletas de cafeína, estar siempre muerto de sueño, si después tenía que reñir y pelear? Antes de darme cuenta, ya le había dicho:
—Muy bien. —E hice el cambio de marcha.
—¡Oh! —fue todo lo que dijo ella, y su voz sonaba agradecida. No sé si se sintió orgullosa de mí, o si se sintió feliz por haber triunfado y haber violado las órdenes. Frené y pude ver al muchacho. Era delgado y pequeño, y no esperaba que lo llevasen. Ni siquiera se tomó la molestia de volverse.
—A ver si nos dispara. A ver si saca un revólver y nos hace salir. Entonces, a lo mejor no vuelves a meterte en mis cosas —le dije, y así lo sentía—. Madge me miró lentamente, Sus ojos oscuros estaban semicerrados, furiosos y ofendidos.
—Deberías sentirte avergonzado, Joe —dijo, y luego se volvió hacia el otro lado para mirar al caminante cuando se detuvo el camión.
El muchacho se sorprendió, no sé si por el hecho de que el camión se detuviera, o por ver a Madge inclinada, mirándole. Tuvo que decirle que subiera. Cuando se hubo acomodado en el asiento, ella me murmuró:
—No seas desagradable con él.
Un automóvil volvió la curva que teníamos delante, deslumbrándonos con sus faros. Rogué interiormente para que no fuese un accionista de la compañía o un amigo del jefe. Luego miré a nuestro pasajero. Sus ropas estaban completamente arrugadas y la lluvia chorreaba de su deformado sombrero. Tenía un rostro delgado y muy pálido. Parecía cansado, pero sus ojos se mostraban perspicaces, brillantes y cautelosos. No era un caminante vulgar. Más tarde recordé mucho sus ojos.
—Bueno —dijo después de acomodarse—, aquí se está muy bien. Muy amable de su parte. Tantos camiones me han pasado, que ya no esperaba que ninguno se detuviese. Todavía es de noche. Se lo agradezco de veras.
—Se habría empapado si continúa andando —dijo Madge, con tono amistoso y acogedor—. ¿A dónde va?
—Lo más lejos posible.
—Nosotros vamos hasta Boston —dijo ella, echándome una mirada rápida, superior, como esforzándose por burlarse de mis sospechas.
Durante un minuto, nadie habló. Luego, el muchacho se dirigió a Madge:
—No esperaba encontrarme con una persona como usted en un camión. ¿Es usted… es su marido?
—No —contestó Madge—. Es decir, todavía no.
Luego como ignorándome, empezó a contarle toda la historia. Tenía un buen oyente, y siempre le gustaba contar estas cosas. Había algo de triunfante y de orgulloso en su manera de narrarlo. Repitió varias veces que yo no tenía por que hacer estos viajes nocturnos, pero que quería ganar más dinero para poder casarnos.
Yo no dije ni una sola palabra, porque todavía estaba enfadado. Y lo estaba porque ella había tenido razón y todo marchaba bien. Además, me molestaba que fuese tan locuaz con un desconocido.
Durante los minutos siguientes dediqué mi atención a la carretera. Cruzábamos New London. Al pasar el puente miré al muchacho.
No era mal parecido. Recostado en su rincón, con una mano en el bolsillo de la chaqueta, parecía tranquilo, bonachón, agradecido del favor. Empecé a sentir cierta simpatía por él. Madge tenía razón. Casi siempre la tenía. Tuve el presentimiento de que iba a escuchar esta historia todo el resto de mi vida, cada vez que Madge necesitara un ejemplo para ganar en una disputa.
Al cabo de un rato, Madge comenzó a hacerle preguntas. Él respondía; no muy ampliamente, pero respondía. Dijo que se llamaba Edwar Wainright. Me pareció un nombre familiar, pero no pude recordar de qué.
—¿A dónde va? —preguntó Madge.
—Verá usted… —dijo, vacilando un poco—. Me gustaría ir al Canadá.
Entonces Madge hizo una pregunta típicamente femenina:
—¿Por qué?
Él permaneció silencioso un instante. Cuando por fin respondió, dijo:
—La policía me busca. Tendría que estar en la cárcel, pero he tenido un poco de suerte.
Lo dijo simplemente, como si hablase del tiempo. Pero ni gritando me hubiese impresionado más. Pensé: «Bueno, se acabó el puesto y todo lo demás». Mis nervios se estiraron como cuerdas de violín.
Él siguió hablando en ese tono tranquilo y fatigado. Ahora ya sabía quién era. En un trabajo como éste apenas hay tiempo para leer los periódicos, pero yo sabía algo acerca de él.
Había matado a un hombre llamado Tabor, que andaba detrás de su mujer. Tal vez un buen abogado lo habría podido salvar alegando defensa propia, pero el caso es que le echaron de cinco a ocho años. Se escapó cuando un agente lo sacaba de un tribunal. Ahora comprendía cómo había podido hacerlo. ¡Parecía tan dócil y tan indefenso! El agente, descuidadamente, le sujetaba con una sola mano. Wainright le hizo una zancadilla y se desasió de él. Era pequeño y le resultó fácil escabullirse entre la multitud.
—Ya ve usted —siguió diciendo Wainright—, he tenido muy mala suerte los últimos tres años. Enfermedades, cesantía. Perdí mi casa. Ruth, mi mujer, tenía que sostener los gastos. Y ella no podía trabajar mucho; por sus riñones. Pero, a pesar de todo como es muy buena secretaria, gana treinta dólares semanales. Yo quería irme al Oeste. Allí podría trabajar y Ruth se repondría de su enfermedad. Pero ella tuvo miedo de dejar su empleo. Al cabo de cierto tiempo me enteré de que, para conservar su puesto, tenía que soportar las atenciones de su jefe, un tal Tabor.
»Bueno, los detalles no interesan. Una noche, al volver a casa, oí gritos cuando iba a abrir la puerta. Entré, y los vi luchado. Supongo que me hizo una impresión peor de lo que en realidad era. Ruth se había defendido con tanta violencia que tenía el pelo desordenado y una manga del vestido rota.
Wainright hizo una pausa y me miró. Observé que sus ojos eran duros y metálicos y que no entonaban con el resto del rostro.
—No sé si comprenderán lo que sentí. Ruth intentó arreglar la cosa. Tabor se comportó… bueno… arrogante… despectivamente. Era el doble de alto que yo, y cuando le dije que se fuera, se echó a reír. Había un revólver en el cajón del escritorio; lo cogí para amenazarle y obligarle a irse. Esa fue mi intención, que se fuese y que Ruth no le viese reírse de mí. Pero él se acercó a mí, enfurecido. Cuando me agarró, apreté el gatillo.
Wainright miró hacia fuera, y continuó como en tono de disculpa:
—Creo que fue una locura. Pero no lo siento… por Tabor. Sólo lo siento cuando pienso en lo que Ruth ha sufrido. Todo el dinero que teníamos lo empleamos en pagar un abogado. Comprendí que ya nunca podríamos ir al Oeste. Ella tuvo la suerte de encontrar otra colocación mientras yo estaba en la cárcel, y no quiere dejarla. Tenía que vivir, decía; y yo, en la prisión necesitaba cosas.
»En realidad, no tenía intenciones de escapar. El pensamiento me vino cuando iba andando con el guardián. —Wainright hizo un gesto con su brazo libre—. Tuve suerte. Vi a Ruth. Ella quería que me entregase; dijo que me esperaría. Yo le dije que ella podía morir antes de que me diesen la libertad.
—Ofrecen por mí una recompensa, pero decidí intentar la fuga, y ya ven, la suerte me sigue acompañando. Ahora comprenderán lo que este viaje en camión significa para mí.
Rodamos unas cinco millas, sin que nadie hablase ni una palabra. Las luces de los autos que nos cruzaban o nos adelantaban iluminaban de cuando en cuando la cabina. Miré a Wainright varias veces. Empezaba a sentir miedo, pero me daba cuenta de lo irónico de la situación. Madge había hecho lo que quería, y mi deseo, formulado en la furia, se había cumplido también… Sólo que, en lugar de un pistolero, subí un asesino.
Y así íbamos. Madge fue la primera en hablar.
—¿Cuánto tiempo ha caminado hoy?
—He estado andando desde las cinco —respondió desganado Wainright, como comprendiendo qué teníamos derecho a preguntárselo, pero sin tener ganas de decirlo.
—En cuanto se separe de nosotros, tendrá que seguir andando —dijo Madge—. ¿Por qué no se echa un poco en la parte posterior del asiento? Hay un sitio…
Se le quebró la voz. La miré, y vi que estaba pálida. Wainright me sorprendió. Dijo que así lo haría, y se introdujo en la litera. Madge se apoyó más en mí, pero no dijo nada; ni yo tampoco. Gran cantidad de pensamientos cruzaban por mi mente, mientras nos daban un fantástico acompañamiento el crujir de las cubiertas sobre el cemento y el zumbido del motor.
A esas alturas, me sentía ya completamente aterrorizado. Y lo que más me desazonaba era el no saber cómo terminaría aquello. Sentía una especie de pánico, como cuando una vez que nadaba lejos de la playa sentí algo que se restregaba contra mi pierna. No creía que el hombre fuese a herir a Madge, ni tampoco tenía ánimo para decirle: «te lo advertí». No sé lo que me preocupaba más: si mi empleo y mi camión, o el propio Wainright.
«Aquel muchacho era un estúpido», pensé; pero esto no me reconfortó. No acababa de entender su actitud, ni por qué nos había contado sus cosas. Tenía la mano siempre en el bolsillo, y eso no me hacía ninguna gracia. Aquella situación no tenía sentido.
Seguí dándole vueltas a todo aquello, hasta que me asaltó una idea. Comencé a pensar en la recompensa. No sabía a cuanto ascendía, pero me dije que por lo menos sería de 500 dólares. Y pensé en lo odioso de mi trabajo, en lo poco que veía a Madge, en cómo la quería y en lo que todavía tenía que esperar. La mitad de mi cerebro pensaba así: «Este muchacho a quebrantado bastantes leyes. Debes ganarle la delantera».
Pero también comprendía que esto era justificarme a mí mismo. Después de todo, había matado a un hombre. Había sido declarado convicto. ¿Y quién aseguraba que la condena había sido injusta? La historia que nos había contado era la verdad.
Alguien iba a detenerle, me decía yo. Entonces, ¿por qué no hacerlo nosotros? Contaría que lo había encontrado escondido en el camión. Él no resistiría mucho. Era débil y yo podía dominarlo fácilmente.
Recordé mi garrote, y empecé a sentirme confiado. En realidad no era un garrote; más bien parecía una porra de la policía. Lo llevaba por lo que pudiera ocurrir, guardado en el bolsillo de la parte superior del asiento. Justo al lado de mi pierna derecha. Un golpe no muy fuerte con eso, y…
Sin dejar de mirar la carretera, comencé a deslizar la mano en su busca. Lo hice tranquilamente, muy despacio, mientras las ruedas corrían millas de cemento y el ruido del limpiaparabrisas ahogaba el zumbido del motor. Mis dedos recorrieron la pulida superficie del palo; pero, de pronto, mis nervios se volvieron a distender y me sentí atemorizado. Entonces sentí una mano en la cintura. Era la mano de Madge.
Estuve un instante tenso, inmóvil, conteniendo la respiración.
No creía que ella conociera la existencia del garrote, pero algo debía de haberle anunciado mi intención. Madge mantuvo su mano, suave y cálida, en mi cintura, hasta que, lentamente, abandoné el palo y volví a coger el volante.
La miré. Todavía tenía apretados los labios. Movió un poco la cabeza, con sus ojos negros, redondos, vacíos y turbados. Respiré, relajado. Ahora que ella había tomado una decisión, yo me sentía feliz. Experimentaba dentro de mí como una especie de gozo. Comprendí que habría sido una traición, después de que él nos contara su historia.
Cuando llegamos a Providence comprendí que tendría que avisar a Wainright antes de dirigirme al depósito. Me estaba preguntando cómo se lo iba a decir, cuando le vi sentarse en la litera. Me ordenó que torciera por una calle lateral.
Volví a sentir miedo. Me arrepentí de no haberle reducido cuando tuve oportunidad de hacerlo. Di la vuelta, pensando: «Eso es lo que me pasa por no haber empleado el garrote». Y él habló entonces, todavía en suave tono:
—Creo que ahora puedo contarles el resto de mi historia. No voy al Canadá. Me bajo aquí. Iba en busca de un hombre que conozco, para que me hiciera un favor. Pero no tengo mucha confianza en él, y creo que ustedes lo harán mejor.
Seguí conduciendo, sin decir ni una palabra.
—La recompensa por mi captura es de 3.000 dólares —continuó—. Yo había hecho un plan, cuando estuve con Ruth. Quería la recompensa, o, por lo menos, parte de ella. Creo que con 2.000, Ruth podría irse al Oeste un par de años y vivir tranquilamente. En dos años se curaría de su enfermedad. Eso es lo que quiero. Los otros mil son de ustedes, si me entregan.
En ese momento, yo no comprendía. No acababa de creerle. Seguí conduciendo automáticamente, con las mandíbulas temblequeantes. Cuando empecé a entender, pensé: «Desde luego, es un imbécil». Y, por fin, dije:
—No me gusta eso.
—Lo comprendo —dijo Wainright—. Resulta raro. Pero mírelo desde mi punto de vista. Me buscan. Están dispuestos a pagar. Yo sé que estoy perdido; no podré escapar ni quiero hacerlo.
Y alguien va a recibir esa recompensa. Probablemente un puñado de policías.
Me incliné en el asiento. Estaba todavía demasiado aturdido para poder decir una palabra. Permanecí sentado, con las palmas de las manos húmedas sobre el volante, sin darme cuenta de que estaba conteniendo la respiración.
—Deben hacerlo, de verdad. —Wainright sacó de su bolsillo una pistola automática. Comprendí que estaba acertado—. Ustedes me han pescado. No perderá su empleo, y además tendrá el doble de los 500 dólares que necesita.
—¿Y cómo sabe usted que no nos vamos a quedar con los tres mil? —dije, procurando mantener la voz tranquila.
—No lo harán. Les he estado observando. Me gusta su novia. Es honrada. Cuando vi que también ustedes necesitaban dinero, decidí arriesgarme y contarles la historia. Pero tenía que estar seguro. Por eso accedí a meterme en la litera: para darles una oportunidad de traicionarme.
—Supóngase que lo hubiéramos hecho —dije, con la voz tan tensa como mis músculos.
—Les he tenido todo el tiempo apuntados con mi pistola. No les hubiera disparado, pero me habría apoderado del camión hasta aclarar las cosas. Habría intentado llegar hasta aquí y encontrar al hombre de quien les hablé. Pero con ustedes será mejor. Han jugado limpio conmigo. ¿Qué les parece? Decídanse.
Vi, dos manzanas más adelante, la luz verde de un cuartelillo de policía. Recordé que era aquí donde había vivido Wainright, y donde le habían arrestado. El sudor corría por mi frente. No pude decir nada. Sólo murmuré:
—Bueno…
Pero eso fue suficiente para Wainright.
—Piensen una historia y ajústense a ella —apremió—. Me dejarán en el mismo cuartelillo para que no tengan que repartir el dinero con los policías. Cuando reciban la recompensa, recuerden que dos mil dólares son para mi mujer. Ya les escribiré. —Ahora su voz se hizo dura, aguda—: Prométanmelo los dos.
Madge y yo dijimos mecánicamente:
—Lo prometemos…
Me entregó la automática. Ya no tenía remedio. Me detuve frente al cuartel y descendí con la pistola apoyada en la espalda de Wainright. Madge taconeaba tras de mí.
Un oficial estaba sentado en la tarima, detrás de un escritorio. Un muchacho regordete, pecoso y con gafas, haraganeaba junto a la barandilla.
—¡Hola, teniente! —dijo Wainright cansadamente.
El muchacho miró asombrado a Wainright, luego me miró a mí y por fin a la pistola. Dejó la pluma y se inclinó. Finalmente, gruñó:
—Bueno, bueno. Hola, Eddie. Bienvenido a casa. ¿Dónde te habías metido?
El muchacho de las pecas se separó de la barandilla.
—¿Cómo, cómo? —dijo—. Soy Mallory, del Leader. A ver esa historia…
Se la conté. Al principio estaba indeciso, temeroso. Iba improvisando. Insistí en mi inocencia y hablé rápido para que no me interrumpieran. Cuando terminé, dominaba la situación y dije con severo tono:
—No olviden que hay recompensa y que yo lo he traído sin ayuda de nadie.
—Me encargaré yo de recordárselo —dijo Mallory con un gesto de la mano. Se volvió e hizo una mueca al sargento, que nos miraba agriamente—. Será un placer.
Llegaron dos hombres de paisano y se llevaron a Wainright y a la pistola. Mallory cogió el teléfono. El teniente nos llevó a una pequeña antesala y nos dejó solos. Madge se arrojó en mis brazos Agaché la cabeza, mientras ella se me abrazaba fuertemente. La sostuve contra mí, porque de nuevo me sentí tembloroso. Estuvimos así, sin hablar, durante mucho rato. Luego hice lo que tanto deseaba hacer —me parecía que desde hacía meses—, desde que dejamos la cantina de Steve.
La mujer de Wainright está viviendo en Arizona, mientras él cumple su condena.

Creo que fue un buen trato. Yo trabajo ahora de día. A Madge y a mí nos gusta la vida de casados. Ella gobierna la casa y yo conduzco.

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