miércoles, 10 de abril de 2019

LA AVENTURA DEL ACRÓBATA COLGANTE Ellery Queen

LA AVENTURA DEL ACRÓBATA COLGANTE

Ellery Queen
M
UCHO, mucho tiempo atrás, allá por el período de la creación del hombre, antes de que existieran agentes literarios, pensiones para «extras» de teatro, trenes subterráneos y espectáculos de variedades; cuando Broadway estaba en el primer período glacial, y cuando el primer espectáculo cirquense empezaba a ser imaginado por el primer empresario cavernícola, se decretó esta sentencia: «El acróbata será el primero».
El porqué de esta primacía del acróbata, nadie se lo ha explicado nunca. Pero todos los del elenco, incluido el propio acróbata, se dan perfecta cuenta de que se trata de un honor bastante dudoso. Porque desde la aparición de esta clase de negocios se sabe muy bien que el primer número del espectáculo es el que obtiene menos aplausos del auditorio. Y a través de los tiempos, tanto en los palacios, como en las plazas públicas, como en los teatrillos, ha sido el acróbata —fuese bufón, juglar, saltimbanqui, truhán, arlequín o polichinela— el primero arrojado por sus compañeros de farsa a los leones de la diversión, avivando el apetito de éstos para los números que inmediatamente se han de representar. De ese modo, desde los primeros tiempos hasta nuestros días, los milagros musculares son efectuados siempre en primer término del programa, con una humilde resignación, que habla mucho en favor del espíritu de sacrificio de toda la «troupe» de la acrobacia.
Hugo Brinkerhof no sabía apenas nada del arbitrario pasado de su profesión. Se limitaba a tener un vago conocimiento de que sus padres habían sido acróbatas en un circo que viajaba por Alemania, de que él mismo poseía unos poderosos músculos, llenos de fuerza y de agilidad, y de que nada le satisfacía tanto como la contemplación de un resplandeciente trapecio. Con su trapecio y con su Mira, así como el indulgente aplauso del público, desde Seattle hasta Okeechobee, ya estaba contento.
Hugo estaba orgulloso de Mira, una mujercita pequeña y delgada, que tenía la agilidad y los verdes ojos de un gato. Se había encontrado con ella por primera vez en la oficina de Bregman, el agente, y su corazón le había anunciado que allí estaban su mujer y su destino. Había sido Mira quien titulara su número «Atlas y Compañía» el día que se casaron, entre una y otra función, allá en Indianápolis. Había sido Mira quien había luchado con todas sus fuerzas para obtener mejor salario. Había sido Mira quien había concebido y perfeccionado la pirueta final de su actuación. Era el pequeño cuerpo de Mira —sus vueltas en el trapecio y su dormida sonrisa— lo que había hecho de «Atlas y Compañía» un «espectáculo acrobático aplaudido de costa a costa», lo que les había hecho merecedores de un destacado artículo en «Variety» y lo que les había llevado, junto a otros notables artistas del elenco de Bregman, hacia el Gran Circuito.
El fortísimo Brinkerhof o «Atlas» sabía que todos amaban a Mira; primero fue el barítono, con su espectáculo de danzas, en Boston; luego, el comediante de Newark, y el bailarín de Búfalo, y el cantante de Washington… Ahora había otros… Tex Crosby, el «cow-boy» cantante (Songs & Patter), el Gran Gordi (sucesor de Houdini), el Marinero Sam, el humorista. Todos iban ahora reunidos en el mismo espectáculo, y todos amaban los ojos dormidos de Mira, mientras el poderoso Atlas sonreía, comprensivo, sintiéndose halagado por esa admiración. ¿No era, acaso, su Mira la mejor acróbata del mundo y la criatura más adorable de la creación?
Y ahora, Mira estaba muerta.
Fue el propio Brinkerhof el que dio la alarma aquella noche, con una expresión de enorme sufrimiento marcado en el rostro. Eran las cinco de la mañana y su Mira no había regresado todavía a la habitación que tenían alquilada en una pensión de la calle 47. Después de su última actuación en el Metropole, se habían quedado ambos en el Columbus Circle para ensayar un nuevo ejercicio. Luego él se había vestido y la había dejado en su camarín, que estaba junto al de él. Tenía una cita con el agente Bregman para discutir los términos de un nuevo contrato. Le había dicho que se fuese a casa; pero cuando llegó, ella no había vuelto todavía. Atlas se dirigió rápidamente hacia el teatro. Estaba cerrado. Tuvo que esperar toda la noche…
—Probablemente andará paseando por ahí, muchacho —le había dicho el oficial de la policía del puesto de la calle 47—. Váyase a casa y duerma —añadió.
Pero Brinkerhof había insistido vehementemente:
—Nunca lo ha hecho antes. He llamado al teatro por teléfono, pero no me contestan. Capitán, encuéntremela, ¡por favor!
—¡Estos alemanes! —gruñó el oficial a un policía que estaba junto a él—. Bueno, Baldy, vea lo que se puede hacer. Si la encuentra divirtiéndose por ahí, rómpale a él la mandíbula.
De esta manera, Baldy y el pálido gigante habían ido en busca de noticias. Encontraron el teatro cerrado, tal como Brinkerhof había dicho. Eran cerca de las seis de la mañana; amanecía, Baldy llevó a Brinkerhof a un restaurante que estaba abierto toda la noche, a tomar una taza de café. Esperaron cerca del teatro, hasta las siete, hora en que el viejo Perk, el portero, llegó y les abrió. Y se encontraron a Mira, colgando de una cañería del techo con una sucia soga atada al cuello.
El gigantesco Atlas se sentó, colocó su peluda cabeza entre las manos y se puso a contemplar el cuerpo colgante de su esposa con el dolor silencioso de un dios escandinavo condenado a vivir en la tierra.
Cuando M. Ellery Queen se abrió paso entre la multitud de periodistas y policías, y pudo darse a conocer al sargento Velie, a través de la puerta del camerín, se encontró con su padre, el inspector Queen, en el mal ventilado cuarto, frente a un nervioso grupo de gente de teatro. Eran sólo las nueve de la mañana, y Ellery maldijo entre dientes contra la poca consideración de los asesinos. Pero ni el voluminoso sargento Velie ni el pequeño inspector Queen se sintieron impresionados por sus protestas, y no le prestaron atención; en realidad, esas protestas cesaron en cuanto Ellery vio el cadáver colgando de la cañería.
Brinkerhof, con los ojos enrojecidos, yacía desplomado en una silla, frente al tocador de su mujer.
—Ya se lo he dicho todo —murmuró—. Estábamos ensayando un número nuevo. Yo tenía una cita con el señor Bregman, y me fui…
Un hombre gordo, de dura mirada, el propio Bregman, asintió con tono cortante. El gigante continuó:
—Eso es todo… Pero, ¿quién?… ¿Por qué?… No comprendo…
En voz baja, el sargento Velie relató los hechos a Ellery. Este miró una vez más a la mujer muerta. Los tensos músculos de los muslos y de las piernas se encogían con el «rigor mortis» y se señalaban bajo la sedosa malla que los envolvía. Los verdes ojos estaban muy abiertos. El cuerpo se balanceaba un poco, en una extraña danza de muerte. Ellery apartó la vista de aquello y la dirigió hacia las otras personas que allí se encontraban.
Baldy, el policía, estaba muy ufano con su súbita popularidad ante los periodistas. Un hombre alto y delgado, parecido a Gary Cooper, liaba un cigarrillo junto a Bregman. Era Tex Crosby, el «cow-boy» cantante, que apoyado contra la sucia pared, contemplaba con visible desagrado al Gran Gordi. Gordi tenía una boca que parecía el pico de un halcón, unos lustrosos bigotes negros, unos largos dedos amarillos y unos oscuros ojos. Crosby no decía nada. El pequeño Sam, el cómico, tenía bolsas amoratadas bajo los cansados ojos, y parecía necesitar un trago. Pero Joe Kelly, el director, no debía de estar en el mismo caso, porque olía como una taberna y murmuraba frases obscenas entre dientes.
—¿Cuanto tiempo hacía que estaban casados, Brinkerhof? —preguntó el inspector.
—Dos años. «Ja». En Indianápolis, allí fue, «herr» inspector.
—¿Ella estuvo casada antes?
—«Nein».
—¿Y usted?
—«Nein».
—¿Alguno de los dos tenía enemigos?
—¡Dios, «nein»!
—¿Eran felices?
—Éramos como, dos palomos —murmuró Brinkerhof.
Ellery se acercó al cuerpo y lo examinó. Las venosas muñecas estaban atadas a la espalda con una toalla manchada de rojo, lo mismo que las rodillas. Sus pies colgaban a menos de un metro del suelo. Una escalerilla estaba apoyada contra una de las paredes. «Un hombre podría haberla empleado —pensó Ellery— para llegar a la cañería y colgar de ella el liviano cuerpo.»
—¿Esa escalera estaba allí, donde está ahora? —preguntó el sargento, que se había acercado y miraba atentamente a la mujer.
—Sí. Siempre la tenían cerca del conmutador de las luces.
—Entonces no ha habido suicidio —dijo Ellery—. Poco es eso, pero ya es algo.
—¿Verdad que era una hermosa muchacha? —dijo el sargento con admiración.
—Eres un oso, Velie… Lo que es hermoso es el problema.
La sucia soga parecía fascinarle. Había sido amarrada muy apretadamente alrededor del cuello de la mujer, y surcaba éste dos veces, en bandas paralelas, como el brazalete de hierro de las mujeres ubangi. Había un fuerte nudo tras de la oreja derecha, y otro nudo sujetaba la cuerda a la cañería.
—¿De dónde procede esta cuerda? —preguntó de súbito.
—De un viejo baúl que encontramos en el cuarto de utilería. Ha estado años allí. No hay otra cosa dentro. Seguramente lo dejó algún cómico. ¿Quiere verlo?
—Me basta su palabra, sargento. De modo que en el cuarto de la utilería, ¿eh?
Retrocedió hasta la puerta y volvió a mirar a todas las personas reunidas en la habitación.
Brinkerhof estaba murmurando algo sobre lo felices que él y Mira habían sido, sobre lo que le haría al «Teufel» que había apretado su hermoso cuello. Las poderosas manos se le abrieron y cerraron convulsivamente.
—Era como una flor —dijo.
—¡Tonterías! —estalló Joe Kelly, el director, arrastrando los pies como un boxeador borracho—. Era una ramera, inspector. Pregúnteme a mí. —Y miró de soslayo al inspector Queen.
—¿Ra-me-ra? —dijo Brinkerhof, trabajosamente, poniéndose en pie—. ¿Qué significa eso?
El cómico Sam parpadeó rápidamente, y dijo con voz enronquecida:
—Estás loco, Kelly, estás loco. ¿Por qué dices eso? Está borracho, inspector.
—¿Borracho yo? —gritó Kelly, muy pálido—. Muy bien, que le pregunten a ése, entonces. —Y apuntó con un tembloroso dedo al hombre alto y delgado.
—¿Qué les pasa? —preguntó el inspector, con los ojos relucientes—. Acérquense más, caballeros. ¿Quiere usted decir, Kelly, que la señora Brinkerhof tenía relaciones con Crosby?
Brinkerhof emitió un ruido de gorila engañado y saltó. Sus largas manos parecían curvos garfios que se dirigían hacia el cuello del «cow-boy» con tremenda furia. Pero el sargento Velie le sujetó fuertemente por la muñeca y le dobló un brazo por detrás de la espalda, mientras que Baldy saltaba al mismo tiempo y agarraba el otro brazo del gigante. Este hubo de someterse, retorciéndose y resoplando, pero sin quitar sus ojos del hombre alto y delgado, que no parecía haberse inmutado. Solamente estaba un poco más pálido.
—Llévenselo —gruñó el inspector al sargento Vélie—. Déjenlo con un par de guardias hasta que se calme. —Y después que hubieron sacado al jadeante acróbata, dijo:
—Bueno, Crosby, desembuche.
—No hay nada que desembuchar —murmuró el otro, arrastrando las palabras, mientras sus ojos se reducían a dos estrechas líneas.
—Yo soy tejano, y no me asusto tan fácilmente, señor policía. Ese gigante es un imbécil, y en cuanto a ese cerdo mal pensado que está ahí… —y señaló a Kelly—, será mejor que aprenda a callar la boca.
—Es muy simpático, el muchacho —gruñó Kelly—. Pero no le crea nada, jefe. La pequeña ramera tuvo lo que se merecía. Ha estado coqueteando con él desde Chi hasta Beantown…
—Ya has dicho bastante —interrumpió el Gran Gordi, quedamente—. ¿No ve que ese hombre está borracho, inspector? Mira era muy amable, muy buena compañera. Puede ser que alguna vez haya ido a tomar uno o dos tragos con Crosby, como lo hizo conmigo… A Brinkerhof no le gustaba que bebiera y por eso no lo hacía delante de él. Pero eso era todo.
—Sólo buena compañera, ¿eh? —murmuró el inspector—. Bueno, ¿quién es el que miente? Si sabe usted algo sólido, Kelly, mejor es que lo suelte.
—Yo sé lo que sé —contestó—, y ya que hemos llegado a eso, jefe, mejor será que el Gran Gordi le cuente algo. El también tiene que saberlo. Se la quitó a Crosby hace sólo dos semanas.
—¡Quietos los dos! —gritó el inspector al tejano y al hombre del bigote negro—. ¿Y cómo sabe usted eso, Kelly?
El cuerpo de la muerta dejó oír un fantasmal ruido en su danza macabra.
—Oí como el tejano se lo echaba en cara a Gordi la otra noche —dijo Kelly, con gruesa voz—. Y vi a esa mariposita con Gordi… ¿Qué les parece?
Nadie dijo nada. El tejano miraba al borracho, y sus nudillos se pusieron blancos.
A Gordi, el mago, sólo se le oía respirar más fuerte. En ese momento, la puerta se abrió y entraron dos hombres: el doctor Prouty, médico forense, y un hombrón vacilante y de rostro rojizo.
Se produjo entonces un relajamiento en la tensión del ambiente.
—Buenos días, doctor. No la toque usted hasta que Bradford le eche una ojeada a aquel nudo. ¡Arriba, Brady! Coge esa escalera.
El vacilante hombrón tomó la escalerilla de mano, la afirmó, y trepó luego por ella hacia el cimbreante cuerpo. En seguida dedicó su atención al nudo que estaba tras la oreja de la muerta, y al que se veía sobre la cañería. Mientras tanto, el doctor Prouty examinaba las piernas de la mujer.
Ellery suspiró y comenzó a pasearse. Nadie le prestaba gran atención. Todos estaban concentrados viendo trabajar a aquellos hombres en torno al cadáver. Algo inquietaba a Ellery, y no sabía lo que era. Quizá sólo se trataba de un aura de tensión en la atmósfera que provenía de aquel silencioso y oscilante cuerpo de mujer envuelto en mallas. No conseguía calmarse. Tenía el presentimiento…
Encontró en un cajón de la mesa de tocador de la mujer, un pequeño y brillante revólver de bolsillo, calibre 22, con las iniciales M. B. grabadas en la culata. Sus ojos se achicaron al mirar a su padre, mientras éste asentía. Por lo tanto, siguió hurgando por allí. De pronto, se detuvo, con una expresión de sospecha en sus ojos grises.
En el centro de la habitación, encima de la destartalada mesa de madera, había un largo y afilado cortapapeles niquelado, entre una confusión de diversos objetos. Lo tomó cuidadosamente, y lo examinó en toda su extensión. No había señal alguna de sangre. Lo dejó donde lo había encontrado y continuó la búsqueda.
Lo primero que después llamó su atención fue un hornillo de gas que había en el otro extremo del cuarto y cuyo tubo encajaba perfectamente en una cañería de la pared. La llave de paso estaba cerrada. Tocó el hornillo; estaba completamente frío.
Se dirigió entonces al armario con un extraño presentimiento. Lo que antes se le mostró a la vista fue una caja de madera repleta de herramientas de carpintería, sobre las cuales destacaba un prominente y pesado martillo. En el suelo había un montón de virutas, cerca de la caja, y los bordes de la puerta del armario aparecían cepillados recientemente y sin pintura.
En los ojos de Ellery lucía ahora una preocupada mirada. Se acercó al inspector inmediatamente, y murmuró:
—El revólver, ¿era de la mujer?
—Sí.
—¿Adquisición reciente?
—No, se lo compró Brinkerhof poco después de casarse con ella. Para que estuviera protegida, según dice.
—Pobre protección, diría yo —comentó Ellery, mirando a los hombres del Departamento de Policía.
El hombre vacilante del rostro rojizo bajaba ahora de la escalera con una expresión de inmensa sorpresa. Inmediatamente, el sargento Velie, que acababa de regresar, comenzó a trepar por ella con una navaja entre sus largos dedos. El doctor Prouty esperaba expectante. El sargento comenzó a cortar la cuerda amarrada a la cañería.
—¿Qué hace esa caja de herramientas en el armario? —preguntó Ellery, sin despegar los ojos del cuerpo de la muerta.
—Ayer estuvo el carpintero arreglando la puerta; estaba torcida o algo por el estilo. No llegó a terminar el trabajo. ¿Por qué lo dices? ¿Qué hay de raro en ello?
—Todo —dijo Ellery. El Gran Gordi le observaba silenciosamente mientras hablaba, pero Ellery no se dio por aludido. El pequeño cómico Sam estaba en un rincón, mientras sus ojos escudriñaban al sargento. El tejano fumaba sin ningún deleite, no mirando a nadie ni a nada en particular—. Sencillamente, todo. Es una de las cosas más notables que he encontrado.
El inspector pareció molesto.
—Pero… ¡Dios santo! No entiendo nada…
—Pues deberías entender —dijo Ellery, con impaciencia—. Un niño lo vería. Y te aseguro que es algo sorprendente. He aquí un cuarto con cuatro hermosas armas: un revólver cargado, un cortapapeles, un hornillo de gas y un martillo. Y, sin embargo, el asesino deliberadamente ahorca a la mujer con unas toallas, deliberadamente abandona el cuarto, deliberadamente desentierra esa soga de un baúl abandonado por un actor desconocido, trae la soga y la escalera hasta el cuarto, utiliza la escalera para amarrar la soga a la cañería, aprieta el nudo y cuelga de ella a la mujer.
—Bueno, pero…
Bueno, pero ¿por qué? —gritó Ellery—. ¿Por qué? ¿Por qué el asesino no utilizó ninguno de los cuatro medios más simples que estaban a su alcance, revólver, martillo, gas o puñal, y se tomó en cambio el trabajo de colgarla?
El doctor Prouty estaba arrodillado al lado del cuerpo de la muerta, que había sido depositada por el sargento en el sucio suelo.
El hombre del rostro rojizo se inclinó sobre él y dijo:
—Me intriga mucho, inspector.
—¿Qué es lo que le intriga? —ladró el inspector.
—Ese nudo. —Sus gruesos dedos sostenían un trozo de cuerda anudado—. El que está detrás de la oreja es sencillo, casi ridículo para el trabajo de romper un cuello. —Movió la cabeza—. Pero este otro, el que estaba alrededor de la cañería… Bueno, señor, este otro me intriga…
—¿Un nudo poco común? —preguntó Ellery, lentamente, examinando aquel complicado rompecabezas.
—Nuevo para mí, señor Queen. En todos los años que llevo examinando nudos en el Departamento, nunca había visto uno como éste. No es un nudo marinero, lo puedo asegurar. Tampoco es oriental.
—Podría ser el trabajo de un novato —murmuró el inspector, repasando la cuerda entre sus dedos—. Un nudo de casualidad.
El experto movió la cabeza.
—No, señor; es imposible. Es una clase nueva. No un accidente. El que lo hizo, sabía lo que hacía.
Bradford abandonó el cuarto bamboleándose y el doctor Prouty levantó la mirada de su trabajo.
—¡Diablos, yo no tengo nada que hacer aquí! —murmuró—. Tengo que llevarme el cuerpo a la Morgue y examinarlo allí. Los muchachos están esperando fuera.
—¿Cuándo sucedió, doctor? —preguntó el inspector, frunciendo el ceño.
—Alrededor de la medianoche de ayer. No puedo precisar más. Murió, como es lógico, por sofocación.
—Bien, pues denos su informe. Probablemente no aclarará nada, pero nunca está de más. Thomas, llame al portero.
Cuando el doctor Prouty y los hombres de la Morgue se hubieron ido con el cuerpo, y el sargento Velie hubo traído al viejo Perk, a la vez portero y ayudante de escenario, el inspector gruñó:
—¿A qué hora cerró usted anoche?
El viejo Perk jadeaba de excitación.
—Honradamente, inspector. Yo no quise hacer ningún daño. Pero si se entera el señor Kelly, me mata. Tenía tanto sueño…
—¿Qué quiere decir? —dijo el inspector, quedamente.
—Después del último número de ayer, Mira me dijo que ella y su marido iban a ensayar algo nuevo. Y yo pensé que no tenía porqué quedarme rondando… —El viejo comenzó a lloriquear—. Por lo tanto, viendo que no quedaba ya nadie (la mujer de la limpieza también se había ido), cerré todas las puertas, menos la del escenario, y les dije a Mira y a Atlas: «Cuando se vayan, muchachos, cierren la puerta» y me fui a casa.
—¡Diablo! —exclamó el inspector—. Ahora sí que no sabremos nunca los que entraron y los que no entraron. Cualquiera pudo haberse deslizado y escondido en alguna parte… —Se mordió los labios—. Y todos ustedes, ¿dónde fueron anoche después de la función?
Los tres artistas comenzaron a hablar al mismo tiempo. Pero fue el Gran Gordi el que logró hacerse oír primero, con sus maneras suaves, aunque un poco inquietas.
—Yo me fui directamente a casa, a la cama.
—¿Le vio alguien entrar? ¿Vive en el mismo sitio que Brinkerhof?
El mago murmuró:
—No, no me vio nadie. Sí, vivo también allí.
—¿Y usted, tejano?
—Anduve dando vueltas por ahí buscando a alguien con quien charlar, y acabé emborrachándome.
—¿Charlar de qué?
—No lo sé. Estaba nervioso. Por la mañana desperté en mi cuarto con un gran dolor de cabeza.
—Está bien, muchachos. Me parece que están metidos en un buen lío —dijo el inspector, sarcásticamente—. Ni siquiera pueden inventar unas buenas coartadas. ¿Y usted, señor cómico?
—¡Oh, yo puedo probar donde estuve, inspector! —contestó Sam apresuradamente—. Estuve en un sitio donde había más de veinte personas que jurarán que me vieron allí.
—¿A qué hora?
—Alrededor de la medianoche.
El inspector bufó:
—Seguro que sí. Pero no se alejen mucho, muchachos, a lo mejor puedo necesitarlos. Llévatelos, Thomas, antes de que pierda el humor.

Hace mucho, mucho tiempo, en una época que será recordada lo mismo que aquella otra en que el megaterio rondaba entre los árboles, el mismo empresario que dijo: «El acróbata debe ser el primero» también estableció la siguiente máxima: «La función debe continuar». También esto sin ninguna razón aparente. Ocurrirán accidentes, huirá el galán con la domadora de leones, la ingenua estará completamente borracha, la muchacha de la quinta fila a la derecha podrá haber decidido que el teatro es el mejor sitio para un ataque de histerismo, podrá desencadenarse un incendio en los camerinos; pero «la función debe continuar». Ni siquiera el más extraño caso de asesinato puede anular esta sagrada sentencia. La función tiene que continuar aunque las aguas se desborden, aunque se avecine el Juicio Final, lleno de directores borrachos como Kelly y de fantásticos casos como el de la Acróbata Colgante.
Por lo tanto, no es de extrañar que cuando el Metropole comenzó a llenarse, con los primeros espectadores, no hubiera señal alguna de que, dentro de sus llamativas paredes, una mujer hubiese sido asesinada la noche anterior y de que los policías vagasen por entre las bambalinas, con ojos entre suspicaces y desconcertados.
—El asesinato sólo era un accidente para el «Teatro de variedades». Algo que llenaría dos columnas del «Variety».
El inspector Richard Queen refunfuñaba, sentado en un duro banco de la decimoquinta fila, mientras Ellery, junto a él estaba sumido en sus pensamientos. Lo más raro de todo había sido aquella insistencia de Ellery por quedarse a ver la función.
De pronto, Ellery se levantó diciendo:
—Volvamos a entre bastidores… Hay algo… —pero no terminó la frase.
Cruzaron por delante de los polvorientos camerinos, entrando por la puerta trasera del escenario, que se hallaba custodiada por la policía de uniforme. La vasta y desnuda extensión del escenario deprimía con su poco habitual silencio. El director Kelly, sentado en una desvencijada silla, junto a las luces del artesonado, mordisqueaba uno de sus temblorosos dedos. No se veía a ninguno de los actores.
—¡Kelly! —dijo Ellery, abruptamente—. ¿Tienen ustedes algún anteojo de larga vista?
El irlandés abrió la boca con asombro.
—¿Para qué diablos los necesita?
—Hágame el favor…
Kelly llamó a uno de sus ayudantes, éste desapareció, para regresar en seguida con el par de prismáticos deseados. El inspector gruñó:
—Y ahora ¿qué?
Ellery se los llevó a los ojos y dijo:
—No lo sé. Es sólo una corazonada.
En este momento la orquesta atacó la obertura.
—«El poeta y el aldeano» —refunfuñó el inspector—. ¿Cuándo se les ocurrirá tocar otra cosa?
Pero Ellery no contestó. Se limitaba a mirar fijamente con los anteojos el ahora iluminado escenario. Y sólo cuando se hubo apagado el último sonido de trompeta, y callaron los últimos aplausos a la orquesta y se anunció el primer número: «Atlas y Compañía», el inspector pareció perder algo de su mal humor y se mostró un poco interesado. Se descorrieron las cortinas y apareció Atlas, sonriente, inclinando su enorme cuerpo, que parecía más inmenso bajo la malla. A su lado una también sonriente mujer, alta y rubia, con un diente de oro que brillaba bajo los focos. Llevaba una malla color de rosa. Brinkerhof, con la blanda elasticidad de todos los acróbatas, había insistido en realizar su número, y el empresario Bregman le consiguió otra compañera. Los dos artistas, mutuamente extraños, había pasado toda una hora ensayando sus abrazos, sus engarces y sus vuelos, antes de la función. «La función tiene que continuar.»
Atlas y la mujer rubia iniciaron una serie de volteretas y ejercicios de equilibrismo, mientras la orquesta hacía sonar una música ratonera. Los trapecios se hundían en el fondo del escenario, parecían volar, y los acróbatas ejecutaban sus saltos mortales en el aire. El tambor comenzó a redoblar, apagando el sonido de los címbalos.
Ellery no había utilizado los prismáticos. El y el inspector se limitaban a contemplar la escena, sin decir palabra; Kelly, por su parte, jadeaba como un hombre que acabase de emerger del agua.
De pronto, una pequeña y rara figura se materializó al lado de Queen. Este giró la cabeza lentamente. Era Sam el Marinero, el cómico, vestido con su uniforme naval, con un uniforme tres números mayor que el que correspondía a su talla. Tenía el rostro completamente embadurnado de pintura. El hombrecito permaneció, sin expresión alguna, contemplando el número de Atlas y Compañía.
—Está bien, ¿verdad? —dijo, al fin, con delgada voz.
No le respondió nadie. Ellery se volvió hacia Kelly y le susurró:
—Kelly, tenga los ojos muy abiertos para… —el final de la frase fue dicho en voz tan baja, que ni el cómico ni el inspector pudieron oírla. Kelly pareció intrigarse. Sus enrojecidos ojos se abrieron un poco más; pero asintió, tragó saliva y fijó su atención en las cimbreantes figuras del escenario.
Cuando terminó el número y la orquesta ejecutaba el habitual «crescendo» sostenido, y los acróbatas saludaban, sonreía la mujer enseñando su diente de oro, y se cerraba lentamente la cortina, Ellery miró a Kelly. Este movió la cabeza.
Seguidamente se anunció el número de «Sam el Marinero» Un estallido alegre y fresca música, y el hombre pequeñito embutido en su enorme uniforme, hizo tres muecas de tanteo, aspiró largamente y, con una carrerita, salió al escenario, en medio del cual se desparramó, colocando su carita de gnomo junto a las candilejas, ante la sorpresa y las carcajadas del auditorio.
Los demás le contemplaban desde los bastidores.
El cómico empleaba una vieja y hábil rutina. No sólo era la caricatura de todo marinero, sino de todo navegante. Arrastraba las palabras, se bamboleaba y se quedaba silencioso luego. Emprendía un imaginario viaje marítimo, y caía en una absurda postura tratando de trepar a un fantástico mástil. Volvía a quedar en silencio, para entrar en seguida de lleno en una pantomima que hacía delirar de risa a los espectadores.
—Es casi tan bueno como Jimmy Barton —dijo el inspector.
—Es un tonto —declaró Kelly, hablando por una esquina de la boca.
Sam el Marinero coronó su éxito mediante el complicado método de nadar hacia fuera del escenario… Se detuvo entre bastidores, secándose el rostro, brillante de sudor, y salió de nuevo para hacer su saludo. El público reclamaba más. Reapareció y tornó a desaparecer. Ellery observó una mueca de obstinación en su semblante de duende.
—Sam —susurró Kelly—, por favor, dales ahora el número de la soga. Por favor, Sam.
—¿El número de la soga? —preguntó Ellery lentamente.
El cómico apretó los labios, se encogió de hombros y salió de nuevo al escenario. Fue recibido con un coro de carcajadas que se apagaron inmediatamente. Sam se hizo un nudo, guiñando y saludando.
—¡Oiga, oiga! —gritó de pronto—. Déme soga.
Un largo cigarro de cartón piedra apareció por un lado del escenario. Risas.
—No, no. ¡Quiero soga, soga! —gritaba el hombrecillo, haciendo raras volteretas.
Una negra cuerda descendió de lo alto del escenario y se arrolló milagrosamente sobre sus huesudos hombros. Entonces empezó a forcejear con ella enredándose en sus puntas alquitranadas. Ejecutó fantásticos brincos en el aire, pero las puntas se le resistían tenazmente. A cada forcejeo se veía más enredado en la red que él mismo se formaba.
La galería se venía abajo. Realmente, era gracioso. Hasta el imperturbable rostro de Kelly resplandecía, y el inspector reía sin ningún recato. Por fin aparecieron dos hombres que sacaron a Sam del escenario como si fuese un paquete. Una vez fuera, el cómico se desenrolló fácilmente.
—Muy bien, chico —dijo el inspector—. Ha estado estupendo.
Sam balbuceó algo y se fue a su camerino. La soga negra quedó en el suelo, donde había caído. Ellery la contempló un instante, y volvió luego su atención hacia el escenario. La música había cambiado. Sonaba ahora una hermosa voz de tenor. La orquesta tocaba suavemente «Home in the Range». Las cortinas se abrieron y dejaron ver a Tex Crosby.
El delgado y alto muchacho estaba vestido con un resplandeciente traje de «cow-boy» que le sentaba como un guante. El ancho sombrero blanco daba sombra a su atezado rostro. Las piernas, un poco zambas, le prestaban aún más aspecto de autenticidad.
Cantó melodías del Oeste, y dijo unas pequeñas historietas cómicas con su suave acento tejano, mientras sus manos estaban constantemente preocupadas en el arreglo del lazo. Por fin, el lazo estuvo siempre en movimiento, incluso cuando Tex cantaba la inevitable melodía del final: «El último rodeo».
—Un brillante doble de Will Rogers —comentó Kelly.
Por primera vez, Ellery usó los prismáticos. Cuando el tejano hubo hecho su última reverencia, Ellery miró inquisitivamente al empresario. Kelly movió la cabeza.
El Gran Gordi hizo su aparición entre el ruido de un trueno, en la luz de un relámpago, y envuelto en su satánica capa negra con ribetes rojos. Había algo impresionante en su figura, a pesar de su charlatanería. Brillaban sus negros ojos y las puntas del bigote se le enroscaban extrañamente sobre los labios, mientras su boca se proyectaba como el pico de un águila. Tanto su boca como sus manos no permanecían un momento quietas.
El mago hacía uso de una charlatanería cantarína y acompasada que distraía la atención del público. No había nada original en su trabajo, pero era una brillante demostración. Hizo algunos trucos con la baraja, otros con monedas y pañuelos, y extrajo toda clase de cosas de su amplia y prodigiosa vestidura.
El público seguía sus manejos con la máxima atención, Ellery, con ligero sobresalto, advirtió entonces que Atlas, desde las bambalinas del lado opuesto del escenario, contemplaba a Gordi atentamente, todavía con la malla puesta. Los ojos del hombrón estaban fijos en la cara del mago. No prestaba ninguna atención a las ligeras manos, a los blandos y sutiles movimientos del cuerpo de Gordi… Sólo miraba el rostro. En los ojos de Brinkerhof no había ni ira ni odio; nada más que atención. ¿Qué le ocurría a aquel hombre? Ellery pensó que era mejor que Gordi no viese los ojos del acróbata; si los hubiese visto, seguro que sus manos no podrían trabajar tan limpiamente.
A pesar de la tensión reinante, el número le parecía interminable. No había duda de que aquel hombre tenía a todo el público en el bolsillo.
—Muy buen espectáculo —dijo el inspector—. Estas son las verdaderas variedades.
—Sólo regular —comentó Kelly. Había una extraña expresión en su rostro. También él observaba intensamente.
De pronto, algo sucedió en el escenario. La orquesta pareció desafinar. Gordi había acabado un truco y saludaba, retirándose al punto. Ni siquiera las cortinas estaban preparadas para aquello. La orquesta comenzó otra pieza. La cabeza del director se agitaba, como atacada por un pánico inmenso.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el inspector.
—Se ha saltado el último truco —gruñó Kelly—. Creo que su corazonada era cierta, señor Queen… —Luego, se dirigió al mago—: ¡Oye, imbécil! Termina tu número. Aprovecha mientras aplauden todavía.
Gordi estaba muy pálido. No volvió el rostro hacia ellos; sólo podían ver su mejilla izquierda y la rígida espalda. No contestó tampoco. Regresó al escenario vacilante, como un novato. Desde el otro lado, Brinkerhof permanecía vigilante. En ese instante Gordi le vio y se estremeció.
—¿Pero qué es lo que ocurre aquí? —preguntó el inspector, atento como un ave de presa.
Ellery se llevó los prismáticos a los ojos. Un trapecio descendía violentamente desde los telares: era una simple barra de acero, atada a dos delgados cables. Casi a la vez cayó sobre el escenario una cuerda amarilla, aparentemente nueva.
El mago comenzó a trabajar muy lentamente. El teatro estaba en un absoluto silencio. Incluso la orquesta había callado.
Gordi cogió la cuerda y manipuló con ella. Su cuerpo ocultaba lo que hacía. Súbitamente se volvió y levantó la muñeca izquierda, en donde estaba amarrada la cuerda amarilla con un enorme y complicado nudo. Gordi dio un breve brinco y se agarró al trapecio. Lo detuvo a la altura de su pecho y se volvió otra vez para ocultar lo que hacía. Cuando giró de nuevo, estaba atado también a la barra del trapecio. Entonces alzó la mano derecha haciendo una señal y el tambor comenzó a redoblar.
Inmediatamente el trapecio ascendió. La cuerda tenía unos tres pies de longitud. A medida que la barra subía, el cuerpo de Gordi subía a su vez con ella. El trapecio se detuvo cuando los pies del mago estuvieron a dos metros del suelo.
Ellery miraba con atención, a través de los poderosos lentes. Al otro lado del escenario, Brinkerhof parecía haberse agazapado.
Gordi empezaba ahora a retorcerse, a hacer cabriolas, a saltar en el aire, demostrando con esta pantomima que estaba bien atado al trapecio y que el peso del cuerpo en suspensión no podía deshacer los nudos, sino que los apretaba más.
—Es un buen truco —dijo Kelly—. Dentro de un segundo bajará un telón especial y dentro de ocho, estará otra vez en el suelo con la cuerda en la mano.
Gordi murmuró con voz ahogada:
—¡Listo!
Pero en ese mismo instante, Ellery ordenaba a Kelly:
—¡Rápido! Baje el telón y avise a los hombres de arriba.
Kelly obró rápidamente. Gritó algo. Tras un segundo de vacilación, la cortina principal descendió.
El teatro se quedó mudo de asombro, creyendo que aquello formaba parte del truco. Gordi empezó a forcejear frenéticamente con la mano libre.
—Bajen el trapecio —pidió Ellery, ya en el escenario, haciendo señales a los hombres de arriba.
El trapecio descendió, con un ruido seco, y Gordi quedó tendido en el escenario. Ellery se precipitó sobre él, con una navaja abierta en la mano. Cortó rápida, casi brutalmente, la cuerda, separando el extremo que colgaba del trapecio.
—Ya puede levantarse —dijo Ellery, un poco jadeante—. Era el nudo lo que quería ver, señor Gordi.
Todos se agruparon alrededor de Ellery y del hombre caído, que intentaba levantarse. Pero se acercó, con los musculosos bíceps rígidos. Se acercaron también Crosby, Sam el Marinero, el sargento Velie y Bregman.
El inspector examinó el nudo del trapecio. Luego, lentamente, sacó de su bolsillo un pequeño trozo de sucia cuerda. Era la soga que había servido para colgar a Mira Brinkerhof. Allí estaba el nudo. Colocó éste al lado del trapecio, junto al otro nudo. Eran idénticos.
—Bien Gordi —dijo el inspector—. Creo que está usted en un lío. Levántese, hombre. Le detengo bajo acusación de asesinato, y todo lo que pueda decir…
Silenciosamente, Brinkerhof se lanzó sobre el hombre caído. Sus enormes manos se aferraron al cuello de Gordi. Las fuerzas reunidas del sargento Velie, del tejano y de Kelly, fueron necesarias para contener al acróbata.
Gordi tosió, tocándose el cuello.
—¡Yo no lo hice! Les aseguro que soy inocente. Es cierto que andábamos juntos. Yo la quería. Pero no lo hice… ¡Se lo juro!
—«Schwein!» —rugió Atlas, mientras su pecho se ensanchaba.
El sargento Velie tiraba de Gordi.
—¡Vamos! ¡Vamos ya!
Se hizo entonces un pesado silencio. Detrás de las pesadas cortinas sonaron algunas voces. En la pantalla habían comenzado a proyectar una película.
—No fue él —dijo Ellery.
—Bien, pero todavía no veo… —gruñó el inspector.
—Precisamente, los nudos.
Desafiando la ira de su padre, Ellery encendió un cigarrillo, con aire pensativo, y prosiguió:
—La forma en que colgaron a Mira Brinkerhof me preocupó desde un principio. ¿Por qué la colgaron? ¿Por qué escogieron ese procedimiento, si había otros medios de asesinarla, cuatro exactamente, todos más simples, más rápidos, más fáciles de conseguir y que no exigían tanto trabajo? —Hizo una pausa, y añadió:
—El caso es que si el asesino eligió el medio más difícil y complicado de matarla, lo eligió deliberadamente.
Gordi miraba a Ellery con la boca abierta.
—Pero, ¿por qué —siguió Ellery— obró deliberadamente al colgarla? Sin duda porque eso le daba al asesino una ventaja especial que no podían darle los otros medios posibles. ¿Y qué ventaja le proporcionaría el colgarla, en lugar de dispararle un tiro, de asfixiarla, de apuñalarla, o de matarla a martillazos? Dicho de otro modo: ¿qué característica podía tener el colgarla que no tuviesen los demás medios? Sólo una cosa: el uso de una soga.
Bien, pero todavía no veo… —gruñó el inspector.
—Pues está bastante claro, padre. La soga tiene una peculiaridad que hizo que el asesino la prefiriese. ¿Cuál es la particularidad de la soga que usaron para colgar a Mira? El nudo, ese curiosísimo nudo que no pudo identificar el perito del Departamento de Policía. Lo que quiere decir que su empleo era como dejar una huella digital. ¿Quién hace esa clase de nudos? ¡Gordi, y creo que es de su exclusividad!
—No lo comprendo —dijo Gordi—. Nadie conocía mi nudo. Lo inventé yo mismo. —Se mordió los labios y calló.
—Ese es, exactamente, el caso. Creo que los prestidigitadores de teatro han hecho progresar enormemente la ciencia de los nudos. ¿No fue Houdini el que…?
—Y los hermanos Davenport —murmuró el mago—. Mi nudo es una variación de otro inventado por ellos.
—Me lo imaginaba —confesó Ellery—. Por lo tanto, señores, ¿creen ustedes que si Gordi hubiese matado a Mira habría elegido un método que le acusaría exclusivamente a él? Supongo que no. ¿Hizo entonces ese nudo inconscientemente, como un hábito? Es posible, pero, entonces, ¿por qué elegir el ahorcamiento en lugar de los otros medios a su alcance? —Ellery dio unas palmadas en la espalda del mago—. Le presento mis excusas, señor Gordi. Es evidente que se le ha tendido una celada por alguien que quería inculparle de un asesinato que no ha cometido.
—Pero él mismo afirma que nadie conocía ese nudo —ladró el inspector—. Si lo que dices es cierto, alguien debe de haberlo aprendido a fuerza de mirar…
—Es lo más posible —murmuró Ellery—. ¿No sospecha de nadie, Gordi?
El mago se puso en pie, muy pálido.
—Creí que no lo sabía nadie. Ni siquiera mi ayudante. Pero cuando se viaja y se está tanto tiempo junto a las mismas personas… Supongo que si alguien quisiera…
—Entiendo —contestó Ellery, pensativo—. Lo cual quiere decir que hemos llegado a un callejón sin salida.
—Lo cual quiere decir que estamos como estábamos —estalló su padre—. ¡Gracias, hijo, eres una valiosa ayuda!

Al día siguiente, en la oficina, Ellery le decía a su padre:
—Francamente, no sé qué pensar de todo esto. Sólo estoy seguro de una cosa: de la inocencia de Gordi. El asesino sabía positivamente que alguien se daría cuenta de aquel extraño nudo… En lo que respecta al motivo…
—Escúchame —rezongó el inspector, bastante alterado—. Yo también sé mirar a través de un cristal. Todos ellos tenían motivos. Crosby se peleó con Gordi por la dama… Y ¿no sabías que el pequeño Sam rondaba asiduamente a la muchacha en las últimas semanas, con mucho apasionamiento? En chanto a Kelly, también tenía con ella ciertos asuntos, bajo su formal apariencia.
—No lo dudo —dijo, sombrío, Ellery—. La llamada de la carne. Era una bribonzuela muy atractiva. Un melodrama a lo Bocaccio, con el tonto del marido haciendo el cornudo…
La puerta se abrió, dejando paso al doctor Prouty, médico forense, que con expresión de asombro se dejó caer en una silla.
—¿A que no saben lo qué he encontrado?
—No soy adivino —dijo el inspector.
—Una gran sorpresa para ustedes, señores. Y para mí también. La mujer no fue ahorcada.
—¿Qué? —gritaron los dos al mismo tiempo.
—Ya estaba muerta cuando la colgaron.
—Bueno, tendré que aceptar mi fracaso —dijo Ellery, suavemente. Luego se levantó de su silla y dio unos golpecitos en el hombro del doctor—. Por favor, no se ponga tan misterioso. ¿Con qué la mataron? ¿Gas, cuchillo, pistola, veneno?
—Dedos.
—¡Dedos!
El doctor Prouty asintió.
—Sin ninguna duda. Cuando quité el sucio cáñamo de aquel bonito cuello, encontré en la piel unas huellas de dedos bien visibles. La estrangularon primero, antes de colgarla. ¿Por qué? No lo sé. Pero hay todavía algo más raro. Ustedes han visto muchos casos de estrangulamiento. ¿Cuál es la característica de la huella de los dedos?
Ellery le miraba intensamente.
—¿La característica? No sé a lo que se refiere. Normalmente las marcas son hacia arriba, con los pulgares hacia la barbilla.
—¡Estupendo, muchacho! Pues bien, estas marcas no son así. Todas eran hacia abajo.
Ellery le miró largo rato. Luego tomó la mano de Prouty y la apretó jubilosamente.
—¡Eureka, doctor! Usted me ha dado la respuesta. ¡Vamos, papá!
—¿Adonde? —dijo el inspector—. No entiendo nada…
—Vamos al Metropole. Rápidamente. Si mi reloj no está loco aún tenemos tiempo de presenciar otra función. Allí te demostraré por qué nuestro amigo el asesino no disparó, ni apuñaló, no asfixió, ni golpeó, y por qué colgó a la muchacha.
Cuando llegaron al Metropole, la función no había empezado todavía. Buscaron rápidamente a Kelly entre bastidores.
Un policía les hizo pasar. En el pasillo no había nadie, salvo Brinkerhof y su nueva compañera que ensayaban concienzudamente.
El trapecio mayor estaba bajo, y el atleta colgaba de él, sujeto por sus poderosas piernas con un trozo de caucho entre los dientes. Bajo él, dando vueltas como un trompo, colgaba la rubia, unida a Brinkerhof por el bocado.
Entonces apareció Kelly, y Ellery le dijo:
—¿Están todos los demás aquí?
Kelly estaba borracho otra vez. Se tambaleó y digo vagamente:
—¡Oh, seguro, seguro!
—Reúnalos a todos en el camerino de Mira. Tenemos poco tiempo.
Kelly se rascó la barbilla y se dirigió hacia los camerinos.
—Oye, Atlas —dijo al pasar—. Deja el ensayo, y ven conmigo.
Cuando todos estuvieron reunidos en el cuarto de la muerta, Ellery se reclinó sobre la vieja mesa de tocador, y dijo:
—Es el momento de que uno de ustedes confiese… Porque he descubierto quién mató a la pequeña… damita…
—¿Lo sabe usted? —exclamó, jadeando, Brinkerhof—. ¿Quién es?
Se detuvo y miró a los otros, girando sus estúpidos ojos redondos.
Pero nadie articuló palabra.
Ellery suspiró.
—Está bien. Me obligan ustedes a emplear mi elocuencia y mi memoria. Ayer dije lo siguiente: ¿Por qué se colgó a Mira en lugar de matarla con cualquiera de los otros medios que estaban a mano? Y, al demostrar la inocencia del señor Gordi, declaré que la razón era que el colgarla permitía el uso de una soga y de los nudos de Gordi. Pero olvidé otra posibilidad. Si ustedes encuentran a una mujer con una cuerda atada al cuello, que ha muerto por estrangulación, supondrán, como es lógico, que la cuerda la ha estrangulado. Pero yo olvidé completamente que una cuerda también puede servir para ocultar el cuello. Además, la soga no es el único medio de estrangulación, porque la víctima puede ser también asfixiada con los dedos. Asfixiar de esta manera deja marcas, y el estrangulador no quería que la policía averiguase que había marcas de dedos en el cuello de Mira. Pensó que la soga muy apretada no sólo las ocultaría, sino que las borraría también. Pura ignorancia, porque, después de sobrevenida la muerte, esas marcas son imborrables. Pero eso es lo que él pensó. Y por esa misma razón, eligió el colgarla, cuando Mira estaba ya muerta. Dejar el nudo de Gordi para complicarlo se le ocurrió después.
—Pero, Ellery… —dijo el Inspector—. Eso son tonterías. Supongamos que efectivamente colgara a la mujer después de matarla. No comprendo por qué tenía que complicarse él mismo dejando huellas de dedos. Las marcas de los dedos se pueden identificar…
—Es cierto —siguió Ellery—. Pero también observarás que esas marcas están en posición inversa. No hacia arriba, sino hacia abajo.
Todos los concurrente estaban todavía en silencio, en un silencio que pesaba sobre el cuarto y sólo se oía el respirar de los hombres.
—Pues, como verán, señores —siguió Ellery—, Mira fue estrangulada desde arriba. Pero, ¿cómo pudo ser esto? Sólo hay dos posibilidades: o en el momento de ser asesinada estaba colgando con la cabeza hacia abajo, hacia su asesino, o…
Brinkerhof exclamó estúpidamente:
—¡«Ja»! Yo lo hice… «Ja»… yo lo hice…
Lo repitió una y otra vez, como un gramófono al que se le ha trabado la aguja.
Los ojos de Brinkerhof llameaban e inició un paso hacia Gordi.
—Ayer le dije a Mira: «Esta noche ensayamos el nuevo número». Después del segundo acto vi a Mira y a ese «Schweinehund» besándose… «und»… besándose entre las bambalinas… Les oí hablar… Ellos me habían estado engañando… Yo pensé: La mataré cuando ensayemos… Y la maté.
Hundió el rostro en sus manos y comenzó a sollozar suavemente. Era horrible. Gordi pareció transfigurado por el espanto.
Luego, Brinkerhof murmuró:
—Después yo veo marcas en su cuello. Ellas están hacia abajo. Sé que eso es malo. Tomo la soga… «und»… cubro con ella marcas. Después yo colgué a Mira con el nudo del «Schwein», que ella una vez me mostró. El se lo había enseñado a hacer.
Se detuvo jadeante. Gordi exclamó:
—¡Dios mío! ¡No me acordaba!
—¡Llévenselo! —dijo el inspector secamente al policía de la puerta.

—Estaba todo tan claro… —explicaba luego Ellery, ante una taza de café—. O la mujer había sido estrangulada de cabeza hacia su asesino o éste colgaba sobre ella. Un apretón de esas tremendas garras… —Se estremeció—. Tenía que ser un acróbata. Cuando recordé que Brinkerhof dijo que habían estada ensayando un número nuevo…
Se detuvo y fumó pensativamente.
—Pobre hombre —murmuró el inspector—. No es mal muchacho, sólo un poco bestia. Ella se lo merecía.
—Por favor, por favor —rió Ellery—. ¿Por qué filosofar, señor inspector? La verdad es que no me interesa el aspecto moral de los crímenes. Pero este caso me ha dejado realmente atónito…
—¿Atónito? —preguntó el inspector.
—Sí, de verdad lo estoy. Completamente atónito ante la poca imaginación de mis amigos los periodistas.
—No entiendo.
Ellery guiñó un ojo:
—Ni a uno solo de los reporteros que andaban tras este caso se le ocurrió el perfecto titular de la noticia. ¿No lo comprende? Se olvidaron de que uno de los encartados se llama, ¡Dios mío!, precisamente Gordi.
—¿Titulares? —dijo el inspector, frunciendo el ceño.

—¿Cómo puede habérseles escapado el asignarme el papel de Alejandro Magno y el haber llamado a este asunto «El caso del nudo gordiano»?

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