domingo, 29 de enero de 2017

Alejandro Casona. Las tres perfectas casadas.


 
Tres perfectas casadas.
Un mundo donde se puede ver el florecimiento de profundossentimientos y el papel de la mujer. Un análisis también propio,dándonos cuenta de detalles que puede ser que no tengamos en cuentaen esta lectura. Un análisis de la pareja, también. Un paseo por lossentimientos, desde la más profunda pasión a la crueldad o lacompasión.El mayor análisis es del papel que comenzó teniendo la mujer en elteatro y el que ha acabado teniendo con y a lo largo del paso del tiempo..Carla Tasis

(En la gráfica: el gran actor mexicano Arturo de Córdova en la obra "Las tres perfectas casadas).

Alejandro Rodríguez Álvarez, conocido como Alejandro Casona (Besullo, España, 23 de marzo de 1903 - Madrid, 17 de septiembre de 1965) fue un dramaturgo y maestro español de la Generación del 27. Autor personal, con una lectura mágica del teatro poético surgido del modernismo de Rubén Darío. Su producción dramática guarda cierto paralelismo con la de Federico García Lorca, si bien su poética tiene el regusto amargo de la supervivencia. Comenzó sus estudios en el Instituto Jovellanos de Gijón aunque los continuó en Murcia, donde obtuvo su título de bachiller en 1920. Hijo de maestros, prosiguió la tradición familiar docente pero encendiéndose en él, además, la vocación literaria. Ésta fue incentivada por sus profesores, como Andrés Sobejano y Dionisio Sierra, a quienes conoció en los inicios de sus estudios en la Facultad de Filosofía y Letras, y en el Conservatorio de Música y Declamación. En 1920, apareció su primera obra, `La empresa del Ave María-, un romance histórico galardonado en los Juegos Florales de Zamora. Su trabajo como maestro lo convirtió en inspector y, en 1928, fue trasladado por el Ministerio de Instrucción Pública al Valle de Arán. De su unión con Rosalía Martín nació su hija Marta en 1930. Ese año adoptó el seudónimo de Alejandro Casona al firmar de ese modo su libro de poemas, `La flauta del sapo-. En 1931 dirigió el `Teatro del pueblo- o `Teatro ambulante-. Esto le permitió llevar a recónditos lugares de España la adaptación de los clásicos españoles, como por ejemplo `Sancho Panza en la ínsula-. Su obra `Flor de leyendas- le permitió acceder al Premio Nacional de Literatura en 1932, pero su gran consagración la obtuvo con `La sirena varada-, elogiada por el público y la prensa. Fue estrenada en 1934 y relata los problemas entre Ricardo y la sirena María, por los ambientes distintos a los que pertenecen. Esta obra recibió, en 1933, el premio Lope de Vega. En `Nuestra Natasha-, mostró a una doctora enseñando en el reformatorio donde ella misma se formó, donde las autoridades se oponían a esta experiencia por el temor de los lazos afectivos que la profesional había creado con las internas. Fue una obra profunda y exitosa que cosechó infinidad de elogios. Tras el desencadenamiento de la Guerra Civil Española, se dirigió a Francia y, luego, recorrió en gira varios países de Latinoamérica. En México exhibió, en 1937, `Prohibido suicidarse en primavera-. En 1939 se radicó en Buenos Aires, donde trabajó para periódicos, cine y radio. Escribió `Los árboles mueren de pie- y `La dama del Alba-. Ésta se representó el 3 de noviembre de 1944, contando la historia romántica de Angélica, que luego de su casamiento, huyó junto a su amante. En 1945, se estrenó `La barca sin pescados- y, en 1949, surgió `El retrato jovial-, con cinco farsas breves para el `Teatro ambulante- de los años 30. Retornó a España en 1962, donde estrenó el 22 de abril `La dama del Alba-, en el teatro Bellas Artes, de Madrid. En 1964, representó `El caballero de las espuelas de oro-, mostrando el ocaso de Francisco de Quevedo.


LAS TRES PERFECTAS CASADAS.
Al ir a celebrar el aniversario de tres amigos, uno de ellos, Gustavo, comediógrafo, muere en accidente. En una carta póstuma, se descubre que fue amante de las tres esposas.

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ALEJANDRO CASONA
LAS TRES PERFECTAS CASADAS


ACTO PRIMERO

Saloncillo en casa del senador Javier Guzmán. Puer-ta a foro derecha sobre el vestíbulo. Izquierda, ven-tanal sobre el jardín. Puertas laterales. Derecha, una al despacho. Izquierda., dos: primer término, a las habitaciones interiores; segundo término, salida al jardín. Ambiente confortable; libros, cuadros, teléfono. A la izquierda hacen un rincón amable diván, butacones y una mesita con copas y botellas. A la derecha, una mesa mayor y sillas.
(Al levantarse el telón está en escena JAVIER y su esposa, ADA; MÁXIMO y GENOVEVA, JORGE y LEOPOLDINA; son tres matrimonios felices que celebran su ani-versario de bodas. Ellos, entre los cua-renta y cinco y cincuenta años; ellas, más jóvenes. CLARA, una adolescente, hija de JAVIER y ADA, los contempla son-riente, entre burlona y conmovida,. Tra-jes de noche. Voces y risas antes de le-vantarse el telón.)
JAVIER (Terminando un brindis.).—...Y que la fiesta de esta noche, que nos recuerda a todos el día más luminoso de nuestra vida, se repita cien ¡años más, invariable como nosotros, y leal como este lazo que nos ata, y que nadie podrá desatar jamás. ¡Salud a todos!
ADA.—¡Salud y felicidad!
(Chocan las copas y beben, cruzando cada una la¡ copa con su pareja. Luego se besan, cambiando alguna frase gaUttn,. te, que se pierde entre risas. CLARA ta-rarea burlonamente la "Marcha nup-cial.")
CLARA.—¿Puedo retirarme ya, papá?
JAVIER.—¿Tanto sueño tienes?
CLARA.—Lo que tengo es que preparar mis clases para mañana.
JAVIER.—Déjate ahora de libros. ¡No irás a pensar que nos estás estorbando!
CLARA.—¡Quién sabe! A lo mejor, en el fondo, es que me estáis dando envidia.
JAVIER.—Perdona, hija. Bien comprendo que, para tu juventud, nuestra fiesta ha de resultar un tan-to aburrida.
CLARA.—Por Dios, papá...
JAVIER.—Sí, sí, aburrida. Y no sé si hasta diría gro-tesca.
ADA.—Te estás excediendo. ¿Por qué había de parecerle grotesco que nos queramos?
JAVIER.—Entiéndeme: quiero decir que Clara per-tenece a una generación iconoclasta y deportiva, que no cree en el amor. Lo admite como una fla-queza, romántica de la juventud; pero, pasados los cuarenta años, lo encuentra ridículo.
ADA.—¡Te sigues excediendo, Javier!
JAVIER.—¿Es mucho decir ridículo?
ADA.—Pero es mucho decir cuarenta. Ninguna de nosotras los ha cumplido.
JAVIER.—Perdón, me refería a los maridos.
GENOVEVA.—Tampoco; en realidad, ninguno de nos-otros tiene más que dieciocho años: los de nues-tras bodas.
MÁXIMO.—¡Bravo, Genoveva! De todos modos, me-jor será no hablar de años.
JORGE.—Y si no hablamos de años, ¿de qué se va a hablar en un aniversario?
LEOPOLDINA.—De amor. Es un aniversario de bodas.
JAVIER.—A eso iba. Y quería llamar la atención de estas nuevas generaciones sobre nuestro caso: tres matrimonios que cumplen hoy dieciocho años de servicios, que se quieren como el primer día y que tienen el orgullo de llamarse públicamente felices. ¡Un caso extraordinario!
CLARA.—Nunca lo he dudado yo. Pero di, papá, si tan natural es el amor dentro del matrimonio, ¿por qué, al hablar de vuestro caso, le llamas "un caso extraordinario"?
JAVIER.—¿Yo he dicho extraordinario?
ADA.—Realmente ha sido, por tu parte, un adjetivo poco afortunado.
JAVIER.—¡Es que no he querido decir eso! Lo ex-traordinario de nuestro caso es que tres amigos inseparables nos hayamos casado con tres ami-gas inseparables; que nos hayamos casado el mis-mo día y que el mismo día también celebremos nuestro aniversario.
LEOPOLDINA.—¿Pero, Javier, si nos hemos casado el mismo día, ¿cómo íbamos a celebrar el aniversa-rio en fecha distinta?
ADA.—Decididamente, no estás nada bien en orato-ria esta noche. Y en cuanto a eso de pregonar públicamente nuestro amor, tiene razón Clara si lo encuentra un poco..., ¿cómo diría yo?..., un poco insolente. Nunca se debe alardear de felici-dad: trae desgracia.
MÁXIMO.—Ada tiene razón. Los chinos nunca con-fiesan en voz alta que son felices por miedo a la venganza de los dioses. Y los ricos nunca confie-san que tienen dinero...
JORGE.—Por miedo a que se lo pidan los amigos.
GENOVEVA.—Pero la felicidad no puede robarse.
ADA.—Se envidia, y es lo mismo; trae desgracia. Seamos felices, pero cerremos las ventanas para que nadie se entere. Ni nuestros hijos. Anda, Cla-ra, ve a preparar tus clases.
CLARA.—No, así no. Pero ¿es que de verdad pen-sáis que yo puedo encontrar grotesco el amor de mis padres?
ADA.—No es eso, hija. Pero tienes que preparar tu trabajo, tienes que madrugar...
JORGE.—Y sobre todo, se trata de un aniversario de bodas, ¿comprendes? Ahora saldrán a relucir aquí las anécdotas, las confidencias... Es un tema para personas sensatas.
GENOVEVA.—¡Anécdotas no, por favor, que te co-nozco!
CLARA.—Entonces no se hable más. Lo que yo ten-go que preparar para la Universidad es mucho más sencillo.
MÁXIMO.—Si es para mi clase, te lo perdono.
CLARA.—Es para Historia Natural: "Vida sexual de los protozoarios".
GENOVEVA. (Espantada.)—¿De quién?
CLARA..—De los protozoarios: unos animalitos mi-croscópicos.
GENOVEVA.—¡Ah!..., creí que era una tribu de África.
CLARA.—Tranquilícese, son mucho menos complica-dos. Y más limpios. Los veré luego, antes de sa-lir. Adiós, papá. (Le besa. Se vuelve a todos antes de salir.) Y conste que mi generación tiene tanta fe en el amor como la vuestra. Y que, por mi parte, el día que me case sólo quisiera para ser feliz que mi marido se pareciese a mi padre y a los amigos de mi padre.
(MÁXIMO y JORGE se ponen galante-mente en pie.)
JORGE.—En nombre de los amigos de tu padre, gra-cias.
CLARA.—Felicidades a todos.
(Una graciosa reverencia y sale.)
JAVIER.—Adiós, hija... (La mira ir cariñosamente.) Es una mujercita encantadora.
GENOVEVA.—Dichosos vosotros que tenéis esa hija. Es lo único que a nosotros nos ha faltado.
LEOPOLDINA.—Y a nosotros...
ADA.—Lo que dice más aún en honor vuestro. Ma-trimonios felices, teniendo hijo®, son bastante fre-cuentes. Vosotros no habéis necesitado ni eso.
JAVIER.—Además, nunca es tarde.
GENOVEVA.—¡Son dieciocho años esperando!
JAVIER.—¿Y qué son dieciocho años? ¡No hay que perder la esperanza! Animo..., ¡y a ello!
GENOVEVA (Ruborizada.).—¡Javier!
JAVIER.—Perdón, no he querido decir eso. Lo que quiero decir...
ADA.:—Pero ¿qué has bebido tú esta noche?
JORGE.—Lo que pasa es que, seguramente, no hemos bebido bastante los demás. ¡Bebamos!
(Sirve.)
LEOPOLDINA.—Tú no, tesoro. Ya has bebido cuatro veces en la mesa.
JORGE.—Tres. Y con soda.
LEOPOLDINA.—Con soda, pero cuatro. ¿Crees que no te llevaba la cuenta? Y te has servido salsa tár-tara con los mariscos, sabiendo cómo te sienta. ¡Acuérdate de la urticaria!
JORGE.—Déjate de recuerdos tristes. Una fecha como esta lo merece todo. ¡Bebamos!
JAVIER.—Permitidme otro brindis.
JORGE.—Sin oratoria, ¿eh?
JAVIER.—Sin oratoria. (Están todos en pie, las copas en la mano.) Amigos míos: hoy hace dieciocho años que los seis hemos unido nuestras vidas Dieciocho veces, año por año, nos hemos reunido aquí a celebrar nuestra felicidad. Pero hoy, por primera vez, hay un hueco en nuestras filas. Nues-tro fraternal amigo Gustavo Ferrán, el solterón eterno, el padrino de estas tres bodas, ha faltado por primera vez a esta cita sagrada. ¿Qué puede haberle pasado?
MÁXIMO.—Algo grave tiene que ser para faltar él.
JAVIER.—Ayer recibí un telegrama anunciándome su llegada en el avión de Marsella. Pero el avión llega al atardecer... Y es más de medianoche.
JORGE.—Alguna aventurilla de última hora. Gusta-vo no ha creído nunca en el amor, pero ha vivido siempre para las mujeres.
MÁXIMO.—Brindemos como si estuviera aquí. Su es-píritu está siempre con nosotros. Sirve cham-paña en su copa, Jorge.
GENOVEVA.—Déjate de espíritus. No me gustan nada estas escenas de invocaciones.
JAVIER.—¡Salud, Ferrán, empedernido solterón! ¡Aunque nunca hayas creído en el amor, salud a ti, que has presidido el nuestro!
(Se vuelve hacia el hueco imaginario que habría de ocupar el amigo ausente.)
MÁXIMO y JORGE. (Al mismo tiempo.)—¡Salud!
(Van a beber. ADA, que ka¡ escuchado visiblemente nerviosa, vacila un momen-to; la copa se resbala de su mano y se rompe. Sorpresa.)
JAVIER.—¿Qué ha sido?
LEOPOLDINA.—¿Te sientes nial?
ADA.—Nada..., no sé cómo ha podido ser...
GENOVEVA.—¡Se te ha resbalado la copa de las ma-nos !...
ADA.—No ha sido nada, de veras..., un vahído.
JAVIER.—Pero ¿por qué? ¿Es que no te sientes bien?
GENOVEVA.—¡Te has puesto pálida!
JORGE.—El calor, tal vez...
ADA.—Nada..., ya pasó. Flue como una gasa que se me puso delante de los ojos. Pero ¡qué caras ha-béis puesto todos! Soy yo la que debía asustarme de veros. (Ríe.) ¡Ea, bebamos, amigos!
MÁXIMO.—Falta una copa.
ADA.—No importa; yo beberé en la suya. ¡La copa del rey de Thule! (Ríe nerviosamente.) ¡Salud, Gustavo Ferrán! ¡Salud y alegría a todos!
(Beben en silencio.)
JAVIER.—¿De veras no ha sido nada?
ADA.—Pero ¿no me estás viendo?
LEOPOLDINA.—Seguramente tienes algo al hígado.
ADA.—¡Ea, se acabó! Si volvéis a hablar de eso tendré que enfadarme. A beber. ¡Salud, querido padrino! ¡Salud a ti que no has faltado nunca en nuestras horas felices!
(Ríe más.)
GENOVEVA.—¡Ay, no te rías así!... Me estás conta-giando tus nervios.
(Calla, preocupada de pronto.)
ADA.—¿Yo? ¿Estoy nerviosa yo?
LEOPOLDINA.—Es el calor de aquí dentro. Vamonos un rato al jardín; que sirvan allí el café.
GENOVEVA.—Mejor será; hace una noche deliciosa.
LEOPOLDINA.—No te pondrás a fumar si te dejo solo, ¿verdad, tesoro?
JORGE.—Vete tranquila.
LEOPOLDINA.—Vamos, Ada; y vigílate el hígado, haz-me caso. ¿Quieres apoyarte en mi brazo?
ADA.—¡Ah, eso sí que no! ¡Hasta ahí podíamos llegar! ¿Qué fiesta va a ser esta? Vamonos al jardín, pero a cantar, a reír, domo tres novias felices..., ¡y sin fantasmas! ¡Sin fantasmas solterones!
(Sale riendo. Las otras, con ella. JA-VIER la contempla, ir, preocupado. Pausa.)
JAVIER.—Es extraño..., no parece una risa natural.
MÁXIMO.—Risa de champaña. En cuanto le dé el aire se le pasará.
JORGE.—Pero qué, ¿también tú te has puesto pá-lido?
JAVIER.—Hace un momento decía Ada que alardear de felicidad trae desgracia.
MÁXIMO.—¡Ah!, ¿te has vuelto supersticioso? Pues si no es más que eso acuérdate de que somos invulnerables, nos hemos casado los tres un día tres a las tres de la tarde. El número tres da buena suerte.
(Sonríe.)
JAVIER.—Así sea. ¿Un cigarrillo?
MÁXIMO (Rechazándolo.).—No, gracias.
(JAVIER ofrece a JORGE.)
JORGE.—Tampoco. Acabo de prometerle a Leopol-dina no fumar.
(JAVIER enciende el suyo.)
MÁXIMO.—Sí, Javier; hacer un hogar feliz es una difícil obra de arte. Pero nosotros hemos tenido la fortuna de encontrar tres mujeres que repre-sentan la perfección de tres virtudes.
JAVIER.—Yo las nombraría como los moralistas del dieciocho titulaban ¡sus novelas: con un nombre de mujer y una virtud. "Genoveva, o el pudor", "Leopoldina, o la caridad", "Ada, o la inteligen-cia".
JORGE.—Sí, sí, sin duda. Pero a veces, ¿no os pa-rece que son tres excesos de virtud?
JAVIER.—¿Qué quieres decir?
JORGE.—Sencillamente: tu mujer es la Inteligencia. Muy bien... Pero a veces, ¿no te da un poco de rabia que sea más inteligente que tú?
JAVIER.—Muy amable.
JORGE.—Y tu Genoveva, tan pudorosa, ¿no te re-sulta, a veces, un exceso de castidad?
MÁXIMO.—¡Jorge!
JORGE.—Entiéndeme. Una mujer casada, ¡qué dia-blos!, es una mujer casada; tiene ya que estar de vuelta de muchas cosas. Pues ahí tenéis a Genoveva, igual que el día que salió del colegio. ¡Yo la he visto ruborizarse hasta en el Museo!
MÁXIMO.—Sí, en eso quizá es un poco exagerada.
JORGE.—Y en cuanto a la mía, ¡ya es demasiado caridad. Señor! "Cuidado con las corrientes, tesoro; acuérdate de la urticaria, cielo; ¿te has puesto la bolsa de agua caliente, mi vida?" Y la presión, y el metabolismo, y la infusión de manzanilla... ¡Y tesoro, y tesoro, y tesoro!... ¡No es serio!
JAVIER.—Tienes que comprenderla; es una compen-sación de madre fracasada.
JORGE.—¿Y del librito, qué?
JAVIER.—¿Qué libro?
JORGE.—Que se ha leído veinte veces "La perfecta casada", y ya me tiene hasta aquí de fray Luis de León. ¿Y las obras de beneficencia? Es pre-sidenta de tres sociedades y vocal de catorce li-gas: La Alegría del Huérfano, La Viuda del Náu-frago, El Hogar del Perro Perdido... ¡Qué sé yo! Os juro que es un caso de sadismo al revés: ella quisiera que todo el mundo fuera desgraciado para darse el gusto de consolarlo.
MÁXIMO.—¿Y no te parece hermoso? El otro día.la vi en el jardín curando a unos niños heridos. ¡Parecía una estampa de Santa Isabel de Hun-gría!
JORGE.—Sí, muy bonito; ¡pero aquí no estamos en Hungría! Nuestras mujeres son perfectas, indu-dablemente. Pero ahora os digo yo1..., en serio: y a tres mujeres así, tan perfectas, ¿no es una especie de deber nuestro el traicionarlas?
JAVIER.—¿Traicionarlas? ¿Por qué?
JORGE.—¡Por humanidad! Todo lo que es perfecto es inhumano. ¿O es que también vosotros sois perfectos? De hombre a hombre, Javier, de amigo a amigo: ¿tú no has traicionado nunca a tu mu-jer?
JAVIER.—Te diré... Según lo que se entienda por traicionar.
JORGE.—Lo que entiende todo el mundo, sin filoso-fías. ¿Nunca has conocido a otra?
JAVIER.—En fin..., antes del matrimonio...
JORGE.—Nada, eso no cuenta. Después, después.
JAVIER.—Después..:, no creo.
JORGE.—¡Mentira! Mírame a los ojos.
(JAVIER los aparta.)
JAVIER.—Vamos, si quieres decir pequeñas aventu-ras, sin responsabilidad...; en ese caso, claro...
JORGE (Tranquilizado.).—Menos mal. ¡Ya creí que era yo solo!
MÁXIMO (Sorprendido, a JAVIER.).—¡Ah, ah!.. ¿De modo que tú...?
JAVIER (Modesto.).—Nada; escaramuzas...
MÁXIMO.—¿Y tú?
JORGE.—¿Yo? ¡Oooh! (Gesto largo, con una malicia pueril.) Con todo respeto a Leopoldina, eso siem-pre. Pero ¿qué quieres? El matrimonio es el amor domesticado. ¡Y yo soy un salvaje!
MÁXIMO.—Pero ¿cuándo? ¡Si tú nunca sales de no-che!
JORGE.—Ese es mi truco. Las mujeres creen que sólo se las engaña de noche. Yo soy aficionado a la caza, y me levanto temprano, ¿comprendes? No es tan cómodo, pero es más tranquilo.
MÁXIMO.—Ya, ya, ya. Nunca me había explicado yo por qué eras tan madrugador.
JORGE. (Lírico.)—¡Es la hora de las tórtolas!
(Pequeña pausa.)
JAVIER.—¿Y tú, Máximo...?
MÁXIMO.—Por lo visto, yo debo de ser un caso clí-nico.
JORGE.—Es decir, ¿que tú no...?
MÁXIMO.—Jamás. Yo creo firmemente que la mono-gamia es el estado perfecto del hombre civilizado.
JORGE.—¡Sin sociología, Máximo!
MÁXIMO.—Sin sociología. ¡Genoveva ha llenado to-da mi vida!... Y no me perdonaría a mi mismo si un día la ofendiera con una traición innece-saria y estúpida. Tal vez os parezca grotesco.
JAVIER (Cortés.).—Tanto como grotesco, no. Origi-nal.
JORGE.—Pero, por lo menos, históricamente..., quie-ro decir, ¿antes de Genoveva?
MÁXIMO.—Tampoco; ni antes ni después. Entre to-dos los que conozco, yo tengo el orgullo de ser el único hombre de una sola mujer.
JORGE (A JAVIER, sinceramente asombrado.).—¡Y lo dice tan tranquilo! ¡Qué manera de extinguirse una raza!
MÁXIMO.—Perdón...
DONCELLA.—Señor, Francisco pregunta si puede re-cibirle un momento. Parece que es cosa urgente.
JAVIER.—¿Francisco?... ¿Qué Francisco?
DONCELLA.—El criado del señor Ferrán.
JAVIER.—¡Ah, sí! Que pase. (Sale la doncella.) ¿Qué diablos traerá a estas horas? ...¡Adelante, ade-lante !
FRANCISCO (Nervioso.).—Señor, perdone que les in-terrumpa, pero el caso es grave.
JAVIER.—¿No ha llegado el señor Ferrán?
FRANCISCO.—Ayer recibí un cable suyo de Marsella.
(Mostrándolo.)
JAVIER.—Sí, nosotros también... ¿Y...?
FRANCISCO.—El avión de Marsella tiene la llegada al anochecer. La pizarra del aeropuerto anunció primero un retraso de una hora; luego, cambio de ruta; después, un segundo retraso, sin plazo; tormenta de nieve en los Pirineos. Entonces corrí a la central, pero no me dejaron pasar... Estaban llegando los periodistas... Ustedes saben que los periodistas sólo acuden a donde hay desgracias.
MÁXIMO.—Vamos, calma. Seguramente un aterriza-je forzoso.
FRANCISCO.—Y he pensado que acaso el señor, con su autoridad...
JAVIER.—¿Tienes el número de la central?
FRANCISCO.—Oriente, 23-48.
(JAVIER, nervioso, va al teléfono.)
JORGE.—No creo que sea para intranquilizarse. Es-tos aterrizajes ocurren a cada paso.
JAVIER.—¿Transpirenaica? Aquí, senador Guzmán. Por favor, necesito información sobre el avión de Marsella... ¿Cómo?... ¿Sin noticias a estas ho-ras?... No es posible. Hágame el favor de lla-mar al gerente... ¡No hay órdenes que valgan! ¡Lo exijo! Anote: senador Guzmán, 11-97-Sur. Urgente. Gracias; espero. (Cuelga.) Nada; al pa-recer, tienen órdenes de no dar información.
FRANCISCO.—¿Qué debo hacer yo?... ¿Vuelvo al ae-ropuerto?
JAVIER.—¿Para qué? Vete a casa y espera. Yo te avisaré en. cuanto comunique.
FRANCISCO.—Gracias. Y perdone. Señores...
JORGE.—Adiós, Francisco.
(Sale FRANCISCO. JAVIER pasea pre-ocupado.)
JAVIER.—Tormenta de nieve..., sin noticias... Aho-ra comprendo aquella risa nerviosa. Ada tiene corazonadas, presentimientos...
MÁXIMO.—¿Y adonde vas a parar con eso?
JAVIER.—Fue en el momento en que brindábamos por él, ¿os acordáis? La copa se le cayó de las manos, y le pasó por los ojos como una gasa...
JORGE (Nervioso también.).—Pero ¿qué es lo que estás pensando?
JAVIER.—Nada, perdón,... Es estúpido. (Contempla la copa rota.) Y, sin embargo... (Suena el timbre del teléfono. JAVIER se abalanza al aparato.) ¿Transpirenaica?... ¿Es el gerente?... Sí, aquí Javier Guzmán... Gracias... Necesito una noticia exacta del avión Marsella... No, nada familiar; la persona que me interesa no tiene más familia que sus amigos... Diga; diga... sin miedo... ¿Eh? ¿Noticia confirmada?... (Hace un gesto de calma a los otros, que le interrogan ansiosos con el gesto. Su voz se hace grave.) ¿Y los pasaje-ros?... ¿Todos?... Espere, haga el favor de leer-me la lista del pasaje. Siga..., siga... ¿eh?... A ver, ¿quiere repetirme ese nombre?... Exactamen-te: Gustavo Ferrán, escritor... Nada más... Gra-cias...
(Cuelga el teléfono, lívido.)
JORGE.—¿Muerto?
JAVIER (Afirma con el gesto.).—El avión perdió la ruta, cegado por la nieve, y se ha estrellado en el Alto Garona. No se ha salvado ninguno. (Vuelve a la mesita y bebe.) Es lo único que podía ha-cerle faltar hoy.
(Pausa angustiosa.)
JORGE.—¡Pobre Ferrán!
JAVIER.—El mejor de los amigos. Un verdadero her-mano.
MÁXIMO.—No hay una sola hora solemne de nues-tra vida en que él no estuviera presente. Primer ro, en el colegio; luego, en la Universidad; des-pués, como padrino de nuestras bodas...
JAVIER.—Yo le recuerdo a mi lado, en el sanatorio, mandándome vivir... Con aquellos ojos verdes que no se podían mirar de frente, y aquel me-chón gris que le cruzaba la sien como un plu-mazo.
MÁXIMO.—Era una voluntad puesta en pie. Un hom-bre extraordinario...
JORGE.—Oye... ¿Y tú crees que cuando a Ada se le cayó la copa de las manos...?
JAVIER.—Tal vez en ese momento se desplomaba el avión. ¿Por qué no hemos de creer en el misterio? Yo mismo sentí algo inquietante en el aire.
JORGE.—¿Sí?
(Mira disimuladamente a su alrede-dor, alarmado.)
JAVIER.—También Ferrán era supersticioso; estaba convencido de que había de morir de una muer-te violenta. Tanto, que hace dos años me entre-gó en depósito un sobre lacrado, dirigido a los tres, para después de su muerte...
MÁXIMO.—¿El testamento?
JAVIER.—No; lo que a mí me entregó es una confe-sión.
JORGE.—¿Una confesión? ¡Qué extraño! ...¿Y dón-de está ese sobre?
JAVIER.—En mi caja fuerte.
JORGE.—¿No lo has abierto?
JAVIER.—¡Soy notario de profesión, y era un depó-sito sagrado! (Haciendo ademán de salir.) En fin, amigos; creo que debemos dar la noticia a las mujeres.
JORGE (Que no puede dominar su curiosidad.).— Déjalas; no les amargues la fiesta ahora. ¿De modo que un sobre lacrado, dirigido a los tres?
JAVIER.—"Confesiones de un solterón; sólo para hombres". Así reza el sobre.
JORGE.—Escabroso título... ¿Y dices que está en tu caja fuerte?
JAVIER.—¿Tanta curiosidad tienes?
JORGE.—Te diré... no es simple curiosidad. Quizá sea un deber.
MÁXIMO.—Tiene razón Jorge. ¿Quién sabe lo que puede pedirnos ?
JAVIER.—En ese caso, si los dos estáis conformes...
(Pequeña pausa. Los otros indican que sí. Sale hacia su despacho.)
JORGE.—Te confieso que estoy empezando a ponerme nervioso. ¡Un mensaje lacrado, una fecha solem-ne y un amigo que nos va a hablar desde el más allá! Realmente la situación es novelesca.
DONCELLA (Desde el umbral.).—De parte de las se-ñoras, el café está servido en el jardín.
JORGE.—Dígales que estamos despachando un asun-to urgente..., que en seguida vamos. Y cierre esa puerta.
(Sale la DONCELLA y cierra. A su vez, JORGE entorna la puerta interior de acce. sio al jardín y echa las persianas de la ventana. Vuelve JAVIER con un sobre grande, cuidadosamente lacrado.)
JAVIER.—Aquí están las famosas confesiones, de su puño y letra. (Se sienta, a la mesa grande. JAVIER, frente al publico; los otros, a sus lados.) "A mis queridos amigos Máximo Rojas, Javier Guzmán y Jorge Villamil, al otro lado de la muerte." Podéis comprobar que los sellos están intactos.
JORGE.—Por favor... (Le tiende la, plegadera.) Vea-mos.
JAVIER (Rasga el sobre, saca un pliego manuscrito y lee.).— "Amigos míos: Perdonadme que haya tar-dado tanto tiempo en morir; no ha sido mía la culpa. Tengo hoy cuarenta y cinco años, y hace ya cuarenta que estoy cansado de la vida. Tan cansado, que no he querido tomarme el trabajo de morir por mi cuenta..."
MÁXIMO.—No haría falta ver la firma. ¿Recordáis que ya una vez en el colegio, cuando aún no te-nía catorce años, intentó suicidarse?
JORGE.—Déjate ahora de recuerdos. Adelante.
JAVIER.—"...Para unos he sido un escritor morbo-so; para otros, un libertino' vulgar; y para to-dos, un solterón extravagante y pesimista. Pero hay algo que nadie ha podido negarme nunca: mi independencia orgullosa y mi enorme capacidad de desprecio. Jamás he dicho una mentira que pu-diera favorecerme, ni mucho menos una mentira cobarde. En cuanto a lo que el mundo pueda pen-sar de mí, nada míe importa; con lo que yo pienso de él, estamos en paz..."
MÁXIMO.—¡Es estar viéndole! ¡Un verdadero ro-mántico !
JAVIER.—"...Sólo una cosa he callado siempre; el secreto de mi soltería. Y sólo a vosotros quiero confesárosla, porque sólo vosotros sois capaces de comprenderme. Oíd, amigos, la amarga verdad de mi vida. Y oídla solemnemente... ¡Escuchadme en pie..." (Vacilan un momento, mirándose; al fin se ponen en pie respetuosamente.) "...Yo sé que vosotros habéis hecho una religión de la amistad y del amor. Os lo agradezco y os admiro. Pero yo no puedo compartir vuestro optimismo. Porque yo, queridos amigos, yo..." (Se detiene pálida, sin aliento.) ¿Eh?... ¡No es posible!
MÁXIMO.—¿Qué te pasa?
JAVIER.—¡No es posible!...
(No acierta a decir nada más. Con la mamo temblando, deja el papel sobre la mesa. Y se retira, tratando en vano de dominar su emoción. MÁXIMO, impresionado, toma el papel, se cala sus gafas y busca el sitio donde JAVIER dejó la lec-tura.)
MÁXIMO.—"...vuestro optimismo. Porque yo, queri-dos amigos, yo..." ¡No! (Vuelve los ojos aterra-dos a JAVIER, que está de espaldas.) ¡No puede ser!
JORGE (Empezando también a sentirse invadido por un extraño terror.).—Pero ¿qué pasa? ¿Qué es lo que no puede ser? (Arrebata el pliego a MÁXIMO, que a su vez se retira de la mesa, en dirección contraria a JAVIER. Vuelve, nervioso, el pliego, que ha cogido al revés, y repite el pie.) "...Pero yo no puedo compartir vuestro optimismo. Por-que yo, queridos amigos..." (Ligera pausa. Voz lenta y solemne.) "...Yo os he engañado con vues-tras tres mujeres." (Situación: JORGE, helado de asombro, mira alternativamente a JAVIER y a MÁ-XIMO. Cada uno, desde su extremo, contesta a la muda interrogación con un gesto fatalista) ¡Pero esto es inaudito!
JAVIER.—¡Inaudito!...
MÁXIMO.—¡Inaudito!...
JORGE (Sin acabar de digerir.).—Con vuestras tres mujeres... (Al fin, la indignación vence a la sor-presa.) ¡El miserable!... ¿Y para esto nos ha man-dado ponernos en pie?... (Tira furioso el pliego contra la mesa.) ¡Cobarde!... ¿Por qué no se atrevió a decírnoslo vivo y cara a cara?
MÁXIMO.—Calma, Jorge... No levantes la voz.
JORGE.—¡Qué calma, calma!... Es muy cómodo: pri-mero, morirse tranquilamente, y luego, ahí queda eso... ¡Así también lo hago yo! ¡Cobarde! Sólo quisiera ahora poder resucitarle y traerle aquí. ¡Aquí! ¡A dar la cara! ¡Cobarde!...
JAVIER (Abatido.).—Déjalo. Después de esa revela-ción, ¿que nos importa ya él? ¡Lo que importa ahora son ellas!
JORGE.—Tienes razón. (Mordiendo la palabra!.) ¡Ellas!... (Enciende y se deja caer en su asiento.) ¡Ellas!...
(Pausa larga. No se atreven a mirar-se evtre sí. JAVIER y MÁXIMO, hondamen-te abatidos, atentos a su interior. JORGE volcados hacia afuera los nervios, baila los pies, repica los dedos y lanza, gran-des bocanadas de humo, que disuelve a puñetazos. Al fin, JAVIER avanza hacia el centro y aborda la situación, evocan-do tardes difíciles del Senado.)
JAVIER.—Amigos míos: bien comprendo que la si-tuación... es..., no sé cómo decirlo.
JORGE.—Lo que es la situación ya lo sabemos todos. Adelante.
JAVIER.—Acabamos de ser víctimas de una agresión brutal. Doblemente brutal: por ir contra quien va, y por venir de quien viene..., de ese hombre: al que siempre habíamos creído el mejor de los amigos.
JORGE.—Lo creíais vosotros. Yo tenía mis dudas.
JAVIER.—Lo creíamos todos; no tratemos de des-viar culpas. Y sobre todo, no nos dejamos arras-trar a una solución de violencia que tengamos que lamentar mañana.
JORGE.—Pero ¿qué quieres decir? ¿Es que nos lo vamos a tragar así?
JAVIER.—Por lo pronto, se impone una reflexión se-rena.
JORGE.—Yo no tengo nada que reflexionar. Lo que se impone es la acción.
MÁXIMO.—No es un problema tuyo: ¡es de los tres!
JAVIER.—Examinemos primero quién es el agresor. Ahora lo vemos claro; Ferrán era todo él una ne-gación; su única gracia era su cinismo elegante; su único placer, reírse de todo lo que era sagrado para los demás.
MÁXIMO.—Exacto: eso era nuestro amigo.
JORGE.—Entonces, si tan claro lo veíais, ¿por qué era amigo vuestro?
MÁXIMO.—Ese fue nuestro pecado. Le aceptamos por cobardía; y en el fondo, por vanidad.
JAVIER.—Admirábamos en él todo lo que a nosotros nos faltaba, hasta sus vicios.
MÁXIMO.—No le teníamos a nuestro lado por cariño, sino por miedo a tenerle enfrente. ¿Por qué le admirábamos en el colegio?
JORGE.—Porque nos pegaba a todos.
MÁXIMO.—¿Recordáis su crueldad? ¿Recordáis có-mo se reía de nuestro espanto aquel día que le vimos arrancando las alas a una golondrina? ¿Recordáis la frialdad de aquellos ojos verdes?
JAVIER.—Aquellos ojos... Cuando yo era niño y me contaban la historia del Paraíso, siempre me ima-ginaba así los ojos de la serpiente.
MÁXIMO.—Eso era Ferrán: un espíritu satánico. Y bien: ese hombre sin moral, ese amasijo de resen-timiento y de vicio..., ese es el que ahora preten-de destrozar nuestras vidas y tirar su barro sucio contra nuestras mujieres. ¿Por qué hemos de tener más fe en él que en ellas?...
JORGE.—¡Eh!...
MÁXIMO.—¿Qué garantía pueden tener sus palabras? ¿Quién nos asegura que en el fondo de esta acusa-ción no hay también una larva de resentimiento y de venganza?
JORGE.—Pero... ¿contra quién?
JAVIER (Agarrándose al rayo de esperanza que aca-ba de desatar MÁXIMO.).—Contra nuestra felici-dad.
MÁXIMO.—¡O contra nuestras mujeres! ¿Quién sabe lo que ha pretendido de ellas, y cómo se habrá vis-to rechazado?
JAVIER.—¡Eso digo yo!
(Pausa.)
JORGE (Los mira con aire superior y se levanta con un gesto escéptieo.).—Amigos míos, yo comprendo la buena intención de vuestros discursos, pero... ¿para qué nos vamos a engañar? Ferrán sería cualquier cosa, pero un embustero, no. Y menos en esta ocasión. Nadie miente delante de la muer-te. Y, en último caso, ¿a qué hablar más de Ferrán? Vosotros lo habéis dicho: lo que importa ahora son ellas... ¡Ellas!... ¡Las tres perfectas ca-sadas! (Se sienta nuevamente y se vuelve sarcástico a MÁXIMO.) Hombre, ¿quién decía antes que el número tres da buena suerte?
MÁXIMO (Con ira).—¡Qué hermosa ocasión de ca-llar te estás perdiendo!
JAVIER.—Calma, por favor. (Pausa.) En cuanto a ellas, el hecho resulta más increíble aún. Son die-ciocho años de felicidad tranquila sin una som-bra en sus ojos, sin una intención dudosa en sus palabras.
(Suena mimosa, desde el jardín, la voz de LEOPOLDINA.)
LEOPOLDINA.—¡Jorgito!...
JORGE (En pie mecánicamente, con sarcasmo.).—¡Santa Isabel de Hungría!...
LEOPOLDINA.—¡Jorgito!... (Acude MÁXIMO a la ven-tana.) ¿Es que no pensáis bajar a tomar el café?
MÁXIMO.—En seguida. Estamos terminando unos asuntos.
LEOPOLDINA.—¿Y Jorge?... ¿Qué tal está mi maridito?
JORGE (Bronco, desde su sitio.).—Mal. Gracias.
LEOPOLDINA.—No estarás fumando, ¿verdad tesoro?
JORGE.—¡Tesoro! ¡Je! "Cuidado con el tabaco, mi amor; acuérdate de la angina." ¡Farsante!
(Se apresura a encender el mayor cigarro que encuentra.)
LEOPOLDINA.—No tardéis, por favor. ¡ Estamos tan solas sin vosotros!
MÁXIMO (Volviendo.).—Ya se fue.
JORGE.—La esposa modelo. Ya te daré yo fray Luis de León. (A JAVIER.) Y a propósito de fray Luis: ¿decíamos ayer...?
JAVIER.—Decía que en cuanto a ellas, el hecho re-sulta más increíble aún. En lo que a mí se refiere, puedo aseguraros que delante de Ada apenas, me atrevía a hablar de Ferrán. No le era simpático. Más aún: creo que hasta le molestaba su pre-sencia.
JORGE.—¿Cuándo tú estabas delante?... ¡Ya! Conoz-co el truco. ¡Lo he hecho yo muchas veces!
JAVIER.—¡Jorge!
JORGE.—Y ahora veo claro lo de la copa... ¿Por qué se le cayó de las manos cuando estábamos hablan-do de él? ¿A qué venía aquella risa nerviosa? Cla-ro, claro, claro: ese era todo el misterio.
JAVIER.—¿Quieres callarte de una vez?
JORGE.—Disculpa.
MÁXIMO.—Parece mentira que tú mismo estés echando leña al fuego. Piensa en lo que han sido siem-pre nuestras mujeres. ¿Cómo crees posible en ellas una traición semejante?
JORGE.—Eso digo yo. ¿Cómo diablos se las han po-dido arreglar? ¿Y dónde? ¿Y cuándo?... Lo de las vuestras, pase..., pero Leopoldina...
JAVIER Y MÁXIMO. (Al mismo tiempo.)—¡Jorge!...
JORGE.—Perdón..., no sé lo que digo. (Otra pausa difícil. JORGE, hundido en su asiento-, medita en voz alta, sarcástico.) "Cuidado con las corrientes, tesoro... ¿Te has puesto la bolsa de agua calien-te, vida?..." ¡Hipócrita! Y el metabolismo... ¡Je! Y el perro vagabunda... (Tira al suelo su cigarro y lo pisotea, en uwa¡ Crisis de nervios.) ¡Hipócrita! ¡Farsante! (Se arranca el cuello. A gritos.) ¡Aire! ¡Aire! ¡Esa ventana!
MÁXIMO.—No grites así. Pueden oírte. (JORGE res-pira fatigosamente, repitiendo casi sin voz...) ¡ Hipócrita!... ¡ Hipócrita!...
(Pausa.)
JAVIER.—Vamos, calma. Seamos fuertes y pongámonos a la altura de las circunstancias... Si me lo permitís, yo voy a proponeros una solución.
MÁXIMO.—¿Una solución?
JAVIER.—Pongámonos en el peor de los casos: admi-tamos que eso que dice Ferrán... fuera verdad.
MÁXIMO.—¡Pero es que no puede ser verdad!
JORGE (Escéptico.).—Admitámoslo..., por si acaso.
JAVIER.—La situación en que estamos colocados tie-ne dos aspectos: uno social y otro individual. Socialmente somos tres maridos en ridículo. Individualmente, somos tres, hombres desgraciados. Por fortuna, en nuestro caso, el primer aspecto queda descartado.
JORGE.—Descartado..., ¿por qué?
JAVIER.—Porque somos los únicos que lo sabemos. Lo peor de estas situaciones es la mirada com-pasiva de los amigos, la risita disimulada de los que se consideran bien seguros y se creen con derecho a tirarnos la primera piedra.
JORGE.—¡Inconscientes!... Reírse de un marido en-gañado es una imprudencia temeraria.
MÁXIMO.—¿Y qué me importa a mí la opinión de los demás? Mi problema no son ellos quienes han de resolverlo; soy yo mismo.
JAVIER.—Queda, esa segunda parte: nuestra tragedia íntima.
JORGE.—¡Casi nada!
JAVIER.—Por lo menos, no tan grave. Entre un ri-dículo y una tragedia, todo marido civilizado pre-fiere la tragedia antes que el ridículo. Mi propo-sición es ésta: ¿No hemos sido felices hasta hoy con un engaño? Pues bien: seámoslo en ade-lante con un engaño más: engañémonos a nosotros mismos.
JORGE.—¿Qué? A ver, a ver..., aclara eso.
JAVIER.—Echemos esa carta al fuego, como si nun-ca se hubiera escrito, y jurémonos guardar silen-cio. Ferrán ha muerto con su secreto. Ellas guar-daron el suyo. Guardemos nosotros el nuestro... Y respétemenos mutuamente..., puesto que los tres estamos igualmente comprometidos. Esta es mi solución. Ahora vosotros diréis.
(JORGE, después de mirar a uno y otro, se levanta con el mismo gesto escéptico de antes.)
JORGE.—¡Pido la palabra! (Oratorio.) Queridos co-legas... (A un gesto de ellos.) Perdón, queridos amigos. Por mi parte, voto en contra. Cerrar los ojos no es una solución de hombre; es una solu-ción de avestruz. ¿Perdonar decís? ¿Callarnos?... ¡Quiá!... ¡Qué más quisieran ellas! No, compañe-ros, no; hay que averiguar la verdad... ¡Y los datos! Y luego, castigar. ¡La traición conyugal es un delito que se paga caro!
JAVIER.—No pensabas así cuando te dabas esos madrugones... a las tórtolas.
JORGE.—Un hombre es distinto.
JAVIER.—Ya.
JORGE.—Voto por la violencia: es la tradición de nuestra raza. ¿Qué hubiera hecho en este caso Calderón?
JAVIER.—¿Y qué sabía él? Calderón era un clérigo, y murió soltero.
JORGE (Que nunca se lo hubiera imaginado.).—¡No me digas! Entonces, ¿todo aquello del honor?...
JAVIER.—Literatura barroca.
MÁXIMO.—¿Queréis dejar en paz a Calderón y queréis oírme a mí?
JAVIER.—Tú dirás.
MÁXIMO.—He escuchado con tristeza vuestras opi-niones: permitidme ahora que os dé la mía.
Y perdonadme que os hable con toda crudeza. Ami-gos míos..., os compadezco a los dos.
JORGE.—Hombre, muchas gracias. ¿Y tú qué?
MÁXIMO.—A los dos. Te he visto a ti reaccionar por simple vanidad herida, cacareando desafíos como un gallo de corral. Y te he visto a ti soslayar co-bardemente las entrañas, sin más preocupación que salvar las conveniencias. Tenía de vosotros una opinión más alta.
JORGE.—¡Era lo que nos faltaba esta noche!
MÁXIMO (A JORGE.).—Si lo que dice ese papel fuera verdad..., ¿de qué nos serviría tu palabrería epi-léptica de macho ofendido y esa sucia curiosidad de averiguar los datos? (A JAVIER.) ¿De qué nos serviría ese falso consuelo de ser los únicos en conocer nuestra desgracia?
JAVIER.—Ya que hemos perdido la fe, por lo menos... podríamos salvar la paz.
MÁXIMO.—¡Valiente solución! No, amigos, no; si yo pudiera creer que mi mujer no es digna de la fe que tengo en ella, me limitaría a salir de aquí tristemente... y pegarme un tiro a la orilla del río. (Emocionado.) Vosotros, haced lo que que-ráis... Pero yo no tengo otra fe, ni otra esperan-za, ni otra religión que Genoveva. Y esta noche la llevaré del brazo a casa, con más respeto que nun-ca, como a una reliquia que hubieran querido ro-barme. ¡Y nunca le preguntaré nada, porque to-das las palabras de un Ferrán, de cien hombres como Ferrán, no valen el silencio de una mujer honrada! Esta es mi solución.
(Pausa. JAVIER vacila envidiando la fe de su amigo.)
JAVIER.—Realmente..., quizá tengas razón tú...
JORGE.—Allá vosotros. Pero yo he de averiguar toda la verdad. ¡Y los d&tos! El cómo, y el dónde, y el icuándo. ¡Sobre todo el cuándo!
JAVIER.—¿Y qué nos importa el cuándo?
JORGE.—¡ Mucho! Y a ti más que a nadie. Al fin y ai cabo nosotros no tenemos más problema que nues-tras mujeres... Tú, en cambio, tienes una hija...
JAVIER. (Repentinamente pálido, volviéndose.).— ¿Qué quieres decir?
MÁXIMO.—¿Pero es que has perdido la razón, im-bécil?
JAVIER.—¿Qué es lo que te has atrevido a pensar?... (Se acerca a él tembloroso, Agarrándole de Jais so-lapas.) ¡Mi hija es mía!... ¿Lo oyes?... ¿Quién se atreve a dudar de eso?
JORGE (Dándose cuenta de la gravedad de sus palabras.).—No me hagas caso..., estoy trastornado...
JAVIER.—Podéis pensar de mi mujer lo que queráis... ¡Ya no me importa nada!... ¡Pero mi hija es mía!... ¡Mi hija es mía!... ¡Mía!...
(Se le rompe en sollozos la voz. Cae deshecho en un asiento. Pausa.)
JORGE.—Perdóname, Javier..., no quise hacerte mal.
JAVIER (Con un esfuerza para rehacerse.).— Lo sé... Perdonadme vosotros esta escena... No estaba pre-parado para un golpe así. Esa chiquilla es toda la razón de mi vida... ¿Comprendes?
MÁXIMO.—¿Pero es que has podido dudar? Yo co-nozco a tu hija más que tú mismo; la he tenido en mis clases desde niña, y te juro que no hay en ella un solo gesto ni una sola palabra que no sean tuyos.
(Apretándole la mano que tiene so-bre su hombro.)
JAVIER.—Gracias, Máximo...
MÁXIMO.— ¡Ea!, sé fuerte. ¡Muérdete esas lágri-mas... y avergüénzate como yo de haber dudado! (Se oye la voz de LEOPOLDINA, que se acerca tarareando alegremente.) Ellas vienen. ¡Guarda ese so-bre! (A JORGE, imperativo.) Y tú, silencio. ¿Entendido? ¡Silencio!
(JAVIER guarda el sobre en su bolsillo y se rehace. Entra LEOPOLDINA con una sonrisa colegial, totalmente ajena, a la situación.)
LEOPOLDINA.—¡Cu-cu! Conque, jugando al escondi-te, ¿eh?... ¡Muy bonito!. (Amenazando puerilmente con la mano.) ¡Ah, picaros!... ¿Pero es que vais a seguir así toda la noche? ¡Jesús..., qué ca-ras tenéis los tres! ¿Es una broma? ¿O es que ha ocurrido algo serio?
MÁXIMO.—No, nada serio... (Dándole una salida a JORGE.) Tu marido, que se ha sentido un poco in-dispuesto y quería retirarse.
LEOPOLDINA. (Corre a él, con mimo alarmado.)—¿Tú, mi vida? Pero, ¿por qué?... ¿Ves? ¿No te lo de-cía yo? ¡La salsa tártara!
JORGE (Aspero.).—¿Quieres dejarme en paz con tus salsas?
LEOPOLDINA.—Ya te avisé que estaba muy fuerte, y con mostaza inglesa. Tienes los ojos congestio-nados.
JORGE (Empieza a enfurecerse y va subiendo cada vez más el tono.).— Yo tengo los ojos como me da la gana, ¡para eso son míos!
LEOPOLDINA.—Pero ¿por qué me hablas así? No te enfades tú, tesoro...
JORGE (Furioso.).—¡No hay tesoros! ¿O es que yo soy una isla de piratas?
LEOPOLDINA (Retrocede espantada.).—¡Jorge!
MÁXIMO.—No le hagas caso; ha bebido un poco más de lo justo.
LEOPOLDINA.—¿Sin soda?
JORGE.—¡Con pólvora negra! Y se acabaron los mi-mos... ¡y la bolsa de agua caliente!
LEOPOLDINA.—¡Pero, Jorge!
JORGE.—¡Desde hoy voy a dormir con las ventanas de par en par, o desnudo en la terraza! ¡Quiero una salud heroica!
LEOPOLDINA.—No te excites así, mi cielo... ¡Acuér-date de la urticaria!
JORGE (Ululante.).—¡Se acabó la urticaria! ¡Ahora soy un hombre libre!
LEOPOLDINA (Refugiándose, aterrada, junto a MÁXI-MO.).—Pero, ¿a qué vienen esos gritos?
MÁXIMO.—No es nada... Vamos, Jorge, calma...
LEOPOLDINA.—Seguro que es el exceso de trabajo. Siempre se lo digo: madruga demasiado... Y lue-go llega a casa deshecho...
JORGE (Con una galantería siniestra.).—Tranquilíza-te..., "encanto". Desde mañana salgo por la no-che. Es más cómodo. ¡Vámonos a casa!
LEOPOLDINA.—Deja, por lo menos, que me despida.
JORGE.—Sin despedirte.
LEOPOLDINA. — Pero es que me he dejado el abrigo en el jardín...
JORGE.—Mejor. Yo saldré en mangas de camisa. (Terminante, a ADA, GENOVEVA y CLARA, que entran.) ¡Buenas noches a todos! ¡Andando! ¡Y se acabó el metabolismo... y el perro vagabundo! ¡Y fray Luis de León! Ahora vas a ver tú lo que es un hombre! ¡Un hombre!
(Salen, ella delante, él tirándole sus gritos como pedradas. ADA y GENOVEVA miran a sus maridos con asombro.)
ADA.—Pero ¿qué ha pasado aquí? ¿Qué significa esa escena?
GENOVEVA.—Nunca había oído a Jorge bramar de ese modo.
MÁXIMO.—No es nada, el pobre no está acostumbra-do a beber.
ADA (Incrédula.).—¿De veras? Pues tampoco a vos-otros os veo nada sonrientes. ¿Alguna mala no-ticia?
MÁXIMO.—Cosas de negocios; este Javier no sabe dejar nada para el día siguiente. (A él, con in-tención.) Mañana terminaremos eso!; hazme caso. Ahora lo que te conviene es descanso... (Tendién-dole la mano.) y silencio. Adiós, Ada; mil feli-cidades una vez más. Con toda el alma.
(Le besa la mano.)
ADA.—Gracias, Máximo. Y a vosotros.
MÁXIMO.—Y tú, pequeña, no estudies tanto. La cien-cia no vale la pena; la vida es lo que importa.
CLARA.—Hasta mañana, profesor. ¿A las ocho en el laboratorio?
MÁXIMO.—A las ocho en punto: el profesor Rojas no ha faltado nunca a, su hora. ¿Vamos, Geno-veva?
GENOVEVA.—Tienes la voz cansada..., triste.
MÁXIMO.—¿Triste a tu lado? ¡No seas niña! (Ayudándola a ponerse la piel.) Abrígate, Genoveva; está fresca la noche. Abrígate, querida... Abrí-gate...
(Sale acariciando la mano compañera. Pausa. ADA siente que algo grave se cierne en el aire, JAVIER se acerca len-tamente a CLARA, toma su cabeza entre las manos, acariciándole los cabellos, con-templándola con una ternura nueva y melancólica.)
JAVIER.—Eres linda, hija...
CLARA.—Papá...
JAVIER.—Muy linda... ¡Si tú supieras todo lo que eres para mí!
ADA.—¿Quieres explicarme a qué viene todo esto?
JAVIER (Se vuelve a ella, mirándola severamente un momento.).—Quizá. Déjanos ahora, Clara; ten-go que hablar con tu madre.
CLARA.—¿Subirás luego a darme un beso?
JAVIER.—¡Siempre!
(La besa.)
CLARA.—Buenas noches, mamá.
(Sale. JAVIER se queda contemplándola aún después de haber salido. Pausa larga.)
ADA.—¿Qué negocio era ese tan importante que os ha tenido aquí encerrados toda la noche?
JAVIER.—Qué importa... Nunca te he hablado de ne-gocios.
ADA.—Pero hoy no son simples negocios. Es algo más grave y más hondo: algo de dentro.
JAVIER.—¿Por qué lo piensas?
ADA.—Se lo noté a Máximo en la voz. Lo veo en esos ojos tuyos, que se andan agazapando, sin buscar los míos; lo veo en esas manos que te están temblando. ¿Qué ha ocurrido esta noche?
JAVIER.—Pues bien..., sí. Hemos recibido una triste noticia.
ADA.—¿De quién?
JAVIER (La mira fijamente.).—De Ferrán. Nues-tro querido amigo Gustavo Ferrán... acaba de morir. (Espía la reacción de ADA. Ella palidece, esquiva la mirada, pero se domina con un esfuer-zo de voluntad. Silencio.) ¿Qué dices? ¿Es que no has oído? ¡Nuestro amigo Ferrán acaba de morir! (Nuevo silencio.) ¡Habla! ¡Di algo!...
ADA (Fría.).—¿Y qué quieres que diga yo? Ferrán no era amigo mío; lo era vuestro.
JAVIER.—¡Pero tú sabes cuánto significaba en nues-tra vida! ¡Ayer tomó el avión sólo para venir a darnos un abrazo!... ¡Y ahora, en este mismo mo-mento, está muerto contra la nieve y la noche! Tú no puedes recibir la noticia así... ¡Esa frial-dad no es natural! ¡Habla!
ADA (Serenamente, después de una pausa.).—¿Quie-res que te hable con toda lealtad?
JAVIER.—¡Eso es precisamente lo que pido!
ADA.—Pues bien, me alegro.
JAVIER.—¿Qué dices?...
ADA (Con ira contenida.).—Digo, sencillamente, que me alegro. "Vuestro amigo" Gustavo Ferrán... ¡era un canalla!

TELÓN

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