martes, 13 de diciembre de 2016

EL GENIO DE LA BOTELLA. ROBERT LOUIS STEVENSON.


EL GENIO DE LA BOTELLA
ROBERT LOUIS STEVENSON
Había un nativo de Hawai, al que llamaré Kive; porque lo cierto es que todavía vive y se debe mantener oculta su iden-tidad; pero el lugar de su nacimiento no distaba mucho de Honaunau, donde en una caverna yacen los restos de Kive el Grande. Este hombre era pobre, valiente y enérgico; sabía leer y escribir como un dómine, y era, además, un excelente ma-rino que había navegado en los vapores de la isla y había sido timonel de un ballenero en la costa de Hamakúa. Finalmente Kive deseó ver mundo y visitar ciudades extranjeras y se em-barcó en un buque que iba a San Francisco.
Esta es una bella ciudad, con magnífico puerto y muchos habitantes, y en particular es destacable en ella una colina cubierta de palacios. Por esta colina iba Kive un día paseando, con bastante oro en los bolsillos, admirando embelesado los bellos edificios que se alzaban en ambos lados de la calle. «¡Qué casas más bonitas y qué felices deben ser las gentes que las habitan que no se inquietaban por la mañana». Así pensaba cuando llegó frente a una casa más pequeña que las otras, pero limpia y linda como un juguete; la escalinata brillaba como plata, y los bojes del jardín estaban cuajados de flores, como las guirnaldas; y las ventanas resplandecían como diamantes; Kive se paró y admiró extasiado aspecto tan sorprendente. Y así se dio cuenta de que por una de las ventanas le miraba un hom-bre, y aun a través de la ventana Kive le distinguía tan clara-mente como se percibe un pez en las límpidas aguas de un lago. El hombre era ya mayor, calvo y de barba negra; su ros-tro demostraba amargo pesar, y suspiraba profundamente. Y la verdad es que mirando Kive al hombre, y el hombre a Kive ambos se tenían envidia.
De repente, el hombre sonrió, inclinó la cabeza, hizo un gesto a Kive para que entrase y salió a su encuentro a la puer-ta de la casa.
-Esta linda casa -dijo suspirando- es una de las mías. ¿Quiere usted ver las habitaciones?
Llevó a Kive desde el sótano hasta el tejado y nada había allí que no fuese perfectísimo en su género, por lo que se ma-ravilló Kive en grado sumo.
-En verdad -dijo éste- es una casa hermosa; si yo vi-viese en ella, todo el día me lo pasaría riendo. ¿Cómo es que usted suspira tanto?
-No veo ningún motivo para que usted quiere no pue-da usted tener una casa parecida a ésta, y aún más bella. ¿Tiene usted algún dinero, verdad?
-Cincuenta dólares -respondió Kive-. Pero una casa así costará mucho más.
El hombre hizo un cálculo y dijo:
-Siento que no tenga usted más, porque eso le podrá traer, algún problema en futuro; pero se la dejo por cincuenta dólares.
-¿La casa? -preguntó Kive.
-No -replicó el hombre-, la casa no, la botella. Porque debo decirle que aunque le parezca tan rico y afortunado, toda mi fortuna, mi casa y su jardín, salieron de una botella no mucho mayor que una pinta. Ésta es.
Y abrió un armarito y sacó una botella ancha y de cuello largo, de un cristal blanco como la leche, con matices irisados. En su interior se movía oscuramente algo, como una sombra y un fuego.
-Esta es la botella -dijo el hombre. Y viendo que Kive se reía añadió:
-¿No me cree usted? Pruebe usted mismo, pruebe a ver si la rompe.
Kive cogió la botella y la lanzó repetidas veces contra el suelo, hasta agotarse; la botella botaba como una pelota goma, sin romperse.
-Es raro -decía Kive- pues por el tacto y por el aspecto parece cristal.
-Es de cristal -repitió el hombre suspirando más amargamente que nunca-; pero ese cristal está templado en el fuego del infierno. En ella vive un genio, y es la sombra que vemos moverse; por lo menos así lo supongo. El que compre esta botella tendrá al genio bajo su imperio; todo cuanto desee: amor, fama, dinero, casas como esta casa, o una ciudad como ésta, todo esto es suyo en cuanto pronuncie una palabra. Na-poleón tenía su botella, y por ella logró ser rey del mundo; pero al fin la vendió y fracasó. El capitán Cook tenía su botella y por su medio pudo descubrir tanta isla ignota; pero también la vendió y le degollaron en Hawai. Porque en cuanto se la vende, se pierde el poder y la protección del genio; y si el hombre no está contento con lo que posee, le acontecerá mal. -¿Y con todo eso, quiere usted venderla?
-Tengo cuanto quiero y me hago viejo -replicó el hombre-. Hay una cosa que el genio no puede hacer: pro-longar la vida; y, además, la botella tiene un inconveniente, que no sería justo ocultárselo a usted: si el que la posee mue-re sin venderla, arderá para siempre en el infierno.
-¡Córcholis! -exclamó Kive-. Verdaderamente es un inconveniente y gordo. No quiero ese chisme; puedo pasar sin casa, gracias a Dios; pero lo que es condenarme, eso sí que no me conviene.
-Amigo mío, no se precipite usted -respondió el hom-bre.
Lo conveniente es usar moderadamente el poder del genio, y después vender la botella a otro, como yo a usted, y terminar luego su vida de manera tranquila.
-Pero observo dos cosas -repuso Kive-. Primera, que no hace usted más que suspirar como mujer enamorada; y segunda, que me vende la botella muy barata.
-Ya le he dicho por qué suspiro -dijo el hombre-. Es porque temo que mi salud se resiente; y, como dice usted mismo, morir e ir al infierno es muy duro para cualquiera. En cuanto a lo barato de la venta, debo comunicarle una parti-cularidad acerca de la botella. Hace mucho tiempo, cuando por primera vez la trajo el demonio a le Tierra, fue muy cara y antes que nadie la compró el Preste Juan por muchos millones de dólares; pero no se puede vender sino con pérdida. Si la vende usted en cuanto le ha costado, se vuelve otra vez a usted como un palomo al palomar. De aquí se sigue que el precio ha tenido que ir bajando en tantos siglos y que la botella sea ahora tan barata. Yo mismo la compré aquí de uno de mis grandes vecinos en esta colina y sólo pagué por ella noventa dólares. La podría vender por ochenta y nueve dólares y noventa y nueve centavos; pero ni un céntimo más cara, porque regresaría a mi poder. Además hay otros dos inconvenientes: primero, que el ofrecer una botella tan singular por ochenta y tantos dólares la gente cree que uno está de broma; y segundo -pero esto no corre prisa y no necesito entrar en ello-, únicamente tenga usted presente que el dinero debe ser en metálico, no papel.
-¿Cómo puedo saber que no me engaña? -preguntó Kive. -Parte de ello lo puede usted comprobar ahora mismo -replicó el hombre-. Déme usted sus cincuenta dólares, tome la botella y desee tenerlos otra vez en su bolsillo. Si eso no acontece, le doy palabra de honor que desharé el trato y le devolveré su dinero.
-¿No me miente usted? -preguntó Kive. El hombre juró que no.
-Pues entonces probaré -dijo Kive- porque eso no me puede perjudicar en nada.
Pagó al hombre el dinero, y aquél le entregó la botella. -Genio de la botella -dijo Kive- quiero tener otra vez mis cincuenta dólares.
Y apenas hubo pronunciado la palabra cuando notó lleno el bolsillo.
-En verdad que es una botella mágica -dijo Kive. -Pues, buenos días -respondió el hombre- mi buen amigo y el diablo queda con usted en vez de conmigo.
-Eh, eh -respondió Kive-, nada de eso. Aquí tiene usted su botella. Tómela.
-Nada de eso, amiguito -respondió el hombre frotán-dose las manos-; la ha comprado usted por menos de lo que yo pagué por ella. Ahora es suya y no quiero verle a usted más por aquí.
Y diciendo así llamó a su criado chino e hizo que echase a Kive de la casa.
Cuando Kive se vio en la calle con la botella bajo el brazo, comenzó a pensar: todo cuanto ese hombre me ha dicho acerca de la botella es verdad tal vez no he hecho mal negocio. Pero probablemente ese hombre se rió de mí. Lo primero que hizo fue contar el dinero; la suma era exacta: cuarenta y nueve dólares americanos y una pieza chilena. «Esto es verdad -se dijo Kive- ahora probaré otra cosa».
Las calles en aquella parte de la ciudad estaban tan limpias como el puente de un buque y aunque era mediodía no había transeúntes. Kive dejó la botella en el suelo y echó a andar. Miró atrás en dos ocasiones, y allí estaba la botella anchi-panzona, donde él la dejó. Miró atrás nuevamente y dobló una esquina; pero apenas lo hizo, cuando sintió algo que le daba en el codo; y vio que era el largo cuello de la botella. La botella se le había metido en el bolsillo de su levita de piloto.
-Pues esto también parece verdad -se dijo Kive.
Luego compró un sacacorchos en una tienda y se retiró a un lugar apartado del campo. Pero cuantas veces introdujo el sacacorchos, otras tantas lo vio fuera en seguida y el corcho tan entero como siempre.
-Este corcho es de un material especial -se dijo; y en seguida comenzó a temblar y a sudar, porque tenía miedo de la botella.
De camino al puerto vio una tienda donde un hombre vendía conchas y macanas de las islas Caribes, ídolos antiguos, monedas antiguas, pinturas chinas y japonesas y todas esas baratijas que guardan los marineros en su baúl de viaje. Se le ocurrió una idea, y fue a la tienda y ofreció la botella por cien dólares. El tendero se rió primero y le ofreció cinco; pero en verdad era una botella rara: cristal como aquel no lo fundieron nunca los hombres, tan bellos eran los matices bajo el blanco lechoso y tan extrañamente giraba la sombra del interior; así es que después de haber discutido con el tendero sobre el precio, recibió de éste sesenta dólares de plata, y el tendero puso la botella encima de un anaquel en el centro de su escaparate.
-Bueno -se dijo Kive-, he vendido por sesenta lo que yo compré por cincuenta; a decir verdad, un poco menos, porque uno de mis dólares era chileno. Ahora sabré la verdad respecto de otra cosa.
Así es que embarcó en su nave, y cuando abrió su cofre, allí estaba la botella que había vuelto más de prisa que él mismo. Kive tenía a bordo un compañero cuyo nombre era Lopaka.
-¿Qué tienes -le dijo Lopaka- que miras alucinado tu baúl?
Los dos hombres estaban solos en el castillo de proa, y Kive, pidiéndole le guardase secreto, se lo explicó todo. -Es una situación muy peculiar -dijo Lopaka- y me temo que esta botella te dará muchos problemas. Pero hay una cosa bien sencilla en todo esto: estás seguro de lo molesta que te es la posesión de esa botella; pues bien, decídete: pídele lo que quieras, y si te cumple tu deseo, yo mismo te la compra-ré, porque tengo la idea de adquirir un bergantín y dedicarme al tráfico entre las islas.
-Esa no es mi idea -dijo Kive-; yo deseo tener una casa con jardín en la costa de Kona, donde yo nací, con el sol que la alegre, flores en el jardín, cristaleras en las ventanas, cuadros en las paredes y bibelots y hermosos tapetes en las mesas, en todo semejante a la casa en que he estado hoy; sólo que un piso más arriba, y con miradores en torno de ella como el palacio del rey; y vivir en ella sin cuidados y divertirme y disfrutar con mis paisanos y parientes.
-Bueno -dijo Lopaka-; la llevaremos con nosotros a Hawai; y si todo sale bien, como supones, te compraré la bo-tella, como digo y pediré un bergantín.
Convinieron en ello, y no pasó mucho sin que el bergantín llegase a Honolulu, con Kive, Lopaka y la botella. Apenas saltaron a la playa, cuando encontraron en ella a un amigo que empezó a compadecerse de Kive.
-No sé de qué me has de dar el pésame -dijo Kive.
-¿Es posible -respondió el amigo- que no hayas oído que tu tío, aquel buen anciano, ha muerto y que tu primo, aquel muchacho tan hermoso, se ahogó en el mar?
Kive se llenó de dolor, y empezando a llorar y lamentarse, se olvidó de la botella. Pero Lopaka pensaba en sí mismo y cuando el dolor de Kive remitió un poco, le dijo:
-He estado pensando en que tu tío tenía tierras en Hawai, en el distrito de Kaú, ¿verdad?
-No, en Kaú no -respondió Kive-; no; están en la montaña, un poco al sur de Húkena.
-¿Esas tierras serán ahora de tu propiedad? -preguntó Lopaka -respondió Kive, y empezó de nuevo a lamentarse por sus familiares fallecidos.
-¡Bah!, no te lamentes ahora -dijo Lopaka-. ¿No ha podido eso ser obra de la botella? Porque ese es un lugar ade-cuado para tu casa.
-Sí es así -gritó Kive-, es mala manera esa de servirme, matando a mis parientes. Pero sí que será; porque, realmente, con los ojos de mi fantasía me imaginé la casa en ese sitio.
-No obstante -respondió Lopaka- la casa no está aún construida.
-¡No, seguramente no! -replicó Kive-; porque aunque mi tío tenía algo de café, ava y bananas no llegará apenas para pasarlo holgadamente; y lo demás de aquella tierra es lava negra.
-Vayamos al notario -dijo Lopaka-; tengo aún esta idea en mi cabeza.
Cuando llegaron a casa del notario se enteraron que el tío de Kive se había hecho muy rico en los últimos días y que había dejado fondos en metálico.
-¡Pues ése es el dinero para la casa! -exclamó Lopaka.
-Si piensa usted hacer construir una casa nueva -dijo el notario -le daré esta tarjeta de un nuevo arquitecto del cual me cuentan maravillas.
-¡Mejor que mejor! -dijo Lopaka-. El camino se nos allana de tal manera que sólo hemos de obedecer a lo que se nos indica.
Fueron a casa del arquitecto, el cual tenía sobre la mesa varios dibujos de casas.
-Usted desea algo diferente -dijo el arquitecto, y alargó un dibujo a Kive, añadiendo-: ¿Qué le parece ésta?
Cuando Kive miró el dibujo, dio un grito porque la casa estaba trazada tal cual la soñó su fantasía.
-Me encanta esa casa -se dijo para sí- y a pesar de la forma como la obtengo me agrada y la recibiré gustoso aunque con ella puedo recibir el bien junto con el mal.
Dijo pues al arquitecto lo que deseaba, cómo quería amueblar la casa, los cuadros de los muros y las chucherías y tapetes de las mesas; y le preguntó sencillamente qué cantidad quería por la obra así completa.
El arquitecto le hizo muchas preguntas, tomó el lápiz y trazó unas cifras; y cuando hubo terminado el cálculo leyó en voz alta el total, que era una suma igual a la cantidad que Kive había recibido.
Lopaka y Kive se miraron uno a otro inteligentemente. -Eso está claro -pensó Kive- que he de tener esa casa quieras o no. Viene del demonio y creo que eso me hará poco bien; pero de lo que estoy seguro es de que mientras posea esta botella no le pediré otro deseo. Mas con la casa ya estoy arre-glado y tanto puede serme para bien como para mal.
Se puso de acuerdo con el arquitecto y firmaron un con-trato; y Kive y Lopaka se embarcaron en dirección a Australia; pues acordaron entre sí no intervenir para nada, y dejar al ar-quitecto y al genio de la botella, adornar la casa a su gusto.
El viaje fue bueno, sólo que Kive estuvo siempre con el corazón encogido, porque se había jurado no expresar más deseos y no recibir más favores del demonio. El viaje se acabó y cuando volvieron les dijo el arquitecto que la casa estaba terminada; Kive y Lopaka tomaron pasaje en el Hall para ir a Kona y visitar la casa y ver si todo se había hecho según la idea de Kive.
La casa estaba en la ladera de una montaña visible a los bu-ques. Sobre ella ascendían los bosques hasta confundirse con las pluviosas nubes; debajo la negra lava se rompía en rocas, donde en profundas cavernas, yacían sepultados los reyes de la anti-güedad. En torno de la casa florecía un jardín en todo su es-plendor; y a un lado había una huerta de papaja y en el otro un huerto de árboles de pan, y enfrente hada el mar se elevaba un mástil de buque en el que flameaba una bandera. La casa tenía tres pisos de alto, con grandes cámaras y amplias galerías en cada uno. Las ventanas eran de cristal tan claro como el agua, y tan esplendente como el sol. Las habitaciones estaban llenas de toda clase de muebles. En dorados marcos pendían cuadros de las paredes: marinas, batallas, paisajes hermosísimos de los sitios más singulares; en ningún paraje del mundo se encontra-rían cuadros de color tan vivo como los que Kive encontró en los muros de su casa. En cuanto a los adornos y chucherías eran delicadísimos; relojes de campana y cajas de música, hombre-cillos que inclinaban la cabeza, álbumes de vistas, armas valiosas de todas las partes del mundo y los rompecabezas más elegantes para entretener los ocios de un hombre solitario. Y como si na-die fuese a vivir en tales habitaciones, y fuesen solamente para pasar por ellas y contemplarlas, las galerías, eran tan anchas que todo un pueblo podía vivir en ellas holgadamente; y Kive no sabía cuál preferir: si la de atrás, donde se gozaba de la brisa de tierra y que miraba a los huertos y jardines, o la de enfrente donde se aspiraba el aire del mar y que dominaba la pendiente de la montaña y desde la que se veía el Hall ir cada semana o cosa así de Húkena a las colinas de Pele, o a los bergantines que se acercaban a la costa por maderas, kaya y bananas.
Cuando Kive y Lopaka lo hubieron visitado todo, se sen-taron en el pórtico.
-Bien, ¿es esto todo cuanto imaginaste? -preguntó Lo-paka.
-Las palabras no pueden expresarle -respondió Kive-. Es mejor de lo que soñaba, y no quepo en mí de satisfacción.
-Sólo queda una cosa por considerar -dijo Lopaka-. Todo esto puede ser muy natural, y tal vez el genio de la bo-tella no tenga nada que ver con ello. De modo que si yo te compro la botella y me quedo sin bergantín, habré perdido tontamente mi dinero. Ya sé que te he dado mi palabra; pero con todo creo que no me negarás otra prueba.
-He prometido no pedir más deseos al genio -dijo Kive-; bastante tengo ya.
-No intento que le pidas nada -replicó Lopaka-. Sólo deseo ver al genio en persona. Con esto no se gana nada ni se pierde; y no obstante, si le viese una sola vez, creo que me convencería de que todo es cierto. De modo que concédeme lo que te pido y haz que le vea; después, mira el dinero que tengo en la mano, te compraré la botella.
-Me temo una cosa -respondió Kive-: tal vez el genio sea de horrible aspecto y si le ves puede que ya no tengas ganas de la botella.
-Soy hombre de palabra -respondió Lopaka-. Aquí está el dinero.
-Muy bien -dijo Kive- yo mismo tengo también cu-riosidad. De modo que, señor Genio, déjese ver un poco. Apenas se habían pronunciado aquellas palabras cuando el genio salió de la botella y se volvió a meter en ella tan ligero como un lagarto; y Kive y Lopaka se quedaron sentados pe-trificados de espanto. La noche llegó antes de que ninguno de ellos concibiese un pensamiento o pudiese articular palabra; y después Lopaka entregó el dinero y tomó la botella.
-Soy hombre de palabra -dijo- y de lo contrario no tocaría esta botella ni con el pie. Bueno, obtendré mi bergantín y un dólar o dos para mi bolsillo y después me desharé de este demonio tan pronto como pueda, porque si te he de decir la verdad, su solo aspecto me ha petrificado.
-Lopaka -dijo Kive-, te ruego pienses de mí lo me-nos mal que puedas: sé que es de noche, malos los caminos, y que al pasar junto a las tumbas a estas horas no es agradable; pero te digo que desde que he visto ese rostro diminuto no , podré ni comer ni dormir ni orar hasta que esté lejos de mí. De modo que te daré una linterna, un cesto para poner la botella y cualquier cuadro o maravilla que te guste de cuantas hay en la casa y... vete enseguida, vete a dormir en Húkena o en Nahinu.
-Kive -replicó Lopaka-, muchos llevarían esto a mal, sobre todo cuando me he portado contigo tan amigablemen-te que he guardado mi palabra y comprado la botella; y por eso, la noche y las tinieblas y el camino hacia el cementerio, deben ser diez veces más peligrosos para un hombre que tiene tal pecado sobre su conciencia y tal botella bajo su brazo. Pero estoy tan asustado que no puedo vituperarte. Me marcho pues y ruego a Dios que seas dichoso en tu casa y yo afortunado con mi bergantín, y que ambos vayamos finalmente al cielo a despecho del demonio y de su botella.
Marchó pues Lopah montaña abajo, y Kive permaneció de pie en el mirador de la fachada, oyendo las pisadas del caballo y viendo el resplandor de la linterna que iluminaba el sendero que bajaba junto a las grutas donde yacían sepultados los an-tiguos muertos; y todo el tiempo estuvo temblando, crispadas las manos y rezando por su amigo y dando gracias a Dios por haberle permitido a él escapar de aquel peligro.
Pero el día siguiente amaneció tan espléndido y en su cla-ridad apareció la nueva casa tan deliciosa de contemplar, que Kive se olvidó de sus terrores. Los días pasaban y Kive vivía en perpetuo gozo. Tenía su habitación en la parte de atrás: allí comía y moraba y leía novelas y los periódicos de Honolulu; y cuando cualquiera pasaba cerca de la casa había de pasar para visitar las cámaras y admirar los cuadros. De modo que se extendió muy lejos la fama de la casa y se la llamaba Kabate Nui (la Gran Casa) en toda Kona; y a veces la «Casa Brillante», porque Kive tenía un criado chino que estaba todo el día quitando el polvo y limpiando; y el cristal y los dorados y los tapetes preciosos y los cuadros, resplandecían como el sol. Kive mismo no sabía andar por la estancia sin cantar, sin-tiendo su corazón tan ensanchado; y cuando aparecía un bu-que en el mar, él izaba su bandera en el mástil.
Así pasó el tiempo hasta que un día fue Kive a hacer una visita a un amigo suyo que vivía en Kailúa. Le agasajaron mucho, y al día siguiente partió en cuanto pudo, temprano, y se apresuró en su camino, porque tenía prisa de ver su hermosa casa; y, además, la noche que se acercaba era la noche en que los muertos antiguos salen de sus cavernas en las laderas de Kona; y habiéndoselas visto ya con el demonio no tenía el menor deseo de toparse con los difuntos. Un poco más allá de Honaunau, mirando a lo lejos, distinguió a una mujer que se bañaba en la orilla del mar y parecía una muchacha muy rolliza; cuando llegó frente a ésta, ella había terminado ya su tocado y apartándose del mar envuelta en su bata encarnada estaba de pie al lado del sendero, muy fresca con el baño y sus ojos brillaban amables. Apenas la vio Kive cuando se detuvo diciéndole:
-Yo me imaginaba conocer a toda la gente de este país; ¿cómo es que no la conozco a usted?
-Soy Kokúa, hija de Kiano -dijo la joven- y acabo de llegar de Oaku. ¿Quién es usted?
-Pronto se lo diré -respondió Kive apeándose del caba-llo-; pero ahora no. Porque yo tengo un pensamiento, y si usted supiese quien soy yo, podría ser que hubiese ya oído hablar de mí, y no me diría la verdad. Pero dígame ante todo una cosa: ¿es usted casada?
Al oírlo, Kokúa prorrumpió en una gran carcajada, di-ciendo:
-¿También pregunta usted? Pues dígame, ¿está usted ca-sado?
-No -replicó Kive- y nunca pensé en serio hasta este momento, pues ésta es la verdad. La he encontrado a usted junto al camino y he visto sus ojos semejantes a estrellas y mi corazón se fue hacia usted con la ligereza de un pájaro a su nido. De modo que si usted no quiere nada de mí, dígalo y me retiraré a mi casa. Pero si no me encuentra usted peor que a otro joven, dígalo también, y esta noche iré a casa de su padre y mañana hablaré con él.
Kokúa nada dijo, pero miró el mar y se rió.
-Kokúa -dijo Kive-; quien calla otorga; vayamos pues a casa de su padre.
Ella echó a andar ante él, sin decir palabra; sólo a veces miraba hacia atrás una y otra vez, y mantenía sujetas con los dientes las cintas de su sombrero.
Cuando llegaban a la puerta, Kiano salió al balcón y salu-dó a Kive por su nombre dándole la bienvenida. Entonces la joven lo miró detenidamente, porque hasta ella había llegado la fama de la gran casa, y ésta era sin duda una gran tentación. Aquella velada la pasaron muy divertidos; y la muchacha, a los mismos, ojos de sus padres, se mostró osada y se burló de Kive, pues ella tenía un ingenio vivo. Al día siguiente dijo unas pa-labras a Kiano, y habló luego a solas con la joven.
-Kokúa -le dijo-, toda la velada te mofaste de mí; y aún hay tiempo de decirme que me retire. Yo no te quería decir quién era, porque como tengo una casa tan hermosa, temía que estimases en mucho a ésta y en poco al hombre que te ama. Ahora ya lo sabes todo, y si no me quieres ver más, dímelo y me marcharé inmediatamente.
-No -respondió Kokúa; pero esta vez no se rió, ni pre-guntó más a Kive.
Este fue el noviazgo de Kive; las cosas habían ido de prisa, pero también van de prisa las flechas y más de prisa aún las balas y con todo pueden dar en el blanco. Las cosas habían ido de prisa, pero habían ido también lejos, y el pensamiento de Kive halló acogida en la mente de la doncella; oía su voz entre el rumor de las olas que se rompían contra las rocas de lava, y
por aquel joven a quien sólo había visto dos veces estaba dis-puesta a dejar padre y madre y la tierra de su nacimiento. Kive marchó al galope de su caballo ascendiendo por el sendero de la montaña rodeado en ambos lados de sepulcros, y el sonido de las pezuñas del bruto y el canto de Kive rebo-sante de placer repercutían en las cavernas de los muertos. Llegó a la Casa Brillante y cantaba aún. Se sentó y comió en el amplio mirador y el chino se admiraba de ver a su amo cantar entre bocado y bocado. Se puso el sol en el marino horizonte y se hizo de noche, y Kive se paseo por sus galerías, iluminadas con lámparas eléctricas, cantando y despertando con su canto a los marineros que dormían en los barcos.
-Aquí estoy -se decía- en mi alto lugar. La vida no puede ser más buena; ésta es la cumbre de la montaña; y nada hay en torno mío más dichoso que yo. Por primera vez ilu-minaré las cámaras y me bañaré en mi hermoso baño con agua caliente y fría, y dormiré solo en el lecho de mi cámara nup-cial.
Mandó al chino que se levantase y encendiese los hornos; y el chino mientras trabajaba abajo junto a las calderas oía a su amo cantar y regocijarse arriba en los iluminados aposentos. Cuando el agua empezó a estar caliente el chino advirtió a su amo, el cual fue al cuarto de baño; y el chino le oía cantar mientras él llenaba la bañera de mármol; y cantar y cantar a voz en cuello mientras se desnudaba; hasta que, de pronto, la canción cesó. El chino escuchó y escuchó; subió y preguntó desde fuera a Kive si todo iba bien y Kive le respondió que sí y le mandó que se retirase a dormir; pero ya no se oyeron más cantos en la Casa Brillante; y durante toda la noche el chino oyó a su amo ir y venir por las galerías sin descanso.
Ahora bien, la razón de esto era la siguiente: mientras Kive se desnudaba para bañarse apercibió en su cuerpo una mancha semejante a la del líquen sobre la rosa, y esto le hizo cesar en sus cantos; porque él conocía bien lo que significaba aquella mancha y comprendió que estaba atacado de lepra.
Para cualquier hombre, esa enfermedad es terrible; y para cualquiera sería triste dejar una casa tan hermosa y cómoda y despedirse de todos sus amigos para ir a la costa norte de Molokai para vivir entre arrecifes y rompientes. ¿Pero qué se-ría para Kive que el día anterior se había enamorado y que aquel mismo día por la mañana había conseguido el consen-timiento de su amada, y que veía ahora fallidas todas sus es-peranzas y rotas en un momento, como se destroza un objeto de vidrio?
Durante un rato estuvo sentado en el borde del baño; después saltó dando un grito y salió afuera corriendo y andu-vo de acá para allá por las galerías desesperado.
«De buen grado podría yo dejar Hawai, la patria de mis padres -pensaba Kive-. Sin gran pesadumbre podría abandonar mi casa, la alta, la de muchas ventanas, aquí en la cumbre de la montaña. Con valor me iría a Molokai, a Ka-laupapa, cerca de los arrecifes, a dormir entre los afligidos, lejos de mis padres. ¿Pero qué mal he hecho, qué pecado pesa sobre mí alma para que haya encontrado yo a Kokúa saliendo fresca del agua del mar al atardecer? ¡Kokúa, la encantadora! ¡Kokúa, la luz de mi vida! ¡Que nunca me haya de unir a ella, que no la haya de ver más! ¡Y que por ti, por ti, Kokúa, haya yo de la-mentarme así!
Con esto se ve qué clase de hombre era Kive; porque du-rante años podría vivir en la Casa Brillante sin que nadie se diese cuenta de su enfermedad; pero ante el pensamiento de perder a Kokúa no podía razonar de aquel modo. Y además, aun como estaba se podía casar con Kokúa como muchos lo habrían hecho, pero Kive amaba a la doncella virilmente y no quería hacerle daño ni ponerla en peligro.
Pasada un poco la media noche se acordó de la botella. Dio la vuelta yendo a la galería de atrás y trajo a su memoria el día en que el demonio le había mirado saliendo de la botella; y, al solo recuerdo, se le heló el cuerpo.
-Terrible cosa es la botella -pensó Kive-, y temible el genio y temible cosa es también el arriesgarse al peligro de caer en las llamas del infierno. Pero ¿qué otra esperanza tengo yo de curar de mi enfermedad o de casarme con Kokúa? ¿Cómo -pensó- me habré atrevido a hacerle frente una vez para tener una casa y me espantaré de tratar otra vez con él para ganar a Kokúa?
Entonces se acordó de que al día siguiente volvía el Hall de Honolulu. «Debo ir, se dijo, y ver a Lopaka. Porque la única esperanza que tengo es recuperar la botella de la que tan rá-pidamente tuve que deshacerme»,.
No podía dormir; la comida no le sentaba bien; pero es-cribid una carta a Kiano, y a la hora en que debía llegar el buque, bajó por la senda bordeada de tumbas. Llovía; su ca-ballo descendía penosamente; él miraba a las negras bocas de las cavernas y envidiaba a los que yacían allí desde antiguo li-bres de todo cuidado; se acordó de lo alegre que había él ga-lopado el día antes y se asombró. Llegó a Húkeno y encontró a la gente que esperaba como de costumbre el barco. Estaban sentados en los soportales de los almacenes, bromeando y comunicándose noticias; pero Kive no tenía ganas de hablar y se sentó en medio de aquellas gentes y contempló fijamente la lluvia que caía sobre los tejados y la resaca que se quebraba entre las rocas; entonces le ahogaron los sollozos.
Kive, el de la Casa Brillante, está desconsolado, se decían unos a otros. Y en verdad que lo estaba, y no era extraño que lo estuviese.
Después llegó el Hall y Kive se trasladó en un bote a bor-do. La popa estaba llena de europeos que habían ido a visitar el volcán, como acostumbraban; el centro lo ocupaban muchos canacos y en la proa había búfalos de Hilo y caballos de Kaú; pero Kive se sentó aislado y triste y Contempló la casa de Kiano. Ésta se alzaba en la costa baja, entre las negras rocas, y la sombreaban palmeras de coco; allí, en su puerta, se veía una mancha encarnada, no mayor que una mosca y yendo de acá para allá con mucha actividad.
-¡Ah, reina de mi corazón -exclamé Kive-, me aven-turé a los mayores peligros por amor tuyo!
Poco después oscureció y se iluminaron los camarotes, y los europeos se sentaron a las mesas y bebieron whisky y jugaron a las cartas como es su costumbre; pero Kive anduvo paseando por la cubierta toda la noche; y todo el día siguiente mientras navegaban a sotavento de Maui o de Molokai, paseaba aún de un lado para otro, como fiera enjaulada.
Hacia el atardecer pasaron por el Cabo Diamante y llega-ron a Honolulu. Kive saltó entre los tripulantes y comenzó a preguntar por Lopaka. Le dijeron que se decía que Lopaka era propietario de un bergantín precioso, como no había otro en las islas, y que se había dirigido con aquel barco hacia Pola-Pola o Kahikf, de modo que Kive no podía esperar ayuda de Lopaka. Se acordó Kive de un amigo de Lopaka, un abogado de la ciudad (cuyo nombre no debo decir), y preguntó por él. Le dijeron que se había hecho repentinamente muy rico y que tenía una casa nueva y hermosa en la playa de Vaikiki; en se-guida se le ocurrió una idea a Kive, y mandó a un cochero que lo llevase allí.
La casa era impecable y nueva y los árboles del jardín no eran, mayores que bastones; y el abogado, cuando Kive llegó, tenía el aspecto de un hombre satisfecho.
-¿En qué puedo servirle? -preguntó.
-Usted es amigo de Lopaka -replicó Kive- y Lopaka me compró cierto objeto cuyo paradero actual tal vez pueda usted indicarme.
El rostro del abogado se tornó.
-No quiero engañarle, señor Kive -dijo-, aunque el asunto no es agradable. Puede usted estar seguro de que no sé nada; pero con todo tengo una sospecha y si va usted a tal si-tio obtendrá noticias.
Y le dio el nombre de un lugar y de una persona, que también debió ocultar. Aquello duró varios días, y Kive fue de uno a otro, encontrando en todas partes vestidos nuevos, ca-rruajes, casas nuevas y preciosas y hombres muy contentos; aunque desde luego, al indicarles el objeto de su visita, se en-tristecían sus rostros.
-No hay duda -pensaba Kive- de que estoy sobre la pista. Esos vestidos nuevos y carruajes son todos dones del pequeño genio, y esos rostros alegres son los rostros de hom-bres que han sacado el provecho de la cosa maldita y se han deshecho de ella con seguridad. Cuando vea caras pálidas y oiga suspirar será señal de que estoy cerca de la botella.
Por fin le dirigieron a cierto europeo en la calle de Berita-nia. Cuando llegó a la puerta a eso de la hora de cenar, vio las usuales circunstancias de casa nueva, jardín recién plantado, y las lámparas eléctricas iluminando los miradores; pero cuando se presentó el dueño, Kive se estremeció de temor y de espe-ranza, pues era un joven pálido como un cadáver, con unas ojeras negras, y el pelo descuidado y todo el aspecto del hombre a quien van a ejecutar.
-Aquí está seguramente -pensó Kive; y, desde luego, dijo claramente lo que quería-: Vengo a comprar la botella. Al oírlo, el joven europeo de la calle de Beritania vaciló y se apoyó contra la pared.
-¡La botella! -murmuró-. ¡A comprar la botella! Después pareció atragantarse y asiendo a Kive de un brazo lo llevó dentro de una habitación y escanció vino en dos vasos. -A su salud -dijo bebiendo Kive, que en sus tiempos había tratado mucho con los blancos-. Sí -añadió-, he venido a comprar la botella. ¿Qué precio tiene ahora?
Al oír preguntar el precio el joven dejó escapar el vaso de la mano y miró como un espectro a Kive.
-¡El precio! -dijo-. ¡El precio! ¿No sabe usted el precio? -Es lo que le pregunto a usted -replicó Kive-. Pero ¿qué le pasa a usted? ¿Hay algo irregular acerca del precio? -Que ha bajado mucho desde que usted la vendió, señor Kive -dijo el joven tartamudeando.
-Bueno, bueno; menos tendré que pagar por ella -res-pondió Kive-. ¿Cuánto le costó a usted?
El joven estaba más pálido que una sábana.
-Dos centavos -dijo.
-¿Qué? -gritó Kive-. ¿Dos centavos? De modo que usted sólo la puede vender por uno y el que la compre...
Las palabras se le extinguieron en la boca; el que la com-prase no la podría vender nunca más, la botella y el genio de la botella vivirían con él hasta que él muriese y entonces le lle-varían al infierno.
El joven de la calle de Beritania cayó de rodillas ante él, exclamando:
-¡Por amor de Dios, cómpremela usted! Le daré en cam-bio toda mi fortuna; estaba yo loco cuando a tal precio la compré; pero había hecho un desfalco, y estaba perdido y tenía que ir a presidio.
-¡Pobre hombre! -dijo Kive-. Usted arriesgó su alma en aventura tan desesperada para evitar el castigo merecido de su propia culpa; y ¿piensa usted que dudaré yo instigado por el amor? Déme la botella y el cambio, que estoy seguro de que todo lo tiene usted preparado. Aquí va una pieza de cinco centavos.
Como Kive lo supuso así fue; el joven tenía el cambio dispuesto en una gaveta; la botella cambió de dueño, y apenas Kive asió con sus dedos el cuello cuando formuló su deseo de quedar limpio de la lepra y ciertamente, cuando llegó a su casa y se desnudó ante un espejo, se vio la carne tersa y limpia como la de un niño. Y entonces sucedió una cosa extraña y fue que apenas vio aquel prodigio ya no le importó nada la lepra ni Kokúa y sólo tuvo un pensamiento: que estaba ya ligado con el genio de la botella de por vida y que no le quedaba otro remedio que llegar a tizón en el infierno. Ante sí veía en su mente arder las llamas infernales y su alma temblaba; y las ti-nieblas apagaron la luz del día.
Cuando Kive volvió en sí se dio cuenta de que era de no-che, la hora en que la banda tocaba en el hotel. A éste se dirigió porque temía estar solo; y allí entre rostros alegres, yendo de aquí para allí, y oyendo las tocatas y viendo al músico mayor llevar el compás con la batuta, le parecía oír crepitar las llamas y veía el rojo fuego ardiendo en el impío abismo. De pronto la banda ejecutó el Hikiao-ao, canción que él había cantado con Kokúa, y al oírla recuperó el valor.
-Ya está hecho -pensó- y una vez mas tomaré el bien junto con el mal.
Así, pues, volvió a Hawai en el primer vapor y tan pronto como pudo arreglarlo se casó con Kokúa y la llevó a lo alto de la montaña la Casa Brillante.
Y les sucedía a los nuevos esposos que, cuando estaban juntos, el corazón de Kive estaba tranquilo, y en cuanto se quedaba solo le comía un miedo horrible y oía crepitar las llamas y veía el rojo fuego ardiendo en el impío abismo. La muchacha se le había entregado de corazón; cuando veía a Kive le palpitaba el corazón alegremente y le estrechaba la mano con amor; y era tan linda desde los pies a le cabeza que nadie la podía mirar sin regocijo. Era de carácter agradable; siempre tenía buenas palabras. Cantando iba de un sitio a otro en la Casa Brillante, y era el objeto más precioso que había en sus tres pisos; y godeaba como los aros. Kive la contemplaba y oía con deleite, y después se recogía a un rincón y lloraba y se
lamentaba el pensar en el precio que había pagado por ella; después enjugaba sus ojos y lavaba su rostro, e iba y se sentaba con ella en los amplios miradores, cantando con ella; y, con melancólico espíritu, respondía a sus sonrisas.
Llegó un día en que los pasos de Kokúa fueron más pesa-dos y más raras sus canciones; y entonces ya no era Kive sólo el que se recogía aparte para llorar, sino que los dos se sepa-raban uno de otro y se sentaban en las opuestas galerías te-niendo de por medio toda la anchura de la casa. Kive estaba tan sumido en su desesperación, que apenas se dio cuenta del cambio, y se alegró de tener más horas para estar aislado y cavilar sobre su destino, y no estaba condenado tan frecuen-temente a poner un rostro risueño teniendo el corazón lace-rado. Pero un día, andando despacio por la casa, oyó gemir a su esposa y vio a Kokúa con el rostro en el suelo de la galería llorando a lágrima viva.
-Haces, bien en llorar en esta casa, Kokúa -dijo él-, y con todo yo daría mi cabeza para que tú, por lo menos, pu-dieses haber sido feliz.
-¡Feliz! -exclamó ella-. Kive, cuando vivías solo en tu Casa Brillante, en la isla se hablaba de tu felicidad; en tu boca había risas y cantares y tu rostro lucía como el sol naciente. Después te casaste con la pobre Kokúa, y el buen Dios sabe qué falta en ella, pero lo cierto es que desde aquel día no has sonreído. ¡Oh! ¿Qué tengo? ¡Yo creí que era bonita y sabía que te amaba, Dios mío! ¿Qué tengo yo para arrojar esa nube sobre mi esposo?
-Pobre Kokúa -dijo Kive; y se sentó a su lado, y quiso tomarle una mano, pero ella la retiró-. Pobre Kokúa -dijo de nuevo-, pobre hija mía, hermosura mía. ¡Y yo que había pensado en librarte del horror de saberlo! Pero lo sabrás todo. Después, por lo menos, tendrás compasión del pobre Kive; sabrás también cuánto te ha amado, tanto que ha desafiado al
infierno por poseerte, y cuánto te ama todavía (él, pobre condenado), pues aún puede sonreír cuando te contempla. Entonces él le contó todo desde el principio.
-¿Has hecho eso por mí? -gritó ella-. Ah, bien, ¿en-tonces qué he de temer? -y cruzó las manos y lloró sobre él.
-¡Ah, hija! -exclamó Kive-, pues yo sí que temo mu-cho cuando considero el fuego eterno.
-No me digas eso -replicó Kokúa-; ningún hombre puede condenarse por la sola falta de haber amado a Kokúa. Te digo, Kive, que te salvaré con mis manos o pereceré en tu compañía. ¡Cómo! ¿Tú me amaste, diste tu alma por mí, y piensas que no moriré por salvarte a mi vez?
-¡Ah, querida mía! Aunque muriese cien veces, ¿qué po-dría eso aliviar mi destino? ¿No me dejarías solo hasta que llegase el tiempo de mi condenación?
-Eres un ignorante -dijo ella-. Yo me eduqué en una escuela de Honolulu; no soy una muchacha ordinaria. Y te digo que salvaré a mi amador. ¿Qué es lo que dices del centa-vo? Todo el mundo no es americano. Los ingleses tienen una moneda que llaman farthing (cuarto de penique) que vale aproximadamente medio centavo. ¡Pero qué dolor! -gritó, eso apenas remedia nada, porque el comprador debe conde-narse y no encontraremos a nadie tan valiente como mi Kive. Pero tenemos ahí a Francia; los franceses usan una moneda pequeña que llaman céntimo y cinco céntimos es cosa así equivalente al centavo. No podíamos encontrar cosa mejor. Vamos Kive, vamos a las islas francesas; vamos a Tahití tan rápidamente como podamos. Allí tendremos ocasión de ven-derla por cuatro, tres, dos céntimos o uno, cuatro ventas po-sibles y seremos dos para realizar el negocio. Vamos, Kive mío, desecha todo temor. Kokúa te defenderá.
-¡Oh, don de Dios! -respondió Kive-; no puedo creer que Dios me castigue por desear una cosa tan buena. Sea, pues, como quieres; llévame a donde quieras; pongo mi vida y mi salvación en tus manos.
Al día siguiente, temprano, Kokúa comenzó sus prepara-tivos. Cogió el baúl que Kive usaba cuando navegaba, y pri-mero que nada puso en un rincón la botella y después lo llenó con sus vestidos más ricos y las baratijas más preciosas de la casa. «Debemos -decía- aparecer como muy ricos; pues de lo contrario ¿quién creería en la virtud de la botella?». Mientras hacía los preparativos estaba más alegre que un pájaro; sólo cuando ponía los ojos en Kive sentía que se le aguaban, y se arrojaba a él y lo besaba y lo abrazaba. Kive se había quitado como un peso del alma; habiendo comunicado su secreto y con alguna esperanza ante sí, parecía un hombre nuevo, an-daba de prisa y estaba casi contento. No obstante el terror no le abandonaba; y una y otra vez, como el viento apaga una candela, moría en él la esperanza y veía las agitadas llamas y el rojo fuego ardiente del infierno.
Hicieron correr la voz en el país de que iban en viaje de recreo a los Estados, y lo estimaron todos bastante raro, y con todo en realidad aquel pretexto no era tan extraño como el motivo verdadero del viaje, si alguno lo hubiese adivinado. Fueron, pues, a Honolulu en el Hall y desde allí en el Umatila a San Francisco, con muchos europeos; y allí tomaron pasaje en el correo bergantín Tropic Bird (Ave Tropical), para Papit, ciudad principal de las islas francesas del sur. Llegaron, después de un placentero viaje en un día precioso de los vientos Alisios, y vieron la espuma romperse blandamente en la costa, y el bergantín navegar cercano a la orilla, y las blancas casas de la ciudad a lo largo de la playa entre árboles verdes, y sobre ellas las montañas las nubes de Tahití, la isla sabia.
Lo más adecuado les parecía alquilar una casa; como lo hicieron con una que estaba frente a la del cónsul inglés, para hacer gran ostentación de riquezas con coches y caballos. Esto
era sumamente fácil, pues tenían en su poder la botella; porque Kokúa era más atrevida que Kive y siempre que tenía un deseo pedía al genio veinte o cien dólares. De este modo pronto se hicieron notar en la ciudad; y los extranjeros de Hawai, su tren y su lujo, y los ricos encajes de Kokúa, fueron pronto objeto de la general conversación.
Después de algún tiempo en que adquirieron soltura en el tahitiano, que se parece bastante al hawaiano con el cambio sólo de unas letras, empezaron a procurar vender la botella, y se ha de convenir en que era difícil asunto; no era fácil per-suadir a nadie que se estaba ansioso de venderla cuando se ofrecía por cuatro céntimos un venero inestimable e inextin-guible de riquezas. Además era necesario explicar los peligros de la botella; y la gente no creía en nada y se reía, o se fijaban mucho en los inconvenientes, se ponían graves y se apartaban de Kive y Kokúa, como de personas que tenían tratos con el demonio. En vez de ganar terreno, empezaron a notar que en la ciudad los evitaban; los jóvenes huían de ellos gritando, y esto era intolerable para Kokúa; los católicos, al pasar junto a ellos, se persignaban, y todos de común acuerdo empezaron a liberarse de los préstamos que de ellos habían recibido.
El desánimo se apoderó de sus espíritus. Se sentaban en su nueva casa después del fatigoso día y permanecían sin cambiar palabra, o el silencio se interrumpía por los sollozos repentinos de Kokúa. A veces oraban juntos; otras ponían la botella en el suelo y pasaban horas interminables viendo cómo en su centro se agitaba la sombra. Entonces tenían miedo de acostarse. Pasaba mucho tiempo antes de que pudieran dormir y si al-guno de los dos cabeceaba era para despertarse y ver al otro llorando en la oscuridad, o quizá para verse solo, porque el otro había huido de la casa y de la vecindad de la botella para pasear bajo los plátanos en el pequeño jardín o para andar errante por la playa a la luz de la luna.
Una noche sucedió esto cuando se despertó Kokúa. Kive se había ido. Ella tentó el lecho y notó que el lado de él estaba frío. Le entró miedo y se sentó en la cama. A través de los postigos se filtraban débiles rayos de luz lunar. El cuarto esta-ba claro y pudo ver la botella en el pavimento. Fuera el vien-to soplaba tempestuoso; los grandes árboles de la avenida sil-baban y las colgantes ramas azotaban el balcón. En medio de estos ruidos, Kokúa dio cuenta de otro sonido; si procedía de una bestia o de un hombre no lo podía discernir, pero era tan triste como la muerte y le llegó al alma. Despacio se le-vantó, abrió de par en par la puerta miró al iluminado por la luna. Allí, bajo los plátanos, yacía tendido Kive, su boca con-tra la tierra y lamentándose.
El primer pensamiento de Kokúa fue correr a consolarle; pero se detuvo pensando que Kive se había portado ante ella, su esposa, como un valiente; por tanto no estaba bien que
ella, en la hora de la debilidad de su marido, se introdujese en su vergüenza. Con este pensamiento volvió a la casa.
-¡Cielos -pensó-, qué descuidada y débil he sido! Él es y no yo, el que está expuesto al peligro de la eterna condena-ción; él fue, no yo, quien tomó la maldición sobre su alma. Por mí, por amor de una criatura tan indigna como yo y que tan poco puedo ayudarle, es por lo que él ve ahora tan cerca de sí las llamas del infierno, y huele el humo del abismo yaciendo ahí, al viento y a la luz de la luna. ¿De cuándo acá he dejado yo de cumplir mi deber? Ahora por lo menos tomaré mi alma como todo mi afecto y diré adiós a las blancas escalinatas del cielo y a los rostros de mis amigos que en él me esperan. ¡Amor por amor! ¡Igualaré mi amor al de Kive! ¡Alma por alma! ¡Sea la mía la que perezca!
Era una mujer hábil de manos, y pronto estuvo vestida para salir. Tomó en sus manos el cambio (los céntimos que siempre tenían preparados, pues estas diminutas monedas no se usan mucho, y se proveyeron de ellas en la oficina del gobierno). Cuando salió a la avenida el viento había impulsado unas nubes que ocultaron la luz lunar. El pueblo dormía, y ella no sabía a donde dirigirse, hasta que oyó toser a alguien en la sombra de los árboles.
-Anciano -dijo Kokúa-. ¿Qué hace usted aquí a la intemperie en la fría noche?
El anciano apenas podía hablar de tos; pero ella vio que era un viejo y pobre forastero en la isla.
-¿Quiere usted prestarme un servicio? -preguntó Kokúa-. Como un extranjero a otro, como un anciano a una joven, ¿quiere usted ayudar a una hija de Hawai?
-Ah -dijo el viejo-. ¿De modo que eres tú la bruja de las Ocho Islas y procuras enredar aún a mi pobre vieja alma? Pero ya he oído hablar de ti y desafío tu maldad.
-Tome asiento aquí -respondió Kokúa- y permítame que le cuente una historia. -Y le contó la historia de Kive, desde el principio al fin.
-Pues bien -añadió-, yo soy la esposa a quien él com-pró con la dicha de su alma. ¿Y qué voy a hacer? Si yo en persona me ofrezco a comprarle la botella, lo rehusará. Pero si va usted se la venderá en seguida; yo le esperaré a usted aquí; usted la comprará por cuatro céntimos y yo se la compraré de nuevo a usted por tres. ¡Y que Dios fortalezca a esta pobre joven!
-Si mientes -replicó el anciano- que Dios te mate en el acto.
-¡Así sea! -contestó Kokúa-. Esté usted seguro de que Dios no permitiría que cometiese yo tal traición.
-Dame los cuatro céntimos y espérame aquí -dijo el anciano.
Ahora bien, mientras Kokúa permaneció sola en la calle, decayó su espíritu. El viento rugía en los árboles y le parecía a
ella ser el rugido de las llamas infernales; las sombras bailaban a la luz del farol de la calle y le parecían las garras de los de-monios. Si hubiese tenido fuerzas hubiera echado a correr y si hubiese tenido alientos, hubiese gritado; pero no podía ni lo uno ni lo otro, y permaneció de pie en la calle temblando como un niño aterrorizado.
Después vio al viejo que volvía con la botella en la mano.
-He hecho -dijo- lo que me has mandado. He dejado a tu marido llorando como un chiquillo; esta noche dormirá tranquilo. -Y alargó la botella.
Antes de que yo la tome -le dijo Kokúa-, aprovéchese usted y pida ser librado de su tos.
-Soy ya un viejo -replicó el hombre- y estoy muy cerca del cementerio para querer aceptar un favor del demonio. Pero ¿qué es esto? ¿por qué vacila usted en coger la botella?
-¡No vacilo! -gritó Kokúa-. Solamente estoy débil. Déme usted un momento; mi mano se resiste, mi carne se estremece ante este maldito objeto. ¡Sólo un momento!
El viejo miró a Kokúa bondadosamente:
-¡Pobre niña! -dijo-. Temes; tu alma te engaña. Bueno, yo me quedaré con la botella. Yo soy viejo y en este mundo ya no puedo ser dichoso, y respecto del otro...
-¡Démela! -murmuró Kokúa-. Aquí está el dinero. ¿Piensa usted que soy tan vil como eso? ¡Déme la botella! -¡Dios te bendiga hija! -dijo el anciano.
Kokúa ocultó la botella bajo su chambra, se despide del anciano y echó a caminar sin tino por la avenida, puesto que para ella todos los caminos eran iguales y le conducían al in-fierno. Unas veces andaba; otras, corría; a veces gritaba, y a veces se echaba al borde del camino, pegaba su rostro a la tie-rra y lloraba. Acordándose de cuanto le habían referido del infierno, veía lucir las llamas, olía el humo, y sentía su carne marchitarse sobre los tizones.
Al alba se recuperó un poco y volvió a la casa. Según le había dicho el anciano, Kive dormía como un niño. Kokúa le miró atentamente.
-Ahora -dijo-, esposo mío, te toca a ti dormir. Cuando te despiertes cantarás y reirás. Pero la pobre Kokúa ¡ay! no dormirá ya ni cantará ni se deleitará, ni en la tierra ni en el cielo.
Se tumbó en el lecho junto a su esposo y tanto era su aba-timiento, que al instante se quedo profundamente dormida. Entrada la mañana, su marido la despertó y le comunicó la buena noticia. Parecía loco de contento, pues no se dio cuenta del desconsuelo de su esposa, a pesar de que ésta no lo sabía disimular. No podía hablar tan siquiera, pero su esposo hizo todo el gasto de la conversación; no podía atravesar un bocado, pero su esposo rebaño los platos. Kokúa le veía y oía como una cosa extraña entre sueños; a veces ella olvidaba o dudaba y se llevaba las manos a la frente; saber que ella estaba condenada y oír charlotear a su marido, le parecía monstruoso.
Kive no hacía más que comer y cantar y hablar y planear el viaje de regreso, y darle gracias por haberle salvado, y acari-ciarla y llamarla su salvadera. Se reía él del viejo que había sido bastante necio para comprar la botella.
-Parecía un buen viejo -decía Kive-; pero nadie puede juzgar por las apariencias. Porque ¿para qué quería aquel ré-probo la botella?
-Esposo mío -dijo Kokúa humildemente-, puede ser que la haya comprado con buena intención.
Kive se rió como hombre airado.
-¡Qué disparate! -gritó-. Te digo que era un pillo y un burro de marca mayor. Porque la botella era difícil de vender por cuatro céntimos y por tres será completamente imposible. Ya no queda margen para otras ventas; la cosa empieza a oler a chamusquina. ¡Brrrr! -dijo, y se estremeció-. Es verdad que yo la compré por un centavo, cuando no sabía que existiesen monedas menores. Yo fui un loco por mis pesares, pero no se encontrará otro, y cualquiera que tenga ahora aquella botella se irá con ella al infierno.
-¡Oh, esposo mío! -dijo Kokúa-. ¿No es horrible el salvarse mediante la condenación eterna de otro? A mí me parece que no me podría reír. Estaría humillada, llena de me-lancolía. Rogaría por el pobre que la tuviese.
Entonces Kive, y precisamente porque veía ser muy razo-nable lo que su esposa decía, se airó más.
-¡Bueno, bueno! -gritó-, llénate de melancolía si quie-res; no es ésa la mente de una buena esposa. Si me apreciases, te avergonzarías de pensar así.
Después se fue de la casa y Kokúa se quedó sola.
¿Qué probabilidad tenía ella de vender aquella botella por dos céntimos? Ninguna, bien claro lo veía. Y aunque tuviese alguna allí estaba su marido que le daba prisa para llevarla a un país donde la moneda menor era un centavo. Y aquel día, en la misma mañana de su sacrificio, su esposo la abandonaba y la vituperaba.
No intentó ella aprovecharse del tiempo que aún le que-daba, para intentar vender la botella, sino que se sentó en la casa, y ora sacaba la botella y la miraba con miedo inefable, ora la ocultaba con espanto y aborrecimiento.
Kive volvió al poco tiempo y quiso sacarla de paseo.
-Esposo mío -respondió ella-, estoy triste y descora-zonada; dispénsame, no puedo divertirme.
Kive se encolerizó más que nunca con ella, porque él pensaba que Kokúa estaba triste de lamentar la desgracia del anciano; consigo mismo, porque veía que su esposa tenía razón y él se avergonzaba de sentirse tan dichoso.
-¡Esta es tu fidelidad -gritó él- y tu cariño! Tu marido se acaba de salvar de la ruina eterna, a que se expuso por amor hacia ti, y ¡no puedes divertirte! Kokúa tienes un corazón desleal.
Se marchó nuevamente enfurecido y anduvo errante todo el día por la población. Se encontró con varios amigos y bebió con ellos; alquilaron un carruaje, salieron al campo y allí be-bieron de nuevo. Durante todo el tiempo Kive estuvo intran-quilo, porque se estaba divirtiendo mientras su mujer estaba triste y porque conocía en su corazón que ella era más recta que él; y esta persuasión le hada beber más.
Entre sus amigotes había un blanco brutal, uno que había sido contramaestre de un ballenero, un perdido, minero en los yacimientos de oro y expresidiario. Tenía ideas bajas y boca procaz y le gustaba beber y ver a los demás borrachos. Éste es el que hacía beber más a Kive; pero pronto se les acabó el di-nero a todos.
-Eh tú -dijo el contramaestre-, tú eres rico, siempre lo has estado diciendo. Tú tienes una botella o no sé qué patraña.
-Sí -dijo Kive, soy rico, iré a mi casa y traeré algún di-nero, porque mi mujer lo guarda.
-Mala cosa, compadre -dijo el contramaestre-. No confíes nunca un dólar a la mujer; todas son más falsas que el agua; vigílala bien.
Esta palabra se grabó en la mente de Kive; porque estaba trastornado por lo que había bebido.
-En verdad -pensó- que no me extrañaría hubiese incurrido en falta; o si no ¿por qué apenarse tanto al salvarme yo? Pero le enseñaré que no soy hombre de quien se pueda burlar. La pillaré infraganti.
Según esto, cuando estuvieron de vuelta en la ciudad, Kive mandó al contramaestre que lo esperase en la esquina, cerca del antiguo presidio, y siguió solo por la avenida hasta llegar a la puerta de su casa. Era ya de noche; dentro había luz, pero no se oía nada y Kive dio la vuelta, abrió sin ruido la puerta tra-sera y miró hacia dentro.
Kokúa estaba sentada en el suelo con la lámpara a su lado; ante ella había una botella blanquecina, ancha y de cuello largo; y mientras Kokúa la contemplaba, Kive se retorció las manos.
Durante un gran rato Kive estuvo de pie mirando desde la puerta. Al principio se quedó petrificado; después le entró el temor de que el trato se hubiese deshecho y que la botella hubiese vuelto a él como en San Francisco; y al pensar así le temblaron las piernas y los vapores del vino se esfumaron despejando su cabeza, como se desvanece la neblina de un río ante la luz del sol. Después se le ocurrió otro pensamiento que le hizo enrojecer.
-Me he de asegurar de esto -se dijo.
Cerró la puerta y dio de nuevo la vuelta y entró por la puerta delantera haciendo ruido, como si acabara de llegar. Y ¡cosa extraña! cuando entró ya no vio la botella, y Kokúa se levantaba de una silla como quien acaba de despertarse.
-Todo el día lo he pasado de bebiendo y jugando -dijo Kive-; he estado con unos buenos amigos y ahora vengo solamente a buscar dinero para volver a beber y divertirme con ellos.
Su rostro y sus palabras denotaban bastante alteración; pero Kokúa estaba demasiado cavilosa para observarlo.
-Haces bien en emplear tu dinero como mejor te plazca -dijo ella; y sus palabras temblaban de emoción.
-Oh, todo lo hago bien -respondió Kive, y se fue al cofre y sacó dinero. Pero miró además en el rincón donde guardaban la botella, y allí no había rastros de semejante cacharro.
Entonces le pareció que la casa daba vueltas en torno suyo, como una espiral de humo, pues comprendió que estaba per-dido y sin escape posible.
-Es lo que me temía -pensó-; ella es quien ha com-prado la botella.
Después se calmó un poco y se levantó; pero de su rostro le caía un sudor tan copioso como la lluvia y tan frío como el agua de un pozo.
-Kokúa -dijo-; ya te he dicho lo que me ha pasado hoy; ahora vuelvo a divertirme con mis alegres compañeros -y se rió algo más tranquilo-; si me permites me divertiré un poco más. Ella le abrazó y le besó llorando.
-Oh -exclamó Kokúa-, sólo quiero que me digas una palabra afable.
-No pensemos nunca uno mal del otro -respondió Kive, y salió de la casa.
Ahora bien, el dinero que Kive había tomado eran unos céntimos de los que se habían provisto al llegar. Naturalmen-te que no pensaba en seguir bebiendo. Su esposa había dado su alma por él; y él, entonces, debía dar otra vez la suya por la de ella; sólo pensaba en esto.
En la esquina, cerca del antiguo presidio, estaba esperando el contramaestre.
-Mi esposa tiene la botella -dijo Kive- y a menos que me ayudes para recuperarla, no tendremos más dinero ni más bebida esta noche.
-¿Pero es que es verdad lo de esa botella? -preguntó el contramaestre.
-Aquí está la linterna -respondió Kive-; mírame: ¿tengo cara de bromas?
-No, ciertamente -contestó el contramaestre-; estás serio como un aparecido.
-Bueno, pues -dijo Kive-; aquí tienes dos céntimos; vete a mi casa y ofréceselos a mi mujer por la botella, y si no me engaño, te la venderá en seguida. Me la traes aquí y te la compraré por uno, porque es ley de esa botella que se ha de vender a un precio menor. Pero que mi mujer no sospeche que vas de mi parte.
-Oye, oye ¿es que te burlas de mí? -preguntó el con-tramaestre.
-Aunque así fuese, no te causaría mal alguno con eso -replicó Kive.
-Verdad es -respondió el contramaestre.
-Y si dudas de mí -añadió Kive- haz la prueba. En cuanto tengas la botella y estés fuera de la casa desea tener el bolsillo repleto de dinero, o una botella del ron más exquisito, o lo que se te antoje; y verás la virtud de la cosa.
-Muy bien, canaco -dijo el contramaestre-. Lo pro-baré; pero si te diviertes conmigo yo me divertiré contigo dándote de palos.
El contramaestre avanzó por la avenida, y Kive esperó, casi en el mismo sitio en que Kokúa había esperado la noche antes; pero Kive estaba más resuelto y no desmayaba en su propósito; a estaba desesperada, solamente su alma estaba desesperada.
Le parecía que había esperado una eternidad, cuando oyó una voz cantando en la oscuridad de la avenida. Conoció la voz del contramaestre; pero parecía extraño que tan de pron-to pareciese estar tan borracho. Luego el mismo contramaestre apareció haciendo eses a la luz del farol; la botella del demonio la llevaba dentro de un bolsillo de su chaquetón, pero en la mano llevaba otra botella; y al punto mismo que llegaba frente a Kive, se la empinó y echó un trago.
-Ya la tienes -dijo Kive-; la veo.
-¡Fuera! -gritó el contramaestre-; da un paso hacia mí y te parto la boca. ¿Te creías que me ibas a engañar como a un chino?
-¿Qué quieres decir? -gritó Kive.
-¿Decir? -gritó el contramaestre-; pues que esta botella es una botella excelente; no sé cómo es posible que la haya yo adquirido por dos céntimos; pero de lo que estoy seguro es de que tú no la tendrás por uno.
-¿Pero es que no me la vas a vender? -preguntó Kive.
-No señor -gritó el contramaestre-. Pero sí que te daré un trago de ron, si quieres.
-Es que te advierto que el que tenga esa botella va al in-fierno.
Admito que voy a alguna parte -respondió el marino -y que esta botella es la mejor compañía con que he topado en mi vida. No, señor, ésta es mi botella y usted puede ir a pescar otra.
-¿Pero eso es verdad? -exclamó Kive-. Por tu salvación, véndemela.
-No me importa nada tu palabrería -explicó el contra-maestre-. Tú pensabas que yo era un tonto y ahora ya ves que no; y hemos acabado. Si no quieres echar un trago, beberé yo. A tu salud, y buenas noches.
De modo que se fue hacia la ciudad y la botella con él, sin que la historia sepa nada más de ésta.
Pero Kive se fue hacia Kokúa tan ligero como el viento, y su alegría aquella noche no tuvo fin; y desde entonces gozan ambos una paz inmensa en la Casa Brillante.

lunes, 12 de diciembre de 2016

BORGES PROFESOR. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires


 (En la gráfica: Borges y Juan Rulfo).
Prob. Lunes 12 de diciembre de 1966. Clase Nº 24

Sigurd the Volsung, por William Morris.                                                                                  Vida de Robert Louis Stevenson.


En las historias de la literatura y en las biografías de Morris, se lee que la obra capital de Morris fue Sigfrido de los Volsungos.  Este libro, más extenso que el Beowulf, se publicó en 1876. Por aquellos años se pensaba que el género más gustado de la litera-tura era la novela. La idea de escribir en pleno siglo XIX un poe-ma épico es bastante audaz. Milton había escrito El Paraíso Per-dido, pero lo hizo en el siglo XVII. El único contemporáneo de Morris que pensó en algo parecido fue el poeta francés Hugo en La leyenda de los siglos.  Pero esta leyenda es, más que una epo-peya, que un poema épico, una serie de relatos. Morris no creía en la necesidad de que el poeta inventara argumentos nuevos. Creía que los argumentos en que podían tratarse las pasiones esenciales de la humanidad ya habían sido encontrados y que ca-da nuevo poeta podía darles su entonación particular. Morris ha-bía indagado mucho en el estudio de la literatura escandinava medieval, que él juzgaba como la flor de la antigua cultura ger-mánica, y allí había encontrado la historia de Sigfrido. Él tradu-jo la Saga de los Volsungos, obra en prosa del siglo XIII compues-ta en Islandia. Hay una versión anterior de la misma historia que ha alcanzado mayor fama, que es el Cantar de los Nibelungos alemán, que data del siglo XII pero que es, contrariamente a la cronología, una versión posterior de la misma historia. Porque en la primera se conserva el carácter mitológico y épico de la his-toria. En cambio en el Cantar de los Nibelungos, compuesto en Austria, de lo épico se ha pasado a lo romántico, y la versifica-ción ya tiene un carácter latino, se trata de estrofas rimadas. Es raro que en Inglaterra se perdiera la antigua materia germana y se conservara el verso germano, y así tenemos en el siglo XIV en Inglaterra el poema aliterativo de Langland.  En Alemania se conserva la tradición germánica pero se toman las nuevas formas estróficas que han llegado del sur, el verso con un número deter-minado de sílabas y rimados, no aliterados.
La historia de Sigfrido era conocida por toda la gente germa-na. En el Beowulf se alude a ella, aunque el autor del Beowulf prefirió otra historia para su epopeya del siglo VIII. Morris se ba-só en la versión escandinava, no en la alemana. Por eso su héroe se llama Sigurd y no Sigfrid o Sigfrido. Se conservan los nombres escandinavos en general. Es verdad que él escribió en versos pa-reados, pero en versos que no excluyen el empleo frecuente de la aliteración germánica. El poema, muy extenso, se titula Sigurd the Volsung. El personaje central no es el héroe sino Brunilda,  aunque la historia continúa más allá de su muerte. Utiliza los elementos míticos que la versión alemana ignoraba, y así tene-mos al principio y al final de la historia al dios Odín. La historia es complicada y larga. Hay en ella elementos antiguos y bárba-ros. Por ejemplo, Sigurd mata a un dragón que guarda un teso-ro, y luego se baña en la sangre caliente del dragón. Y ese baño lo hace invulnerable, salvo en un lugar de su espalda en el cual cae la hoja de un árbol. Y por ahí Sigurd puede morir. Esto nos recuerda el talón de Aquiles.
Sigurd es el más valiente de los hombres, rey de Borgoña y amigo de Gunnar, rey de los Países Bajos. Gunnar ha oído ha-blar de una doncella, cuya versión moderna conocemos en los cuentos de la bella durmiente. Esa doncella ha sido sometida a un sueño mágico y duerme en una isla lejana de Islandia rodea-da por una muralla de fuego. Y ella sólo se entregará al hombre que pueda atravesar la muralla de fuego. Sigurd acompaña a su amigo Gunnar y llegan a la muralla, y Gunnar no se atreve a pe-netrar en ella. Entonces Sigurd, por artes mágicas, toma el aspec-to de Gunnar. Va a ayudar a su amigo, venda los ojos de su ca-ballo y lo obliga a atravesar la muralla de fuego. Llega a un pa-lacio y allí está Brunilda durmiendo. La besa, la despierta y le di-ce que él es el héroe predestinado a esa proeza. Ella se enamora de él y le da su anillo. Pasa tres noches con ella, pero como no quiere ser desleal a su amigo interpone su espada entre él y ella. Ella le pregunta por qué lo hace, y él le responde que si no lo ha-ce ambos sufrirán de mala suerte. Este episodio de la espada en-tre el hombre y la mujer lo encontraremos en un cuento de Las Mil y Una Noches.
Luego de pasar tres noches juntos, él se despide de ella. Se entiende que él volverá a buscarla. Le dice que su nombre es Gunnar porque no quiere traicionar a su amigo. Y ella le da su anillo, y luego ella se desposa con Gunnar, que la lleva a su tie-rra. Y Sigurd, por una obra mágica, olvida durante un tiempo lo que ha ocurrido y se casa con la hermana de Gunnar, que se lla-ma Gudrun, y hay una rivalidad entre Brunilda y Gudrun. En-tonces Gudrun ha llegado a conocer la verdad de la historia, y cuando Brunilda le dice que su marido es el rey más noble, ya que ha atravesado la muralla de fuego y la ha conquistado, ella le muestra el anillo que le ha dado a Sigurd, y Brunilda comprende el engaño. Brunilda comprende en ese momento que ella no está enamorada de Gunnar, está enamorada del hombre que ha atra-vesado la muralla de fuego, y ese hombre es Sigurd. Y sabe tam-bién que hay un lugar en la espalda de Sigurd que lo hace vulne-rable. Y ella se vale de un tercero para que éste asesine a Sigurd. Cuando ella oye el grito que él da cuando lo matan, ella se ríe con una risa cruel. Una vez muerto Sigurd, ella comprende que ella ha matado al hombre que quiere, llama a su marido y le dice que levante una alta pira funeraria. Y luego ella se hiere de muerte y pide que la extiendan al lado de Sigurd, con la espada entre los dos, como antes. Es como si ella quisiera volver al pasado.
Ella dice que cuando Sigurd haya muerto su alma subirá al Paraíso de Odín. Este paraíso está iluminado por espadas, y ella dice que lo seguirá a ese paraíso: "yaceremos juntos los dos y no habrá una espada entre nosotros". La historia continúa, se entre-vera con la muerte de Atila, y el poema concluye con la vengan-za de Gudrun.  Luego vuelve a perderse el tesoro de los Nibe-lungos, que es el que ha causado toda esta historia trágica.
Pensar todo esto en el siglo XIX fue algo ambicioso. Algunos críticos contemporáneos dicen que Sigurd es una de las obras ca-pitales del siglo XIX. Pero la verdad es que por alguna razón que ignoramos, la epopeya en verso es algo ajeno, por momentos, a nuestras exigencias literarias. La obra de Morris obtuvo lo que los franceses llaman "un éxito de estima". El defecto de que ado-lecía Morris era la lentitud: las descripciones de batallas, la muer-te del dragón, son un poco lánguidas. Después de la muerte de Brunilda el poema decae. Con esto dejamos la obra de Morris.
Vamos a hablar ahora de Robert Louis Stevenson. Nace en Edimburgo en 1850 y muere en 1894. Su vida fue una vida trági-ca, porque vivió huyendo de la tuberculosis, que era una enfer-medad incurable. Esto lo llevó de Edimburgo a Londres, de Londres a Francia, de Francia a los Estados Unidos, y murió en una isla del Pacífico. Stevenson ejecutó una vasta tarea literaria. Sus obras abarcan unos doce o catorce volúmenes. Escribió, en-tre ellos, un famoso libro para niños, La Isla del Tesoro.  Escri-bió también fábulas, una novela policial, El comprador de nau-fragios.  La gente piensa en Stevenson como autor de La Isla del Tesoro , obra para niños, y lo tiene un poco en menos. Olvida que fue un admirable poeta, y que además es uno de los maestros de la prosa inglesa.
Los padres y los abuelos de Stevenson habían sido construc-tores de faros, y en la obra de Stevenson encontramos un traba-jo bastante técnico sobre la construcción de faros.  Hay un poe-ma suyo en el cual él parece considerar que su tarea de escritor, esa tarea por la cual el linaje de los Stevenson es famosa, era en algún modo inferior a la obra de sus padres y abuelos. En ese poema habla de "las torres y las lámparas que encendimos".  Un poco como nuestro Lugones cuando en ese poema a los mayo-res dice: "Que nuestra tierra quiera salvarnos del olvido / por es-tos cuatro siglos que en ella hemos servido" Como si sus mayo-res, los de la Independencia, fueran más importantes que él, Leo-poldo Lugones. 
En el poema, Stevenson habla de un linaje arduo que al final se sacó de las manos el polvo de granito, y que en su declinación jugó como un niño con papeles. Ese niño es él, y ese juego es su admirable obra literaria. Stevenson comenzó los estudios de abogacía, y luego sabemos que su vida pasó por una etapa oscu-ra. Stevenson en Edimburgo frecuentó la sociedad de ladrones, de mujeres de mala vida, pero al decir "mujeres de mala vida" y "ladrones" debemos pensar en una ciudad esencialmente purita-na. Edimburgo fue, junto con Ginebra, una de las dos capitales del calvinismo en Europa. Ese mismo ambiente era un ambiente que tenía conciencia de sus culpas, era un ambiente de pecado-res que se sabían pecadores. Y esto lo vemos en el famoso relato El extraño caso del Doctor Jekylly el Señor Hyde,  sobre el cual volveremos.
A Stevenson empezó por interesarle la pintura. Stevenson consultó a un médico. Éste le dijo que estaba tuberculoso y que fuera al sur, pensaba que el sur de Francia podía ser benéfico pa-ra su salud. Escribió un artículo corto sobre el sur en el cual re-fiere este hecho. Luego pasa a Londres, que debe haber sido pa-ra él una ciudad fantástica. El artículo se llamaba "Ordenado ha-cia el sur".  Y en Londres escribió sus Nuevas Mil y Una No-ches.  Tendremos que hablar de un cuento en especial, "El Club de los Suicidas". Igual que en Las Mil y Una Noches tenemos a un califa llamado Harún el Ortodoxo,  que disfrazado recorre las calles de Bagdad, aquí, en Las Nuevas Mil y Una Noches de Stevenson, tenemos al príncipe Florizel de Bohemia, que recorre disfrazado las calles de Londres.
Luego Stevenson va a Francia y se dedica a la pintura, en la que no logra mayor fortuna, y con su hermano llegan a un ho-tel, creo que en Suiza,  en una noche de invierno, y adentro hay un grupo de gitanas sentadas junto a la chimenea. Y en vez de es-tar solas, hay también una muchacha joven, una señora mayor —que después resulta ser la madre de la niña. Y entonces Steven-son le dice a su hermano: "¿Ves esa mujer?" Y su hermano le di-ce: "¿A la muchacha?" "No, no —dice Stevenson—, la mayor, la que está a la derecha, voy a casarme con ella". El hermano se ríe, piensa que se trata de una broma. Entran al hotel. Se hace amigo de esa señora, que se llama Fanny Osbourne, y que le dice que sólo se queda unos días allí, ya que tiene que volver a los Esta-dos Unidos, tiene que volver a San Francisco, California. Ste-venson no le dice nada, pero él ya ha tomado la decisión de ca-sarse con ella. No se escriben, pero al cabo de un año Stevenson se embarca como inmigrante, llega a los Estados Unidos, atra-viesa el vasto continente, trabaja como minero en un lugar. Lue-go llega a San Francisco. Allí está la señora, que es viuda, y él le propone que se casen, y ella acepta. Mientras tanto, Stevenson vive de colaboraciones literarias. Esas colaboraciones estaban es-critas en una prosa admirable, aunque no llamaban la atención del público.
Después Stevenson vuelve a Escocia, y para distraer los días lluviosos, tan frecuentes en Escocia, dibuja con tiza en el suelo un mapa. Ese mapa tiene forma triangular, hay colinas, hay ba-hías, hay golfos. Y su hijastro, Lloyd Osbourne,  que luego co-laboraría con él en The Wrecker , le dice que le cuente sobre la is-la del tesoro. Cada mañana, él escribe un capítulo de La Isla del Tesoro y luego se lo lee a su hijastro. Creo que consta de veinti-cuatro capítulos,  no estoy seguro. Es la obra más famosa, aun-que no la mejor.
Stevenson intenta el teatro también, pero el teatro fue en el siglo XIX un género inferior. Escribir para el teatro era como es-cribir para la televisión ahora, o para el cine. Escribe en colabo-ración con W. E. Henley, editor de El Observador, varias obras de teatro. Hay una que se titula La vida doble. 
Stevenson conoció la ciudad de San Francisco. La ha descri-to admirablemente. Luego los médicos le dicen que California no lo salvará, que es necesario que él viaje por el Pacífico. Ste-venson entendía mucho de marinería, y viaja en un velero por el Pacífico. Y finalmente se radica en un lugar llamado Vailima,  y allí se hace amigo del rey de la isla. Y aquí ocurre una cosa que tiene algo de mágico, y es que Stevenson había publicado unos años antes El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, y había un padre, un jesuíta francés, que había expuesto su vida en la lepro-sería de la región, el padre Damien. Y un pastor protestante con el cual cenó una noche Stevenson, llamado por esas cosas Dr. Hyde, le descubrió ciertas irregularidades, digamos, en la vida del padre Damien, y por razones sectarias lo atacó. Vale decir que Stevenson escribió una carta en la cual elogia la labor del pa-dre Damien, y dice que el deber de todos los hombres era arro-jar una capa sobre su culpa, y que lo que había hecho el otro ata-cando su memoria era una bajeza. Es una de las páginas más elo-cuentes de Stevenson. 
Stevenson muere cuando ya empezaba la discordia entre los africanos del sur y los ingleses, y Stevenson creyó que los holan-deses tenían razón, y que el deber de Inglaterra era retirarse. Y publicó en el Times una carta diciendo esto, lo cual lo hizo muy impopular. Pero a Stevenson no le importaba eso. Stevenson no era un hombre religioso, pero tenía un gran sentido ético. Creía, por ejemplo, que uno de los deberes de la literatura era el de no publicar nada que pudiera deprimir a los lectores. Esto fue como un sacrificio de parte de Stevenson, ya que Stevenson poseía una gran fuerza trágica. Pero le interesaba sobre todo lo heroico. Hay un artículo de Stevenson titulado "Polvo y Sombra"  en el cual dice que no sabemos si existe o si no existe Dios, pero sabe-mos que hay una sola ley moral en el Universo. Empieza descri-biendo lo extraordinarios que son lo hombres: "¡Qué raro —di-ce— que la superficie del planeta esté poblada por seres bípedos, ambulantes, capaces de reproducirse, y que esos seres tengan un sentido moral!" Él cree que esa ley moral rige a todo el Univer-so. Dice por ejemplo que nada sabemos de las abejas o de las hormigas. Sin embargo, las abejas y las hormigas forman repúbli-cas, y podemos conjeturar que para una abeja y para una hormi-ga hay algo prohibido, algo que no debe hacer. Y luego él ascien-de a los hombres, y dice: "Pensemos en la vida de un marinero —aquella vida de la cual el Dr. Johnson dijo que tenía la digni-dad del peligro—, pensemos en la dureza de su vida, pensemos que él vive expuesto a las tempestades, jugándose la vida. Que luego pasa unos días en el puerto, emborrachándose en compa-ñía de mujeres de lo último. Sin embargo ese marinero —dice— está listo a jugarse la vida por un compañero". Luego agrega que él no cree ni en el castigo ni en la recompensa. Él cree que el hombre muere con su cuerpo, que la muerte corporal es la muer-te del alma. Y se anticipa al argumento que dice: "De una lección cualquiera nada bueno puede esperarse. Si nos dan un golpe en la cabeza no mejoramos, y si morimos no hay que suponer que algo surge de nuestra corrupción". Y Stevenson dice lo mismo, pero dice que a pesar de todo eso no hay hombre que no sepa ín-timamente cuándo ha obrado bien y cuándo ha obrado mal.
Hay otro ensayo de Stevenson, del cual querría hablar, sobre la prosa.  Stevenson dice que la prosa es un arte más complejo que el verso. Tenemos una prueba de ello en el hecho de que la prosa es posterior al verso. En el verso, cada verso —dice Ste-venson— crea una expectativa y luego la satisface. Por ejemplo, si decimos: "Oh, dulces prendas por mí mal halladas, / dulces y alegres cuando Dios quería, / conmigo estáis en la memoria mía, / y con ella en mi muerte conjuradas"  El oído espera ya el "conjuradas" que rima con "halladas" Pero la tarea del prosista es mucho más difícil —dice Stevenson—, porque la tarea del prosista consiste en crear una expectativa en cada párrafo; el pá-rrafo tiene que ser eufónico. Luego, defraudar esta expectativa, pero defraudarla de un modo que sea eufónico también. Así, Stevenson analiza un pasaje de Macaulay para demostrar que desde el punto de vista de la prosa es un pasaje pobre, porque hay sonidos que se repiten demasiadas veces. Y luego analiza un pasaje de Milton en el cual descubre un sólo error, pero que en todo lo demás, en el manejo de las vocales y de las consonantes, es admirable.
Mientras tanto, Stevenson sigue en correspondencia con sus amigos de Inglaterra, y como él es un escocés, está lleno de la nostalgia de Edimburgo. Hay un poema al cementerio de Edim-burgo. Desde ese destierro en el Pacífico, él manda todos sus li-bros a Londres. Allí sus libros se publican, le valen una gran fa-ma, le traen dinero. Pero él vive como un desterrado en su isla, y los aborígenes lo llaman "Tusitala", "el narrador de cuentos", "el narrador de historias". De modo que Stevenson, sin duda, aprendió también el idioma del país. Allí él vivió con su hijastro, con su mujer, y recibió alguna visita. Una de las personas que lo visitó fue Kipling. Kipling dijo que él podía pasar un examen en toda la obra de Stevenson, que si le mencionaban un personaje secundario o episodio de su obra, él lo reconocería inmediata-mente.
Stevenson era un hombre de marcado tipo escocés: alto, muy delgado, sin mayor fuerza física, pero con un gran [espíritu]. Una vez se encontraba en un café de París y oyó a un francés de-cir que los ingleses eran cobardes. En ese momento Stevenson se sintió inglés: en ese momento, puesto que creyó que el francés lo decía por él. Entonces se levantó y le dio una bofetada al francés. Y el francés le dijo: "Señor, usted me ha dado una bofetada". Y Stevenson le dijo: "Así parece". Stevenson fue siempre un gran amigo de Francia. Tiene artículos sobre poetas franceses, y ar-tículos admirativos sobre la novela de Dumas, sobre Verne, so-bre Baudelaire.
La bibliografía sobre Stevenson es muy extensa. Hay un li-bro de Chesterton sobre Stevenson, publicado a principios de si-glo.  Hay otro libro, el de Stephen Gwynn,  hombre de letras irlandés, publicado en la colección "Hombres de letras ingle-ses. 
En la próxima clase trataremos un tema que fue caro a Ste-venson: el tema de la esquizofrenia. Veremos eso y una de las historias de Las Nuevas Mil y Una Noches, y algo de la poesía de Stevenson.

domingo, 11 de diciembre de 2016

RAFAEL ALBERTI. OBRA: EL ADEFESIO. LITERATURA DE RESCATE.


Una joven es encerrada en un pueblo tradicional andaluz, bajo la tutela de su tía, la matriarca, y otras dos familiares, mayores, para evitar que sea cortejada por Castor. Cuando le hacen creer que él se ha ahorcado se suicida. Escrita en prosa y verso, con aires populares, se aprecia la influencia de `Bernarda Alba`.
Fuente: N.N.
(Fragmento)

EL ADEFESIO
RAFAEL ALBERTI

(Fábula del Amor
y
Las Viejas)
(En tres actos)

1944


Estrenada por la compañía de
Margarita Xirgú  en  el teatro
Avenida de Buenos Aires, el día
8 de junio de 1944.


PERSONAJES DEL PRIMER ACTO

GORGO.......    Margarita Xirgú
UVA.........    Amelia de la Torre
AULAGA.......    Teresa León
ALTEA........    Isabel Pradas
BIÓN........    Edmundo Barbero
ÁNIMAS.......    María Gómez

La fábula sucede en cualquier año de estos últimos setenta y en uno de esos pueblos fanáticos caídos entre las serranías del sur de España, cruzados de reminiscencias musulmanas


PRIMER ACTO

Sala de una casa rica. Puertas laterales. Puerta al fondo. Un gran espejo portátil.  UVA y AULAGA arreglan a BÍÓN, mendigo  pelirrojo, subido en un taburete, al centro de la escena, UVA, de rodillas, le remienda un pernil del pantalón. AULAGA, en lo alto de una silla, le peina y tijeretea las espesas barbas. Es de noche. Silencio.

UVA.
Aulaga.
AULAGA.
Uva.
UVA.
Cuida no distraerte.
AULAGA.
¿Por qué me lo repites tanto?
UVA.
Ahora, por las barbas,
BIÓN.
¡Me clavó usted la aguja, verderol!
UVA.
¡Calla! ¿No oyes?
(Silencio, suspendiendo un instante la tarea.)
UVA.
Mucho tarda Gorgo en volver.
AULAGA.
Se levantó amarilla, de pronto.
UVA.
Y  yo diría que le rechinaban los dientes.
AULAGA.
Y  que de un ojo iba a escapársele un relámpago.
BIÓN.
Se le había empingorotado una ceja.
UVA.
Te he dicho que te calles, o te hilvano la pierna al pantalón.
BIÓN.
¡Una ceja, una ceja!
AULAGA (cortándole las barbas de un tijeretazo).
¡Vamos! Por meticón y charlatán, te quedaste sin barbas.
BIÓN (enfurecido).
¡Doña Aulaga! ¡Pero doña Aulaga!
AULAGA.
¡Chsss Silencio, silencio, que la vuelve.
(Golpes secos de bastón en el suelo. Iluminada por una palmatoria, doña GORGO aparece en el marco de la puerta del fondo.
Trae barbas de hombre. Aire de abatimiento.)
UVA, AULAGA Y BIÓN (santiguándose).
¡Cruz, cruz, cruz!
GORCO (irguiéndose).
¡Halconera! ¡Mozcorra! ¡Pelandusca! ¡Que tiemblen desde hoy los de esta casal ¡Los que me conocéis y los que nunca me hayan visto! ¡Los que se muevan cerca, bajo la punta de este palo, y los que se hallen lejos! ¡Ay de los que se hallen lejos! Ahora empiezo a ser Gorgo. (Apaga la palmatoria. Gritando:)   ¡Ánimas, Ánimas, Ánimas!
BIÓN (espantado, desde lo alto del taburete).
¡Gorgo, Gorgo, doña Gorgo!
AULAGA Y UVA (consternadas).
¡Cruz santa,
cruz fuerte,
yo te convido
para la hora de mi muerte!
BIÓN.
¿Pero cómo aparece con mis barbas  la señora?
GORGO (levantando el bastón).
¿Con tus barbas, Bión? ¿Con tus barbazas piojosas? ¡Fuera de aquí, perturbador de vírgenes!
BIÓN (cayendo del taburete, suplicante).
¡Toca, mosca,
grillos para tus pies
y freno para tu boca!
GORCO.
¡Ánimas, Ánimas, Ánimas!
(Entra ÁNIMAS, cayendo de rodillas.)
ÁNIMAS.
Rata muerta, gato enfermo
líbrame, Dios mío, del estafermo!
GORGO.
Tira ese jirón con cerdas, ese harapo indecente a la basura.
BIÓN.
¡Pero mis barbas, doña Gorgo, mis cerdas..., las que me honraban esta cara y este humilde pelaje!
GORCO.
¡A la basura, Ánimas! ¡A la calle! ¡Por el balcón o por el hueco de la escalera! ¡Pronto! Basta ya de ensalmos y conjuros, que te lo manda tu señora.
BIÓN
¡Mis barbas! ¡Mis barbas! Bión no saldrá vivo sin sus barbas. ¡Muérdago!
GORCO.
¡Largo, largo! (Empujándolo con ÁNIMAS hacia la puerta lateral izquierda.) Aquí ya no hay más barbas que las mías. (Tirando por la puerta, con un gesto de asco, las del mendigo.) ¡Puaf!  ¡Se acabaron para siempre los hombres en esta casa! (Cierra dando un portazo.) Así. (Se sienta, abatida.) ¡Dios! ¡Dios de Dios! ¡Por qué ibas tú a advertírmelo? No, yo no lo merecía. Me has hecho víctima de mi propia confianza. Yo, yo misma me clavé esta venda en los ojos.
(Mientras UVA solloza, bajo, en un sillón, AULAGA, de pie, parece ausente, abstraída, en un extremo de la sala.) Has castigado mi ceguera, mi buena fe, mi falta de dominio, de energía, Porque tú me pensaste autoritaria, dura, capaz de contener a un toro con una sola sílaba, de levantar un muro con sólo una mirada. Pero hasta que hoy me heriste, me golpeaste en las pupilas, me vareaste como a un olivo, no me chascó en la sangre el látigo del mando, ni el trueno del poder me reventó en la lengua. ¡Dios! ¡Dios de Dios! (Quitandose  las barbas y contemplándolas.) Gracias por este símbolo, por este emblema de la autoridad que has colgado en mi cara y
que sin yo saber su don guardaba desde hace tanto tiempo.
UVA (interrumpiendo los sollozos).
¡Ay, las suyas sí que eran hermosas, suaves y desmayadas como un sauce!
GORGO.
No insinuarás con eso que las mías parecen de maíz.
UVA.
Pero sus barbas eran verdaderas  ¡ay!
GORGO.
Y estas mías son de santo... Reliquias, Uva, reliquias... Suaves barbas que dieron majestad a la cara de alguien que voló de este mundo.
UVA (sollozando otra vez).
Yo quiero las de él, las de Bión.
GORGO.
Púas como las de ese retepuerco brotan en seguida.
UVA.
¿Púas? Ortigas, cardos, agujas de chumbera parecen ésas con que nos has salido.
GORGO.
No pongas peros ni critiques a un difunto adorado... y que fue amigo tuyo.
UVA.
¿Amigo mío y con barbas? Yo no he visto de cerca más que las de Bión.
GORGO.
Amigo tuyo y de Aulaga. De las dos. (Se pone las barbas nuevamente t iniciando un paseo por la sala,) A ver, Aulaga, Mira. ¿Pero qué te sucede? ¡Vamos! ¿Tanto miedo me tienes? ¿Tanto terror te causo ya?
(Gritándote.) ¡Aulaga! ¿No me oyes? Despierta! ¡Dios! ¡Dios de Dios!
AULAGA (lejana, como en sueño).
Gorgo, Gorgo, Gorgoja.., ¿Pero eres tú. Gorgoja?
GORGO.
¡No, no! Mírame bien. Estás ciega. Abre los ojos. (Zamarreándola,) Así, grandes. Como de vaca, Recapacita. (Va y viene ante ella, con aire de hombre.) Ya no soy Gorgo ahora. Piensa, piensa. (Levantándole a UVA la cara,) Y tú, Uva, también. Tenéis que conocerlo, no lo habéis olvidado. Mirad, mirad. (Se sienta, siempre con aire de hombre, cruzando la pierna, y en actitud pensativa.) «¡El olivar, el olivar! Me saquean estos miserables. Me arruinan. ¡No puedo más, no puedo más! ¡Reviento!» ¿Quién sufría, quién se desesperaba de este modo? (Se pasea, las manos a la espalda,  dando saltitos y diciendo  rápido:) «Sancta Maria, Sancta Dei Genitrix, Sancta   Virgo  Virginum,   Mater   Christi, Mater   Divinae   Gratiae...»   Uva,   Aulaga, acordaos.
AULAGA (con asombro)
¡Gorgo, Gorgo!
GORGO.
¡Más, más, más!
UVA.
Ya veo, ya veo, Gorgo.
GORCO.
Pensad, amigas mías,.. Miradme bien ahora..., Adivinad ahora... (Sentándose y desvaneciendo la voz) Hija, hijita. Altea... (Como agonizante y buscando a tientas  a alguien.) Ven... Me marcho lejos... lejos..., con tu madre... Pero ahí tienes a Gorgo... (Ahogándose.) A Gorgo... (Al doblar la cabeza como muerta y desprendérsele el bastón.) Obedécele.
AULAGA Y UVA.
¡Don Dino! ¡Don Diño! Don Diño!
ÁNIMAS
¿Pero qué es esto? ¡Ay! ¿Qué es lo que ven mis ojos, ciega de mí? ¡Pero si es mi señor, mi pobre amo don Dino, tal y como quedó cuando se lo llevaron los ángeles!
(Arrodillándose.) ¡Señor, señora, amo mío, dueña mía!
(UVA y AULAGA, a cada lado, con tono de responsorio.)
UVA.
Fue vara dura de virtudes.
AULAGA.
Pupila alerta, vigilante.
UVA.
Fue ceño adusto, concentrado.
AULAGA.
Brazo potente, justiciero.
UVA.
Bondad,
AULAGA
Amor.
UVA.
Sonrisa.
AULAGA.
Luz.
ÁNIMAS
¡Don Dino! ¡Mi bienhechor! ¡El padre de mi niña! Ay, corro por ella, que tendrá
un gran consuelo en besarlo! (Sale, gritando.) ¡Altea! ¡Altea!
GORGO (despertando con un gruñido malicioso).
Sí, sí, don Dino, Din, Dinito, mi difunto hermano.   El  mismo,  exactamente.   ¡Qué bien lo habéis reconocido! ¡Claro! ¡Como que son sus mismas barbas! Ni pelo más ni pelo menos. Las que tenía en la mañana de su muerte. (Se las quita.) Pero ahora vuelvo a ser vuestra Gorgo. No os asustéis de mí, hijitas. (Siempre con un gruñidito   semiburlón.)    ...Vuestra    Gorgo, vuestra   Gorgoja,  vuestra   Gorgojilla, la única amiga que tenéis en el pueblo, en este empecatado pueblo de libidinosos... perturbadores  de  inocencias...., ¡de  borrachines! ¡Ja, ja!
UVA (mientras GORGO trae una botella y tres copas).
¿Perturbadores? ¿Libidinosos? (Con mala intención.) No lo dirás por ese pobre retepuerco... a quien también proteges tú.
GORGO.
Vamos, Uva, mi Uvita de gato, mi dulce Uvita de perro...Rabiosilla.. Una copita de aguardiente, y santas paces. ¿Sí? Es bueno para el flato. (Ofreciéndole a AULAGA.) ¿Aulaga?
AULAGA.
No, Gorgojilla, no. Ya tú sabes que me salen alambres, que me convierto en puercoespín.
UVA.
Pues si Aulaga no bebe, yo tampoco.
GORG.
¿Me están llamando borrachona mis dos comadrejillas? Cuando la sangre le tirita a una por las noches...  Porque noto, de pronto, que se me enfría en las venas. Y necesito fuego, hijas, lumbre... y humo, humo...
AULAGA.
Bebo, Gorgoja.
UVA.
Pues yo, ahora, no.
GORGO (llenando con su copa la de AULAGA y sentándose).
Gracias, Aulaga. (Beben las dos.)
AULAGA.
Esa tiene la culpa de que ya empiecen a salirme espinas negras por los poros.
UVA.
¿Esa? Yo no soy ésa.
GORGO.
Esa, ésa, ésa.
UVA.
Uva.
GORGO.
De orzuelo.
UVA.
Envidiosas.
AULAGA Y GORGO.
¡Ja, ja!
UVA.
Fue queriendo, adrede.
AULAGA.
¿Qué ponzoña mascullas?
UVA.
... porque te reventaba...
AULAGA.
¿A mí, a mí?
UVA.
...porque os extasiaba, os arrebataba a las dos.
GORGO.
¿A mí? ¿El zarrapastroso? ¿El retemporcado?
UVA.
No sé si a ti tanto como a ésta.
AULAGA.
¿Esta, ésta? Me llamo Aulaga
UVA.
¡Esta!
GORGO.
¡Uva!
UVA.
... por eso, haciéndote la distraída, le cortastes las
barbas de un tijeretazo... y tú lo echaste de la casa.
GORGO (amenazante)
Sí, sí. ¡Y que otra vez se atreva a estampar su pezuña en esa puerta! ¡Que lo intente!
UVA (llorosa)
¡Ay, tan bueno, tan desgraciado, tan hermoso!
GORGO (con fingido cariño).
Pero Uva, mi pobre Uvita de pájaro, mi Uvita de cabra, ¿qué sabes tú de eso?
UVA.
Tenías celos... Los teníais las dos,., porque él me prefería. No digo yo que me quisiera más... Pero me prefería, eso sí.
AULAGA.
¿Preferirte? ¿Quererte? Ni a ti. ni a mí, ni a Gorgo. ¡A las tres, a las tres por igual!
UVA.
Pero yo he sido la más abnegada. ¿Quién se atrevió a espulgarlo cuando empezamos a protegerlo?
GORGO.
¿Espulgarlo? Pues, ¿y las uñas que traía? ¿Quién se las cercenó de raíz?
AULAGA.
Con la mano del almirez le tuve que romper el barro de una oreja. Y, después, he sido siempre su barbero. Tarea meritoria, no me lo negaréis.
UVA.
Sí, pero mis sacrificios, mis sacrificios... ¡Si supierais! Sufro, sufro por él más que Gorgo y que tú.
GORGO (temblándote la copa en los labios).
¡Más que Aulaga y que yo! Mirad la santa. La mártir. ¡La sublime!
AULAGA.
¡Conque padeces por Bión más que nosotras juntas!
GORGO.
Eso quiere decir, Uvita, que lo... ¡Vamos, que te sacrificas por él demasiado a espaldas mías!
AULAGA.
... que lo ves, que lo has visto sin que Gorgo  ni yo sepamos nada.
GORGO.
Confiesa, Uva. Habla.
AULAGA.
¿Es que la niña tiene miedo?
GORGO.
Responde. Lo has visto. Ahora voy
comprendiendo tu llantina y esa locura por sus pelos.
AULAGA.
¡Quién   lo   diría,   Uva!   (Levantándose.)
¡Quién, quién, quién!
GORCO (gritando alrededor de UVA).
Lo has visto. Lo has visto. Lo has visto. (Deteniéndose, seca,) ¿Y qué más. Uva? ¿Y qué más?
AULAGA (girando en sentido contrario).
¡Lo vio! ¡Lo vio!
GORGO.
¿Y dónde, dónde, dónde?
AULAGA.
¡La muy Uva de perro!
GORGO.
En tu casa no fue, porque sería demasiado.
AULAGA.
¡Hambrienta!
GORGO.
En el comedor de los pobres... ¡No, no! Tengo la llave en mi bolsillo..., salgo la última... (Más lenta y encogida.) En esta casa... en el jardín... en la torre... (Pausa.) ¡Ah! ¡Dios! ¡Dios de Dios! ¡La cochera! ¡Aulaga, la cochera! ¡Allí, allí! ¡Por la puerta caída que da al campo! ¡Ladra. Uva, confiesa! ¡Aúlla que sí, anda, aúlla que sí!
UVA
¡No, no!
AULAGA.
Revienta la verdad, reviéntala.
UVA.
Ni con el pensamiento. ¡Nunca! ¡Soy flor, soy flor!
GORGO.
¡Flor, flor! ¡Entre el estiércol de las cuadras!
UVA.
¡Rosa sin mancha! ¡Nardo limpio!
AULAGA.
¡Bestia, fiera montuna! Voy a arañarte, mentirosa. ¡Corre! Voy a arrancarte, a retorcerte los cabellos.
(UVA huye por la sala, perseguida por AULAGA y GORGO,)
UVA.
¡Yo no tengo sobrino, Aulaga, Aulaga!
GORGO (alzando el palo).
Trae para acá esa frente. Verás qué chispas salta el hueso.
UVA.
¡No tengo a nadie! ¡Sola! ¡Sola!
GORGO.
¡Uva de perro! ¡Uva de gato!
AULAGA.
¡Corre!
UVA.
¡Matadme!    ¡Matadme!    ¡Furias,   furias! ¡Arpías!
(Entra ÁNIMAS, deteniéndose, jadeantes, las tres viejas.)
GORGO (con tono suave).
¿Qué quieres, Ánimas? ¿Y Altea?
ÁNIMAS.
¿Que qué quiero, señora? (Excitada.) Usted, sí, sí, usted, usted lo sabe... ¿Quién sino usted puede saberlo? Debió de habérmelo advertido.
GORGO.
¿Cómo has tardado tanto, Ánimas?
ÁNIMAS.
¡Señora, ay, mi señora! Cuando se llora dentro de una torre no se oye el llanto en los jardines.
GORGO.
Pero quien busca con ahínco no perdona rincón.
ÁNIMAS.
Así lo hice, mi señora, hasta que la encontré..., digo, hasta que la oí..., porque sólo la oí.,. ¡Ay, pobre niña mía!
GORGO.
¿La oíste? ¿Es cierto que la oíste? ¿Es que quizá se atrevió a hablarte?
ÁNIMAS.
Señora, sólo usted sabe lo que pasa.   Pero si es buena, compasiva, si no tiene cosido el corazón con un hilo de acero, haga que su sobrina, que esa preciosa niña mía no pierda ojos tan hermosos.
GORGO (tristemente, pero mirando con una tenue burla a UVA y AULAGA).
¡Hermosos!  ¡Hermosos! Son la primera vez que lloran de verdad.
ÁNIMAS.
Se quedarán sin luz, ciegos, encerrados en esa torre oscura.
(En una breve pausa de ÁNIMAS, AULAGA y UVA se miran largamente.)
GORGO (hundida de cabeza.) Ciegos... en una torre..., ciegos..., ciegos...
ÁNIMAS.
Yo que la crié, yo que la sostuve sus primeros pasos, que le puse la primera flor en el pelo, que la llevé al monte de las Cruces, que la enseñé a injertar los rosales y a hacer biznagas de jazmines. .   ¡Por compasión, señora, levántele esa pena y líbremela de esa prisión donde me la ha encerrado, que le juro que Ánimas la volverá a su amor, a la obediencia, al respeto que le debe!
GORGO.
Su amor..., su amor...
ÁNIMAS.
Sólo el que usted le tiene podrá abrirle la puerta.
GORGO.
Había pensado. Ánimas...
Pero no... Aquí tienes la llave.
ÁNIMAS (besándola).
¡Oh, señora!
(Inicia la salida.)
GORGO.
Ábrela y íráemela en seguida pues le tengo que hablar de algunas cosas (Sale ÁNIMAS, GORGO se vuelve, grave, hacia UVA y AULAGA, pero de pronto corre hacia la puerta, gritando:) ¡Ánimas! ¡Ánimas! (Esta aparece, temblorosa.) Viste a Altea con su mejor vestido, con aquel que entre todas le bordamos cuando fue reina de la vendimia.
ÁNIMAS.
La vestiré, señora.
(Se va. UVA ha vuelto a sentarse acongojada,
con un gesto de llanto, y AULAGA a quedarse como en éxtasis en un extremo de la escena.)
GORGO.
¡Amor, a mí! ¡Amor! ¿Habéis oído, hijas? Vamos, Uva, no llores más por eso. Yo si que ahora debiera estar muriéndome. Gorgojiila te quiere y te perdona, como Aulaga también. Aulaga, Uva: venid conmigo al centro de la sala. Os necesito, ¿Qué haría yo en este trance sin mis comadrejillas? Va a llegar mi sobrina. Ahora sí que lo sabréis todo, ¡Dios! ¡Dios de Dios! AULAGA.
Gorgo. Gorgo. Estoy atenta. Espero...
UVA.
¿Oué has dicho? ¿Qué dijiste?
GORGO.
¡Hombres!
UVA.
No me remuevas, Gorgo, Ya sé, ya sé bastante.
GORGO.
No me dejéis. Sostenedme, Ayudadme. Necesito ser fuerte, tener palabra y gesto de varón, ser mi difunto hermano, tío y padre a la vez en este horrible trago que me espera.
AULAGA.
¡Hombres!
UVA.
¡Amor! ¡Amor!
GORGO.
El espejo. Corredlo acá. Al centro. Quiero echarla en su fondo. Que ella se diga adiós antes de hundirla en el recuerdo de este instante. (Retrocediendo, como sonámbula, y mirándose, mientras AULAGA y UVA van rodando el espejo lentamente.)

¿Quién está dentro de ti?
¿Qué me devuelves, cristal?
Devuélveme lo que fui.
Lo que ayer tu cristal vio
—¿qué me devuelves, cristal?—
en tu cristal se perdió.
¿Quién está dentro de ti,
muerta, cristal, sino yo?

Y ahora, enfrente, tres sillas. Así. (Dando unos pasos.) Uno, dos, tres, cuatro, cinco... A una buena distancia del espejo, que la veamos toda. A ver, siéntate, Aulaga. Y tú. Uva, a mi izquierda. (Se sienta entre las dos.)
AULAGA.
Esto parece un santo tribunal, Gorgo.
GORGO.
Ni más ni menos, hija   El día del juicio. Un muerto me ha nombrado juez de esta triste causa, que deseo fallar con vuestra ayuda. Miradme. (Se cuelga las barbas) ¿Sabré desempeñar mi papel dignamente? (Mirando al cielo) Hermano mío, sólo me serviré de ellas si siento debilitarse mi energía. (Desaparece un instante por la derecha,  volviendo sin las  barbas.)  ¡Ah, Uva! Pon ese gran sillón junto al espejo. Y tú, Aulaga, acerca esa mesilla. Ya está, ¡Ah, no! (Yendo a buscarla.) Falta la campanilla de plata. Bien, bien. Sentaos junto
A mí. Ahora, ya podemos llamar, (Tocando la campanilla.) ¡Ánimas!
(Acompañada por ÁNIMAS, entra ALTEA, en un lujoso traje popular de campesina, coronada de pámpanos. ÁNIMAS, sin atreverse a avanzar, queda en el quicio de la puerta.)
ALTEA (arrodillándose ante GORGO)
¡Perdón, tía, perdón si por mis pocos años te ocasioné algún sufrimiento, faltando a la obediencia, al  amor,  al  respeto  que siempre te he tenido!
GORGO (con dulzura).
Levántate, hija, A la reina de la hermosura nada tiene que perdonar una vieja.
ALTEA.
Gracias, tía.
GORGO (después de indicar a ÁNIMAS que se vaya).
Estás h ermosa, Altea. ¿Te has mirado al espejo, has vuelto a contemplarte de diosa de los campos?
ALTEA (con emoción y desconcierto).
¡Tía!
GORGO.
Vamos, mírate, hija. Queremos estas viejas disfrutar contigo de tu juventud. Ese cristal va a recibirte orgulloso.
ALTEA (indecisa, confusa).
Yo sólo quiero complacerte...
GORGO.
Uva. Aulaga... Tranquilízate, Altea... Llevadla hasta el espejo para que se recree.
UVA (tomándolaide una mano.)
¡Niña!
AULAGA (de los hombros)
¡Qué mujer ya! Da gloria.
UVA.
Tan chiquita que eras...
ALTEA
Ya sé que me queréis... casi tanto como tía Gorgo.
UVA.
Estás maciza, hija.
AULAGA.
Redonda y fresca, como un jarro de oro.
(ALTEA sonríe, dulce.)
GORGO.
No seas humilde, sobrina, y menos con ese aire de árbol fuerte, lozano, Alégrate y ufánate, como lo estoy yo de ti. Ríete. (Levantándose y yendo hacia ella) No, si tú no eres triste. Gústate, préciate de tu belleza, de la flor de tus años. (ALTEA se ríe tenuemente.) Más, más. Si no ofendes a nadie por recrearte en tu hermosura. Mírate bien en el  espejo. ¿Ves? ¿Quién más sumiso, servidor, obediente? El no te añade nada, ni te lo quita tampoco. Te devuelve sólo lo tuyo. (Alzándole los brazos,) Mira qué brazos, hija, ¿Crees tú que el cristal miente? Mira qué ojos..., qué mejillas..., qué boca .., qué racimo de pelo...  (Se lo suelta.) Tocadlo, Aulaga, Uva.
AULAGA (suspirando).
¡Oh!
UVA (nostálgica).
¡Oué suavidad! ¡Qué brillo!
GORGO.
Puedes vanagloriarte de tus hombros...
¡Y qué garganta, niña! ¿Has visto cuello
como el tuyo en estos pueblos de la tierra? No, no me bajes los ojos,.. Te repito que no seas modesta, ¿Te he educado yo así? Tú sola eres la dueña de lo que está ahí dentro.
ALTEA.
Nunca me vi despacio, tía.
GORGO.
Mentirosilla.  ¿Vas  a  engañarme  ahora? ¡Vamos!
ALTEA.
Estoy contenta de gustarte.
GORGO.
Gustarme..., gustarme... ¿Pues a quién si no, preciosa? Si tuvieras a alguien más que a mí... Pero él cerró los ojos, se nos fue
un día, cuando apenas la flor apuntaba en la rama. Ahora has abierto, hija. Y estoy aquí para tu cuidado. Soy algo así como tu jardinera. Es sólo a mí a quien tienes que agradar.
ALTEA.
Sí, sí, tía.
GORGO.
Pero toca, Aulaga. ¡Qué talle!
UVA.
¡Y qué espalda! Se me duerme la mano...
GORGO.
Pues, ¿y ese busto, amigas? Alguna vez leí que las magnolias... Pero aquí, no... Limones luneros... ¡Qué fragancia! Eres toda un jardín.
ALTEA (al olerla UVA).
Es la alhucema fresca que mete Ánimas entre mi ropa.
GORGO.
¡La alhucema de Ánimas! Aroma de tu sangre, de tu carne de flor. Y si ese cristal  llegara a ver... Pero eso, sobrina, son secretos reservados para espejos más íntimos.
ALTEA (pudorosa).
Tía, por Dios, que están Aulaga y Uva.
UVA.
No seas vanidosilla, que nosotras hemos tenido también nuestro mayo.
GORGO.
Mira, se ha puesto de amapola.
ALTEA.
Me moriré, si no merezco tu perdón.
GORGO.
Vamos, ponte contenta, Altea. Si yo no estoy enfadada, Lo que sucede... Claro... ser tu padre sin serlo... Educarte... Cuidarte... Procurar que hagas sólo lo que a él hubiera alegrado, envanecido...
ALTEA.
Yo nunca quise hacerte mal, tía Gorgo.
GORGO.
¡Hacerme mal! ¿Y por qué piensas eso, hija mía? Me gustaría saberlo. Siéntate. (ALTEA se sienta. Después de contemplarla un instante.) ¡Lástima no sea un trono! Lo que realmente mereces. Pero voy a sentarme yo también. ¡Hacerme mal! (Con ella se sienta AULAGA y UVA.) Claro que si las celosías no dieran a la calle, seguramente, sobrina, no se te habría ocurrido lo que me has dicho ahora. ¡Hacerme mal! (Pausa breve.) ¿Qué se ve, niña, desde la azotea? ¿Lo has visto bien? Contéstame.
ALTEA (con extrañeza).
El campo, tía... El monte de las Cruces...
GORGO.
¿Y alguna cosa más?
ALTEA.
El cielo, tía.
GORGO.
¿Y qué se ve desde la galería del jardín?
ALTEA.
Los árboles.,., las flores..., las tapias...
GORGO.
¿Tan sólo eso?
ALTEA.
Los pájaros, el cielo...
GORGO.
¿Y tras las celosías del salón bajo. Altea?
ALTEA.
La calle.
GORGO.
¿La calle nada más? (ALTEA guarda silencio. GORGO se levanta.) ¿Nada más? Poca cosa, sobrina. ¿Estás segura  tú? ¿Nada más que la calle?
ALTEA.
La plaza..., con la fuente...
GORGO.
¿Y nada más?
ALTEA
... la iglesia.
GORGO.
¿Eso tan sólo? Porque la calle se ha hecho para andarla, para que la gente suba y baje por ella. ¿No es verdad, sobrina?
ALTEA.
Tía, yo te he querido siempre, sino que yo... ¡Qué pena tengo, tía!
GORGO.
Y  las celosías, para ver sin ser vista lo que sube y baja por la calle.
ALTEA.
Tía, tía, te lo suplico.
GORGO.
Y  para hablar también con el que sube y baja por la calle.
ALTEA (cayendo de rodillas).
¡Perdón, perdón!
GORGO.
¡Hacerme mal! Y el que sube y baja por la calle, el que la ronda por la noche, ¿verdad. Altea, que tiene que ser alto, delgado, moreno, con los ojos seguramente echando llamas...?
ALTEA.
Nunca me hiciste llorar, tía.
GORGO.
Pero si no quiero que llores. No soy ninguna arpía, ningún monstruo feroz en acecho de tu garganta. No temas nada, hija. (Levantándola.) Sosiégate.
UVA.
Por nosotras, puedes hablar tranquila, con toda confianza.
GORGO.
¿Lo estás oyendo? Aulaga, no te ausentes.
AULAGA (que se había distraído).
Sí, sí, somos igual que Gorgo. Habla, habla sin miedo.
GORGO.
De modo que es moreno..., oliváceo... Con los ojos... ¿De qué color quedamos que tenía los ojos? (ALTEA se calla, GORGO, con acento más duro.) Negros..,, pero como tizones encendidos... ¿No? (ALTEA asiente con la cabeza.) Y es esbelto, juncal, como buen caballista... Gran jinete, claro, el más gallardo de estos montes, (La zamarra por los hombros, al par que ALTEA, como un pelele, vuelve a mover afirmativamente la cabeza) ¿ Y se llama? Eso es lo que no sé, lo que todavía no me has dicho, sobrina.
UVA.
Pero lo va a decir, estoy segura.
AULAGA.
Tía Gorgo tiene que saberlo. Es por tu bien, hija. ¿A qué martirizarla?
GORGO.
Lo dirá.
UVA.
¿Y qué motivo hay para callarlo? Yo te ayudo, lucero. Y Aulaga. Verás como entre las dos te lo traemos a los labios, ¿Es quizá Lino el de doña Márgara, la del Huerto de los Limones?
GORGO
¿Es?
(ALTEA, siempre con la cabeza, niega débilmente.)
AULAGA.
Será Leoncio, el más chico de los Olmedo.
GORGO.
¿Es?
(ALTEA, lo mismo.)
UVA.
¿Blas,  el   más   mozo  de   los  del   Pino Grande?
GORGO.
¿Es?
(ALTEA niega en silencio.)
AULAGA.
¿Hernán, el de los Zorzales? ¿Bornos, el de Viña Hermosa?
GORGO (amenazante con su bastón).
¿Es, es, es?
ALTEA.
¡Tía, tía, por favor!
UVA.
Pues son los más ricos, hija, los principales en veinte leguas a la redonda.
GORGO (desabrochándole de un tirón la chaquetilla).
¿Será algún piojoso, algún tiñoso del barrio de las liendres? Vamos, niña, responde o te dirá este palo lo que desde hace rato estás ya mereciendo.
UVA.
Le dará vergüenza, Gorgoja, porque quién sabe si no será el barbero de la esquina.
AULAGA (riendo).
O Frasco, el esquilador, que no tiene cejas.
GORGO.
¿El esquilador?  ¡Qué más quisiera este lagarto  muerto!   Es  mucha  honra  para ella. ¿Sabéis de quién se ha enamorado? Os lo voy a decir en secreto.
(Apiñadas las tres oyen algo de GORGO, prorrumpiendo en una carcajada, tapadas, con un gesto de asco, las narices.)
UVA.
¡Uf! ¡Será posible, Gorgojilla?
AULAGA,
Es asqueroso, niña. ¡Con un oficio semejante!.
GORGO.
Pues sí, pues sí, de ése, de ese mismo.
UVA.
No seré yo madrina de tu boda. ¡Puaf!
AULAGA.
Ni le daría yo un beso sin antes taponarme las narices.
LAS TRES.—¡Ja, ja, ja, ja!
(Como tres sombras, como tres rebujos siniestros, riendo, burlonas, hirientes, van y vienen alrededor de ALTEA, que llora bajo, cubierta la cara por sus cabellos.)
GORGO.
Te repito que no me llores, escoba. Destápate la cara, ¿o es que con esas greñas quieres barrer el suelo?
UVA
Parece un pejesapo.
AULACA.
¡La reina de la vendimia!
GORGO.
¿La reina? ¡Del muladar!  ¡Del basurero! ¡Se acabaron las diosas de la hermosura! ¡Fuera adornos, colgajos, colorines! (Le va arrancando el traje a tirones.) ¡Qué te habías figurado! ¡La reina! Vas a vestir ahora las ropas que mereces. Tráelas, Uva, Están en la alacena de mi alcoba. ¡La reina! ¡Y con pajes secretos que le hacen la ronda a media noche! O confiesas quién es, o te desnudo y salto a arañazos la sangre, Dilo, dilo...
ALTEA.
No puedo, tía; no puedo. Mátame... Sórbeme las venas... Arrástrame por los cabellos...
GORGO.
¡No! Te enterraré en vida, entre cuatro paredes, y ya no saldrás más, ni a la misa del alba.
ALTEA.
Entiérrame en la tierra..., viva ... con los ojos abiertos... Pero no me lo pidas... No puedo... Es imposible... Se me hace un nudo en la garganta.
GORGO.
¿Que no puedes? ¿Que no tienes valor? ¡Vas a ver! ¡Vas a ver si eso es cierto, sobrina!
(Ha vuelto UVA trayendo un traje negro
de vieja, largo, triste, irrisorio.)
GORGO.
Aulaga, ayuda a Uva. Colgadle entre las dos esas nuevas prendas... de diosa. Encerrádmela   en   ellas.   (Iniciando   la  salida por la derecha.) Aprisionadla bien. ¡Dios! ¡Dios  de Dios!  (Mientras las dos viejas visten a  ALTEA  silenciosamente,  dentro, con ligeras pausas, se oye gritar a GORGO:)
 ¡Sí! ¡Sí! Aquí me tienes... Te obedezco... En seguida... ¡Sí! ¡Ya estoy! (Tapada la cara con un lienzo negro que le cae hasta la cintura, siempre con su bastón, vuelve GORGO a la sala, girando lenta y tristemente alrededor de ALTEA.).

Alma que vela en lo alto.
No me dejes de la mano.
Alma que sufre en lo alto.
No me des nunca descanso.
Alma que alumbra en lo alto.
No me abandone tu rayo.

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Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

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