martes, 10 de enero de 2023

A la plata Tomás Carrasquilla . RELATO.

 



A la plata

 

Tomás Carrasquilla

 

 

 

 

 
 Publicado: 1901

 

 

 

 

 

 

 

         Aquel enjambre humano debía presentar a vuelo de pájaro el aspecto de un basurero. Los sombreros mugrientos, los forros encarnados de las ruanas, los pañolones oscuros y sebosos, los paraguas apabullados, tantos pañuelos y trapajos retumbantes, eran el guardarropa de un Arlequín. Animadísima estaba la feria: era primer domingo de mes y el vecindario todo había acudido a renovación. Destellaba un sol de justicia; en las tasajeras de carne, de esa carne que se acarroñaba al resistero, buscaban las moscas donde incubar sus larvas; en los tendidos de cachivaches se agrupaban las muchachas campesinas, sudorosas y sofocadas, atraídas por la baratija, mientras las magnatas sudaban el quilo, a regateo limpio, entre los puestos de granos, legumbres y panela. Ese olor de despensa, de carnicería, de transpiración de gentes, de guiñapos sucios mezclado al olor del polvo y al de tanta plebe y negrería, formaban sumados, la hediondez genuina, paladinamente manifestada, de la humanidad. Los altercados, los diálogos, las carcajadas, el chillido, la rebatiña vertiginosa de la venduta, componían, sumados también, el balandro de la bestia. Llenaba todo el ámbito del lugarón.

         Sonó la campana, y cátate al animal aplacado. Se oyó el silencio, silencio que parecía un asueto, una frescura, que traía como ráfagas de limpieza… hasta religioso sería ese silencio. Rompiólo el curita con su voz gangosa; contestóle la muchedumbre, y, acabada la prez, reanudóse aquello. Pero por un instante solamente, porque de pronto sintióse el pánico, y la palabra: "¡Encierro!" vibró en el aire como preludio de juicio final. Encierro era en toda regla. Los veinte soldados del piquete, que inopinada y repentinamente acababan de invadir el pueblo, habíanse repartido por las cuatro esquinas de la plaza, a bayoneta calada. Fué como un ciclón. Desencajados, trémulos, abandonándolo todo, se dispararon los hombres y hasta hembras también, a los zaguanes y a la iglesia. ¡Pobre gente! Todo en vano, porque, como la amada de Lulio, "ni en la casa de Dios está segura".

         De allí sacaron unas decenas. Cayó entre los casados el Caratejo Longas. Lo que no lloró su mujer, la señá Rufa, llorólo a moco tendido María Eduvigis, su hija. Fuese ésta con súplicas al alcalde. A buen puerto arrimaba: cabalmente que al Caratejo no había riesgo de largarlo. ¡Figúrense! El mayordomo de Perucho Arcila, el rojo más recalcitrante y más urdemales en cien lenguas a la redonda: ¡un pícaro, un bandido! Antes no era tanto para todo lo rojo que era el tal Arcila.

         Ya desahuciado y en el cuartel, llamó el Caratejo a conferencia a su mujer y a su hija, y habló así: "A lo hecho, pecho, Corazón con Dios, y peganos del manto de María Santísima. A yo, lo que es matame, no me matan. Allá verán que ni an mal me va. Ello más bien es maluco dejalas como dos ánimas; pero ai les dejo maíz pa mucho tiempo. Pa desgusanar el ganao del patrón, y pa mantener esas mangas bien limpias, vustedes los saben hacer mejor que yo. Sigan con el balance de la güerta y de los quesitos, y métanle a estas placeñas y a las amasadoras los güevos hasta las cachas, y allá verán cómo enredamos la pita. Mirá, Rufa: si aquellos muchachos acaban de pagar la condena antes que yo güelva, no los almitás en la casa, de mantenidos. Que se larguen a trabajar, o a jalale a la vigüela y a las décimas si les da la gana. ¡Y no s'infusquen por eso!… ultimadamente, el Gobierno siempre paga".

         Y su voz selvática, encadenada en gruñidos, con inflexiones y finales dejativos, ese acento característico de los campesinos de nuestra región oriental, los acompañaba el orador con mil visajes y mímicas de convencimiento, y un aire de socarronería y unos manoteos y paradas de dedo de una elocuencia verdaderamente salvaje. Ayudábale el carate. Por aquella cara larga, y por cuanto mostraba de aquel cuerpo langaruto y cartilaginoso, lucía el jaspe, con vetas de carey, con placas esmeriladas y nacarinas. Pintoresco forro el de aquella armazón.

         Ensartando y ensartando dirigióse al fin a la hija, y, con un tono y un gesto allá, que encerraban un embuchado de cosas, le dice, dándole una palmadita en el hombro: "Y vos, no te metás de filática con el patrón: ¡es muy abierto!".

         ¡Culebra brava la tal Eduvigis! Sazonado por el sol y el viento de la montaña era aquel cuerpo, en que no intervinieron ni artificio ni deformación civilizadores; obra premiada de naturaleza. Las caderas, el busto bien alto, la proclamaban futura madre de la titanería laboradora. El cabello, negro, de un negro profundo, se le alborotaba, indomable como una pasión; y en esos ojos había unas promesas, unos rechazos y un misterio, que hicieron empalidecer a más de un rostro masculino. Un toche habría picado aquellos labios como pulpa de guayaba madura; de perro faldero eran los dientes, por entre los cuales asomaba tal cual vez, como para lamer tanto almíbar, una puntita roja y nerviosa. Por este asomo lingüístico de ingénito coquetismo, la regañaba el cura a cada confesión, pero no le valía. Así y todo, mostrábase tan brava y retrechera, que un cierto galancete hubo de llevarse, en alguna memorable ocasión, un sopapo que ni un trancazo; fuera de que el Caratejo la celaba a su modo. Él tenía su idea. Tanto que, apenas separado de la muchacha se dijo, hablado y todo y con parado de dedo: "Verán cómo el patrón le quebranta agora los agallones".

         Y pocos días después partió el Caratejo para la guerra.

         Rufa, que se entregó en poco tiempo y por completo al vicio de la separación, cuando los dos hijos partieron a presidio, bien podría ahora arrostrar esta otra ausencia, por más que pareciera cosa de viudez. ¡Y tánto como pudo! Ni las más leves nostalgias conyugales, ni asomos de temor por la vida del marido, ni quebraderos de cabeza porque volara el tiempo y le tornase el bien ausente, ni nada, vino a interrumpir aquel viento de cristiana filosófica indolencia. A vela henchida, gallarda y serenísima, surcaba y surcaba por esos mares de leche. Y eso que en la casa ocurrió algo, y aun algos, por aquellos días. Pero no: sus altas atribuciones de vaquera labradora y mayordoma de finca, en que dio rumbo a sus actividades y empleo a la potencia judaica que hervía en su carácter, no le daban tiempo ni lugar para embelecos y enredos de otro orden. ¡Lo que es tener oficio!…

         Hembra de canela e inventora de dineros era la tal Rufa Chaverra. Arcila declarólo luego espejo de administradoras. Ella se iba por esas mangas, y, a güinchazo limpio, extirpaba cuanta malecilla o yerbajo intruso asomase la cabeza. Con sapientísima oportunidad salaba y ponía el fierro a aquel ganado, cuyo idioma parecía conocer, y a quien hacía los más expresivos reclamos, bien fuese colectiva o individualmente, ya con bramido bronco igual que una vaca, si era a res mayor, ahora melindroso, si se trataba de parvulillos; y siempre con el nombre de pila, sin que la "Chapola" se le confundiese con la "Cachipanda", ni el "Careperro" con el "Mancoreto". Hasta medio albéitara resultaba, en ocasiones. Mano de ángel poseía para desgusanar, hacer los untos y sobaduras y gran experiencia y fortuna en aplicar menjurjes por dentro y por fuera. La vaca más descastada y botacrías no se la jugaba a Rufa; que ella, juzgando por el volumen y otras apariencias, de la proximidad del asunto, ponía a la taimada, en el corral, por la noche; y, si alguna vez se necesitaba un poco de obstetricia, allí estaba ella para el caso. En punto a echar argollas a los cerdos más bravíos, y de hacer de un ternero algo menos ofensivo, allá se las habría con cualquier itagüiseño del oficio. Iniciada estaba en los misterios del harem, y cuando al rebuzno del pachá respondían eróticos relinchos, ella sabía si eran del caso o no eran idilios a puerta cerrada, y cuál la odalisca que debía ir al tálamo. Porque sí o porque no, nunca dejaba de apostrofar al progenitor aquél con algo así: "¡Ah taita, como no tenés más oficio que jartar, siempre estás dispuesto pa la vagamundería!".

         Si tan facultativa y habilidosa era para manejar lo ajeno, cuánto y más no sería para lo propio. Ni se diga de los gajes con la leche que le correspondía, ni de los productos del gallinero, ni de esa huerta donde los mafafales alternaban con la hachira, los repollos con las pepineras, las vitorias con las auyamas.

         Pues resultó que todo estuvo a pique de perderse. Del huracán que ahora corre, llegaron ráfagas hasta la montañesa. Supo que unas amigas y comadres mazamorreaban orillas de La Cristalina, riachuelo que corre obra de dos millas de la casa de Arcila. Lo mismo fué saber que embelecarse. So pretexto de buscar un cerdo que dizque se le había remontado, fuése a las lavadoras de oro, y con la labia y el disimulo del mundo, les sonsacó todas las mañas y particularidades del oficio. Ese mismo día se hizo a batea, y viérais a la rolliza campesina, con las sayas anudadas a guisa de bragas, zambullida hasta el muslo, garridamente repechada, haciéndole bailar a la batea la danza del oro con la siniestra mano, mientras que con la diestra iba chorreando el agua sobre la fina arena, donde asomaban los ruedos oscuros de la jagua. Al domingo siguiente cambió el oro, y cuál se le ensancharía el cuajo cuando tuvo amarrados, a pico de pañuelo, treinta y seis reales de un boleo.

         Dada a la minería pasara su vida entera, a no ser por un cólico que la retuvo en cama varios días, y que le repitió más violento al volver al oficio. Mas no cedió en su propósito; mandó entonces a la Eduvigis, a quien le sentaron muy bien las aguas de La Cristalina. Mientras la hija pasaba de sol a sol en la mazamorrería, la madre cargaba con todo el brete de la finca. ¡Y tan campantes y satisfechas!…

         Más rastro deja en un espejo la imagen reflejada, que en el ánimo de Rufa las noticias sobre la guerra, que oía en el pueblo los domingos y los dos días de semana en que iba a sus ventas. Lo que fué del Caratejo, no llegó a preocuparse hasta el grado de indagar por el lugar de su paradero. Bien confirmaba esta esposa que las ternuras y blandicies de alma son necesidades de los blancos de la ciudad, y un lujo superfluo para el pobre campesino.

         Envueltos en la niebla, arrebujados y borrosos, mostrábanse riscos y praderas; la casa de la finca semejaba un esbozo de paisaje a dos tintas; a trechos se percibían los vallados y chambas de la huerta, las aristas del techo, el alto andamio del gallinero; sólo alcanzaban a destacarse con alguna precisión los cuernos del ganado, rígidos y oscuros, rompiendo esas vaguedades, cual la noción del diablo la bruma de una mente infantil. A la quejumbrosa melodía de los recentales, acorralados y ateridos, contestaban desde afuera los bajos profundos y cariñosos de las madres, mientras que Rufa y Eduvigis renegaban, si Dios tenía qué, en las bregas y afanes del ordeño. Eduvigis, en cuclillas, remangada hasta las axilas, cubierta la cabeza con enorme pañuelo de pintajos, hacía saltar de una ubre al cuenco amarillento de la cuyabra, el chorro humeante y cadencioso. Un hálito de vida, de salud se exhalaba de aquel fondo espumoso. Casi colmaba la vasija, cuando un grito agudo, prolongado adrede, rasgó la densidad de esa atmósfera. La moza se suspende; el grito se repite más agudo todavía. "¡Mi taita!", exclama la Eduvigis, y sin pensar en leches ni en ordeños, corre alebrestada chamba abajo.

         No se engañaba. Buen amigo, que sí lo era en efecto, descolgóse a saltos, lengua afuera, la cola en alboroto. Impasible, la señá Rufa permaneció en su puesto. A poco llegóse el Caratejo con el perro, que quería encaramársele a los hombros. Marido y mujer se avistaron. Nada de culto externo ni de perrerías en aquel saludo. Dijérase que acababan de separarse.

         - Y, ¿qué es lo que hay pal viejo? -dice Longas por toda efusión.

         Y Rufa, plantificada, totuma en mano, con soberano desentendimiento, contesta:

         - Y eso, ¿qué contiene, pues?

         - Pues que anoche llegamos al sitio, y que el fefe me dio licencia pa venir a velas, porque mañana go esta tarde seguimos pa la Villa.

         Facha peregrina la de este hijo de Marte. El sombrero hiperbólico de caña abigarrada, el vestido mugriento de coleta, los golpes rojos y desteñidos del cuello y de los puños, los pantalones holgados y caídos por las posas y que más parecían de seminarista, dignos eran de cubrir aquel cuerpo largo y desgavilado. Ni las escaseces, ni las intemperies, ni las fatigas de campaña, habían alterado en lo mínimo al mayordomo de Arcila. Tan feo volvía y tan Caratejo como se fue. Por morral llevaba una jícara algo más que preñada; por faja una chuspa oculta y no vacía.

         Rufa sigue ordeñando. Toma Lonjas la palabra.

         - Pues, pa que lo viás. Ya lo ves que nada me sucedió. Los que no murieron de bala, se templaron de tanta plaga y de tanta mortecina de cristiano, y yo… ai con mi carate: ¡la cáscara guarda el palo!

         Y aquí siguió un relato bélico autobiográfico, con algo más de largas que de cortas, como es usanzas en tales casos. Rufa parecía un tanto cohibida y preocupada.

         - ¿Y ontá la Eduvigis? - dice de pronto el marido, cortando la narración.

         - Pes ella… pes ella… puai cogió chamba abajo, izque porque la vas a matar.

         - ¿A matala? ¿Y por qué gracia?

         - ¿Pes… ella… no salió, pues, con un embeleco de muchacho?…

         -¿De muchacho? -prorrumpe el conscripto, abriendo tamaños ojos, ojos donde pareció asomar un fulgor de triunfo-. ¿Conque, muchacho? ¿Y pu'eso s'esconde esa pendeja? ¿Y ontá el muchacho?

         - ¿Ai no'stá, pues en la maca?

         - Andá llámame a esa boba.

         Y, tirando corredor adentro, se coló al cuartucho. Debajo de la cama pendiente de unos rejos, oscilaba la batea. Envuelto en pingajos de colores verdosos y alterados, dormía el angelito. No pudo resistir el abuelo a la fuerza de la sangre, ni menos al empuje de un orgullo repentino que le borbotó en las entrañas. Sacó de la batea la criatura, que al despertar y ver aquella cara tan fea y tan extraña, puso el grito en el cielo. Era José Dolores Longas un rollete de manteca, mofletudo y cariacontecido; las manos unas manoplas; las muñecas, como estranguladas con cuerda, a modo de morcilla; las piernas, tronchas y exuberantes, más huevos de arracacha que carne humana: una figura eclesiástica, casi episcopal. Iba a quebrarse con los berríos que lanzaba: ¡cuidado si había pulmones! El soldado lo cogió en los brazos, haciéndole zarandeos, por vía de arrullo. Abrazaba su fortuna: en aquel vástago veía el Caratejo horizontes azules y rosados, de dicha y prosperidad: el predio cercano, su sueño dorado, era suyo; suyas unas decenas de vacas; suyo el par de muletos y los aparejos de la arriería: y ¿quién sabe si la casa, esa casa tan amplia y espaciosa, no sería suya pasado corto tiempo? ¡El patrón era tan abierto!… Calmóse un tanto el monigote. Escrutólo el Caratejo de una ojeada, y se dijo: "¡Igualito al taita!".

         Entre tanto Rufa gritaba desde la manga: "¡Que vengás a tu taita que no está nada bravo! !Que no sias caraja! !Subí, Eduvigis, que siempre lo habís de ver!".

         La muchacha, más muerta que viva, a pesar de la promesa, subía por la chamba, minutos después. Pálida por el susto, parecía más hermosa y escultural. Levantó la mirada hacia la casa, y vió a su padre en el corredor, con el niño en brazos. A paso receloso llégase a él; arrodíllase a las plantas y murmura:

         -¡Sacramento del altar, taita!

         Y con la diestra carateja, le rayó la bendición el padre, no sin sus miajas de unción y de solemnidad. Mandóla luego la madre a la cocina a preparar el agasajo para el viajero, y Rufa que ya en ese momento había terminado sus faenas perentorias, tomó al nieto en su regazo y se preparó al interrogatorio que se le venía encima.

         - Bueno -principia el marido-, y el patrón siempre le habrá dejao a la muchacha… por lo menos sus tres vacas, y le habrá dao mucha plata pa los gastos?

         -¡Eh! -replica Rufa-. ¿Usté por qué ha determinao que fué don Perucho?

         -¿Que no fué el patrón? -salta el Caratejo desfigurándose.

         -¡Si fue Simplicio, el hijo de la dijunta Jerónima!…

         -¡Ese tuntuniento!… -vocifera el deshonrado padre-. ¡Un muerto dihambre que no tiene un Cristo en qué morir!… Y vos, so almártaga, ¿pa qué consentites esos enredos?

         La cara se le desencajó; le temblaban los labios como si tuviera tercianas. "Yo mato a esa arrastrada, a esa sinvergüenza". Y, atontado y frenético, se lanza a la cocina, agarra una astilla de leña, y cada golpe escupe sobre la hija un insulto, una desvergüenza, una bajeza. Cuando la infeliz yacía por tierra, convulsa y sollozante, arrimóle Longas formidable puntapié, y exclamó tartajoso: "¡Te largás… ahora mismo… con tu muchacho… que yo no voy a mantener aquí vagamundas!".

         Y salió disparado, camino del pueblo, como huyendo de su propia deshonra.

martes, 3 de enero de 2023

Karel Čapek Apócrifos.La condena de Prometeo. Cuento.

 



Karel Čapek

Apócrifos

Título original: Apokryfy

Traducción de Ana Orozco de Falbr


 


Karel Čapek nació al noroeste de Checoslovaquia en 1890. Sus obras han alcanzado reconocimiento internacional y han sido traducidas a diversos idiomas. Ya en sus primeros escritos se vislumbra la idea de Capek de concebir la literatura como un vehículo idóneo para expresar sus ideas filosóficas, que expone a través de originales utopías y visiones satíricas del mundo futuro. Con sus primeras obras, Los Calvarios y Cuentos tormentosos, llega a posturas cercanas a un nihilismo intelectual que le podrían haber conducido al silencio. Sin embargo a partir de ese momento comenzó a expresarse por medio del teatro, descubriendo una nueva posibilidad comunicativa. Sus primeras obras dramáticas, R.U.R. (Rossum’s Universal Robots) —donde se emplea por primera vez la palabra robot referida a autómatas mecánicos— y El juego de los insectos cosecharon un éxito inmediato y rotundo en Londres y Nueva York gracias a su ingeniosa puesta en escena y al atrevido contenido crítico de sus argumentos, que advierten de los peligros de una sociedad obsesionada por la producción y el consumo. Čapek es uno de los pioneros de la llamada "novela de anticipación"; en sus escritos se descubren preocupaciones éticas y sociales derivadas de una situación histórica plagada de amenazas. Este escritor cultivó también el periodismo, en sus Cartas italianas, Cartas inglesas (1924) y Cartas españolas (1930) destacan las finas y minuciosas observaciones psicológicas. Murió en 1938 meses después del "Pacto de Munich" que supuso el desmembramiento de su país; no llegó a ver la ocupación militar de Praga por las tropas nazis, aunque tal vez ya la había anticipado de una forma u otra en sus novelas.

Los relatos seleccionados en este volumen se integran en un libro titulado Apócrifos. Escritos entre 1920 y 1938 nos presentan una visión desmitificadora de la Historia y de alguno de sus protagonistas, como Hamlet, Napoleón, Pilatos, Don Juan, Atila, etc. En ellos se expone una interpretación inédita y a menudo paradójica, siempre cargada de aguda ironía, de estos personajes y episodios históricos.


Carraspeando y gimoteando, tras un largo preámbulo ce introducción, se reunieron de nuevo los miembros del Senado en sesión extraordinaria, que se celebraba a la sombra de un olivo sagrado.

—Bueno, señores —se animó Hipometeo, presidente del Senado—. ¡Hay que ver cómo se ha prolongado esto! Creo que no es necesario un resumen pero, en fin, para que no haya objeciones formales... Así pues, Prometeo, ciudadano de la localidad, comparece ante el Tribunal acusado de haber inventado el fuego y con ello, ejem... ejem... de haber violado el orden establecido. Ha confesado, primero: que verdaderamente inventó el fuego; segundo: que es capaz de sacarlo, cada vez que lo desee, del pedernal; tercero: que este secreto, mejor dicho, que este descubrimiento escandaloso no lo guardó para sí ni lo comunicó a los centros competentes, sino que lo confió y dejó usar libremente a gente incapacitada, como se ha comprobado por las declaraciones de las personas que acaban de ser interrogadas. Creo que esta explicación bastará y que podemos pasar inmediatamente a la votación sobre su culpabilidad y sobre la sentencia a imponer.

—Perdone, señor presidente —objetó el miembro Apometeo—, pero juzgo que a causa de la importancia de este Tribunal extraordinario, sería quizás conveniente que no dictásemos la sentencia, hasta después de una meticulosa deliberación y, por decirlo así, información general.

—Como quieran, señores —cedió conciliador Hipometeo—. El caso es, desde luego, muy claro, pero si alguno de ustedes desea subrayar algo... ¡Hagan el favor!

—Yo me permitiría indicar —se oyó decir a Ameteo, después de haber tosido con decisión— que, según mi opinión, en todo esto se debería recalcar particularmente una parte del asunto. Me refiero, señores, a la parte religiosa. Permítanme expresarme. ¿Qué es ese fuego? ¿Qué es esa chispa que se hace brotar del pedernal? Como reconoció el mismo Prometeo no es más que un rayo, y todos sabemos que el rayo es una manifestación del poder sobrenatural del Dios de las Tormentas. Hagan el favor de explicarme, señores, cómo es posible que un tal Prometeo se haya apoderado del fuego divino. ¿Con qué derecho se lo apropió? ¿De dónde lo sacó? Prometeo trata de convencernos de que, sencillamente, lo descubrió; pero eso es una disculpa tonta. Si se tratase de un hecho tan inocente, ¿por qué no habría inventado el fuego, por ejemplo, uno de nosotros? Yo estoy convencido, señores, de que Prometeo robó el fuego a nuestros dioses. Sus negativas y disculpas no nos embaucarán. Yo calificaría su acto, primero, de robo ordinario y segundo, de delito de blasfemia y robo sacrílego. Estamos aquí para castigar con la mayor severidad este atrevimiento impío, y para defenderla propiedad sagrada de nuestros dioses nacionales. Esto es todo lo que quería decir, señores —terminó Ameteo y se sonó con energía en los faldones de su toga.

—Bien dicho —aprobó Hipometeo—. ¿Tiene alguien más alguna observación que hacer? —Pido que me disculpen —habló Apometeo—, pero yo no puedo estar de acuerdo con la interpretación dada por mi respetable señor colega. Yo he observado cómo el dicho Prometeo producía el fuego y he de decirles francamente, señores, que la cosa en si no tiene nada de particular. Descubrir el fuego es algo que sabría hacer cualquier vagabundo, holgazán o cabrero. A nosotros no se nos ha ocurrido, sencillamente, porque una persona seria no se pone a jugar con piedrecitas para que salten chispas. Aseguro a mi señor colega Ameteo, que ésas son fuerzas corrientes de la naturaleza, el ocuparse de las cuales no es digno de una persona que piensa y, menos todavía, digno de los dioses. Según mi opinión, el fuego es una manifestación demasiado fútil para que la relacionemos con cosas sagradas para nosotros. Pero el asunto tiene otro aspecto, sobre el que quiero llamar la atención de los señores colegas. Parece ser que el fuego es un elemento peligroso, hasta podríamos decir, perjudicial. Han oído ustedes declarar a una serie de testigos que, habiendo ensayado el invento infantil de Prometeo, sufrieron serias quemaduras y, en algunos casos, daños en sus propiedades. Señores, si por culpa de Prometeo se extiende el uso del fuego —lo que por desgracia ya no se puede impedir

— ninguno de nosotros estará seguro de su vida ni siquiera de su hacienda. Y eso, señores míos, puede significar el fin de cualquier clase de civilización. Basta el más pequeño descuido y ¿ante qué se detendría ese elemento intranquilo? Prometeo, señores, ha cometido una ligereza merecedora de castigo por haber traído al mundo algo tan destructivo. Yo calificaría su crimen de grave amenaza corporal y contra la seguridad pública. Y teniendo esto, en cuenta, pido que se le condene a cadena perpetua, agravada con lecho duro y grilletes. He terminado, señor presidente.

—Tiene usted mucha razón, colega —resopló Hipometeo—. Solamente quisiera añadir algo, señores. ¿Para qué nos hacía falta el fuego? ¿Acaso lo utilizaban nuestros antepasados? Venir ahora con cosa semejante es, sencillamente, una falta de respeto al orden heredado, o sea... ejem... un acto de rebelión. ¡Eso nos faltaba, jugar con fuego! ¿Pueden ustedes imaginar a dónde nos llevará esto? La gente, junto al fuego, se hará inútilmente delicada, se arrellanará en el calor y la comodidad en lugar de... en fin, de luchar y cosas parecidas. En resumen, de esto se desprenderá solamente blandeza de carácter, decadencia de la moral y... ejem... falta de orden en general —y cosas parecidas. Hay que hacer algo contra estas manifestaciones poco saludables, señores. Los tiempos en que vivimos son serios y además... Esto es todo lo que quería decir.

—Muy bien —exclamó Antimeteo—. Todos nosotros estamos de acuerdo con nuestro digno presidente, en que el fuego de Prometeo puede tener consecuencias incalculables. Señores, no intentemos ocultarlo, se trata de algo tremendo. ¡Qué grandes posibilidades dará el fuego al que lo tenga en su poder! Citaré solamente algunos ejemplos: se podrá quemar la cosecha del enemigo, arrasarle los olivares, etc. etc. Con el fuego, señores míos, se nos da a los hombres una nueva fuerza y una nueva arma. Con el fuego nos hacemos casi iguales a los dioses —terminó bajando la voz. Y de pronto explotó:

¡Acuso a Prometeo porque este divino e insuperable elemento, lo confió a pastores y a esclavos, a todo el que llegó! ¡Porque no lo puso en manos elegidas que lo hubieran cuidado como un tesoro de Estado, aprovechándolo para dominar! ¡Acuso a Prometeo por malversar de esta manera el descubrimiento del fuego, que debía haber sido un secreto del sacerdocio! ¡Acuso a Prometeo —gritó excitado Antimeteo— porque enseñó a producir el fuego a los extranjeros, porque no silenció su descubrimiento ni ante nuestros enemigos! Prometeo robó el fuego por el hecho de haberlo entregado a todos.

¡Acuso a Prometeo de alta traición! ¡Le acuso de intrigas contra la comunidad! —Antimeteo gritó tanto que empezó a toser—. ¡Pido la pena de muerte! —salió finalmente de su garganta.

—Bien, señores —habló Hipometeo—, ¿alguien más quiere hacer uso de la palabra? Entonces, según la opinión del Tribunal, Prometeo es acusado, por una parte, del crimen de blasfemia y robo sacrílego, del crimen de causar graves daños corporales, de perjuicios a la propiedad ajena y de amenaza a la seguridad pública; por otra parte, del crimen de alta traición. Señores, propongo que se le condene a cadena perpetua, agravada con lecho duro y grilletes, o a la pena de muerte.

—O a ambas cosas —dejó escapar de su garganta el pensativo Ameteo—, para que las dos propuestas sean aceptadas.

—¿Y cómo van a aplicársele ambas penas? —preguntó el presidente.

—Eso es, precisamente, lo que estoy meditando... —gruñó Ameteo—. Quizá sería posible así: condenar a Prometeo a estar toda su vida atado a unas rocas... y tal vez los buitres se encarguen de picotear su impío hígado. ¿Me comprenden ustedes?

No estaría mal... —dijo satisfecho Hipometeo—. Señores, ése sería un castigo ejemplar por una... ejem... extravagancia tan criminal. ¿Tiene alguno de mis distinguidos colegas algo que objetar? Entonces, hemos terminado.

¿Y por qué habéis condenado a muerte a ese Prometeo, papá?— preguntó a Hipometeo durante la cena, su hijo Epimeteo.

—Eso tú no lo comprendes —gruñó Hipometeo, hincando al mismo tiempo el diente en una pierna de carnero—. ¡Caramba! Una pierna de carnero asada, está mejor que cruda... ¡Vaya! Después de todo, para algo sirve ese fuego... Mira, le hemos condenado por motivos de interés público. ¿A dónde llegaríamos si el primero a quien le viniera en gana pudiera, sin castigo, inventar algo nuevo y grande? ¿Comprendes? Pero todavía le falta algo a este carnero... ¡Ya lo tengo! —gritó feliz—. Una pierna de carnero asada se debe salar y untar con ajo picado. ¡Eso es! Muchacho ¡vaya un descubrimiento! ¿Ves? Una cosa así no se le hubiera ocurrido a ese Prometeo...

Año 1932

lunes, 2 de enero de 2023

VIAJE POR ICARIA ÉTIENNE CABET Tomo I. (FRAGMENTO).

 



PRÓLOGO

 

 

Si consideramos las riquezas de que ha colmado al género humano la Naturaleza bienhechora, y la inteligencia o la Razón con que le ha do­tado para servirle de instrumento y de guía, es imposible admitir que el hombre esté destinado a ser infeliz sobre la tierra; y si, por otra parte, vemos que es esencialmente sociable, y por consiguiente simpático y afectuoso, tampoco podremos admitir que sea naturalmente malo.

No obstante, la historia de todos los tiempos y países nos muestra so­lamente trastornos y desórdenes, vicios y crímenes, guerras y revolu­ciones, suplicios y mortandades, calamidades y catástrofes.

Empero si estos vicios y estas desdichas no provienen de la voluntad de la Naturaleza, preciso es, pues, buscar su causa en otra parte.

¿Y dónde hallaremos esta causa sino en la mala organización de la Sociedad, ni el vicio radical de esta organización sino en la desigualdad que le sirve de base?

Ninguna cuestión es evidentemente tan digna como ésta de excitar el interés universal; porque si estuviese demostrado que los padeci­mientos de la Humanidad dependen de un decreto inmutable del des­tino, sería preciso no buscar su remedio más que en la resignación y la paciencia, mientras que, por el contrario, si el mal no es otra cosa que la consecuencia de una mala organización social, y especialmente de la desigualdad, preciso es no perder un momento sin trabajar, a fin de conseguir la supresión del mal suprimiendo su causa, y sustituyendo la Igualdad a la desigualdad.

Por lo que a nosotros toca, cuanto más penetramos en el estudio de la historia, tanto más profundamente nos convencemos de que la desi­gualdad es la causa procreadora de la miseria y de la opulencia, con to­dos los vicios que de una y otra dimanan, de la codicia y la ambición, de la envidia y el odio, de las discordias y las guerras de todos géneros, y en una palabra, de cuantos males agobian a los individuos y a las na­ciones.

Tal es nuestra convicción, convicción que llega a ser indestructible cuando vemos a casi todos los filósofos y sabios proclamar la igualdad; cuando vemos a Jesucristo, autor de una inmensa reforma, fundador de una nueva religión, adorado como Dios, proclamar la Fraternidad para redimir al género humano; cuando vemos que todos los Padres de la Iglesia, todos los cristianos de los primeros siglos, la Reforma, y sus in­numerables partidarios, la Filosofía del siglo XVIII, la Revolución americana, la Revolución francesa y el Progreso universal, en fin, proclaman a una voz la Igualdad y la Fraternidad de los hombres y de los pueblos.

La doctrina, pues, de la Igualdad y de la Fraternidad o de la Democra­cia es, en nuestros días, la conquista intelectual de la Humanidad: la realización de esta doctrina es el fin a que se dirigen todos los esfuerzos, todas las luchas y todos los combates sobre la tierra. Mas al penetrar se­ria y ardientemente en la cuestión de saber cómo podría la sociedad or­ganizarse en Democracia, es decir, sobre las bases de la Igualdad y de la Fraternidad, se llega a reconocer que esta organización exige y trae con­sigo necesariamente la Comunidad de bienes.

No omitiremos añadir que esta Comunidad ha sido igualmente procla­mada por Jesucristo, por todos sus apóstoles y discípulos, por todos los padres de la Iglesia, por los cristianos de los primeros siglos, por la Re­forma y sus sectarios, y por los filósofos que son la luz y el honor de la es­pecie humana.

Todos, y Jesucristo a la cabeza, reconocen y proclaman que la Comuni­dad, basada en la educación y en el interés público o común, consti­tuyendo una seguridad general y mutua contra todos los accidentes y desgracias; garantizando a cada cual el alimento, el vestido, la habita­ción, la facultad de casarse y de crear una familia, sin someterse a más condición que a la de un trabajo moderado, es el único sistema de orga­nización social que puede realizar la Igualdad y la Fraternidad, precaver la codicia y la ambición, suprimir las rivalidades y el antagonismo, des­truir la envidia y los rencores, hacer casi imposibles los vicios y los crí­menes, afianzar la concordia y la paz, colmar, en fin, de dicha a la Huma­nidad regenerada.

Esto, no obstante, hace que los interesados y ciegos adversarios de la Comunidad, sin dejar de reconocer los prodigios que su establecimiento ; procrearía, han llegado a sentar la errónea conclusión de que es imposi­ble, que sólo es un hermoso sueño, una magnífica, quimera.

El estudio profundo de esta cuestión nos ha convencido íntimamente de que la Comunidad puede fácilmente realizarse tan luego como la adopten un pueblo y su gobierno. Tenemos además la convicción de que los progresos de la industria facilitan, hoy más que nunca, la realización de la Comunidad; de que el desarrollo actual e ilimitado de la potencia productora por medio del vapor y de las máquinas puede asegurar la igualdad de abundancia, y de que ningún sistema social es más favora­ble a la perfección de las bellas artes y a la satisfacción de todos los goces razonables de la civilización.

A fin de hacer palpable esta verdad hemos redactado el Viaje por Icaria.

En su primera parte referimos, describimos, y damos a conocer una gran nación organizada en Comunidad; la presentamos en acción en to­das sus diferentes situaciones; conducimos al lector a sus ciudades, a sus campiñas, a sus pueblos y aldeas, y a sus quintas; le hacemos reco­rrer sus carreteras, sus ferrocarriles, sus canales y ríos; viajar en sus dili­gencias y ómnibus; visitar sus talleres, sus escuelas, sus hospicios, sus museos, sus monumentos públicos, sus teatros, sus juegos y fiestas, sus placeres y sus asambleas políticas; exponemos la organización del ali­mento, el vestido, la habitación, el mueblaje, el matrimonio, la familia, la educación, la medicina, el trabajo, la industria, la agricultura, las be­llas artes y las colonias; referimos la abundancia y la riqueza, la elegan­cia y la magnificencia, el orden y la unión, la concordia y la fraternidad, la virtud y la dicha, que son el infalible resultado de la Comunidad.

Por lo demás, la Comunidad, del mismo modo que la Monarquía, la República o un Senado, es susceptible de una infinidad de organizacio­nes diferentes; puede organizarse con ciudades o sin ellas, etc., etc.; y no tenemos la presunción de creer que hayamos encontrado, desde luego, el sistema más perfecto para organizar una gran Comunidad: nuestro objeto no ha sido otro que el de presentar un EJEMPLO, para hacer conce­bir la posibilidad y la utilidad del sistema comunitario. Abierta está la liza; presenten otros mejores planes de organización y mejores modelos. Además, la nación sabrá rectificar y perfeccionar, como sabrán modifi­car y perfeccionar más aún las generaciones venideras.

En cuanto a los pormenores de la organización, muchos de ellos son aplicables a la simple Democracia del mismo modo que a la Comunidad, y nos inclinamos a pensar que pueden reportar desde luego ventajas.

Al suponer que la organización política de Icaria es la República, debe entenderse que adoptamos la palabra República en su más lato sentido (Res publica, la cosa pública); en el sentido que le dieron Platón, Bodin y Rousseau, los cuales dieron el nombre de República a todo Estado o So­ciedad gobernada o administrada para el interés público, sea cual sea la forma de su gobierno simple o múltiple, hereditario o electivo. Una Mo­narquía realmente representativa, democrática, popular, puede ser mil veces preferible a una República aristocrática; y tan posible es la Comu­nidad con una Monarquía constitucional como con un presidente repu­blicano.

En la segunda parte indicamos de qué manera puede establecerse la Comunidad, y cómo puede transformarse en tal una antigua y dilatada nación. Estamos íntima y sinceramente convencidos de que esta trans­formación no puede operarse instantáneamente, por medio de la violen­cia y de la fuerza, sino que debe ser sucesiva y progresiva, por efecto de la persuasión, del convencimiento, de la opinión pública y de la volun­tad nacional. Exponemos por lo tanto un Régimen transitorio, el cual no es más que una Democracia que adopta el principio de la Comunidad, que aplica inmediatamente todo cuanto es susceptible de una aplica­ción inmediata, que prepara la realización progresiva de lo demás, mo­dela una primera generación con arreglo a la Comunidad, enriquece a los pobres sin despojar a los ricos y respeta los derechos adquiridos y los hábitos de la generación actual, pero que al mismo tiempo suprime desde luego la miseria, asegura a todos el trabajo y la existencia y pro­cura en fin a las masas la felicidad trabajando.

En esta segunda parte discutimos la teoría y la doctrina de la Comuni­dad, refutando todas las objeciones que hacerse pueden; presentamos el cuadro histórico de los progresos de la Democracia, y exponemos las opi­niones de los célebres filósofos acerca de la Igualdad y de la Comunidad.

La tercera parte contiene el resumen de los principios del sistema co­munitario.

Bajo la forma de una NOVELA, el Viaje por Icaria es un verdadero TRATADO de moral, de filosofía, de economía social y política, fruto de asiduos trabajos, de inmensas investigaciones y de meditaciones cons­tantes. Para comprenderlo bien, no basta con leerlo una vez; es preciso repetir su lectura y estudiarlo a fondo.

No podemos seguramente lisonjearnos de no haber cometido ningún error; pero el testimonio consolador de nuestra conciencia nos dicta que nuestra obra ha sido inspirada por el más puro y ardiente amor hacia la Humanidad.

Abrumados ya de calumnias y de ultrajes, necesitamos valor para arrostrar el odio de los partidos, y tal vez las persecuciones; pero nobles y gloriosos ejemplos nos han dado a conocer que el hombre a quien in­flama y arrebata su adhesión a la salvación de sus hermanos debe sacri­ficarlo todo a sus convicciones; y sea cual sea este sacrificio, estamos prontos a aceptarlo, rindiendo en todos tiempos y lugares un solemne homenaje a la excelencia y beneficios de la doctrina comunista.

 

CABET

Viaje por Icaria(I)

Cabet, Etienne

ISBN 10: 8476341717 / ISBN 13: 9788476341711

Editorial: Orbis, 1985

domingo, 1 de enero de 2023

Thomas Bernhard Relatos. FRAGMENTO.

 



La obra de Thomas Bernhard (1931-1989) es sin duda una de las empresas creadoras más audaces, originales y valiosas de la literatura alemana del siglo XX. Buena muestra de esta afirmación son los seis Relatos que, seleccionados por Miguel Sáenz, ofrecen en este volumen un amplio panorama de su período creativo más fecundo. La obsesión, la locura, el crimen, la descomposición en suma, bien sea de mentes, de existencias o legados en esa Austria ya rural, ya urbana, pero siempre alucinada y tenebrosa, tan denostada por el autor, son el sustrato plenamente bernhardiano de las seis piezas maestras que integran el libro.

 


 Thomas Bernhard

Relatos

 

 

 

 


 

 Prólogo

No es fácil escoger seis relatos de Thomas Bernhard, y no por falta sino por exceso de material. Confieso haberme guiado por mi gusto, templado por el deseo de ofrecer un amplio panorama de uno de los períodos creativos más fecundos (años sesenta) de Thomas Bernhard.

Los relatos aquí recogidos han sido ya publicados en español, aunque para su traducción se utilizaron los textos alemanes, todavía no contrastados, anteriores a la nueva edición en veintidós volúmenes de la obra de Bernhard publicada por Suhrkamp Verlag. Sin embargo, la verdad es que los cambios son de poca monta: hay relatos que no han sufrido apenas transformación alguna y otros en donde los cambios se deben a correcciones hechas a última hora en galeradas por el propio Bernhard y que, por alguna razón (normalmente falta de tiempo), no se incorporaron al libro publicado. Son diferencias que indican, sobre todo, algo ya sabido: Bernhard era un perfeccionista, y en sus textos cada palabra y cada frase han sido cuidadosamente sopesados. Por último, hay que decir que el orden en que aquí figuran los relatos es sólo aproximadamente cronológico, porque algunos habían aparecido por primera vez en revistas o publicaciones diversas, y su momento de creación no siempre puede fijarse con exactitud.

La gorra es uno de los primeros relatos en el tiempo pero muestra ya a un Bernhard en la plenitud de sus facultades. A primera vista podría parecer un chiste prolongado: un hombre encuentra una gorra en su camino y se esfuerza obsesivamente por devolverla. Sin embargo, no se trata sólo de un ejercicio musical de repeticiones y variaciones sino también de una siniestra excursión a las profundidades de la locura.

¿Es una comedia? ¿Es una tragedia? refleja, ya en su título, el acreditado tópico barroco de la vida como tragicomedia. Sin embargo, como tantas otras veces, Bernhard consigue revivirlo, y arremete de paso, también como tantas otras veces, contra el teatro en general. Es el más insólito de los relatos aquí reunidos y quizá la primera y única vez que en la obra de Bernhard aparece un travestido.

En cuanto a Midland in Stilfs es un texto bernhardiano por los cuatro costados. Stilfs (en realidad Stelvio, ya que hoy pertenece al Alto Adigio italiano) es uno de esos pueblos que siembran los libros de Bernhard y, como si formaran parte de un fantástico mapa borgiano, se sobreponen a la realidad para componer una cartografía peculiar. También la figura del inglés como emisario de la normalidad del mundo exterior resulta típica.

Ungenach son palabras mayores y no sólo por la extensión del relato (lo mismo que Watten, es más una novela corta que un cuento). Su estructura fragmentaria resulta modélica y su tema principal (uno de los recurrentes en Bernhard) es el de la disolución de un legado. A Bernhard, a quien durante toda su vida preocupó, con tenacidad aldeana, la adquisición de propiedades, lo fascinaba la dispersión de esas propiedades a manos de los herederos. De Trastorno a Extinción, la inevitabilidad de ese desmoronamiento recorre el mundo novelístico bernhardiano.

También Watten es, después de todo, una variación del tema. El watten, juego de cartas típicamente austríaco, desempeña en cierto modo en la obra de Bernhard el mismo papel que el skat en la de Günter Grass. Para el protagonista, un hombre destruido, jugar al watten o no jugar al watten, -o mejor: la decisión de hacerlo o no hacerlo— es cuestión de vida o muerte.

Por último, En la linde de los árboles es un alarde de estilo, con los bosques, los inquietantes bosques bernhardianos, al fondo. Decía Claus Peymann que, lo mismo que bastaba oír dos compases de Mozart para reconocerlo, un par de líneas de Bernhard resultaban inconfundibles. En la linde… es un relato bernhardiano clásico, sereno, en el que la tragedia se anuncia en cada página.

MIGUEL SÁENZ


 La gorra

Mientras que mi hermano, a quien se pronostica una carrera fabulosa, pronuncia en los Estados Unidos de América, en las universidades más importantes, conferencias sobre sus descubrimientos en el ámbito de la investigación de las mutaciones, de lo que hablan sobre todo las publicaciones científicas, también en Europa, con un entusiasmo francamente inquietante, yo, cansado de los innumerables institutos centroeuropeos especializados en cabezas enfermas, he podido instalarme en su casa, y le estoy muy reconocido por haber puesto el edificio entero a mi disposición, sin reserva alguna. Esa casa que yo nunca había visto antes, heredada de su mujer, fallecida súbitamente hace medio año, en las primeras semanas en que he podido vivir en ella, con mi predilección característica por esas casas antiguas que, con sus proporciones, es decir, con sus masas y equilibrios corresponden perfectamente a la armonía general y particular de la Naturaleza, se ha convertido, en contra de todos los presentimientos que durante años han podido atormentarme de la forma más profunda, perturbándome hasta en mis células de la forma más mortal, en el único refugio posible para mi existencia, en cualquier caso problemática.

Las dos primeras semanas en la casa, situada a la orilla misma del Attersee, fueron para mí tal novedad que pude respirar, mi cuerpo volvió a vivir, mi cerebro ensayó acrobacias que yo había olvidado ya, sin duda ridículas para los sanos, pero para mí, el enfermo, extraordinariamente satisfactorias.

En los primeros días en Unterach, como se llama el lugar en que se alza la casa de mi hermano, pude ya deducir al menos relaciones, imaginarme de nuevo el mundo como algo habitual, disponer de una parte de mis conceptos, de los totalmente personales, para los, así llamados, fines de iniciación de mi pensamiento resurgido. Evidentemente, tampoco en Unterach podía estudiar. Me retraje otra vez lamentablemente a mis primeros intentos con Chabulas, con Diepold, Heisenberg, con Hilf, Liebig, Kriszat y Sir Isaac Newton, que, creo yo, son indispensables para progresar en mi esfera de la economía forestal y la silvicultura. También en Unterach, utilizando mi cabeza enferma, me limité pronto nada más a descubrir imágenes, a la simple descomposición, a extraer las más pequeñas de las grandes sustancias de la historia de los colores, de toda la historia de los estados físicos; otra vez, como tantas otras, me encontraba, en un instante, reprendido y rechazado hasta la enseñanza elemental de la observación de los colores. Sí, caí en las categorías más lastimosas de la autocontemplación y de lo que yo califico de histeria cromática dentro de mí, observando continuamente todas mis salidas sin encontrar ninguna; padecía en Unterach una continuación de mi existencia, al fin y al cabo sólo animal en sus rasgos esenciales, provocada por mi cabeza, en general por el esfuerzo excesivo de la materia, pero de una forma espantosa. Como temía que mi entorno inmediato de la casa pudiera averiguar cómo me encontraba, despedí a todos los criados, ordenándoles que no volvieran a poner los pies en la casa hasta que volviera mi hermano de América y todo recuperase su orden habitual. Traté de no despertar ninguna sospecha con respecto a mi enfermedad, a mi morbosidad. La gente lo aceptó y se fue contenta, excesivamente pagada y alegre. Cuando estuvieron fuera y no tuve ya razón alguna para dominarme, y en aquella casa y entre aquellas personas, como tengo que confesarme a mí mismo, había tenido que dominarme ininterrumpidamente de la forma más horrible, había tenido que dominarme durante dos semanas, quedé al instante a merced de mis estados de ánimo. Cerré todas las persianas de la fachada delantera de la casa, para no tener que mirar ya al exterior. Hubiera sido absurdo cerrar las persianas de la fachada posterior, porque las ventanas daban en ella sobre el monte alto. Con las persianas y ventanas abiertas entraba en la casa una oscuridad mucho mayor que con ellas cerradas. Sólo dejé abiertas las persianas y la ventana de la habitación en que vivía. De siempre, tenía que tener en mi habitación una ventana abierta si no quería asfixiarme. Realmente, después de estar solo en casa, hice inmediatamente otro intento de proseguir mis estudios, pero ya en los primeros momentos en que me ocupé de la teoría del doctor Mantel, indebidamente abandonada por mí, supe que mi esfuerzo terminaría en un fracaso. Reducido al mínimo existencial de mi cerebro, tuve que retirarme de mis libros y de los de mi maestro. Esa reducción, que siempre produce estados catastróficos en mi nuca, hace que entonces no pueda soportar ya nada. Siempre próximo a volverme completamente loco, pero sin embargo nunca completamente loco, sólo domino entonces mi cerebro para dar órdenes espantosas a mis manos y pies, para dar instrucciones especiales a mi cuerpo. Sin embargo, lo que más temo en esta casa y de lo que no informé en absoluto a mi hermano de América, al contrario, le escribía como habíamos convenido dos veces por semana que estaba bien, que le estaba agradecido, que hacía progresos tanto en mis estudios como en mi salud, que me encantaban su casa y todo el entorno, pero lo que más temía en Unterach era el crepúsculo y la oscuridad que seguía rápidamente al crepúsculo. De ese crepúsculo se trata aquí. De esa oscuridad. No de las causas de ese crepúsculo, de esa oscuridad, no de sus causalidades, sino sólo de cómo ese crepúsculo y esa oscuridad influían en mí en Unterach. Pero, como puedo ver, en estos instantes no tengo fuerzas para ocuparme de ese tema como de un problema, como de un problema para mí, y quiero limitarme sólo a indicaciones, quiero limitarme sólo en general al crepúsculo en Unterach y a la oscuridad en Unterach en relación conmigo, en el estado en que me encuentro en Unterach. Al fin y al cabo, tampoco tengo tiempo para un estudio, porque mi cabeza, porque la enfermedad de mi cabeza requiere toda mi atención, toda mi existencia. El crepúsculo y la oscuridad que sigue al crepúsculo en Unterach no puedo soportarlos en mi habitación y, por tal motivo, todos los días, cuando el crepúsculo trae la oscuridad en esta horrible atmósfera de montaña, salgo corriendo de mi habitación y de la casa y a la calle. Entonces sólo tengo tres posibilidades: correr en dirección a Parschallen o en dirección a Burgau o en dirección al Mondsee. Sin embargo, nunca he corrido en dirección al Mondsee, porque tengo miedo de esa dirección, todo el tiempo corro sólo hacia Burgau; pero hoy, de repente, he corrido hacia Parschallen. Como mi enfermedad, mi cefalalgia que me tortura desde hace ya cuatro años, me ha hecho salir en el crepúsculo (¡aquí ahora ya muy temprano, ya a las cuatro y media!) de mi habitación al vestíbulo, a la oscuridad de la calle y como, obedeciendo a una señal súbita salida de mi cabeza, quería infligirme una tortura mucho mayor que en los días anteriores, no fui a Burgau, como tengo por costumbre desde que estoy en Unterach, sino a la fea localidad de Parschallen, en donde hay ocho carniceros, como ahora sé, aunque en el pueblo no vivan cien personas, hay que imaginárselo: ocho carniceros y ni siquiera cien personas… Hoy quería provocar no sólo el agotamiento de Burgau sino el de Parschallen, mucho mayor, quería dormir, dormir me por fin otra vez. Pero ahora, como me he decidido a escribir estas frases, no puedo pensar ya siquiera en dormirme. Un agotamiento de Parschallen me ha parecido hoy ventajoso, de forma que he corrido en dirección a Parschallen. Mi enfermedad ha vuelto a llegar en Unterach a un punto culminante, me vuelve loco ahora de tal forma que tengo miedo de ser capaz de colgarme de un árbol, de tirarme al agua, sin tener en cuenta a mi querido hermano, de viaje por América; las capas de hielo son todavía delgadas y es fácil hundirse. No sé nadar, eso me vendrá bien… Desde hace semanas, ésa es la verdad, considero mi suicidio. Sin embargo, me falta decisión. Pero aunque me decidiera por fin a ahorcarme o a ahogarme en alguna masa de agua, distaría mucho aún de estar ahorcado, distaría mucho aún de haberme ahogado. Me domina una inmensa debilidad y, como consecuencia, inutilidad. Sin embargo, los árboles se me ofrecen literalmente, el agua me hace la corte, trata de atraerme… Pero yo ando, corro de un lado a otro, sin saltar a ninguna masa de agua, sin ahorcarme de ningún árbol. Como no hago lo que quiere el agua, temo al agua, como no hago lo que quieren los árboles, temo a los árboles… Lo temo todo… Y además, hay que imaginárselo, voy con mi única chaqueta, que es una chaqueta de verano, sin abrigo, sin chaleco, con mis pantalones de verano y mis zapatos de verano… Pero no me congelo, al contrario, todo lo que hay dentro de mí está siempre animado por un calor terrible, me veo empujado por el calor de mi cabeza. Aunque corriera totalmente desnudo hacia Parschallen no podría congelarme. Al grano: he corrido hacia Parschallen porque no quiero volverme loco; tengo que salir de casa si no quiero volverme loco. Sin embargo, la verdad es que quiero volverme loco, quiero volverme loco, nada me gustaría tanto como volverme loco realmente pero me temo estar lejos de poder volverme loco. ¡Quiero volverme loco de una vez! No sólo quiero tener miedo de volverme loco, quiero volverme loco de una vez. Dos médicos, de los que uno es un médico de alto nivel científico, me han profetizado que me volveré loco, que dentro de poco me volvería loco me profetizaron los dos médicos, dentro de poco, dentro de poco; ahora hace ya dos años que espero volverme loco, pero sigo sin haberme vuelto loco. Pero, en el crepúsculo y en la súbita oscuridad, pienso todo el tiempo que, si, por la noche en mi habitación, en toda la casa, no veo nada, si no veo ya lo que toco, oigo desde luego muchas cosas pero no veo nada, oigo y cómo oigo, pero no veo nada, si soportara esa situación espantosa, si soportara el crepúsculo y la oscuridad en mi habitación o por lo menos en el vestíbulo o por lo menos en alguna parte de la casa, si, sin tener en cuenta el dolor realmente inimaginable, no saliera de la casa en ningún caso, tendría que volverme loco. Pero nunca soportaré esa situación del crepúsculo y de la oscuridad súbita, tendré que salir corriendo una y otra vez de la casa, mientras esté en Unterach, y estaré en Unterach hasta que mi hermano vuelva de América, vuelva de Stanford y Princeton, vuelva de todas las universidades norteamericanas, hasta que las persianas vuelvan a estar abiertas y los criados estén de nuevo en la casa. Tendré que salir corriendo una y otra vez de la casa… Y esto ocurre así: no aguanto más y huyo, cierro todas las puertas detrás de mí, entonces tengo todos los bolsillos llenos de llaves, tengo tantas llaves en los bolsillos, sobre todo en los bolsillos del pantalón, que cuando corro hago un ruido espantoso, y no sólo un ruido espantoso, un estrépito horrible, las llaves, cuando corro, cuando me apresuro hacia Burgau o, como esta noche, hacia Parschallen, me trabajan los muslos y el vientre, y las que llevo en los bolsillos de la chaqueta me trabajan las caderas y me hacen daño en la pleura, porque, por la gran velocidad que tengo que alcanzar en cuanto he salido de la casa, tienen que oponerse a mi cuerpo inquieto, sólo de las llaves de los bolsillos del pantalón tengo varias heridas, ahora incluso llagas supurantes en el vientre, sobre todo porque, en la oscuridad, me resbalo en el suelo brutalmente helado y me caigo. Aunque he recorrido ya esas calles de un lado a otro cientos de veces, sigo cayéndome siempre. Antes de ayer me caí cuatro veces, el pasado domingo doce, y me herí en la barbilla, lo que sólo noté en casa; mi dolor de cabeza no me dejó percibir el dolor de mi barbilla, de modo que cabe imaginar lo grande que era mi dolor de cabeza para sofocar el dolor de la barbilla, provocado por una profunda herida en la mandíbula inferior. En el gran espejo de mi habitación, en el que, cada vez que vuelvo a casa, compruebo enseguida mi grado de agotamiento, de mi agotamiento físico, de mi agotamiento intelectual, de mi agotamiento diario, vi entonces la herida de mi barbilla (una herida así hubiera tenido que ser cosida por algún médico, pero no fui a ningún médico, aborrezco los médicos, dejaré esa herida de mi barbilla tal como está), al principio ni siquiera la herida misma de la barbilla sino una gran cantidad de sangre coagulada en mi chaquetón. Me asusté al ver el chaquetón ensangrentado, porque ahora, me pasó por la cabeza, el único chaquetón que tengo está ensangrentado. Pero, me dije enseguida, al fin y al cabo sólo salgo a la calle en el crepúsculo, sólo en la oscuridad, de forma que nadie verá que tengo el chaquetón ensangrentado. Sin embargo, yo que tengo el chaquetón ensangrentado. Tampoco he intentado limpiar mi chaquetón ensangrentado. Todavía ante el espejo solté la carcajada, y durante esa carcajada vi que me había abierto la barbilla, que andaba por ahí con una grave herida en el cuerpo. Es curioso el aspecto que tienes con la barbilla abierta, pensé para mí al verme en el espejo con la barbilla abierta. Prescindiendo de que esa herida en la barbilla me deformaba, toda mi persona había adquirido de repente además algo inconfundiblemente ridículo, sí, de comedia humana absoluta y, sin darme cuenta, en el camino de vuelta me había extendido con las manos por todo el rostro la sangre de la herida de la barbilla hasta la frente, ¡hasta el pelo! y, prescindiendo de eso, me había desgarrado además los pantalones. Pero, como queda dicho, eso fue el pasado domingo, no hoy, y quiero decir que hoy, en el camino de Parschallen, he encontrado una gorra y que tengo puesta ahora esa gorra, mientras escribo esto, efectivamente, tengo puesta la gorra encontrada, por diversas razones… Esa gorra gris, gruesa, tosca y sucia, la llevo ya desde hace tanto tiempo que ha tomado ya el olor de mi propia cabeza… Me la puse porque no quería verla más. Inmediatamente, al estar otra vez en casa, quise esconderla en mi habitación, quise esconderla en el vestíbulo, sin duda por razones que probablemente seguirán siendo inexplicables en el porvenir; quise esconderla en algún lado en toda la casa, pero no pude encontrar ningún lugar apropiado para la gorra, de forma que me la puse. No podía verla ya, pero tampoco tirarla, destruirla. Y ahora ando ya desde hace varias horas por toda la casa, con la gorra en la cabeza, sin tener que mirarla. Todas estas últimas horas las he pasado bajo la gorra, porque me la puse ya en el camino de vuelta y sólo me la quité de la cabeza un minuto para buscarle un lugar apropiado y, como no encontré ningún lugar apropiado para ella, me la volví a poner sencillamente. Pero tampoco podré llevar siempre esa gorra en la cabeza… En verdad, estoy dominado ya, desde hace mucho tiempo, por esa gorra, durante todo el tiempo no he pensado en otra cosa que en esa gorra sobre mi cabeza… Me temo que este estado, consistente en tener la gorra en la cabeza y ser dominado por la gorra de mi cabeza, por ella hasta en las más pequeñas y más mínimas posibilidades de existir, tanto de mi espíritu como de mi cuerpo, bien entendido, como de mi cuerpo, y de no quitármela de la cabeza guarda relación con mi enfermedad, eso sospecho: con esta enfermedad que, hasta hoy, nueve médicos no han sabido explicar, nueve médicos, bien entendido, que consulté en los últimos meses, antes de que, hace dos años, terminara con los médicos; con frecuencia, sólo pude llegar a esos médicos en condiciones inconcebiblemente difíciles y supusieron gastos monstruosos. Con ese motivo conocí la desvergüenza de los médicos. Pero, pienso ahora, he tenido puesta la gorra durante toda la noche, ¡y no sé por qué la tengo puesta! Y no me la he quitado de la cabeza, ¡y no sé por qué! Me resulta una carga horrible, como si un soldador me la hubiera soldado a la cabeza. Pero todo eso es accesorio, porque al fin y al cabo sólo quería anotar cómo llegó esa gorra a mis manos, dejar constancia de dónde encontré la gorra y, naturalmente, de por qué sigo teniéndola en la cabeza… Todo eso podría decirse con una sola frase, lo mismo que todo puede decirse con una sola frase, pero nadie logra decir todo con una sola frase… Ayer, a estas horas, no sabía aún absolutamente nada de esa gorra, y ahora la gorra me domina… Y, además, ¡se trata de una gorra totalmente corriente, de una de cientos de miles de gorras! Pero todo lo que pienso, lo que siento, lo que hago, lo que no hago, lo que soy, lo que represento está dominado por esa gorra, todo lo que soy está bajo esa gorra, todo guarda relación de pronto (para mí, ¡para mí en Unterach!) con esa gorra, con una de esas gorras como llevan sobre todo, lo sé, los carniceros de la región, con esa gorra tosca, gruesa y gris. No tiene por qué ser forzosamente una gorra de carnicero, también puede ser una gorra de leñador, también los leñadores llevan esas gorras, también los campesinos. Todos llevan esas gorras. Pero finalmente al grano: la cosa empezó porque no corrí hacia Burgau, el camino más corto, sino hacia Parschallen, el más largo, por qué no fui ayer precisamente hacia Burgau sino hacia Parschallen no lo sé. De repente, en lugar de correr hacia la derecha, corrí hacia la izquierda y hacia Parschallen. Burgau es mejor para mi estado. Tengo una gran aversión hacia Parschallen. Burgau es feo, Parschallen no. También las gentes de Burgau son feas, las de Parschallen no. Burgau huele horriblemente, Parschallen no. Pero para mi estado Burgau es mejor. Sin embargo, hoy corrí hacia Parschallen. Y en el camino de Parschallen encontré la gorra. Pisé algo blando y al principio creí que era una carroña, una rata muerta, un gato aplastado. Siempre que, en la oscuridad, piso algo blando, creo que he pisado una rata muerta o un gato aplastado… Pero quizá no se trate de ninguna rata muerta, de ningún gato aplastado, pienso, y retrocedo un paso. Con la punta del pie, empujo la cosa blanda hacia el centro de la calle. Compruebo que no se trata de una rata muerta ni de un gato aplastado, de ninguna carroña. ¿De qué entonces? Si no se trata de ninguna carroña, ¿de qué entonces? Nadie me observa en la oscuridad. Alargo la mano y sé que se trata de una gorra, de una gorra de visera. De una gorra de visera como llevan en la cabeza los carniceros, pero también los leñadores y los campesinos de la región. Una gorra de visera, pienso, y ahora, de repente, tengo en la mano una gorra de visera como las que he visto siempre en la cabeza de los carniceros y los leñadores y los campesinos. ¿Qué voy a hacer con esta gorra? Me la probé y me estaba bien. Es agradable, pensé, una gorra así, pero no puedes ponértela porque no eres carnicero ni leñador, ni campesino. Qué listos son los que llevan estas gorras, pienso. ¡Con este frío! ¿Tal vez, pienso, la haya perdido alguno de los leñadores que, durante la noche, hacen tanto ruido cortando leña que los oigo desde Unterach? ¿O algún campesino? ¿O algún carnicero? Probablemente algún leñador. ¡Seguro que un carnicero! Ese tratar de adivinar quién podría haber perdido la gorra me acaloró. Para colmo, me preocupaba también saber de qué color sería la gorra. ¿Será negra? ¿Será verde? ¿Gris? Las hay verdes y negras y grises… si es negra… si es gris… verde… en ese horrible juego de suposiciones me descubro siempre en el mismo lugar en que he encontrado la gorra. ¿Cuánto tiempo ha estado esa gorra en la calle? Qué agradable es llevar esa gorra en la cabeza, pensaba. Entonces la sostuve en la mano. Si alguien me ve con la gorra en la cabeza, pensé, creerá, con la oscuridad que aquí reina, que reina en la montaña, en la montaña y en el agua del lago, que soy un carnicero o un leñador, o un campesino. La gente se deja engañar enseguida por la ropa, por gorras, chaquetones, abrigos, zapatos, no ven los rostros, ni la forma de andar, ni los movimientos de cabeza, no notan más que la ropa, sólo ven el chaquetón y el pantalón que uno lleva, los zapatos y, naturalmente, sobre todo la gorra que uno lleva. De forma que, para quien me vea con esa gorra en la cabeza, seré un carnicero o un leñador o un campesino. Por eso yo, que no soy carnicero, ni leñador, ni campesino, no puedo llevar la gorra en la cabeza. ¡Sería un engaño! ¡Una infracción! ¡De pronto todos creerían que soy un carnicero, no un silvicultor, un campesino, no un silvicultor, un leñador, no un silvicultor! Pero ¿cómo puedo seguir calificándome de silvicultor cuando hace ya más de tres años que no me dedico a la silvicultura?, dejé Viena, dejé mi laboratorio, al fin y al cabo abandoné totalmente mis contactos científicos y forestales, al mismo tiempo que Viena, también la silvicultura y, de hecho, con un lamentable sacrificio de mi propia cabeza. Hace ya tres años que, dejando mis sorprendentes experimentos, me precipité en manos de los especialistas de la cabeza. Que me precipité de una clínica de la cabeza a otra. En general, en los últimos, puedo decir, cuatro años, me he pasado la vida sólo en manos de todos los especialistas de la cabeza imaginables, de la forma más lastimosa. Y, al fin y al cabo, hoy existo sólo por los consejos de todos mis especialistas de la cabeza, aunque no los visite ya, lo reconozco. ¡Existo gracias a los miles y cientos de miles de medicamentos que me han prescrito mis especialistas de la cabeza, de esos cientos y miles de medicamentos recomendados! ¡Diariamente, a las horas indicadas precisamente por esos especialistas de la cabeza, me inyecto mi posibilidad de existencia! Llevo constantemente en el bolsillo los medios para inyectarme. No, no soy ya un economista forestal, no soy una personalidad investigadora, no soy siquiera una naturaleza investigadora… A los veinticinco años, no soy más que un hombre enfermo, sí, ¡nada más! A pesar de eso, precisamente por eso, no tengo derecho a ponerme esa gorra. ¡No tengo ningún derecho a esa gorra! Y pensé: ¿qué puedo hacer con la gorra? Lo pensaba continuamente. Si me la guardo, será un hurto, si la dejo ahí, será innoble, por consiguiente, ¡no debo ponérmela y llevarla en la cabeza! Tengo que encontrar a quien la ha perdido, me dije, entraré en Parschallen y preguntaré a todo el mundo si ha perdido esa gorra. Primero, me dije, iré a ver a los carniceros. Luego a los leñadores. Y por último a los campesinos. Me imagino lo espantoso que será tener que consultar con todos los hombres de Parschallen, y entro en Parschallen. Hay muchas luces, porque en las naves de los mataderos la actividad está en su apogeo, en las naves y en los patios de los mataderos y en los establos. Con la gorra en la mano, entro en el lugar y llamo a la primera puerta de una carnicería. La gente, nadie abre, está en la nave del matadero, puedo oírlo. Llamo una segunda, una tercera, una cuarta vez. No oigo nada. Finalmente oigo pasos, un hombre abre la puerta y me pregunta qué quiero. Le digo que he encontrado la gorra que tengo en la mano, si no habrá perdido esa gorra, le pregunto. «Esta gorra —digo— la he encontrado a la salida del pueblo. Esta gorra», repito. Ahora veo que la gorra es gris, y en ese instante veo que el hombre a quien estoy preguntando si ha perdido la gorra que tengo en la mano lleva exactamente la misma gorra en la cabeza. «Bueno —digo—, naturalmente, usted no ha perdido su gorra, porque la lleva en la cabeza». Y me disculpo. El hombre, sin duda, me ha tomado por un tunante, porque me ha dado con la puerta en las narices. Con mi herida en la barbilla debo de haberle resultado también sospechoso, y la proximidad del establecimiento penitenciario habrá influido lo suyo. Pero sin duda la ha perdido algún carnicero, pienso, y llamo a la puerta del siguiente carnicero. Otra vez me abre un hombre, y también él lleva una gorra así en la cabeza, también una gorra gris. Tiene su gorra, me dice enseguida cuando le digo si no habrá perdido su gorra, como puedo ver, en la cabeza, o sea que es «una pregunta inútil», dijo. Me pareció que el hombre pensaba que mi pregunta de si había perdido la gorra era una artimaña. Los delincuentes del campo se hacen abrir la puerta de las casas con cualquier pretexto, y les basta, como es sabido, con echar una ojeada al vestíbulo para orientarse en futuros robos, etc. Mi pronunciación mitad ciudadana y mitad rural despierta las mayores sospechas. El hombre, que me pareció demasiado flaco para su oficio (un error, porque los carniceros mejores, es decir, los más despiadados, son flacos), me rechazó hacia la oscuridad, poniéndome la mano plana contra el pecho. Detestaba a los que son jóvenes, fuertes y además inteligentes, pero vagos, me dijo el hombre, y me demostró su desprecio al estilo de un carnicero, de la forma más muda, levantándose la gorra y escupiendo delante de sus botas. Con el tercer carnicero mi visita se desarrolló como con el primero, con el cuarto, casi igual que con el segundo. Tengo que decir que todos los carniceros de Parschallen llevaban en la cabeza la misma gorra, gorra de visera, gris, tosca y gruesa; ninguno había perdido su gorra. Sin embargo, no quería renunciar y deshacerme de la gorra encontrada de la forma más lamentable (sencillamente, tirar la gorra), de forma que me puse a visitar a los leñadores. Pero ninguno de los leñadores había perdido su gorra, todos, cuando aparecían en la puerta para abrirme (en el campo las mujeres envían a los hombres a la puerta de entrada en la oscuridad), llevaban una gorra de visera como la que yo había encontrado. Finalmente, visité también a todos los campesinos de Parschallen, pero ninguno de los campesinos había perdido su gorra. El último que me abrió fue un anciano que llevaba la misma gorra y me preguntó qué quería y, cuando se lo dije, me obligó literalmente, más con su silencio que con sus espantosas palabras, a ir a Burgau y preguntar a los carniceros de Burgau si alguno de ellos había perdido esa gorra. Hacía una hora, dijo, siete carniceros de Burgau habían estado en Parschallen y habían comprado todos los cochinillos de Parschallen aptos para ser sacrificados. Los carniceros de Burgau pagaban en Parschallen mejores precios que los carniceros de Parschallen, y a la inversa, los carniceros de Parschallen pagaban en Burgau mejores precios por los cochinillos que los carniceros de Burgau, de forma que los criadores de cochinillos de Parschallen, de siempre, vendían sus cochinillos a los carniceros de Burgau, y a la inversa, los criadores de cochinillos de Burgau, de siempre, sus cochinillos a los carniceros de Parschallen. Sin duda, alguno de los carniceros de Burgau, al salir de Parschallen, había perdido su gorra con el jaleo de los cochinillos, dijo el anciano, cerrando la puerta de golpe. Su rostro anciano, manchado de negro, sucio, me preocupó todo el tiempo en el camino de Burgau. Una y otra vez veía aquel rostro sucio con sus manchas negras, manchas de muerto, pensé: ese hombre vive aún y tiene ya manchas de muerto en el rostro. Y pensé que, como aquel hombre sabía que yo tenía la gorra, tenía que ir a Burgau. Lo quiera o no, tengo que ir a Burgau. El viejo me traicionará. Y, mientras corría, oía siempre las palabras LADRÓN DE GORRAS, una y otra vez las palabras LADRÓN DE GORRAS, LADRÓN DE GORRAS. Llegué a Burgau totalmente agotado. Las carnicerías de Burgau están muy juntas unas de otras. Pero cuando apareció en la puerta el primer carnicero al llamar yo, llevando en la cabeza la misma gorra que los de Parschallen, me asusté. Me di la vuelta al instante y corrí hasta el siguiente. Con ése ocurrió lo mismo, sólo que no tenía la gorra puesta sino en la mano, como yo, de modo que tampoco le pregunté si no habría perdido su gorra… ¿Pero cómo puedo explicar por qué he llamado?, pensé. Le pregunté qué hora era, y el carnicero, después de decir «las ocho», me llamó idiota y me dejó plantado. Finalmente, había preguntado a todos los carniceros de Burgau si no habrían perdido su gorra, pero ninguno la había perdido. Decidí visitar también a los leñadores, aunque mi situación era ya la más angustiosa que se pueda imaginar. Pero los leñadores aparecieron todos también en la puerta con la misma gorra en la cabeza, y el último me amenazó incluso porque yo, asustado, como cabe imaginar, no desaparecí inmediatamente al intimarme a que desapareciera enseguida, y me golpeó con su gorra en la cabeza, tirándome al suelo. Todos llevan la misma gorra, me dije tomando el camino de Unterach, «todos la misma gorra, todos», me dije. De pronto entré corriendo en Unterach, sin darme cuenta en absoluto de que corría, oyendo por todas partes: «¡Tienes que devolver la gorra! ¡Tienes que devolver la gorra!» Cien veces escuché esa frase: «¡Tienes que devolvérsela a su propietario!» Pero estaba demasiado agotado para preguntar a una sola persona más si no habría perdido quizá la gorra que yo había encontrado. No tenía ya fuerzas. Hubiera tenido que ir a docenas de carniceros y leñadores y campesinos. Además, como pensé cuando entraba en mi casa, había visto ya a cerrajeros y albañiles con esas gorras. ¿Y quién sabe si no la habrá perdido alguien de una provincia totalmente distinta de la Alta Austria? Hubiera tenido que interrogar aún a cientos, a miles, a cientos de miles de hombres aún. Jamás, creo, había estado tan agotado como en el instante en que decidí quedarme con la gorra. Todos llevan una gorra así, pensé, todos, cuando, en el vestíbulo, me abandoné totalmente a mi peligrosa fatiga. Otra vez tenía la sensación de haber llegado al fin, de haber acabado conmigo. Tenía miedo de la casa vacía y de las habitaciones vacías y frías. Tenía miedo de mí mismo, y sólo para no tener que sentir un miedo de muerte, de la forma mortal que me es propia, me he sentado a escribir estas páginas… Mientras otra vez, aunque con mucha habilidad, de una forma espantosa, me abandonaba a mi enfermedad y mi morbosidad pensé en qué iba a hacer ahora de mí, y me senté y empecé a escribir. Y durante todo el tiempo, mientras escribía, pensaba sólo que, cuando hubiera acabado, me cocinaría algo, algo de comer, pensé, comer por fin otra vez algo caliente y, como mientras escribía me había quedado tan frío, me puse de repente la gorra. Todos llevan esas gorras, pensé, todos, mientras escribía y escribía y escribía…

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