martes, 28 de abril de 2020

La intrusa. BORGES A CONTRALUZ. Estela Canto.





Fue en el cincuenta y tantos cuando Borges me habló por primera vez del tema de este cuento. Dos hermanos, dos orilleros del pueblo de Turdera, matones o cuchilleros, están unidos por una especie de fraternidad viril. Un día uno de ellos recoge a una mujer; ve que el hermano se interesa y le dice que «la use». Los dos la comparten por un tiempo. Pero están enamorados y esto los aver­güenza. El problema se resuelve vendiendo la mujer a un prostíbulo. Pero cuando uno de los hermanos descubre que el otro sigue visitándola, comprende que hay que ter­minar con ese factor de perturbación. Y la mata para sal­var la buena relación entre ellos.
Este cuento es uno de los más tramposos de Bor­ges. La trampa final no aparece sugerida como en El Zahír o El Aleph. En La intrusa no hay objetos mági­cos. Por su ambiente, representa una vuelta a temas como el de Hombre de la esquina rosada, esos bajos fondos que tanto lo atraían y que marcaron sus comienzos de narrador. Los malevos eran la única clase baja que él admitía.
Me expuso el argumento de este cuento y yo, no sé por qué, me escandalicé. Supongo que me chocó el hecho de que la mujer apareciera como un objeto inerte, que no se le permitiera ni siquiera el albedrío de elegir a uno de los hombres. Todo el sentimiento, toda la atención está en­tre los dos hermanos.
Le dije que el cuento me parecía básicamente homo­sexual. Creí que esto -él se alarmaba bastante de cual­quier alusión en este sentido- iba a impresionarlo. No fue así. El epíteto -un neologismo cientificista execra­do por él- lo dejó impertérrito. Ni siquiera defendió la situación. Para él no había ninguna situación homose­xual en el cuento. Continuó hablándome de la relación entre los dos hermanos, de la bravura de este tipo de hombres, etcétera.
De todos modos no escribió el cuento inmediatamen­te y la idea siguió dándole vueltas en la cabeza. No la abandonó pese a los adjetivos condenatorios que yo usé: era mezquino, cobarde, no merecía ser contado. (Él to­maba bastante en cuenta mis opiniones y hasta me lo es­cribió.) Yo casi siempre elogiaba sin retaceos su literatu­ra y me sentí chasqueada por esta terquedad.
Borges veía el cuento de una manera muy distinta a co­mo yo lo veía.
Tiempo después, cuando el cuento se publicó, supe cuál había sido el motivo que me había puesto tan en contra. Aparentemente, La intrusa es un cuento realista que transcurre entre orilleros. Pero Borges dio la clave cuando explicó sus dificultades en dar forma final al re­lato. Probablemente lo había dictado a su madre y le ha­bía expuesto sus vacilaciones para hallar un desenlace. Doña Leonor se lo dio. «Termínalo de la manera más sim­ple. Hay que poner: "¡A trabajar, hermano! Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté..., que se quede ahí con sus pilchas. Ya no hará más perjuicios".»
Ésta fue la contribución de doña Leonor al cuento. Y el autor termina diciendo: «Se abrazaron casi llorando. Ahora los ataba otro vínculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.»
Los amigos que conocieron íntimamente a Borges so­lían comentar la relación que él tenía con su madre, una relación agobiante que los analistas calificarían de «castratoria». Lo que nos revela La intrusa es la índole de esa relación, que tiene todo el carácter de una relación «vi­ril». Por eso él no sintió en ningún momento que pudie­ra haber homosexualidad en ese cuento. Los dos rufianes del relato expresan la forma en que el subconsciente de Borges sentía la relación con su madre. No era una rela­ción tierna. Era una relación parecida a un pacto de san­gre entre hombres, basado en códigos secretos y ni si­quiera bien entendidos por las partes. No era una relación razonable: era un mandato.
Es seguro que Leonor Acevedo prefería esta clase de cuentos a los otros, los fantásticos. Y, a partir del momen­to en que Georgie tuvo que depender de ella para que le leyera y él empezó a triunfar literariamente, tras una se­rie de sucesivos fracasos sentimentales, el pacto de san­gre se robusteció. Leonor Acevedo, que siempre se había mantenido en un discreto segundo plano, pasó al prime­ro, eliminadas ya todas las «intrusas».
Cuando él se inclinaba hacia su madre aparecían los gauchos, los cuchillos y las lanzas; en lo fantástico, en cambio, estaba su liberación. Pero ante la moneda o la palabra mágica él no se atreve ni a pronunciar la palabra ni a guardar la moneda. E incluso niega haber visto el aleph.
La coquetería de Leonor Acevedo ante su hijo se ba­saba en la reciedumbre. Así, en una ocasión en que, ya muy vieja, iba a ser operada, dijo a Georgie en el mo­mento en que la llevaban al quirófano, con voz animosa: «¡Salvaje unitaria!».* Esta intrepidez conmovía a su hi­jo, que me contó la anécdota. Incluso al borde de la muer­te, esta octogenaria quiso dejar a Georgie una última ima­gen de coraje.

La «salvaje unitaria» sobrevivió bastantes años a esa operación. Esta mujer de apariencia frágil para los que no sabían ver la fuerza de voluntad y la firme atención que brillaban en sus ojitos negros y chispeantes, logró crear en su casa una extraña atmósfera: el culto a los cu­chilleros y a los compadres. Esos cuchilleros eran para Leonor Acevedo la imagen de lo viril. Nada podía inter­ponerse en la relación de los dos hermanos de La intrusa. Sobrecoge la brutalidad de las palabras finales de uno de ellos, porque «la intrusa» no ha sido eliminada por es­torbar, sino por odio. «¡A trabajar, hermano! Después nos ayudarán los caranchos.» El hermano mayor le recuerda al menor que sólo el trabajo existe; la mujer, esa «cosa», sólo sirve para alimentar a los horribles buitres de la pampa. Y el deprecio se extiende hasta la ropa de la di­funta: «Déjala ahí con sus pilchas».
Y, naturalmente, llega el abrazo final, la reconciliación, el entendimiento de la extraña pareja. Cualquier persona o cosa que se interponga entre ellos es «la intrusa», es un espejismo, algo que -por voluntad- no existe y no puede existir.
Las «intrusas» se sucedieron en la vida de Jorge Luis Borges. En algunos casos, como el mío, él sufrió, porque la situación bordeó la realidad. En otros, él mantuvo sumisamente las cosas en el plano que Leonor Acevedo to­leraba.






* Los unitarios eran los liberales que en el siglo XIX combatieron al tirano Rosas. «Salvaje unitario» era el grito de los esbirros de Rosas cuando se lanzaban a degollar a los unitarios.

lunes, 27 de abril de 2020

Algunos juegos del tahúr. BORGES A CONTRALUZ. Estela Canto.




En la Argentina las personas cultas tienden a pensar y sentir de acuerdo a cánones, en grupo. En el plano litera­rio y artístico Borges era plenamente autónomo: sus gus­tos no tomaban en cuenta los valores establecidos. En lo político, que en el fondo no le interesaba, se sometía a los expedientes y a las fáciles generalizaciones de su grupo.
Dentro de lo que yo sé, sólo en una ocasión se atrevió a ponerse contra el viento. La anécdota es banal, pero muestra un Borges inesperado, Borges como defensor caballeresco de una mujer de mala reputación.
La escritora María Rosa Oliver tenía una relación sentimental con un joven alemán refugiado, Ralph Siegmann. Ralph dirigía una galería de arte en la casa de antigüedades Conte (de los hermanos Pirovano), donde yo trabajé como encargada de la librería. Ralph tenía co­mo secretaria a una alemana de la zona sudeste de Checoslovaquia, Hilda Meyer. Ésta, por cierto, no tenía na­da del físico que los nazis atribuían a los judíos, aunque según ella era judía pura. Hilda era muy bonita: rubia, de miembros largos y facciones delicadas, con un aire aristocrático.
Aunque teníamos que entrar a Conte a las nueve de la mañana, en general nos demorábamos hasta las nueve y media y aún entonces era demasiado temprano, ya que el adormilado público del Barrio Norte empezaba a lle­gar a la casa de antigüedades y mueblería alrededor de las once. En esa hora y media que teníamos libre, Ralph y yo íbamos a la confitería Desty a tomar un café y char­lar un rato. Hilda nunca nos acompañó en estas salidas.
Fue así como Ralph me fue contando su vida: sus pe­ripecias en Alemania, sus aventuras homosexuales, su lle­gada a Buenos Aires, su encuentro con María Rosa, que para él había sido una tabla de salvación, etc. Un día me dijo que quería mucho a María Rosa y que el mayor de­seo de su vida era casarse con ella. María Rosa no pare­cía dispuesta a hacerlo y él me pidió que, como amiga, usara mi influencia para convencerla.
Esa misma tarde, al salir del trabajo, fui a casa de Ma­ría Rosa. Le conté lo que Ralph me había dicho. María Rosa se enojó. Me dijo (creo que textualmente): «Ya le he dicho a Ralph que se deje de tonterías. Una mujer como yo no puede casarse» (aludiendo a su parálisis).
Pasaron dos o tres meses. La gente seguía pasando por la librería y el salón de exposiciones. Entre los que pasa­ban estaba, naturalmente, Borges, a quien le quedaba más cerca Conte que mi casa en Chile y Tacuarí. A veces Borges cambiaba unas palabras con Ralph e Hilda.
Una mañana Ralph se presentó muy agitado y me invitó a tomar una copa en el Desty. Le pregunté qué le pa­saba y me contestó: «He tenido una pelea con Rosita». Supuse que era una riña sin importancia y quise saber cuál había sido el motivo. Él me contestó. «Porque voy a casarme con Hilda.» Me quedé atónita.
María Rosa Oliver tomó muy a mal la cosa. En lugar de enojarse con Ralph, se lanzó con todas sus baterías contra Hilda. Ni qué decir que casi todo el grupo de sus amigos literarios y políticos -gente conocida e importan­te- empezaron a vituperar a Hilda: era una «intrigante», una «ambiciosa» (¿!), una «mujerzuela» con un pasado turbio, etcétera.
Una tarde, al salir de Conte con Borges, comenté el asunto. Borges fue cruel: «¿Es que María Rosa se ha vuel­to loca? ¿Cómo se puede comparar con una diosa?».


Y, a partir de ese momento, empezó a invitar a Hilda a almorzar o a comer las noches en que no se veía conmigo.
Finalmente, María Rosa, movilizando sus influencias -era amiga de Nelson Rockefeller y de Lincoln Kirstein- consiguió mandar a Ralph a Estados Unidos con una ex­posición de cuadros de Figari.
Antes de partir, en un secreto compartido sólo por dos o tres personas (Borges entre ellas), Ralph se casó con Hilda.
Vi ese verano en Punta del Este a Hilda, que pasó allí un mes antes de ir a reunirse con su marido. Era una mu­jer encantadora y quería sinceramente a Ralph. Me dijo que para ella había sido una enorme ayuda moral el apoyo de Borges en esos momentos. Le estaba profundamen­te agradecida.
Pero esta línea de caballero andante, desdichadamen­te, no continuó. Fue menester el contacto en Europa y Es­tados Unidos con el clamor horrorizado que había susci­tado en el mundo el genocidio perpetrado en la década de los setenta por los militares que gobernaban en la Ar­gentina, para que Borges consintiera en dar una entrevis­ta a las Madres de Plaza de Mayo. No sólo esto: creyó lo que le contó una de estas mujeres con pañuelos blancos en la cabeza, a quien le habían asesinado una hija, por­que era de clase alta y la conocía de nombre. Entonces creyó la atroz realidad que había manchado a la nación.
«Fue cuando vino a verme la señora X que me di cuen­ta de que era cierto», decía, con una ingenuidad que de­sarmaba. Cuando las acusaciones provenían de mujeres de otra clase social o de partidos de izquierda, él no las creía.
En lo literario, naturalmente, volaba con vuelo propio. En un mundo como el nuestro, contaminado de política en todos sus planos, sus actitudes eran equívocas y lo ha­cían aparecer como mucho peor de lo que era. Su honor estaba en la literatura.
Sin embargo, no se privaba de pequeñas trampas cuando había que lograr un efecto literario, «como cual­quier tahúr». Escribe en un poema:

Dicen que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Ítaca...

Hacía unos años él me había traído la Ilíada y la Odi­sea en inglés y yo había leído, entusiasmada, la Odisea. No así la Ilíada, que se me cayó de las manos. Hablamos de la mágica noche en que Ulises, envuelto en trapos y bajo un manto de mendigo, está, junto a una inmensa chimenea, a los pies de Penélope adormilada, que cree haber hablado en sueños «con su señor».
Borges tenía una curiosa teoría acerca del concurso de tiro en el cual participa Ulises, todavía cubierto con los trapos de un mendigo, con los pretendientes de Penélope. Nadie puede mover el arco de Ulises, salvo él. Según Borges, esto aludía a la perfecta adecuación sexual entre Ulises y Penélope. El arco de Ulises era el símbolo del per­fecto entendimiento entre los dos. Una sorprendente pe­netración psicológica en este hombre, siempre inespera­do, que solía rehuir este aspecto de la realidad.
Pero volvamos al tahúr. Le recordé que Ulises «nunca había divisado Ítaca». Uno de los momentos sublimes del poema sobreviene cuando Ulises, envuelto en la niebla, sobre una playa, después de un naufragio, no se da cuen­ta de que esa niebla y esa playa son las brumas y las are­nas de Ítaca. «Estar en Ítaca» es algo que Ulises no sien­te inmediatamente. Tampoco ha visto la isla a la distancia. Para saber que ha llegado necesita algunos he­chos: un viejo perro decrépito que se levanta, mueve la cola, aúlla y muere tras reconocerlo; caminar por la pla­ya y hablar con algunas personas; entonces entra en su conciencia la idea de que «está en Ítaca».
Cuando le hice notar esto, diciéndole que había hecho trampa por no sacrificar un verso bien torneado, me contestó que eso no tenía importancia, que la gente en general no leía la Odisea y que, incluso en caso de leerla, no lo iba a advertir.
Creo que tenía razón: ninguno de sus exégetas, ni si­quiera los más eruditos, advirtió este detalle. Por otra parte, en caso de advertirlo, no se habrían atrevido a corregirle la plana.
Podría decirse que estaba practicando aquí el concep­to de «obra abierta» de Umberto Eco: una obra es recrea­da por cada lector y hay tantas lecturas como lectores. Y aunque no conocía las teorías de Eco, practicaba de he­cho la «lectura abierta».
Pero éste es el Borges tardío. Este hombre, cuya única libertad era la literatura, sentía como un peso las ideas de propiedad intelectual de algunos de sus amigos. En este caso las mías.


En el caso de Hilda Siegmann, Borges pudo actuar de acuerdo con sus sentimientos y tomó la defensa de una mujer no bien vista porque sentía que aquí estaba la jus­ticia. Por una vez su madre no intervino para hacerle ver que una mujer de la «clase» que se atribuía a Hilda siem­pre era digna de reprobación. Al no intervenir su madre, él pudo separarse de eso que los sociólogos llaman «el grupo de presión» y seguir su impulso natural.
La segunda anécdota, esa Ítaca nunca divisada por Ulises, según Homero, muestra una de las múltiples liberta­des que se permitía este gran escritor cuando quería lo­grar un efecto.



domingo, 26 de abril de 2020

La escritura del dios. BORGES A CONTRALUZ- Estela Canto.



Este cuento expresa mejor que ningún otro la forma en que Borges se veía a sí mismo. En La escritura del dios está la manera en que Borges, tímidamente, presentía al Borges triunfante; y está el prisionero Borges, que nunca iba a dejar de ser un prisionero.
Como ya he dicho, La escritura del dios fue inventado una mañana de otoño en que paseábamos por el Jardín Zoológico. Nos hicimos retratar. [Imagen 20]. En la instantánea Bor­ges aparece con una bufanda atada al pescuezo, a la ma­nera de los compadritos. Era un regalo que yo le había hecho. El diseño escocés no era bonito. Yo había procu­rado elegir colores discretos y el resultado había sido in­coloro y aburrido. La bufanda sólo fue usada una o dos veces; probablemente doña Leonor la hizo desaparecer... con toda razón. A Georgie la bufanda le daba un aire de­saliñado, justamente el aire que su madre quería evitar. De todos modos, quedó constancia del regalo, ya que nos fotografiamos cerca de la jaula de los monos.
El otoño y la primavera son las estaciones del celo en los animales; esto crea cierta tensión. Alguna vez yo ha­bía visto aquí una carrera enloquecida de ciervos; el sexo en forma de martillo del rinoceronte; los renovados jue­gos eróticos de los monos. En las fieras el sexo, más dis­creto, es desgarrador. El león ruge, como reclamando; el tigre se pasea, desesperado, moviendo la cabeza, refre­gándose a veces contra los barrotes, incesante, continuo.
A Borges, en el Zoológico, sólo le interesaba la jaula de las fieras, como ya he dicho, y en especial aquel magnífi­co tigre de Bengala. Era un animal enorme que salía a la parte externa de la jaula y volvía a entrar en la lóbrega y húmeda parte interna, con su hedor a orines, a carne de caballo podrida, a animal martirizado.
Ante los animales yo siempre he sentido una mezcla de piedad y adoración, como si en ellos estuviera encerrado un gran misterio. La tortura de un animal siempre me ha parecido el peor de los crímenes. Comenté algo de esto con Borges. Él miró hacia la jaula del león, inmóvil y dig­no, soportando su cautiverio como si nada tuviera que ver con él. Luego miró de nuevo al tigre; sintió, como yo, la fuerza y el milagro de la fiera, pero su alma no se lle­nó de compasión: él vio otra cosa.
Me detengo por segunda vez en esta anécdota que muestra, en las fuentes de su creación, la dualidad que sentía Borges dentro de sí mismo.
Me habló de un hombre enterrado en una mazmorra. El hombre era alimentado por un agujero y a través de este agujero, por unos segundos todos los días, llegaba la luz. En esa luz él veía pasar, en sus incesantes paseos, a un tigre. El hombre supone que en las rayas del tigre Dios, o un dios, ha escrito un mensaje. Este hombre de­dicaba su vida a descifrarlo. Y la mazmorra dejaba de ser una mazmorra, el hombre ya no estaba preso. Tratando de descifrar esas rayas, de leer la palabra que en ellas es­tá escrita, se siente libre, como lo había sido Funes en su camastro.
Siguiendo la descripción de Borges, imaginé visualmente el cuento. Pero lo imaginé en la India, de donde provenía la esplendorosa fiera.
Dimos unas vueltas más por el Zoológico, pero él ya no estaba interesado. Después de contemplar con cierta in­diferencia el pabellón de los cóndores y las águilas, nos fuimos del jardín.
Al escribir el cuento, Borges cambió elementos, hizo escamoteos. El relato final no fue el que él me había con­tado, el que yo había imaginado. En La escritura del dios el protagonista es un sacerdote azteca, prisionero de un español, Pedro de Alvarado. El autor reemplazó la lumi­nosa religión brahmánica por los sangrientos ritos azte­cas, la acabada forma del tigre de Bengala por la forma agazapada y disminuida de un tigre de las Américas, con manchas en vez de rayas. El sacerdote recuerda los cora­zones en los pechos abiertos de las víctimas que ha inmo­lado. El duro piso de la mazmorra se asemeja al suelo del sótano en el cual él ha visto el aleph. El sacerdote azteca, ese oficiante de una religión de escasa espiritualidad, des­cubre finalmente el secreto de la escritura del dios. Y comprende que ese secreto, en caso de ser enunciado, ha­rá desaparecer las paredes que lo rodean y le dará la libertad. Pero el sacerdote no dice la palabra, como Borges rechazando el zahír. Como Borges cuando niega ha­ber visto el aleph. Sabe que tiene el poder y eso le basta. Se conoce el nombre de Dios, ese nombre que, al ser pro­nunciado, es capaz de cambiarlo todo. Pero tal vez no val­ga la pena pronunciarlo. O tal vez quiere Borges disimu­lar con un aparente desdén su falta de osadía.
Es extraña la divergencia entre la versión oral de esa mañana en el Zoológico y la versión final que se publicó. Se siente una disminución y una pérdida deliberada. El prisionero de la versión oral no descubría el secreto de la escritura del dios: se dedicaba a descubrirlo. El personaje de la versión escrita descubre el secreto pero no lo utiliza.
Años después hablé con él de este cuento y le expuse una interpretación que le gustó: le dije que él era a la vez el prisionero y el tigre.
Al inventar el cuento había creído ser sólo el hombre. Pero el tigre también estaba en él, ansioso por ser libera­do. «Eres un tigre», le dije, «el tigre es tu animal. Hasta tienes garras afelpadas que rozan o desgarran, pero que no aprietan... y que alguna vez han dejado a alguien con un brazo de menos».
Esto lo hizo reír, lo halagó. Le dije también que en el poema Israel, el verso final, «hermoso como un león al mediodía», podía reemplazarse por «hermoso como un tigre a medianoche» y que, en ese caso, el tigre habría si­do Jorge Luis Borges. (Ésta era mi manera de piropear­lo.) Él reía, divertido. Añadí que él había sido el tigre en­jaulado, ahora en libertad y suelto por el ancho mundo.
De los dos prisioneros sólo comentamos a uno, el tigre. El sacerdote que con una palabra puede hacer caer las paredes de la mazmorra y no la pronuncia repite la actitud de El Aleph y El Zahír: la negativa a compartir. En última instancia, Borges el Tahúr escamoteaba, no com­partía.
También a veces, al saludarlo, solía decirle: «¿Cómo te va, Tahúr Afortunado?», aludiendo a los versos de Almafuerte que tanto le habían gustado. Una vez, ya no en tono de broma, creo que sin falsa modestia, me dijo: «Bue­no..., creo que los suecos tienen razón. Yo no tengo una obra que justifique el Premio Nobel». Debí decirle -como lo hice alguna otra vez- que éste era un consuelo y, como casi todos los consuelos, falso. Era por culpa de sus de­claraciones y su actitud personal ante las dictaduras (cuando no era la peronista o la estalinista) que el Nobel se le había escapado de las manos. Es verdad que estaba rodeado por gente que le presentaba los hechos como en 1945, cuando la alternativa en la Argentina había sido un gobierno democrático fraudulento o un gobierno demo­cráticamente elegido y encabezado por Perón. Ésta era la disyuntiva calamitosa que había enfrentado a los argen­tinos años antes. La situación había cambiado, pero no la actitud mental de sus amigos.
En él hubo terquedad al negarse a ver el lado criminal de las dictaduras militares. Cuando la inmoralidad y el crimen estaban del lado del antipopulismo, él no quería verlo, hacía un escamoteo de tahúr y eludía el problema. Aquí no era ciego por naturaleza, sino por elección.





sábado, 25 de abril de 2020

Reinaldo Arenas El portero. (Novela. Fragmento).

             
            
SINOPSIS

             
            Una vez concluida la publicación de la «pentagonía» con la que Reinaldo Arenas quiso alegorizar y criticar la represión de Cuba bajo el régimen castrista, recuperamos ahora la novela El portero, escrita en Nueva York, entre 1984 y 1986, y en la que se recrea el microcosmos de un rascacielos bajo la mirada perpleja del portero, un cubano exiliado, al igual que el propio Arenas, incapaz también de adaptarse a la American way of life.
             
            Juan, después de fracasar en diferentes trabajos, consigue un puesto como portero en un rascacielos de Manhattan. Allí, obsesionado con abrirles a los inquilinos la puerta no sólo del edificio sino también la de «la verdadera felicidad», topará con una extravagante galería de personajes, entre otros: Roy Friedman, de sesenta y cinco años, obsesionado con regalar caramelos a diestro y siniestro; Brenda Hill, «mujer algo descocada, soltera y ligeramente alcohólica»; Arthur Makadam, donjuán entrado en años e impotente; Casandra Levinson, «propagandista incesante de Fidel Castro» que al mismo tiempo goza de las comodidades capitalistas; los señores Oscar Times, «ambos homosexuales y tan semejantes física y moralmente que en realidad conforman como una sola persona»; Walter Skirius, científico obseso de los implantes artificiales… Al final, Juan sólo logra entenderse con las mascotas de los inquilinos del edificio, y con ellas emprenderá un viaje sin retorno.



             
            Reinaldo Arenas

             
            El portero

             
             

             
   



             
            REINALDO ARENAS

             
            Nació en Holguín (Cuba) en 1943, en el seno de una familia de campesinos. Desengañado de la Revolución (a la que, sin embargo, se había adherido al principio y con la que incluso había colaborado), pasó dos años encarcelado por ser considerado un «peligro social» y «contrarrevolucionario». En 1980 logró salir de Cuba y se instaló en Nueva York, ciudad en la que, enfermo de sida, se suicidó en 1990. Tusquets Editores, en su propósito de rescatar parte de la obra de Reinaldo Arenas, ha publicado, además de El portero (Andanzas 526, ahora también en la colección Fábula), la pentagonía que incluye los títulos Celestino antes del alba, El palacio de las blanquísimas mofetas, Otra vez el mar, El color del verano y El asalto (Andanzas 395, 428, 463, 357 y 497), la novela El mundo alucinante (Andanzas 314 y Fábula 177) y su estremecedora autobiografía Antes que anochezca (Andanzas 165 y Fábula 55), llevada al cine por Julian Schnabel y protagonizada por Javier Bardem.



             
            Para Lázaro, su novela




             
            Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo.
             
            Juan, 1,9




             

 Primera parte

 




             

 1

 

             
            Ésta es la historia de Juan, un joven que se moría de penas. No podemos explicar cuáles eran las causas exactas de esas penas; mucho menos, cómo eran ellas. Si pudiéramos, entonces las penas no hubiesen sido tan terribles y esta historia no tendría ningún sentido, pues al joven no le hubiese ocurrido nada extraordinario y, por lo tanto, no nos hubiésemos tomado tanto interés en su caso.
            A veces todo su rostro se ensombrecía como si la intensidad de la tristeza hubiese llegado a su punto culminante, pero luego, como si el sufrimiento le concediese una breve tregua, sus facciones se suavizaban y la tristeza adquiría una suerte de apacible serenidad, como si el mismo desencanto se estabilizase o fluyese ahora lentamente, comprendiendo, tal vez, que su caudal, de tan inmenso, no se agotaría nunca, sino que, por el contrario, estaría siempre creciendo y renovándose.
            Es cierto que hacía diez años que había dejado su país (Cuba) en un bote y se había establecido en los Estados Unidos. Tenía entonces diecisiete años y atrás había quedado toda su vida. Es decir, humillaciones y playas, enemigos encarnizados y gratas compañías que la misma persecución hacía extraordinarias, hambre y esclavitud, pero también noches cómplices y ciudades a la medida de su desasosiego; horror sin término, pero también una humanidad, una manera de sentir, una confraternidad ante el espanto –cosas que aquí, como su propia manera de ser, eran extranjeras...–. Pero también nosotros (somos un millón de personas) dejamos todo eso y sin embargo no morimos de pena –o al menos no se nos ha visto morir– con la misma desesperación que este muchacho. Pero, como ya dijimos hace un momento, no pretendemos ni podemos explicar este caso, sino, sólo en la medida de lo posible, exponerlo. Y todo eso con la pobreza de un idioma que por motivos obvios hemos tenido que ir olvidando, como tantas cosas.
            No pretendemos vanagloriarnos de que hayamos tenido con él preferencias exclusivas. No había por qué tenerlas. Él era, como casi todos nosotros, al llegar aquí, un joven descalificado, un obrero, una persona más que venía huyendo. Tenía que aprender, como aprendimos nosotros, el valor de las cosas, el alto precio que hay que pagar para alcanzar una vida estable. Un empleo bien remunerado, un apartamento, un auto, unas vacaciones y, finalmente, una casa propia, si es posible cerca del mar... Porque el mar es para nosotros nuestro elemento. Pero el mar verdadero, dentro del cual podamos sumergirnos y convivir, no estas extensiones heladas y grises a las que tenemos que acercarnos casi enmascarados... Sí, sabemos que estamos haciendo confesiones sentimentaloides que nuestra poderosa comunidad –nosotros mismos– negaría en su totalidad o las tacharía por ridículas e innecesarias: somos ciudadanos prácticos, respetables, muchos enriquecidos, y miembros de la nación hoy por hoy más poderosa del mundo. Pero este testimonio tiene como objeto un caso excepcional. Es la historia de alguien que, a diferencia de nosotros, no pudo (o no quiso) adaptarse a este mundo práctico; al contrario, exploró caminos absurdos y desesperados y, lo que es peor, quiso llevar por esos caminos a cuanta persona conoció. Las malas lenguas, que nunca faltan, dicen que también desequilibró a los animales, pero de eso ya hablaremos más adelante... También se nos objetará –ya vemos a los periodistas, profesores y críticos abalanzarse sobre nosotros– que siendo ésta la historia de Juan no hay motivos para que la interrumpamos a fin de interpolar nuestros asuntos. Permítasenos aclarar que: primero, no constituimos (afortunadamente) un gremio de escritores y por lo tanto no tenemos que obedecer sus leyes; segundo, que nuestro personaje, al pertenecer a nuestra comunidad, forma parte también de nosotros mismos; y tercero, que fuimos nosotros quienes le abrimos las puertas en este nuevo mundo y quienes en todo momento hemos estado dispuestos a «darle una mano», como se dice allá, en el lugar de donde huimos.
            Desde que llegó –y muy desmejorado que llegó– le dimos ayuda material (más de doscientos dólares) y le «viabilizamos» (otra palabra de allá) rápidamente el Social Security (lo sentimos, pero no tenemos equivalente para esa expresión en español) para que pudiera pagar los impuestos, y casi de inmediato le conseguimos un empleo. Claro está que no podía ser uno de estos empleos que tenemos nosotros, después de veinte o treinta años de trabajar duro. Le conseguimos un empleo en la construcción, al sol, naturalmente. Al parecer, Juan comenzó entonces a ser atacado por fuertes dolores de cabeza, por insolaciones. En plena actividad se detenía (los cubos con la mezcla en las manos) y así se quedaba, de pie, absorto, mirando a ningún sitio o a todos los sitios, como si una misteriosa revelación en ese mismo instante lo deslumbrase. Imagínense ustedes, en medio de los trabajos febriles de la construcción, a aquel muchacho completamente paralizado, sin camisa, con dos cubos en las manos, delirando entre la algarabía de mandarrias y serruchos... El capataz, enfurecido, le gritaba en inglés (idioma que el joven aún no dominaba) todo tipo de órdenes e insultos. Pero sólo cuando aquella visitación o locura lo abandonaba, Juan volvía a sus faenas.
            Desde luego, tuvimos que cambiarlo de empleo numerosas veces. Fue camarero en un bar de la sauecera, encargado de la limpieza de los urinarios en un hospital para refugiados haitianos, planchador en una factoría (o fábrica) del midtown de Nueva York, taquillero en un cine de la calle 42... ¿Qué querían ustedes, que le ofreciéramos nuestras piscinas? ¿Que así, por su linda cara (y realmente no era feo, como ninguno de nosotros, gente morena, no como esas cosas fofas, pálidas y desproporcionadas que abundan por acá), sí, por su linda cara le abriéramos las puertas de nuestras residencias en Coral Gables, que le entregáramos nuestro carro del año para que conquistase a nuestras hijas que con tanto esmero hemos educado, y que lo dejáramos, en fin, vivir la dulce vida sin antes conocer el precio que en este mundo hay que pagar por cada bocanada de aire? Eso sí que no.
            Finalmente, como vimos que no era apto para ningún empleo en el que hubiera que tener carácter, iniciativa, «chispa» –como decíamos allá, en nuestro mundo–, nos agenciamos, con bastante dificultad por cierto (pues ese ramo está aquí controlado por la mafia), para conseguirle un empleo en el cuerpo de servicios de un edificio residencial en la parte más lujosa de Manhattan. Su trabajo no podía ser menos complejo ni menos problemático: se limitaba a abrir la puerta y saludar respetuosamente a los habitantes del edificio. Doorman,  perdón, portero, queremos decir, ése era su nuevo oficio.
            Pero si antes ya habíamos tenido problemas con Juan en relación con sus trabajos, aquí sí podemos decir que comenzaron nuestros verdaderos dolores de cabeza y no precisamente por negligencia en su cargo, sino por lo que podríamos llamar «exceso de celo en el mismo». Porque, de pronto, nuestro portero descubrió, o creyó descubrir, que su labor no se podía limitar a abrir la puerta del edificio, sino que él, el portero, era «el señalado», «el elegido», «el indicado» (escojan ustedes de estas tres la mejor palabra) para mostrarles a todas aquellas personas una puerta más amplia y hasta entonces invisible o inaccesible; puerta que era la de sus propias vidas y, por lo tanto (y así hay que escribirlo aunque parezca, y sea, ridículo, pues citamos textualmente a Juan), «la de la verdadera felicidad».
            Sobra decir que ni él mismo sabía qué puerta o puertas eran aquéllas, ni dónde estaban, ni cómo llegar a ellas, ni mucho menos cómo abrirlas. Pero en su exaltación, en su desvarío o en su demencia (escojan ustedes de las tres palabras la mejor) estaba seguro de que la puerta existía y que de alguna misteriosa manera se podría llegar a ella y abrirla.
            Él pensaba y así lo ha dejado testimoniado (¿«testimoniado»? ¿Existe esa palabra en nuestra lengua?) en los numerosos papeles que garabateó, que las casas o los apartamentos continuaban después de las habitaciones y las últimas paredes, y que la vida de aquellas personas del edificio donde él era el portero no podía limitarse a un eterno transitar de la cocina al baño, de la sala al cuarto de dormir, o del ascensor al automóvil. De ninguna manera podía concebir que la existencia de toda aquella gente, y por extensión la de todo el mundo, fuese sólo un ir y venir de un cubículo a otro, de espacios reducidos a espacios aún más reducidos, de oficinas a dormitorios, de trenes a cafeterías, de subterráneos a ómnibus, y así incesantemente... Él les mostraría «otros sitios», pues él no sólo les abriría la puerta del edificio, sino que, seguimos citándolo, «los conduciría hacia dimensiones nunca antes sospechadas, hacia regiones sin tiempo ni límites materiales...». Y en estas cavilaciones ya iba y venía de uno a otro extremo del salón o lobby del edificio, murmurando incoherencias, aunque siempre –hay que reconocerlo– atento a la puerta y con su uniforme impecable (chaqueta y pantalones azules, sombrero de copa negro, guantes blancos y galones dorados). Así, cuando imaginaba que no era observado, atisbaba temeroso hacia los rincones, avanzaba hacia su propia imagen que se reflejaba en el gran espejo del salón o se detenía frente a la amplia puerta que da al jardín interior y, subrepticiamente, hacía algunas anotaciones en la libreta que siempre llevaba encima. Otras veces se paseaba por el patio interior, las manos enguantadas tras la espalda, preguntándose de qué manera podría mostrarles a todas aquellas personas el sendero que, desde luego, él también desconocía. Y súbitamente abandonaba sus meditaciones y corría a abrirle la gran puerta de cristal a algún inquilino, y hasta a llevarle los paquetes hasta el apartamento mientras le preguntaba por su estado de salud y también por la salud del perro, del gato, de la cotorra, del mono o del pez... No olviden, por favor, que en este país, quien no tiene un perro, tiene un canario, un gato, un mono o cualquier otro tipo de animal (no importa de qué especie) en su casa.
            Aberraciones o pasatiempos morbosos, lo reconocemos, propios de gente ociosa o solitaria que no tiene en qué entretenerse. Cosas, en fin, de viejas locas o de señores no menos chiflados aunque a veces, al parecer, decentes.
            Ahora comprendemos que tantas atenciones por parte de Juan obedecían a un método. Pues su «tarea», llamémosla así, consistía en desplegar una amabilidad extrema hacia todas aquellas personas para ganarse su amistad e infiltrarse en sus apartamentos y luego en sus vidas con el propósito de cambiarlas.
            Consignaremos aquí, a manera de presentación, rápida y concisa –somos gente ocupadísima y no podemos dedicarle toda nuestra vida a este caso–, las personas con las cuales nuestro portero tuvo una relación más o menos profunda.
            Entre ellas se destacan el señor Roy Friedman, hombre de unos sesenta y cinco años, a quien Juan nombra en sus escritos como «el señor de los caramelos», pues siempre tenía un caramelo en la boca y varios en los bolsillos, y cada vez que se encontraba con el portero, lo cual desde luego sucedía varias veces al día, le obsequiaba con una de esas confituras. También Juan sostuvo conversaciones con el señor Joseph Rozeman, eminente mecánico dental gracias a quien muchas de las más bellas estrellas de la televisión y del cine exhiben glamorosas sonrisas (notables miembros de nuestra comunidad han utilizado los servicios de mister Rozeman, y les aseguramos que son realmente recomendables). Sigue, de acuerdo con nuestra lista, el señor John Lockpez, ecuatoriano naturalizado en los Estados Unidos, pastor de la Iglesia del Amor a Cristo Mediante el Contacto Amistoso e Incesante, casado, con hijos, todos religiosos al igual que su esposa; este señor (su nombre de origen es Juan López), al parecer, le tomó gran aprecio a nuestro portero e intentó ganárselo para su causa (la del señor Lockpez), por lo que podemos afirmar que entre los dos hombres se estableció una fanática contienda, ya que cada uno quería catequizar al otro para sus respectivas y extrañas doctrinas. De todos modos ya explicaremos con más detalles todas esas relaciones que ahora sólo estamos enumerando. Continuemos pues: la señorita, o señora, Brenda Hill, mujer algo descocada, soltera y ligeramente alcohólica; el señor Arthur Makadam, caballero entrado en años y aun libertino; la señorita Mary Avilés, la supuesta prometida del portero; el señor Stephen Warrem, el millonario del edificio que habita con su familia en el penthouse; la señora Casandra Levinson, titulada «profesora de ciencias sociales», pero propagandista incesante de Fidel Castro; el señor Pietri, el súper (perdón, el encargado del edificio) y su familia; los señores Oscar Times (Oscar Times I y Oscar Times II), ambos homosexuales y tan semejantes física y moralmente, que en realidad conforman como una sola persona, hasta el punto de que muchos inquilinos que nunca los habían visto juntos afirmaban que se trataba de un solo personaje. Pero nosotros sabemos que son dos y que, incluso, uno de ellos es cubano... La señorita Scarlett Reynolds, actriz jubilada, obsesionada por el sentido del ahorro, también sostuvo varios diálogos con el portero, al igual que el profesor Walter Skirius, científico de nota e inventor incesante.

            De casi todas estas personas mencionadas, nuestro portero logró, con amabilidad, halagos y favores que iban más allá de sus funciones, ganarse la amistad o por lo menos cierta aparente simpatía, llegando a veces a ser no sólo el portero sino también el huésped. Con lo cual, así al menos pensaba Juan, había avanzado un gran trecho en sus propósitos proselitistas. 

viernes, 24 de abril de 2020

El Aleph. BORGES A CONTRALUZ. ESTELA CANTO.




Una de las peculiaridades del estilo de Borges es la enumeración. Se diría que el autor quiere encerrar el tiempo y el espacio en un círculo, no dejar nada afuera. Funes enumera; la dedicatoria a Leonor Acevedo en las Obras Completas enumera; el poema Mateo XXV enume­ra; El Aleph, que marca un cambio de ruta en su vida y su literatura, culmina en una caudalosa enumeración. Y to­das sus enumeraciones -incluyendo la última a María Kodama- aluden al deleite, a la felicidad, al éxtasis.
El aleph, como el zahír, es un objeto mágico. Es un puntito luminoso en un sótano. Pero es un objeto con el cual Borges tiene relaciones (no las tiene con el zahír). Y, del mismo modo que en El Zahír, hay aquí dos planos. En uno el encuentro con el objeto mágico, que lleva a una trascendencia; en el otro la burla, suave en El Zahír, san­grienta en El Aleph, de un personaje que representa, de algún modo, la vida cotidiana de Borges. Y los dos cuen­tos empiezan hablando de una mujer que ya está muerta. En El Zahír el narrador recibe la moneda al salir del velatorio de Teodelina Villar. Y encuentra el aleph años después de haber muerto Beatriz Viterbo. En los dos ca­sos la mujer ha muerto y la realización del amor físico es imposible. Teodelina Villar muere en el Barrio Sur por­que su familia «ha venido a menos»; Beatriz Viterbo, en cambio, siempre ha vivido en el Barrio Sur. El mundo en que se han movido las dos mujeres es muy distinto: Teo­delina es una mujer del Barrio Norte, con las ínfimas preocupaciones de una señora tonta que vive ahí. Beatriz es una muchacha burguesa de barrio: sin duda, de haber sobrevivido, habría terminado tomando el té en la Confi­tería del Molino, gorda y conforme con la vida.
En El Aleph, Borges se burla del medio social de Bea­triz, pero lo hace a través del primo de ella y rival de él, Carlos Argentino Daneri.
Con el paso del tiempo, que va modificando el lengua­je de acuerdo a las mutuas influencias entre las diversas capas sociales, no todos se darán cuenta ahora de lo que significaba en la Argentina recalcar la letra «ese» al final de una palabra. Los padres italianos prescindían de las «eses» finales, pero los hijos tendían a exagerarlas. Hay otros detalles de Carlos Argentino que lo sitúan, empe­zando por su nombre, ese «Argentino» añadido como una escarapela para disimular una incertidumbre. Car­los Argentino invita a Borges a «tomar la leche» en una confitería que sabemos es de «medio pelo», ineludible­mente, por haber sido elegida por el poeta, que la descri­be «tan elegante como una confitería de Flores» (una exageración de Borges que recuerda algunos sarcasmos mal calculados de Bustos Domecq). Flores era un barrio de resonancias cursis en los años cuarenta: «Tomar la le­che» era merendar, pero como en la Argentina la palabra «merendar» no se usaba ni se usa, lo correcto socialmente era «tomar el té», aunque se tomara leche, café, toddy o chocolate. «Tomar la leche» situaba socialmente; me­jor dicho, desbarrancaba. En esto incurre Carlos Argen­tino Daneri.
Los poemas de Carlos Argentino Daneri hacen rimar «nordnoroeste» con «blanquiceleste»; hoy, Carlos Argen­tino usaría expresiones como «problemática borgiana», palabras como «filme» o «impactar». Estas tristes pala­brejas, que habrían de horrorizar a Borges cuarenta años más tarde, todavía no infectaban los diarios. En tiempos de Carlos Argentino se decía sencillamente los «temas», el «film», la «película» o la «vista», «impresionar». (Sos­pecho que buena parte de las burlas que hace Borges de la poesía y los modos de hablar de Carlos Argentino Da­neri se pierden para el lector de hoy.)
En Carlos Argentino Daneri el autor se burla de los que tienen ante la literatura la misma actitud pomposa y po­co perceptiva que iban a tener los entusiastas «borgísticos» cuarenta años más tarde, procurando cubrir con dis­quisiciones rebuscadas y confusas el hecho de estar encandilados por prestigios que no entienden.
Pese a sus dislates, o gracias a ellos, Carlos Argentino termina ganando, al final del cuento, el segundo Premio Nacional de Literatura, «anuncio de un primero». Ya entonces Borges husmeaba los abismos en que habría de caer la literatura, aunque Carlos Argentino sería hoy un hombre mucho más culto que sus colegas, ya que sabe algo de francés y «tal vez ha leído La Ilíada».
El Aleph me está dedicado. Borges me dice en una de sus cartas que habrá de ser «el primero de una larga se­rie»; el destino no quiso que esto se realizara. De esa se­rie, que no fue «larga», sólo se escribió El Zahír y La es­critura del dios. Pero El Zahír iba a ser dedicado a Wally Zenner y La escritura del dios a Ema Risso Platero, sus amigas en momentos de angustia.
Él vino a casa con el manuscrito garabateado, lleno de borrones y tachaduras, y me lo fue dictando a la máqui­na. El original quedó en casa y las hojas dactilografiadas fueron llevadas a la revista Sur, donde se publicó el cuen­to. En 1949 se editó, junto con otros relatos, en un volu­men que lleva ese título.
Borges me hablaba de los progresos que iba haciendo con El Aleph y, mientras me dictaba, se reía a carcajadas de los versos que endilgaba a Carlos Argentino.
La mordacidad de Borges, me temo, ha perdido sus dientes, como está perdida, para los lectores modernos, la mordacidad de madame de Sévigné, apenas percepti­ble ya sin ayuda erudita, o tantas intenciones del Quijote que ya no son registradas. La vertiginosa aceleración his­tórica del siglo XX hizo que esto sucediera en vida de Borges. Que yo sepa, nadie se ha atrevido a preguntarle al autor qué representa Carlos Argentino Daneri. Pocos han notado que éste es un personaje ridículo. En todo ca­so ha sido muy poco analizada la deliberada ridiculez de sus versos. Carlos Argentino Daneri representa la vengan­za secreta que el autor se toma contra algunos «modernistas». Y lo que ocurre con Carlos Argentino es otro ejemplo del pasmo admirativo y obnubilatorio que él sus­citaba en todos. Nadie se atrevía a reírse, ni siquiera cuando él trataba de hacer reír.
Esto me recuerda el efecto que suscitaba en el público una película humorística de Buñuel, Ese oscuro objeto del deseo, con situaciones desopilantes que -nuevas para el público- lo dejaban como de piedra, preguntándose si de­bía reírse o no. La risa sólo estallaba, como un alivio, no como un placer, ante un gag tan gastado como el balde de agua fría que tiran a la cabeza de la heroína, o cuando el protagonista va a la cama con la misma actriz y se en­cuentra con que tiene puesta una faja en forma de arma­dura inexpugnable.
La gente ríe cuando sabe de antemano que tiene que reírse. Y Borges no da la orden para reírse de Carlos Ar­gentino.
Recordamos el argumento de El Aleph. Está escrito en primera persona, como El Zahír, lo cual le da un ca­rácter más personal que el de otros relatos. Se inicia con el autor, que pasea por Constitución y ve los avisos re­novados en las carteleras de la estación. Esa mañana ha muerto Beatriz Viterbo, la mujer amada, y el hecho de que los avisos hayan cambiado en las carteleras es el pri­mer indicio del alejamiento que ha de crear el tiempo entre él y Beatriz. También ella ha sido amada por el grotesco poeta Carlos Argentino Daneri, su primo, quien va contando a Borges, a través de los años que siguen a la muerte de Beatriz (porque Borges sigue fiel al recuer­do de ella y conmemora los aniversarios de su muerte), que está escribiendo un poema que abarcará todas las cosas.
Un día Daneri le dice que van a echar abajo la casa del barrio de Constitución donde Beatriz había vivido y que, al hacerlo, destruirán un objeto que hay en el só­tano -el aleph- en el cual se pueden ver todos los obje­tos del mundo. En una inusitada prueba de confianza, tal vez desesperado por la posible desaparición del aleph, Carlos Argentino le dice que se lo va a mostrar. Para ver el aleph, Borges tiene que acostarse en la os­curidad del sótano y quedar allí inmóvil. Así lo hace. En un momento siente terror, se le ocurre que Daneri le ha tendido una celada, pero luego divisa un punto luminoso, el aleph, y en él ve nítidamente todos los ob­jetos del mundo. Al salir del sótano dice a Daneri que no ha visto nada.
Ésta era la primera versión de El Aleph. La otra ver­sión, la definitiva, que está en las Obras Completas de 1972, es más mansa e indirecta. Borges no niega haber visto el aleph; su respuesta es ambigua. Le quita impor­tancia. Carlos Argentino puede suponer que lo ha visto o no. En todo caso, le hace sentir que no tiene el alcance que él le ha dado. Disminuir al aleph, o negarlo, es la ven­ganza de Borges. En todo caso, hay aquí algo que se quie­re ocultar.
El Aleph, como he dicho, es el relato de una experien­cia mística. Carlos Argentino es la primera cubierta, de carácter jocoso, con que Borges quiere distraernos de lo que está más allá de él, lo que lo hace actuar como un cuerpo conductor. En un epílogo para El Aleph, incluido en las Obras Completas, el autor recuerda que el aleph es la primera letra del alfabeto hebreo.
En La muerte y la brújula se van articulando las letras del nombre sagrado, el nombre que no debe pronunciar­se. Pero en El Aleph Borges se queda en la primera letra. No necesita avanzar: esa primera letra lo es todo. Basta aludir a Dios para que Dios esté en nosotros. Nombrarlo más nos llevará a la muerte. Nombrarlo apenas es el co­mienzo del éxtasis.
Los místicos dan cuenta de experiencias en que se tras­ciende, por un momento, la carne. En El Aleph, en ese só­tano de una casa de la calle Brasil, el autor trasciende la carne. Y esto significa no ser ya presa de los sentidos, sig­nifica ver todas las cosas como debe verlas Dios. Y el éx­tasis ha de parecerse al estallido del orgasmo, intenso y compartido, ese instante en que dos seres dejan de ser dos para ser uno. Las ataduras caen. Pero Borges ve aquí más que el placer de la liberación instantánea: ve los mundos a los cuales puede llevarle esa liberación, la unión con el cosmos, el encuentro. Quizás él no sabía hasta qué punto sus percepciones eran místicas o, en to­do caso, no quería saberlo... o no quería que se supiera. Ese reino era de él y sólo de él. Quizá podía compartirlo en el amor, pero él temía al amor. El amor significa fran­quear las barreras.
Él presentía que iba a estar solo en esa experiencia. Beatriz lo ha traicionado antes de la experiencia compar­tida. Quizá Beatriz no ha sido más que el pretexto para llegar a esa experiencia.
La diferencia está en que Borges era un místico sin quererlo. Los místicos buscan el éxtasis y a veces lo alcan­zan tras sacrificios, ascesis, renuncias. Borges no renun­ciaba a nada: el elemento místico estaba en él, funcio­naba sin que él lo quisiera, tal vez sin que lo sospechara. Los estados de esta clase, a los que se puede llegar me­diante una droga -el caso de Aldous Huxley-, se produ­cían naturalmente en él. (No en balde hablaba con tan­ta indiferencia de la cocaína.) Lo otro, su parte humana, era bastante deleznable, como en todos. Pues El Aleph es también el relato de una venganza, mezquina y pue­ril, como suelen ser las venganzas. Borges se venga de Carlos Argentino Daneri haciéndole componer unos ver­sos ridículos, viendo el aleph y diciéndole que no lo ha visto.
Todo el funcionamiento superficial de Borges está en esa mentira. Él no va a confiar su secreto a nadie; él sa­be que, si bien Carlos Argentino ha visto el aleph, ese aleph tiene que ser limitado, ya que Carlos Argentino lo es. Y también está la venganza por la traición de Beatriz, muerta al iniciarse el cuento.
Por último, tenemos el miedo al nombre de Dios. Esta prohibición judía estaba arraigada en Borges. El objeto mágico que dejaba ver el universo podía haberse llama­do de cualquier modo, pero Borges se decidió por la pri­mera letra de lo Innombrable. Y el cuento entra así en una categoría trascendente, un terreno en el cual pocos osan avanzar.
Me atrevo a suponer que si El Aleph se hubiera llama­do de cualquier otra manera, por ejemplo, «Ikor», la san­gre en los poemas homéricos, o el «Graal», esa leyenda cristiana, su impacto hubiera sido menor. Justamente es la prohibición judía de pronunciar el nombre de Dios o de usar el sexo para el placer y no para la reproducción lo que da fuerza secreta a este encuentro con Dios que es el aleph.


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