lunes, 6 de enero de 2020

FRANCIS BACON. ENSAYOS. 1.DE LA VERDAD.



 1

DE LA VERDAD
(1625)
¿Qué es la verdad?, preguntó Pilato mofándose; y no esperaría la respuesta. En verdad que hay deleite en lo frívolo; y se considera una servidumbre mantener una creencia; afecta al libre albedrío, en el pensamiento así como en la acción. Y aunque las sectas de filósofos de esa clase ya han desaparecido, aún quedan ciertos ingenios discursivos que tienen la misma cepa aunque no hay en ellos la misma savia como la había en los antiguos. Pero no es sólo las penas y trabajo que los hombres se toman para encontrar la verdad ni tampoco que, al encontrarla, se impone al pensamiento de los hombres y aporta mentiras en su favor, sino una afición natural, aunque corrupta, hacia la propia mentira. Uno de los últimos de las escuelas griegas examina la cuestión y discurre sobre qué habrá para que los hombres amen la mentira; no es que lo hagan por placer, como los poetas; ni por beneficiarse, como el comerciante, sino por la propia mentira. Y o no sé qué decir; esta misma verdad es una luz del día pura y clara que no ilumina las máscaras y disfraces y triunfos de la mitad del mundo y tan impresionante y deliciosamente como la luz de las candelas. Quizá la verdad alcance el precio de una perla que luce más durante el día, pero no alcanzará el precio de un diamante o un carbúnculo que brilla más bajo luces variadas. El mezclarle una mentira tiene que agregarle encanto. ¿Duda alguien que si se quitaran de la mente de los hombre s las opiniones vacuas, las esperanzas vanas, los cálculos erróneos, las mimadas fantasías y cosas análogas, no quedaría la mente de algunos hombres como pobre s cosas hundidas llenas de melancolía y desanimadas, algo desagradable para ellos? Uno de los padres, con gran seriedad, llama a la poesía vinum daemonum[1], porque llena la imaginación y sin embargo no es más que la sombra de una mentira. Pero no es que la mentira pase por la mente, sino que se hunde en ella y se asienta allí, y produce el daño como dijimos antes. Mas, sea como fuere, el que estas cosas corrompan los juicios y afectos de los hombres, la verdad, que sólo debe juzgarse por sí misma, enseña que la averiguación de la verdad, que es el cortejarla, el conocimiento de la verdad, que es su presencia, y la creencia de la verdad, que es gozarla, es el soberano bien de la naturaleza humana. La primera criatura de Dios, en la creación de los días, fue la luz del sentido; la última fue la luz de la razón; y su obra del sabbath desde entonces es la iluminación de su Espíritu. Primero, expandió luz sobre el haz de la materia o caos; luego expandió luz en el rostro del hombre; y aún expandió e inspiró luz bajo el rostro de su elegido. El poeta que embelleció la secta, aunque, por lo demás fue inferior a los otros, dijo en form a excelsa: Es un placer estarse en la orilla y ver los barcos zarandeados por las olas; un placer estar en la ventana de un castillo y ver una batalla y los percances que suceden abajo; pero no hay placer comparable al del lugar estratégico de la verdad (una cima que no puede ser dominada y donde el aire es siempre puro y sereno) y ver los errores divagaciones, nieblas y tempestades del valle que yace al fondo; siempre que tal panorama se vea con piedad y no con vanidad y orgullo. La verdad es que hay cielos y tierra para que la mente del hombre sea movida por la caridad, descanse en la providencia y vuelva hacia los asideros de la verdad.
Pasando de la verdad teológica y filosófica a la verdad de los asuntos de la vida civil, se reconocerá, aun por aquellos que no lo practiquen, que el trato claro y rotundo es la honra de la naturaleza humana y que la mezcla de la falsedad es como alear en la acuñación oro y plata, que puede hacer más resistente el me tal, pero lo rebaja. Por esos procedimientos sinuosos y retorcidos caminan las serpi entes, las cuales reptan sobre el vientre y no sobre los pies. No hay vicio que cubra de vergüenza tanto al hombre como encontrarle falso y pérfido; por eso Montaigne se expresó con elegancia, cuando preguntó la causa de que la p alabra mentira tuviera un sentido tan desgraciado y odioso; dijo: Sopesándolo bien, decir que un hombre miente es tanto como decir que es valiente con Dios y cobarde con los hombres. Porque la mentira se encara con Dios y huye ante el hombre. Seguramente la maldad de la falsía y quebrantamiento de la fe es posible que no pueda ser expresada con tanta elevación, como que será la última apelación pidiendo el juicio de Dios sobre las generaciones humanas: habiéndosenos dicho que cuando venga Cristo, no encontrará fe en la tierra.
Fuente:
"Ensayos" del filósofo Francis Bacon (1561-1626) Madrid, Aguilar, 1965, 11x15 cm, 238 páginas. Portada deteriorada (de ahí su precio) Biblioteca de Iniciación Filosófica Historia de la filosofía. Pensamiento. Siglo XVII bja.

domingo, 5 de enero de 2020

Francis Bacon Ensayos.



«Essays or Counsels Civil and Moral». Colección de 28 ensayos o «consejos políticos y morales» de Francis Bacon (1561-1626), publicados los diez primeros en 1597, aumentados hasta 38 en la edición de 1612 y luego hasta 58 en la edición impresa en Londres. En 1638 se publicó una traducción latina, debida toda o en parte al propio Bacon, con el titulo «Sermones fideles sive interiora rerum». Independientemente de su valor específico les «Ensayos» imprimieron un sello indeleble en la literatura inglesa, en la cual, la tradición ensayista se perpetúa hasta hoy; influyeron por su tendencia a la sencillez que casi se convierte en sequedad, a la frase breve y densa de sentido, a las imágenes escultóricas y raras. Junto a estas dotes estilísticas, se nota en ellos la influencia (casi antitética) de su época de eufuísmo, de poesía «metafísica», imaginativa con cierta tendencia a la extravagancia.

En sus «Ensayos» Bacon sigue los textos y las tesis autorizadas con cómoda sabiduría, que tiene cuenta de la experiencia de la vida; y por ser él, hombre de mundo ávido de honores y de triunfo social, sus ensayos son «consejos civiles y morales» con un fin utilitario: enseñar a comportarse para medrar en esta vida, y a pesar de su tono elevado y su originalidad verbal, están inspirados en un maquiavelismo inferior sin impulsos generosos, sin dudas ni luchas interiores. Es característico a este respecto el «Ensayo sobre la unidad en la religión». En una época trastornada por violentas luchas religiosas, Bacon no se plantea el problema religioso: acepta servilmente la religión de Estado, condenando genéricamente toda forma de herejía, de fe individual y toda discusión que ahonde en ello. No ve la urgencia ni la utilidad de hacer lo contrario: lo que importa es la paz en la Iglesia, que según Bacon trae la paz de la conciencia. Primer deber, la calma; Dios no es un ideal, sino una blanda cotidianidad.


 Francis Bacon

 Ensayos

 

 

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oronet 15.11.2019





 PRÓLOGO

La vida de Francisco Bacon (1561-1626), estadista, filósofo y literato, ofrece un conjunto de contradicciones si se la considera en esas tres facetas de su actuación; pero, sea cualquiera la conclusión a la que se llegue, no se le puede negar a Bacon notable preeminencia intelectual.
La época en que vivió Bacon fue un tiempo decisivo para la historia de Inglaterra, segunda mitad del siglo XVI y principios del XVII. Aún no había llegado para Inglaterra la hora de su poderío, pero empezaban a apuntar los brotes que se convertirían en su predominio marítimo y su vasto imperio mundial. Todavía era España la nación más poderosa, e Inglaterra procuraba fortalecerse provocando encubiertamente al poderoso monarca español. Estaba reciente la separación de la Iglesia inglesa de la obediencia al Papa. Isabel I alentaba las empresas marítimas que, años más tarde, darían a Inglaterra el máximo poderío mundial. España fracasó, con su Armada Invencible, en castigar las audaces piraterías de Drake y Sir Walter Raleigh. Shakespeare escribía y representaba sus obras geniales. La ciencia y la filosofía inglesas iban siendo imprescindibles en la cultura europea. Jacobo I unió bajo su reinado Escocia e Inglaterra. En fin, Gran Bretaña imponía paso a paso su personalidad de nación importante en la historia de Europa. Como estadista, Francisco Bacon alcanzó los puestos más altos en la gobernación de Inglaterra, pero si en conseguirlos desplegó su capacidad intelectual no intervino menos su capacidad para la intriga, su deslealtad para con los amigos y su inmensa ambición. Precisamente su actuación en la vida pública inglesa ha perjudicado su reputación en sus otros aspectos de filósofo y escritor y a nadie, mejor que a él, se puede aplicar lo del moralista que no sigue sus propios consejos.
Su conducta con respecto al conde de Essex, del que era amigo íntimo, consejero privado y protegido, tiene difícil justificación. Sin duda, el conde de Essex era culpable de los delitos de traición a la Corona, y sólo cabría discutir la mayor o menor culpabilidad, pero Bacon figuró entre los acusadores y redactó personalmente, por encargo de la reina, la acusación contra Essex. No es suficiente decir que, como abogado, cumplía su deber. También el deber de la amistad y de la lealtad le debió obligar que buscara la forma de abstenerse de semejante acusación. Pero la oportunidad política para medrar, el deseo de conquistar el favor de la reina, la ambición, en una palabra, le impulsaron a obrar sin detenerse en escrúpulos sentimentales ni de lealtad hacia el amigo y protector. Más de la mitad de su vida pasó Bacon tratando de alcanzar lo que su ambición le dictaba. Su turbio proceder no le sirvió para alcanzar el tan ansiado favor de la reina. Cuando ésta murió, Bacon tenía 42 años. El sucesor, Jacobo I, le fue más propicio y con él consiguió los máximos cargos ambicionados. Pero no supo, una vez en la cima como Lord Canciller, ser leal a la confianza depositada en él. Se le acusó de haber cometido en su cargo veintitrés delitos de prevaricación. Cierto es que Bacon, según iba ascendiendo, perdía las amistades y llegó a tener muchos más enemigos que amigos. Bacon se reconoció culpable y apenas pudo, con su defensa, aminorar la gravedad de las inculpaciones. Después de la condena y de la pérdida de todos sus cargos, se retiró a una posesión familiar y se dedicó al estudio y a sus tareas filosóficas y literarias.
Como filósofo, a Bacon se le suele considerar fundador de la filosofía moderna, en su tendencia empírica, y padre de la moderna investigación científica; pero ambas cosas resultan exageradas. Bacon tuvo el mérito de considerar insuficiente el escolasticismo y tratar de exponer un nuevo método de investigación mediante el conocimiento minucioso de la naturaleza, prescindiendo de todos los prejuicios que procedieran de las ideas aceptadas sin comprobación o de opiniones de autoridades antiguas tenidas como dogmas. Pero él mismo no fue demasiado consecuente con sus propósitos, y, en su filosofía, hay todavía mucho de escolasticismo y de prejuicios aceptados sin examen. Aspiró a superar, en su Instauratio Magna, la autoridad (entonces casi absoluta) de Aristóteles, cuya influencia, sobre todo en las ciencias naturales, impedía investigar libremente. Con ese mismo fin escribió su Novum Organum, en el que exponía un nuevo método de razonamiento inductivo mediante la observación minuciosa que sustituyera al método deductivo basado en la abstracción y en las autoridades antiguas. Trató de que el conocimiento se basara en la experiencia sensible ayudada por el intelecto, pues la observación había de completarse con la reflexión metódica y con la experimentación. Negaba la existencia de las ideas innatas. Los prejuicios de los que debía huir el investigador eran clasificados por Bacon en cuatro grupos a los que llamaba idola (ídolos) y eran los prejuicios procedentes de la propia especie humana; de la personalidad individual; de las relaciones con las demás personas y de las autoridades antiguas y contemporáneas.
El inconveniente de la labor filosófica de Bacon, de indudable valor en su intención, es que su autor no profundizó suficientemente y nunca pasó de ser un simple aficionado en sus investigaciones, en las que ni siquiera aplicó los métodos que propugnaba. No sintió demasiada curiosidad por la ciencia de su tiempo y así ignoró o desdeñó los trabajos decisivos de Copérnico, Keplero, Galileo y Vesalio.
Su labor como literato (entroncada, como es lógico, con su labor filosófica) abarca temas diversos y es importante en la historia de la lengua inglesa. Su prosa concisa, directa, anfibológica a veces por excesiva economía en las palabras, es una valiosa contribución al aún titubeante idioma inglés de su tiempo.
Su biografía de Enrique VII, independientemente de su veracidad como retrato, es uno de los primeros intentos de dar a las biografías un fondo psicológico para explicar los actos y la personalidad del biografiado.
Gran parte de su fama descansa, sobre todo, en sus Ensayos. La denominación de Essays (ensayos) no tiene del todo la acepción que modernamente se da a ese género, sino la de reflexiones e intentos de sopesar y valorar un tema cualquiera. Los 58 ensayos abarcan temas muy diversos, desde los proyectos ideales para la construcción de un palacio o la de unos jardines, hasta los aspectos característicos del matrimonio y la soltería, con otros tradicionales sobre la ira, la envidia, etc., y otros muchos dedicados a temas políticos y de gobierno.
Por una parte, debido a la variedad de temas, son interesantes los detalles particulares que presentan respecto a una etapa decisiva en la historia de Inglaterra. Por otra, las ideas de su autor sobre tantos y tan variados puntos están llenas de reflexiones y experiencias. Por eso su lectura no debe apartarse nunca de la consideración histórica de la época y circunstancias en que fueron escritas. Hay algunas contradicciones en las opiniones sustentadas en diversos ensayos y hay en ellos indudables influencias de autores clásicos y de otros más cercanos a Bacon, como Luis Vives y Miguel Montaigne, cuyos dos primeros libros de Essais se publicaron en 1580, y pronto se hizo una traducción inglesa.
Los Ensayos de Bacon están escritos en la prosa inglesa más condensada y sencilla que jamás se haya escrito; por eso su lectura requiere mucha atención. Aunque Bacon rechazaba el escolasticismo y la dogmática aceptación de autoridades antiguas, sus ensayos están cuajados de citas latinas; pero en sus tiempos eso no era una dificultad para el lector culto, ya que el latín seguía siendo el idioma científico y filosófico y de cuantas obras pretendieran un mínimo nivel de seriedad en el mundo del saber.
En vida de Bacon se hicieron tres ediciones de los Ensayos. La primera, en 1597, contenía diez ensayos. La segunda, de 1612, suprimía el que lleva el número 55 y agregaba otros 29, en total 38 ensayos; la tercera edición, de 1625, volvió a incluir el 55 y agregaba otros 19 ensayos, en total 58.
La presente traducción sigue una edición inglesa que reproduce la tercera, de 1625. Bajo el título de cada ensayo hemos puesto, entre paréntesis, la fecha en que apareció por primera vez. Todas las citas han sido traducidas al pie de página.
Hemos aludido a la condensación y sencillez de la prosa de Bacon y a cómo su concisión resulta, a veces, anfibológica. Esta dificultad para el lector inglés moderno se refleja también en esta traducción, porque hemos tratado de ser lo más fieles posible al original respetando el estilo cortado de la frase y la forma condensada de las ideas.
LUIS ESCOLAR BARREÑO

 RESUMEN BIOGRÁFICO DE BACON

1561— (22 de enero): Nace Francis Bacon (más adelante barón Verulam de Verulam y vizconde de San Albano) en York House, en el Strand de Londres. Su padre fue durante dos años Lord del Sello Privado y Gran. Canciller durante el reinado de Isabel I. Su madre era una mujer culta, profundamente calvinista. Su tío, Sir William Cecil (más tarde Lord Burghley) fue Secretario de Estado.
1573—75 (12-14 años): Estudia en el Trinity College, Cambridge.
1576— y ss. (15… años): Estudia leyes en Gray’s Inn. Va a Francia como agregado del embajador.
1579— (18 a.): Regresa a Inglaterra por muerte de su padre. Como hijo octavo no le corresponde nada de la herencia paterna y tiene que dedicarse a la abogacía.
1582— (21 a.): Comienza a actuar como abogado ante los tribunales.
1584— (23 a.): Miembro del Parlamento al que seguirá perteneciendo durante muchos años.
1586— (25 a.): Consejero del Gray's Inn.
1589— (28 a.): Entra al servicio del Consejo de la Cámara Estrellada (cierto tribunal especial).
1591— (30 a.): Al no obtener apoyo de su tío Sir William Cecil, ni servirle de mucho la restante influencia familiar, se hace amigo íntimo y consejero privado del conde de Essex, favorito de la reina Isabel I.
1593— (32 a.): Soltcita, sin éxito, ser Procurador General. Pierde el favor de la reina al oponerse en el Parlamento a una petición de subsidios presentada por ella. Apuros económicos de B. El conde de Essex le regala una finca y B. la vende.
1596— (35 a.): El conde de Essex dirige la expedición naval que atacó y saqueó Cádiz. A su regreso a Inglaterra es aclamado como héroe popular. Desatiende los consejos de Bacon para que no se deje envanecer con el triunfo y trate de reforzar su influencia con la reina.
1597— (36 a.): Primera edición de los Essays (10 ensayos).
1599— (38 a.): La reina Isabel nombra al conde de Essex gobernador de Irlanda, pero poco después le depone de su cargo y le hace volver a Inglaterra, donde es acusado de traición a la Corona por quererse apoderar por la fuerza del gobierno y destronar a la reina. Bacon, como abogado, figura entre los acusadores.
1601— (40 a.): Escribe la acusación contra el conde de Essex por encargo de la reina. El conde de Essex es ejecutado. Bacon sigue sin recuperar el favor de la reina.
1603— (42 a.): Muere la reina Isabel. La sucede Jacobo VI de Escocia, que se denomina Jacobo I de Gran Bretaña. El rey nombra caballero a Bacon, el cual mejora de fortuna.
1604— (43 a.): Consejero privado real.
1605— (44 a.): Publica Proficience and Advancement of Learning (Progreso y avance del saber).
1606— (45 a.): Se casa con Alice Barnham, hija de un juez de distrito.
1607— (46 a.): Registrador de la Cámara Estrellada. Procurador General.
1608— (47 a.): Secretario del Consejo de la Cámara Estrellada.
1609— (48 a.): Publica De sapientia veterum (Sabiduría de los antiguos).
1612— (51 a.): Juez de distrito. Segunda edición de los Essays (38 ensayos).
1613— (52 a.): Fiscal General.
1614—17 (53-56 a.): Escribe la New Atlantis (Nueva Atlántida), aunque se suele datar en 1624.
1617— (56 a.): Guardasellos real.
1618— (57 a.): Lord Canciller. Recibe el título de barón Verulam de Verulam. Halla un nuevo protector en el duque de Buckingham.
1620— (59 a.): Publica el Novum Organum (Nuevo instrumento).
1621— (60 a.): Recibe el título de vizconde de San Albano. Se le acusa de veintitrés delitos de prevaricación; le juzgan; confiesa haber recibido regalos pero que éstos no han influido en sus sentencias; se le condena a una multa de 40.000 libras, a ser encarcelado en la Torre durante el tiempo que el rey quiera, y a perder todos sus cargos. El rigor de la sentencia queda muy aminorado en la realidad: se le perdona la multa y su encarcelamiento sólo dura cuatro días. Pero su vida pública está terminada. Se retira a la posesión familiar de Gorhambury (condado de Hertford), donde se dedica al estudio y a redactar nuevas obras.
1622— (61 a.): Publica Historia regni Henrici septimi (Historia del reinado de Enrique VII); Historia vitae et mortis; (Historia de la vida y de la muerte); Phenomena Universi (Fenómenos universales).
1623— (62 a.): Publica De dignitate et augmentis scientiarum (De la dignidad y ampliación de las ciencias), que es una ampliación y traducción al latín de su anterior obra Prof. and. Adv. of Learning (publicada en 1605).
1624— (63 a.): El rey le concede su perdón completo y le señala una pensión, con la que continúa su vida de magnificencia y extravagancia, pero no recupera sus cargos.
1625— (64 a.): Muere Jacobo I. —Tercera edición de los Essays (58 ensayos).

viernes, 3 de enero de 2020

Jo Nesbø El redentor (Harry Hole 06)


     
 
Jo Nesbø
El redentor
(Harry Hole 06)

  Título original: Frelseren
© de la traducción: Carmen Montes Cano y Ada Berntsen, 2012.
  ¿Quién es este que viene de Edom,  con las ropas al rojo vivo de Bosrá?

             ¿Quién es este de espléndido vestido,  que camina con plenitud de fuerza?

—Soy yo, que proclamo justicia,  que tengo poder para salvar.

ISAÍAS, 63



             
 PRIMERA PARTE


Adviento


1


AGOSTO, 1991

LAS ESTRELLAS


Tenía catorce años y estaba segura de que, si cerraba los ojos y se concentraba, podría ver las estrellas a través del techo.
A su alrededor respiraban varias mujeres. Era una respiración propia del sueño, acompasada, profunda. Solo una roncaba, la tía Sara, a la que habían colocado en un colchón bajo la ventana abierta.
Cerró los ojos e intentó respirar como las demás. Era difícil dormir, en particular desde que todo lo que la rodeaba se había vuelto de pronto tan nuevo y diferente. Los sonidos de la noche y del bosque que se extendía al otro lado de la ventana en Østgård eran distintos. Las personas a las que tan bien conocía de las reuniones en el Templo y de los campamentos de verano ya no eran las mismas. Ella tampoco era la misma. Aquel verano, la cara y el cuerpo que le devolvía el espejo del lavabo parecían otros. Al igual que sus sentimientos, esas extrañas oleadas de frío y calor que le recorrían el cuerpo cuando alguno de los chicos la miraba. En concreto, cuando la miraba uno de ellos. Robert. Aquel año, él también se había convertido en otra persona.
Abrió los ojos de par en par. Sabía que Dios tenía poder para hacer grandes cosas, incluso para dejarle ver las estrellas a través del techo. Si Él quería.
Había sido un día largo y lleno de acontecimientos. El viento seco del verano silbaba entre las espigas de los campos, y las hojas de los árboles bailaban una danza febril de modo que la luz se vertía a raudales sobre los veraneantes tumbados en el césped del patio. Estaban oyendo a uno de los cadetes de la Escuela de Oficiales del Ejército de Salvación hablar sobre su trabajo como predicador en las islas Feroe. Era atractivo y se expresaba con gran sensibilidad y entusiasmo.
Pero ella se había entretenido espantando un abejorro que le zumbaba alrededor de la cabeza y, cuando este desapareció repentinamente, el calor ya la había dejado aletargada. Cuando el cadete terminó, los ojos de todos los presentes se posaron en el comisionado, David Eckhoff, que les devolvió la mirada con unos ojos risueños y jóvenes pese a tener más de cincuenta años. Realizó el saludo propio del Ejército de Salvación que consistía en levantar la mano derecha por encima del hombro, apuntar con el dedo índice hacia el reino de los cielos y pronunciar un rotundo «¡Aleluya!». Luego pidió que bendijeran la labor del cadete entre pobres y marginados, recordando a todos lo que dice el Evangelio de San Mateo, a saber, que Jesús, el Redentor, podía andar vagando entre ellos por las calles como un extraño, quizá como un presidiario, sin comida ni ropa. Y que los justos, los que hubieran ayudado a los necesitados, alcanzarían la vida eterna en el día del juicio final. Aquel discurso prometía ser largo, pero entonces se oyó un murmullo y él se echó a reír diciendo que, según el programa, había llegado el momento del Cuarto de Hora de la Juventud, y que hoy le tocaba el turno a Rikard Nilsen.
Ella se dio cuenta de que Rikard intentaba que su voz sonara más adulta cuando dio las gracias al comisionado. Como de costumbre, Rikard llevaba el discurso por escrito y se lo había aprendido de memoria. Y allí estaba, hablando acerca de aquella lucha a la que quería dedicar su vida, la lucha de Jesús por el reino de Dios. Lo hizo con un tono nervioso pero monótono y soporífero al mismo tiempo. Detuvo sobre ella la mirada ceñuda e introvertida. Ella parpadeó al reparar en el labio superior, que, sudoroso, se movía a medida que formaba frases conocidas, confiadas, aburridas. Así que no reaccionó cuando una mano le tocó la espalda. No hasta que las yemas de los dedos descendieron por la columna hacia la región lumbar y más abajo, y le provocaron un escalofrío bajo la tela ligera del vestido veraniego.
Se dio la vuelta y vio los ojos marrones y sonrientes de Robert. Le habría gustado tener la piel tan morena como la suya para disimular el rubor de las mejillas.
—¡Silencio! —dijo Jon.
Robert y Jon eran hermanos. A pesar de que Jon era un año mayor, de pequeños mucha gente los tomaba por gemelos. Pero Robert ya tenía dieciséis años, y aunque ambos conservaban el parecido, las diferencias resultaban más obvias. Robert era alegre, despreocupado, le gustaba tomar el pelo a la gente y tocaba muy bien la guitarra, pero nunca llegaba puntual a los sermones que se celebraban en el Templo, y a veces se pasaba un poco con sus bromas, sobre todo si se daba cuenta de que los demás le reían la gracia. En esas ocasiones, Jon solía intervenir. Era un chico honrado y responsable. La gente pensaba que iría a la Escuela de Oficiales y, aunque no lo decían expresamente, también pensaban que encontraría novia en el seno del Ejército, lo que no podía considerarse tan evidente tratándose de Robert. Jon era dos centímetros más alto que su hermano, pero curiosamente, este parecía más alto. Eso se debía a que a los doce años Jon empezó a encorvarse, como si llevara todo el peso del mundo sobre sus espaldas. Ambos eran morenos y tenían rasgos delicados y atractivos, pero Robert poseía algo que a Jon le faltaba. Algo que se adivinaba detrás de sus ojos, algo oscuro y juguetón que ella no estaba segura de querer descubrir.
Mientras Rikard hablaba, ella recorrió con la mirada las muchas caras conocidas de la congregación. Un día se casaría con un chico del Ejército de Salvación, puede que los destinaran a otra ciudad, a otra parte del país. Pero siempre volverían a Østgård, al lugar que el Ejército acababa de comprar, y que desde ahora sería el destino común de sus vacaciones.
Apartado de la congregación, en la escalera de la casa, se había sentado un chico rubio que acariciaba a un gato que tenía en el regazo. Por la expresión de su cara, ella supo que había estado mirándola, pero le había dado tiempo de apartar la mirada antes de que lo sorprendiera. Era la única persona allí presente a la que no conocía, pero sabía que se llamaba Mads Gilstrup, que era nieto de los que habían sido los dueños de Østgård, que era un par de años mayor que ella y que la familia Gilstrup era rica. Sí, bueno, era bastante guapo, pero tenía un aire solitario. Por cierto, ¿qué estaría haciendo allí? Había llegado la noche anterior y lo habían visto deambulando por ahí con semblante enojado, sin hablar con nadie. Pero ella ya había advertido su mirada un par de veces. Todo el mundo la miraba aquel año. Eso también era una novedad.
Robert vino a sacarla de sus pensamientos cogiéndole la mano y, depositando un objeto en ella, le dijo:
—Ven al granero cuando el aspirante a general haya terminado. Quiero enseñarte algo.
Robert se puso de pie y se marchó, y ella estuvo a punto de soltar un grito cuando se miró la mano. Se tapó la boca con la otra mano y dejó caer al suelo lo que le había dado. Era un abejorro. Aún se movía, pero no tenía patas ni alas.
Rikard terminó por fin, y ella se quedó mirando cómo sus padres y los de Robert y Jon se acercaban a las mesas donde servían el café. Ambas eran lo que el Ejército llamaba «familias fuertes» dentro de sus respectivas congregaciones de Oslo, y ella sabía que la tenían vigilada.
Se dirigió a la letrina y, al doblar la esquina y comprobar que nadie la veía, echó a correr en dirección al granero.
—¿Sabes qué es esto? —preguntó Robert con ojos risueños y esa voz grave que no tenía el verano anterior.
Estaba tumbado en el heno tallando una raíz con la navaja que siempre llevaba en el cinturón.
Levantó la raíz y ella vio de qué se trataba. Lo había visto en dibujos. Esperaba que estuviera suficientemente oscuro como para que él no se diera cuenta de que volvía a sonrojarse.
—No —mintió y se sentó a su lado en el heno.
Y él la miró burlón, como si supiera de su persona algo que ni siquiera ella misma conocía. Y ella le devolvió la mirada y se recostó apoyándose en los codos.
—Algo que debe llegar hasta aquí —dijo y, en un abrir y cerrar de ojos, tenía la mano debajo del vestido.
Ella sintió la raíz dura contra la parte interior del muslo. Aún no había tenido tiempo de cerrar las piernas, cuando notó que le rozaba las braguitas. Sintió en el cuello la respiración cálida de Robert.
—No, Robert —susurró.
—Es que lo he hecho especialmente para ti —resopló él.
—Para, no quiero.
—¿Me estás rechazando? ¿A mí?
Ella se quedó sin resuello, sin poder contestar ni gritar, cuando, de repente, oyeron la voz de Jon desde la puerta del granero.
—¡Robert! ¡No, Robert!
Ella notó que soltaba la mano, que la apartaba, y la raíz quedó atrapada entre sus piernas.
—¡Ven aquí! —dijo Jon con un tono que parecía reservado a un perro desobediente.
Robert se levantó riendo; le guiñó un ojo, y echó a correr hacia el sol, donde se encontraba su hermano.
Ella permaneció sentada, sacudiéndose el heno y sintiéndose aliviada y avergonzada al mismo tiempo. Aliviada porque Jon había interrumpido aquel juego alocado. Avergonzada porque parecía que él se lo había tomado como algo más de lo que era: un juego.
Más tarde, durante la oración de la cena, miró los ojos castaños de Robert y vio que formaba con los labios una palabra que ella no entendió, pero se echó a reír de todos modos. ¡Estaba loco! ¿Y ella...? ¿Lo estaba ella? Loca, ella también lo estaba. Loca. ¿Y enamorada? Sí, enamorada, exactamente. Y no enamorada como a los doce o trece años. Ahora tenía catorce, y todo era más serio. Más importante. Y más emocionante.
Sintió que la risa le ascendía otra vez, como burbujas, mientras yacía intentando atravesar el techo con la mirada.
La tía Sara gruñó y dejó de roncar bajo la ventana. Se oyó ulular a un animal. ¿Sería un búho?
Tenía que hacer pis.
Le daba pereza, pero tenía que hacerlo. Debía caminar sobre la hierba húmeda de rocío y pasar junto al granero que, de noche, estaba oscuro y totalmente transformado. Cerró los ojos, pero de nada le sirvió. Salió del saco de dormir, metió los pies en las sandalias y se encaminó de puntillas hacia la puerta.
Unas cuantas estrellas se dejaban ver en el cielo, pero volverían a desaparecer al cabo de una hora, cuando el sol saliera por el este. El aire fresco le acariciaba la piel mientras corría oyendo sonidos nocturnos cuya procedencia ignoraba, insectos que permanecían quietos durante el día, animales cazando. Rikard dijo que había visto zorros en la arboleda. O quizás eran los mismos animales que se movían durante el día, pero emitían sonidos diferentes. Cambiaban. Como si mudaran la piel.
La letrina quedaba apartada, sobre una pequeña colina que se alzaba tras el granero. Vio cómo iba aumentando de tamaño conforme se acercaba. La cabaña, sorprendente e inclinada, estaba hecha de tablones de madera sin pintar que, de tan viejos, se veían torcidos, agrietados y grises. Sin ventanas, solamente un corazón en la puerta. Pero lo peor de la letrina era que resultaba imposible saber si ya había alguien sentado allí dentro.
Y ella tuvo la firme sensación de que había alguien.
Tosió para que la persona que la estaba usando le advirtiese que estaba ocupada.
Una urraca alzó el vuelo desde una rama en la orilla del bosque. Por lo demás, todo estaba en calma.
Subió el peldaño de piedra. Agarró el taco de madera que hacía de picaporte y tiró de él. Entonces se desveló ante ella un espacio cavernoso.
Lanzó un suspiro. Había una linterna junto al asiento de la letrina, pero no la necesitaba. Corrió la tapa de la letrina antes de cerrar la puerta y echar el gancho. Se levantó el camisón, se bajó las braguitas y se sentó. En el silencio que siguió después, le pareció oír algo. Algo que no provenía de un animal, ni de la urraca ni de los insectos que habían abandonado el capullo. Algo que se movía rápidamente sobre la hierba alta que crecía tras la letrina. El ruido se acalló en cuanto empezó a caer el chorro. Pero el corazón ya había empezado a latirle con fuerza.
Cuando acabó, se subió rápidamente las braguitas y esperó en la oscuridad, aguzando el oído. Pero lo único que pudo distinguir fue un suave susurro entre las copas de los árboles y su propia sangre bombeándole en las sienes. Esperó hasta que se le reguló el pulso, quitó el gancho y abrió la puerta. La oscura silueta llenaba prácticamente todo el hueco. Había estado esperando en el peldaño, totalmente inmóvil. De pronto, se vio sobre el asiento del retrete con él de pie, inclinado sobre ella. Cerró la puerta tras de sí.
—¿Tú? —preguntó ella.
—Yo —respondió con una voz extraña, temblorosa y bronca.
Se abalanzó sobre ella. Los ojos le brillaban en la oscuridad. Le mordió el labio inferior hasta hacerla sangrar y coló una mano por debajo del camisón para quitarle las bragas con violencia. Y ella se quedó paralizada bajo el filo de la navaja que le quemaba la piel del cuello mientras él, cual perro en celo, la embestía con los genitales incluso antes de haberse quitado los pantalones.
—Una palabra, y te corto en pedazos —susurró.

Pero ella nunca pronunció una palabra. Porque tenía catorce años y estaba segura de que si cerraba los ojos con fuerza y se concentraba, podría ver las estrellas a través del techo. Dios tenía poder para hacer cosas así. Si Él quería.

jueves, 2 de enero de 2020

CUCARACHAS Jo Nesbø. Fragmento. Novela.











CUCARACHAS


Jo Nesbø


 Traducción de Bente Teigen Gundersen
 y Mariano González Campo

  Entre la comunidad noruega de Tailandia corre el rumor de que el embajador noruego que perdió la vida en un accidente de tráfico en Bangkok a principios de la década de los sesenta fue en realidad asesinado en extrañas circunstancias. El Ministerio de Asuntos Exteriores no ha confirmado tal rumor y su cuerpo fue incinerado al día siguiente sin que se llevase a cabo ninguna autopsia oficial.
Ninguna persona o suceso en este libro corresponden a personas o sucesos reales. La realidad es demasiado poco creíble para ello.

Bangkok, 23 de febrero de 1998

 
 
1

 



El semáforo se puso en verde y el rumor de los coches, las motos y los taxis tuk-tuk fue creciendo hasta tal punto que Dim pudo observar cómo temblaban los cristales de los grandes almacenes Robertson. Volvieron a ponerse en movimiento, y el largo vestido rojo de seda que había en el escaparate desapareció tras ellos en la oscuridad de la noche.
Dim cogió un taxi. No un autobús repleto de gente ni un tuk-tuk oxidado, sino un taxi con aire acondicionado y un conductor que permanecía callado. Apoyó la nuca contra el reposacabezas e intentó disfrutar del trayecto. No hubo problemas. Una moto les esquivó y la chica montada en la parte de atrás se agarró a una camiseta roja con casco de visera y les dirigió una mirada vacía. Agárrate bien, pensó Dim.
En Rama IV el conductor se colocó detrás de un camión que vomitaba humo de gasoil tan negro y denso que ella no fue capaz de ver la matrícula. Tras atravesar el dispositivo del aire acondicionado, el humo se había enfriado y se había vuelto casi inodoro. Solo casi. Ella sacudió la mano discretamente para dar a entender lo que opinaba al respecto, y el conductor miró el retrovisor y dio un giro para adelantar el camión. Sin problema.
Su vida siempre había sido así. En la granja donde Dim se crió eran seis hermanas. Según su padre, las seis sobraban. Ella tenía siete años cuando se quedaron despidiéndose y tosiendo en medio del polvo amarillo, mientras el carruaje que transportaba a su hermana mayor se alejaba por el camino que había junto al canal de aguas marrones. La hermana llevaba ropa limpia, un billete de tren a Bangkok y una dirección de Patpong anotada en la parte de atrás de una tarjeta de visita. Lloraba a lágrima viva, por mucho que Dim moviera la mano con tanta fuerza para despedirse que parecía que se le iba a caer al suelo. La madre acarició el pelo de Dim diciendo que no era fácil, pero que tampoco estaba tan mal. Por lo menos, la hermana se libraba de ir de granja en granja como kwai, tal como había hecho su madre antes de casarse. Además, la señorita Wong había prometido que la iba a cuidar bien. Su padre asintió con la cabeza mientras escupía el betel entre unos dientes negros, y añadió que los farang de los bares pagaban muy bien por las chicas nuevas.
Dim no entendía bien lo de kwai, pero no quiso preguntar. Por supuesto, ella sabía que kwai era un buey. Al igual que la mayoría de las granjas de la zona, ellos no se podían permitir tener su propio buey y, por tanto, alquilaban uno cuando se disponían a labrar los cultivos de arroz. No fue hasta más tarde cuando se enteró de que a la niña que acompañaba al buey también la llamaban kwai, ya que sus servicios iban incluidos. Esa era la tradición, y con un poco de suerte daría con un granjero que quisiera quedarse con ella antes de que se hiciera demasiado mayor.
Un buen día, cuando Dim tenía quince años, su padre la llamó por su nombre mientras se aproximaba a ella vadeando por el campo de arroz, con el sol a la espalda y su sombrero en una mano. Ella no le respondió de inmediato. Enderezó la espalda y contempló detenidamente las verdes colinas que rodeaban la pequeña granja, cerró los ojos y escuchó el canto del pájaro trompeta entre las hojas, a la vez que inhaló el aroma de los eucaliptos y los gomeros. Sabía que había llegado su hora.
El primer año vivieron juntas cuatro chicas en un cuarto donde compartían todo: cama, comida y ropa. Esto último era especialmente importante, puesto que sin ropa bonita una no accedía a los mejores clientes. Dim aprendió a bailar, a sonreír y a distinguir entre quienes solo querían pagar copas y quienes querían comprar servicios sexuales. Su padre había acordado con la señorita Wong que mandara el dinero a casa, y por esa razón ella apenas lo vio durante los primeros años. Sin embargo, la señorita Wong estaba contenta y con el tiempo iba dejando más dinero para Dim.
La señorita Wong tenía todos los motivos del mundo para sentirse satisfecha. Dim trabajaba duro y los clientes gastaban dinero en copas. La señorita Wong podía darse por satisfecha por el hecho de que todavía siguiera allí, puesto que había estado a punto de perderla en un par de ocasiones. Un japonés quiso casarse con Dim, pero desistió cuando ella le pidió dinero para el billete de avión. Un americano la llevó con él a Phuket, pospuso su viaje de regreso y le compró un anillo de diamantes. Ella lo empeñó al día siguiente de su partida.
Algunos pagaban muy mal y la mandaban al carajo si se quejaba; otros se chivaban a la señorita Wong si ella no accedía a todos sus deseos. No entendían que, al pagar para liberarla de la barra, la señorita Wong se quedaba con lo suyo y Dim se convertía en su propia dueña. Su propia dueña. Ella pensaba en aquel vestido rojo del escaparate. Su madre tenía razón: no era fácil, pero tampoco estaba tan mal.
Y ella había conseguido mantener su sonrisa inocente y su risa jovial. A ellos les gustaban esas cosas. Quizá por eso obtuvo la oferta del trabajo que Wang Lee anunció en Thai Rath bajo el encabezamiento A. R. H., o «Agente de Relaciones con el Huésped». Wang Lee era un chino pequeño y casi negro encargado de un motel bastante alejado en Sukhumvit Road, cuyos clientes eran en su mayoría extranjeros con deseos peculiares, aunque no lo demasiado peculiares para que ella no pudiera hacer nada al respecto. A decir verdad, a ella le agradaban mucho más esas tareas que bailar en la barra durante horas y horas. Además, Wang Lee pagaba bien. El único inconveniente era que tardaba mucho en llegar desde su piso de Banglamphu.
¡El maldito tráfico! Otra vez se había detenido, y Dim le dijo al conductor que quería bajarse, aunque ello significase que tendría que cruzar seis carriles para llegar al motel situado al otro lado de la carretera. El aire la envolvió como una toalla caliente y húmeda cuando se bajó del taxi. Buscó algún resquicio mientras se tapaba la boca con la mano, aunque era consciente de que de nada serviría, ya que en Bangkok no existía otro aire que respirar, pero al menos se libraba del olor.
Se deslizó entre los coches. Tuvo que apartarse al paso de una camioneta con la plataforma de carga llena de chicos silbando, y a punto estuvo de que un Toyota desbocado se le echara encima. Al final logró cruzar.


Wang Lee alzó la mirada cuando Dim entró en la vacía recepción.
—¿Una noche tranquila? —preguntó ella.
Él asintió vehementemente con la cabeza. Durante el último año había habido unas cuantas noches así.
—¿Has comido?
—Sí —mintió ella.
Él tenía buena intención, pero a ella no le apetecían los tallarines aguachinados que preparaba en el cuarto trasero.
—Habrá que esperar un rato —dijo—. El farang quería dormir primero. Llamará cuando esté listo.
Ella resopló.
—Lee, usted sabe bien que tengo que volver a la barra antes de medianoche.
Él miró el reloj.
—Dale una hora.
Ella se encogió de hombros y se sentó. Un año atrás él seguramente la habría echado de allí por hablar de aquella manera, pero ahora necesitaba con urgencia cualquier tipo de ingreso. Por supuesto que se podría largar, pero entonces habría desperdiciado aquel largo viaje. Además le debía alguna que otra a Lee. No era el peor chulo para el que había trabajado.
Tras apagar el tercer cigarrillo, se enjuagó la boca con el amargo té chino de Lee y se levantó para comprobar por última vez el maquillaje ante el espejo que había sobre el mostrador.
—Voy a despertarle —dijo ella.
—Hummm… ¿Tienes los patines?
Ella levantó el bolso.
Sus tacones crujían sobre la gravilla del desértico corredor abierto que había entre las habitaciones inferiores del motel. La habitación 120 se encontraba en la parte más interior. No vio ningún coche fuera, pero en la ventana había luz. Tal vez se había despertado ya. Una leve brisa levantó su corta falda, pero no le refrescó lo más mínimo. Ella añoraba el monzón tras la lluvia. De la misma manera que, tras unas semanas de inundaciones, calles llenas de barro y ropa enmohecida, echaba de menos los meses secos y sin viento.
Llamó a la puerta con suavidad, adoptó una sonrisa ingenua y su boca tenía ya preparada la pregunta «¿Cómo te llamas?». Nadie contestó. Volvió a llamar y miró la hora. Seguramente podría regatear a fin de sacar aquel vestido rojo por unos cientos de baht menos, aunque fuera en Robertson. Giró el pomo de la puerta y descubrió sorprendida que la puerta estaba abierta.

Estaba tumbado bocabajo en la cama, y su primera impresión fue que estaba dormido. A continuación vio el destello de vidrio azul del puñal que sobresalía de la americana de color amarillo fosforescente. Era difícil determinar cuál fue el primer pensamiento que le vino de todos los que pasaban por su cabeza, pero uno de ellos fue que el viaje a Banglamphu había sido definitivamente en vano. Al final consiguió recuperar el control de sus cuerdas vocales. Sin embargo, su grito fue ahogado por el estrepitoso claxon de un camión que esquivaba a un tuk-tuk despistado en la Sukhumvit Road. 

Fuente:

  
Título original: Kakerlakkene 

Edición en formato digital: junio de 2015

© 1998, Jo Nesbø. Publicado por acuerdo con Salomonsson Agency
© 2015, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2015, Bente Teigen Gundersen y Mariano González Campo, por la traducción
  
Diseño de portada: Penguin Random House Grupo Editorial / Nora Grosse
Ilustración de portada: Getty Images

ISBN: 978-84-16195-40-4

Composición digital: M.I. maqueta, S.C.P.


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