miércoles, 4 de diciembre de 2019

MARTA SANZ UN BUEN DETECTIVE NO SE CASA JAMÁS. (Fragmento).


   

Se doctoró en Literatura Contemporánea por la Universidad Complutense de Madrid, con la tesis `La poesía española durante la transición (1975-1986)`.
Ha escrito cuentos, poesía y ensayos, ha ejercido la crítica literaria en distintos medios, ha dirigido la revista literaria Ni hablar.
Actualmente trabaja como profesora en la Universidad Antonio de Nebrija de Madrid. Colabora habitualmente en los periódicos El País, (en el suplemento de viajes El Viajero) y en Público (en la sección Culturas) y con la revista El Cultural de El Mundo. Ha recibido importantes premios, como el Premio Herralde de novela (2015), el Ojo Crítico de Narrativa (2001) o el XI Premio Vargas Llosa de relatos. Fue finalista del Premio Nadal en 2006 y semifinalista del Premio Herralde en 2009.
***
Zarco, aquel detective tan poco convencional de Black, black, black, cuarentón y gay, ex marido de Paula y luego novio de Olmo –tan joven, tan seductor, y ahora tan infiel– se va de viaje. Para olvidar y para que le olviden. También para huir de la compasión irónica de su ex mujer.
Se refugiará en el riurau que la riquísima familia de Marina Frankel, una antigua amiga, tiene en las afueras de una ciudad de la costa mediterránea. Marina pertenece a una estirpe de gemelas monocigóticas: Amparo y Janni, la primera generación, Marina y su hermana Ilse, las hijas de Ilse. Abandonadas por Janni cuando eran niñas, Marina e Ilse han sido criadas por la tremenda Amparo, única heredera del viejo Orts, que con su vitalidad y su rústico talento para los negocios ha multiplicado la fortuna familiar. Ya mayor, Amparo se casa con Marcos Cambra, un bello podólogo que se parece a Delon, y vive en el riurau rodeado de mujeres que representan las dos caras de una extraña moneda familiar: una casi fea, la otra bellísima. El camaleónico poder de las hermanas rodea de misterio a esta familia de espesa femineidad y enigmas múltiples.
Zarco, inesperado detective nunca escueto en palabras, los irá desvelando uno a uno, aunque de repente note, en su interior más recóndito, que también él necesita que alguien lo encuentre...
Recopilador:
Dr. Enrico Pugliatti.
MARTA SANZ

UN BUEN DETECTIVE NO SE CASA JAMÁS



A Luisgé Martín y Axier Uzkudun, inspiradores. A Isaac Rosa y Marta Velasco, primeros lectores.


El amor casi siempre debilita una novela policíaca, pues introduce una especie de suspense contrario a la lucha del detective por resolver el problema. Es algo que falsea las cartas, y nueve veces de cada diez supone la eliminación de al menos dos sospechosos útiles. En este caso, la única forma de amor eficaz es la que añade un elemento de peligro personal al detective. Pero, al mismo tiempo, percibimos instintivamente que se trata de un simple episodio. Un buen detective no se casa jamás.

RAYMOND CHANDLER,
Apuntes sobre la novela policíaca (escritos en 1949)



o
La coja ausente

Tengo el corazón roto y no sé conducir. He comprado un billete de autobús. He desconectado el móvil y me he hecho la promesa de no encenderlo más que por las noches para comprobar las llamadas perdidas y los mensajes. Todo el día será como un dolor extendido hacia ese momento negro como el agujero del culo. Retención que acaba en espasmo de placer. O quizá el corazón se me pulverice cuando, tras escuchar la señal de encendido del teléfono, compruebe que nadie me ha buscado. Que a nadie puedo castigar con mi desaparición.
Tómate esta botella conmigo; en el último trago me besas...
Con el volumen excesivamente alto, mi compañera de asiento escucha una canción, como pensada para mí, a través de unos auriculares. Ahora y durante los próximos meses, casi todas las canciones estarán como pensadas para mí. Mi compañera de viaje le pega un traguito a su cola light.
Tómate esta botella conmigo...
Yo no bebo mucho ni sé conducir y vuelvo la cara hacia el cristal de la ventanilla para que mi compañera de viaje no me descubra los pucheros. Imagino a la Vargas, amojamada, con los labios húmedos de tequila. Con cada lingotazo, la voz se rompe un poco más y el blanco de los ojos se va enrojeciendo mientras las falanges se crispan al agarrar los vasitos y apretar el pucho contra el cenicero de porcelana —uno parecido al recipiente donde se liga el alioli—. Los ojos, tan vidriosos, podrían quebrarse. Cualquier ceniza, cualquier pavesa, sería una pedrada contra los ojos llenos de peces de la Vargas.
Quiero ver a qué sabe tu olvido...
Mi olvido ahora es un aceite —de girasol, sin duda— que me repite volviendo a la boca. Olmo es muy joven y es natural que busque experiencias. Experiencia número uno: mujer con clave de sol tatuada en la rabadilla —«No podrá ponerse la anestesia epidural», diría Paula—. Experiencia número dos: hombre rubio, aproximadamente de mi edad, pero con aspecto de magro de york enlatado. En lugar de comprender los devaneos de Olmo, de asesorarlo, de ejercer de cicerone de su sensualidad o de instructor-Valmont, de darle consejos y de escribir tratados en latín o en francés del siglo XVIII apoyado en su culito en pompa —escurrido, pero en escorzo adopta la figura y suavidad resbaladiza de una pompa de jabón, ¡flop!—; en lugar de disfrutar de la calma o de la perspectiva que da la edad, me agarré el canasto de las chufas. Perdí la respiración. Me sangró la nariz. Y no son metáforas.
... nada me han enseñado los años, siempre caigo en los mismos errores, otra vez a brindar con extraños...
Medí mis reservas de cinismo: no me podría enfrentar a la media sonrisa de mi exmujer ante las infidelidades de mi joven amante. Aunque después se recogiese los hilos sueltos de su boca sarcástica para convertirse en mi cómplice y mi refugio. Porque Paula es una bellísima persona que hubiese forzado nuestra postura hasta conseguir la imagen de una Pietà articulada: Cristo deslavazado y virgen-silla. Ella, la virgen; yo, el deslavazado. Un residuo.
... y a penar por los mismos dolores...
Ni siquiera puedo alimentarme de la energía de la Vargas. A mí nunca me sentaron bien los ponchos ni el tequila. Analizo mis sentimientos. Me maltrato mucho: quizá no me voy para evitar el juicio de mi exmujer, el rasero de esa línea vertical que le separa las cejas; quizá huyo para que no me entregue su dulzor —frutas de pulpa roja cortadas en dos mitades, gotas de azúcar que libarán los abejorros—; para evitar que Paula piense que con su ternura —vanidad— me puede devolver al redil de los casados que se conocen bien, se hacen concesiones y guardan las formas. Me marcho para que Paula no se confunda nuevamente. Para no aprovecharme de sus brazos abiertos y para que sus brazos abiertos no se transformen en cruces o en ramas de árbol que después se estrellen contra mis costillas. Soy un tipo intachable.
—¡Y en el último trago, nos vamos!
Hice unas llamadas, mi equipaje. Me dirijo hacia un espacio selenita en el que mi corazón latirá, extracorpóreo, sin causarme dolor —he sustituido los policiales por las series de médicos—; un espacio que ni Olmo ni Paula adivinarían nunca. Porque el uno y la otra son un par de presuntuosos que no saben de mí ni la mitad de lo que se creen. Me buscarán en Venecia, en París o en Praga. Me buscarán en Nueva York o Calcuta. En Tokio, en Helsinki. Incluso en Ronda, San Antonio o Cadaqués. Pero nunca se les ocurrirá buscarme por aquí. Mientras rumio estas cuestiones, me doy un golpe en el muslo —un golpe de descubrimiento— y la chica que escucha a Chavela Vargas se pone a mirarme por el rabillo del ojo. Yo pienso que a uno hay miradas que lo estropean.



Juego al escondite. Bajo la tapa de una boca de registro, espero a que Olmo o Paula olisqueen el aire y, por fin, me encuentren. Pero no llegan nunca y yo acabo mimetizado con las criaturas de las alcantarillas, navegando en las góndolas subterráneas del fantasma de la ópera. Me duermo y la parálisis causa un descenso de mi temperatura corporal que complica enormemente las labores de rescate de un hombre atrapado bajo tierra. Trabo amistad con la rata mutilada que desfigura de un mordisco los mofletes de un bebé veneciano. Mi tía Pat, esa mujer que nunca —o casi nunca— sonreía en las fotos, dejó que esa rata, mutilada y tenaz, saliera de su cabeza y habitara el mundo.
Puede que mis compañeros no hayan bajado a jugar al escondite y yo los aguarde, eternamente solo, detrás de un árbol. Escondiéndome, buscándome y encontrándome por las habitaciones de una casa donde no hay más niños ni más detectives con lupa. Corriendo como un loco para darme caza a mí mismo. Persigo mi sombra y me la coso al talón con una fina puntada. ¿Estará la dama detrás del biombo? Salgo de los rincones cuando ya nadie me busca, levanto los brazos, hago señas y doy voces. Nadie se acerca. Sin embargo, me acurruco en lo más recóndito del armario o del cesto de la ropa sucia cuando gritan mi nombre; me tapo con fuerza los oídos para reprimir el deseo de mostrarme. Acabo de iniciar mi huida y ya me aprieto las orejas con las manos para evitar oír las voces que ni siquiera sé si me llaman.
—Señor, señor...
La chica que escucha a Chavela me zarandea un poquitín. Es muy considerada esta oyente de corridos desgarrados y boleritos tristes.
—Señor, estamos llegando...
Abro los ojos y, con disimulo, he de retirarme la baba que, como veneno de cobra, se me ha escapado de dentro. La chica que escucha a Chavela se ha percatado de que soy un reptil o, lo que es peor, un viejo baboso y maricón:
—Mire, la playa...
Al final de su frase hay una promesa que no va dirigida a mí, sino seguramente a uno de los miles de cuerpos —broncíneos, lechosos, rubicundos, rizados, macilentos, alicatados, letárgicos, tímidos, obtusos, angulosos, escalenos, inflamables, húmedos... que se encajan como piezas de un puzzle —ingles y bocas, orificios ensamblados en la orgía— sobre la arena. Vuelvo a mirar a la mujercita y me corrijo. Nadie le aceptaría una promesa ni una palabra de amor. A mí tampoco me echan de menos. A lo mejor, no estoy jugando y mi huida no es una llamada de atención, sino afán por respirar. Quizá —ni yo puedo creerlo— no siempre finjo. No siempre hablo en falsete. Necesito que me dejen en paz. Procuro asimilar esta idea. Repito: que me dejen en paz, que me dejen, en paz, que me dejen... Estaría bien que procurase pensar durante un rato como Paula. Ser un poco más pragmático. Ingerir los medicamentos prescritos para sanarme respetando los intervalos entre pastilla y pastilla. Estaría bien. Sería justo. Necesario. El pragmatismo de Paula es un evangelio. Aprenderé a tomar el sol sobre las rocas sin desear que nadie me mire. Miraré sin estar mirándome. Que me dejen. En paz. La que se queda mirándome ahora es mi compañera de asiento, que no es tan joven como yo había creído sino que parece más bien una enana a punto de hacer una pirueta, con sus resabios y sus tutús hechos a medida. Mi compañera de asiento me dice con una voz pasada de revoluciones:
—¿Se encuentra usted bien, señor?
Tengo el corazón roto y no sé conducir. Soy un detective en sus vacaciones de verano.



Marina Frankel me espera en el bar del hotel donde nos hemos dado cita. La última vez que conversamos me dijo que quería que nos viésemos allí porque en ese hotel hay un ascensor que sube a una azotea con las mejores vistas del mundo. Marina Frankel es así de original. Espero que, después de tantos años sin vernos, no haya elegido ese lugar para empujarme al vacío. Marina se ofreció para ir a recogerme a la estación de autobuses, pero yo no quise. Mi empeño en que nadie me espere en las dársenas de la estación es una forma —bastante estúpida— de refocilarme en la soledad y el abandono —soledad y abandono: barro donde se revuelca el cerdo—. Yo también soy así de original.
Las estaciones de autobús son, por definición, inhóspitas y rezuman algo sucio que huele a bocadillo de longaniza y a una forma de peligro diferente de la que se intuye delante de las puertas de embarque del avión. Rechazar el ofrecimiento de que alguien venga a recogerme en un coche puede ser también un gesto de coquetería por mi parte, ya que no me gusta que me sorprendan bajando de un autobús con la camisa arrugada. Soy un hombre que no halla el modo correcto de agarrar los bultos de su equipaje: llevo algunas bolsas, además de mi maleta de explorador, y soy torpe distribuyendo pesos a lo largo de mis brazos.
—Señor, ¿le ayudo?
Mi compañera de viaje me incomoda con su buena educación y sus tratamientos de respeto. Le digo que no. La mujercita corre deslizante en dirección al W. C. Yo dejo las bolsas sobre un poyete y las reacomodo sobre puntos neurálgicos de mi musculatura. Me duele todo. Me siento como un perchero, como un dromedario.
—Si fuera un objeto, ¿qué objeto sería?
—Zarco sería... ¡un galán de noche!
Paula se partiría de risa con el doble sentido. Arturo Zarco, galán de noche. Dondiego. Petunia. Clavel rojo. Aroma a lavanda inglesa. Puto —qué más quisiera yo—. De tal apostura no queda hoy nada de nada. La humedad dibuja círculos alrededor de mis axilas. Estoy sucio, solo, acalorado. En la situación perfecta para no rememorar la crueldad de los efebos —Olmo y sus traiciones— ni el tiempo perdido. O al revés: los dolores podrían agolparse en mi esternón como una bolsa más a la que no sé cómo darle acomodo.
—¿Está bien seguro de que no quiere que le ayude?
La mujercita ha salido del aseo de señoras. Se ha apretado la goma de la coleta de caballo que se le aflojó con la fricción del respaldo durante el viaje. Vuelvo a negar y remiro a la mujer que escucha a Chavela: es irritantemente educadita y se arregla muy bien con sus propios bultos. Me la imagino acarreando un canasto de maíz. La mujercita es, sin duda, una mucama. Ahora, justo, aquí, si Paula estuviera al otro lado del teléfono, proferiría un alarido de indignación. Pero Paula no me oye, no me ve, y yo debería estar saltando como un liberto mientras me acostumbro a hablar solo y a disfrutar del placer que mis soliloquios me reporten. Para mí mismo. Conmigo. La cincha de una de las bolsas me muerde como si el cuero tuviese dentadura. Las personas egoístas no aprendemos a estar completamente solas.
—Hasta la vista, señor.
Recoloco en otro punto de mis hombros una tira que me hace daño y llevo la mano al ala de mi sombrero, vencido peligrosamente hacia delante:
—Hasta la vista, querida.
Las gotas de sudor se me meten en los ojos. Procuro recordar dónde guardé la cartera y decidir cuál sería la mejor forma de sacarla para darle al taxista la dirección del hotel donde he quedado con Marina Frankel. Mi aspecto: boca seca, ropa arrugada, correas del equipaje incrustadas en mis chichas. Tengo una visión: un devoto del sexo atado y bien atado le pide a la dominatriz que apriete un poco más. Cuando le dije a Marina que ni se le ocurriera venir a recogerme, me movía el interés de preservar mi propia imagen. No me gusta que me vean recién levantado, sin afeitar, con un impreciso sabor de boca que me sube desde el estómago o desde el vientre —el bajo—. Por la mañana, a Olmo, de la boca le salían emanaciones de sándalo y bollitos de anís —los veo—. Olmo ahora es un borrón que estará comiendo croquetas en casa de su mamá.
—¿Taxi?
El taxista me ve tan apurado que se encarga de todo el equipaje. No necesita más de dos o tres movimientos para acoplar los bultos en su cuerpo escultural. Parece un muchacho excelente.
—Lo siento, pero el aire no funciona.
Sudo a chorros. Voy a marearme, pero no me doy aire con la mano a fin de evitar un gesto de mariconería de esos que Paula me afea. Lo cierto es que a mí también me incomodan. Resisto mientras delante de mis ojos, a través de la ventanilla, desfilan rascacielos, terrazas, comercios, toldos, jardincillos, mujeres y hombres vestidos con indumentarias impensables en otros lugares que no fueran éste. Gorros de mexicano. Maracas de Machín. Pareos. Lentejuelas. Bermudas. Viseras. Patinadores. Los zepelines surcan el cielo.
—Son veinte con diez.
—Cobre veintiuno.
Me gusta dar propinas incluso cuando ando justo de dinero. Soy hombre dadivoso. No escatimo. Ésa es otra de las predisposiciones naturales que Paula me corrige. Gracias a ella, mis cuentas están bastante saneadas, pese a que no suelo tener mucho trabajo.
—Que tenga usted un día inmejorable.
El hiperbólico taxista, en otras circunstancias, hubiera logrado que mis vacaciones fueran mucho más felices. Pero ahora me siento estólido, inapetente. Carezco de esa seguridad en mí mismo sin la que es complicado afrontar la tensión del coqueteo.
Ahora que localizo a Marina Frankel en el bar de este hotel con forma de nave espacial o de templo habitado por una secta californiana, me retracto otra vez: estoy seguro de que le dije que no me fuera a buscar por consideración hacia ella. Debo corregir, en la medida de lo posible, la tendencia a enjuiciar mis acciones de un modo en el que siempre el lado oscuro y egoísta anula la buena voluntad —que está ahí sin duda—: mi uniforme de camuflaje, como un ácido, se me va comiendo la calidad humana. Antes me atraía ese Zarco despectivo. Pero, tal vez a causa de este clima tan húmedo, me encuentro exhausto y no tengo ganas de encrespar la espina dorsal como gato rencoroso. Quiero dejarme querer, ronronear bajo la caricia de una mano —no importa que sea femenina, basta con que sea hermosa...—, la mano suave y enjoyada de Marina Frankel...
—¡Buen día, señor! Vaya casualidad...
La mucama me intercepta antes de que yo haya atravesado el hall del hotel para encontrarme con Marina, que desde un rincón del bar me saluda. Mi amiga rápidamente se levanta —ha debido de notar mi aspecto depauperado— y se acerca como si fuera urgentísimo sostenerme. Al llegar junto a mí, me da dos besos agarrándome por los hombros. Yo sólo espero no desprender mal olor:
—¿Ya conoces a Charly?
Charly, la mucama, me tiende sus manos, rematadas en diez dedos cortos y anillados —no se amputó ninguno recolectando plantas con machete o con hoz—. Resuenan las vértebras de mi espinazo felino. Esto empieza a ser una terrible coincidencia y un mal augurio.



—Arturo, no puedes dejar de subir.
Marina Frankel, pese a su apellido de ventrílocua, no sabe hablar alemán. Casi toda su vida ha transcurrido en esta ciudad del Mediterráneo de la que sólo salió cuando estudiaba bellas artes. Entonces la conocí y, antes de que me casara con Paula, Marina y yo ya éramos de esos amigos que se confiesan delante de unas copas. Conozco detalles escabrosos de la familia de Marina Frankel. Ella a mí también me guarda algún secreto. Con Marina nunca me sentí acosado ni querido de esa forma arácnida que Paula tiene de querer —o de quererme específicamente a mí—. En realidad, ambas mujeres se parecen un poco si exceptuamos la circunstancia física de que Paula es coja y Marina rubia. Igual que Paula, Marina se comporta con frialdad con las personas que no conoce demasiado. Con educación, pero sin tocar. Seca. Pero, de pronto, Marina se abre y es una mujer que da mucho cariño, delicada, cálida —¿a quién podría contarle yo ahora que delicada y cálida tienen casi las mismas sílabas?—. Marina te elige, te da la mano, te muestra la trastienda —estantes llenos de drogas y linimentos de colores, jeringuillas de cristal—, el doble fondo de ese baúl donde se guarda un polvoriento traje de novia, el cajón escondido de ese secreter en el que se firmaron, como poco, tres armisticios y un pacto de sangre. En ese momento, uno es el hombre más feliz del mundo. Sin embargo, de profundamente Marina —«Suena a telenovela», me diría Paula como si yo no hubiera elegido la cursiva a propósito— no sé tantas cosas como ella sabe de mí. Ése es un desequilibrio que podremos superar a lo largo de este verano en el que procuraré hablar poco de mi vida, aunque estoy seguro de que, con su aparente desinterés, Marina me tirará de la lengua.
Ficha técnica:
Catálogo Editorial Anagrama.

martes, 3 de diciembre de 2019

George Steiner La poesía del pensamiento. (Fragmento).



George Steiner nos ofrece en La poesía del pensamiento una esclarecedora visión de la inseparable relación que existe entre la filosofía occidental y el lenguaje y, con su deslumbrante y convincente criterio a la hora de argumentar, nos presenta su opus magnum: un examen de más de dos milenios de cultura occidental que reivindica la esencial unidad del gran pensamiento y el gran estilo. Panorámico pero preciso, moviéndose entre el detalle esencial y el ejemplo decisivo, George Steiner recorre toda la historia de la filosofía occidental, que se entrelaza con la literatura, para llegar a la conclusión de que, como afirmaba Sartre, en toda filosofía hay «una prosa literaria oculta». «Este genio poético del pensamiento abstracto», señala Steiner, «se ilumina, se hace audible. El argumento, aun analítico, tiene su redoble de tambor. Se hace oda. ¿Hay algo que exprese el movimiento final de la Fenomenología de Hegel mejor que el non de non de Edith Piaf, una doble negación que Hegel habría estimado? Este ensayo es un intento de escuchar más atentamente».

George Steiner
La poesía del pensamiento
Del helenismo a Celan
Título original: The poetry of thought. From the Hellenism to Celan
George Steiner, 2011
Traducción: María Condor
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2

Para Durs Grünbein, poeta y cartesiano
Toute pensée commence par un poème.
(«Todo pensamiento empieza por un poema»).
Alain, «Commentaire sur “La jeune Parque”», 1953

Il y a toujours dans la philosophie une prose littéraire cachée, une ambigüité des termes.
(«Hay siempre en la filosofía una prosa literaria oculta, una ambigüedad en los términos»).
Sartre, Situaciones IX, 1965

On ne pense en philosophie que sous des métaphores.
(«En filosofía no se piensa más que con metáforas»).
Louis Althusser, Elementos de autocrítica, 1972

Lucrecio y Séneca son «modelos de investigación filosófico-literaria en los cuales el lenguaje literario y unas complejas estructuras dialógicas cautivan el alma entera del interlocutor (y del lector) de un modo que un tratado abstracto e impersonal no podría hacer… La forma es un elemento crucial en el contenido filosófico de la obra. En ocasiones, incluso (como sucede en Medea), el contenido de la forma resulta ser tan poderoso que pone en cuestión la enseñanza supuestamente simple que encierra».

Martha Nussbaum, La terapia del deseo, 1994

Gegenüber den Dichtern stehen die Philosophen unglaublich gut angezogen da. Dabei sind sie nackt, ganz erbärmlich nackt, wenn man bedenkt, mit welch dürftiger Bildsprache sie die meiste Zeit auskommen müssen.
(«Al contrario que los poetas, los filósofos aparecen increíblemente bien ataviados. Sin embargo están desnudos, lastimosamente desnudos, si se considera con qué pobre imaginería tienen que manejarse la mayor parte del tiempo»).

Durs Grünbein, Das erste Jahr, 2001

Prefacio

¿Cuáles son las concepciones filosóficas del sordomudo? ¿Cuáles son sus representaciones metafísicas?
Todos los actos filosóficos, todo intento de pensar, con la posible excepción de la lógica formal (matemática) y simbólica, son irremediablemente lingüísticos. Son hechos realidad y tomados como rehenes por un movimiento u otro de discurso, de codificación en palabras y en gramática. Ya sea oral o escrita, la proposición filosófica, la articulación y comunicación del argumento están sometidas a la dinámica y a las limitaciones ejecutivas del habla humana.
Puede que en toda filosofía, casi con seguridad en toda teología, se oculte un deseo opaco pero insistente —el conatus de Spinoza— de escapar a esa servidumbre que otorga poder, bien modulando el lenguaje natural para transformarlo en las inexactitudes tautológicas, transparencias y verificabilidades de las matemáticas; bien, de manera más enigmática, regresando a unas intuiciones anteriores al propio lenguaje. No sabemos que haya, que pueda haber, pensamiento antes de la expresión verbal. Aprehendemos múltiples puntos fuertes de significado, figuraciones de sentido en las artes, en la música. El inagotable significado de la música, su desafío a la traducción o a la paráfrasis, se abre paso en los escenarios filosóficos en Sócrates, en Nietzsche. Pero cuando aducimos el «sentido» de las representaciones estéticas y de las formas musicales, estamos metaforizando, estamos operando por analogía más o menos encubierta. Así las estamos encerrando en los dominantes contornos del discurso. De ahí el recurrente tropo, tan insistente en Plotino y en el Tractatus, de que el meollo, el mensaje filosófico, está en lo que no se dice, en lo que permanece tácito entre líneas. Aquello que puede ser enunciado, aquello que supone que el lenguaje está más o menos en consonancia con auténticas percepciones y demostraciones, quizá revele de hecho la decadencia de los reconocimientos primordiales, epifánicos. Tal vez aluda a la creencia de que en un estado anterior, «pre-socrático», el lenguaje estaba más cercano a las fuentes de la inmediatez, de la no empañada «luz del Ser» (como dice Heidegger). Pero no hay prueba alguna de semejante privilegio adánico. Ineludiblemente, el «animal que habla», como definieron los griegos al hombre, habita las limitadas inmensidades de la palabra, de los instrumentos gramaticales. El Logos equipara la palabra a la razón en sus mismos fundamentos. Incluso es posible que el pensamiento esté exiliado. Pero si es así, no sabemos o, dicho con más precisión, no podemos decir de qué.
Se infiere que la filosofía y la literatura ocupan el mismo espacio generativo, si bien, en última instancia, se trata de un espacio circunscrito. Sus medios performativos son idénticos: una alineación de palabras, los modos de la sintaxis, la puntuación (un recurso sutil). Esto es así tanto en una canción infantil como en una Crítica de Kant, en una novela de tres al cuarto como en el Fedón. Son hechos de lenguaje. La idea, como en Nietzsche o en Valéry, de que se puede hacer danzar al pensamiento abstracto es una figura alegórica. La expresión, la enunciación inteligible lo es todo. Juntas solicitan la traducción, la paráfrasis, la metáfrasis y todas las técnicas de transmisión o revelación, o se resisten a ellas.
Los profesionales siempre lo han sabido. En toda filosofía, admitió Sartre, hay una «prosa literaria oculta». El pensamiento filosófico puede ser hecho realidad «sólo con metáforas», enseñaba Althusser. En repetidas ocasiones (pero ¿hasta qué punto en serio?), Wittgenstein afirmó que debería haber redactado sus Investigaciones en verso. Jean-Luc Nancy cita las dificultades vitales que la filosofía y la poesía se ocasionan recíprocamente: «Juntas son la dificultad misma: la dificultad de tener sentido», giro que apunta al quid esencial, a la creación de significado y la poética de la razón.
Algo que se ha aclarado menos es la incesante y determinante presión de las formas de habla, del estilo, sobre los sistemas filosóficos y metafísicos. ¿En qué aspectos una propuesta filosófica, aun en la desnudez de la lógica de Frege, es retórica? ¿Puede algún sistema cognitivo y epistemológico ser disociado de sus convenciones estilísticas, de los géneros de expresión prevalecientes o puestos en entredicho en su época y entorno? ¿Hasta qué punto están condicionadas las metafísicas de Descartes, de Spinoza o de Leibniz por los complejos ideales sociales e instrumentales del latín tardío, por los elementos constitutivos y por la autoridad subyacente de una latinidad parcialmente artificial en el seno de la Europa moderna? En otros momentos, el filósofo se propone construir un nuevo lenguaje, un idiolecto singular para su propósito. Sin embargo, este empeño, manifiesto en Nietzsche o en Heidegger, está asimismo saturado por el contexto oratorial, coloquial o estético (es claro ejemplo de ello el «expresionismo» de Zaratustra). No podría haber un Derrida fuera del juego de palabras iniciado por el surrealismo y el dadaísmo, inmune a la acrobacia de la escritura automática. ¿Hay algo más cercano a la deconstrucción que Finnegans Wake o el lapidario hallazgo de Gertrude Stein de que «There is no there», «Allí no hay ningún allí»?
Son algunos aspectos de esta «estilización» en ciertos textos filosóficos, del engendramiento de esos textos a través de herramientas y modas literarias, lo que quiero considerar (de una manera inevitablemente parcial y provisional). Quiero observar las interacciones, las rivalidades entre poeta, novelista o dramaturgo, por una parte, y el pensador declarado por otra. «Ser a la vez Spinoza y Stendhal» (Sartre). Intimidades y desconfianza mutua hechas icónicas por Platón y renacidas en el diálogo de Heidegger con Hölderlin.
En este ensayo es fundamental hacer una conjetura que encuentro difícil de expresar en palabras. La estrecha asociación de la música con la poesía ya es un lugar común. Comparten fecundas categorías de ritmo, fraseo, cadencia, sonoridad, entonación y medida. La «música de la poesía» es exactamente eso. Poner letra a una melodía o poner música a un texto constituyen un ejercicio de materia prima común.
¿Hay en algún sentido afín «una poesía, una música del pensamiento» más profunda que la que va ligada a los usos externos del lenguaje, al estilo?
Solemos utilizar el término y el concepto de «pensamiento» con irreflexiva amplitud y largueza. Asignamos el proceso de «pensar» a una ingente multiplicidad que se extiende desde el torrente subconsciente y caótico de restos interiorizados, incluso en el sueño, hasta el más riguroso de los procedimientos analíticos, una multiplicidad que abarca el ininterrumpido parloteo de lo cotidiano y la concentrada meditación de Aristóteles sobre el alma o de Hegel sobre el yo. En el habla común, el «pensar» es democratizado. Se hace universal y sin patente. Pero esto es confundir radicalmente cosas que son fenómenos distintos, incluso antagónicos. Definido de forma responsable —carecemos de un término señal—, el pensamiento serio no es frecuente. La disciplina que requiere, el abstenerse de la facilidad y del desorden son cosas que están muy raramente o nunca al alcance de la gran mayoría. La mayoría de nosotros apenas tenemos conocimiento de lo que es «pensar», transmutar los tópicos, los manidos desechos de nuestras corrientes mentales, en «pensamientos». Percibidos de forma adecuada —¿cuándo nos detenemos a reflexionar?—, la instauración del pensamiento de primer calibre es tan rara como la composición de un soneto de Shakespeare o de una fuga de Bach. Tal vez, en nuestra breve historia evolutiva, aún no hayamos aprendido a pensar. Puede que la etiqueta homo sapiens, excepto para unos cuantos, sea una jactancia infundada.
Las cosas excelentes, advierte Spinoza, «son raras y difíciles». ¿Por qué un distinguido texto filosófico va a ser más accesible que la alta matemática o uno de los últimos cuartetos de Beethoven? Es inherente a un texto así un proceso de creación, una «poesía» que a un tiempo revela y se resiste. El gran pensamiento filosófico-metafísico engendra y a la vez trata de ocultar las «supremas ficciones» dentro de sí mismo. Las paparruchas de nuestras cavilaciones indiscriminadas son en efecto la prosa del mundo. No menos que la «poesía», en el sentido categórico en que la filosofía tiene su música, su pulso de tragedia, sus embelesos, incluso, aunque de modo infrecuente, su risa (como en Montaigne o Hume). «Todo pensamiento empieza con un poema», enseñaba Alain en su intercambio con Valéry. Este inicio compartido, esta iniciación de mundos es difícil de suscitar. Sin embargo, deja huellas, ruidos de fondo compatibles con aquellos que susurran los orígenes de nuestra galaxia. Sospecho que estas huellas se pueden discernir en el mysterium tremendum de la metáfora. Tal vez hasta la melodía, «supremo enigma de las ciencias del hombre» (Lévi-Strauss), es, en cierto sentido, metafórica. Si somos un «animal que habla», somos, concretando más, un primate dotado de la capacidad de usar metáforas, para relacionar con el rayo, el símil de Heráclito, los fragmentos dispersos del ser y de la percepción pasiva.
Donde se funden la filosofía y la literatura, donde pleitean la una con la otra en forma o en materia, pueden oírse estos ecos del origen. Este genio poético del pensamiento abstracto se ilumina, se hace audible. El argumento, aun analítico, tiene su redoble de tambor. Se hace oda. ¿Hay algo que exprese el movimiento final de la Fenomenología de Hegel mejor que el non de non de Edith Piaf, una doble negación que Hegel habría estimado?
Este ensayo es un intento de escuchar más atentamente.

1

Hablamos de la música. El análisis verbal de una partitura musical puede, hasta cierto punto, dilucidar su estructura formal, sus elementos técnicos y su instrumentación. Pero allí donde no es musicología en sentido estricto, allí donde no recurre a un «meta-lenguaje» parásito de la música —«clave», «tono», «síncopa»—, hablar de la música, oral o escrita, es un compromiso dudoso. Una narración, una crítica de una ejecución musical se ocupa menos del mundo sonoro real que del ejecutante o de la recepción por el público. Es un reportaje hecho por analogía. Apenas puede decir nada que pertenezca a la sustancia de la composición. Unos cuantos valientes, Boecio, Rousseau, Nietzsche, Proust y Adorno entre ellos, han tratado de traducir en palabras el tema de la música y sus significados. Ocasionalmente han encontrado «contrapuntos» metafóricos, modos de sugerir, simulacros de considerable efecto evocador (Proust en relación con la sonata de Vinteuil). Sin embargo, aun en los casos en que esos virtuosismos semióticos poseen más seducción, «escapan a la cuestión» en el sentido estricto de la expresión. Son derivaciones.
Hablar de la música es alimentar una ilusión, un «error categorial» como dirían los lógicos. Es tratar la música como si fuese lenguaje natural o se hallase muy cercana a éste. Es trasladar unas realidades semánticas de un código lingüístico a un código musical. Los elementos musicales se experimentan o clasifican como sintaxis; la construcción en desarrollo de una sonata, su «tema» inicial y secundario, se designa como gramática. Las exposiciones musicales (a su vez una designación prestada) tienen su retórica, su elocuencia o economía. Nos inclinamos a pasar por alto que cada una de estas rúbricas se ha tomado prestada de sus legitimidades lingüísticas. Las analogías son ineludiblemente contingentes. Una «frase» musical no es un segmento verbal.
Esta contaminación se ve agravada por las relaciones múltiples entre letra y música. Un sistema lingüísticamente ordenado es insertado dentro de un «no lenguaje», es colocado junto a él y contra él. Esta coexistencia híbrida tiene una ilimitada diversidad y una posible complicación (con frecuencia un Lied de Hugo Wolf niega su texto verbal). Nuestra recepción de esta amalgama es en gran medida somera. ¿Quién sino el más concentrado —partitura y libreto en mano— es capaz de captar simultáneamente las notas musicales, las sílabas que las acompañan y la polimórfica, verdaderamente dialéctica interacción entre ellas? El córtex humano tiene dificultad para distinguir entre estímulos autónomos, completamente distintos, y recombinarlos. Sin duda hay piezas musicales que aspiran a imitar, a acompañar temas verbales y figurativos. Hay «música programática» para la tempestad y la calma, para celebraciones y la lamentaciones. Mussorgsky puso música a los «cuadros de una exposición». Hay música de cine, muchas veces esencial para el texto dramático-visual. Pero todas ellas son justamente consideradas especies secundarias, mestizas. Donde existe per se, donde según Schopenhauer es más perdurable que el hombre, la música no es ni más ni menos que ella misma. El eco ontológico está al alcance de la mano: «Soy lo que soy».
Su única «traducción» o paráfrasis significativa es la del movimiento corporal. La música se traduce a danza. Pero ese extasiado reflejo sólo es aproximado. Deténgase el sonido y no habrá forma segura alguna de decir qué música se está danzando (un aspecto irritante al que se alude en las Leyes de Platón). Pero, a diferencia de los lenguajes naturales, la música es universal. Innumerables comunidades étnicas poseen sólo rudimentos orales de literatura. Ningún grupo humano carece de música, a menudo elaborada y complejamente organizada. Los datos sensoriales y emocionales de la música son mucho más inmediatos que los del habla (pueden remontarse al vientre materno). Excepto en ciertos extremos cerebrales, principalmente asociados con las modernidades y las tecnologías en Occidente, la música no necesita ningún desciframiento. La recepción es más o menos instantánea en los niveles psíquico, nervioso y visceral, cuyas interconexiones sinápticas y rendimiento acumulativo apenas comprendemos.
Pero ¿qué es lo que está recibiendo, interiorizando, a qué se está respondiendo? ¿Qué es lo que nos pone a todos en movimiento? Aquí llegamos a una dualidad de «sentido» y de «significado» que la epistemología, la hermenéutica filosófica y las investigaciones psicológicas han sido casi incapaces de dilucidar. Y ello invita a suponer que lo que es inagotablemente significativo puede también carecer de sentido. El significado de la música está en su ejecución y audición (hay quienes «oyen» una composición cuando leen en silencio su partitura, pero son muy pocos). Explicar lo que significa una composición, dictaminó Schumann, es tocarla de nuevo. Desde los comienzos de la humanidad, para hombres y mujeres, la música tiene tanto significado que apenas pueden imaginar la vida sin ella. «Musique avant toute chose» (Verlaine). La música llega a poseer nuestro cuerpo y nuestra conciencia. Tranquiliza y enloquece, consuela o causa desolación. Para incontables mortales, la música, aunque sea vagamente, se acerca más que ninguna otra presencia sentida a inferir, a prever la posible realidad de la trascendencia, de un encuentro con lo numinoso y con lo sobrenatural, que se encuentran fuera del alcance empírico; para otras tantas personas religiosas, la emoción es música metaforizada, pero ¿qué sentido tiene, qué significado hace verificable?, ¿puede mentir la música o es enteramente inmune a lo que los filósofos llaman «funciones de verdad»? Idéntica música inspira y aparentemente articula propuestas irreconciliables. «Traduce» a antinomias. La misma melodía de Beethoven inspiró la solidaridad nazi, la promesa comunista y las insulsas panaceas del himno de Naciones Unidas. El mismísimo coro del Rienzi de Wagner exalta el sionismo de Herzl y la visión hitleriana del Reich. Una fantástica abundancia de significados divergentes, incluso contradictorios, y una ausencia total de sentido. Ni la semiología ni la psicología ni la metafísica pueden dominar esta paradoja (que alarma a pensadores absolutistas desde Platón hasta Calvino y Lenin). Ninguna epistemología ha sido capaz de responder de manera convincente a la sencilla pregunta «¿Para qué sirve la música?». ¿Qué sentido tiene hacer música? Esta crucial incapacidad de respuesta hace algo más que insinuar unas limitaciones orgánicas del lenguaje, unas limitaciones capitales para el empeño filosófico. Cabe la posibilidad de que el discurso hablado y no digamos el escrito sean un fenómeno secundario. Tal vez encarnen un deterioro de ciertas totalidades primordiales de la conciencia psicosomática que todavía actúan en la música. Con excesiva frecuencia, hablar es «malentender». Poco antes de morir, Sócrates canta.
Cuando Dios canta para Sí mismo, canta álgebra, opinaba Leibniz. Las afinidades, los nervios que relacionan la música con las matemáticas se han percibido desde Pitágoras. Rasgos cardinales de la composición musical como el tono, el volumen y el ritmo pueden ser trazados mediante el álgebra. Igual sucede con convenciones históricas como fugas, cánones y contrapuntos. Las matemáticas son el otro lenguaje universal. Común a todos los hombres, instantáneamente legible para quienes están preparados para leerlo. Como en la música, en las matemáticas la idea de «traducción» es aplicable sólo en un sentido trivial. Ciertas operaciones matemáticas pueden ser relatadas o descritas verbalmente. Es posible parafrasear o metafrasear recursos matemáticos. Pero son notas al margen secundarias, casi decorativas. En sí mismas y por sí mismas, las matemáticas sólo pueden traducirse a otras matemáticas (como en la geometría algebraica). En los textos matemáticos hay a menudo una sola palabra generativa: un «hágase» inicial que autoriza y pone en marcha la cadena de símbolos y diagramas. Es comparable al imperativo «hágase» que da comienzo a los axiomas de la creación en el Génesis.
Sin embargo, el(los) lenguaje(s) de las matemáticas son enormemente ricos. Su despliegue es uno de los pocos viajes positivos y limpios a los anales de la mente humana. Aunque inaccesibles al lego, las matemáticas manifiestan criterios de belleza en un sentido exacto, demostrable. Sólo aquí impera la equivalencia entre verdad y belleza. A diferencia de las enunciadas por el lenguaje natural, las proposiciones matemáticas pueden ser verificadas o refutadas. Cuando surge la indecidibilidad, ese concepto tiene también su significado preciso, escrupuloso. Las lenguas orales y escritas mienten, engañan, ofuscan a cada paso. La mayoría de las veces su motor es la ficción y lo efímero. Las matemáticas pueden producir errores que habrá que corregir después. No pueden mentir. Hay ingenio en las construcciones y pruebas matemáticas como hay ingenio en Haydn y Satie. Puede haber toques de estilo personal. Varios matemáticos me han dicho que pueden identificar al proponente de un teorema y de su demostración por razones estilísticas. Lo que importa es que, una vez probada, una operación matemática entra en la verdad colectiva y la disponibilidad del anónimo. Y, además, es permanente. Cuando Esquilo esté olvidado y el grueso de su obra se haya perdido, los teoremas de Euclides seguirán existiendo (G. M. Hardy).
Desde Galileo, la marcha de las matemáticas es imperial. Una ciencia natural evalúa su legitimidad por el grado en que es posible matematizarla. Las matemáticas desempeñan un papel cada vez más determinante en la economía, en destacadas ramas de los estudios sociales, hasta en las disciplinas estadísticas de la historia («cliometría»). El cálculo y la lógica formal son la fuente y anatomía de la computación, de la teoría de la información, del almacenamiento y la transmisión electromagnéticos que organizan y transforman ahora nuestra vida. Los jóvenes manipulan el cristalino despliegue de los fractales como antaño manejaban las rimas. Las matemáticas aplicadas, a menudo de una categoría avanzada, invaden nuestra existencia individual y social.
Desde el principio, la filosofía y la metafísica han dado vueltas alrededor de las matemáticas como un halcón frustrado. La exigencia de Platón era clara: «Nadie entre en la Academia que no sepa geometría». En Bergson, en Wittgenstein, la libido matemática es representativa de la epistemología en su conjunto. Hay episodios ilustrativos en la larga historia de las matemáticas y destacan notablemente las investigaciones tempranas de Husserl. Pero los avances han sido irregulares. Si las matemáticas aplicadas en sus comienzos en la hidráulica, la agricultura, la astronomía y la navegación pueden situarse dentro de las necesidades económicas y sociales, la matemática pura y su meteórico progreso plantean una cuestión aparentemente difícil de responder. Los teoremas, la interacción de alta matemática, de la teoría de los números en especial, ¿se derivan de realidades «de ahí fuera» aunque no descubiertas todavía y remiten a ellas?, ¿se ocupan de fenómenos existenciales, por formalizado que sea el nivel al que lo hacen, o son un juego autónomo, una serie y secuencia de operaciones tan arbitrarias, tan autistas como el ajedrez? El ilimitado, podemos decir «fantástico», avance hacia delante de las matemáticas desde el triángulo de Pitágoras hasta las funciones elípticas ¿es generado, activado desde dentro de sí mismo, independiente de la realidad o de la aplicación (aunque, de manera contingente, pueda aparecer la segunda)? La cuestión ha sido debatida incluso por matemáticos y por filósofos durante milenios. Continúa sin resolverse. Añádase a esto el luminoso rompecabezas de las capacidades y la productividad matemáticas en el muy joven, en el preadolescente. Un caso enigmático análogo a los virtuosismos del prodigio musical y del maestro infantil de ajedrez. ¿Existen vínculos? ¿Hay alguna trascendental adicción a lo inútil implantada en unos cuantos seres humanos (un Mozart, un Gauss, un Capablanca)?
Al estar condenadas al lenguaje, la filosofía y la psicología filosófica se han encontrado más o menos desvalidas. Muchos pensadores se han hecho eco de un antiguo pesar: «¿Yo habría sido filósofo de haber podido ser matemático?».
Con respecto a los requerimientos de la filosofía, el lenguaje natural padece graves debilidades. No puede igualar la universalidad de la música o de las matemáticas. Incluso la lengua más extendida —hoy es la angloamericana— sólo es provinciana y pasajera. Ningún lenguaje puede competir con las capacidades de la música para las simultaneidades polifónicas, para los significados múltiples bajo la presión de unas formas intraducibles. La capacidad de suscitar emociones, a la vez específicas y generales, privadas y colectivas, excede en mucho a la que posee el lenguaje. En algunos aspectos, la ceguera es reparable (se pueden leer libros en Braille). La sordera, el ostracismo que expulsa de la música, es un exilio irremediable. Tampoco puede el lenguaje natural competir con la precisión, con la inequívoca finalidad, con la responsabilidad y la transparencia de las matemáticas. No puede satisfacer criterios de prueba o refutación —son lo mismo— inherentes a las matemáticas. ¿Debemos, podemos querer decir lo que decimos o decir lo que queremos decir? La implícita generación de nuevas preguntas, de nuevas percepciones, de hallazgos innovadores desde el interior de la matriz matemática no tiene equivalente en el discurso oral ni escrito. Las vías que siguen las matemáticas parecen autónomas e ilimitadas. El lenguaje rebosa espectros manidos y circularidades artificiales.
Y sin embargo. La definición misma de hombres y mujeres como «animales de lenguaje» propuesta por los antiguos griegos, la designación del lenguaje y la comunicación lingüística como el atributo definitorio de lo humano, no son tropos arbitrarios. Las frases, orales y escritas (se puede enseñar a leer y a escribir a los mudos), son el órgano capacitador de nuestro ser, de ese diálogo con el yo y con los demás que arma y estabiliza nuestra identidad. Las palabras, aun siendo imprecisas y de duración limitada, construyen el recuerdo y articulan el futuro. La esperanza es el futuro verbal. Incluso cuando son ingenuamente figurativos y no sometidos a examen, los sustantivos que asociamos a conceptos como vida y muerte, al ego y al otro, son engendrados por palabras. Hamlet a Polonio. La fuerza del silencio es la de un negador eco del lenguaje. Es posible amar calladamente, pero quizá sólo hasta cierto punto. La auténtica incapacidad de hablar viene con la muerte. Morir es dejar de charlar. He intentado demostrar que el incidente de Babel fue una bendición. Todas las lenguas y cada una de ellas cartografían un mundo posible, un calendario y un paisaje posibles. Aprender una lengua es ensanchar inconmensurablemente el provincianismo del yo. Es abrir de par en par una nueva ventana a la existencia. Las palabras, sí, andan a tientas y engañan. Ciertas epistemologías les niegan el acceso a la realidad. Hasta la poesía más excelente está circunscrita por su lenguaje. No obstante, es el lenguaje natural el que proporciona a la humanidad su centro de gravedad (obsérvense las connotaciones morales, psicológicas de este término). La risa seria es también lingüística. Quizá sólo el sonreír desafíe la paráfrasis.
El lenguaje natural es el medio ineluctable de la filosofía. El filósofo recurrirá a términos técnicos y neologismos; tratará, como Hegel, de llenar giros idiomáticos familiares de nuevos significados. Pero en esencia y, como hemos visto, excluyendo el simbolismo de la lógica formal, el lenguaje tiene que bastar. Como dice R. G. Collingwood en su Ensayo sobre el método filosófico (1933): «Si el lenguaje no puede explicarse a sí mismo, ninguna otra cosa puede explicarlo». Así, el lenguaje de la filosofía es, «como ya sabe todo lector atento de los grandes filósofos, un lenguaje literario y no un lenguaje técnico». Prevalecen las reglas de la literatura. En este convincente aspecto, la filosofía se asemeja a la poesía. Es «un poema del intelecto» y representa «el punto en el que la prosa está más cerca de ser poesía». La proximidad es recíproca, pues a menudo es el poeta el que acude a los filósofos. Baudelaire se vuelve a De Maistre, Mallarmé a Hegel, Celan a Heidegger, T. S. Eliot a Bradley.
Dentro de los incapacitantes límites de mi competencia lingüística y haciendo imperfecto uso de la traducción, quiero considerar una selección de textos filosóficos en su desarrollo bajo la presión de unos ideales literarios y de la poética de la retórica. Quiero estudiar los contactos sinápticos entre argumento filosófico y expresión literaria. Estas interpenetraciones y fusiones nunca son totales, pero nos llevan al corazón del lenguaje y de la creatividad de la razón. «No podemos pensar lo que no se puede pensar, por tanto tampoco podemos decir lo que no podemos pensar» (Tractatus, 5.61).

lunes, 2 de diciembre de 2019

A manera de hipótesis, se podría proponer...100 años de literatura Costarricense Tomo II Margarita Rojas* Flora Ovares Editorial Costa Rica. Editorial UCR. 2018. Págs: 619-620.


"... A manera de hipótesis, se podría proponer que la narrativa de esta generación ofrece una noción de la literatura ya totalmente alejada del realismo. Lo que está oculto, lo que se revela en la obra literaria, es la verdad que va más allá de las apariencias, de lo que los sentidos pueden percibir. Como ejemplifica la comparación con el teatro, la realidad tiene más de un plano y es en los más profundos  donde hay que buscar la verdad del mundo. Esta percepción de una realidad escindida o dual, puede explicar la presencia de los motivos que remiten al doble: el enfrentamiento entre padre e hijo como en El pasado es un extraño país de Daniel Gallegos y en Ceremonia de casta, la presencia de un doble del protagonista en esa última novela, la oposición entre madre e hijas en “Las sonrientes tías de calle 20” de Carmen Naranjo,  Cristo y Lázaro como figuras opuestas en la novela de Julieta Pinto. Al contrario de lo que sucedía en la estética neorrealista, el arte deja de ofrecerse como reflejo de la realidad y más bien sirve para interpretarla".

Fuente:

100 años de literatura
Costarricense        
Tomo II
Margarita Rojas* Flora Ovares
Editorial Costa Rica. Editorial UCR.
2018.
Págs: 619-620.

domingo, 1 de diciembre de 2019

Delphine de Vigan Nada se opone a la noche. (Fragmento).



Nació en 1966, Boulogne-Billancourt, Francia. Novelista francesa.
Creció en una familia «dificil» lo que hizo que se refugiara en la lectura. Tras varios pequeños empleos, ocupó en Alfortville un puesto de ejecutivo en un instituto de encuestas. Más tarde retomó sus estudios, una licenciatura y un master en recursos humanos y comunicación interna.
Su primera novela, Jours sans faim,- Días sin hambre- su segunda su novela, No y yo (No et moi, 2007), se convirtió en un best seller que recibió el Premio de los libreros y fue llevada a la pantalla por Zabou Breitman en 2010.
Las horas subterráneas (Les heures souterraines, 2009), con una gran acogida crítica y muchos lectores, figuró en la lista de obras seleccionadas para el Premio Goncourt y obtuvo el Premio de los lectores de Córcega. Nada se opone a la noche (Rien ne s`oppose à la nuit, 2011), ha obtenido el Premio de novela FNAC, el Premio de novela de las Televisiones Francesas, el Premio Renaudot de los Institutos de Francia, el Gran Premio de la Heroina Madame Figaro y el Gran Premio de las Lectoras de Elle. Ha tenido un éxito arrollador en Francia, donde ha superado el medio millón de ejemplares y ha estado durante muchos meses en el ranking de las novelas más vendidas. Asimismo ha sido publicada, o está en vías de publicación, en veinte editoriales extranjeras.

***
Después de encontrar a Lucile, su madre, muerta en misteriosas circunstancias, Delphine de Vigan se convierte en una sagaz detective dispuesta a reconstruir la vida de la desaparecida. Los cientos de fotografías tomadas durante años, la crónica de George, abuelo de Delphine, registrada en cintas de casette, las vacaciones de la familia filmadas en Super 8, o las conversaciones mantenidas por la escritora con sus hermanos, son los materiales de los que se nutre la memoria de los Poirier.
Recopilador: Dr. Enrico Pugliatti.

***


Delphine de Vigan

Nada se opone a la noche


A Margot

Pintaba un día, el negro había invadido la tela por completo, sin formas, sin contrastes, sin transparencias.
En ese extremo vi de alguna manera la negación del negro.
Las diferencias de textura reflejaban la luz con más o menos debilidad, y de la sombra emanaba una claridad, una luz pictórica, cuyo poder emocional particular animaba mi deseo de pintar. Mi instrumento ya no era el negro, sino esa luz secreta procedente del negro.
PIERRE SOULAGES

Primera parte


Mi madre estaba azul, de un azul pálido mezclado con ceniza, las manos extrañamente más oscuras que el rostro, cuando la encontré en su casa esa mañana de enero. Las manos como manchadas de tinta en los nudillos de las falanges.
Mi madre llevaba varios días muerta.
Ignoro cuántos segundos, quizá minutos, necesité para comprenderlo, a pesar de lo evidente de la situación (mi madre estaba echada en su cama y no respondía a ninguna señal), un tiempo muy largo, torpe y febril, hasta el grito que salió de mis pulmones, como tras varios minutos de apnea. Todavía hoy, más de dos años después, sigue siendo para mí un misterio, ¿mediante qué mecanismo pudo mi cerebro mantener tan alejada de él la percepción del cuerpo de mi madre, y sobre todo de su olor?, ¿cómo pudo tardar tanto tiempo en aceptar la información que yacía ante él? No es el único interrogante que me dejó su muerte.


Cuatro o cinco semanas más tarde, en un estado de atontamiento de una singular opacidad, recibía el Premio de los Libreros por una novela en la que uno de los personajes era una madre encerrada y retirada de todo que, tras años de silencio, recuperaba el uso de la palabra. A la mía le había dado el libro antes de su publicación, orgullosa sin duda de haber acabado otra novela, consciente sin embargo, aunque fuese mediante la ficción, de meter el dedo en la llaga.
No tengo ningún recuerdo del lugar en el que se celebró la entrega del premio, ni de la ceremonia en sí. Creo que el terror no me había abandonado; y sin embargo sonreía. Unos años antes, al padre de mis hijos, que me reprochaba estar huyendo hacia delante (me recordaba esa irritante capacidad suya de hacer una buena actuación en cualquier circunstancia), le respondí pomposamente que estaba viviendo.
Sonreía también en la cena que se ofreció en mi honor, mi única preocupación era mantenerme en pie, y después sentada, no hundirme de golpe sobre mi plato, en un movimiento de zambullida similar al que me había proyectado, cuando tenía doce años, de cabeza a una piscina vacía. Recuerdo la dimensión física, incluso atlética, que revestía ese esfuerzo, aguantar, sí, aunque no engañara a nadie. Me parecía que era mejor contener la pena, amarrarla, sofocarla, hacerla callar hasta el momento en el que por fin me encontrara sola, que dejarme llevar por lo que no habría podido ser sino un largo alarido o, peor aún, un estertor que me hubiese dejado sin duda alguna tirada en el suelo. Durante los últimos meses los acontecimientos que me concernían se habían precipitado notablemente, y la vida, de nuevo, ponía el listón demasiado alto. Así pues, me parecía que, durante la caída, no podía hacer otra cosa que poner buena cara, o bien hacerle frente (aunque tuviera que disimular).
Y por eso sé desde hace mucho tiempo que es preferible mantenerse de pie que tumbado, y evitar mirar hacia abajo.


Durante los meses que siguieron escribí otro libro sobre el que estaba tomando notas desde hacía varios meses. Con la distancia, ignoro cómo lo conseguí, como no fuera que no tenía otra alternativa, una vez que mis hijos se habían marchado al colegio y yo me encontraba en el vacío, sin otra cosa que esta silla delante del ordenador encendido; quiero decir sin otro sitio donde sentarme, donde apoyarme. Tras once años trabajando en la misma empresa —y un largo pulso que me había dejado extenuada—, acababa de ser despedida, consciente de experimentar por ello cierto vértigo, cuando encontré a Lucile en su casa, tan azul y tan inmóvil, y entonces el vértigo se transformó en terror, y el terror en niebla. Escribí todos los días, y soy la única que sabe hasta qué punto ese libro que no tiene nada que ver con mi madre está marcado, sin embargo, por su muerte y por el estado de ánimo en el que me dejó. Y después salió el libro, sin mi madre para enviar a mi contestador los mensajes más cómicos con motivo de mis presentaciones televisadas.
Una tarde de ese mismo invierno, cuando volvíamos de una visita al dentista y caminábamos uno al lado del otro sobre la estrecha acera de la calle Folie Méricourt, mi hijo me preguntó, sin previo aviso y sin que nada en la anterior conversación hubiese podido predecir esa pregunta:
—La abuela... de alguna manera... ¿se suicidó?




Todavía hoy, cuando pienso en esa pregunta me conmociono, no por su sentido sino por su forma, ese de alguna manera en boca de un niño de nueve años, una consideración hacia mí, una forma de tantear el terreno, de avanzar de puntillas. Pero era quizá una auténtica duda para él: teniendo en cuenta las circunstancias, ¿la muerte de Lucile debía ser considerada un suicidio?
El día que encontré a mi madre en su casa no pude ir a buscar a mis hijos. Se quedaron en casa de su padre. Al día siguiente les anuncié la muerte de su abuela, creo que dije algo así como: «La abuela ha muerto», y en respuesta a las preguntas que me hacían: «Ha elegido quedarse dormida» (a pesar de que he leído a Françoise Dolto). Semanas más tarde, mi hijo me llamaba al orden: al pan hay que llamarlo pan. La abuela se había suicidado, sí, se había quitado de en medio, había bajado el telón, se había retirado, rendido, había dicho stop, basta, terminado, [i] y tenía buenas razones para llegar a eso.
Ya no recuerdo cuándo surgió la idea de escribir sobre mi madre, en torno a ella, o a partir de ella, sé cuánto rechacé esa idea, la mantuve a distancia, el mayor tiempo posible, esgrimiendo la lista de los innombrables autores que habían escrito sobre la suya, desde los más antiguos hasta los más recientes, para demostrarme de qué manera ese terreno había sido pisoteado y el tema degradado, alejé de mí las frases que me venían a primera hora de la mañana o a la vuelta de un recuerdo, tantos principios de novela en todas sus posibles formas de los que no quería oír ni la primera palabra, establecí la lista de obstáculos que no dejarían de presentarse ante mí y de los riesgos imposibles de determinar que correría metiéndome en un lío como ése.
Mi madre constituía un campo demasiado vasto, demasiado sombrío, demasiado desesperado: en resumen, demasiado arriesgado.
Dejé que mi hermana recuperase las cartas, los papeles y los textos escritos por Lucile, para llenar con todo un baúl que pronto bajaría al trastero.
Yo no tenía ni sitio, ni fuerzas.


Después aprendí a pensar en Lucile sin perder el aliento: su forma de caminar, la parte superior del cuerpo inclinada hacia delante, su bolso en bandolera y pegado a la cintura, su forma de sostener el cigarrillo, aplastado entre sus dedos, de introducirse con la cabeza gacha en el vagón del metro, el temblor de sus manos, la precisión de su vocabulario, su risa breve, que parecía sorprenderla incluso a ella misma, las variaciones de su voz por la influencia de una emoción cuando a veces su rostro no mostraba ninguna señal.
Pensé que no debía olvidar su humor frío, fantasmal, y su singular predisposición a la fantasía.
Pensé que Lucile se había enamorado sucesivamente de Marcello Mastroianni (ella precisaba: «póngame media docena»), de Joshka Schidlow (un crítico teatral de la revista Télérama al que nunca había visto pero cuya pluma e inteligencia alababa), de un hombre de negocios llamado Édouard, cuya identidad nunca llegamos a conocer, de Graham, un auténtico vagabundo del distrito 14, antiguo violinista y que murió asesinado. No me refiero a los hombres que han compartido su vida de verdad. Me creí que mi madre había compartido un cocido de gallina con Claude Monet e Immanuel Kant, durante la misma velada en un suburbio lejano del que había vuelto en tren de cercanías, y que se había visto privada de talonario de cheques durante años por haber distribuido su dinero en la calle. Me creí que mi madre había controlado el sistema informático de su empresa, así como el conjunto de la red de metro, y bailado sobre las mesas de los cafés.
Ya no sé en qué momento capitulé, quizá el día que comprendí cómo la escritura, mi escritura, estaba ligada a ella, a sus ficciones, a esos momentos de delirio en los que la vida se había vuelto tan pesada para ella que había necesitado escapar, en los que su dolor sólo había podido expresarse mediante la fábula.


Entonces pedí a sus hermanos que me hablasen de ella, que me contaran. Los grabé, a ellos y a otros que habían conocido a Lucile y a la familia feliz y devastada que era la nuestra. Almacené horas de palabras digitalizadas en mi ordenador, horas cargadas de recuerdos, de silencios, de lágrimas y suspiros, de risas y confidencias.
Pedí a mi hermana que volviese a sacar de su trastero las cartas, los escritos, los dibujos, busqué, rebusqué, rasqué, desenterré, exhumé. Pasé horas leyendo y releyendo, viendo películas, fotos, volví a hacer las mismas preguntas, y otras nuevas.
Y después, como decenas de autores antes que yo, intenté escribir sobre mi madre.

Hacía más de una hora que Lucile observaba a sus hermanos, sus saltos desde el suelo hasta la piedra, desde la piedra hasta el árbol, desde el árbol hasta el suelo, en un ballet discontinuo que le costaba seguir, unidos ahora en círculo alrededor de lo que según había adivinado era un insecto pero no podía verlo, a los que inmediatamente se unieron sus hermanas, febriles y apresuradas, intentando hacerse un hueco en medio del grupo. Al ver al bicho, las niñas lanzaron gritos, ni que las estuvieran degollando, había pensado Lucile, tan estridentes eran sus alaridos, sobre todo los de Lisbeth, que saltaba como una cabra mientras Justine llamaba a Lucile con su entonación más aguda para que se acercase corriendo a ver. En su vestido de crepé de seda clara, las piernas cruzadas de tal manera que nada pudiese arrugarse, sus calcetines estirados sin una arruga sobre sus tobillos, Lucile no tenía intención alguna de moverse. Sentada en su banco, no perdía un segundo de la escena que tenía lugar ante ella, pero por nada del mundo hubiese reducido la distancia que la separaba de sus hermanos y hermanas, a quienes de hecho se habían unido otros niños atraídos por los gritos. Cada jueves, Liane, su madre, enviaba a su chiquillería a la plaza, sin excepción alguna, los mayores con la misión de vigilar a los pequeños, y con la única consigna de no volver antes de dos horas. Con un ruido de fanfarria, los hermanos abandonaban el piso de la calle Maubeuge, bajaban los cinco pisos, atravesaban la calle Lamartine y después la calle de Rochechouart, antes de entrar en la plaza, triunfantes y sobresalientes, pues nadie podía ignorar a esos niños que se llevaban apenas unos meses entre sí, su cabello rubio cercano al blanco, sus ojos claros y sus juegos ruidosos. Mientras tanto, Liane se tumbaba en la primera cama que encontraba y dormía profundamente, dos horas de silencio para recuperarse de los embarazos, los partos y los amamantamientos repetidos, de las noches entrecortadas de lloros y pesadillas, de coladas y pañales sucios, de comidas que se repetían sin tregua.
Lucile se instalaba siempre en el mismo banco, un poco separada pero suficientemente cerca del punto estratégico que formaban los trapecios y los columpios, ideal para una visión de conjunto. A veces aceptaba jugar con los demás, otras permanecía allí, ordenando su cabeza, explicaba, sin precisar nunca qué, o sólo señalando sus alrededores con un gesto vago. Lucile ordenaba los gritos, las risas, los llantos, las idas y venidas, el ruido y el movimiento perpetuos en los que vivía. Fuera como fuese, Liane estaba embarazada de nuevo, pronto serían siete, luego sin duda ocho y quizá más. A veces Lucile se preguntaba si habría un límite en la fecundidad de su madre, si su vientre podría entonces llenarse y vaciarse sin fin, y producir bebés rosados y suaves a los que Liane devoraba con su risa y sus besos. Pero quizá las mujeres estaban sometidas a un número limitado de hijos que Liane alcanzaría pronto y que dejaría, por fin, su cuerpo desocupado. Con los pies en el vacío, sentada exactamente en el centro del banco, Lucile pensaba en el siguiente bebé, cuyo nacimiento estaba previsto para el mes de noviembre. Un bebé negro. Pues todas las noches, antes de dormirse en la habitación de las niñas, que ya contenía tres camas, Lucile soñaba con una hermanita de un negro absoluto, irremediable, regordeta y brillante como una morcilla, a quien sus hermanos no se atreverían a acercarse, una hermanita cuyos lloros nadie comprendería, que gritaría sin cesar y a quien sus padres terminarían por ceder. Lucile tomaría al bebé bajo su ala y en su cama, y sería la única, ella, que sin embargo odiaba las muñecas, que podría ocuparse de él. A partir de entonces el bebé negro se llamaría Max, como el marido de la señora Estoquet, su maestra, que era camionero. El bebé negro le pertenecería sin restricciones, le obedecería en cualquier circunstancia, y la protegería.


Los gritos de Justine sacaron a Lucile de su ensimismamiento. Milo había prendido fuego al insecto, que había ardido en menos de un segundo. Justine se había refugiado entre las piernas de Lucile, su cuerpecito sacudido por los sollozos, y la cabeza sobre sus rodillas. Mientras Lucile acariciaba el pelo de su hermana, percibió el hilillo de moco verde que chorreaba sobre su vestido. No era un buen día. Con gesto firme levantó el rostro de Justine, le ordenó que fuera a sonarse. La pequeña quería enseñarle el cadáver, Lucile acabó levantándose. Del bicho apenas quedaban algunas cenizas y un trozo de caparazón reseco. Lucile lo cubrió de arena con el pie, levantó la pierna y escupió en su mano para limpiarse la sandalia. Después sacó un pañuelo de su bolsillo, secó las lágrimas y la nariz de Justine antes de coger su rostro entre sus manos para besarla, un beso sonoro como los de Liane, los labios bien pegados a la carnosidad de las mejillas.
Justine, cuyo pañal se había deshecho, corrió a reunirse con los demás. Ya estaban inmersos en otro juego, agrupados en torno a Barthélémy. En voz alta, él daba instrucciones. Lucile volvió a su lugar en el banco. Miró cómo sus hermanos y hermanas se dispersaban primero, y después se unían como un ramillete, y después se separaban nuevamente, le pareció que estaba contemplando un pulpo o una medusa o, pensándolo mejor, un animal viscoso de varias cabezas de los que no existen. Había en ese ser proteico que no sabía nombrar —al que sin embargo estaba segura de pertenecer, como cada anillo, incluso cuando se suelta, pertenece a la lombriz— algo que la cubría por completo, que la sumergía.
De todos ellos, Lucile había sido siempre la más silenciosa. Y cuando Barthélémy o Lisbeth golpeaban la puerta del servicio donde se refugiaba para leer o escapar al ruido, ordenaba, con voz firme que disuadía de toda tentativa de reincidencia: dejadme en paz.


[i] . Los dos últimos términos están en español en el original. (N. del T.)

Archivo del blog

Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

Páginas