viernes, 23 de noviembre de 2018

FRAGMENTO. NOCHE SONÁMBULA. NAVEGACIÓN Y LLEGADA.

NAVEGACIÓN Y LLEGADA. 
Todo arde: el cielo, el aire, el mar. Todo arde en este mediodía: cielo y mar se confunden en esta lenta marcha, en esta navegación de azul bruñido. Las velas se inflan de un calor, de un vaho; empujan las naves en su perfecta simetría hacia una costa que todavía no se ve.
Aire caliente en el mediodía. Aire caliente en las quillas de los barcos, en su rompimiento con las olas; esmeralda transparente, verde profundo, azul plata, celeste azul son los colores que miran; más púrpura debería ser el cielo, púrpura las aves que ahora divisan: púrpura su vuelo, púrpura su canto, púrpura la brisa, púrpura el mar, las olas, la cenefa blanca de la playa, púrpura los barcos: de púrpura las velas, los mástiles, la madera.
Aire caliente en el mediodía, en este desierto acuático, de pequeños espejos centelleantes, de sonámbulas voces se cargan las once naves. Los soldados miran las armaduras; acero humeante, filos dormidos en las espadas. Los soldados no piensan, nunca han pensado… son parte del Todo, de la Unidad, del Muy Alto y Poderoso e Invictísimo Príncipe y Emperador Carlos V.
Todo arde: el cielo, el aire, el mar…

(Fragmento. Novela. Noche Sonámbula. Editorial EUNED 1997).
 AUTOR: JORGE MÉNDEZ-LIMBRICK.

100 años de literatura costarricense. EL TIEMPO SUPRAHISTÓRICO. ESCRITOR: JORGE MÉNDEZ LIMBRICK.


EL TIEMPO SUPRAHISTÓRICO. Dra: Margarita Rojas G
Aunque las dos novelas policíacas de Méndez Limbrick se ambientan en la época contemporánea y no podrían considerarse novelas históricas, en ambas hay cierta experimentación con el plano temporal. En Mariposas negras, mediante un relato insertado se retrocede hasta la antigüedad romana; el narrador es Macrón, un herbolario de la época del emperador Augusto. La inclusión de esa época histórica permite enlazar los acontecimientos del presente dentro de una especie de plan suprahistórico, que atraviesa las épocas desde la antigüedad. De esa manera, el texto parece sugerir que así como existe una subciudad bajo la ciudad que normalmente todos vemos, a lo largo de los siglos ha habido una cofradía que actúa impunemente, hereda sus leyes y se mueve a través de los continentes.
En la otra novela, El laberinto del verdugo, el tiempo histórico retrocede un poco menos en la línea temporal y también se adelanta. El tiempo se materializa en varias zonas urbanas que no siempre poseen un referente real en la ciudad conocida. Así, algunos acontecimientos se desarrollan en una ciudad del futuro: se viaja, por ejemplo, a través de distintos distritos de San José en un metro periférico; también la ciudad universitaria presenta características futuristas: la biblioteca es toda electrónica y tiene diez pisos.
Respecto al pasado, el tiempo se materializa sobre todo en el archivo del país que cuida el nonagenario Gran Archivero de la Noche, hábil restaurador de libros viejos y exdelincuente adicto a la morfina. Este construyó un laberinto donde guarda la historia no oficial de Costa Rica, dédalo que se llama, como la novela, el Laberinto del verdugo.
Sin embargo, donde mejor queda atrapada la temporalidad es en los libros que transitan desde distintas épocas y pasan de mano en mano. En el país, el Archivero no solo es el guardián de tesoros bibliográficos nacionales, desde joven asombró por su poder para la restauración de las joyas patrimoniales hasta el punto que “cualquiera sospechaba que el escribano o el gobernador de Cartago refrendaba los documentos el día anterior” (p. 235).

Pero el tiempo que se repasa en el Octaedro del Gran Archivero es sobre todo el de la criminalidad; los asesinatos de jóvenes en el presente se conectan con otros que se remontan a la primera mitad del siglo XX. Así, ante la inoperancia de la investigación policial, un periodista y el Archivero encuentran las claves que solucionan los crímenes en los viejos periódicos y archivos que resguarda aquel. El pasado no solo ofrece la información necesaria al presente sino que este repite los hechos sucedidos antes; de este modo, el mal resulta ser una presencia perenne, que cobija todas las épocas.
Fuente:
100 años de literatura costarricense tomo II
Páginas: 1000-1002.
Margarita Rojas. Flora Ovares.
Editorial Costa Rica - Editorial UCR. 2018.-

jueves, 22 de noviembre de 2018

CARLOS FUENTES. Dos mujeres por conocer SUSAN SONTAG.


Dos mujeres por conocer

SUSAN SONTAG

Conocí a Susan Sontag una asoleada tarde de julio de 1963 en Nueva York. Mi editor norteamericano, Roger Straus (desaparecido en 2004), me invitó a comer al hotel Stanhope, en la Quinta Avenida. Por ser día de calor, el hotel había dispuesto un café al aire libre en la acera frente al Museo Metropolitano. Busqué la cabeza blanca y rizada de Straus, un hombre seductor, con un toque de dandy neoyorquino de los años treinta, una risa domeñada y una mirada traviesa. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, Roger había fundado la firma Farrar & Straus y se había distinguido, rara avis, por la atención prestada a autores extranjeros. La nueva literatura italiana era su terreno preferido (Moravia, Silone, Morante, Pavese, Levi), pero su interés por Latinoamérica fue iniciático. Fue Straus quien rescató del anonimato a la chilena María Luisa Bombal y redescubrió para la lengua inglesa al brasileño Machado de Assis, además de encargarse de las ediciones populares de Alejo Carpentier.
Ahora entraba yo a la legión literaria de Straus, pero él, aquel caluroso día de verano, me preparaba una singular sorpresa: conocer a Susan Sontag, que jamás pertenecería a legión alguna, pues era dueña de una individualidad que, pronto lo supe, era el ancla profunda y poderosa de su enorme capacidad para llegar con entereza intelectual a los dominios compartidos: la comunidad, la sociedad, la polis, los otros.
Parecía una heroína bíblica. Muy alta. Muy morena. Larga cabellera negra. Sonrisa como un regalo —que no una concesión— de su fundamental seriedad. Ojos negros y perpetuamente interrogantes. Y el cerebro más rápido e intransigente que me ha cabido, en vida, conocer. No fue casual que su primera pregunta, al sentarme con ella y Straus, fue: “¿Qué opinas de la relación entre Hegel y Feuerbach?”. Esto, que en otra persona hubiera infundido pavor a quien lo escuchase, no dejó, en efecto, de alarmarme, si no me hubiese dado cuenta en el acto de que Susan Sontag planteaba toda la relación de amistad a partir del respeto y el desafío a la inteligencia del otro. No se trataba, en realidad, de hablar de dos filósofos alemanes, sino de establecer de inmediato el nivel de la amistad como una forma de la inteligencia. O viceversa.
Que ese inmenso talento de Susan Sontag no se detenía en la razón, sino que comprendía al corazón, lo llegué a entender a lo largo de una amistad que, si no fue todo lo frecuente que yo hubiese deseado, siempre fue estelar, un verdadero collar de discretas joyas llamadas imaginación, información, curiosidad, calor humano y, sobre todo, la convicción profunda de que la literatura es el aposento de una sensibilidad verbal sin la cual desertamos el don mayor de los seres humanos: comunicarnos con palabras. Porque cuando mueren las palabras sobreviene la “selva salvaje” de la violencia, la ignorancia y la guerra de todos contra todos.
No minimizo la producción literaria de Sontag si recuerdo que este humanismo verbal propio de su perfil la pinta de cuerpo entero. Susan estuvo presente en Vietnam para denunciar el error de una guerra y en Sarajevo para averiguar el horror de otra. Su batalla política final la dio contra el gobierno de George W. Bush y los peligros de una política externa producto de la ignorancia, la soberbia y el peligro de suprimir, en el propio Estados Unidos, las libertades públicas. Fue la primera y más fuerte de los intelectuales del norte contra la pandilla de la Casa Blanca y las teorías suicidas del unilateralismo y la guerra preventiva.
La inteligencia ciudadana de Susan Sontag hubiese bastado para acreditar su importancia moral. Ello no bastaría, sin embargo, para olvidar que, ante todo, Susan fue una de las mayores voces intelectuales de América y del mundo. Y seguramente, una de las más renovadoras. Su gran aporte consistió en revelar el valor de lo popular, la importancia de lo que parecería menos importante, el cine, la moda, la cursilería, el camp, la relevancia de lo marginal, excéntrico, perecedero, las obras del tiempo en su sentido más radical. Cuando la eternidad se mueve, la llamamos tiempo, escribió Platón. Ese movimiento del tiempo, la certeza de que la inmortalidad no se sabe inmortal y de que nuestras vidas se disminuyen si dejan pasar, con aire solemne, las mil y una diversiones de la vida cotidiana, son temas que le dieron una originalidad necesaria a obras como Contra la interpretación y La voluntad radical.
Sontag, dentro de la caverna de Platón, veía la proyección del cine de Fassbinder y de Ichikawa, del arte de Warhol y de los ensayos de Barthes.
Pero hubo un momento en el que Sontag entró de lleno en temas que claman nuestra atención y no la obtienen, entre otros motivos, porque carecen de atractivo estético. La enfermedad en general. Y el sida en particular. Metáforas del mal que quisiéramos ocultar en sombra y nombrar en silencio, Sontag las llevó a la luz pública, a la reflexión humanista, a la revelación. Consciente de que el dolor requiere un lenguaje, Sontag le dio las palabras indispensables a las enfermedades silenciadas, trátese de la tuberculosis ayer o del sida hoy.
Lo hizo con el valor y el tacto con que esta admirable mujer empleaba el lenguaje. Su mayor orgullo literario era ser novelista. El benefactor, Estuche de muerte, Yo, etcétera, El amante del volcán y En América son obras de extrema fidelidad al credo de Sontag: la literatura es la reserva primaria de la sensibilidad.
Sontag” quiere decir “Domingo”. Pero el día de Susan Sontag no es jornada de reposo, ni día del Señor. Es día de Luz. Y si escribo la palabra con ele mayúscula es porque esta mujer victoriosa, vencedora de la enfermedad, expatriada de la muerte, americana universal, pensadora insatisfecha, crítica de su patria cuando Estados Unidos se traiciona a sí mismo, hermana de las incontables víctimas de la violencia histórica, pensadora del pasado para entender mejor el presente, definitiva definitoria de la “interpretación” de la modernidad, es, sobre todo, novelista.
¿Qué clase de novelista? En la gran línea de Hermann Broch, polifónica. El amante del volcán y En América, son coros narrativos en los que la gran ensayista, heredera de Walter Benjamin y de Isaiah Berlin, expande el territorio de la narrativa para incluir historia, filosofía, pasión personal, biografía, ensayo y fábula, todo ello inmerso en una conciencia del mundo que, mágicamente, excluye la conciencia autoral.
Hay un “yo” invisible en las novelas de Sontag y nada ilustra mejor este aserto que el “capítulo cero” de En América, la obertura casi operística de un “drama gioccoso”, que diría Mozart, en la que los personajes de la obra están todos presentes en una reunión espectral, atemporal, puramente imaginativa, a la cual asiste ese “yo” invisible que enseguida desaparecerá para dar curso a la obsesiva saga de los expatriados —que no inmigrantes— a una América que sólo inaugura su modernidad gracias a su extranjeridad —el flujo de Europa al Nuevo Mundo— y luego se incorpora a la derrota del olvido norteamericano, el país que quiere ser puro futuro.
Por eso Susan Sontag aterriza en América como un ave solitaria, bella y ligeramente amenazante, para decirle a sus compatriotas:
Recuerden.
La memoria propuesta por Sontag no es ajena a la incomodidad de saber que la insatisfacción es el motor de la energía y que la felicidad es sólo un instante fugaz, y no ese derecho beato prometido por los documentos de la fundación norteamericana. “Mi América se llama Europa”, declara Sontag con orgullo desafiante. El desafío es el de ampliar constantemente el horizonte de la cultura. Hallar la unidad posible sólo en virtud de una cultura multidimensional. Asumir la carga del pasado, y darle a todo ello forma literaria. Sontag, la narradora de ficciones, asume el descrédito de las viejas máximas de la crítica doméstica anglosajona (ejemplo: E. M. Forster en Aspectos de la novela). Sontag niega la buena educación de escribir novelas con inicio, mitad y fin. Y se suma, junto con sus amigos Juan Goytisolo y José Saramago (entre otros), a la creación de novelas de proceso y transición interminable…
Mi América se llama Europa”, dice la eminente ganadora del Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2003. Esa “vieja Europa” despreciada por lo que Susan Sontag denomina, sin titubeos, el fundamentalismo imperialista del gobierno de George W. Bush, “un presidente robot”, mera figura de una sociedad movida por la fuerza, la ambición y el lucro. Lo que Sontag denuncia es la mentira como velo de la violencia. Nos pide reflexionar sobre la violencia de quienes designan y deciden la realidad de la guerra. Lloremos juntos, dijo, el 11-S, pero no seamos estúpidos juntos. Estados Unidos es fuerte, pero tiene que ser algo más que “fuerte”. Tiene que ser una promesa con memoria, una libertad crítica, un derecho radicado en la humanidad de cada ciudadano. “Hay tanto que admirar. Hay tanto que deplorar”, dice esta mujer de tiempos múltiples, la Sontag moderna que nos describe, en El amante del volcán y En América, que la experiencia nacional sólo se intensifica mediante la experiencia universal. Y que un escritor no es lo que representa, sino lo que escribe.
Tuve muchos momentos de amistad con ella. Como co-jurados —conjurados— en el Festival Cinematográfico de Venecia del año 1967, cuando disputamos preferencias estéticas, ella favorable a Godard, Moravia a Pasolini y Juan Goytisolo y yo —montoneros hispánicos— a favor del, finalmente, premiado Buñuel. En las playas del Lido, Susan tenía por lectura ligera, de vacaciones, a Henry James. En los cafés de Manhattan, descubrió antes que nadie en América la gran novela de Italo Calvino Si una noche de invierno un viajero y me confió —alegría compartida— que “ésa es la novela que me hubiese gustado escribir”. Este sentimiento de la admiración y la sorpresa —la capacidad de descubrir y querer lo desconocido, prueba de juventud permanente— era habitual en ella y nos llevaba a sus amigos a leer lo que, sin ella, acaso hubiese pasado inadvertido. Recuerdo así su contagiosa lectura de Sebald, de Nádas, de Manea, de Kuzniewicz. El redescubrimiento de Rulfo, cuyo Pedro Páramo prologó.
La invité a participar en las conferencias acerca de la geografía de la novela en El Colegio Nacional de México donde, rodeada del entusiasmo del público y del amistoso calor de Juan Goytisolo, José Saramago, Sealtiel Alatriste y J. M. Coetzee, Sontag hizo un relato magistral de cómo puso en escena, en medio de los horrores de la guerra de Sarajevo, la obra de Samuel Beckett Esperando a Godot, y cómo, en una ciudad asediada, un teatro del asedio devolvía a los espectadores ese otro nombre de la acción que llamamos “esperanza”. La vi por última vez en Montreal el mes de marzo del 2004. Recuperada de dos batallas contra el cáncer, me dijo sonriendo: “Como en el beisbol, la tercera es la vencida. Three strikes and you are out”.
La “vencida” llegó con la Navidad del 2004. La noticia de su muerte me retrotrae a ese diálogo reciente en Montreal, cuando Susan culminó nuestra conversación sobre agendas de nuestro tiempo con una rotunda afirmación: “La condición femenina, el acceso de la mujer a la dignidad, al trabajo, a la ley, a la plena personalidad, será el tema central del siglo XXI”.
Recordé, escuchándola, viéndola transformada por la enfermedad, a la joven de 18 años que se atrevió a pedirle una entrevista a Thomas Mann en Los Ángeles y, ya frente a él, no supo qué decir. La admiración la rindió. Pero acaso un día, Susan recordó al Settembrini de La montaña mágica cuando nos dice que no hay gran literatura que no se refiera al sufrimiento y que no esté dispuesta, como literatura, a asistirnos, a apoyarnos ante el dolor.
Y acaso recuerdo para siempre algo que le debo al accidente del cine: la imagen de la niña Susan interpretando el papel de la fiera Pearl Chávez —ya de grande, Jennifer Jones— en la película Duelo al sol. Filmada en la Arizona de su infancia, la obra de King Vidor preserva para siempre la mirada melancólica de una niña morena, de cabellera larga con flores en el pelo.

MARÍA ZAMBRANO

Cuando, unánimemente, los miembros del jurado para el Premio Cervantes 1988 decidimos otorgarlo a María Zambrano, fue, sin duda, el extraordinario valor de su obra de pensadora, su prosa diáfana, su amplitud y profundidad temática, el carácter insustituible de sus libros, lo que nos motivó principalmente.
Otras consideraciones inmediatas saltaron, asimismo, a la vista. Ésta era la primera vez, en catorce ediciones, que se le daba el premio a una mujer. La primera vez, también, que se galardonaba el género del ensayo como forma principal de la escritura premiada.
Pablo Antonio Cuadra, recuerdo, añadió otra consideración: La trayectoria transatlántica de María Zambrano, sus años de exilio y su resistencia en las tierras mexicanas, cubanas y chilenas, nos permitían añadir que éste era un premio hispanoamericano. ¿No lo son, sin embargo, todos los premios para todos los libros escritos en nuestra lengua? El concepto de la “literatura mundial” de Goethe empieza a ser no sólo ideal, sino realidad en nuestro tiempo. Las reducciones literarias, como las misiones jesuitas en el Paraguay, pueden salvar a algunas buenas almas (en este caso, las del nacionalismo literario) pero a costa del aislamiento y, finalmente, de la muerte. Cultura aislada es cultura muerta. Sólo el contacto vivifica. Atenas se muere de curiosidad, y vive. Tenochtitlan vive de terror, y muere.
¿Existen, estrictamente, literaturas española, mexicana o venezolana? El siglo pasado, Giuseppe de Sanctis hubiese dicho que sí: la historia de la literatura es una serie de historias nacionales. En los tiempos actuales de comunicaciones masivas e instantáneas, interdependencias de toda suerte y adelantos tan maravillosos en ocasiones como detestables en otras, no quedan provincias literarias que puedan gozar de autarquía. Las Albanias literarias pierden todo sentido cuando es la literatura misma, en todas partes, la que constantemente pierde territorios, novedades, antiguos privilegios que le han sido arrebatados, sin muchos miramientos, por cine, televisión, periodismo, medios masivos… Así como nadie escribe ya cartas si cuenta con un teléfono, nadie lee novelas si puede verlas gracias a su antena parabólica.
La necesidad de potenciar el pensamiento, la imaginación y el lenguaje escritos se vuelve, en estas circunstancias, algo más que casual, algo más que fatal: se convierte en algo necesario. ¿Qué puede decirse mediante la literatura que no puede decirse de ninguna otra manera? La verdad de un solo corazón o de una sola aldea, claro que sí, pero postulado, más allá de ese corazón o de esa aldea, como eso que de María Zambrano decimos todos: como un texto insustituible, que persuada por ser escritura, no porque pertenezca a tal o cual geografía.
Desacreditada la referencia nacional de la literatura, resalta aún más la necesidad de potenciar el texto por otros medios. Entonces sí que la lengua en que el texto está escrito se convierte en el puente entre un solo corazón y muchos corazones. Entonces sí que para potenciar el texto hay que potenciar la lengua en que está escrito. La nuestra es el castellano y escribiendo en español, aunque seamos mexicanos, argentinos o extremeños, encontramos el territorio inicial que nos une en vez de dividirnos; que nos relaciona en vez de aislarnos.
Nuestra participación en la literatura mundial tiene que partir de nuestra identificación dentro del área lingüística común del castellano. Quizás, algún día, vayamos más allá de este signo verbal. Por lo pronto, ni la provincia ni el cosmos, sino una patria común de la imaginación y del pensamiento dichos en español. Y esto no sólo vale para nosotros, sino para las demás áreas lingüísticas. El poderoso idioma inglés contemporáneo incluye al británico Bruce Chatwin, al indostánico Salman Rushdie, al trinitario Derek Walcott, a la sudafricana Nadine Gordimer, al nigeriano Wole Soyinka… El género novelístico, visto con un prisma nacional, resulta pobre: no hay más de dos o tres figuras, a veces ninguna, en cada nación. Pero, internacionalmente, es posible observar una de las constelaciones más brillantes de la historia narrativa: de Grass a García Márquez a Goytisolo, de Kundera a Konrad, de Joan Didion a Anita Desai…
La obra de María Zambrano no sólo enfoca la visión de nuestra comunidad lingüística y de su capacidad para imaginar y para pensar en español. Además, hace de esta virtud re-ligadora (religiosa en este sentido) una actividad política (en el sentido, también, de reunir, religar, revelar la relación entre las cosas, las asociaciones posibles y los parentescos olvidados). Lenguaje, pensamiento e imaginación, inseparables en su obra, poseen para mí, hispanoamericano como ella, una significación muy especial. La figura central del pensamiento de Zambrano se llama Antígona. Y sin Antígona “el proceso trágico de la familia y de la ciudad no hubiera podido proseguir, ni arrojar su sentido”.
Esta lectura de Zambrano devuelve a nuestra literatura (lenguaje, imaginación, pensamiento) la resonancia trágica de la cual, sobre todo de nuestro lado americano del Atlántico, ha carecido. Bautizados por la utopía —la imaginación de América importa más que su descubrimiento—, hemos sido los huérfanos más abandonados de la Tragedia. Si el mundo moderno se despojó del pensamiento trágico para consagrar un optimismo beato (y barato) del progreso y la felicidad, en América evocar la tragedia es traicionar nuestra acta de fundación, que es la Utopía.
Hemos querido ganar el tiempo mediante la negación (u-topos) de un espacio que nos agobia (“¡Se los tragó la selva!”). Por ello, hemos corrido el riesgo de perder ambos. Todo lenguaje, nos propone Bajtin, es una cronotopía. La dimensión temporal de esta ecuación, nos recuerda María Zambrano, se pierde sin la Tragedia, porque sólo ella nos permite darle valor al tiempo, transformando la experiencia en conocimiento. Si esto se entiende (y se vive), los medios de comunicación masiva constituyen tan sólo (y qué bien que así sea) el reino de la información. Pero el dominio (y el demonio) de la experiencia transmutada en conocimiento es el de la literatura. Y su paso necesario (ni casual, ni fatal: otra vez necesario) es la Tragedia, que elimina el simplismo maniqueo (bueno o malo: conflicto de virtudes, tan cómodo para los medios de información y diversión) y se instala en el conflicto de valores: tanto Antígona y su valor, que es la familia, como Creonte y su valor, que es la ciudad, tienen razón. Por eso es trágico el conflicto, porque las dos partes son justas. El melodrama le pertenece a Dallas, a Dynasty y a veces al teatro político: qué bien. La tragedia le pertenece a Sófocles y a quienes saben transformar la experiencia en conocimiento: Kafka, Faulkner, Broch, Beckett, contemporáneamente. Y esta singular pareja: María Zambrano y su hermana Antígona.
La literatura de la América española, engolosinada con su promesa utópica (ruiseñor y albatros de nuestra historia) rara vez ha frisado la cronotopía de la Tragedia. Quizá sólo los poetas, Vallejo, Neruda y Lezama, narrador también en su Paradiso y, en su laberinto, el general de García Márquez. María Zambrano nos recuerda a todos los que escribimos en español que corremos el riesgo de disfrazar la destrucción con la Utopía. Pues nuestro engolosinamiento con la catástrofe histórica puede ser el reverso de la medalla utópica. Un desastre seguido de la ilusión que nos impide juzgar la experiencia y convertirla en conocimiento, ¿Cuánto tiempo antes de que la ilusión engendre su propia destrucción? Nada, minutos apenas antes de que ambas —la violencia y la quimera— caigan en ese abismo que rodea a la ciudad que se llama, dice Zambrano, el Caos. Una palabra sin plural.
Pues de eso se trata, finalmente. De construir la Ciudad, y ni el clamor perpetuo sobre la catástrofe, ni su espasmódico trueque por la ilusión, pueden sustituir el trabajo de la Tragedia, que es conflicto de valores, conflicto antagónico y antigónico en el que las partes no se aniquilan unas a otras, sino que se resuelven la una en la otra: familia y ciudad en Antígona, hombre y dios en Prometeo… Y si éste es devorado por haber usado su libertad, ¿sería más libre, se pregunta Max Scheler, si no la hubiese empleado? Y si Antígona cae en los infiernos, añade Zambrano, ¿viviría en un paraíso si careciese de su tumba y de su soledad? Antígona, nos da a entender nuestra escritora, se ha ganado el tiempo para vivir su muerte. Ello supone que se ha ganado también, antes o después de su muerte, el tiempo para morir su vida.
La obra de María Zambrano nos deslumbra porque nos revela que a partir de nuestra lengua podemos llegar al nivel auténtico de la imaginación y, finalmente, del conocimiento, que trascienden pero no anulan, jamás, al lenguaje mismo. Restaurando el pensamiento trágico que le da tiempo a nuestra experiencia lingüística para convertirse en conocimiento, María Zambrano y su hermana Antígona nos religan, nos poetizan y nos salvan a todos del desastre, éste sí irredento porque es lineal y mata a sus propios tiempos, de un progreso ciego y autocomplaciente.
María Zambrano restaura las “eras imaginarias” —otra vez Lezama— de una civilización —la nuestra— a fin de ofrecernos una plenitud que no necesita reducir o sacrificar ninguno de sus componentes: lengua, pensamiento, imaginación. Ningún espacio: el de una ciudad, un mar o una tumba. Ningún tiempo: el de una experiencia y su ritmo lingüístico propio para llegar a ser conocimiento.
Sentada en la soledad oscura de su piso madrileño en el que los árboles le pintan luz al sol y el sol, a pesar de todo, se abre paso a ese “estado de sueño” que era, para Zambrano, “estado inicial de nuestra vida”.
Para ella, se abandona el sueño para darle paso a la vigilia. ¿Qué sucede en el sueño para que de él nazca la vigilia? En el sueño no nos hacemos preguntas. Nunca disentimos. Nunca “pensamos”. En sueños “no existe el tiempo… Al despertar nos asalta el tiempo”. Y ya en el tiempo, convertimos en pasado lo que nos pasa. De lo contrario, todo nos sería contemporáneo y la vida sería una pesadilla. ¿Necesitamos, por esto, al sueño para obtener una semblanza, al despertar, de la sucesión del tiempo? ¿Es el sueño la compensación de la simultaneidad temporal?, le pregunto a Zambrano la tarde en que la visité en Madrid.
La pregunta me importa porque la condición misma de la novela moderna ha consistido en proponer lo imposible: la simultaneidad —Woolf, Faulkner— contra la sucesión. Entender lo imposible. Saber de antemano que va a fracasar. ¿Es una consolación para esto la filosofía?
No sé si Zambrano me responde con lástima, con incertidumbre o con simple verdad:
En sueños no se puede hacer nada.
¿En qué momento se puede entonces hacer? ¿Al despertar?
Exiliada tras la muerte de “la República niña”, peregrina de México y Cuba, París y el Jura, al cabo reintegrada a España, María Zambrano nos dio a todos una lección. Ella hizo este viaje, no para recuperar el pasado, sino para volver a nacer. Ni nostalgia ni esperanza, sino un reconocimiento del hombre occidental que disipe lo que se ha perdido.
Tarea enorme esta que propuso Zambrano, porque al cabo le niega inocencia a los que ya son, luego a ella misma —pero le abre paso a lo que sigue, a lo que viene, a la pobreza que se requiere para seguir naciendo.
Ha recordado, otra vez, esta lección de María Zambrano en mi propio país, México, donde una élite fatigada (soy parte de ella) es incapaz de diseñar el porvenir de una población de gente joven: la mitad de la nación, portadora de ideas, confrontamientos y soluciones que ni siquiera adivinamos. El mundo, recordaba ella, era “oficialmente” idealista, pues el idealismo puede ser una barrera a la verdad inquietante, resuelta, conflictiva, buscona…
¿Y necesaria? —le pregunto.
La libertad sólo se encuentra a través de la necesidad.
¿Y la literatura?
María Zambrano no me contestó. La visito en un gran apartamento madrileño, arbolado en la calle, oscuro en el mediodía, donde ella parece esperar algo —todo, nada— sentada en la penumbra.




miércoles, 21 de noviembre de 2018

NOCHE SONÁMBULA. NOVELA. J.MÉNDEZ-LIMBRICK.


LABERÍNTICA PALABRA.
Más allá del Tiempo y del Espacio, en sus propios límites, quizá empujado un poco por la luz y un poco por la sombra; cerrando y abriendo los ojos en un principio como el sonámbulo que mira sin mirar y solo escuchando el murmullo de voces que te atrapan lentamente, llegas.
¿Arde tu pupila en el Tiempo, en las imágenes que ahora son proyectadas en la luz o se consume el Tiempo en tu pupila?
¿Mueren para siempre las imágenes en los rebaños de las sombras? ¿Eres el túmulo de siglos pasados, de aceros que golpean otros aceros, de gritos, de cánticos, de diversidad de lenguas: de caballos que relinchan; de leña que arde junto a la herejía y la religión? ¿Eres un haz de sombras o el prisma que proyecta la luz contenida de otros siglos?

(Fragmento. Novela. Noche Sonámbula).
Editorial: EUNED 1997.

ESCRITOR: ALFONSO CHASE. 100 AÑOS DE LITERATURA COSTARRICENSE.


ESCRITOR: ALFONSO CHASE. 
En los relatos de Alfonso Chase destaca la preocupación por el problema del tiempo. Aparece, en primer lugar, una reflexión sobre su transcurrir, como sucede en el cuento “Los relojes”, incluido en Mirar con inocencia (1975), en el que el narrador recuerda un episodio triste de su infancia. Se trata del embargo de los bienes familiares de los cuales él logra salvar únicamente los relojes de todos: “- No ve, mamá, los relojes. Lo único que no nos pudieron quitar fueron los viejos tiempos”.
En Los juegos furtivos (1968) hay una reflexión reiterada y múltiple sobre dicho problema, que el texto mismo se encarga de explicitar. “ Mi vida como una carta sellada que hoy, mañana, otro día, debo abrir para buscar el tiempo que he perdido en laberintos o callejuelas”. En esta novela quien habla va recordando en forma desordenada varios episodios de su infancia y adolescencia. Cada recuerdo es como un hilo, que conduce a otro, y así va tejiendo su biografía y encontrando su identidad. De esta manera, el personaje toma forma a medida que progresa el relato de sus recuerdos. Por un lado, las remembranzas y el tiempo dan origen al personaje: somos los que podemos recordar, parece decir la novela. Por otro lado, el personaje solo puede surgir cuando acaba el relato de sus recuerdos.
Pero la referencia al problema del tiempo no termina allí. Los juegos furtivos consiste en una narración compleja que mezcla datos de la historia nacional. Hay pasajes relativos a la guerra civil de 1948, menciones a la cultura de la época, críticas a los burócratas, la clase media consumista costarricense y al Partido Liberación Nacional. Sin embargo, dichos datos no se presentan únicamente como partes de una realidad externa (la historia) sino como elementos de una biografía personal.
Una tercera referencia al tiempo en la novela de Chase es la constante alusión a la música. Más allá de la mención explícita a obras musicales, los capítulos, así como la obra en su totalidad, se intentan estructurar musicalmente (“Allegro vivace”, “Adagio” y “Finale”). Desde el punto de vista de la audición, la música se presenta como un fenómeno lineal: uno escucha las notas una tras otra, es decir, la parte melódica. Pero, a la vez, cuando se trata de varios instrumentos o voces que suenan simultáneamente, existe la parte armónica, es decir, la coincidencia de varios sonidos en el mismo momento. Por esta razón, la música se escribe en un pentagrama y una partitura.
La novela sigue un principio de composición semejante.
Así, la obra literaria se sirve de una narración que dispone los hechos como si fuera un mosaico, lo que produce un efecto de disgregación. En Los juegos furtivos lo anterior se relaciona, además, con otro tipo de complejidades técnicas, como por ejemplo el hecho de que en algunas partes el narrador se dirija explícitamente a un interlocutor – el tú – que a veces parece ser él mismo cuando era niño: “Tienes ocho años y te escondes debajo de la mesa. Oyes las discusiones”. El aparente desdoblamiento del narrador recuerda el motivo del espejo, constante en relatos y poemas de Chase.
El personaje de Los juegos furtivos es un joven escritor; lo mismo sucede en un cuento posterior, “Prontuario del servidor” (El hombre que se quedó adentro del sueño, 1994). En este relato se alternan fragmentos impresos en dos distintos tipos de letras. La diferencia gráfica sirve para sugerir que se trata de dos versiones sobre la realidad, dos modos opuestos de considerar la vida. Por un lado, la versión oficial del escritor como un burócrata conforme con el sistema; por otro, su propia aversión a ese sistema.

Sin embargo, ya la misma versión oficial deja ver entre líneas la realidad alienante. Los juegos que se van construyendo a lo largo de los distintos fragmentos conducen a una confusión acerca de la realidad y a una situación como de espejos dentro de espejos. Como dice el epígrafe del cuento, las varias maneras de escribir reflejan diferentes maneras de concebir la realidad. Pero nunca se logra llegar a saber cuál de ellas es la verdadera.

Fuente:
100 años de literatura costarricense tomo II
Páginas: 820, 821,822,823.
Margarita Rojas. Flora Ovares.
Editorial Costa Rica - Editorial UCR. 2018.-

martes, 20 de noviembre de 2018

LECTURAS COMPLEMENTARIAS. 100 AÑOS DE LITERATURA COSTARRICENSE. TOMO II


100 AÑOS DE LITERARTURA COSTARRICENSE.
MARGARITA ROJAS-FLORA OVARES.
TOMO II
LECTURAS COMPLEMENTARIAS.

Carlos Fco Monge, páginas 4942-944.
Silvia Castro 945-949.
Rodrigo Soto 950-968.
Carlos Cortés 969-985.
Mario Zaldívar 986-989.
Jorge Méndez Limbrick 990-1002.
Anacristina Rossi 1003-1021.
Ana Istarú 1022-1033.
Guillermo Arriaga 1034-1040.
Catalina Murillo 1053-1056.
Jorge Ramírez Caro 1056-1062.
Daniel Quirós 1063-1077.

Warren Ulloa 1078-1100.

Fuente:
100 años de literatura costarricense tomo II
Margarita Rojas. Flora Ovares.
Editorial Costa Rica - Editorial UCR. 2018.-

lunes, 19 de noviembre de 2018

CARLOS FUENTES.Cuatro grandes gringos. PERSONAS.


Cuatro grandes gringos

ARTHUR MILLER

1. Existe una fotografía de varios miles de parisinos marchando por la rue Soufflot hacia el Panteón el día de la toma de posesión del presidente de Francia, François Mitterrand, en mayo de 1981.
Entre la multitud, destaca un hombre más alto que cualquier otro. Quienes le conocen pueden identificar con facilidad a Arthur Miller, la cabeza descubierta en la tarde tormentosa, el impermeable arrojado sobre un hombro, los anteojos firmemente colocados en el perfil digno de las monumentales esculturas presidenciales del Monte Rushmore.
O como decía William Styron:
Arthur Miller es el Abraham Lincoln de la literatura norteamericana.
Nada lo ha rebajado. Ni la tragedia personal. Ni el desafío político. Ni la moda intelectual. Ni, acaso, sus propios errores.
Yo crecí en Estados Unidos en los años treinta, ese “valle sombrío” como lo ha llamado el historiador británico Piers Brendon, la década cruel en la que los conflictos ideológicos, las políticas económicas y la condición misma del ser humano entraron en una profunda crisis.
Entre el crack financiero del año 29 y el estallido de la conflagración mundial del año 39, las respuestas a las crisis fueron remedios peores que la enfermedad: regímenes totalitarios, militarismo, cruentas guerras civiles, violaciones del derecho y de la vida, lasitud e indiferencia democráticas…
La gran excepción fue Estados Unidos de América. El presidente Franklin Delano Roosevelt y la política del Nuevo Trato no tuvieron que acudir a medidas totalitarias ni a supresión de libertades para afrontar los desafíos del desempleo, la crisis financiera, la pobreza de millones de ciudadanos y la quiebra de miles de empresas.
Roosevelt y el New Deal acudieron a lo más preciado que tiene Estados Unidos: su capital social, su dividendo humano. El país fue reconstruido con su potencial humano y social, pero también gracias al impulso dado a las artes y, muy particularmente, a las artes teatrales.
En este mundo se formó Arthur Miller y ese su perfil de Mount Rushmore es también el perfil de una era en la que la gran nación norteamericana depositó su confianza en la fuerza de trabajo del pueblo y actuó con la energía y la justicia que se dan cuando, como entonces, los ideales y la práctica se unen.
Más tarde —o cada vez que— Estados Unidos ha divorciado los ideales de la práctica —cuando sus gobernantes han dicho que Estados Unidos no tiene amigos, sólo intereses, cuando sus mandatarios han afirmado que Estados Unidos “es el único modelo superviviente del progreso humano”, excluyendo al resto de la humanidad, es decir, a todos nosotros—, yo vuelvo la mirada a Roosevelt, al Nuevo Trato y al teatro de Arthur Miller, altísima representación artística de una política humana de inclusión permanente, de fraternidad que se reconoce a sí misma abrazando a los demás y diciéndoles:
Ustedes, los demás, nunca serán los de menos.
Él se enfrentó al senador McCarthy, que con el pretexto de combatir al comunismo replicó las prácticas del estalinismo: la delación, los juicios amañados, la destrucción de vidas, familias, reputaciones, carreras.
Él se enfrentó a los senadores McCarran y Walter, que le retiraron el pasaporte, como si el ejercicio de la crítica fuese una traición a la patria.
Los senadores han sido olvidados.
Pero su amenaza debe ser recordada.
El horizonte del siglo XXI se abre con sombríos nubarrones de racismo, xenofobia, limpieza étnica, nacionalismos extremos, terrorismo sin rostro y terrorismo de Estado, hegemonías arrogantes, desprecio del derecho internacional y sus instituciones, fundamentalismos de varia especie…
¿Qué subyace a todos estos peligros?
No el eje del mal sino el mal de la intolerancia y el desprecio hacia lo diferente.
Sé como yo, piensa como yo, y si no, atente a las consecuencias.
La obra teatral de Arthur Miller es una propuesta humana incluyente, un llamado a prestarle atención y darle la mano, precisamente, a quienes no son como tú y yo, a los hombres y mujeres que, gracias a su diferencia, completan nuestra propia identidad.
Reconocernos en él o ella que no son como tú y yo:
Quizás esta voluntad, expresada en términos de conflicto dramático, sea el sello común de los dramas de Miller.
Todos son mis hijos, Las brujas de Salem, La muerte de un viajante, Panorama desde el puente, Después de la caída. Arthur Miller nos ha hecho sentir que los dilemas de los hombres y mujeres de Norteamérica son nuestros, compartidos por un mundo al que Miller le dice: También hay una América herida en su humanidad, como lo están todos ustedes, nuestros hermanos. En La muerte de un viajante, Willy Loman nos habla trágicamente desde el abismo de una creciente separación entre ser y no ser, tener y no tener, pertenecer o no pertenecer, amar y ser amados.
Digo “trágicamente” y aludo así a Miller no sólo como heredero del teatro de Ibsen, sino del teatro de catarsis de Sófocles. En verdad, los conflictos humanos y situaciones sociales del teatro de Miller se sustentan en una visión trágica renovada que nos dice: No nos engañemos. No vivimos en el mejor de los mundos posibles. Nos incumbe recrear una comunidad humana, una ciudad digna de nuestras mejores posibilidades como criaturas de Dios.
Sabernos falibles para sabernos humanos para sabernos solidarios. El teatro de Arthur Miller posee el poder de convertir la experiencia en destino y el destino en libertad.
Sí, William Styron dice que Miller es un Lincoln de las letras.
Yo digo que es un Quijote en el gran escenario del mundo, probándonos, una y otra vez, que los molinos son gigantes y que la imaginación humana, si no puede por sí sola cambiar al mundo, sí puede, siempre puede, fundar un mundo nuevo y, con esperanza, un mundo mejor.
2. En 1966, Miller nos recibió a mí y a varios escritores excluibles e indeseables por la política de la Guerra Fría bajo el toldo de la filial norteamericana del Pen Club de Nueva York. El evento reunió a autores de muchas ideas y varias naciones, incluyendo, por vez primera, a escritores del bloque soviético. Neruda y yo escribimos entonces que quizás la Guerra Fría se deshelaba un poco, al menos en territorios de la cultura.
Comento en el capítulo que dedico a Neruda la respuesta oficial cubana. La Guerra Fría, dijeron desde La Habana, debe continuar porque hay dos “ideologías” —comunismo y capitalismo— irreducibles e irreconciliables. Miller vio más allá de esta mentalidad maniquea, proponiendo un mundo en movimiento, un mundo en el que los seres humanos, sus ideas, sus deseos, sus dudas, se encuentran y a veces se hieren, pero al cabo se crean entre sí, promueven una nueva realidad.
Miller, en su teatro, buscó este grano de verdad común a posiciones opuestas. Tal ha sido, desde Sófocles, el origen del teatro trágico. La tragedia es el reconocimiento de la verdad del otro, y la escena es el espacio requerido para que la experiencia se convierta en conocimiento.
En sus memorias, Timebends, Miller nos cuenta cómo escribió The Crucible: “Supongo que durante mucho tiempo buscaba a un héroe trágico… Mientras más trabajaba, más seguro estaba de que, por improbable que pareciese, hay momentos en que sólo la conciencia individual impide que el mundo fracase”.
Miller creía en la capacidad humana para salir de “las piscinas del instinto” y de “los oscuros atavismos de la sinrazón y la guerra”. Sin embargo, al conocer la desaparición de John F. Kennedy, sintió angustia de saber que la muerte puede atravesar con un dedo “la delicada red del porvenir” y que, a veces, “el cosmos, simplemente, cuelga el teléfono”.
Sin embargo, Miller le dijo al entonces presidente de la URSS, Mijail Gorbachov, que “la historia es el equipaje de nuestra mente” y que deberíamos, al menos, permitirle a la vida que no sirva, sino que gobierne, los argumentos que “cada parte quisiera comprobar ideológicamente”.
Vivo parte del año en Londres, y una de las razones es que en el Reino Unido pude ver las obras de Arthur Miller que no se estrenan en Nueva York. La diferencia es que la Gran Bretaña, junto con los países de la Comunidad Europea, tiene un teatro de repertorio, presupuesto público para las artes y un cuerpo descentralizado de teatros independientes del dominio metropolitano de Londres, dirigiéndose a un público orientado a la calidad y creado, precisamente, por políticas públicas.
De Chichester a Edimburgo, de Nancy a Aviñón, de Barcelona a Mérida, de Hamburgo a Munich y Salzburgo. Gran diferencia con el teatro neoyorquino, donde, a menudo, un solo periódico y a veces un solo crítico pueden decidir el destino —la vida o la muerte— de una obra de teatro que, es concebible, merecería más atención y abarcaría más promesas que las que un solo periódico o un solo crítico le reservarían.
Como presidente del Pen, Miller defendió a muchos escritores sometidos a cárcel o a censura. Milan Kundera, aún en Praga, sufre “presiones terribles”, le escribí a Miller, recordándole que Milan pudo salir de Checoslovaquia en 1968, pero prefirió quedarse y pelear. En vez, el régimen lo despojó de su biblioteca y le dio un empleo de jardinero público. Otro caso atendido por Miller fue el del escritor mexicano José Revueltas. En noviembre de 1968 le hice llegar a Miller una protesta de escritores españoles y latinoamericanos a favor de Revueltas, injustamente encarcelado por el régimen autoritario de Gustavo Díaz Ordaz. Recordé que Revueltas escribió las primeras novelas socio-psicológicas de nuestra literatura y que en 1968 apoyó a los estudiantes que lucharon por las libertades públicas en México. En noviembre, Revueltas fue invitado a “dialogar” con un funcionario del gobierno mexicano. El supuesto “diálogo” era una trampa. Revueltas fue arrestado y encarcelado “incomunicado”. Se le acusó de crímenes increíbles: robo, asesinato, sedición y llamado a la violencia. En realidad, su único crimen consistió en ejercer derechos que le otorgaba nuestra Constitución.
Estoy seguro de que, de una u otra manera, la protesta internacional a favor de Revueltas ayudó al novelista de El luto humano, Los muros de agua y Los errores, acordes con el credo público de Miller:
Un artista tiene suerte si vive en un tiempo y un país sin política, pero aun la buena fortuna tiene un precio, pues un país sin política carece de destino y el escritor debe inventar lo que la naturaleza no ha proporcionado… Pero nuestro destino, a pesar de todo, es político… yo detesto la política tanto como detesto el teatro, donde la verdad es reconocida pocas veces y la falsedad casi siempre es aclamada. Como el actor, el político pronto pierde el matiz inicial de la nobleza y descubre que, casi siempre, los que conocen la verdad no la dicen y los que la dicen no la conocen. El arte es largo y se supone que sobrevivirá al poder. Hay sistemas políticos que imposibilitan al arte y lo destruyen cuando se manifiesta. Hay tendencias humanas que apoyan estos sistemas. Por eso no hay conflicto fundamental entre ser artista y participar en política. La presencia de ambos consiste en humanizar al hombre y a la vida.”
En febrero de 1965, Miller me propuso que le sucediera como presidente del Pen internacional. Exaltó la existencia de una arena donde los “tres mundos” podían encontrarse sin ser devorados por los conflictos ideológicos. Hube de declinar la oferta de Miller por muchas razones. Mi disputa con el gobierno de México, que acababa de negar la posibilidad de filmar mi novela Zona sagrada. Mi dificultad para entrar a Estados Unidos. Mis diferencias con el mundo soviético a partir de la invasión de Checoslovaquia. Y en Cuba, me preocupaban las señas de estalinización en la cultura. En vez, le propuse a Miller, carta del 16 junio de 1969, a Mario Vargas Llosa como el candidato ideal, en virtud de “su energía, lucidez, experiencia como educador y cercanía a los problemas básicos del escritor en el mundo no-industrial”.
Por fortuna, esta candidatura prosperó.
3. Miller tuvo un matrimonio muy comentado y muy difícil con la actriz Marilyn Monroe. Ésta sentía una gran necesidad de superarse. Asistió a los cursos de actuación de Lee Strasberg. Leyó a Dostoyevsky. Y se casó con Arthur Miller. Sólo que no le hacía falta ser algo más que ella misma, la bella mujer asombrada del mundo, herida en su sensibilidad y a pesar de todo, alegre y confiada. Seguramente Miller vio en ella todas estas cualidades. La llevó a vivir a la casa de campo en Connecticut. Sólo que, invitados a cenar por alguno de los escritores del rumbo, Marilyn empezaba a prepararse al mediodía, se peinaba, se maquillaba, se despeinaba para peinarse de nuevo, cambiaba el maquillaje, bebía para calmarse, volvía a beber y a las seis de la tarde ya no podía ir a ningún lado.
Miller tuvo mejor fortuna casándose, más tarde, con Inge Morath, la gran fotógrafa de Magnum, la agencia de Henri Cartier-Bresson. La conocí, muy jóvenes los dos, en 1959, cuando me fotografió en el atrio de la calle de Liverpool donde yo escribía. La frecuenté a lo largo de su matrimonio con Miller, lúcida, activa, preocupada por el mundo y la vida y madre de dos hijos de Arthur. Sentí su muerte como una gran pérdida.
Hablé en un homenaje a Miller en un teatro de Manhattan. Luego, fui a cenar con él y el actor Eli Wallach en Sardi’s, el restorán teatral de la calle 44. Comíamos cuando se acercó a Miller un hombre joven y alto. Bajó la cabeza y le susurró algo inaudible a Miller en el oído. El escritor se levantó, tomó al joven de las solapas, lo llevó hasta la puerta del restorán y lo arrojó la calle.

JOHN KENNETH GALBRAITH

Durante los funerales del presidente John F. Kennedy, muchos dignatarios extranjeros, así como personalidades de Estados Unidos, se reunieron en las salas de recepción de la Casa Blanca.
Dos perfiles nadaron por encima del mar de gente: los del presidente de Francia, Charles de Gaulle, y el profesor de Harvard, John Kenneth Galbraith.
Me llamó la atención que hubiese aquí un hombre más alto que yo —le dijo De Gaulle (seis pies y seis pulgadas) a Galbraith (siete pies, o acaso, dicen sus muchas admiradoras, siete pies en todos los sentidos).
¿Qué nos distingue del resto de la humanidad? —continuó, imperativo como era, el presidente de Francia.
Primero —dijo con lentitud solemne Galbraith—, somos más notados que los demás, como acaba usted de comprobarlo. Y segundo, estamos obligados a ser más virtuosos, dado que todos nos miran. No tenemos dónde escondernos.
Muy bien, muy bien —sonrió De Gaulle—. Pero no olvide que debemos ser implacables con los hombres de baja estatura.
Claro, todo francés lleva un Napoleón escondido en el bolsillo, de la misma manera que cada soldado de Bonaparte llevaba un bastón de mariscal en su mochila. Galbraith, hijo de las generosas llanuras del Canadá, no escondía nada. Su altura era tan sólo la forma vertical de la llaneza. Su franqueza, así le diese el derecho —Galbraith, recto como una flecha— de mirar las locuras del mundo desde su personal atalaya, con una seca ironía.
Lo importante, sin embargo, era que el pensamiento de Galbraith era aún más alto que él. Pero no estaba en las nubes. Galbraith, el Anteo de la social-democracia norteamericana (lo que ellos llaman “liberalismo”) fue el Quijote de la ciencia económica. Lo vimos, lanza en mano, vencer a gigantes reaccionarios, levantarse contra los molinos de viento de las más piadosas ilusiones conservadoras y revelar, detrás de la pretendida nobleza de los barones de la derecha, la faz avara del usurero menos aseado.
Era, sin embargo, un hombre abierto a las razones del contrario, como lo demuestra su duradera amistad con el pontífice máximo del conservadurismo norteamericano, William Buckley, a quien Galbraith respetaba por su condición de gadfly, tábano derechista ilustrado, digno contrincante ideológico de Galbraith. Recordé que la familia Buckley había traído a México, sobre todo Buckley padre, representante de la Texas Company y promotor de la intervención norteamericana en mi país, una política adversa a México. Galbraith sonrió y me recordó que en 1914 la intervención fue autorizada por el secretario de la Marina, Josephus Daniels, más tarde admirado embajador en México del presidente Franklin Delano Roosevelt, subsecretario de Daniels en 1914.
En otras palabras, la historia fluía y no podían mantenerse viejos agravios a costa de nuevas realidades y las oportunidades que conllevaban. Por la casa de Galbraith en Cambridge, Massachusetts, pasaban lo mismo Rajiv Gandhi, que sería primer ministro de la India, que Carlos de Borbón, que quería ser rey de España. Indico que el interés de Galbraith en personas distintas a él no rebajaba las convicciones propias que Galbraith mantenía con una reserva, dignidad y fortaleza ejemplares. Me di cuenta, frecuentándolo, que quienes se exponían a ser convencidos eran sus adversarios ideológicos. En este sentido, la relación de Galbraith con Buckley era algo más que una prueba para ambos. Era una constancia de que uno y otro, desde trincheras opuestas, podían dialogar.
¿Qué defendió, que proponía Galbraith en sus grandes libros? —La sociedad de la abundancia, El nuevo Estado industrial, La economía y la función pública, La cultura de la satisfacción y La naturaleza de la pobreza de masas—: que la vituperada intervención del Estado en la economía era insignificante comparada con la intervención económica permanente de las grandes corporaciones. Galbraith develó el teatro del mundo económico. Los gobiernos conservadores proclamaban la supremacía del mercado en todo menos dos cosas: salvar a las corporaciones privadas y aumentar los gastos de defensa. Éstos continuarían siendo responsabilidad del Estado, asunto que no puede dejarse a la caprichosa mano de Dios.
Ninguna compañía privada que se respete a sí misma, comentó Galbraith, se abandonaría a los vaivenes del mercado. Verdad central para fortalecer a los estados latinoamericanos, tan incipientes aún, sin menospreciar a la iniciativa privada y apelando a la sociedad civil. Quienes reclaman que el Estado se ausente, no podrían sostener, sin el Estado, los territorios que reclaman, trátese de la defensa nacional, de la solidaridad social o de la regulación de la banca privada.
Mi hijo Carlos, que era fotógrafo, sorprendió a Galbraith saliendo de su recámara, vestido con una bata japonesa, en una de tantas visitas que mi familia y yo hicimos a la casa de Ken y Kitty, su mujer. Gozamos de la infinita hospitalidad de nuestros amigos. La fotografía de mi hijo acentúa la figura de lápiz del profesor, su caligrafía personal y su devoción al Oriente. Galbraith nos acompañaría, cada mañana de ocho a nueve, en el desayuno y luego se encerraría en su estudio a escribir, recordándonos a todos que la caída del comunismo no aseguraba el triunfo de la justicia social. Anticipándose a nuestro propio tiempo, Galbraith nos advertía que los problemas eran nuestros, no una invención del enemigo, y que aunque éste —como sucedió— desapareciera, ello no resolvía nuestros propios asuntos.
Galbraith se anticipó así al nuevo postcomunismo ubicando la temática, no fuera, sino dentro de la propia sociedad industrial avanzada que tan claramente describió en sus libros. Algunos de ellos, escritos durante el ascenso del macartismo y su secuela de denuncias infundadas y destrucción de carreras, insisten en ubicar los problemas dentro del mundo capitalista y no expulsarlos al dominio brumoso de la conspiración extranjera.
Lo que Galbraith definió es que la economía no debe prestarse a legitimar el estado de cosas actual a fin de dominar al consumidor y conducirlo, con complacencia, a la pérdida de libertades en nombre de políticas arbitrarias y a corto plazo. En el reino de lo inmediato, lo posible es olvidado a nombre de lo imposible. El gobierno es visto como una carga indeseable, la inversión sólo se entiende a corto plazo, la especulación financiera se aprovecha de la situación y actúa en consecuencia, creando una economía gaseosa, de burbuja. Se canjean papeles, se pierde trabajo, producto y, al cabo, se pierden libertades.
Que estas previsiones críticas de Galbraith se hayan convertido en evidencias a principios del siglo XXI extendiéndose a las economías más desarrolladas explica, con gran anticipación, las crisis subsecuentes. En Europa, los problemas de la moneda común, el euro, y de los gobiernos asociados al mercado común. Y en Estados Unidos, el cierre de los portales del “sueño americano” a una clase media que siente en vivo la posibilidad de descender a clases inferiores. Ya Galbraith había advertido sobre la existencia de una “clase inferior funcional” a la que se le negaba el apoyo para salir de la inferioridad. Las políticas del Nuevo Trato dieron los programas y abrieron los caminos a las clases trabajadoras y medias. Los gobiernos republicanos, culminando con el de George W. Bush, quisieron cerrarlos. No nos engañemos. La crisis contemporánea de Norteamérica no es obra del presidente Barack Obama, sino de su antecesor, y de la trágica y contradictoria política de bajarle impuestos a los ricos y restarle servicios a los pobres: menos salud, menos educación, menos seguro social, en nombre del “ahorro” conservador disfrazado del “despilfarro” liberal.
Para Galbraith, el sujeto de la economía era, ni más ni menos, el ser humano, su bienestar, su salud, su educación y su esperanza. Fines al parecer modestos olvidados por el poder político y financiero pero recordados, nos recuerda Galbraith, por los ciudadanos comunes y corrientes que no han sido entrenados para inventar ilusiones.
Como ciudadano de México, agradecí la preocupación de Galbraith acerca del destino del trabajo migratorio en el mundo globalizado. Las previsiones de Galbraith nos permiten entender que Estados Unidos necesita al trabajador mexicano pero que México, aún más, necesita a sus propios trabajadores a fin de resolver problemas de pobreza, desempleo y violencia.
Crítico precavido del proceso global, Galbraith nos obliga a pensar que, si la globalización mueve dinero, valores, cosas, es mucho menos exitosa en el movimiento y protección del trabajo. La mente profética de Galbraith nos advierte sobre la necesidad de formular un Nuevo Trato global que tienda un puente entre el 20% de la población que recibe el 80% del ingreso mundial, y el 80% de la población que vive en los márgenes de la pobreza o del ingreso medio.
Alega Galbraith que si los “ilegales” en Estados Unidos fuesen expulsados, el efecto económico sería desastroso. Habría trabajos que nadie más querría hacer. Muchos trabajos tediosos aunque útiles se verían incumplidos. Frutas y vegetales en estados como California, Texas y Florida no serían recolectados. Los precios de los alimentos aumentarían de manera espectacular. Los trabajadores mexicanos quieren ir a Estados Unidos. Son necesarios. “Añaden visiblemente —alega Galbraith— a nuestro bienestar”. Sin ellos, la economía norteamericana sufriría.
¿Qué mueve a la migración laboral? Hoy, alega Galbraith, se observan dos tipos de pobreza: la que aflige a las minorías en algunas sociedades y la que aflige a todos menos a la minoría en otras. Nadie, argumenta Galbraith, es pobre por voluntad divina, ni merece la miseria… La pobreza de masas no se debe a la escasez o abundancia de recursos naturales. West Virginia los tiene y es pobre. Connecticut no los tiene, y es rico.
¿Se deben la pobreza y el bienestar a la naturaleza del gobierno y del sistema económico? La historia nos demuestra que todo ejemplo tiene su opuesto y toda regla su excepción. China, pese a la retórica, ha hecho más para vencer la pobreza que la India, a pesar de la suya. ¿Es pobre un país porque carece de capital para el desarrollo? ¿Es pobre porque no tiene talentos técnicos y administrativos? ¿O no los tiene porque es pobre? ¿Es la pobreza tanto causa como consecuencia? ¿Se debe la miseria al clima o a la latitud? ¿Es la pobreza un legado del colonialismo? ¿Por qué hay pobres en las naciones colonizadoras? ¿Atacan los “espíritus del mal” a las naciones poco desarrolladas como alegan algunos misioneros?
¿O sufren los países pobres, como alegó Raúl Prebisch, de producir sobre todo materias primas y productos agrícolas?
Sólo que Estados Unidos y Canadá, Australia y Nueva Zelanda son grandes productores de productos primarios y no son pobres. Lenin vio la pobreza del llamado “tercer mundo” como contrapartida de la riqueza de las naciones avanzadas. Los ricos lo serían a costillas de los pobres. Pero la economía no es el problema permanente de la humanidad, advirtió Keynes. La pobreza de una parte del mundo amenaza la riqueza de la otra parte. “No podemos crear un paraíso interno, abandonar al mundo externo al infierno y sobrevivir.”
¿Qué proponía, entonces, Galbraith? Reconocer algunas verdades dolorosas. Existe un “equilibrio de la pobreza”. Romperlo es difícil. Hay una suerte de gravedad que regresa a los pobres a la pobreza. La vida es subsistencia. No hay ahorro. No hay, dentro de las sociedades agrícolas, inversión para el desarrollo. La gente, en consecuencia, sólo busca acomodarse a la situación. Un acomodo más completo mientras más bajo es el nivel de vida y menos posible el esfuerzo alterno para salir de él…
La “diferencia” entre diversas “comunidades” de la pobreza consistirían entonces —dice Galbraith— en el número de individuos que buscan escapar de este equilibrio, cambiándolo o abandonándolo. Migrando, o resignándose a que ser explotado es una miseria mejor que la miseria de no ser explotado. El abandono que acompaña muchas veces a la migración del campo a la ciudad —a México, a Lima, a Caracas—, ¿sería peor que la pertenencia, el “acomodo”, a la pobreza rural?
¿Cómo cambiar este estado de cosas? Ante todo, negarse al acomodo, incrementar el número de personas que se niegan a ser “acomodadas”, que desean escapar y necesitan que se les facilite el escape. O sea: démosle una alternativa al “acomodo”. ¿De dónde proviene la alternativa? Obviamente, de la educación. Los jóvenes educados que no aceptan la fatalidad de la pobreza. Escapar de ella conlleva la posibilidad del fracaso. Pero, a veces, también, la del éxito. El equilibrio agrícola se rompería mediante métodos de producción agrícola. La industrialización permite también “escapar” al empleo urbano. Aunque a veces —México, Lima, Caracas— sólo redunda en una masa creciente de desempleo, violencia e inseguridad.
Hay trauma, indica Galbraith, y hay educación. Trauma: hambre, expulsión, violencia. Educación: la manera de obtener acceso a la cultura fuera de la pobreza y su equilibrio fatal. Galbraith aboga por cosas tan evidentes como el transporte, la educación libre y obligatoria, las cosas grandes y pequeñas que ayudan a romper el “acomodo” a la pobreza desde adentro. Pero “escapar” también significa empleo industrial, servicio urbano y, para regresar, al tema, migración. Aquí vuelve a destacar la fuerza e intervención del Estado nacional. En Japón, en Brasil, en México, han sido los Estados —la política— los que han facilitado tanto un mejor trabajo agrícola como un mejor trabajo industrial. Los ejemplos del pasado son numerosos. Suecia, Irlanda, Italia, los Balcanes, la Europa central ayer. Entre 1846 y el siglo que le sigue, 52 millones de personas emigraron de Europa, 32 millones a Estados Unidos. Discriminados al principio, al cabo se integraron a la nación norteamericana. Lo mismo sucede con los mexicanos que tienen éxito en Estados Unidos. Bill Richardson, Antonio Villaraigosa, Henry Cisneros, son todos descendientes de mexicanos emigrantes.
Ello no obsta para plantear la pregunta actual. Tan necesario como lo indica Galbraith, ¿cuál será el estatuto del trabajador migrante mexicano en Estados Unidos hoy y mañana? Hay más de doce millones de trabajadores mexicanos en Norteamérica. Su ingreso per cápita promedio en México sería de siete mil dólares anuales. En Estados Unidos, ascendería a diecisiete mil dólares al año. Dos de cada tres “latinos” en Estados Unidos son mexicanos. Su edad promedio es de treinta años. Envían el 70% de sus ganancias a México. Los envíos de trabajadores son el primer rubro de ingresos de divisas para México, antes del turismo y del petróleo.
Los trabajadores mexicanos son necesarios. No sólo por las razones aducidas por Galbraith, sino por una nueva realidad. El mundo del norte abandona el empleo industrial de antaño para ingresar a la era tecnológica. Más y más, el trabajo industrial se traslada a la vieja periferia de Occidente. Obama, por ejemplo, se da cuenta de esta revolución tecnológica y propone multiplicar el empleo en servicios, información e industrias del porvenir. Sus adversarios republicanos piden, en realidad, un statu quo que salve a las industrias del pasado.
Luego, en la medida en la que el trabajador mexicano ocupa los puestos del trabajador norteamericano, ello se debe a que éstos no han pasado en número suficiente de la industria de chimeneas a la de computadoras. Mas su contribución, señalada por Galbraith, a la agricultura y añado, a servicios como el transporte, el trabajo doméstico, la restauración, la jardinería, le dan al trabajador migratorio mexicano más de lo que recibe… Paga impuestos, consume, trabaja, contribuye a la cultura, anuncia una civilización interdependiente, se opone a los vicios locales de la xenofobia y el chovinismo.
No son criminales. Son trabajadores. Merecen un estatuto legal claro y justo, no sujeto a caprichos locales. Separemos la migración del crimen y el crimen de necesidades sociales y económicas.
Pero la responsabilidad mayor reside en México. Es en nuestro país donde debemos ofrecer trabajo para la tarea inconclusa de crear o renovar comunicaciones, urbanismo, puertos, electricidad, represas, educación, crédito, asistencia técnica y una renovación política contra el caciquismo, la injusticia, la criminalidad y el prejuicio que abunda en nuestros pueblos obligando al trabajador a emigrar y a darle a Estados Unidos lo que no pudo darle a México.
John Kenneth Galbraith, entre sus muchos aciertos, tuvo el de destacar la problemática del trabajo en Estados Unidos y en el mundo en desarrollo. Aprecio su cálida amistad y la promesa de leer mis propios libros “antes del siguiente amanecer”. Transformó “The dismal science” económica en una “gaya scientia” humana.

WILLIAM STYRON

1. Más que universal —y lo era— William Styron fue el norteamericano nuestro. Sus raíces más profundas estaban en las extremosas regiones fluviales de su estado nativo, Virginia. Me siento orgulloso de que su bellísimo libro de relatos sureños, Tidewater Mornings, me lo haya dedicado. Era un testimonio —uno más— de una de las amistades más antiguas, profundas y estimulantes de mi vida, iniciada en 1965 en Chichén Itzá y culminada —como lo iba yo a saber— en su residencia de Roxbury, Connecticut, poco antes de su muerte.
Sensual, amante de las mujeres, el vino, las grandes comidas, los viajes, la poesía de John Donne y las novelas de William Faulkner, lo recuerdo charlando hasta altas horas en esos oscuros e íntimos bares de Manhattan que parecen pinturas de Edward Hopper o escenarios de film noir. Lo recuerdo asombrado una y otra vez ante la belleza de su ciudad favorita, París, exclamando: “it’s the layout”, “es el diseño”… Lo recuerdo bajando juntos, suspendidos sobre el vacío y agarrados de un cable, a las entrañas de la mina La Valenciana en Guanajuato. Lo recuerdo caminando juntos con François Mitterrand a la toma de posesión del presidente en el Panteón y luego, mientras Plácido Domingo cantaba La Marsellesa ante la multitud exaltada por la victoria socialista, Styron firmando ejemplares de Sophie’s Choice bajo una lluvia que se llevaba su firma y, acaso, el libro entero…
Lo recuerdo como anfitrión de una inolvidable cena en su casa isleña de Martha’s Vineyard en honor del entonces presidente Bill Clinton, equilibrando la agenda de la conversación que Gabriel García Márquez, Bernardo Sepúlveda y yo queríamos llevar hacia la política y Clinton hacia la literatura, culminando con el recitado de memoria del monólogo de Benjy de El ruido y la furia de Faulkner por un presidente que no se dormía sin antes leer al menos cuatro horas. Y recuerdo de nuevo a Styron con Gabo, en la noche de Cartagena de Indias, desentrañando el arte de El Conde de Montecristo de Dumas, ofreciendo argumentos paralelos, apariciones inesperadas, finales inconclusos: un concepto de la novela como obra abierta que en cada línea ofrece perspectivas de renovación para la lectura y la convicción de que un libro, como decía Mallarmé, “no termina nunca, sólo aparenta concluir”.
Amaba a México y no perdía oportunidad de visitarnos a Silvia y a mí junto con su maravillosa, leal, inquebrantable y bella esposa, Rose Burgunder, ama de esas casas sólidas ancladas en libros, cocinas, perros, memorias tangibles y la cercanía de los cuatro hijos de Styron: Susana, Polly, Alexandra y el joven heredero Tom, como su padre un activo defensor de los derechos humanos que Styron padre elevó a bellísima altura literaria en Sophie’s Choice, su novela del holocausto nazi que Styron protagonizó en una mujer católica y polaca, provocando la ira de algunos intelectuales judíos que se sentían dueños de la victimización hitleriana. Y en Las confesiones de Nat Turner, su historia del rebelde negro solitario que Styron se atrevió a escribir en primera persona, atrayendo, esta vez, el enojo de militantes negros que le negaban a un escritor blanco el derecho de usurpar una voz negra, como si la imaginación y el lenguaje —las únicas armas del novelista— fuesen atributos raciales. En 1975, le ofrecí a Bill y Rose una cena en París a la cual asistieron el arquitecto de origen mexicano Emile Aillaud y su esposa Charlotte, hermana de la cantante Juliette Greco. Styron notó un número tatuado en el antebrazo de Charlotte. Era su número en el campo de Auschwitz. Charlotte contó entonces la historia de una mujer polaca y católica obligada por el comandante del campo a escoger entre sus dos hijos: uno sobreviviría, el otro iría a la cámara de gases. Styron me contaba que después de oír la historia, la soñó y así nació la novela, testimonio terrible de la verdad enunciada por André Malraux: “Hay una oscura región del alma donde se origina el mal”.
Styron deploraba la política norteamericana hacia América Latina y creía que con Clinton había un cambio notable, debido a la imaginación y a la cultura de ese presidente. Bush hijo se encargó de desilusionarlo y en estos años del atropello de “la junta” de Washington, como la llama Gore Vidal, Styron, mortalmente afectado en su salud, ya no pudo actuar y hablar con el vigor acostumbrado. La depresión se convirtió en el fantasma de sus horas, rondándolo, acechándolo, asestando golpes imprevistos que lo reducían al silencio, a una extraña beatitud (en un hombre que podía ser colérico) a impulsos suicidas que, como lo narra con extrema emoción en Esa visible oscuridad, se resolvieron, en una ocasión, en una extraordinaria epifanía provocada por la música de Brahms.
Una y otra vez, Bill salió de una oscura caverna lleno de luz, a escribir sobre su experiencia, dar conferencias y alertar a la opinión pública sobre la realidad de los afectados por la depresión mental. Valeroso, verdadero misionero de su causa, Styron resucitó una y otra vez para convertir su palabra en advertencia, convocatoria y solidaridad con la vida humana como causa y efecto, a la vez, de la salud mental. Pero en su lucha tenaz contra las tinieblas, Styron fue dejando la vida. El cuerpo le traicionó cada vez más, infligiéndole una herida tras otra. La última vez que lo vi, en su casa de Connecticut, había perdido el habla pero su lucidez era mayor que nunca. Comía aparte pero luego se reunió con Rose, con Silvia y conmigo, con nuestros viejos amigos comunes el periodista Tom Wicker y la activista de derechos humanos Wendy W. Luers. Nosotros hablábamos, Bill escuchaba y de repente, como si la mismísima Minerva descendiese a tocarlo, Styron podía decir una palabra, corrigiendo las nuestras, aventurando una idea, provocando una broma…
En el almuerzo inaugural de su presidencia en el palacio del Elíseo, François Mitterrand se acercó a William Styron y a Arthur Miller, exclamando, “¡Qué grandes hombres nos envía América!”. Altos en todos los sentidos, Arthur Miller, William Styron y John Kenneth Galbraith. Me estoy quedando sin mis mejores amigos norteamericanos y ya no tengo ganas de llorar.
2. Mejor los recuerdo. Styron y yo fuimos amigos desde 1964, cuando nos conocimos en una conferencia de escritores norteamericanos (gringos, de Estados Unidos) y latinoamericanos (indo-afro-iberos) en Chichén Itzá, Yucatán. Todos los invitados (nosotros también) tomaban la reunión muy en serio, presentando papeles y sumarios. Allí estaban Oscar Lewis, Juan Rulfo, José Luis Cuevas, Robert Rosen, Tad Szulc, José Donoso, Alfred Knopf, Barney Rosset, James Laughlin.
Bill y yo descubrimos pronto nuestro interés compartido por la conversación, el recuerdo, las anécdotas ciertas o inventadas, todo ello acompañado —de ser posible— por bellas mujeres y buen alcohol. De manera que mientras los críticos zumbaban o dormían, Bill y yo y nuestra Gorgona preferida, Lillian Hellman, seguíamos en el bar canjeando cuentos alegres y críticas acerbas hasta bien entrada la noche.
Nuestro “jaraneo” no le agradaba al campo más severo de la conferencia. El editor Alfred A. Knopf, vestido como un coronel del raj británico en la India (Sir Guy Standing en Tres lanceros de Bengala) llegó al bar atusándose el bigote blanco con un dedo y advirtiéndonos con el otro. Enseguida se retiró, camisa kaki, pantalón corto y medias a la rodilla; sólo le faltaba un látigo macho, aunque en la mente nos iba azotando.
Rodman Rockefeller (quien, al cabo, estaba pagando el gran fiestón) trató de imponer un orden puritano en nuestras filas. Fracasó. Una noche, Lillian, Bill y yo fuimos a la planicie yucateca y subimos a la majestuosa pirámide de Chichén Itzá, iluminada por la luna. Nuestras siluetas estaban claramente dibujadas por la luz de la luna. De repente, oímos dos marcados disparos. Styron y yo tomamos a Miss Hellman de los hombros y la tendimos como tortilla en la cima de la pirámide. Las balas zumbaron sobre nuestras cabezas. Los guardias subieron a la pirámide, gruñendo que estaba prohibida visitarla después de la puesta del sol.
¿Nunca preguntan antes de disparar? —pregunté.
Nunca —me contestaron.
Si hubiesen sido, como nosotros, adictos al cine, habrían contestado como Alfonso Bedoya en El tesoro de la Sierra Madre:
I don’t need no stinkin’ badge (ni falta que me hace una pinche insignia).
Así comenzó una amistad duradera y cada vez más honda en viajes por México, en la casa de Styron en Roxbury, Connecticut y sobre todo en las largas caminatas por la isla de Martha’s Vineyard, donde la gente ajustaba sus relojes a nuestra puntual excursión cada mediodía. Los Styron, Bill y Rose, formaban parte de una comunidad isleña que, cada verano, reunía a un estupendo grupo de norteamericanos. El amo, en esos momentos, de la entrevista televisiva, era Mike Wallace, un hombre sin pelos en la lengua, que pasó de la radio a la TV con un poder crítico —a veces cáustico— que ponía en apuros a todas las personalidades del poder político y económico de Estados Unidos, algunos de los cuales abandonaban el estudio volteando sillas y dando portazos. Wallace se ancló en el célebre programa dominical de la CBS Sixty Minutes, en su época el más visto en Norteamérica. Su mujer, Montana Mary Yates, era la viuda del periodista Ted Yates, muerto en 1966 y su destino final sería cuidar a Wallace en la senilidad de éste, una senilidad, añado, alegre y conversante, como puede suceder. Pero el Mike de eterno pelo engominado, ojos astutos, piel morena y labia amenazante, está vivo —modelo de periodista-investigador en sus programas.
Junto a los Styron, vivían Sheldon Hackney, presidente de la Universidad de Pennsylvania, y su mujer Lucy. La madre de ésta, Virginia Durr, era una octogenaria vivaz —casi furibunda— que había encabezado las campañas pro derechos de la mujer en Estados Unidos Nos observaba desde la ventana de los Hackney con un aire de severidad exenta —por el momento— de censura.
El aledaño campo de tenis era el centro del deporte vespertino, pero el centro de Martha’s Vineyard era el coto cotidiano del periodista Art Buchwald, cuyas columnas satíricas en la prensa no dejaban títere con cabeza. Todas las mañanas, hacia el mediodía, Buchwald pasaba en bicicleta por la calle central y si veía a Bill gritaba…
¡Styron! ¿Cuántas mujeres has follado el día de hoy?
El mundo de Buchwald era temperado por la seriedad de su mujer, Anne, figura central del Club de Yates desde donde ella se admiraba de que, aun con los días más grises y lluviosos, yo nadara la extensa rada del muelle de los Styron más allá del Club de Pesca. Aunque si algunos nadaban y otros no, la pesca era una tarea noble y notable. Nadie la representaba mejor que la ya citada Lillian Hellman.
A veces cruzaba en su velero el senador Edward Kennedy, que vivía en la costa de Massachusetts. Gustaba de manejar el velero con una audacia peligrosa. Acaso compartía esta vocación del peligro con sus hermanos. Velear con él era, de todos modos, una aventura pues por momentos yo creía —tan ajeno como soy a estos deportes— que el navío se volteaba y hundía por siempre. En algunos paseos en el mar, nos azotaron tormentas pasajeras y yo me asombraba de la sabiduría marina de Kennedy y del propio Styron, quien había sido miembro de los Marines estacionados en Okinawa para preparar la invasión de Japón en 1943.
Nos salvó la bomba atómica —suspira Styron—. Benditas sean Hiroshima y Nagasaki.
Ted Kennedy, en los años ochenta, era un hombre joven, fuerte y grande, deportista y político con una mata gruesa de pelo cobrizo. Jugaba a la pelota americana —el football— con él cuando me invitaba a su casa en Maryland y bebía con él y su colega en el Senado, Chris Dodd, elocuentes ambos y bien servidos por un proceso democrático de reelección que les permitió ocupar escaños durante muchas décadas. En 1986, yo escribía artículos para Newsweek y en una carta del 10 de marzo, Kennedy me informa que ha incluido uno de ellos en el Diario Oficial del Congreso. Añade —lo agradezco de verdad— que “mis palabras nunca serían olvidadas y algún día serán atendidas”.
Kennedy acompañó esta ocasión con palabras acerca de otro discurso mío ante la Campaña para la Democracia Económica en las que, dijo el senador, yo “intentaba tender un puente sobre quinientos años de cultura e historias diferentes… tratando de interpretar la experiencia americana a los pueblos americanos… no sólo para promover el entendimiento… sino para avanzar los valores compartidos por todos los americanos: libertad, democracia, derechos humanos, justicia social y oportunidad económica” (Congressional Record, Senate, 4 de marzo de 1986).
Recuerdo las palabras de Kennedy cada vez que un gobierno de Estados Unidos me niega una visa o me clasifica como “extranjero indeseable”.
Martha’s Vineyard era la costa: bahías, recovecos, radas, playas… pero tierra adentro había una enorme laguna y allí vivía y pescaba otro querido amigo, Robert Brustein, quien dirigió el teatro de la Universidad de Harvard donde estrenó mi obra Orquídeas a la luz de la luna. Brustein era un hombre alto, sonriente y solitario. Le gustaba desafiar los gustos consabidos del público teatral con obras nuevas, a veces incomprensibles para el espectador ortodoxo. Strindberg, Pirandello, Jack Richardson, Yeats, Lorca, Sean O’Casey y John Singe pasaron por las tablas del American Repertory Theater. Había en el temperamento calmo de Brustein un elemento de aventura, rabia súbita y ausencia de declinación que desmentían al hombre tranquilo pescando en las aguas de la laguna.
En la isla se daban cita también, año tras año, el novelista John Hersey, autor del más dramático reportaje del siglo, Hiroshima; el humorista y dibujante Jules Pfeiffer; la gran dama de la isla, Katherine Graham, quien ofrecía las cenas más exclusivas, a las cuales Styron no asistía si entre los invitados se contaba Henry Kissinger; el director Mike Nichols y, a veces, la cantante Diana Ross. El verano en la isla era en verdad una gran cita de amigos que formaban parte del “crust”, la “costra”, la “croûte” de la vida norteamericana.
Por un momento, aquí desaparecían rivalidades, enojos, inconveniencias. Salvo en el caso de Styron.
3. Capítulo aparte merece Lillian Hellman, quien murió a fines de junio de 1984 en su isla de Martha’s Vineyard a una edad indefinida, entre los 79 y los 83, pues su pertinaz coquetería nunca quiso admitir o fijar edades. También fue víctima de la persecución macartista. Lillian se mantuvo durante los treinta y cuarenta fiel a la ilusión del estalinismo, pero hasta cuando dejó de serlo se negó a pedir perdón o a renunciar al derecho de ser lo que quisiera ser.
No recortaré mi conciencia para ajustarme a la moda del día”, dijo en medio del proceso que el Comité de Actividades Antinorteamericanas de la Cámara de Representantes instruyó contra ella y su compañero, el novelista Dashiell Hammett.
En una entrevista de televisión que Lillian le dio a mi esposa Silvia en Nueva York, la escritora dijo que ella en lo que creía era en la Declaración de Independencia y en la Constitución de Estados Unidos y en los derechos que esos documentos le daban como ciudadana para ser lo que quisiera ser, incluso estalinista.
La paradoja feliz de la democracia es que debe garantizar todas las opiniones, incluso las que no son democráticas. En el caso de los escritores, es difícil que la opinión o la postura personales puedan cambiar un sistema, pero el sistema será más fuerte cuanto más respete esa opinión: ésta le conviene al sistema democrático, más que al escritor, que se equivoca (nos equivocamos, me equivoco) constantemente en el tosco mundo que le es tan ajeno: el de la política.
Lillian Hellman quizá se equivocó en su opinión y postura política (como Balzac, Quevedo, D. H. Lawrence, Pound, Neruda, Eliot, Aragón), pero no en su postura ciudadana de mantener el derecho a la política de su elección.
Y jamás se equivocó como artista, porque los personajes de sus obras teatrales —The Children’s Hour, The Little Foxes, Toys in the Attic— nunca fueron monos de ventrílocuo, sino que, como ella se lo propuso siempre, los personajes actuaron, se condujeron, se relacionaron entre sí, negando, dejando de lado o trascendiendo cualquier idea prefabricada, cualquier ideología rígida.
La esperé en París en la Pascua de 1976. Me mandó una carta en papelería azul, excusándose: una huelga de aviones de Inglaterra, una escena de confusión y apretujones en el aeropuerto de Heathrow, pánico, agorafobia, unas manos masculinas que la tomaron por los hombros, la salvaron…
Fue maravillosamente coqueta, celosa de otras mujeres, celosa de sus amigos literarios. Hace pocos años, vieja ya y enferma, fue invitada por los productores de la película Pretty Baby, dirigida por Louis Malle y basada en las memorias del fotógrafo Ernest J. Bellocq que a la vuelta del siglo retrató misteriosa y hermosísimamente el viejo barrio prostibulario de Storyville, en Nueva Orleans.
Lillian creyó que se le citaba para consultarla, ya que la escritora nació en Nueva Orleans y allí pasó buena parte de su infancia. Empezó a hablar de esto, pero los productores explicaron que no, lo que querían era hacerle una prueba de actuación para ver si daba el tipo como la madame del burdel. Lillian se incorporó, se ajustó el busto y declaró:
Señores, dondequiera que yo me paro soy siempre la mujer más sexy. Sus putas no podrían competir conmigo.
Salió con gran dignidad porque nunca aceptó la sentencia de Ninon de Lenclos: “La vejez es el infierno de la mujer” y nunca perdió su gusto por la fascinación sexual, la compañía y la memoria del hombre de su vida Dashiell Hammett, quien llena tantas páginas de los libros de memorias de Lillian: Una mujer inacabada, Pentimento, Tiempo de canallas y Acaso. Hammett fue el maestro de un nuevo barroco norteamericano, el barroco de la noche, la violencia, la corrupción y el crimen. De su novela Cosecha roja, Aragón dijo que era la primera novela antifascista y Malraux escribió el prólogo para la traducción francesa de la NRF.
Hammett ofreció un mundo nocturno a través de una perfecta transparencia de medios con El halcón maltés, La llave de cristal y La maldición de los Dane. Le enseñó a escribir a Lillian; en la prosa de Hammett, la acción es un verbo y el personaje es un sustantivo. Enseguida, él no volvió a escribir nada hasta su muerte, pero ella siguió trabajando hasta su propia muerte, en nombre también de Hammett.
La recuerdo sola en un barco de remos pescando en medio de la bahía de Vineyard Haven, con un sombrerito blanco y una mirada añosa y añorante, cada vez más lejana, perdida al cabo en la bruma de esa costa que tanto quiso.
La recuerdo pensando en un verso de Walter de la Mare que dice, más o menos, que los hombres somos viejos; nuestros sueños son cuentos contados en un Edén oscuro por los ruiseñores de Eva.
La recuerdo presidiendo una fiesta en su casa isleña, solemne como una gárgola, con la sangre corriéndole por las piernas y los tobillos, sin que ella se diera cuenta y nadie se atreviese a advertírselo. Hellman ya pertenecía a la eternidad.
A medida que cada uno se acerca a cumplir en el fin de su principio, es bueno tener amigos viejos, como lo pedía Alfonso el Sabio, junto con algunos leños viejos, libros viejos y vinos viejos. La juventud es un suicidio porque no quiere ver la vejez. Pero vivir desde la juventud con la vejez aumenta las riquezas de nuestras vidas y nos ayuda a ganar una juventud que sólo merecemos al cabo de los años.
4. Con Styron entramos al territorio de la “Contra”, apoyada por el gobierno de Ronald Reagan, en Nicaragua. Un soldado sandinista apostado a cada cien pasos del camino, el rumor del mortero y el humor negro del comandante Tomás Borge: “Sería muy bueno para nuestra causa si la Contra los matase a ustedes”. Hicimos amigos constantes —Dora María Téllez, Sergio Ramírez, el padre y poeta Ernesto Cardenal— en medio del dolor de Nicaragua, sus hospitales con niños heridos por la “Contra”. Había un aire de esperanza en medio de las amenazas externas e internas.
Me conmovió el entendimiento de Styron respecto a la América Latina. Él provenía de un mundo muy diferente, el universo anglocéntrico. Siempre lo leí con admiración. El Sur es la herida de Estados Unidos. Allí, la sociedad del optimismo y el éxito le da la mano a la humanidad del dolor y la derrota en el temblor del amor entre padre e hija, en Lay Down in Darkness (1951) así como en la universalidad de la violencia en Sophie’s Choice (1979), Styron no admite privilegios en el dolor, monopolios del sufrimiento. En Las confesiones de Nat Turner (1967) rehúsa un racismo literario invertido. Algunos críticos obtusos le pidieron a Styron que escribiese otro libro, no el que escribió: una narración ideal y razonable en la tercera persona del singular. En esta nueva novela putativa, Styron debió limitarse a relatar lo que históricamente se sabe de la rebelión de Nat Turner —un “documento honesto”—, o, en todo caso, ceñirse a una caracterización “tradicional” de la rebelión esclavista de 1820 en Virginia. O sea: Styron debió renunciar a su pretensión de muchacho —suburbano— blanco. Styron desconocía (como lo desconocemos todos) la vida de entonces y lo que un hombre como Nat Turner pudo haber dicho o pensado.
Este tipo de crítica haría imposible escribir cualquier novela, acto de la imaginación aunque trate de un tema histórico. Y todo novelista, al fin y al cabo, está situado y sitúa su ficción en una época histórica. ¿Tenía derecho Tolstoi, según esta crítica, a inventar no sólo a Natasha y Pierre, sino a poner parlamentos en boca de Kutuzov y Napoleón? Styron, al escoger la narración en la primera persona del singular —Nat Turner— no suplanta al personaje. Crea una novedad (una novela) mediante una construcción narrativa.
A diferencia de los “realistas”, Styron, como artista, emplea el lenguaje común, la relación primordial entre amo y esclavo. Más que las cadenas de la esclavitud, Nat Turner es prisionero de la necesidad de imitar dos modelos de lenguaje. Uno es el modelo del pickaninny, el esclavo, dócil y privado de lengua e ideas, que los amos esperan de él. Es la retórica servil, una forma degradada de la lengua de razón-Biblia-elegancia-puritanismo-pragmatismo, que los amos esperan del esclavo. El oportunismo templado por el Apocalipsis.
Antes de levantarse en armas contra el sistema social, Nat Turner se ha rebelado contra el lenguaje en el cual se basa el sistema. Irónicamente, su primera rebelión es su primer y peor fracaso. Se rebela contra los amos imitando el lenguaje de los amos. Nat Turner es el prisionero del lenguaje de la élite: el lenguaje de William Styron. Nat fracasa porque es incapaz de crear un lenguaje nuevo para una nueva cultura. Tal hubiera sido —tal es— su verdadera libertad, como lo han demostrado los artistas —Armstrong, Anderson, Lena Horne—, los escritores —Wright, Baldwin, Elison— y los políticos y legisladores —Marshall, King, Obama—. En su novela, Styron llega del presente al encuentro de un hombre del pasado y no trae las ofrendas de la caracterización al cabo filantrópica sino una lengua y una cultura verdaderas (las de Styron), reducidas a un nivel tan insuficiente como el de un esclavo.
El uso de la primera persona por Styron le permite salir al encuentro de dos enajenaciones: las del sujeto del libro y las de su autor. La imaginación de Styron consiste, no en reproducir el pasado de Virginia, sino en crear un presente narrativo que por fuerza deforma la realidad cronológica y convencional para informar otra realidad que, sin la ficción, jamás tendría realidad; jamais réel, toujours vrai. Styron nos da, en la novela, un presente abierto, fallido e incompleto. Si se hubiese contentado con escribir una fiel reconstrucción, el resultado sería inferior. Styron ha asumido el riesgo de escribir una novela como lugar de encuentro del presente del futuro soñado por Nat Turner y del futuro liberado (hasta el libertinaje) por Styron; del pasado sufrido por Nat Turner y sufrido, también, por Styron en el presente.
Acaso, sin su libro, este libro, ninguno de los dos tendría prueba de su verdadera existencia, la del libro y su autor, la del protagonista y el protautor. En este encuentro entre un hombre negado y uno que se niega a sí mismo; un hombre que habiendo aprendido a ser lo que no es —blanco, puritano, angloparlante, burgués y esclavista—, descubre que no es nada de eso.
Novela de la universalidad perdida, de la enajenación y ruina de amos y esclavos. Y, al cabo, novela de reconocimientos. Todos somos universales porque todos somos excéntricos. Nadie tiene nada que ofrecer excepto el reconocimiento en la enajenación. Styron no puede darle a Turner habla, optimismo, razón, libertad, ninguno de los valores tradicionales del mundo del novelista. Turner debe abandonar la imitación de los valores arruinados de los amos, empezando por la literatura y el lenguaje del propio Styron. Es en este centro solitario donde podemos leer Las confesiones de Nat Turner por lo que es, en vez de criticar el libro por lo que no es.

ARTHUR SCHLESINGER

1. Lo conocí en la conferencia de Punta del Este, en 1962. La prioridad del gobierno de Kennedy era expulsar de la organización de Estados Americanos a Cuba. Ya en una reunión anterior en el mismo balneario uruguayo, Ernesto Guevara había hecho la fervorosa defensa del régimen cubano. En esta segunda conferencia, le correspondió a Raúl Roa, canciller de Cuba, proponer una larga historia de las intervenciones yanquis en Cuba y Latinoamérica. Roa no obtuvo respuesta convincente de parte de la delegación norteamericana, aunque sí humillantes y obsequiosas “defensas” de Washington y ataques a Cuba de algunos delegados latinoamericanos, notablemente del colombiano Álvaro Gómez Hurtado.
México y su canciller, Manuel Tello, se abstuvieron de unirse a la demanda, reservándose el papel histórico de nuestra diplomacia: servir de puente entre adversarios, mantener abierta la comunicación. La gran reserva de Arthur Schlesinger pronosticaba asimismo una política de relación normal en Cuba, misma que Schlesinger llevaría a cabo personalmente unos años y que Fidel Castro una y otra vez torpedeó porque su interés era presentar a Estados Unidos como victimario y a Cuba como víctima, eternamente. Así pasaron más de cincuenta años inútiles para ambos países.
Mi relación con Schlesinger en Punta del Este fue imposible. Arthur acompañaba al subsecretario de Estado norteamericano Richard Goodwin, origen de una desastrosa relación mía con el gobierno de Washington. Cuando en 1960 la cadena NBC me invitó a debatir la Alianza para el Progreso de Kennedy con Goodwin, acepté consciente de las dificultades en mi contra. Goodwin hablaba un inglés, si no mejor, más competente que el mío. Tenía a la mano información oficial (y secreta) de la que yo carecía, y en el debate le iba la chamba en tanto que yo carecía de empleo oficial.
Aun así, acepté el reto. Sólo que al presentarme en el consulado de Estados Unidos en México a pedir la vista, ésta me fue negada. ¿Razón? No estaban obligados a darme explicación alguna. Entraba yo a la categoría de “extranjero indeseable”, damnación eterna y sin salida. En el restorán Bellinghausen de la Ciudad de México, me acerqué al embajador Thomas C. Mann (Thomas Mann el malo) a pedirle explicación. No la tuvo. Me miró y siguió comiendo. Sólo más tarde, gracias a una iniciativa del senador William Fullbright en la Cámara, y gracias a los esfuerzos de mi gran abogado William D. Rogers, obtuve una visa temporal, que me era concedida una vez que mi primera solicitud me fuese negada. Ya conocería, más tarde, a todos los excluidos por razones idénticas: Gabriel García Márquez, Michel Foucault, Yves Montand, Simone Signoret, Graham Greene. Éste, y Gabo, se burlaron de la absurda ley de exclusión, viajando a Washington en el séquito del presidente panameño Omar Torrijos en 1977.
Fuera de este absurdo kafkianismo, me logré comunicar años más tarde con Arthur Schlesinger. Desde 1961, John Fischer, el editor de Harper’s Magazine, le había escrito a Schlesinger, presentándome. Éste contestó cordialmente (en papelería de la Casa Blanca): le daría gusto verme. Cuando empezamos a frecuentarnos, a invitación suya, en el Century Club de Nueva York, las entrevistas eran un poco frías, casi inquisitivas. ¿Quién era yo? ¿Quién era él? Al cabo, en 1985, a instancias de John Kenneth Galbraith, fui elegido miembro de la Academia del Instituto Americano de Artes y de Letras, junto con el músico italiano Luciano Berio, Norman Mailer, Sidney Nolan, Jerome Robbins et al. Empezamos, Silvia y yo, a concurrir a la fiesta anual de cumpleaños común que celebraban Schlesinger, Abba Eban y Eric Hobsbawm. Schlesinger se casó con Alexandra Emmet, querida amiga de los sesenta neoyorquinos. Y coincidimos a cenar con Bernardo Sepúlveda, a la sazón secretario de Relaciones Exteriores de México, y su mujer Ana Iturbe. A quienes, me dice Arthur en carta del 21 de septiembre de 1984, quisieron conocer Henry Kissinger y Nancy, retrasando otro compromiso para cenar. Igual interés demostró Arthur por conocer y conversar con Cuauhtémoc Cárdenas durante la campaña presidencial de éste, más tarde, en 1988.
Más que nada, Schlesinger entendió muy pronto los problemas de Cuba y la América Central, dos escenarios de la Guerra Fría trasladados innecesariamente por Castro, por Kennedy, por Kruschev al hemisferio americano.
En dos viajes seguidos a Cuba, Arthur entrevistó, metidos ambos en aguas del Caribe, a Fidel Castro acerca de la deuda exterior de la América Latina, culminando, ya en tierra firme, con una absoluta convicción del presidente cubano: “No estoy preocupado. El tiempo me dará la razón”. Schlesinger admira “la agilidad y el virtuosismo” de Castro, pero advierte que “la Revolución tiene problemas”. Las exportaciones cubanas pierden precio en el mercado mundial. Un cuarto de siglo no le ha permitido a Castro diversificar la economía cubana. Los rusos se cansan de él. El turismo es la mejor esperanza de obtener divisas. Pero el embargo norteamericano es, para Castro, la mejor garantía de la integridad revolucionaria. Opina Schlesinger: Castro quiere terminar con el embargo, aunque acaso no sobreviviría. Y Reagan quiere mantener el embargo, aunque con ello proteja a Castro y a la Revolución cubana. “Llevo 53 días sin fumar puros”, le dice Castro a Schlesinger. Y nosotros, cincuenta años sin entender razones.
El otro tema latinoamericano evocado en esos años por Schlesinger fue la guerra en Centroamérica patrocinada por Reagan en contra de la revolución sandinista en Nicaragua y el movimiento popular en El Salvador. Schlesinger defendió la Alianza para el Progreso y las metas de crecimiento económico, reformas estructurales y democracia política como las mejores para una Iberoamérica autónoma a la cual Washington sólo le daría apoyo en relación a reformas emprendidas localmente.
Programa a largo plazo, la muerte de Kennedy lo redujo a un solo tema: el crecimiento económico, sin reformas y sin democracia. La América Latina perdió capital exportándolo para pagar deuda. No redujo ni el desempleo ni la desigualdad del ingreso. Creó expectativas excesivas. Comprobó que ni “la magia del mercado” ni el estatismo resolverían nuestros problemas. El propio Estados Unidos sólo se desarrolló con una economía mixta, pública y privada, pero en la medida en que los gobiernos latinoamericanos son sustituidos por regímenes de fuerza y provocan la contra-insurgencia. Estados Unidos sólo pertrecha a gobiernos dictatoriales cuyo enemigo es su propio pueblo. Estados Unidos no puede ser prisionero de su clientela autoritaria en América Latina. La intervención militar unilateral de Estados Unidos es un error. La iniciativa diplomática debe tenerla el Grupo Contadora. “Estados Unidos no conoce los intereses de otros países mejor que los propios países.”
No podemos jugar el papel de Dios de la historia y decidir el destino de los demás.” Estados Unidos debe aprender a vivir con la ambigüedad. No existe una solución norteamericana a todo problema mundial. Esta convicción de Schlesinger informa su gran ensayo sobre “La política exterior y el carácter americano”, que apareció en Foreign Affairs en 1983. Allí, Schlesinger analiza las tendencias históricas de Estados Unidos a partir de la lucha por la independencia, “Fundada en las duras exigencias de una independencia precaria”. Como la América Española. Angloamérica pensó en que la independencia nos exigía comenzar de nuevo. “En nuestro poder —exclamó Tom Paine— está comenzar el mundo de nuevo”. Lo mismo creían Morelos y Bolívar. El Nuevo Mundo se revolucionó contra su propia historia.
Sólo que en política exterior, Estados Unidos se mantuvo fuera del conflicto del poder europeo, más o menos, de Waterloo a Sarajevo, generando dos muros. Estados Unidos era inocente y siempre tenía razón. La famosa frase de Adams lo dice todo: “Estados Unidos no sale al mundo a combatir monstruos”. Sólo que —los mexicanos lo sabemos— el “destino manifiesto” autorizaba la expansión territorial en la América del Norte y el Caribe. El poder aumentó junto con el mesianismo. Ronald Reagan lo hizo explícito: “Esta tierra prometida [Estados Unidos] obedece a un proyecto divino”. El maniqueísmo —el mundo se divide entre buenos y malos— dio a la URSS el papel (merecido pero no solitario) del “malo” de la película. Reagan llamó a la URSS “el foco del mal en el mundo moderno”.
Sólo que el error de los ideólogos como Reagan, aclara Schlesinger, es preferir “la esencia a la existencia”, minando de paso a la República misma. La ideología sustrae los problemas del turbulento río del cambio y los considera en “espléndido aislamiento” respecto a las contingencias de la vida. El ideólogo norteamericano se planta para siempre en el año 1950. Lee doctrinariamente a su adversario y atribuye premeditación a lo que sólo es improvisación, accidente, azar, ignorancia, negligencia y… estupidez. La democracia, por este camino, se convierte en Jihad, cruzada de exterminio contra el infiel.
Corresponde al interés nacional, explica Schlesinger, poner límite a la pasión mesiánica. Estados Unidos, además, no puede alcanzar los grandes objetivos mundiales por sí solo. Esto no lo entendió George W. Bush, lo entiende Barack Obama porque la ideología americana es una “susceptibilidad agazapada, un coqueteo periódico que puede engañar a algunos por algún tiempo pero que es profundamente ajena a la Constitución y al espíritu nacional”. “La ideología es la maldición de la vida pública” porque convierte a la política en una rama de la teología.
2. Frágil, lúcido, irónico y cargando la totalidad de la historia norteamericana como un caracol su caparazón, Arthur Schlesinger murió en la ciudad de Nueva York el primero de marzo del 2007. A lo largo de ochenta y nueve años ejerció la inteligencia crítica y cuando así lo juzgó necesario, el apoyo —crítico también— a la Presidencia de los USA. Publicó La era de Jackson (1945) a los veintisiete años de edad, ganando su primer premio Pulitzer y el segundo, en 1966, por Los mil días del presidente Kennedy en la Casa Blanca. Entre 1951 y 1960, dio a conocer su monumental obra en tres tomos sobre la presidencia de Franklin D. Roosevelt y en 1978 su historia de Robert Kennedy y su tiempo.
En 1973, alarmado por la deriva de la administración Nixon, publicó La Presidencia Imperial, una severa advertencia sobre los límites del Poder Ejecutivo y una confirmación de la fe en que la democracia sabe corregirse a sí misma. Esta misma convicción guía a Schlesinger en su obra final, La guerra y la Presidencia norteamericana (2005), donde precisa la peligrosa desviación de la política exterior de Estados Unidos durante la presidencia de George W. Bush. Medio siglo de Guerra Fría determinó una política norteamericana de contención y disuasión frente al poder soviético. Terminado el enfrentamiento bipolar, Bush padre y Clinton, en grados diversos, ejercieron políticas de prudencia, tanteo y aspiración multilateralista.
El segundo presidente Bush, afirma Schlesinger, le dio una fatal orientación unilateralista a Estados Unidos, repudiando la estrategia que le permitió ganar la Guerra Fría a favor del ataque preventivo con o sin pruebas de amenaza exterior. En efecto, Bush Jr. proclamó el derecho a la guerra preventiva como un derecho reservado sólo para Estados Unidos, en función de su hegemonía global.
El artero ataque del 11 de septiembre de 2001 le ofreció dos avenidas a la Casa Blanca. La primera, responder atacando a los atacantes: Osama bin Laden, el Talibán y sus bases en Afganistán. Esta respuesta contaba con el apoyo de las instituciones y de la comunidad internacional y era una extensión lógica, y aun mejor fundada, de la intervención colectiva auspiciada por la OTAN en Yugoslavia. La otra opción —innecesaria, infundada y al cabo, fracasada— consistía en dejar de lado la huidiza autoría terrorista y regresar a la guerra tradicional contra un Estado constituido, para el caso, el Irak de Sadam Husein, totalmente ajeno al ataque del 11/9.
Todos recordamos las justificaciones para invadir Irak. Todas fueron cayendo porque eran mentiras, invenciones de paja para una política de acero. Sadam, razón primera, no tenía las celebradas armas de destrucción masiva. Al desaparecer la razón inicial, se invocó la naturaleza tiránica del régimen de Sadam, producto, en gran medida, de la política anti-iraní del presidente Reagan. La pregunta obligada fue y es: ¿por qué Sadam y no otro de los numerosos y numerables dictadores de la región y el mundo?
Schlesinger no aceptó las razones que comúnmente se expresan para dar respuesta a esta pregunta. La de Irak, escribió, no es una guerra iniciada a partir de promesas irrefutables de que un ataque enemigo era inminente. Pero tampoco era una guerra para beneficio de la Halliburton, para agradar a Israel o para vengar a Bush padre. Al contrario: recordemos que el primer presidente Bush, victorioso en la Guerra del Golfo, escribió en 1998 que “el intento de eliminar a Sadam hubiese tenido un costo humano y político incalculable”. Estados Unidos habría tenido que ocupar Bagdad y gobernar a Irak: “De haber seguido el camino de la invasión —continúan Bush padre y su co-autor, el general Brent Scowcroft—, aún hoy seríamos un poder de ocupación en un país amargamente hostil” (Un mundo en transformación, 1998).
¿Por qué razones freudianas no atendió el hijo los consejos del padre? ¿Por desatender al padre o por vengarlo? Hace poco vi en Londres la representación teatral de la obra de David Hare, Stuff Happens. Los personajes son George Bush y su gabinete. El título, una frase del deplorable secretario de la Defensa Donald Rumsfeld explicando los abusos de Abu Ghraib: “son cosas que ocurren”. La sorpresa, el tratamiento de Bush hijo como un hombre frío, distanciado, observador de colaboradores a los que acaba manipulando cínicamente. Imagen muy lejana a la del vaquero texano que se cae de las bicicletas, se atraganta con pretzels y masacra la sintaxis.
¿Cómo conciliar la imagen de Bush el bobo y Bush el Maquiavelo? Schlesinger aproxima una respuesta: estamos ante el primer presidente agresivamente religioso de la historia norteamericana. Ni George Washington (protestante episcopal) ni Thomas Jefferson (deísta anticlerical) ni John F. Kennedy (católico) ni Richard Nixon (cuáquero) ni siquiera Jimmy Carter (bautista) manipularon la fe con propósitos políticos. George W. Bush, en cambio, actúa, según su propia confesión, guiado por la mano de Dios. “Mi misión”, le declaró al periodista Bob Woodward, “es parte del plan maestro de Dios”. Y a su asesor Karl Rove le dijo “Estoy aquí por una razón”, añadiendo, “No consulto a mi padre. Sería el padre equivocado. Yo apelo a un Padre más alto”. (Acaso, observa Schlesinger, el mensaje de Dios a Bush sea confuso: el Papa Juan Pablo II, que tenía su propio teléfono privado con la divinidad, se opuso a la guerra de Irak.)
Lo interesante de esta situación es que, a partir de la fe del converso, Bush haya sido capaz de movilizar una victoriosa (aunque por escaso margen) alianza electoral con Wall Street, las compañías petroleras, las corporaciones multinacionales, el complejo militar-industrial (denunciado por Eisenhower), la derecha religiosa y los nacionalistas extremistas. Se trata, concluyó Schlesinger, de un hombre “seguro de sí mismo, disciplinado, decisivo y astuto, capaz de concentrarse en unas cuantas prioridades”.
He allí el problema: Bush equivocó fatalmente las prioridades, se las quitó a Osama y a Afganistán, se las dio a Sadam y a Irak y acabó como un presidente fracasado, desprestigiado y que expuso a su país, en opinión de Schlesinger, a ser “temido y odiado como nunca antes por el resto de la humanidad”.
La gran visión imperial de Bush —extender la democracia a todo el Oriente Medio, eliminando al terrorismo y al despotismo— sólo engendró mayores oportunidades para el terror, fortalecimiento de los autoritarismos y sangrientos enfrentamientos sectarios: inseguridad, miedo y fraccionalismo. La situación creada por Bush hijo y sus cohortes de cristianos renacidos, neoconservadores estrábicos, nacionalistas militantes y militaristas cobardes (Cheney se excusó del servicio militar en Vietnam alegando que tenía “otras prioridades”) pudo conducir a una conflagración mayor en la región.
Arthur Schlesinger depositó su fe más fervorosa en los poderes de recuperación de la democracia americana.
La doctrina Bush está obsoleta. El unilateralismo militante, la supremacía armada, el desdén hacia el derecho internacional, la hubris de la superioridad, conducen a las prisiones de Abu Ghraib y Guantánamo y a lo que Schlesinger llamó un necesario “cambio de régimen” en Washington. Al cabo, añade, hay lecciones positivas de una situación negativa:
Estados Unidos es un imperio incompetente y de corta vida, una débil imitación de Roma, Inglaterra y Francia, imperios organizados y longevos. Estados Unidos es un imperio internacional limitado por su propia política interna. Estados Unidos es una democracia incapaz de corregirse a sí misma. Estados Unidos es una superpotencia pero no goza de omnipotencia: la fuerza militar no sustituye a los amigos y a los aliados.
Es hora de abandonar una política unilateralista fracasada y retomar el abandonado objetivo de Franklin D. Roosevelt y de Bill Clinton: la acción colectiva mediante instituciones internacionales. Por fortuna, esto ha hecho el sucesor de Bush, Barack Obama. Como correctivo de las peligrosas y fracasadas políticas de Bush, Obama pronuncia un discurso en El Cairo el 14 junio de 2009 en el que, para empezar, da la mano a las fuerzas democráticas que, después, derrumbaron a los tiranos de Egipto, Túnez y Libia. “Todos los pueblos anhelan… decir lo que piensan y determinar cómo son gobernados… un gobierno transparente y que no le robe a la gente”. Éstas, añadió Obama, no son sólo ideas norteamericanas, “son derechos humanos”. “El poder”, dijo Obama, “se mantiene con el consentimiento, nunca con la coerción”.
En 2009, estas palabras, dichas en el Egipto de Hosni Mubarak, fueron tildadas de idealismo. Hoy, son la realidad de África del Norte: depuesto Mubarak, en fuga Ben Ali, asesinado El-Gadafi. Éste fue capturado en un túnel de Sirte, befado, insultado, mientras se defendía débilmente: “¿Quiénes son?”, “¿Por qué hacen esto?”, y se tocaba la sangre en el rostro, “miren lo que han hecho”. Preguntó alguna vez Gadafi, “¿Miren lo que he hecho yo?”.
Rara vez el poder “mira lo que ha hecho”. La ceguera, la adulación, la mentira obligan al poderoso a ver lo que él quiere u otros quieren que vea. Por eso es tan importante un ejercicio crítico como el de Arthur Schlesinger. Por eso cuenta tanto el “deshacer entuertos” de Barack Obama. A sus palabras de El Cairo han seguido el retiro de Irak, la inevitable retirada de Afganistán, el reconocimiento de la novedad política de África del Norte. Pero la persistente política contra el terrorismo, no contra las naciones, ejemplificado en la muerte de Osama bin Laden, la persistente búsqueda de una solución diplomática en Irán, pese a sus provocaciones de los ayatolas y su marioneta, Ahmadinejad, dan dirección a la política de Obama.
No digo que estos problemas, en 2012, estén resueltos, como el fin de la dictadura de Díaz y la elección de Madero no resolvieron, por sí, los problemas de México. Nos aguardaban diez años de lucha armada entre las facciones de la propia Revolución. Lo que ya no fue posible fue el regreso al pasado.


Porque supo y dijo esto, la voz de Schlesinger sigue importando en este agitado inicio del siglo XXI.

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