I. LA COSIFICACIÓN DEL HOMBRE
En la época en que estudié las ciencias físico-matemáticas me interesó particularmente la figura enigmática de Leonardo, por parecerme que en ese genio se daba con curiosa ambigüedad el desgarramiento del hombre que decide pasar de las tinieblas a la luz, del mundo nocturnal de los sueños al universo de las ideas claras, de la metafísica a la física. Su drama me llevó a indagar los orígenes de la ciencia positiva en Italia, y así encontré que coincidían con la aparición de la clase mercantil en las comunas: el dinero y la razón habían surgido con la misma simultánea potencia, echando las bases de lo que con el tiempo sería este mundo cuantificado que se derrumba ahora ante nuestros ojos.
Durante los años que viví el
mundo matemático pude llegar hasta sus más admirables
construcciones mentales: la teoría de la relatividad, la teoría de
los cuantos; encontrando al fin que esas construcciones eran tan
admirables como abstractas, y completamente inútiles para la
solución de las inquietudes existenciales más profundas. Y así
comencé a ver que el hombre debía volver a ese género de concreten
que el arte daba de manera ejemplar. Es superfluo advertir que no
pretendía yo encontrar la clave del magno problema de nuestra época:
sufría en carne propia la vivencia de ese mundo cosificado y
abstracto producido por la ciencia moderna y que tiene en esa misma
ciencia su más alto (pero también su más pérfido) paradigma.
Culminó este
proceso personal por el tiempo en que me hallaba trabajando en el
Laboratorio Curie. Al volver a la Argentina comencé a escribir una
especie de balance de mis experiencias espirituales y lo publiqué en
1945 con el título de Uno
y el Universo;
librito que ahora considero con tierna ironía, pues advierto cuánto
todavía quedaba en mi conciencia del universo que estaba queriendo
repudiar. Pero como las energías que se mueven por debajo de la
conciencia son las más visionarias, al mismo tiempo que escribía
estos ensayos en buena parte equivocados, la auténtica rebelión
comenzaba en una novela titulada La
Fuente Muda.
Esa ficción quedó, sin embargo, inconclusa, y sólo publiqué
algunos capítulos muchos años más tarde; pero sus gérmenes iban a
desarrollarse en El
Túnel
y finalmente en Sobre
Héroes y Tumbas.
No obstante, el embate de mis obsesiones interiores contra la
conciencia prosiguió también en el plano más lúcido y adquirió
más cabal expresión en Hombres
y Engranajes,
En este ensayo intenté explicarme por primera vez el drama del
hombre que se debate en el universo abstracto, y el porqué del arte
como rebelión y expresión. Era, una vez más, un intento de
explicitarme yo mismo cuestiones que me angustiaban; un intento de
investigar mi propia incursión en la ciencia y, por último, mi
propia fuga o deserción hacia el continente (oscuro y dudoso) de la
literatura novelística. Al releer ahora aquel libro, que después de
la segunda edición me negué a reeditar por creerlo demasiado
imperfecto, confirmo que contenía algo de verdad y mucho de
exageración; quizá por esa irremediable tendencia pasional que me
lleva mucho más allá de lo que razonablemente debería hacer si me
limitase a las escuetas ideas puras. Ahora intento rescatar lo que en
aquel ensayo había de justo, la idea central del arte contemporáneo
como rebelión del hombre contra un universo abstracto. Despojándola
de todo lo que allí era adventicio, es lo que ahora expongo en esta
especie de esquema o mapa, sobre el cual luego haré una serie de
variaciones.
De la palabra
romanticismo
pueden considerarse muchos significados, algunos hasta
contradictorios. Pero en este ensayo le daremos su sentido
primigenio, porque es el más profundo y el de mayor alcance. Su
origen es la palabra romance,
que designaba la novela en que se enaltecía a los hidalgos
arrollados por la civilización mercantil.
Desde este punto de vista, el
«romanticismo» es la primera rebelión contra la mentalidad
utilitaria de la razón, el dinero y la máquina; es el rechazo de
una sociedad vulgar y sórdida; una especie de misticismo profano que
defiende los derechos de la emoción, la fe, la fantasía. Así,
desde sus mismos orígenes, la novela es la expresión por
antonomasia del espíritu romántico; y no es exagerado buscar en
ella los fundamentos y la expresión más vital de este levantamiento
del hombre contemporáneo. Si el fenómeno no siempre resulta nítido
es porque también la novelística llegó a presentarse con los
atributos prestigiosos de la mentalidad combatida (Balzac, Zola),
porque no se puede combatir contra un enemigo poderoso y pertinaz sin
terminar de parecerse a él; hasta que el triunfo del nuevo espíritu
permitió liberarse de ese caballo de Troya, para dar por fin el gran
testimonio de la condición humana en la crisis final de la
civilización tecnolátrica. Motivo por el cual, y al revés de lo
que piensan algunos ensayistas y filósofos, no sólo la novela del
siglo XX no está en decadencia sino que representa la época más
fértil, compleja, profunda y trascendente de la novelística entera.
El Renacimiento produjo tres
paradojas: fue un movimiento individualista que condujo a la
masificación; fue un movimiento naturalista que terminó en la
máquina; y, en fin, fue un humanismo que desembocó en la
deshumanización.
Y ese proceso
fue promovido por dos potencias dinámicas y amorales: el dinero
y la razón.
Con su ayuda, el hombre conquistó el poder secular, pero (y ahí
está la raíz de esa triple paradoja) la conquista se hizo a costa
de la abstracción,
desde la palanca hasta el logaritmo, desde el lingote de oro hasta el
clearing, la historia del creciente dominio sobre el universo ha sido
la historia de sucesivas y cada vez más vastas abstracciones. La
economía moderna y la ciencia positiva son las dos caras de una
misma realidad desposeída de atributos concretos, de una
fantasmagoría matemática de la que también, y esto es lo más
terrible, forma parte el hombre; pero no el hombre concreto sino el
hombre-masa, ese extraño ser que aún mantiene su aspecto humano
pero que en rigor es el engranaje de una gigantesca maquinaria
anónima.
Este es el final contradictorio
de aquel semidiós que proclamó su individualidad en los albores del
Renacimiento, de aquel ser que se lanzó a la conquista de las cosas:
ignoraba que él mismo sería convertido en cosa.
Penetrantes
espíritus como Dostoievsky, Kierkegaard y Nietzsche intuyeron que
algo trágico se estaba gestando en medio del optimismo universal,
pero la Gran Maquinaria era ya demasiado poderosa para que pudiera
ser detenida. Hasta que en nuestros días ya el mismo hombre de la
calle siente que vive en un mundo incomprensible, cuyos objetivos
desconoce y cuyos Amos, invisibles y crueles, lo manejan. Mejor que
nadie, Franz Kafka expresó este desconcierto y este desamparo del
hombre contemporáneo en un universo duro y enigmático.
No es mi propósito examinar las
causas que produjeron hacia el siglo XII el despertar del hombre
medieval. Lo que aquí me interesa es señalar cómo ese despertar a
un mundo externo dominado por el dinero y la razón llevaría hasta
esta realidad abstracta de nuestro tiempo. La primera Cruzada, la
Cruzada por antono-masía, fue la obra de la fe cristiana y del
espíritu aventurero de un mundo caballeresco, un hecho romántico
ajeno a la idea de lucro. Pero la historia es tortuosa y era el
destino de este ejército señorial servir casi exclusivamente al
resurgimiento mercantil de Europa: no se conservaron ni el Santo
Sepulcro ni Constantinopla, pero se reabrieron las rutas comerciales
con el Oriente, se promovió el lujo y la riqueza, se crearon las
condiciones para el ocio y la meditación profana. Así comenzó el
poderío de las comunas italianas y de la nueva clase. Durante los
siglos XII y XIII esa clase triunfa por todos lados. Sus luchas y su
ascenso provocaron transformaciones de tan largo alcance que todavía
hoy sufrimos sus últimas consecuencias. Ya que nuestra crisis es la
reducción al absurdo de la irrupción de aquella mentalidad
mercantil.
Al despertar del largo ensueño
medieval, el hombre redescubre el mundo externo: su concepto de la
realidad va a cambiar radicalmente. Los artistas redescubren el
paisaje y el cuerpo del hombre, y en el redescubrimiento del desnudo
influyen por igual el nuevo espíritu naturalista y el sentimiento
igualitario de la nueva clase; porque el desnudo, como la muerte, es
democrático.
La primera actitud del hombre
hacia la naturaleza es de candoroso amor, tal como en San Francisco.
Pero observa Max Scheler que amar y dominar son dos actitudes
concomitantes, y a ese amor desinteresado y panteísta sigue muy
pronto el deseo de dominación que caracterizará al hombre moderno.
De este deseo nace la ciencia positiva, que ya no es mero
conocimiento contemplativo sino el instrumento que la nueva y
utilitaria clase crea para la dominación del mundo. Actitud
arrogante que termina con la hegemonía teológica, libera a la
filosofía y enfrenta a la ciencia con el libro sagrado.
El hombre
secularizado —animal
instrumentificum—
lanza finalmente la máquina contra la naturaleza, para conquistarla.
Pero la máquina terminará dominando a su creador.
El fundamento del mundo feudal
era la tierra, y eso corresponde a una sociedad estática y
conservadora. El fundamento del mundo moderno es la dudad, que
caracteriza a una sociedad dinámica y liberal, porque la ciudad está
regida por el dinero y la razón, fuerzas móviles e inquietas por
excelencia.
Y así como el
mundo feudal era cualitativo, éste es cuantitativo. Allá el tiempo
no se medía, se vivía en términos de eternidad y en el transcurso
natural del despertar y el descanso, del apetito y el comer, del amor
y el crecimiento de los hijos: el pulso de la eternidad. Tampoco se
medía el espacio, y las dimensiones de los iconos eran expresión de
jerarquía, no de distancia ni de perspectiva.
Pero cuando irrumpe la mentalidad
utilitaria, todo se cuantifica. En una sociedad en que el transcurso
del tiempo multiplica los ducados, en que «el tiempo es oro», es
inevitable que se lo mida, y que se lo mida cuidadosamente: desde el
siglo XIV los relojes mecánicos invaden Europa y el tiempo empieza a
convertirse en una entidad abstracta y objetiva, numéricamente
divisible. Y habrá que llegar hasta la novela actual para que el
viejo tiempo existencial sea recuperado por el hombre.
El espacio también se
cuantifica. La empresa que fleta un barco cargado de valiosas
mercancías no puede confiar en esos dibujos de una ecumene adornada
por grifos y sirenas: necesita cartógrafos, no soñadores. El
artillero que debe atacar una plaza fuerte necesita que el matemático
le calcule exactamente el ángulo de tiro. El ingeniero que construye
canales y diques, máquinas de hilar y de tejer, bombas para las
minas; el constructor de barcos, el cambista, todos tienen necesidad
de matemáticas. Como el artista de aquella época es también el
artesano y a veces el ingeniero, es inevitable que lleve al arte sus
preocupaciones y descubrimientos técnicos. Piero della Francesca,
inventor de la geometría descriptiva, introduce la perspectiva en la
pintura.
Así también aparece la
proporción. El intercambio comercial con el Oriente facilita el
retorno de las ideas pitagóricas, y el misticismo numerológico
celebra un matrimonio de conveniencia con el de los florines. Nada
muestra mejor el espíritu de aquel tiempo que la obra de Luca
Pacioli, donde encontramos desde consideraciones místicas sobre las
proporciones del cuerpo humano hasta las leyes de la contabilidad por
partida doble.
He aquí,
pues, al hombre moderno. Conoce las fuerzas que gobiernan el mundo,
las pone a su servicio, es el dios de la tierra. Sus armas son el oro
y la inteligencia, su procedimiento es el cálculo, su realidad la
del mundo objetivo. A estos ingenieros no les interesa la Causa
Primera: el saber técnico toma el lugar de la metafísica, la
eficacia y la precisión reemplazan la angustia religiosa. Y esta
mentalidad se extiende en todas direcciones: empieza por dominar la
navegación, la arquitectura y la industria; con las armas de fuego
invade el arte de la guerra, desvalorizando la lanza y la espada del
caballero; a la bravura individual del señor a caballo sucede la
eficacia del ejército mercenario; y finalmente entra en la política
con Maquiavelo, ese ingeniero del poder estatal. Se impone una
concepción que no reconoce el honor, ni los derechos de la sangre,
ni la tradición. El poder es el ídolo máximo y no hay fuerzas que
puedan impedir el dominio del hombre. El ingeniero Leonardo,
inclinado sobre el pecho abierto de un cadáver, busca el secreto de
la vida, quiere saber cómo funciona ese misterioso mecanismo y
escribe en su diario: Voglio
far miracoli!
A partir del
descubrimiento de América, la acción combinada del capital y la
ciencia abarcará al mundo entero. Con vértigo creciente, al cabo de
cuatro siglos, el planeta es convertido por las buenas o por las
malas a la nueva concepción del mundo. No a pesar de su abstracción
sino precisamente por ella. La idea de que el poder está unido a la
fuerza física y a la materia es la creencia de las personas sin
imaginación. Para ellos, una cachiporra es más eficaz que un
logaritmo, un lingote de oro más valioso que una letra de cambio;
cuando en verdad el imperio del hombre se multiplicó desde que los
astutos italianos empezaron a reemplazar las cachiporras por los
logaritmos y los lingotes por las letras de cambio. Una ley
científica aumenta su dominio al abarcar más hechos, pero al
generalizarse se vuelve más abstracta, porque lo concreto se pierde
con lo particular: la teoría de Einstein es más poderosa que la de
Newton porque rige sobre un territorio más vasto, pero por eso mismo
es más abstracta; sobre el hallazgo de Newton todavía se pueden
referir anécdotas populares con manzanas, aunque sean apócrifas;
sobre la de Einstein ya nada puede comentar el pueblo, pues sus
geodésicas están demasiado lejos de sus intuiciones cotidianas y
carnales. Del mismo modo, la potencia de un bolsista que especula con
un trigo que jamás ha visto es infinitamente más grande que la del
campesino que lo cultiva y que puede reconocerlo en la oscuridad
hasta por el olor.