sábado, 19 de mayo de 2018

Ernesto Sabato. I. LA COSIFICACIÓN DEL HOMBRE. (Fragmento).

 

I. LA COSIFICACIÓN DEL HOMBRE

En la época en que estudié las ciencias físico-matemáticas me interesó particularmente la figura enigmática de Leonardo, por parecerme que en ese genio se daba con curiosa ambigüedad el desgarramiento del hombre que decide pasar de las tinieblas a la luz, del mundo nocturnal de los sueños al universo de las ideas claras, de la metafísica a la física. Su drama me llevó a indagar los orígenes de la ciencia positiva en Italia, y así encontré que coincidían con la aparición de la clase mercantil en las comunas: el dinero y la razón habían surgido con la misma simultánea potencia, echando las bases de lo que con el tiempo sería este mundo cuantificado que se derrumba ahora ante nuestros ojos.

Durante los años que viví el mundo matemático pude llegar hasta sus más admirables construcciones mentales: la teoría de la relatividad, la teoría de los cuantos; encontrando al fin que esas construcciones eran tan admirables como abstractas, y completamente inútiles para la solución de las inquietudes existenciales más profundas. Y así comencé a ver que el hombre debía volver a ese género de concreten que el arte daba de manera ejemplar. Es superfluo advertir que no pretendía yo encontrar la clave del magno problema de nuestra época: sufría en carne propia la vivencia de ese mundo cosificado y abstracto producido por la ciencia moderna y que tiene en esa misma ciencia su más alto (pero también su más pérfido) paradigma.
Culminó este proceso personal por el tiempo en que me hallaba trabajando en el Laboratorio Curie. Al volver a la Argentina comencé a escribir una especie de balance de mis experiencias espirituales y lo publiqué en 1945 con el título de Uno y el Universo; librito que ahora considero con tierna ironía, pues advierto cuánto todavía quedaba en mi conciencia del universo que estaba queriendo repudiar. Pero como las energías que se mueven por debajo de la conciencia son las más visionarias, al mismo tiempo que escribía estos ensayos en buena parte equivocados, la auténtica rebelión comenzaba en una novela titulada La Fuente Muda. Esa ficción quedó, sin embargo, inconclusa, y sólo publiqué algunos capítulos muchos años más tarde; pero sus gérmenes iban a desarrollarse en El Túnel y finalmente en Sobre Héroes y Tumbas. No obstante, el embate de mis obsesiones interiores contra la conciencia prosiguió también en el plano más lúcido y adquirió más cabal expresión en Hombres y Engranajes, En este ensayo intenté explicarme por primera vez el drama del hombre que se debate en el universo abstracto, y el porqué del arte como rebelión y expresión. Era, una vez más, un intento de explicitarme yo mismo cuestiones que me angustiaban; un intento de investigar mi propia incursión en la ciencia y, por último, mi propia fuga o deserción hacia el continente (oscuro y dudoso) de la literatura novelística. Al releer ahora aquel libro, que después de la segunda edición me negué a reeditar por creerlo demasiado imperfecto, confirmo que contenía algo de verdad y mucho de exageración; quizá por esa irremediable tendencia pasional que me lleva mucho más allá de lo que razonablemente debería hacer si me limitase a las escuetas ideas puras. Ahora intento rescatar lo que en aquel ensayo había de justo, la idea central del arte contemporáneo como rebelión del hombre contra un universo abstracto. Despojándola de todo lo que allí era adventicio, es lo que ahora expongo en esta especie de esquema o mapa, sobre el cual luego haré una serie de variaciones.
De la palabra romanticismo pueden considerarse muchos significados, algunos hasta contradictorios. Pero en este ensayo le daremos su sentido primigenio, porque es el más profundo y el de mayor alcance. Su origen es la palabra romance, que designaba la novela en que se enaltecía a los hidalgos arrollados por la civilización mercantil.
Desde este punto de vista, el «romanticismo» es la primera rebelión contra la mentalidad utilitaria de la razón, el dinero y la máquina; es el rechazo de una sociedad vulgar y sórdida; una especie de misticismo profano que defiende los derechos de la emoción, la fe, la fantasía. Así, desde sus mismos orígenes, la novela es la expresión por antonomasia del espíritu romántico; y no es exagerado buscar en ella los fundamentos y la expresión más vital de este levantamiento del hombre contemporáneo. Si el fenómeno no siempre resulta nítido es porque también la novelística llegó a presentarse con los atributos prestigiosos de la mentalidad combatida (Balzac, Zola), porque no se puede combatir contra un enemigo poderoso y pertinaz sin terminar de parecerse a él; hasta que el triunfo del nuevo espíritu permitió liberarse de ese caballo de Troya, para dar por fin el gran testimonio de la condición humana en la crisis final de la civilización tecnolátrica. Motivo por el cual, y al revés de lo que piensan algunos ensayistas y filósofos, no sólo la novela del siglo XX no está en decadencia sino que representa la época más fértil, compleja, profunda y trascendente de la novelística entera.
El Renacimiento produjo tres paradojas: fue un movimiento individualista que condujo a la masificación; fue un movimiento naturalista que terminó en la máquina; y, en fin, fue un humanismo que desembocó en la deshumanización.
Y ese proceso fue promovido por dos potencias dinámicas y amorales: el dinero y la razón. Con su ayuda, el hombre conquistó el poder secular, pero (y ahí está la raíz de esa triple paradoja) la conquista se hizo a costa de la abstracción, desde la palanca hasta el logaritmo, desde el lingote de oro hasta el clearing, la historia del creciente dominio sobre el universo ha sido la historia de sucesivas y cada vez más vastas abstracciones. La economía moderna y la ciencia positiva son las dos caras de una misma realidad desposeída de atributos concretos, de una fantasmagoría matemática de la que también, y esto es lo más terrible, forma parte el hombre; pero no el hombre concreto sino el hombre-masa, ese extraño ser que aún mantiene su aspecto humano pero que en rigor es el engranaje de una gigantesca maquinaria anónima.
Este es el final contradictorio de aquel semidiós que proclamó su individualidad en los albores del Renacimiento, de aquel ser que se lanzó a la conquista de las cosas: ignoraba que él mismo sería convertido en cosa.
Penetrantes espíritus como Dostoievsky, Kierkegaard y Nietzsche intuyeron que algo trágico se estaba gestando en medio del optimismo universal, pero la Gran Maquinaria era ya demasiado poderosa para que pudiera ser detenida. Hasta que en nuestros días ya el mismo hombre de la calle siente que vive en un mundo incomprensible, cuyos objetivos desconoce y cuyos Amos, invisibles y crueles, lo manejan. Mejor que nadie, Franz Kafka expresó este desconcierto y este desamparo del hombre contemporáneo en un universo duro y enigmático.
No es mi propósito examinar las causas que produjeron hacia el siglo XII el despertar del hombre medieval. Lo que aquí me interesa es señalar cómo ese despertar a un mundo externo dominado por el dinero y la razón llevaría hasta esta realidad abstracta de nuestro tiempo. La primera Cruzada, la Cruzada por antono-masía, fue la obra de la fe cristiana y del espíritu aventurero de un mundo caballeresco, un hecho romántico ajeno a la idea de lucro. Pero la historia es tortuosa y era el destino de este ejército señorial servir casi exclusivamente al resurgimiento mercantil de Europa: no se conservaron ni el Santo Sepulcro ni Constantinopla, pero se reabrieron las rutas comerciales con el Oriente, se promovió el lujo y la riqueza, se crearon las condiciones para el ocio y la meditación profana. Así comenzó el poderío de las comunas italianas y de la nueva clase. Durante los siglos XII y XIII esa clase triunfa por todos lados. Sus luchas y su ascenso provocaron transformaciones de tan largo alcance que todavía hoy sufrimos sus últimas consecuencias. Ya que nuestra crisis es la reducción al absurdo de la irrupción de aquella mentalidad mercantil.
Al despertar del largo ensueño medieval, el hombre redescubre el mundo externo: su concepto de la realidad va a cambiar radicalmente. Los artistas redescubren el paisaje y el cuerpo del hombre, y en el redescubrimiento del desnudo influyen por igual el nuevo espíritu naturalista y el sentimiento igualitario de la nueva clase; porque el desnudo, como la muerte, es democrático.
La primera actitud del hombre hacia la naturaleza es de candoroso amor, tal como en San Francisco. Pero observa Max Scheler que amar y dominar son dos actitudes concomitantes, y a ese amor desinteresado y panteísta sigue muy pronto el deseo de dominación que caracterizará al hombre moderno. De este deseo nace la ciencia positiva, que ya no es mero conocimiento contemplativo sino el instrumento que la nueva y utilitaria clase crea para la dominación del mundo. Actitud arrogante que termina con la hegemonía teológica, libera a la filosofía y enfrenta a la ciencia con el libro sagrado.
El hombre secularizado —animal instrumentificum— lanza finalmente la máquina contra la naturaleza, para conquistarla. Pero la máquina terminará dominando a su creador.
El fundamento del mundo feudal era la tierra, y eso corresponde a una sociedad estática y conservadora. El fundamento del mundo moderno es la dudad, que caracteriza a una sociedad dinámica y liberal, porque la ciudad está regida por el dinero y la razón, fuerzas móviles e inquietas por excelencia.
Y así como el mundo feudal era cualitativo, éste es cuantitativo. Allá el tiempo no se medía, se vivía en términos de eternidad y en el transcurso natural del despertar y el descanso, del apetito y el comer, del amor y el crecimiento de los hijos: el pulso de la eternidad. Tampoco se medía el espacio, y las dimensiones de los iconos eran expresión de jerarquía, no de distancia ni de perspectiva.
Pero cuando irrumpe la mentalidad utilitaria, todo se cuantifica. En una sociedad en que el transcurso del tiempo multiplica los ducados, en que «el tiempo es oro», es inevitable que se lo mida, y que se lo mida cuidadosamente: desde el siglo XIV los relojes mecánicos invaden Europa y el tiempo empieza a convertirse en una entidad abstracta y objetiva, numéricamente divisible. Y habrá que llegar hasta la novela actual para que el viejo tiempo existencial sea recuperado por el hombre.
El espacio también se cuantifica. La empresa que fleta un barco cargado de valiosas mercancías no puede confiar en esos dibujos de una ecumene adornada por grifos y sirenas: necesita cartógrafos, no soñadores. El artillero que debe atacar una plaza fuerte necesita que el matemático le calcule exactamente el ángulo de tiro. El ingeniero que construye canales y diques, máquinas de hilar y de tejer, bombas para las minas; el constructor de barcos, el cambista, todos tienen necesidad de matemáticas. Como el artista de aquella época es también el artesano y a veces el ingeniero, es inevitable que lleve al arte sus preocupaciones y descubrimientos técnicos. Piero della Francesca, inventor de la geometría descriptiva, introduce la perspectiva en la pintura.
Así también aparece la proporción. El intercambio comercial con el Oriente facilita el retorno de las ideas pitagóricas, y el misticismo numerológico celebra un matrimonio de conveniencia con el de los florines. Nada muestra mejor el espíritu de aquel tiempo que la obra de Luca Pacioli, donde encontramos desde consideraciones místicas sobre las proporciones del cuerpo humano hasta las leyes de la contabilidad por partida doble.
He aquí, pues, al hombre moderno. Conoce las fuerzas que gobiernan el mundo, las pone a su servicio, es el dios de la tierra. Sus armas son el oro y la inteligencia, su procedimiento es el cálculo, su realidad la del mundo objetivo. A estos ingenieros no les interesa la Causa Primera: el saber técnico toma el lugar de la metafísica, la eficacia y la precisión reemplazan la angustia religiosa. Y esta mentalidad se extiende en todas direcciones: empieza por dominar la navegación, la arquitectura y la industria; con las armas de fuego invade el arte de la guerra, desvalorizando la lanza y la espada del caballero; a la bravura individual del señor a caballo sucede la eficacia del ejército mercenario; y finalmente entra en la política con Maquiavelo, ese ingeniero del poder estatal. Se impone una concepción que no reconoce el honor, ni los derechos de la sangre, ni la tradición. El poder es el ídolo máximo y no hay fuerzas que puedan impedir el dominio del hombre. El ingeniero Leonardo, inclinado sobre el pecho abierto de un cadáver, busca el secreto de la vida, quiere saber cómo funciona ese misterioso mecanismo y escribe en su diario: Voglio far miracoli!
A partir del descubrimiento de América, la acción combinada del capital y la ciencia abarcará al mundo entero. Con vértigo creciente, al cabo de cuatro siglos, el planeta es convertido por las buenas o por las malas a la nueva concepción del mundo. No a pesar de su abstracción sino precisamente por ella. La idea de que el poder está unido a la fuerza física y a la materia es la creencia de las personas sin imaginación. Para ellos, una cachiporra es más eficaz que un logaritmo, un lingote de oro más valioso que una letra de cambio; cuando en verdad el imperio del hombre se multiplicó desde que los astutos italianos empezaron a reemplazar las cachiporras por los logaritmos y los lingotes por las letras de cambio. Una ley científica aumenta su dominio al abarcar más hechos, pero al generalizarse se vuelve más abstracta, porque lo concreto se pierde con lo particular: la teoría de Einstein es más poderosa que la de Newton porque rige sobre un territorio más vasto, pero por eso mismo es más abstracta; sobre el hallazgo de Newton todavía se pueden referir anécdotas populares con manzanas, aunque sean apócrifas; sobre la de Einstein ya nada puede comentar el pueblo, pues sus geodésicas están demasiado lejos de sus intuiciones cotidianas y carnales. Del mismo modo, la potencia de un bolsista que especula con un trigo que jamás ha visto es infinitamente más grande que la del campesino que lo cultiva y que puede reconocerlo en la oscuridad hasta por el olor.

viernes, 18 de mayo de 2018

ERNESTO SABATO. EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS. CONTINUACIÓN.

¿Cómo se situaría usted en el dilema de Florida y Boedo?
La superposición de una Argentina inmigratoria a la vieja nación semifeudal se manifiesta, después de la primera guerra mundial, en dos grandes corrientes literarias: la aristocrática y la plebeya. De un lado, escritores como Güiraldes y Victoria Ocampo, cuya cultura es a menudo la de un bachiller francés. Del otro, escritores surgidos del pueblo como Roberto Arlt, influidos por grandes narradores rusos del siglo pasado y por los doctrinarios de la revolución, ya que nuestra inmigración fue pobre y proveniente de países con fuerte tradición anarquista y socialista; hijos de obreros extranjeros, esos futuros artistas de la calle aprendieron a escribir leyendo traducciones baratas de Gorki y Emilio Zola, de Marx y Bakunin; en lugar de los textos de Baudelaire o de Henry James que paralelamente leían sus compatriotas privilegiados.
Esta división se manifestaría, literariamente, hacia 1920, en los grupos de Florida y Boedo. Y darían dos arquetipos: Jorge Luis Borges y Roberto Arlt.
Al producirse la crisis universal de 1930, terminó aquí la era del liberalismo y, como consecuencia, empezó el derrumbe de una serie de mitos, instituciones e ideas. En esa atmósfera crítica se formó la nueva generación de escritores a la que pertenezco, y la estructura literaria se complicó radicalmente: en algunos representantes de la literatura «pura» se acentuó poco a poco el encierro en su torre o la evasión; en los herederos de Boedo se agudizaba el acento social o se hacía más duro, a causa del auge del marxismo leninista; en otros, en fin, desgarrados por una y otra tendencia, oscilando de un extremo al otro, terminó por realizarse una síntesis que es, a mi juicio, la auténtica superación del falso dilema corporizado por los partidarios de la literatura gratuita y de la literatura social. Estos últimos, sin desdeñar las enseñanzas estrictamente literarias de Florida, trataron y tratan de expresar su dura experiencia espiritual en una creación que forzosamente los aleja de la gratuidad y del esteticismo que caracterizaba a ese grupo, sin incurrir, empero, en la simplista doctrina de la literatura social que informaba al grupo de Boedo.
A esta promoción de síntesis creo yo pertenecer.
Hace poco, uno de los escritores que en la Argentina practican esa crónica periodística de la realidad que ellos consideran como «denuncia» y «compromiso», afirmó que hay dos maneras de hacer novelas: como Larreta o como Payró, lo malo y lo bueno. El, modestamente, confesó estar en la buena senda de Payró, mientras que a mí me coloca en la maldita y preciosa herencia de Larreta. Creo inútil advertir, después de haber escrito dos novelas bastante conocidas, que no pertenezco a ninguna de esas dos tendencias; y además pienso que esa oposición es grotesca. El famoso tertio excluso, como lo sabe cualquier muchacho que haya entendido el ABC de la filosofía, sólo es válido para los entes de razón, no para la realidad y mucho menos para la literatura. Si dejamos de lado casos discutibles como el mío, el dictamen de este señor condenaría a la inexistencia a escritores como Faulkner, Kafka, Joyce y Proust, que notoriamente no escriben ni como Larreta ni como Payró. Y que, dicho sea de paso, son un poco más considerables que el inventor del poderoso dilema.
Entendemos muy bien el sentido lato y profundo que usted da a esa remanida palabra: compromiso. Y, sin embargo, resulta curioso que tan frecuentemente usted sea atacada por la izquierda y por la derecha en relación a sus actitudes políticas. ¿A qué se debe esta singular característica de su actuación?
Ha dicho usted «y sin embargo». Pero, como decía Proust, buena parte de los «sin embargo» son «por que» desconocidos. Es precisamente porque sostengo que el escritor tiene un solo compromiso, el de la verdad total, que alternativamente me atacan desde uno y otro lado por mis actitudes políticas y hasta por la literatura que escribo. Y de este modo soy considerado como comunista por los reaccionarios y reaccionario por los comunistas. No es, como puede usted imaginarse, una situación confortable ni provechosa. Los comunistas me califican de contradictorio, de pequeño-burgués vacilante, cuando no de individuo que con una literatura irracionalista sirvo, como dicen ellos en su jerga, a los intereses de la reacción; no es casualidad que mis libros, con la sola excepción de Polonia, no hayan sido traducidos en ningún país comunista. Los reaccionarios, por su lado, que al parecer deberían estar alegres de esos calificativos, me acusan de bolchevique porque estoy por la justicia social y por la liberación de los pueblos miserables. En suma, no encajo ni en un esquema ni en el opuesto. Por otra parte, es verdad que soy una persona llena de contradicciones y dudas; y creo que es por esa causa que soy ante todo un novelista y no un pensador ni un sociólogo. Los filósofos, los pensadores tienen la obligación de sostener un sistema coherente de ideas, un esquema unívoco y claro. El novelista, en cambio, expresa en sus ficciones todos sus desgarramientos interiores, la suma de todas sus ambigüedades y contradicciones espirituales. En esa dialéctica existencial que es la novela expresa el tumulto de su alma, y por eso mismo la ficción da un testimonio tan rico, tan verdadero y tan profundo de la realidad. Si en lugar de abstractos ensayos en favor y en contra de Rosas nos hubiesen quedado tres o cuatro grandes novelas de aquel tiempo, hoy «sabríamos» (y uso comillas porque es más y menos que saber: es sentir, es comprender, es intuir, es palpar) lo que fue Rosas y lo que fue su época. Hoy lo ignoramos casi totalmente y tendemos a reemplazar mediante esquemas lo que fue rico y carnal, humano y desgarrado.
¿Qué es para usted, fundamentalmente, un novelista en relación con su época?
Sobre todo, un testigo, ya que crítico puede serlo también un pensador. El testimonio de la novela es más completo e integral. Es la gran ventaja de la literatura sobre las otras artes, pues su misma hibridez (a caballo entre la ficción y la realidad, entre la intuición y el concepto), su misma ambigüedad contradictoria, le permite dar un cuadro más cabal que, por ejemplo, la pintura. Para mí, un gran novelista como Kafka es el más poderoso testigo de su época, es decir un mártir, si atendemos al sentido etimológico de la palabra. Y si no es así, no es un gran escritor. Es otro de los motivos por los que desasosiega, inquieta. Después de leer El Proceso quedamos angustiados, no somos más la misma persona que éramos al comienzo. Creo que fue Nadeau quien dijo que las grandes novelas son aquellas que transforman al escritor (al hacerlas) y al lector (al leerlas). Por eso la palabra «agrado» o la palabra «placer» nada tienen que hacer con esta clase de literatura. No se escribe para agradar sino para sacudir, para despertar.
En diferentes lugares usted anunció libros que luego no han sido publicados. ¿No los terminó, no los quiso editar o no encontró quien quisiera publicarlos?
Soy muy auto destructivo y la mayor parte de los bocetos y proyectos quedan finalmente en los cajones o van a parar al canasto, quizá con toda razón. La fuente muda es una novela que efectivamente anuncié y que comencé a escribir en 1938, cuando trabajaba en el Laboratorio Curie de París; recién en 1947 publiqué algunos capítulos en Sur, pero luego la novela no me satisfizo y destruí casi todo, dejando en los cajones algunos fragmentos que, reelaborados, aparecen en Héroes y Tumbas. El libro sobre Leonardo, que también anuncié alguna vez, está terminado y probablemente algún día lo publique, cuando me haya descargado de cosas más urgentes y vitales. Memorias de un Desconocido fue el boceto del Informe sobre Ciegos, en cierta forma y hasta cierto punto; pues los libros cambian, a veces sorprendentemente, a medida que los escribimos. Heterodoxia II no lo quise publicar. El libro sobre Facundo quedará seguramente en la nada.
En cuanto a editores, sólo una vez tuve dificultades, y lo digo para que los muchachos que comienzan no se desanimen. Los originales de El Túnel fueron llevados a todas las editoriales importantes y en todas fueron rechazados con enorme entusiasmo. Finalmente lo publicó Sur. Ese libro, que según los astutos directores de editorial no era negocio (supongo que al rechazarlo no lo harían por razones de calidad literaria, ya que eso no es cosa de gerentes), tuvo muchas ediciones sucesivas hasta totalizar en estos momentos cincuenta mil ejemplares. A raíz de su publicación en Gallimard y en otras importantes casas extranjeras, los mismos editores que lo habían repudiado me lo solicitaron con fervor para reediciones en mayor escala. Así verifiqué que los gerentes de las casas de edición son, por lo general, buenos profetas del pasado.
Se sabe que usted pasó por el surrealismo. ¿Lo considera como un movimiento terminado?
No es casualidad que me acercara al surrealismo cuando, en 1938, culminó mi cansancio y hasta mi asco por el espíritu de la ciencia. Y así, mientras de día trabajaba en el Laboratorio Curie, de noche me reunía con Domínguez, aquel auténtico surrealista que terminó suicidándose después de ingresar en un manicomio. Pero entonces pude advertir todo lo que el movimiento tenía de grandeza y de miseria.
En 1916, en esa Suiza que es la quintaesencia del espíritu burgués, Tristán Tzará lanzó el movimiento Dadá. Con verdadera furia, esos espíritus moralizadores se echaron contra los lugares comunes y la hipocresía de una sociedad caduca. La razón burguesa aparecía como el enemigo principal y contra ella dirigieron sus ataques, primero Dadá y luego el surrealismo que es su heredero. La gran época de esta insurrección se extiende hasta la aparición, en 1930, del segundo manifiesto. Allí se inicia la paulatina decadencia y cuando conocí a Domínguez, y luego a Bretón, era evidente que aquello estaba en sus estertores.
Los románticos ya habían opuesto la poesía a la razón, del mismo modo que se opone la noche al día. Pero los surrealistas llevaron esta actitud hasta sus últimas instancias. Para Bretón, la imagen vale tanto más cuanto más absurda es: de ahí la invocación al automatismo, a la imaginación liberada de todas sus trabas racionales. De ahí, también, su desdén por las normas, los clásicos y las bibliotecas. El surrealismo se ponía fuera de la estética y hasta del arte: era más bien una actitud general ante la vida, una búsqueda del hombre profundo por debajo de las convenciones decrépitas. ¿Cómo podía no admirar a Freud y a Sade, a los primitivos y a los salvajes?
Pero, paradójicamente, se convirtió en un método para la obtención de un nuevo género de belleza, de una suerte de belleza al estado salvaje. Así como de una nueva moral, la moral que queda cuando se arrancan todas las caretas impuestas por una sociedad cobarde e hipócrita: una moral de los instintos y el sueño.
Se lo deseara o no, se producen una estética y una ética surrealista.
Pero al cristalizarse en manifiestos y recetas, comienza la decadencia. Pues, en general, no hay peor conservatismo que el de los revolucionarios triunfantes. De la búsqueda de una autenticidad salvaje se desembocó en un nuevo academismo, cuyo paradigma lo constituyó Salvador Dalí: farsante que, después de todo, fue producido por el surrealismo y que, de alguna manera, mostró de modo ejemplar sus peores atributos. Y si no es lícito juzgar el movimiento, como muchos lo hacen, exclusivamente por productos como Dalí, tampoco es lícita la pretensión de ciertos surrealistas que piden se juzgue el movimiento con exclusión de ese payaso. Ya que no es por azar que un hombre como Dalí haya surgido en el surrealismo, y al fin y al cabo gozó de la bendición de su pontífice con atributos que eran ni más ni menos que los actuales.
La verdad es que demasiado a menudo, el movimiento fue propenso a la mistificación, y auténticos desesperados como mi amigo Bretón fueron escasos. Y muy pocos fueron los que, como el gran Artaud, concluyeron en el manicomio.
Tampoco se debe a un mero azar la grandilocuencia que suele caracterizar a sus partidarios, ya que la falsificación de fondo viene casi siempre acompañada de pomposidad en la forma. Esa retórica fue ya una de las peores calamidades que afectaron al romanticismo, reapareció en surrealistas que así creían espantar al burgués y terminó por asquear a sus auténticos poetas, del mismo modo que un genuino romántico como Stendhal se propuso escribir en la seca lengua de las matemáticas y el derecho: es el asco de un verdadero espíritu religioso por los beatos y aprovechados de la religión.
Pero hay algo auténtico en el surrealismo, que sigue manteniendo su validez y que, en cierto modo, se prolonga y profundiza en el movimiento existencialista: la convicción de que ha concluido el dominio de la mera literatura y del mero arte, de que ha llegado el momento de colocarse más allá de las puras preocupaciones estéticas para enfrentar los problemas del hombre y su destino. La empresa de liberación iniciada por el romanticismo y llevada hasta un grado heroico por el surrealismo, el ataque frontal contra una sociedad hipócrita y convencional, sigue siendo la condición previa para el replanteo de la condición humana en nuestro tiempo, y particularmente para la colocación del arte y la literatura en sus verdaderos términos. Era necesario el terrorismo de los surrealistas para emprender cualquier empresa de reconstrucción. Había que acabar de una vez con los pequeños dioses de la sociedad burguesa, con su moral hipócrita, con su filisteísmo, con su acomodo y su optimismo superficial, para abrir las puertas de una existencia más profunda. Nuestro tiempo es el de la desesperación y la angustia, pero sólo así puede iniciarse una nueva y auténtica esperanza. El error consiste en creer que basta con esa primera fase, de pura destrucción y de puro irracionalismo, ya que el hombre es también, y fundamentalmente, superación del yo y de sus instintos hacia el nosotros, la comunidad y el diálogo. Era inevitable que realizada la tarea destructiva, el surrealismo decayese y se convirtiera en una academia paradojal. Ya que una academia del surrealismo es algo así como una junta de buenas costumbres en el infierno.
En 1938, cuando conviví con ellos, se vivía ya de recuerdos y al impulso anarquista de los tiempos heroicos había sucedido una ortodoxia escolar. Al terminar la primera guerra era necesario acabar con muchos siniestros mitos de la civilización mercantil. Pero al terminar la segunda guerra, esos mitos ya estaban hechos añicos. Y los hombres habían visto demasiadas catástrofes y ruinas para no sentir la necesidad de construir. Ya había la bastante desolación como para poder entrever, a través de las gigantescas grietas de un mundo devastado, cuáles podían ser las nuevas obligaciones de la criatura humana. Como alguien ha dicho, ya no bastaba con emitir alaridos para asustar al burgués, con volver a los fetiches del África Central, ni siquiera con volverse locos: era necesario acometer la dura tarea de una nueva construcción, aunque fuera en medio de las tinieblas y la desesperanza. No bastaba con preconizar la simple irracionalidad, que después de todo la Gestapo la había practicado mejor que ellos: era menester darse cuenta de que si el hombre no era pura racionalidad, como pretendió una civilización maquinista, tampoco era pura irracionalidad; y que si el hombre era irreductible a la simple razón también era irreductible al puro instinto.
Había llegado, en fin, el momento de una nueva síntesis. El que no comprenda esta necesidad no comprenderá tampoco cuáles son los grandes problemas del hombre de hoy. Y, en consecuencia, cuáles son los dilemas centrales de una gran literatura de nuestro tiempo.
Fuente.

El escritor y sus fantasmas.

ERNESTO SABATO.
Editorial: Emecé Editores,, Buenos Aires,, 1976

jueves, 17 de mayo de 2018

ERNESTO SABATO. EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS. (FRAGMENTO).

 
¿Pondría en el mismo caso a los críticos de izquierda que encuentran malsana su literatura?
En un semanario de izquierda que aparecía en Buenos Aires leí una carta de un lector que protestaba con indignación porque se hubiera elogiado a un film que manifestaba «todos los elementos contrarrevolucionarios de la derecha: masoquismo, frustración, complejos, etc.; y donde se habla de todo menos de la salida revolucionaria». Aunque caricaturesca, esa carta tipifica a ese tipo de estética que caracteriza en buena medida a la izquierda, y muy particularmente al comunismo.
No interesa aquí defender al film incriminado. Lo que interesa es señalar la superficialidad, la falsedad, la demagogia filosófica de esa posición. Pues esas críticas, de ser valederas, arrasarían no sólo con el imperfecto film incriminado sino con obras como Los endemoniados.
El punto de vista expresado por ese corresponsal es grosero pero no novedoso. Rigió —y en buena medida sigue rigiendo en Rusia— hasta el punto de que las obras de Dostoievsky no se editaban. Hasta el punto de que un hombre como Kafka sea inédito.
Un ensayista social, Hernández Arregui, sostiene, a propósito de escritores como usted, que «a la economía de monocultivo corresponde una literatura equívoca de introspección, donde los personajes desorientados se analizan a sí mismos en medio de una vaga sensación de inseguridad». ¿Tiene alguna razón?
Madame de Staël llegó a sostener que hay un arte monárquico y un arte republicano, pero es fácil demostrar qué triviales son estas afirmaciones de los «reflejistas». Para Marx, el arte es un epifenómeno de las relaciones económicas; y aunque sabemos que para él debe entenderse en relación dialéctica, reaccionando sobre la estructura material que lo soporta y, con las otras formas de la cultura, hasta determinándola, modificándola, todos sabemos también que para este filósofo es esa estructura económica la que en última instancia es decisiva. De esta posición a un mero economismo había un paso y ese paso fue reiteradamente dado por muchos discípulos, quizá encandilados por la evidente y poderosa impronta que la sociedad capitalista e industrial ejerce sobre todas las actividades del hombre. En el caso que usted trae, es obvio que ese aserto no resiste el menor examen, ya que en sociedades tan poli-cultivadas como Inglaterra y Francia surgieron grandes y extremados escritores de esa tendencia, así como en auténticos países de monocultivo como el Ecuador surgieron escritores sociales como Icaza.
La curiosa afirmación de H. Arregui, afirmación por otra parte central para su consideración de nuestra literatura, está unida a una valoración negativa o peyorativa de ese tipo de literatura. En eso coincide con las afirmaciones que el realismo socialista hace de la llamada literatura decadente de la burguesía, y con la que en nuestro país ejecuta J. A. Ramos en sus libros. Resulta singular y digno de un análisis psicoanalítico que este ensayista político acuse a los mejores escritores argentinos de estar influidos por los europeos, de no mirar a nuestra América, de inspirarse en la cultura literaria de judíos como Kafka, franceses como Sartre, alemanes como Nietzsche o Hölderlin. ¿Hace su acusación utilizando el instrumental filosófico de los querandíes, o al menos de los aztecas? No, señor: mediante una teoría elaborada por el judío Marx, el francés Saint-Simon, el alemán Hegel. Y escribe todo eso en venerable y longevo español, en lugar de hacerlo en charrúa o idioma pampa.
¿No es hora que con lucidez y sin sentimientos de inferioridad empecemos a discutir en serio, sin demagogia ni insultos, sobre la naturaleza de la literatura argentina y sobre la herencia europea con que nació y se desenvolvió? Cualquiera sea la opinión que estos críticos tengan de artistas como Poe, Melville o Faulkner, es ya aceptado que son poderosos creadores; y sin embargo descienden de conocidos escritores europeos, ya que con eminentes dificultades podría demostrarse la paternidad de Pocahontas o de otros pieles rojas. Acaso nuestros críticos lleguen a admitir que esos escritores son importantes, no obstante su ascendencia europea, a pesar de su manía de subjetivismo y de su morbosidad. Y quizá nos digan que ellos son realmente grandes y nosotros no. Momento en que debemos replicarles que entonces los escritores argentinos incriminados no son desdeñables porque tengan esos vicios, sino, simplemente, porque no son grandes. Pero entonces su doctrina se viene abajo y hay que escribir otro libro.
Esa critica, que podríamos denominar de «la izquierda nacional», reiteradamente sostiene la inexistencia de una literatura nacional. ¿Es así?
Cada cierto tiempo resurge en nuestro país esta pregunta y la tentativa de dar una respuesta negativa, un poco por esa proclividad, precisamente nacional, a negar todos nuestros valores, a esa tendencia que parece acentuarse de día en día a revolearnos en nuestro propio estiércol. Es cierto que la mayor parte de ésos negadores está formada por los que jamás han hecho o han logrado hacer nada de valor, y entonces, comprensiblemente, se inclinan por la teoría de que aquí nada existe y nada puede hacerse. Siempre es tentador ocultar la incapacidad y el resentimiento personal detrás de una teoría sociológica que afecta a la realidad entera.
Existe una literatura nacional importante por lo menos desde Sarmiento y Hernández, y varios de sus creadores, desde aquella época hasta hoy, pueden figurar honorablemente al lado de grandes escritores europeos o norteamericanos. Por esa clase de motivos de hecho, creo que la respuesta debe ser afirmativa. Pero, además, creo en una literatura nacional por lo mismo que participo del descontento sobre nuestra realidad. La literatura importante es algo así como el reverso del mundo cotidiano, pues la creación es en muchos sentidos un acto antagónico similar al sueño, un intento de crear otra realidad, precisamente por el descontento hacia la que nos rodea. Si esto es cierto, hay que decir que en la Argentina ya no tenemos ningún pretexto para no tener grandes escritores.
Esa misma crítica insiste en que nuestra novelística no tiene, por ejemplo, la representatividad que tiene, digamos, una obra como Huasipungo.
Los europeos cometen a menudo la ingenuidad de pedirnos color local, y de creer que nuestra pintura o nuestra literatura no tiene «carácter»; ese carácter que en cambio encuentran en la pintura mexicana o en la novela del indio ecuatoriano. Les pasa con nosotros un poco lo que le pasa a la gente apresurada que rechaza una música porque no la puede silbar, porque no halla una melodía nítida, sencilla.
Es fácil advertir lo representativo en el Ecuador, pero es infinitamente arduo notarlo en la Argentina. Nuestro hombre es de contornos indecisos, complejos, variables, caóticos. Esto es como un campamento en medio de un cataclismo universal. Se necesitarán muchas novelas y muchos escritores para dar un cuadro completo y profundo de esta realidad enmarañada y contradictoria: la oligarquía en decadencia, el gaucho pretérito, el gringo que ascendió, el inmigrante fracasado o pobre, el hijo y el nieto de ese inmigrante, el habitante cosmopolita de Buenos Aires (indiferente y apátrida, el hombre que vive aquí como se vive en un hotel). Y todos los sentimientos cruzados y los mutuos resentimientos.
Y acaso el problema psicológica y metafísicamente más complejo es el descendiente de extranjeros, extraña criatura cuya sangre viene de Génova o de Toledo, pero cuya vida ha transcurrido en las pampas argentinas o en las calles de esta ciudad babilónica. ¿Cuál es la patria de esta criatura? ¿Cuál es mi patria? Crecimos bebiendo la nostalgia europea de nuestros padres, oyendo de la tierra lejana, de sus mitos y cuentos, viendo casi sus montañas y sus mares. Lágrimas de emoción nos han caído cuando por primera vez vimos las piedras de Florencia y el azul del Mediterráneo, sintiendo de pronto que centenares de años y oscuros antepasados latían misteriosamente en el fondo de nuestras almas. Pero también, en momentos de soledad en aquellas ciudades, sentimos que nuestra patria era ésta, estaba acá en la pampa y en el vasto río; pues la patria no es sino la infancia, algunos rostros, algunos recuerdos de la adolescencia, un árbol o un barrio, una insignificante calle, un viejo tango en un organito, el silbato de una locomotora de manisero en una tarde de invierno, el olor (el recuerdo del olor) de nuestro viejo motor en el molino, un juego de rescate. ¿Y cómo esta novela puede ser simple o nítida o folklórica o pintoresca?
En suma, ¿usted rechaza a la llamada literatura nacionalista?
A cada rato se olvida que hay un solo dilema válido: literatura profunda y literatura superficial. A cada rato se plantean falsos dilemas, sobre todo en esta época de preocupación social, y así como a una novelística «psicológica» se opone (como más legítima, como más sana) una novelística «social», así a una literatura cosmopolita o bizantina se opone una literatura «nacionalista».
Cada vez que un film describe la vida del gaucho en el siglo pasado o los problemas de los indios en un pueblo del noroeste, numerosos críticos e instituciones se felicitan de que nuestro arte vuelva a sus sanas y permanentes raíces. Y cada vez que un director describe el drama o un drama de algún estudiante o contrabandista o borracho de la ciudad, reaparecen los que reprochan el cosmopolitismo de nuestros creadores.
El folklore tiene sus méritos propios, pero no puede ser tomado como fundamento necesario de un arte nacional. Ni Bach ni Kafka tienen raíz folklórica. Y, al revés, infinidad de productos surgidos del folklore demuestran que tampoco es suficiente para la creación de un arte grande.
Basándose o no en el folklore, todo gran arte va más allá, penetrando en una región más profunda y universal. Si Martín Fierro tiene importancia no es porque trate de gauchos, ya que también las novelas de Gutiérrez lo hacen sin que por eso sobrepasen los límites del folletín pintoresco; tiene importancia porque Hernández no se quedó en el mero gauchismo, porque en las angustias y contradicciones de su protagonista, en sus generosidades y mezquindades, en su soledad y en sus esperanzas, en sus sentimientos frente al infortunio y a la muerte, encarnó atributos universales del hombre.
La clave no ha de ser buscada ni en el folklore ni en el «nacionalismo» de los temas y vestimentas: hay que buscarla en la profundidad. Si un drama es profundo, ipso facto es nacional, porque los sueños de que están tejidos los seres de ficción surgen de ese ámbito oscuro que tiene sus cimientos en la infancia y en la patria; que aunque no se lo proponga, y a veces porque no se lo propone, expresa de una manera o de otra los sentimientos y ansiedades, los dilemas raciales, los conflictos psicológicos que forman el substrato de una nación en un instante de su historia. De ese modo, Shakespeare fue el más grande escritor nacional de Inglaterra escribiendo tragedias que a veces ni siquiera se desarrollan en su patria. A la inversa, si una obra es superficial, no la salva su «nacionalismo», que entonces no pasa de ser más que un simulacro, como sucede con tantos novelones nuestros a base de gauchos apócrifos o de malevos pintorescos.
Es hora de terminar con esa demagogia que nos recomienda un conventillo de San Telmo como realidad nacional y que, en cambio, rechaza el gris departamento de un gris profesor que vive en la calle Charcas. Es una idea muy singular la que estos críticos tienen de la realidad. Más que realismo esa posición estética debería ser denominada suburbanismo; posición nueva y aniquiladora que anonada la existencia de los seres, edificios, estatuas, profesiones y lenguajes que no pertenecen al estricto territorio del arrabal. Para esos ontólogos de nuestra ficción, un compadrito de Avellaneda es real, mientras el modesto profesor de geografía del Barrio Norte es un transparente objeto ideal, apenas digno de figurar en el museo de Meinong. Según ellos, toda la obra de Kafka debería ser denunciada como falsa, porque no describe las costumbres de los mataderos de Praga.
Esto que nos dice lo encontramos vinculado a algo que le hemos oído muchas veces, sobre el carácter metafísico y problemático de nuestra literatura. ¿Cómo lo explicaría?
Dice Martín Buber que la problemática del hombre se replantea cada vez que parece rescindirse el pacto primero entre el mundo y el ser humano, en tiempos en que el ser humano parece encontrarse como un extranjero solitario y desamparado. Son tiempos en que se ha dislocado una imagen del Universo, desapareciendo con ella la sensación de seguridad que los mortales tienen en lo familiar. El hombre se siente entonces a la intemperie, el antiguo hogar destruido. Y se interroga sobre su destino.
Por añadidura, y a diferencia de los otros instantes cruciales de la historia, ésta es la primera vez en que el hombre se ha vuelto completamente problemático; ya que, como observa Max Scheler, además de no saber lo que es, ahora sabe que no sabe. ¿Cómo, en tales circunstancias de catástrofe universal, la literatura puede no estar impregnada de preocupación metafísica? Pues es un error imaginar que la metafísica únicamente se encuentra en los vastos tratados filosóficos, cuando, como advirtió Nietzsche, la hallamos en la calle, en las tribulaciones del modesto hombre de la calle.
Pero si la condición catastrófica rige para Europa, para nuestro país rige con mayor fuerza: como integrantes de la civilización que sufre ese cataclismo, tenemos un primer motivo de angustia; pero como pertenecientes a una de las líneas de fractura espacial de esa civilización, tenemos un segundo motivo, que es específicamente nuestro. Estamos en el fin de una civilización, y en uno de sus confines. Sometidos a una doble quiebra en el tiempo y en el espacio, estamos destinados a una experiencia doblemente dramática. Perplejos y angustiados, somos actores de una oscura tragedia, sin tener detrás el respaldo de una gran cultura indígena (como la azteca o la incaica) y sin poder tampoco reivindicar de modo cabal la tradición de Roma o París.
Y como si todavía eso fuera poco, no habíamos terminado de construir y definir una patria cuando el mundo que nos había dado origen comenzó a derrumbarse. Lo que significa que si ese mundo es un caos, nosotros lo somos a la segunda potencia.
De ahí el desconcierto de nuestras conciencias, la zozobra que preside nuestras creaciones, el escepticismo que muchos profesan sobre nuestro destino nacional. Ansiosamente, nos preguntamos entonces sobre la esencia y el porvenir de nuestra patria. Desde nuestras instituciones hasta nuestro arte, todo está siendo enjuiciado, y enjuiciado en una atmósfera de tormentosa nerviosidad. ¿Qué somos? ¿Adonde vamos? ¿Cuál es nuestra verdad nacional? ¿Somos algo nuevo, se gesta aquí algo realmente original, en este caos de sangres y culturas?
La literatura, esa híbrida expresión del espíritu humano que se encuentra entre el arte y el pensamiento puro, entre la fantasía y la realidad, puede dejar un profundo testimonio de este trance, y quizá sea la única creación que pueda hacerlo. Nuestra literatura será la expresión de esa compleja crisis o no será nada.
Alberto Zum Felde ha visto bien esta condición de nuestra realidad y ese sentido problemático que debe tener nuestra literatura. En este desorden, en este perpetuo reemplazo de jerarquías y valores, de culturas y razas ¿qué es lo argentino? ¿cuál es la realidad que han de develar nuestros escritores? Al menos, en lo que al Plata se refiere, es evidente que su misión consiste en la descripción de esa alma atormentada por el caos, de esa anhelosa búsqueda de un orden y un porqué. En otras palabras: esa violenta tectónica de nuestra realidad nos determina hacia una literatura problemática: en lo social, en lo político y, en última instancia, en lo metafísico.
Y así, contra los que argumentan que este tipo de literatura es un fenómeno europeo, que carece de sentido en América, que es propio de pueblos «Viejos», podemos responder que, por el contrario, esta realidad la exige más perentoriamente que aquélla. Pues si el problema metafísico central del hombre es su transitoriedad, aquí somos más transitorios y efímeros que en París o en Roma, vivimos como en un campamento en medio de un terremoto y ni siquiera sentimos ese simulacro de la eternidad que allá está constituido por una tradición milenaria, y por esa metáfora de la eternidad que son las piedras ennegrecidas de sus templos y sus monumentos milenarios.
¿Considera a Borges como a un escritor preciosista?
Es indudable que buena parte de su obra es bizantina y que en buena medida el acento está colocado sobre lo puramente estético, lo que nunca podría decirse de Dante, de Shakespeare, de Tolstoi, de Dickens, de Kafka; escritores poderosos en que el acento está colocado sobre la Verdad y en los que la belleza se da como consecuencia, porque esa Verdad es expresada mediante el gran resplandor poético, con la belleza a menudo terrible que es característica de estos testigos trágicos de la condición humana. Sí, en Borges se incurre a veces en lo precioso, y es por eso que lo admiran ciertas personas. Pero una de las peores desdichas de un creador es que lo admiren por sus defectos. De modo que los genuinos defensores de Borges no son esas personas sino gente como nosotros: los que reconocemos lo que en él hay de admirable y queremos rescatarlo de entre su preciosismo. Está de moda en la izquierda argentina repudiar a Borges: escritores que no le llegan a los tobillos nos dicen que Borges es inexistente. Eso revela que ni siquiera son buenos revolucionarios, pues el que no sabe qué de trascendente tiene la cultura de una comunidad no está maduro para reemplazar a esa comunidad. Los que venimos detrás de Borges, o somos capaces de reconocer sus valores perdurables o ni siquiera somos capaces de hacer buena literatura.
Se suele afirmar que una literatura lúdica y preciosista es el resultado de una época fácil y de gente sin graves preocupado tres. ¿Cómo se explicaría, entonces, la existencia de un escritor como Borges en un período tan terrible del mundo y particularmente de nuestro país?
Hay quien piensa que a toda época de crisis corresponde necesariamente una literatura problemática y a cada época fácil una literatura gratuita o estetizante.
Nada de eso.
Una escuela, una doctrina, se constituyen de manera compleja y casi siempre polémica, pu di en do expresar su tiempo en forma directa o inversa. Así sucede que en periodos difíciles de la histeria, al mismo tiempo que aparece una literatura problemática (como expresión directa de la crisis), generalmente hace también su aparición una literatura lúdica (expresión inversa); tanto por espíritu de contradicción contra la corriente general, por hastío y cansancio de esa escuela, por desdén (muchas veces justificado) a sus expresiones más triviales, como asimismo por evasión de una realidad demasiado dura para espíritus sensibles o temerosos. En alguna ocasión, esa antítesis puede ser el trasunto de una antítesis social, ya que es más fácil que la literatura exquisita sea expresión de una clase privilegiada y la otra expresión de una clase revolucionaria o por lo menos inquieta: fue, en buena medida, el problema Florida-Boedo en Buenos Aires. Pero casi siempre el problema es más confuso y complicado, pues hay tres elementos en juego: el proceso social, que de una manera o de otra influye en el arte; el proceso artístico, que tiene su dinámica propia (cansancio de escuelas, agotamiento de formas, etc.) y que provoca cambios en la creación artística por su propia e inmanente naturaleza; y, finalmente, lo que podríamos llamar una dialéctica de la contemporaneidad entre esos dos procesos.
Así, un mero enjuiciamiento «marxista» de nuestra literatura podría llevarnos a afirmar, como lo hacen algunos de esos teóricos, que el enriquecimiento y el dominio de una oligarquía ganadera durante el lapso final del siglo pasado, con el refinamiento consiguiente y su europeísmo formal, tenían que producir una literatura bizantina. Y la aparición de escritores como Larreta parecería confirmar esa tesis.
Pero esa tesis es desmentida por un examen más profundo y completo de la realidad. Porque si fatalmente el proceso que da origen a esa clase de arte fuese el indicado, no se explica por qué surgieron desde los mismos rangos de la oligarquía escritores tan problemáticos como Hernández o como Cambaceres. Tampoco se explicaría por qué no surgió una literatura lúdica tan importante como la nuestra en países como el Ecuador o Guatemala, donde el abismo entre la oligarquía y el pueblo trabajador es infinitamente más hondo y más neto.
El proceso es más complejo y enmarañado de lo que pretenden esos sociólogos. En el mismo momento en que aparece Borges en Buenos Aires surgen los escritores sociales o problemáticos del grupo de Boedo, y particularmente un novelista como Roberto Arlt. El desenvolvimiento intrínseco de las escuelas, a través de parnasianos y simbolistas, produce el modernismo, que culminará en escritores como Güiraldes y Borges; y la contradicción contemporánea (en parte social, en parte puramente estética) explica las antinomias y la simultaneidad de las dos corrientes, así como las antítesis internas en cada uno de los grupos: sería necio, por ejemplo, considerar Don Segundo Sombra como literatura lúdica; pues, aunque no ha logrado despojarse todavía de elementos preciosistas, es fundamentalmente una obra donde el acento está colocado sobre los problemas del hombre. Cualquier tentativa de explicar el fenómeno literario en términos puramente estéticos o puramente sociales está, así, condenada al fracaso. Más, todavía: el triple juego explica la ambigüedad y hasta la participación de algunos escritores de aquel tiempo en los dos grupos.
¿Qué entiende usted por compromiso?
No hay otra manera de alcanzar la eternidad que ahondando en el instante, ni otra forma de llegar a la universalidad que a través de la propia circunstancia: el hoy y aquí. La tarea del escritor sería la de entrever los valores eternos que están implicados en el drama social y político de su tiempo y lugar. Como dice Sartre, «lo que es absoluto, lo que mil años de historia no pueden destruir, es esta decisión irreemplazable, incomparable, que el hombre toma en este momento, a propósito de estas circunstancias.
Vivir es estar en el mundo, en un mundo determinado, en una condición histórica, en una circunstancia que no podemos eludir. Y que no debemos eludir, si pretendemos hacer un arte verdadero. Pues, como Dostoievsky afirmaba, no sólo el arte debe ser siempre fiel a la realidad sino que no puede ser infiel a la realidad contemporánea: de otra suerte no sería arte verdadero, dice.
Y en cuanto a nosotros se refiere, no dudo de que las únicas obras que pasarán a nuestra historia literaria son aquellas que fueron creadas con sangre, sufriendo el drama de su época y de sus contemporáneos, sus situaciones límites frente a la soledad y la muerte. Es así que la literatura argentina ha señalado con obras esenciales las grandes crisis de la nación. En sus mismos comienzos, con Facundo, obra sociológica e históricamente equivocada, pero novelísticamente genial. En la crisis que sigue a la guerra del Paraguay, en que la corrupción y la desilusión se apodera de los mejores espíritus, con el Martín Fierro y con algunas novelas de Cambaceres y Payró. En la crisis que señala el fin del liberalismo, hacia el año 30, con algunas obras de Roberto Arlt, de Güiraldes, de Mallea y de Discépolo.
En el caso de Güiraldes, es evidente que lo hace trascendente el acento problemático y hasta religioso de su obra: el tema de la vuelta a la tierra, ya ensayado en una obra literariamente mala como Raucho, alcanza su máxima dimensión en Don Segundo Sombra. Y su sentido trascendente lo separa radicalmente de sus amigos del grupo Martín Fierro, metidos, siquiera por las circunstancias, en una suerte de juerga artística, en que más contaban las insurrecciones puramente literarias que los problemas del hombre. Así se explica que una novela como Adam Buenosayres, con los notables méritos que tiene, con capítulos de admirable poesía y de penetrante sátira, nos da la sensación de pronto, en otros pasajes, que Maréchal se hubiese propuesto hacer la crónica final de aquel grupo brillante y talentoso, pero juguetón y un poco cínico, dedicado a la farra y a la tarea de épater le bourgeois con sus dichos y acrósticos, en un momento en que el mundo empezaba a derrumbarse y en el que el hombre exigía del artista una actitud más trascendente.
Los muchachos de Boedo le reprochaban a los de Florida su desinterés por lo social, su extranjerismo, su espíritu lúdico. Algo de razón tenían: aunque la literatura no tiene por qué ser «social», sí tiene que ser humana. Maréchal, con la reserva que (dubitativamente) hago, es, sin embargo, la superación de aquel dilema que vivió. Y quedará como su más genial expresión.

miércoles, 16 de mayo de 2018

Cornelius Agrippa von Nettesheim. FILOSOFÍA OCULTA.


Cornelius Agrippa von Nettesheim (Heinrich Cornelius Agrippa von Nettesheim, Colonia, 1486-Grenoble, 1535). Filósofo, médico y alquimista alemán. Acusado de magia, estuvo encarcelado un año. Fue historiógrafo de Carlos I. Influido por Llull, unió elementos gnósticos, herméticos, teosóficos y cabalísticos (De occulta philosophia, 1510) y escribió un De incertitudine et vanitate scientiarum (1527)
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En los tres Libros —Magia Natural, Magia Celeste y Magia Ceremonial— que integran este volumen de interés siempre vigente, Agrippa tiene la virtud de nuclear en torno a cada tema las referencias de los más célebres pensadores de la antigüedad y de su propia época: Hermes Trismegisto, Tales de Mileto, Heráclito, Sócrates, Platón, Aristóteles,... las Sagradas Escrituras e incluso fuentes árabes.
Sin embargo, tildarlo de simple recopilador que enuncia “conjeturas próximas a la verdad” —como él mismo dice— no es justo. Su tarea de aproximar argumentos de peso para responder a varias cuestiones, como por ejemplo la creación de los sentidos humanos, cuáles son las virtudes implícitas en los nombres propios y en los números, los requisitos para convertirse en mago verdadero, y otras muchas, no termina en la búsqueda de referencias, sino que necesita un ensamblador ameno y con reflexión propia.
FILOSOFÍA OCULTA.
(FRAGMENTO).
COMO LAS VIRTUDES DE LAS COSAS NATURALES NACEN DE LOS ELEMENTOS

Algunas Virtudes Naturales son puramente elementales, como las de calentar, enfriar, humedecer, secar, y se llaman las primeras operaciones o cualidades, que siguen al acto: pues estas cualidades solas y por sí mismas cambian toda la sustancia de todas las cosas; cualesquiera otras cualidades no podrían hacer esto. Además, están en las cosas y provienen de los Elementos que las componen; se extienden más y tienen algo más que sus primeras cualidades, como las que maduran, las que hacen digerir, resolver, que ablandan, que endurecen, que son limpiadoras, corrosivas, abrasivas, aperitivas, evaporativas, confortativas, emolientes, unitivas, compresivas, atractivas, dilatadoras, y muchas otras. Pues toda cualidad elemental debe hacer en la mixta muchas operaciones que no realiza sola y estas operaciones se llaman segundas cualidades, porque siguen la naturaleza y la proporción de mezcla de las primeras virtudes, tal como se trata esto simplemente en los libros de medicina; así como el cambio que ocurre en la sustancia de la materia hasta cierto punto es la operación del calor natural, igualmente existe el endurecimiento, que es la operación del frío, y la congelación y demás; y a veces estas operaciones se efectúan sobre un miembro determinado, como las que provocan la orina, o la leche, y las menstruaciones, y estas cualidades se llaman terceras, que siguen a las segundas, como las segundas siguen a las primeras; he aquí por qué hay muchas enfermedades que provienen de estas primeras, segundas y terceras cualidades, y que se curan por ellas.
Asimismo, hay muchas cosas muy admiradas que se hacen de manera artificial, como el fuego que consume al agua, denominado fuego griego, del cual Aristóteles nos enseña diferentes composiciones en el tratado particular que confeccionara. De la misma manera se confecciona el fuego que el aceite apaga y el agua fría enciende cuando ésta cae como rocío, y este fuego se enciende con la lluvia, con el viento o con el sol, y se convierte en un fuego que se llama agua ardiente, cuya confección es muy conocida, y no consume nada que no sea ella misma; y también existen los fuegos que no se apagan, los aceites incombustibles, las lámparas perpetuas que no pueden ser apagadas ni por el viento, ni por el agua, lo que a todas luces parecería increíble, si no hubiese sido vista esa famosa lámpara que otrora ardiera en el templo de Venus, en la que ardía la piedra asbestus que, una vez encendida, no podía extinguirse jamás. Por el contrario, se prepara la madera u otra cosa combustible de modo que el fuego no puede hacer nada, y se disponen arbitrios por medio de los cuales se puede llevar en las manos un hierro candente, o echar mano de un metal fundido, o introducirse totalmente en el fuego sin experimentar mal alguno, y muchas otras cosas parecidas; y hay una especie de lino, que Plinio llama asbestum, y los griegos ἄσβεστoν, que ninguna clase de fuego puede hacer arder; al respecto, Anaxilao dice que un árbol recubierto con ese material puede ser cortado sin que se oiga ruido alguno.

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LAS VIRTUDES OCULTAS DE LAS COSAS

Existen otras virtudes en las cosas, que no pertenecen a Elemento alguno, como la de impedir el efecto del vino, alejar el ántrax, forjar el hierro, o alguna otra; y esa virtud es la consecuencia de la especie o de la forma de las cosas, lo que hace que de una pequeña cantidad no sobrevenga un pequeño efecto, lo cual no se halla en la cualidad de un Elemento; pues estas virtudes, al ser muy formales, pueden producir grandes efectos con la menor materia; por el contrario, la cualidad elemental para actuar en gran medida necesita mucha materia. Las Propiedades Ocultas se llaman así porque sus causas no se manifiestan y porque el espíritu humano no las puede penetrar: he aquí porqué sólo los filósofos, por larga experiencia más razón natural pudieron adquirir una parte del conocimiento, pues así como las carnes se digieren en nuestro estómago, por el calor que conocemos, de igual manera se transforman por cierta virtud oculta que ignoramos, no por el calor, porque así se transformarían más rápido en el fuego que en el estómago. Lo mismo ocurre con las cosas de cualidades elementales que conocemos, y de ciertas virtudes que les son naturales y nacen con ellas, que admiramos, y de las que nos asombramos de no poseer el conocimiento o de no haberlas visto, como es el ejemplo del ave Fénix, que renace de sí misma, como dice Ovidio:
Hay un ave que los asirios llaman Fénix, que renace de sí misma…

Y agrega:
Los egipcios se reúnen para ver con admiración la cosa maravillosa, y muestran al punto su regocijo ante esta ave única.

Matreo recibe extrema admiración de griegos y romanos al decir que apacentaba a una bestia salvaje que se devoraba a sí misma, y hasta hoy hay gente que desea saber cuál era la bestia de Matreo. Nadie dejaría de asombrarse de que existen peces bajo tierra, de los que han hecho mención Aristóteles, Teofrasto y el historiador Polibio, y de que Pausanias nos habló de ciertas piedras que cantan; por tanto, éstas son operaciones de las virtudes ocultas. Así ocurre que el avestruz para nada daña su estómago con un hierro caliente, digiere un hierro frío y hasta el más duro, para nutrir su cuerpo. Asimismo, el pececillo llamado Echeneis detiene de tal manera la impetuosidad de los vientos, y doma la furia del mar, por más fuertes y violentas que sean las tempestades, y cualquiera sea la cantidad de velas de que se sirvan los navíos, mientras que por poco que las toque, las detiene y las hace rezagarse de manera que quedan sin movimiento. De igual modo, las salamandras y las bestezuelas llamadas Pyraustae viven en el fuego, y aunque parezca que se consumen, nada les impide conservarse. También hay cierta resina, con la que dicen que las amazonas frotaban sus armas, que las preservaba de ser dañadas o perjudicadas por el hierro o el fuego; se sabe que Alejandro el Grande frotó con esa resina las puertas caspianas, que eran de bronce.
Incluso está escrito que el arca de Noé, construida hace miles de años y que aún dura sobre las montañas de Armenia, estaba compuesta por esta resina. Hay una cantidad de otras maravillas de esta clase, casi increíbles, conocidas sin embargo por la experiencia misma: así las historias antiguas hacen mención de los sátiros, animales con figura mitad hombre y mitad bestia, pero dotados de raciocinio, de los que san Jerónimo dice que uno de ellos habló a san Antonio, el ermitaño, condenando en sí mismo el error de los gentiles de adorar a los animales, y rogándole que rezara a Dios por él; y asegura que, en otra ocasión, apareció en público uno de ellos, siendo al punto remitido a Constantino.

Fuente: Enrico Pugliatti.

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