miércoles, 23 de noviembre de 2016

BORGES PROFESOR. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires.


 Miércoles 23 de noviembre de 1966.  Clase Nº16

Vida de Thomas Carlyle. Sartor Resartus, de Carlyle.                                 Carlyle, precursor del nazismo.                                                                             Los soldados de Bolívar según Carlyle.


Hablaremos hoy de Carlyle. Carlyle es de aquellos escritores que deslumbran al lector. Recuerdo que cuando yo lo descubrí, hacia 1916, pensé que era realmente el único autor. Aquello me sucedió después con Walt Whitman, me había sucedido con Víc-tor Hugo, me sucedería con Quevedo. Es decir, pensé que todos los demás escritores eran unos equivocados simplemente porque no eran Thomas Carlyle. Ahora, esos escritores que deslumbran, que parecen el prototipo del escritor, suelen acabar por abru-marnos. Empiezan siendo deslumbrantes y corren el albur de ser a la larga intolerables. Lo mismo me sucedió con el escritor fran-cés León Bloy,  con el poeta inglés Swinburne y, a lo largo de una larga vida, con muchos otros. Se trata en todos esos casos de escritores muy personales, tan personales que uno acaba por aprender las fórmulas del estupor, el deslumbramiento que pre-paran.
Veamos algunos hechos de la vida de Carlyle. Carlyle nació en un pueblito de Escocia en el año 1795 y murió en Londres —en el barrio de Chelsea, donde se conserva su casa— el año 1881. Es decir, una larga y laboriosa vida consagrada a las letras, a la lectura, al estudio y a la escritura.
Carlyle fue de origen humilde. Sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos, fueron campesinos. Y Carlyle era escocés. Es común confundir ingleses con escoceses. Pero se trata, a pesar de la unión política, de dos pueblos esencialmente distintos. Escocia es un país pobre, Escocia ha tenido una historia sangrienta de lu-cha entre los diversos clanes. Y además, el escocés en general suele ser más intelectual que el inglés. O mejor dicho, el inglés no suele ser intelectual y casi todos los escoceses lo son. Esto puede ser obra de las discusiones religiosas, pero si bien es cier-to que el pueblo de Escocia se dedicó a discutir la teología, es porque era intelectual. Esto suele ocurrir con las causas que tien-den a ser efectos y los efectos que se confunden con las causas también. En Escocia las discusiones religiosas eran comunes, y conviene recordar que Edimburgo fue, con Ginebra, una de las dos capitales del calvinismo en Europa. Lo esencial del calvinis-mo es la creencia en la predestinación, basada en el texto bíblico, "muchos los llamados y pocos los elegidos".
Carlyle estudió en la iglesia de la parroquia de su pueblo, luego en la Universidad de Edimburgo y a los veintitantos años tuvo una suerte de crisis espiritual o de experiencia mística que él ha descrito en el más extraño de sus libros: Sartor Resartus. Sartor Resartus significa en latín "el sastre remendado" o "el sas-tre zurcido". Ya veremos por qué eligió este extraño título. Lo cierto es que Carlyle había llegado a un estado de melancolía motivado sin duda por la neurosis que lo persiguió durante toda su vida. Carlyle había llegado al ateísmo, no creía en Dios. Pero la melancolía del calvinismo seguía persiguiéndolo aun cuando él creía haberla dejado atrás. La idea de un Universo sin esperan-za, un Universo cuyos habitantes están condenados en una in-mensa mayoría al Infierno. Y luego una noche él recibió una suerte de revelación. Una revelación que no lo libró del pesimis-mo, de la melancolía, pero que le dio la convicción de que el hombre puede salvarse por el trabajo. Carlyle no creía que nin-guna obra humana tuviese valor perdurable. Pensaba que cuan-to los hombres pueden hacer estética o intelectualmente es de-leznable y es efímero. Pero al mismo tiempo creía que el hecho de trabajar, el hecho de hacer cualquier cosa, aunque esa cosa sea deleznable, no es deleznable. Existe una antología alemana de sus trabajos, que se publicó durante la Primera Guerra Mundial y que se titulaba Trabajar y no desesperarse.  Este es uno de los efectos del pensamiento de Carlyle.
Carlyle, desde que se dedicó a las letras, había adquirido una cultura miscelánea y muy vasta. Por ejemplo, él y su mujer, Jane Welsh,  estudiaron sin maestros el español y leían un capítulo del Quijote en el texto original cada día. Y ahí hay un pasaje de Carlyle en el cual él contrasta el destino de Byron y el destino de Cervantes. Piensa en Byron, un aristócrata, hermoso, atleta, un hombre de fortuna, que sin embargo sentía una melancolía inex-plicable. Y piensa en la dura vida de Cervantes soldado y prisio-nero, que sin embargo escribe una obra, no de quejas, sino de ín-timas y a veces escondidas alegrías en el Quijote.
Carlyle se traslada a Londres —ya antes había sido maestro de escuela y había sido colaborador de una enciclopedia, la En-ciclopedia de Edinburgh— y colabora para las revistas. Publica artículos, pero debemos recordar que un artículo entonces era lo que llamaríamos hoy un libro o una monografía. Ahora un ar-tículo suele constar de cinco o diez páginas, antes un artículo so-lía constar más o menos de unas cien páginas. Así, los artículos de Carlyle y de Macaulay son verdaderas monografías, y algu-nos alcanzan las doscientas páginas. Actualmente serían libros.
Un amigo suyo le recomendó el estudio de la lengua alema-na. Inglaterra, movida por las circunstancias políticas —ya por el hecho de la victoria de Waterloo los ingleses y los prusianos fue-ron hermanos de armas— estaba descubriendo Alemania, estaba descubriendo la afinidad que durante siglos había olvidado con las otras naciones germanas, con Alemania, con Holanda, y na-turalmente con los países escandinavos. Carlyle estudió alemán, se entusiasmó con la obra de Schiller, y publicó —éste fue su pri-mer libro— una biografía de Schiller  escrita en un estilo correc-to, pero en un estilo común. Luego leyó a un escritor romántico alemán, Johann Paul Richter,  un escritor que podríamos llamar soporífero, un relator de sueños místicos lentos y a veces lángui-dos. El estilo de Richter es un estilo lleno de palabras compues-tas y de cláusulas largas, y este estilo influyó en el estilo de Carlyle, salvo que Richter deja una impresión apacible. En cam-bio Carlyle era esencialmente un hombre fogoso, de modo que fue un escritor oscuro. Carlyle descubrió también la obra de Goethe, que no era conocida entonces salvo de un modo muy fragmentario fuera de su patria, y creyó encontrar en Goethe a un maestro. Digo "creyó encontrar", porque es difícil pensar en dos escritores más distintos. En el olímpico y —como lo llaman los alemanes— sereno Goethe, y en Carlyle, atormentado como buen escocés por la preocupación ética.
Carlyle fue además un escritor infinitamente más impetuoso que Goethe y más extravagante que Goethe. Goethe empezó siendo romántico, luego se arrepintió de su romanticismo inicial y llegó a una tranquilidad que podríamos llamar "clásica". Carlyle escribió sobre Goethe en revistas de Londres. Esto con-movió mucho a Goethe, ya que aunque Alemania había llegado entonces a una plenitud intelectual, políticamente no había lo-grado su unidad. La unidad de Alemania se logra en el año 1871, después de la guerra franco-prusiana. Es decir, para el mundo Alemania era entonces una colección heterogénea de pequeños principados, ducados, un tanto provinciana, y para Goethe el hecho de que lo admiraran algunas personas de Inglaterra fue lo que sería para un sudamericano, por ejemplo, el hecho de ser co-nocido en París o en Londres.
Carlyle publicó luego una serie de traducciones de Goethe. Tradujo las dos partes de Wilhelm Meister, los "Años de Apren-dizaje" y los "Años de Viaje".  Tradujo a otros románticos ale-manes, entre ellos al fantástico Hoffman.  Luego publicó Sartor Resartus  y luego se dedicó a la historia, y escribió ensayos so-bre el famoso affaire del collar de diamantes, la historia de un pobre hombre en Francia a quien le hacen creer que María An-tonieta había aceptado un regalo suyo —el ensayo lo toma del conde Cagliostro —, y sobre temas muy diversos. Entre ellos encontramos un ensayo sobre el doctor Francia, tirano de Para-guay,  un ensayo que contiene —y esto es típico de Carlyle— una vindicación del doctor Francia. Luego Carlyle escribe un li-bro titulado Vida y correspondencia de Oliver Cromwell.  Es natural que admirara a Cromwell. Cromwell, que en pleno siglo XVII hace que el rey de Inglaterra sea juzgado y condenado a muerte por el Parlamento. Esto escandalizó al mundo, como lo escandalizaría después la Revolución Francesa y mucho después la Revolución Rusa.
Finalmente, Carlyle se establece en Londres y allí publica La historia de la Revolución Francesa,  su obra más famosa. Carly-le le prestó el manuscrito a su amigo, autor del famoso tratado de lógica, Stuart Mill.  Y la cocinera de Stuart Mill usó el ma-nuscrito para encender el fuego de la cocina. Quedó así destrui-da una obra de años. Pero Stuart Mill consiguió que Carlyle aceptara una suma mensual hasta reescribir su obra. Este libro es uno de los más vívidos de la obra de Carlyle, pero que no tiene la vividez de la realidad sino la vividez de un libro visionario, la vividez de una pesadilla. Recuerdo que cuando leí aquel capítu-lo en que Carlyle describe la fuga y la captura de Luis XVI re-cordé haber leído algo parecido antes: estaba pensando en la fa-mosa descripción de la muerte de Facundo Quiroga, uno de los últimos capítulos del Facundo de Sarmiento. Carlyle describe la fuga del rey en un capítulo que se llama "La noche de las espue-las". Describe cómo el rey se detiene en una taberna y allí un muchacho lo reconoce. Lo reconoce porque la efigie del rey es-taba grabada en el anverso de una moneda y lo delata. Luego lo arrestan y finalmente lo llevan a la guillotina.
La mujer de Carlyle, Jane Welsh, era socialmente superior a él, era una mujer muy inteligente y se considera que sus cartas pueden contarse entre las mejores del epistolario inglés.  Carly-le vivió entregado a su obra, a sus conferencias, a su labor en cierto modo profética, y descuidó bastante a su mujer. Después de la muerte de ella, Carlyle escribió pocas cosas importantes. Antes él había dedicado catorce años a escribir la Historia de Fe-derico el Grande de Prusia,  un libro de lectura difícil. Había una gran diferencia entre Carlyle hombre, a pesar de su ateísmo religioso y piadoso, y Federico, que era ateo escéptico y que ig-noraba cualquier escrúpulo moral. Después de la muerte de su mujer Carlyle escribe una historia de los primeros reyes de No-ruega  basada en la Heimskringla del historiador islandés Sno-rri Sturluson, del siglo XIII, pero en este libro ya no encontramos el fuego de las primeras obras.
Y ahora veamos el pensamiento de Carlyle, o algunos rasgos de ese pensamiento. En la clase anterior yo dije que para Blake el mundo era esencialmente alucinatorio. El mundo era una alu-cinación lograda por los cinco engañosos sentidos con que nos ha dotado el Dios superior que hizo esta Tierra, Jehová. Ahora bien, esto corresponde en filosofía al idealismo, y Carlyle fue uno de los primeros divulgadores del idealismo alemán en Ingla-terra. En Inglaterra el idealismo ya existía en la obra del obispo irlandés Berkeley. Pero Carlyle prefirió buscarlo en la obra de Schelling y en la obra de Kant. Para estos pensadores, y para Berkeley, el idealismo tiene un sentido metafísico. Nos dicen que lo que nosotros creemos la realidad, digamos, el mundo de lo visible, de lo tangible, de lo gustable, no puede ser la realidad: se trata simplemente de una serie de símbolos o de imágenes de la realidad que no pueden parecerse a ella. Y así Kant habló de la cosa en sí que está más allá de nuestras percepciones. Todo esto lo comprendió perfectamente Carlyle. Carlyle dijo que de igual modo que vemos un árbol verde, podríamos verlo azul si nues-tros órganos visuales fueran distintos, de igual forma que al to-carlo lo sentimos como convexo, podríamos sentirlo como cón-cavo si nuestras manos estuvieran hechas de otra manera. Esto está bien, pero los ojos y las manos pertenecen al mundo exter-no, al mundo aparencial. Carlyle toma pues la idea fundamental de que este mundo es aparente, y le da un sentido moral y un sentido político. Swift había dicho que todo en este mundo es aparente, que nosotros llamamos "obispo", digamos, a una mi-tra y a una vestidura colocadas de cierto modo, que llamamos "juez" a una peluca y a una toga, que llamamos "general" a una cierta disposición de ropa, de uniforme, de casco, de charreteras. Carlyle toma esta idea y escribe así el Sartor Resartus, o "Sastre zurcido".
Este libro es una de las mayores mistificaciones que la histo-ria de la literatura registra. Carlyle imagina un filósofo alemán que enseña en la Universidad de Weissnichtwo —en aquel tiem-po pocas personas conocían el alemán en Inglaterra, de modo que él podía utilizar sin peligro estos nombres —. Le daba a su filó-sofo imaginario el nombre de Diógenes Teufelsdrockh, es decir Diógenes Escoria —la palabra "escoria" es un eufemismo, aquí la palabra es más fuerte— del Diablo, y le atribuye la escritura de un vasto libro titulado Los trajes, la ropa, su formación y su obra, su influencia. Esta obra lleva como subtítulo: "Filosofía del tra-je". Carlyle entonces imagina que lo que llamamos Universo es una serie de trajes, de apariencias. Y Carlyle alaba a la Revolución Francesa, porque ve en la Revolución Francesa un principio de la admisión de que el mundo es apariencia y de que hay que des-truirla. Para él, por ejemplo, el reinado, el papado, la república, eran apariencias, eran ropa usada que convenía quemar, y la Re-volución Francesa había comenzado por quemarla. Entonces el Sartor Resartus viene a ser una biografía del imaginario filósofo alemán. Ese filósofo es una especie de transfiguración del mismo Carlyle. Allí él cuenta, situándola en Alemania, su experiencia mística. Cuenta la historia de un amor desdichado, de una mu-chacha que parece quererlo y que lo deja, lo deja solo con la no-che. Luego describe conversaciones con ese filósofo imaginario y da copiosos extractos de ese libro que no existió nunca y que se llamaba "Sartor", el sastre. Ahora, como él sólo da extractos de ese libro imaginario, llama a su obra "El sastre remendado".
El libro está escrito de un modo oscuro, lleno de palabras compuestas y llenas de elocuencia. Si tuviéramos que comparar a Carlyle con algún escritor de la lengua española, pensaríamos por empezar de un modo casero en las más impresionantes pá-ginas fuertes de Almafuerte.  Podemos pensar también en Una-muno, que tradujo al español La Revolución Francesa de Carly-le y sobre el cual Carlyle influyó. En Francia podríamos pensar en León Bloy.
Y ahora veamos el concepto de la historia de Carlyle. Según Carlyle existe una escritura sagrada. Esa escritura sagrada no es, salvo parcialmente, la Biblia. Esa escritura es la historia univer-sal. Esa historia, dice Carlyle, que estamos obligados a leer con-tinuamente, ya que nuestros destinos son parte de la historia universal. Esa historia que estamos obligados a leer incesante-mente y a escribir, y en la cual —agrega— también nos escriben. Es decir, nosotros no sólo somos lectura de esa escritura sagra-da sino letras, o palabras, o versículos de esa escritura. Ve al Uni-verso, pues, como a un libro. Ahora, este libro está escrito por Dios, pero Dios para Carlyle no es una personalidad. Dios está en cada uno de nosotros, Dios está escribiéndose y realizándose a través de nosotros. Es decir, Carlyle viene a ser panteísta: el único ser que existe es Dios, pero Dios no existe como un ente personal sino a través de las rocas, a través de las plantas, a tra-vés de los animales y a través de los hombres. Y sobre todo a tra-vés de los héroes. Carlyle dicta en Londres una serie de confe-rencias tituladas: De los héroes, del culto de los héroes y de lo he-roico en la historia.  Dice Carlyle que los hombres han recono-cido siempre la existencia de los héroes, es decir de seres huma-nos superiores a ellos, pero que en épocas primitivas el héroe es concebido como un dios, y así la primera conferencia suya se ti-tula: "El héroe como dios", y característicamente toma como ejemplo al dios escandinavo Odín. Dice que Odín fue un hom-bre muy valiente, muy leal, un rey que dominó a otros reyes, y que sus contemporáneos y los sucesores inmediatos lo diviniza-ron, lo vieron como un dios. Luego tenemos otra conferencia: "El héroe como profeta", y Carlyle elige como ejemplo a Maho-ma. Mahoma, que hasta entonces sólo había sido objeto de es-carnio para los cristianos de Europa occidental. Carlyle dice que Mahoma, en la soledad del desierto, se sintió poseído por la idea de la soledad o unidad de dios, y que así fue dictando el Corán. Tenemos otros ejemplos: el héroe como poeta, Shakespeare. Luego, como hombre de letras: Johnson y Goethe. Y el héroe como militar, y elige —aunque él detestaba a los franceses— a Napoleón.
Carlyle descreía profundamente de la democracia. Hay quie-nes han considerado —y entiendo que con toda razón— a Carlyle como precursor del nazismo, pues creyó en la superio-ridad de la raza germánica. Los años 1870-71 fue la guerra fran-co-prusiana. Casi toda Europa —lo que fue Europa intelec-tual— estaba de parte de Francia. El famoso escritor sueco Strindberg  escribiría después: "Francia tenía razón, pero Pru-sia tenía cañones". Esto es lo que se sintió en toda Europa. Carlyle estaba de parte de Prusia. Carlyle creyó que la fundación del Imperio Alemán sería el principio de una era de paz para Eu-ropa —[tras] lo acaecido luego con las guerras mundiales pudi-mos apreciar lo erróneo de su juicio—. Y Carlyle publicó dos cartas en las cuales decía que el conde de Bismarck fue un hom-bre incomprendido y que el triunfo "de la Alemania, que piensa profundamente, sobre la frívola, vanagloriosa y belicosa Fran-cia" sería un beneficio para la humanidad. En el año sesenta y tantos había ocurrido en Estados Unidos la Guerra de Sece-sión,  y todos en Europa estaban de parte de los estados del nor-te. Esta guerra, según ustedes saben, no empezó siendo una gue-rra de abolicionistas —de enemigos de la esclavitud— en el nor-te, contra partidarios y poseedores de esclavos en el sur. Jurídi-camente, los estados del sur quizá tuvieran razón. Los estados del sur pensaron que ellos tenían derecho a separarse de los es-tados del norte y alegaron argumentos legales. Lo grave es que en la Constitución de los Estados Unidos no se había contem-plado muy bien la posibilidad de que algunos estados pudieran separarse. El tema era ambiguo y los estados del sur, cuando Lincoln fue elegido presidente, resolvieron separarse de los esta-dos del norte. Los estados del norte dijeron que los del sur no tenían derecho a separarse, y Lincoln, en uno de sus primeros discursos, dijo que no era abolicionista, pero que creía que la es-clavitud no debía extenderse más allá de los primitivos estados del sur, no debía llevarse, por ejemplo, a estados nuevos como Texas o California. Pero luego, a medida que la guerra fue más encarnizada —la Guerra de Secesión fue la guerra más encarni-zada del siglo XIX— , ya se confundía la causa del norte con la causa de la abolición de la esclavitud.
La causa del sur se había confundido con la de los partidarios de la esclavitud, y Carlyle, en un artículo titulado "Shooting Nia-gara",  se puso de parte del sur. Dijo que la raza negra era infe-rior, que el único destino posible del negro era la esclavitud, y que él estaba de parte de los estados del sur. Agregó un argumen-to sofístico que es propio de su humorismo —porque Carlyle en medio de su tono profético era un humorista también—: dijo que él no comprendía a quienes combatían la esclavitud, que él no veía qué ventaja podía haber en cambiar de sirvientes continua-mente. Le parecía mucho más cómodo que los sirvientes fueran vitalicios. Lo cual puede ser más cómodo para los amos, pero quizá no lo sea para los sirvientes.
Carlyle llega a condenar a la democracia. Por eso Carlyle, a lo largo de toda su obra, admira a los dictadores, a los que llamó strong men, "hombres fuertes". La frase ha perdurado todavía. Por eso escribió el elogio de Guillermo el Conquistador, escri-bió en tres volúmenes el elogio del dictador Cromwell, alabó al doctor Francia, alabó a Napoleón, alabó a Federico el Grande de Prusia. Y dijo en cuanto a la democracia que no era otra cosa si-no "la desesperación de encontrar hombres fuertes", y que sola-mente los hombres fuertes podían salvar a la sociedad. Definió con una frase memorable a la democracia como "el caos provis-to de urnas electorales". Y escribió sobre el estado de cosas en Inglaterra. Recorrió toda Inglaterra, prestó mucha atención a los problemas de la pobreza, de los obreros —él era de estirpe cam-pesina—. Y dijo que en cada ciudad de Inglaterra veía el caos, veía el desorden, veía la absurda democracia, pero que al mismo tiempo había algunas cosas que lo confortaban, que lo ayudaban a no perder del todo la esperanza. Y esos espectáculos eran para él los cuarteles —en los cuarteles hay por lo menos orden— y las cárceles. Éstas eran las dos cosas capaces de regocijar el espíritu de Carlyle.
Tenemos pues en todo lo que he dicho un cierto programa del nazismo y el fascismo concebido antes del año 1870. Más particularmente del nazismo, ya que Carlyle creía en la superio-ridad de las diversas naciones germánicas, en la superioridad de Inglaterra, de Alemania, de Holanda, de los diversos países es-candinavos, sobre los otros. Esto no impidió que Carlyle fuera en Inglaterra uno de los mayores admiradores de Dante. Su her-mano  publicó una traducción admirable, literal, en prosa ingle-sa, de la Divina Comedia de Dante. Y Carlyle admiró natural-mente a los conquistadores griegos y romanos, a los vándalos y a César.
En cuanto al cristianismo, Carlyle creía que ya estaba desa-pareciendo, que ya no había ningún porvenir para él. Y en cuan-to a la historia, él veía la salvación en los hombres fuertes, y pen-saba que los hombres fuertes pueden estar —como lo diría des-pués Nietszche, que sería en cierto modo su discípulo— más allá del bien y del mal. Es lo que había dicho antes Blake: una mis-ma ley para el león y para el buey es una injusticia.
No sé qué libro de Carlyle les podría recomendar a ustedes. Yo creo que si saben inglés el mejor libro será el Sartor Resartus. O, si les interesa, lean —si les interesa menos el estilo y más las ideas de Carlyle—, lean las conferencias que él reunió bajo el tí-tulo de El culto de los héroes y de lo heroico en la historia. En cuanto a su obra más extensa, a la que dedicó catorce años, La vida de Federico el Grande, es un libro en el que hay brillantes descripciones de batallas. Las batallas le salían muy bien a Carly-le siempre. Pero a la larga se nota que el autor se siente muy le-jos del héroe. El héroe era ateo y amigo de Voltaire. No le inte-resaba.
La vida de Carlyle fue una vida triste. Acabó enemistándose con sus amigos. Él predicaba la dictadura y era dictatorial en su conversación. No admitía contradicciones. Sus mejores amigos fueron apartándose de él. Su mujer murió trágicamente: estaba paseándose en su coche por Hyde Park cuando murió de un ata-que al corazón. Y Carlyle sintió después el remordimiento de ser un poco culpable de su muerte, ya que él se había desentendido de ella. Creo que Carlyle llegó a sentir, como nuestro Almafuer-te lo sintió, que la felicidad personal estaba negada para él, que su neurosis le quitaba toda esperanza de ser personalmente feliz. Y por eso buscó su felicidad en el trabajo.
Me olvidaba de decir —es un rasgo meramente curioso— que en uno de los primeros capítulos de Sartor Resartus, al ha-blar de trajes, dice que el traje más sencillo de que él tiene noti-cias es el usado por la caballería de Bolívar en la guerra sudame-ricana. Y aquí tenemos una descripción del poncho como "una frazada con un agujero en el medio", y debajo él imagina al sol-dado de caballería de Bolívar, lo imagina —simplificándolo un poco— "mother naked", desnudo como cuando salió del vientre de su madre, cubierto por el poncho, y con su sable y con su lan-za solamente. 

lunes, 21 de noviembre de 2016

BORGES PROFESOR. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires.


Lunes 21 de noviembre de 1966.  Clase Nº 15

Vida de William Blake. El poema "The Tyger".
Filosofía de Blake y de Swedenborg comparadas.
Un poema de Rupert Brooke. Poemas de Blake.


Vamos ahora a retroceder en el tiempo, ya que hablaremos hoy de William Blake,  que nació en Londres en 1757 y murió en esa ciudad en 1827.
Las razones que me han llevado a no estudiar antes a Blake son fácilmente explicables, porque mis propósitos eran los de ex-plicar al movimiento romántico fundándolo en algunas figuras representativas: en Macpherson, el precursor, y luego en los dos grandes poetas Wordsworth y Coleridge. En cambio, William Blake queda, no sólo fuera de la corriente pseudoclásica, de la co-rriente representada —por elegir el término más alto— por Po-pe, sino que queda fuera del movimiento romántico también. Es un poeta individual, y si a algo podemos vincularlo —ya que co-mo dijo Rubén Darío, no existe el Adán literario—, tendríamos que vincularlo a tradiciones mucho más antiguas, a los herejes cátaros del sur de Francia, a los gnósticos del Asia Menor y de Alejandría de los primeros siglos de la era cristiana, y desde lue-go al pensador sueco, grande y visionario, Emmanuel Sweden-borg.  De suerte que él  era como un individuo aislado, sus con-temporáneos lo consideraron un poco como loco, quizá lo fue. Fue visionario, como lo había sido Swedenborg también, desde luego, y sus obras circularon poco en su tiempo. Además, se lo conocía más como grabador, como dibujante, que como escritor.
Blake fue un hombre bastante desagradable personalmente, un hombre agresivo. Consiguió enemistarse con sus contempo-ráneos, a quienes atacó con epigramas feroces, y los episodios de su vida son menos importantes que lo soñado y lo visto por él. Vamos a anotar, sin embargo, algunas circunstancias. Él estudió grabado, ha ilustrado libros importantes. Ilustró, por ejemplo, unas obras de Chaucer, de Dante, y sus propias obras también. Se casó —era, como Milton, partidario de la poligamia, aunque no la practicó por no ofender a su mujer—, vivió solo, aislado, y es uno de los muchos padres del verso libre, inspirado un poco, como el anterior Macpherson y el posterior Walt Whitman, en los versículos de la Biblia. Pero es muy anterior a Whitman, ya que el libro Leaves of Grass aparece el año 1855, y William Bla-ke, como he dicho, muere en 1827.
La obra de Blake es una obra de lectura extraordinariamen-te difícil, ya que Blake había creado un sistema teológico, pero para exponerlo, se le ocurrió inventar una mitología sobre cuyo sentido no están de acuerdo los comentadores. Tenemos a Uri-zen, por ejemplo, que es el tiempo. A Orc, que viene a ser una suerte de redentor. Y luego tenemos a diosas con nombres tan extraños como Oothoon. Hay una divinidad que se llama Gol-gonooza, también. Hay una geografía ultraterrena inventada por él, y hay personajes que se llaman Milton —Blake llegó a creer que el alma de Milton se había reencarnado en él, para abjurar de los errores cometidos por John Milton en el Paraíso Perdido—. Además, estas mismas divinidades del panteón privado de Blake cambian de sentido pero no de nombre, van evolucionando con su pensamiento. Por ejemplo, los cuatro Zoas. Hay también un personaje que se llama Albion, Albion de Inglaterra. Aparecen las hijas de Albion, Cristo también, pero este Cristo no es del to-do el del Nuevo Testamento.
Ahora, hay una bibliografía muy extensa sobre Blake. Yo no la he leído toda, creo que nadie la ha leído toda. Pero creo que lo más claro es un libro del crítico francés Denise Saurat sobre Bla-ke.  Saurat ha escrito asimismo sobre el pensamiento de Hugo y el de Milton, considerándolos a todos dentro de esa misma tra-dición de la cábala judía, y anteriormente de los gnósticos de Alejandría y del Asia Menor. Aunque Saurat habla poco de gnósticos y prefiere referirse a los cátaros y a los cabalistas, que están más cerca de Blake. Y casi no habla de Swedenborg, que fue el maestro más inmediato de Blake. Muy característicamente, [Blake] se rebeló contra él y habla de él con desprecio.  Lo que podríamos decir es que, a lo largo de la obra de Blake, a lo largo de sus nebulosas mitologías, hay un problema que ha preocupa-do siempre a los pensadores filosóficos, y es la idea del Mal, la di-ficultad de reconciliar la idea de un Dios omnipotente y benévo-lo con la presencia del Mal en el mundo. Naturalmente, al hablar del Mal pienso no solamente en la traición, la crueldad, sino en la presencia física del Mal: en las enfermedades, en la vejez, en la muerte, en las injusticias que tiene que sobrellevar todo hombre y las diversas formas de la amargura que hallamos en la vida.
Hay un poema de Blake —está en todas las antologías— donde está formulado ese problema, pero desde luego no está re-suelto. Y corresponde al tercer o cuarto libro de Blake, las Songs of Experience,  porque antes había publicado sus Songs of Inno-cence y el Book of Thel, y en esos libros él habla ante todo de un amor, de una caridad que están detrás del Universo a pesar de sus aparentes sufrimientos. Pero en Songs of Experience ya se enca-ra directamente con el problema del Mal y lo simboliza —a la manera de los bestiarios de la Edad Media—, lo simboliza en el tigre. Y el poema, que consta de cinco o seis estrofas, se llama "The Tyger" "El tigre" y fue ilustrado por el autor. 
No se trata en este poema de un tigre en realidad. Se trata del tigre arquetípico, del tigre platónico, eterno. Y el poema empie-za así—traduciré mala y rápidamente los versos al español, y di-cen así:

Tigre, tigre ardiente
que resplandeces en las selvas de la noche
¿Qué mano inmortal o qué ojo
pudo forjar tu terrible simetría?

Y luego él se pregunta cómo fue formado el tigre, en qué yunque, por medio de qué martillos, y luego llega a la pregunta capital del poema, y dice:

Cuando los hombres arrojaron sus lanzas,
y mojaron la tierra con sus lágrimas,
¿Aquel que te hizo sonrió?
¿Aquel que hizo al cordero te hizo?

Es decir: ¿Cómo Dios —omnipotente y misericordioso— pudo crear al tigre y al cordero que sería devorado por el tigre? Los versos son aquí:

Tyger! Tyger! Burning bright
In tbe forests of the nigbt,
What inmortal hand or eye,
Dare frame thy fearful symmetry?

Y luego "Did he smile his work to see?" "He" es Dios, na-turalmente. Es decir, Blake está absorto ante el tigre, símbolo y emblema del Mal. Y podemos decir que todo el resto de la obra de Blake está dedicada a contestar esta pregunta. Desde luego, esta pregunta había preocupado a muchos pensadores. Tenemos en el siglo XVIII a Leibniz. Leibniz dijo que vivíamos en el me-jor de los mundos posibles, inventó una alegoría para justificar esta afirmación. Leibniz imagina el mundo —no el mundo real, sino el mundo posible— como una pirámide, una pirámide que tiene cúspide pero no tiene base. Es decir, una pirámide que se prolonga infinitamente, indefinidamente, hacia abajo. Y en esa pirámide hay muchos pisos. Y Leibniz imagina a un hombre que vive toda su vida en uno de esos pisos. Luego su alma vuelve a reencarnarse en el piso superior, y así durante un número inde-finido de veces. Y finalmente llega al último piso, la cúspide de la pirámide, y cree estar en el Paraíso. Y luego —porque él re-cuerda sus vidas anteriores—, y luego los habitantes de ese últi-mo piso le recuerdan, le informan que está en la Tierra. Es decir, estamos en el mejor de los mundos posibles. Y para burlarse de esa doctrina alguien, creo que fue Voltaire, la llamó "optimismo" y escribió el Cándido, en el cual quiso demostrar que en este "mejor de los mundos posibles" existen sin embargo las enfer-medades, la muerte, el terremoto de Lisboa, la diferencia de vi-da entre los pobres y los ricos. Y esto alguien, un poco en bro-ma también, lo llamó "pesimismo". De suerte que las palabras "optimismo" y "pesimismo" que usamos ahora —decimos que una persona es optimista para decir que está de buen humor o que tiende a ver el lado bueno de las cosas— fueron inventadas en broma para herir de un lado la doctrina de Leibniz, optimis-ta, y las ideas de Swift o de Voltaire, pesimistas, que insistían en que el cristianismo había dicho que este mundo era un valle de lágrimas, en la amargura de nuestras vidas.
Estos argumentos se utilizaron para justificar el mal, para justificar la crueldad, la envidia o un dolor de muelas, digamos. Se dijo que en un cuadro no sólo puede haber colores hermosos y resplandecientes sino que tiene que haber también otros, o también se dijo que la música necesitaba a veces de discordes. Y este Leibniz, a quien le gustaban las ilustraciones ingeniosas pe-ro falsas llegó a imaginar dos bibliotecas. Una consta de mil ejemplares, digamos, de la Eneida, considerada una obra perfec-ta. En la otra biblioteca hay un solo ejemplar de la Eneida y hay novecientos noventa y nueve libros muy inferiores. Y luego Leibniz se pregunta cuál de las dos bibliotecas es mejor, y llega a la conclusión evidente de que la segunda, hecha de mil libros de muy diversa calidad, es superior a la primera, que consta de mil repetidos y monótonos ejemplares de un solo libro perfecto. Y Víctor Hugo diría más tarde que el mundo tenía que ser im-perfecto, porque si hubiera sido perfecto se hubiera confundido con Dios, la luz se hubiera perdido en la luz.
Pero estos ejemplos son, me parece, falsos. Porque una cosa es que en un cuadro haya regiones oscuras o que en una biblio-teca haya libros imperfectos, y otra cosa es que un alma de un hombre tenga que ser uno de esos libros o uno de esos colores. Y Blake sintió este problema. Blake quería creer en un Dios to-dopoderoso y benévolo, y al mismo tiempo sentía que en este mundo, en un solo día de nuestra vida, hay hechos que hubiéra-mos querido que ocurrieran de otro modo. Y entonces, acaso por influencia de Swedenborg, o acaso por otras influencias, lle-ga a una solución. Habían llegado a esa solución los gnósticos, pensadores de los primeros siglos de la era cristiana. Y según la exposición de sus sistemas que da Ireneo,  habían imaginado un primer Dios. Ese Dios es perfecto, inmutable, y ese Dios emana siete dioses, y esos siete dioses, que corresponden a los siete pla-netas —el sol y la luna se consideraban como planetas en aque-lla época—, dejan emanar de sí otros siete dioses. Y así se forma una especie de alta torre de 365 pisos. Esto corresponde a un concepto cronológico, a los días del año, pero cada vez, cada uno de esos cónclaves de dioses es menos divino que el anterior, y ya en el último la fracción de divinidad tiende a cero. Y es el dios del piso inferior al piso 365 el que crea la Tierra. Y por eso hay tanta imperfección en la Tierra, porque ha sido creada por un dios que es el reflejo del reflejo del reflejo del reflejo, etc., de otros dioses más altos.
Ahora, Blake, a lo largo de su obra, distingue al dios Crea-dor, que sería el Jehová del Antiguo Testamento —aquel que aparece en los primeros capítulos del Pentateuco, en el Géne-sis—, de un dios mucho más alto. Entonces, según Blake, ten-dríamos a la tierra creada por un dios inferior y ese dios es el que impone los diez mandamientos, la ley moral, y luego un dios muy superior que envía a Jesucristo para redimirnos. Es decir, Blake establece una oposición entre el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento, de modo que para Blake el dios creador del mundo sería el que impone las leyes morales, es decir las restric-ciones, el no harás tal cosa, el no harás tal otra. Y luego Cristo viene a salvarnos de esas leyes.
Esto, históricamente, no es cierto, pero Blake declaró que así se lo habían revelado los ángeles y los demonios en revelaciones especiales. Porque él dijo que había conversado muchas veces con ellos como lo había hecho el sueco Emmanuel Swedenborg, que murió en Londres también y que también solía conversar con los demonios y con los ángeles. Ahora, Blake llega a la teo-ría de que este mundo, obra del dios inferior, es un mundo alu-cinatorio, y que estamos engañados por nuestros sentidos. Ya antes se había dicho que nuestros sentidos son instrumentos im-perfectos. Por ejemplo, ya Berkeley había hecho notar que si no-sotros vemos un objeto distante, lo vemos muy chico. Podemos tapar con nuestra mano una torre o la luna. Y tampoco vemos lo infinitamente pequeño, ni oímos lo que se dice lejos. Podríamos agregar que si yo toco esta mesa, por ejemplo, yo la siento como lisa, pero que bastaría un microscopio para demostrarme que es-ta mesa es rugosa, despareja, que consta en realidad de una serie de cordilleras y, según la ciencia constata, de un juego de átomos, de electrones.
Pero Blake fue más lejos. Blake creyó que los sentidos nos engañaban. Hay un verso de un poeta inglés que murió durante la Primera Guerra Mundial, Brooke,  donde está cifrada esta idea de un modo muy hermoso y que puede ayudar a que uste-des la fijen en su memoria. Dice que cuando hayamos dejado atrás el cuerpo, cuando seamos puro espíritu, entonces tocaría-mos, ya que no tendremos manos para tocar, y veríamos, no ya cegados por nuestros ojos: "And touch who have no longer hands to feel / And see no longer blinded by our eyes".  Y dijo Blake que si se purificaran las "puertas de la percepción" —este nombre ha sido utilizado por Huxley  en un libro sobre la mes-calina  publicado hace poco— veríamos todas las cosas como son, infinitas.  Es decir, ahora estamos viviendo en una especie de sueño, de alucinación que nos ha sido impuesta por Jehová, por el dios inferior creador de la Tierra, y Blake se preguntó si lo que nosotros vemos como pájaros, un pájaro que raya el aire con su vuelo, no es realmente un universo de delicia vedado por nuestros cinco sentidos. Ahora, Blake escribe contra Platón, pe-ro sin embargo Blake es profundamente platónico, ya que Blake cree que el verdadero Universo está en nosotros. Ustedes habrán leído que Platón dijo que aprender es recordar, que nosotros ya sabemos todo. Y Bacon agregó que ignorar es haber olvidado, lo que viene a ser el anverso de la doctrina platónica.
De modo que para Blake hay dos mundos. Uno, el eterno, el Paraíso, que es el mundo de la imaginación creadora. El otro es un mundo en el cual vivimos engañados por las alucinaciones que nos imponen los cinco sentidos. Y Blake llama al Universo "the vegetable universe", el universo vegetal. Y aquí ya vemos la vasta diferencia entre Blake y los románticos, porque los román-ticos tenían un sentido reverencial del Universo. Wordsworth, en un poema, habla de una divinidad "whose dwelling is the light of the setting suns, the round ocean and the living air", de "una divinidad cuya morada es la luz de los soles ponientes y el redondo océano y el aire viviente".  En cambio, todo esto era aborrecible para Blake. Blake decía que si él miraba la salida del sol lo que veía realmente era una especie de libra esterlina que va elevándose en el cielo. Pero en cambio, si él veía o si él pensaba en la aurora con sus ojos espirituales, entonces veía huestes, nu-merosas huestes luminosas de ángeles. Y dijo que el espectáculo de la naturaleza apaga toda la inspiración en él. Un pintor con-temporáneo, Reynolds, había dicho que el dibujante y el pintor debían empezar copiando modelos, y esto indignó a Blake. Por-que Blake creía que llevábamos el Universo en nosotros. Dice: "Para Reynolds el mundo es un desierto, un desierto que debe ser sembrado por la observación. Pero para mí no. Para mí, en mi mente ya está el Universo, y lo que veo es muy pálido y muy pobre comparado con el mundo de mi imaginación".
Ahora vamos a volver a Swedenborg y a Cristo, porque eso es importante para el pensamiento de Blake. En general se había creído que el hombre, para salvarse, debe salvarse éticamente, es decir que si un hombre es justo, si un hombre perdona y ama a sus enemigos, si no obra mal, ese hombre ya está salvado. Pero Swedenborg da otro paso. Dice que el hombre no se salva por su conducta, que el deber de todo hombre es cultivar en sí mismo su inteligencia. Y hay un ejemplo que da Swedenborg de esto. Él se imagina a un pobre hombre. Este pobre hombre cifra todos sus deseos en llegar al Cielo. Entonces se retira del mundo, se re-tira a un desierto, a la Tebaida digamos, y vive sin cometer nin-gún pecado y al mismo tiempo lleva mentalmente una vida po-bre. La vida típica de los cenobitas, de los ascetas. Luego, al ca-bo de los años, este hombre muere y llega al Cielo. Ahora, cuan-do llega al Cielo, el Cielo es mucho más complejo que la Tierra. Hay una tendencia en general a imaginarse el Cielo como incor-póreo. En cambio, este místico sueco vio al Cielo como mucho más concreto, mucho más complejo, mucho más rico que la Tie-rra. Dijo, por ejemplo, que aquí tenemos los colores del arco iris y los matices de esos colores, y que en el Cielo, en cambio, ve-remos un número acaso infinito de colores, de colores que no podemos imaginarnos. En cuanto a las formas, también. Es de-cir, una ciudad en el Cielo será mucho más compleja que una ciudad en la Tierra, nuestros cuerpos serán más complejos, los muebles serán más complejos y el pensamiento también.
Entonces el pobre santo llega al Cielo, en el Cielo hay ánge-les que hablan de teología, hay iglesias —el Cielo de Sweden-borg es un Cielo teológico—. Y el pobre hombre quiere partici-par en las conversaciones de los ángeles, pero naturalmente está perdido. Es como un palurdo, como un campesino que llega a una ciudad y está mareado por ella. Al principio, él trata de con-fortarse pensando que está en el Cielo, pero luego ese Cielo lo aturde, le da vértigo. Entonces él conversa con los ángeles y les pregunta qué debe hacer. Los ángeles le dicen que dedicándose a la pura virtud ha malgastado su época de aprendizaje en la Tie-rra, y finalmente Dios encuentra una solución, una solución un poco triste pero que es la única. Enviarlo al Infierno sería terri-blemente injusto, ese hombre no podría vivir entre demonios. Tampoco tiene por qué sufrir los tormentos de la envidia, del odio, del fuego en el Infierno. Y dejarlo en el Cielo es condenar-lo al vértigo, a la incomprensión de este mundo mucho más complejo. Y entonces en el espacio buscan un lugar para él, y en-cuentran un lugar para él y ahí le permiten proyectar otra vez el mundo del desierto, de la ermita, la palmera, la cueva. Y ahora ese hombre está ahí, está como estuvo en la Tierra pero más des-dichado, porque sabe que esa morada es su morada eterna, es la única morada posible para él.
Blake toma esa idea y dice directamente: "Despojaos de la santidad y revestíos de la inteligencia". Y luego: "El imbécil no entrará en el Cielo por santo que sea". Es decir, Blake tiene tam-bién para el hombre una salvación intelectual. Tenemos el deber no sólo de ser justos sino también de ser inteligentes. Ahora, hasta aquí ya había llegado Swedenborg, pero Blake va más le-jos. Porque Swedenborg era un hombre de ciencia, un visionario y un teólogo, etc. No tenía mayor sentimiento estético. En cam-bio Blake tenía un fuerte sentimiento estético, y entonces dijo que la salvación del hombre tenía que ser triple. Tenía que sal-varse por la virtud —es decir, Blake condena, digamos, la cruel-dad, la maldad, la envidia—, tenía que salvarse por la inteligen-cia —el hombre debe tratar de comprender el mundo, debe edu-carse intelectualmente— y tenía que salvarse también por la be-lleza —es decir, por el ejercicio del arte—. Blake predicó que la idea del arte es el patrimonio de unos pocos que deben ser de un modo u otro artistas. Ahora, como él quiere vincular su doctri-na a la de Jesucristo, dice que Cristo fue un artista también, ya que el pensamiento de Cristo no se expresa nunca —esto Milton no lo entendió— en forma abstracta, sino que se expresa a sí mismo por parábolas, es decir por poemas. Cristo dice, por ejemplo: "Yo no he venido a traer la paz sino...", y el entendi-miento abstracto esperaría: "Yo no he venido a traer la paz, sino la guerra" Pero Cristo, que es un poeta, dice: "Yo no he venido a traer la paz, sino una espada" Cuando están por lapidar a una mujer adúltera él no dice que esa ley es injusta, él escribe unas palabras en la arena. Él escribe unas palabras, sin duda la ley que condenaba a la mujer pecadora. Luego las borra con el codo, an-ticipándose a aquello de que "La letra mata y el espíritu vivifi-ca". Y dice: "El que esté sin culpa que arroje la primera piedra". Es decir, usa siempre ejemplos concretos, es decir, ejemplos poé-ticos.
Ahora, según Blake, Cristo no obró de ese modo, no habló de ese modo para expresar las cosas de un modo más vívido, si-no porque él pensaba naturalmente en imágenes, en metáforas y en parábolas. No dijo, por ejemplo, que dadas sus tentaciones es difícil que un rico llegue al reino de los cielos. Dijo que era más fácil que un camello atravesara el ojo de una aguja a que un rico entrara en el Cielo. Es decir, usó la hipérbole. Todo esto para Blake es muy importante.
Blake cree asimismo —y en esto prefigura buena parte del psicoanálisis actual— que no debemos ahogar nuestros impul-sos. Dice, por ejemplo, que un hombre injuriado tiene ganas de vengarse, que lo natural es desear venganza, y que si un hombre no se venga ese deseo de venganza queda en el fondo de su alma, corrompiéndolo. Por eso en su obra más característica —que creo que ha sido traducida al español, no recuerdo si por Alber-ti o por Neruda—, las Bodas del Cielo y del Infierno,  hay pro-verbios del Infierno. Salvo que para Blake lo que los teólogos comunes llaman Infierno es realmente el Cielo, y ahí leemos por ejemplo: "El gusano partido en dos perdona al arado", "The cut worm forgives the plow".  ¿Qué otra cosa puede hacer el gusa-no? Y dice también que una misma ley para el león —que es to-do fuerza, ímpetu— y para el buey es una injusticia. O sea que se adelanta también a las doctrinas de Nietszche, muy posterio-res.
Al fin de su vida Blake parece arrepentirse de esto ya que predica el amor y la compasión, y ya menciona más el nombre de Cristo. Esta obra, Bodas del Cielo y el Infierno, es una obra curiosa ya que está escrita parcialmente en verso y parcialmente en prosa. Y hay una serie de proverbios en que está cifrada su fi-losofía. Luego hay otros libros que se llaman "libros proféti-cos",  y éstos son de muy difícil lectura, pero de pronto encon-tramos pasajes de extraordinaria belleza. Hay, por ejemplo, una diosa que se llama Oothoon, y esa diosa está enamorada de un hombre. Y esa diosa caza para el hombre mujeres que le entre-ga, y las caza con trampas de diamante y de acero. Tenemos en-tonces estos versos: "But nets of steel and traps of diamond will Oothoon spread, and catch for thee..." —es decir, "Pero Oot-hoon tenderá para ti redes de hierro y trampas de diamante, y cazará para ti muchachas de suave plata y de furioso oro"— "...girls of mild silver and furious gold".  Y luego habla de las venturas, de las dichas corporales, porque para Blake esas dichas no eran pecados como para los cristianos en general y para los puritanos en particular.
La obra de Blake fue olvidada por sus contemporáneos. De Quincey, en los catorce volúmenes de su obra, se refiere una so-la vez a él y lo llama "el grabador loco William Blake". Pero lue-go Blake ejerce una influencia poderosa sobre Bernard Shaw. Hay un acto, el acto del sueño de John Tanner en Hombre y Su-perhombre,  de Bernard Shaw, que viene a ser una exposición dramática de las doctrinas de Swedenborg y de Blake. Y actual-mente se lo considera a Blake como uno de los clásicos ingleses. Además, la misma complejidad de su obra se ha prestado a mu-chas interpretaciones. Hay un libro, que yo he encargado y que no he recibido aún, y es un diccionario de Blake.  Es decir, un libro en que están tratados, por orden alfabético, todos los dio-ses y todas las divinidades de Blake. Algunos simbolizan el tiem-po, otros el espacio, otros el deseo, otros las leyes morales. Y se ha tratado de reconciliar las contradicciones de Blake, que no fue ni del todo un visionario —es decir del todo un poeta, del todo un hombre que piensa por medio de imágenes, esto hubiera fa-cilitado su obra— sino también un pensador. De modo que en su obra hay como una suerte de vaivén cómodo entre las imáge-nes —que suelen ser espléndidas, como esta que he dicho de "muchachas de suave plata y de furioso oro"— y largas estrofas abstractas. Además, la música de sus versos es a veces áspera, y esto es curioso porque Blake empezó usando las formas tradi-cionales y un lenguaje muy simple, un lenguaje casi infantil. Y luego llega al final al verso libre. En él se nota una idea antigua de los marineros: el que un hombre y una mujer pueden llegar a perder su humanidad. También apunta por ahí la idea de una vie-ja superstición marina: el marinero que mata a un albatros y por eso se condena a una eterna penitencia. Lo que vemos en estas creencias de Blake es su concepción: los hechos breves que pro-ducen consecuencias terribles. Y así lo dice: "El que atormenta a la oruga ve a lo terrible y misterioso, baja a un laberinto de no-che infinita y es condenado a tormento infinito".
Blake, como escritor, está solo en la literatura inglesa de su tiempo. No puede encuadrárselo en el Romanticismo ni en el Pseudoclasicismo; escapa, no puede estar en corrientes. Blake es-tá solo en la literatura inglesa de su tiempo, y en la europea tam-bién. Y a esto quiero recordar una frase probablemente conoci-da, que es aquella "cada inglés es una isla", que puede aplicarse muy bien a Blake.

sábado, 19 de noviembre de 2016

BORGES PROFESOR. Curso de literatura ingles en la Universidad de Buenos Aires.


 Viernes 18 de noviembre de 1966. Clase Nº 14

Últimos años de Coleridge.                                                                          Coleridge comparado con Dante Alighieri.                                                       Poemas de Coleridge. "Kubla Khan”. El sueño de Coleridge.


Los últimos años de Coleridge transcurrieron en uno de los su-burbios de Londres. Era un lugar áspero y agreste. Allí se hos-pedaba en casa de unos amigos. Hacía tiempo que se había de-sentendido de su mujer e hijos, abandonándolos, y también se había separado del círculo de amigos que poseía. Se retiró de en-tre ellos y se trasladó a los suburbios. Así que también cambió su mundo. Vivió desde entonces en un mundo de absoluta acti-vidad mental, en el que se dedicó a la conversación, como hicie-ron otros que hemos visto ya. Pero Coleridge en ningún mo-mento quedó solo en su actividad: sus amigos y conocidos no dejaban de visitarlo.
Coleridge solía recibirlos y conversar con ellos largamente. Coleridge escribía en el jardín de la casa y conversaba, y estas conversaciones eran esencialmente monólogos. Por ejemplo, Emerson cuenta que fue a verlo y que Coleridge habló sobre el carácter esencialmente unitario de Dios. Que, al cabo de un tiempo, Emerson le dijo que él había creído siempre en la uni-dad fundamental de Dios. Él era un unitario —unitarian—. Co-leridge le dijo: "Sí, así me parecía" y siguió hablando, porque a él no le importaba el interlocutor.
Otra persona que fue a visitarlo fue el famoso historiador es-cocés Carlyle. Carlyle dice que desde la altura del Highgate do-minaba a Londres, desde arriba se veía el tumulto de la ciudad, el ruido y la muchedumbre de hombres de Londres. Tuvo la im-presión de que Coleridge estaba ahí arriba, clavado sobre el tu-multo humano y perdido en su propio pensamiento, en una suerte de ocio o laberinto, podríamos decir. Ya en aquellos años escribió muy poco, aunque anunciaba siempre la publicación de vastas obras de carácter enciclopédico, o de carácter psicológico también. Cuando Coleridge murió, en el año 1834, sus amigos tuvieron la impresión, sintieron que ya había muerto hacía mu-cho tiempo, y hay una página famosa del ensayista inglés Char-les Lamb, que había sido condiscípulo suyo, donde dice: "I grie-ved that I couldn't grieve", "Me entristeció no poder entristecer-me ", cuando supo de la muerte de Coleridge. Porque Coleridge se había convertido ya en una especie de fantasma estético para todos ellos. Pero dice que, a pesar de ello, todo lo que él ha es-crito, todo lo que él escribía y todo lo que él escribiría después, él lo escribió para Coleridge. Y habla —como hablaron todos sus interlocutores— de la espléndida conversación de Coleridge. Dice que sus palabras eran la música misma del pensamiento, "the very music of thought" y el pensamiento de Coleridge te-nía algo esencialmente musical. A Coleridge la gente dejaba de pensarlo en cuanto lo había comprendido. Por eso no tuvo ami-gos en aquellos días. Es decir, muchos seguían queriéndolo, lo hospedaban en sus casas, le pasaban caridades anónimas como hizo De Quincey. Todo esto lo aceptaba Coleridge como algo natural. No sentía gratitud o una curiosidad especial por esos re-galos de sus amigos. Vivió para el pensamiento y en el pensa-miento esencialmente. En cuanto a la poesía contemporánea, es-to lo interesaba muy poco. Le mostraron algunas composiciones de Tennyson, el joven poeta Tennyson, también eminente por la musicalidad de sus versos. Coleridge dijo: "He seems not to ha-ve understood the essential nature of English verse", "Parece no haber comprendido la esencial naturaleza del verso inglés", jui-cio que es del todo injusto. Pero la verdad es que a Coleridge no le interesaban los otros. Tampoco le interesaba convencer al pú-blico o convencer al interlocutor. Sus conversaciones eran mo-nólogos, y él aceptaba la visita de extraños, y era porque esto le daba la oportunidad de conversar en voz alta. Dije en la clase an-terior que la obra poética de Coleridge, contada por páginas, es considerable. La edición de Oxford cuenta con unas trescientas o cuatrocientas páginas. Sin embargo, la de la benemérita colec-ción Everyman's Library,  que ustedes conocerán, la "Biblioteca de Cada Cual" —la palabra everyman, ése es el nombre de una pieza dramática de la Edad Media—, quizás es un libro de dos-cientas páginas. Se titula The Golden Book of Coleridge  "El li-bro de oro de Coleridge" es decir, es una antología de su obra poética. Sin embargo, podemos reducir éstas a cinco o seis com-posiciones, y empezaré por las menos importantes.
Hay una "Oda a Francia". Hay un poema curioso, nada más que curioso, titulado "El tiempo verdadero e imaginario",  cuyo tema es la diferencia entre los dos tiempos existentes: el tiempo abstracto, que es ese tal como pueden medirlo los relojes, y el esencial de la expresión, del temor, de la esperanza. Y luego hay un poema de interés principalmente autobiográfico, una "Ode on Dejection",  una "Oda sobre el abatimiento", en la cual, como en la "Oda sobre las intimaciones de la inmortalidad" de Words-worth, él habla sobre la diferencia entre el sentimiento de la vida que él tuvo cuando joven y el que tuvo después. Dijo que había contraído "the habit of despair", el hábito de la desesperación. 
Y una vez eliminados estos poemas llegamos a las tres com-posiciones esenciales de Coleridge, las que han hecho que algu-nos lo llamen el poeta más alto o uno de los poetas más altos de la literatura inglesa. Se ha publicado hace poco tiempo un libro de un autor cuyo nombre no recuerdo titulado The Crystal Do-me, "La cúpula de cristal".  Ese libro analiza las tres composicio-nes de Coleridge que trataremos hoy. Dice el autor que esas tres composiciones son una especie de Divina Comedia en miniatu-ra, ya que una se refiere esencialmente al Infierno, la otra al Pur-gatorio y la otra al Paraíso. Un hijo de Dante explicó  que la pri-mera parte se refiere al hombre como pecador, como culpable; la segunda al hombre como arrepentido, como penitente, y la terce-ra al justo o bienaventurado. Hablando de Coleridge parece na-tural incurrir en digresiones. Él hubiera hecho lo mismo. Yo quiero aprovechar esta ocasión para decir de paso que no tene-mos razón alguna para suponer que Dante, cuando compuso el Inferno, el Purgatorio y el Paradiso quiso expresar exactamente la forma en la cual él imaginaba estas regiones ultraterrenas. No hay razón alguna para suponerlo. El mismo Dante, en una carta al Can Grande de la Scala  dijo que su libro podía leerse de cua-tro modos, que había cuatro planos para el lector. Por eso me pa-rece justo lo que ha dicho Flaubert  diciendo que Dante al morir debe haberse asombrado al ver que el Infierno, el Purgatorio o el Paraíso —vamos a suponer que le tocó la última región— no co-rrespondía a su imaginación. Yo creo que Dante no creía, al es-cribir el poema, haber hecho otra cosa sino haber encontrado símbolos adecuados para expresar de un modo sensible los esta-dos de ánimo del pecador, del penitente y del justo. En cuanto a los tres poemas de Coleridge, ni siquiera sabemos si él pensó ex-presar en el primero el Infierno, en el segundo el Purgatorio y en el tercero el Paraíso, aunque no es imposible que lo haya sentido.
El primer poema, que correspondería al Infierno es "The Christabel". Él lo empezó en 1797, lo retomó unos diez o quin-ce años después, y finalmente lo abandonó porque no acertó con la conclusión. El argumento, por lo demás, era difícil, y si el poe-ma perdura —ustedes lo encontrarán en todas las antologías de la poesía inglesa—, si el poema "Christabel" perdura es por sus virtudes musicales, por un ambiente de magia, por un sentimien-to de terror que hay en él, más que por las vicisitudes del argu-mento. La historia ocurre en la Edad Media. Hay una muchacha, la heroína, Christabel, cuyo novio la ha dejado para ir a las Cru-zadas. Y ella sale del castillo de su padre y va a rezar por la se-guridad y por la vuelta de su amante. Y se encuentra con una da-ma muy hermosa y esa dama le dice que se llama Geraldine, y que es hija de un amigo del padre de Christabel, un amigo aho-ra enemistado con él. Le dice que ha sido raptada, que ha sido secuestrada por bandoleros, que ha conseguido evadirse y que por eso ahora está en el bosque. Christabel la lleva a su casa, la lleva a la capilla, quiere rezar y no puede. Finalmente las dos comparten la misma habitación, y durante la noche Christabel siente o ve algo que le revela que la dama que está con ella no es realmente hija de un antiguo amigo de su padre sino un espíritu demoníaco que ha tomado la apariencia de la hija. Ahí Coleridge no especifica cómo ella llega a esa convicción. Esto me recuerda lo que dijo Henry James a propósito de su famoso cuento —que ustedes conocerán, alguna versión cinematográfica quizás hayan visto— "Otra vuelta de tuerca".  Dijo James que no ha-bía que especificar el mal, que si en una obra literaria él especifi-caba el mal, si decía de un personaje que era un asesino, o un in-cestuoso, o un impío o lo que fuera, esto debilitaba la presencia del mal, que era mejor que el mal se sintiera como una atmósfe-ra sombría. Y eso es lo que ocurre en el poema "Christabel".
Al día siguiente Christabel quiere revelar a su padre lo que ha sentido, lo que ella sabe que es cierto, pero no puede hacerlo porque hay un encantamiento, un encantamiento diabólico que la detiene. El poema cesa ahí. El padre va a buscar a su antiguo amigo. Se ha conjeturado que el novio de Christabel vuelve de las Cruzadas y viene a ser el deus ex machina, el que resuelve la situación. Pero Coleridge no acertó nunca con el final, y el poe-ma —como he dicho— perdura por su música.
Llegamos ahora al más famoso de los poemas de Coleridge. Ese poema se titula "The Ancient Mariner". Ya el título es arcai-co. Lo natural hubiera sido titularlo "The Old Sailor". Y hay dos versiones del poema. Es una lástima que la primera versión no haya sido recogida por los editores o sólo se encuentre en traba-jos especiales, porque Coleridge, que conocía a fondo el inglés, resolvió escribir una balada en estilo arcaico, en un estilo más o menos contemporáneo al de Langland y de Chaucer, pero luego siguió y escribió de manera muy artificial. Ese idioma venía a ser como una barrera entre el lector contemporáneo y el texto, y así en las versiones que comúnmente se publican el idioma fue mo-dernizado, creo que con razón, por Coleridge. Coleridge le agregó además notas marginales escritas en una prosa exquisita, que vienen a ser como un comentario, pero como un comenta-rio no menos poético que el texto.  Este poema, a diferencia de otras obras de Coleridge, fue concluido por él.
Empieza describiendo un casamiento. Hay tres jóvenes que se dirigen a la iglesia a presenciar la ceremonia, y luego se en-cuentran con un viejo marinero. El poema empieza diciendo: "It is an ancient Mariner, / And he stoppeth one of three", "es un viejo marinero y detiene a uno de los tres". Y luego lo mira, lo toca con su mano, con su mano descarnada, pero más importan-te es la mirada del marinero, que tiene una fuerza hipnótica. El marinero habla y empieza diciendo: "There was a ship, there was a ship, said he", "Había una nave, había una nave, dijo".  Y luego obliga a uno de los huéspedes a que se siente en una pie-dra mientras él refiere su historia. Él dice que está condenado a errar de comarca en comarca, y está condenado a referir su his-toria, como cumpliendo así un castigo que le ha sido impuesto. El muchacho está desesperado, ve a la novia acompañada por los músicos que entra en la iglesia, oye la música pero "the mariner hath his will", "el marinero cumple con su voluntad", y refiere la historia, que ocurre naturalmente en la Edad Media.  Y empe-zamos con la nave, con una nave que parte, que se dirige al sur. Luego esa nave llega a tierras antárticas y está rodeada por tém-panos, por icebergs. Todo esto está escrito de un modo singular-mente vívido, cada estrofa es como un cuadro. La obra ha sido ilustrada. Por lo demás, en la Biblioteca Nacional hay un ejem-plar, por el famoso grabador francés Gustave Doré. Pero en es-tas ilustraciones de Doré, que son admirables, advertimos sin embargo una falta de armonía. Lo mismo ocurre con las ilustra-ciones de Doré a la Divina Comedia de Dante. Y es que cada una de las líneas de Dante, o cada una de las líneas de Coleridge, es una línea vívida. Y en cambio a Doré, como buen romántico, como buen contemporáneo de Hugo, le gustaba más lo báquico, lo indefinido, lo sombrío, lo misterioso. Ahora, el misterio, des-de luego, no está ausente de la obra de Coleridge, pero cada una de las estrofas es límpida, vívida y bien dibujada, a diferencia del claroscuro en que se complacería después el ilustrador.
El barco está rodeado por témpanos de hielo y luego apare-ce un albatros. Ese albatros se hace amigo de los marineros, le dan de comer en la mano, y luego sopla un viento hacia el norte y la nave puede abrirse camino. Y el albatros los acompaña y lle-gan así, digamos, al Ecuador, más o menos. Y cuando el narra-dor llega a este punto no puede continuar. El muchacho le dice: "Que Dios te salve de los demonios que te atormentan". Enton-ces el viejo marinero le dice: "With my cross-bow I shot the Al-batross", "Con mis arbaleses  maté al albatros".  Ahora, aquí tenemos una culpa, culpa que ha sido cometida con una especie de inocencia, el mismo marinero no sabe por qué lo ha hecho, pero desde ese momento dejan de soplar los vientos y entran en una vasta región de calma chicha. El barco queda detenido y to-dos los marineros le echan la culpa al narrador. Y entonces él tenía una cruz que pendía de su cuello, pero lo obligan; a usar col-gado el albatros. Sin duda Coleridge tenía una noción vaga del albatros, lo imaginaba más pequeño de lo que realmente es.
El barco está detenido, no llueve: "Water, water, every where and not a drop to drink",  "Agua, agua por todas partes y ni una gota para beber". Y todos van pereciendo de sed. Y luego ven un barco que se acerca, creen que ese barco puede salvarlos. Pero cuando está suficientemente cerca ven que ese barco es como un esqueleto de un barco. Y en ese barco hay dos personajes fantás-ticos, uno es la muerte y el otro que tiene algo así... viene a ser como una especie de ramera de pelo rojo.  Es "Death in Life", "la muerte en la vida" y las dos juegan a los dados por la vida de los navegantes del barco. Y la muerte gana siempre, salvo en el caso del narrador, que en ese caso gana la mujer de pelo rojo, "Death in Life". Ya no pueden hablar porque tienen la garganta reseca, pero el marinero siente la mirada de los otros y siente que todos lo consideran a él como culpable de su muerte, de ese ho-rror que los rodea, y ellos mueren. Él se siente su asesino. El bar-co, ese barco espectral, se aleja. Y entonces el mar se pudre y to-do el mar está lleno de serpientes. Esas serpientes nadan en el agua oscura y son rojas, y amarillas y azules. Y dice [el narra-dor]: "The very deep did rot", "el abismo estaba pudriéndose",  y él ve esas criaturas horribles, las serpientes, y de pronto él sien-te que hay una belleza en esos seres infernales. En cuanto él sien-te eso, cae el albatros de su cuello al mar y empieza a llover. Él bebe en la lluvia con todo su cuerpo, y así puede rezar y le reza a la virgen. Y luego habla del "gentle sleep that slid into my soul",  es decir el sueño que se deslizó, que resbaló en su alma. Y antes, para decir que la nave estaba quieta dice: "As idle as a painted ship upon a painted ocean",  "ociosa como una nave pintada en un pintado océano" Entonces llueve. El marinero siente que el mismo barco está bebiendo la lluvia, y cuando se despierta de ese sueño —ese sueño que ya significa un principio de salvación para él—, ve huestes de espíritus angélicos que en-tran en los cadáveres de sus compañeros y que lo ayudan a ma-niobrar la nave. Pero que no hablan, y así la nave va navegando hacia el norte y él vuelve a Inglaterra. Y vuelve a ver su aldea na-tal, la iglesia, la ermita, y sale un bote a recibirlo y él desembar-ca. Pero él sabe que está condenado a recorrer eternamente la tierra contando su historia, contándosela a cualquiera.
En esta balada, "The Ancient Mariner", se han visto dos in-fluencias. Una, la de una leyenda sobre un capitán inglés, un ca-pitán condenado a navegar eternamente, sin llegar nunca a la ori-lla, cerca del Cabo de Buena Esperanza, en Sudáfrica. Y luego la leyenda del Judío Errante. No sé si ustedes, al estudiar a Chau-cer, han leído el cuento del "Vendedor de indulgencias". Ahí aparece también un viejo que golpea la tierra con el bastón bus-cando la tumba,  y ese viejo puede ser también un reflejo del ju-dío errante, condenado también a recorrer la tierra hasta el día del Juicio Final. Y sin duda Coleridge conocía estas diversas le-yendas del holandés que inspiró un drama musical de Wagner,  el cuento del "Vendedor de indulgencias" de Chaucer y, natural-mente, la más famosa de todas, la historia del Judío Errante.
Y ahora llegamos a un poema no menos famoso de Cole-ridge llamado "Kubla Khan". Kublai Khan fue aquel emperador famoso que recibió en su corte al famoso viajero veneciano Mar-co Polo, que luego sería uno de quienes revelaron el Oriente al Occidente. Es muy curiosa la historia de la composición de este poema, que Coleridge no pudo completar y que apareció en las Lyrical Ballads que Wordsworth publicó en el año 1798. Hay un libro de un profesor norteamericano llamado Livingston Lowes sobre las fuentes de "Kubla Khan".  Se ha conservado la biblio-teca de Southey, un poeta laquista,  autor de una famosa biogra-fía de Nelson.  Y en esa biblioteca están los libros que Colerid-ge leyó por aquel entonces, y hay pasajes marcados por él. Y así Livingston Lowes ha llegado a la conclusión de que, aunque "Kubla Khan" es una de las composiciones más originales de la poesía inglesa, casi no hay una línea que no haya sido derivada de un libro. Es decir que, literalmente, hay centenares de fuentes de "Kubla Khan", aunque el poema es, lo repito, original e in-comparable asimismo.
Dice Coleridge que él estaba enfermo y que el médico le re-comendó una dosis de láudano, es decir de opio. Por lo demás, la costumbre de tomar opio era común en aquel tiempo. Citare-mos hoy, si puedo, quizá diga alguna palabra sobre un ilustre prosista poético de la época, discípulo de Coleridge, Thomas De Quincey, cuyas Confesiones de un opiófago inglés fueron par-cialmente vertidas al francés por Baudelaire bajo el título de Les Paradís Artificiels, "Los paraísos artificiales". Dice Coleridge que él vivía en una granja entonces, y que estaba leyendo un li-bro de Purchas,  escritor creo que del siglo XVI o XVII, y que ahí leyó un pasaje sobre el Emperador Kublai Khan, que es el Ku-bla Khan de su poema. El pasaje ha sido encontrado y es muy breve. Dice que el Emperador ordenó que talaran árboles en una región boscosa por la que corría un río, y que ahí él construyó un palacio o pabellón de caza, y que lo hizo rodear de altos mu-ros. Esto es lo que Coleridge leyó. Luego, siempre bajo las in-fluencias de las lecturas, y sin duda bajo la influencia del opio, Coleridge tuvo un sueño.
Ahora, ese sueño fue de carácter triste. Es decir, fue un sue-ño visual, porque él sueña, él vio la construcción del palacio del Emperador chino. Al mismo tiempo él oyó una música y él su-po, como sabemos las cosas en los sueños, intuitivamente, inex-plicablemente, que la música construía el palacio, que la música era el arquitecto del palacio. Hay, por lo demás, una tradición griega que dice que la ciudad de Tebas fue construida por una música. También esto no puede haberlo ignorado Coleridge, que pudo haber dicho, como Mallarmé,  "Yo he leído todos los li-bros". De modo que Coleridge, en el sueño, vio la construcción del palacio, oyó una música que no había oído nunca —y aquí viene lo extraordinario—, oyó una voz que decía un poema, un poema de algunos centenares de líneas. Luego se despertó, re-cordó el poema que había oído en sueños, la forma en que los versos le habían sido dados por el sueño —como le había ocurri-do antes, acaso, a su antepasado Caedmon, pastor anglosajón— y se sentó a escribir el poema.
Escribió unos setenta versos, y en eso vino a verlo un señor de la granja vecina de Porlock, un señor que ha sido maldecido por todos los amantes de la literatura inglesa. Ese señor le habló de temas rurales. La visita duró un par de horas, y cuando Cole-ridge logró liberarse de él y quiso retomar su tarea de escribir el poema que le había dado el sueño, comprobó que lo había olvi-dado. Ahora, durante mucho tiempo se creyó que Coleridge ha-bía empezado el poema, que no había sabido cómo concluirlo —como le ocurrió con "Christabel"— y que entonces inventó esta historia fantástica de un triple sueño arquitectónico, musi-cal y poético. Esto es lo que creyeron los contemporáneos de Coleridge. Coleridge muere en el año 1834, y unos diez o vein-te años después se publica una traducción, no sé si rusa o alema-na, de una historia universal, obra de un historiador persa. Es decir, un libro que Coleridge no pudo haber conocido. Y en esa historia leemos algo tan maravilloso como el poema. Leemos que el Emperador Kublai Khan había construido un palacio —que los siglos se encargarían de destruir—, y que lo había construido según un plano que le había sido revelado en un sue-ño. Aquí podríamos pensar en la filosofía de Whitehead,  que dice que el tiempo está lucrando continuamente cosas eternas, arquetipos platónicos. Entonces podemos pensar en una idea platónica, un palacio que quiere existir no sólo en la eternidad si-no en el tiempo y que entonces, por medio del sueño, es revela-do a un Emperador chino medieval y luego, siglos después, a un poeta romántico inglés de fines del siglo XVIII. El hecho, desde luego, es inusitado, y hasta podríamos imaginar una continua-ción del sueño: no sabemos qué otra forma buscará el palacio pa-ra existir plenamente, ya que como arquitectura ha desapareci-do, y poéticamente sólo existe un poema inconcluso. Quién sa-be cómo se definirá el palacio la tercera vez, si es que hay una tercera vez.
Y ahora veamos el poema. En el poema se habla de un río sa-grado, el río Alph. Esto puede corresponder al río Alfeo de la antigüedad clásica. Y empieza así:

In Xanadu did Kubla Khan
A stately pleasure-dome decree:
Where Alph, the sacred river, ran
Through caverns measureless to man
Down to a sunless sea

Y aquí tenemos la aliteración que ya había usado Coleridge en el "Ancient Mariner", cuando dice: "The furrow followed free; / We were the first that ever burst / Into that silent sea".  La "f" y después la "s". "En Xanadu —que puede ser un antiguo nombre de Pekín— Kubla Khan decretó, ordenó la construc-ción de un airoso pabellón de placer o pabellón de caza donde corría el Alph, el río sagrado, a través de cavernas que los hom-bres no pueden medir, hasta un mar sin sol, hasta un mar pro-fundo y subterráneo."
Luego, Coleridge se imagina una vasta caverna en la que se hunde ese río sagrado, y dice que en esa caverna hay bloques de hielo. Y entonces él comenta sobre lo curioso de ese jardín, ese jardín rodeado de verdes bosques, todo eso construido sobre un abismo. Ahora, por eso se ha dicho que ese poema corresponde al paraíso, ya que ésa puede ser una transposición de Dios cuya primera obra, según recuerda Francis Bacon, fue un jardín, el Paraíso. Entonces podemos pensar en el Universo construido sobre el vacío. Y Coleridge, en el poema, dice que el Emperador se inclinó sobre esa negra caverna de agua subterránea y que ahí oyó voces que profetizaban la guerra. Y luego el poema pasa de este sueño a otro. Dice Coleridge que él en el sueño recordó otro sueño. En ese sueño había una doncella abisinia en una montaña que cantaba acompañándose con un laúd. Él sabe que si pudiera recordar la música de esa doncella, él podría reconstruir el pala-cio. Dice entonces que todos lo mirarían con horror, todos com-prenderían que él había sido hechizado.
El poema concluye con estos enigmáticos cuatro versos que diré primeramente en español y luego en inglés: "Tejí a su alre-dedor un triple círculo, / y miradlo y contempladlo con horror sagrado, / porque él se ha alimentado de hidromiel, / y ha bebi-do la leche del Paraíso". 
"Weave a circle round him thrice, / And close your eyes"... No... "Tejed a su alrededor un triple círculo y cerrad vuestros ojos con horror sagrado". Nadie puede mirarlo a él. "And close your eyes with holy dread, / For he on honey-dew hath fed...", "Porque él se ha alimentado del rocío de la miel", "And drunk the milk of Paradise", "Y ha bebido la leche del Paraíso". Un poeta menor hubiera hablado quizá del "vino del Paraíso", que puede resultar terrible, pero no menos terrible es, como en este poema, hablar de la "leche del Paraíso".
Estos poemas, desde luego, no pueden leerse en traducción. En la traducción queda simplemente el argumento que les he re-ferido, pero ustedes pueden leerlos fácilmente en inglés, sobre todo el segundo, "Kubla Khan", cuya música no ha sido iguala-da después y que consta de unos setenta versos. No sabemos, no podemos siquiera imaginar una conclusión posible para este poema.
Quiero subrayar finalmente lo maravilloso, lo casi milagroso de que en la última década del razonable, del muy admirable si-glo XVIII se haya compuesto un poema totalmente mágico como éste, un poema que existe más allá de la razón y contra la razón por obra de la magia de la fábula y por la magia de su música.

BORGES PROFESOR. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires.


Miércoles 16 de noviembre de 1966.  Clase Nº 13

Vida de Samuel Taylor Coleridge. Un cuento de Henry James.                                         Coleridge y Macedonio Fernàndez comparados.                                        Coleridge y Shakespeare. In Cold Blood, de Truman Capote.


Una de las obras más importantes de un escritor —quizá la más importante de todas— es la imagen que deja de sí mismo a la me-moria de los hombres, más allá de las páginas escritas por él. Ahora bien, personalmente Wordsworth fue un poeta superior a Samuel Taylor Coleridge, de quien hoy hablaremos. Pero pensar en Wordsworth es pensar en un caballero inglés de la época vic-toriana, parecido a tantos otros. En cambio, pensar en Colerid-ge es pensar en un personaje de novela. Todo esto es interesante para el análisis crítico y para la imaginación, y así lo sintió el gran novelista americano Henry James. La vida de Coleridge fue un conjunto de fracasos, de frustraciones, de no cumplidas pro-mesas, de vacilaciones. Hay un cuento de Henry James titulado "La Fundación Coxon"  que le fue inspirado por la lectura de una de las primeras biografías de Coleridge. El protagonista de ese cuento es un hombre de genio, un conversador de genio, me-jor dicho, que pasa la vida en casa de sus amigos. Éstos esperan de él una gran obra. Saben que para ejecutar esa obra necesita tiempo y descanso. Y la heroína es una chica a quien la suerte le pone en las manos la elección del candidato para esa fundación, Coxon, dejada por una tía suya, Lady Coxon. Y la muchacha sa-crifica la posibilidad de su casamiento, sacrifica toda su vida pa-ra que la persona que reciba esa fundación sea el hombre de ge-nio. Éste acepta esa anualidad, que es considerable, y luego el au-tor nos deja entender —o lo declara, no recuerdo— que el gran hombre no escribe nada, apenas deja algunos borradores. Y lo mismo podríamos decir de Samuel Taylor Coleridge: fue el cen-tro de un círculo brillante, el de los llamados "poetas laquistas", porque vivían en las inmediaciones de los lagos. Fue amigo de Wordsworth, maestro de De Quincey. Fue amigo del poeta Ro-ben Southey,  que ha dejado entre sus muchas obras un poema llamado "A tale of Paraguay", "Un cuento del Paraguay" basa-do en los textos del jesuita Dobrizhoffer,  que fue misionero en el Paraguay. En este grupo se consideraba a Coleridge como maestro, se juzgaban personalmente inferiores a él. Sin embargo, la obra de Coleridge, que abarca muchos volúmenes, consta en realidad de unos pocos poemas —poemas inolvidables, eso sí— y de algunas páginas en prosa. Algunas están en la Biographia Literaria,  otras pertenecen a las conferencias que dictó sobre Shakespeare. Veamos en primer término la vida de Coleridge, y luego entraremos en el examen de su obra, no pocas veces inin-telegible, tediosa, plagiada también.
Coleridge nace en el año 1772, es decir dos años después del nacimiento de Wordsworth, que corresponde, según saben uste-des, al año 1770, muy fácilmente recordable. Digo esto ya que estamos en vísperas de examen. Y Coleridge muere el año 1834. Su padre es un pastor protestante del sur de Inglaterra. El reve-rendo Coleridge fue pastor de un pueblo de campo, e impresio-naba mucho a sus oyentes porque solía intercalar en sus sermo-nes lo que llamaba "the inmediate tongue to the Holy Ghost", la lengua inmediata al Espíritu Santo. Es decir, largos pasajes en he-breo que sus rústicos feligreses no comprendían, pero que vene-raban más por eso mismo. Cuando murió el padre de Coleridge, sus feligreses sintieron algún desprecio por su sucesor, porque éste no intercalaba pasajes inintelegibles en el idioma inmediato del Espíritu Santo.
Coleridge se educó en Christ Church, donde fue condiscípu-lo de Charles Lamb,  que ha dejado una suerte de retrato escrito de él. Luego se educó en la Universidad de Cambridge, donde conoció a Southey, con quien planeó una colonia socialista en una región remota y peligrosa de los Estados Unidos. Y luego, por una razón que nunca se ha explicado del todo, pero que es uno de esos misterios que son parte de la vida de Coleridge, Co-leridge se alistó en un regimiento de dragones. "Yo —diría Cole-ridge después—, el menos ecuestre de los hombres." No apren-dió nunca a andar a caballo. Al cabo de dos meses, uno de los oficiales lo encontró escribiendo versos griegos en una de las pa-redes del cuartel, versos en los que él expresaba su desesperación ante ese imposible destino de jinete que él había inexplicable-mente elegido. El oficial conversó con él, consiguió que lo die-ran de baja, y Coleridge regresó a Cambridge y planeó poco des-pués la fundación de un periódico que aparecería todas las sema-nas. Coleridge recorrió Inglaterra buscando suscriptores para esa publicación. Él mismo nos cuenta que llegó a Bristol, que conversó con un caballero, que este caballero le preguntó si ha-bía leído el diario, y él le contestó que no creía que entre los de-beres de un cristiano estuviera el de leer diarios, lo que causó al-guna hilaridad, porque todos sabían que el propósito de su viaje a Bristol era el de conseguir suscriptores para su periódico. Co-leridge, luego que lo invitaron a una conversación y le ofrecie-ron trabajo, tomó la extraña precaución de llenar la pipa con sal hasta la mitad y la otra mitad con tabaco. Pero a pesar de eso no estaba acostumbrado a fumar y se enfermó. Aquí tenemos uno de los episodios inexplicables en la vida de Coleridge, la ejecu-ción de actos absurdos.
Finalmente el periódico se publicó. Se llamaba The Watch -man, algo así como "el sereno" o "el vigilante" y constó en rea-lidad de una serie de sermones, más que noticias, y murió al ca-bo de un año. Coleridge colaboró además con Southey en un drama, The Fall of Robespierre, "La caída de Robespierre"  en otro sobre Juana de Arco, a la que hace hablar, por ejemplo, so-bre Leviatán, sobre magnetismo, temas que sin duda no figura-ron en las conversaciones de la santa, y mientras tanto puede de-cirse que no hizo otra cosa que conversar. Y escribió algunos poemas que ya examinaremos más adelante, que se titulan "El viejo marinero", "The Ancient Mariner"... Otro se titula "Christabel", y otro "Kubla Khan", el nombre de aquel empera-dor de la China que protegió a Marco Polo.
La conversación de Coleridge era una conversación muy cu-riosa. Dice De Quincey, que fue su discípulo y admirador, que cada vez que Coleridge conversaba era como si trazara en el ai-re un círculo. Es decir, iba apartándose del tema inicial y luego volvía a él, pero muy lentamente. La conversación de Coleridge podía durar dos o tres horas. Al cabo se descubría que, descri-biendo un círculo, había vuelto al punto de partida. Pero gene-ralmente los interlocutores habían durado menos en la conver-sación y se habían ido. De modo que la impresión que llevaban era la de una serie de digresiones inexplicables.
Sus amigos pensaron que una buena salida para el genio de Coleridge serían las conferencias. Efectivamente, se anunciaban las conferencias, había mucha gente que se suscribía para esa se-rie de conferencias. Generalmente cuando llegaba la fecha indi-cada Coleridge no aparecía, y cuando aparecía hablaba de cual-quier tema menos el tema prometido. Y hubo algunas veces en que habló de todo, y aun del tema de la conferencia. Pero estas ocasiones fueron raras.
Coleridge se casó bastante joven. Se cuenta que visitaba una casa en la que había tres hermanas. Él estaba enamorado de la se-gunda, pero pensó que si la segunda se casaba antes que la pri-mera, él pensó —según le dijo a De Quincey— que esto podía herir el orgullo sexual de la primera. Y entonces, por delicadeza, se casó con la primera, de la que no estaba enamorado. Y no es demasiado sorprendente saber que este matrimonio fracasó. Co-leridge se desentendió de su mujer y de sus hijos, y vivió después en casa de sus amigos. Sus amigos se consideraban honrados con estas visitas de Coleridge, honrados. Al principio se suponía que estas visitas durarían una semana, luego duraban un mes, y en al-gunos casos llegaron a durar años. Y Coleridge aceptaba esta hospitalidad con, no ingratitud, sino con una especie de distrac-ción, porque Coleridge fue el más distraído de los hombres.
Coleridge viajó a Alemania, y se dio cuenta de que no había visto nunca el mar, a pesar de que lo había descrito admirable-mente, inolvidablemente, en su poema "The Ancient Mariner". Pero el mar no lo impresionó. El mar de su imaginación era más vasto que el mar de la realidad. Luego, otro rasgo de Coleridge era el de anunciar obras ambiciosas; Historia de la filosofía, His-toria de la literatura inglesa, Historia de la literatura alemana. Y él escribía a sus amigos —que sabían que él mentía, y él sabía que ellos sabían también— que tal o cual obra estaba muy adelanta-da. Y sin embargo no había escrito una línea.
Entre las obras que ejecutó figura una traducción de la trilo-gía Wallenstein, de Schiller,  que según algunos jueces, algunos alemanes entre ellos, es superior al original. Uno de los temas que más han preocupado a la crítica es el de los plagios de Cole-ridge. En su Biographia Literaria, éste anuncia, por ejemplo, que va a dedicar el próximo capítulo a explicar la diferencia que exis-te entre la razón y el entendimiento, o entre la fantasía y la ima-ginación. Y luego el capítulo en el cual él traza esa diferencia im-portante resulta ser una traducción de Schelling  o de Kant, a quienes él admiraba. Se ha dicho que Coleridge se había com-prometido con la imprenta a entregar un capítulo, y que entregó un capítulo plagiado.  Ahora, lo más posible es que Coleridge se hubiera olvidado de que lo había traducido. Coleridge vivió una vida, digamos, casi puramente intelectual. El pensamiento le in-teresaba más que la escritura del pensamiento. Yo tuve un ami-go más o menos famoso, Macedonio Fernández, a quien le pasa-ba lo mismo. Recuerdo que Macedonio Fernández vivía mudán-dose de una pensión a otra, y que cada vez que se mudaba deja-ba en el cajón una serie de manuscritos. Yo le dije que por qué perdía así lo que había escrito, y Macedonio Fernández me con-testaba: "Pero, ¿vos crees que somos lo bastante ricos como pa-ra perder algo? Lo que se me ocurrió una vez volverá a ocurrír-seme, de manera que no pierdo nada". Quizá Coleridge pensaba lo mismo. Hay un artículo de Walter Pater,  uno de los prosis-tas más famosos de la literatura inglesa, que dice que Coleridge por lo que pensó, por lo que soñó, por lo que ejecutó y, más aún, por lo que dejó de ejecutar —"for what he failed to do"—, re-presenta el arquetipo, casi podríamos decir, del hombre román-tico. Más que Werther, más que Chateaubriand, más que ningún otro. Y la verdad es ésa, que hay algo en Coleridge que parece colmar la imaginación. Es la misma vida, que es de demoras, de promesas no cumplidas, de conversación brillante. Todo esto co-rresponde a un tipo humano.
Lo curioso es que la conversación de Coleridge ha sido reco-gida, como fue recogida la conversación de Johnson, pero cuan-do leemos las páginas de Boswell, esas páginas llenas de epigra-mas, de frases breves y agudas, comprendemos por qué Johnson fue tan admirado como conversador. En cambio, los volúmenes de Table Talk, de conversaciones de sobremesa de Coleridge, son raras veces admirables. Abundan en trivialidades también. Pero quizás en una conversación, más importante que lo que se dice es lo que el interlocutor siente como existiendo detrás de las palabras pronunciadas. Y sin duda había en la conversación de Coleridge una especie de magia que no estaba en las palabras si-no en lo que las palabras dejaban adivinar, en lo que se traslucía detrás de esas palabras.
Además, hay desde luego pasajes admirables en la prosa de Coleridge. Hay por ejemplo una teoría de los sueños. Decía Co-leridge que en los sueños estamos pensando, salvo que no pen-samos por medio de razonamientos, sino por medio de imáge-nes. Coleridge sufrió de pesadillas, y le llamó la atención el he-cho de que, aunque una pesadilla sea espantosa, a los pocos mi-nutos de haber despertado, el horror de la pesadilla ha desapare-cido. Y lo explicaba así: decía que en realidad —en la vigilia, quiero decir, porque las pesadillas para quien las sueña son rea-les—, en la vigilia un hombre ha podido enloquecerse por un fantasma falso, por el simulacro de un fantasma ejecutado por obra de una broma. En cambio, tenemos sueños horribles y cuando nos despertamos, aunque nos despertemos temblando, nos dejan tranquilos al cabo de unos cinco o diez minutos. Y Coleridge lo explicaba así: Coleridge decía que nuestros sueños, aún los más vividos, las pesadillas, corresponden a operaciones intelectuales. Es decir, un hombre está durmiendo, siente una opresión en el pecho y entonces, para explicarse esa opresión, sueña que se ha acostado un león sobre él. Luego, el horror de esa imagen lo despierta, pero todo esto ha correspondido a una operación intelectual. Así explicaba Coleridge las pesadillas, son razonamientos imperfectos, atroces, pero son obra de la imagi-nación, es decir, son operaciones intelectuales, y por eso no de-jan mayor huella en nosotros.
Y esto de los sueños es muy importante tratándose de Cole-ridge. En la clase pasada referí un sueño de Wordsworth. En la próxima hablaré del poema más famoso de Coleridge, "Kubla Khan", basado en un sueño. Y esto nos recordará el caso del pri-mer poeta de Inglaterra, Caedmon, que soñó un ángel que lo obliga a componer un poema sobre los primeros versículos del Génesis, sobre la fundación del mundo.
Luego, Coleridge es uno de los primeros que en Inglaterra respaldan el culto de Shakespeare. Dice George Moore, un escri-tor irlandés de principios de este siglo, que si en Inglaterra cesa-ra el culto de Jehová, sería reemplazado inmediatamente por el culto de Shakespeare. Y uno de quienes instauraron ese culto, junto con algunos pensadores alemanes, fue Coleridge. Y ha-blando de pensadores alemanes, el pensamiento de los filósofos alemanes era casi desconocido en Inglaterra. Inglaterra, a princi-pios del siglo XIX, había olvidado casi del todo su origen sajón. Y Coleridge estudió alemán, como lo estudiaría Carlyle, y re-cordó a los ingleses su vinculación con Alemania y con las na-ciones escandinavas. Esto había sido olvidado en Inglaterra. Pe-ro luego llegaron las Guerras Napoleónicas, los ingleses y los prusianos fueron hermanos de armas en la victoria de Waterloo contra Napoleón, y los ingleses sintieron esa antigua y olvidada fraternidad. Y los alemanes, por obra de Shakespeare, la sintie-ron también.
Entre las muchas páginas manuscritas que ha dejado Cole-ridge, hay muchas páginas escritas en alemán. Él vivió en Alema-nia también. En cambio, no logró nunca aprender el francés, a pesar de que más de la mitad del vocabulario inglés, casi las dos terceras partes, consta de palabras francesas. Y esas palabras son las que corresponden al intelecto, al pensamiento. Se cuenta que a Coleridge le pusieron en una mano un libro en francés y en la otra su traducción al inglés. Coleridge leyó la traducción inglesa y luego se volvió al texto francés y no pudo comprenderlo. Es decir, hubo una afinidad entre Coleridge y el pensamiento ale-mán, al tiempo que él se sentía muy lejos del pensamiento fran-cés. Coleridge dedicó parte de su vida a una reconciliación qui-zás imposible entre las doctrinas de la iglesia anglicana, "the Church of England", y la filosofía idealista de Kant, a quien ve-neraba. Es raro que a Coleridge le haya interesado más Kant que Berkeley,  ya que en el idealismo de Berkeley hubiera podido encontrar más fácilmente eso que él buscaba.
Y ahora llegamos al pensamiento de Coleridge sobre Shakes-peare. Coleridge había estudiado la filosofía de Spinoza. Ustedes recordarán que esa filosofía está basada en el panteísmo, es decir, en la idea de que sólo existe un ser real en el Universo, y ese ser es Dios. Nosotros somos atributos de Dios, adjetivos de Dios, momentos de Dios, pero no existimos realmente. Sólo existe Dios. Hay un verso de Amado Nervo.  En ese verso está expre-sada esta idea: "Dios sí existe. Nosotros somos los que no exis-timos". Y Coleridge hubiera estado plenamente de acuerdo con este verso de Amado Nervo. En la filosofía de Spinoza, como en la filosofía de Escoto Erígena, se habla de la naturaleza creadora y de la naturaleza ya creada, natura naturans y natura naturata. Y es sabido que Spinoza, para hablar de Dios, usa una palabra como sinónima de Dios: Deus sive natura, "Dios o la naturale-za", como si ambas palabras significaran la misma cosa. Salvo que Deus es la natura naturans, la fuerza, el ímpetu de la natu-raleza — the Life Force, diría Bernard Shaw. Y esto lo aplica Co-leridge a Shakespeare. Dice que Shakespeare fue como el Dios de Spinoza, una sustancia infinita capaz de asumir todas las formas. Y así, según Coleridge, Shakespeare se basó en la observación para la creación de su vasta obra. Shakespeare sacó todo de sí. 
En estos últimos años hemos tenido el caso de un novelista americano, Truman Capote, que supo que se había cometido un horrible asesinato en un estado mediterráneo de Estados Uni-dos. Habían entrado dos ladrones en casa de un señor para ro-barlo —se trataba del hombre más rico del pueblo—. Estos dos ladrones entraron en su casa, mataron al padre, a la mujer y a una hija suya.  El menor de los asesinos, de los ladrones, quiso ul-trajar a la hija del señor, pero el otro le hizo observar que ellos no podían dejar testigos con vida, y además que le parecía inmo-ral ultrajar a una mujer, y que tenían que atenerse a su plan pri-mitivo, que era el de matar a todos los testigos posibles. Luego, mataron a balazos a los tres,  fueron detenidos. Truman Capo-te, que hasta entonces había escrito páginas de prosa muy cuida-das —a la manera de Virginia Woolf, digamos—, se trasladó a ese pueblo perdido, obtuvo permiso para visitar periódicamente a los procesados, y para que éstos se hicieran amigos de él les con-tó hechos bochornosos de su propia vida. El proceso, gracias a la habilidad de los abogados, duró un par de años. El escritor vi-sitaba continuamente a los asesinos, les llevaba cigarrillos, se hi-zo amigo de ellos. Estuvo con ellos cuando los ejecutaron, vol-vió en seguida a su hotel y estuvo toda la noche llorando. Antes él había ejercitado su memoria en tomar notas, porque sabía que cuando a una persona le preguntan algo tiende a contestar de manera brillante, y él no quería eso, quería saber la verdad. Y luego publicó un libro, In Cold Blood, "A Sangre Fría", que ha sido traducido a muchos idiomas. Ahora bien, todo esto le hu-biera parecido absurdo a Coleridge, y al Shakespeare de Cole-ridge. Coleridge se imaginaba a Shakespeare como una sustancia infinita semejante al Dios de Spinoza. Es decir, Coleridge pensó que Shakespeare no había observado a los hombres, que no ha-bía condescendido a esa baja tarea de espionaje, o de periodismo. Shakespeare había pensado qué es un asesino, cómo un hombre puede llegar a ser un asesino, y así se imaginó a Macbeth. Y así como se imaginó a Macbeth, se imaginó a Lady Macbeth, a Dun-can, a las tres brujas, a las tres Parcas. Se había imaginado a Ro-meo, a Julieta, a Julio César, al Rey Lear, a Desdémona, al espec-tro de Banquo, a Hamlet, al espectro del padre de Hamlet, a Ofelia, a Polonio, a Rosencrantz, a Guildenstern, a todos ellos. Es decir, Shakespeare había sido cada uno de los personajes de su obra, aun los más efímeros. Y entre tantas personas, había sido también el actor, empresario y prestamista William Shakespeare. Recuerdo que Frank Harris proyectó y completó una biografía de Bernard Shaw, y le escribió a Shaw una carta pidiéndole da-tos sobre su vida íntima. Y Shaw le contestó que casi no tenía vi-da íntima, que él, como Shakespeare, era todas las cosas y todos los hombres. Y al mismo tiempo agregó: "Soy nada y soy nadie", "I have been all things and all men, and at the same time I'm no-body, I'm nothing".
Tenemos pues a Shakespeare equiparado a Dios por Cole-ridge, y Coleridge en una carta a uno de sus amigos confiesa que hay escenas en la obra de Shakespeare que le parecen injustifica-bles. Por ejemplo, le parece injustificable que en la tragedia King Lear le arranquen los ojos en el escenario a uno de los persona-jes. Pero agrega piadosamente, quizá con más piedad que con-vicción: "Yo muchas veces he querido encontrar errores en Sha-kespeare, y después he visto que en Shakespeare no hay errores, he visto que siempre tenía razón". Es decir, Coleridge fue un teólogo de Shakespeare, como los teólogos lo son de Dios, y co-mo lo sería después Víctor Hugo. Víctor Hugo cita algunas gro-serías, cita errores de Shakespeare, cita distracciones de Shakes-peare, y luego las justifica diciendo majestuosamente: "Shakes-peare está sujeto a ausencias en lo infinito". Y agrega después: "Tratándose de Shakespeare, admito todo como un animal". Y dice Groussac que este mismo exceso prueba la insinceridad de Hugo. No sabemos si esta insinceridad existió algunas veces en Coleridge o si él se la impuso.
Hoy hemos visto algo de la prosa de Coleridge. En la próxi-ma clase examinaremos, no todos los poemas de Coleridge, pe-ro sí —examinarlos todos sería imposible— sí los tres más im-portantes, los que corresponden, según un reciente crítico suyo, al Infierno, al Purgatorio, al Paraíso.

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