sábado, 28 de mayo de 2016

Miguel Ibáñez Aristondo. Literatura y evasión en la obra Dormir al sol de Adolfo Bioy Casares.


Literatura y evasión en la obra Dormir al sol de Adolfo Bioy Casares
Miguel Ibáñez Aristondo
Paris IV - Sorbonne


Resumen: Lucho Bordenave lleva una existencia insignificante y monótona en un barrio de Buenos Aires hasta que termina siendo internado en un Instituto frenopático. Dentro de sus muros consigue descubrir una verdad que amenaza su existencia y controla la apacible vida del barrio. La carta que Lucho escribe a un antiguo conocido es su última posibilidad de escapar, su narración supone una relación específica entre el sujeto y la verdad. Las posibilidades de análisis de este texto son múltiples, nuestra reflexión propone un camino que nos lleva a considerar el sujeto de la narración desde tres perspectivas: en primer lugar abordaremos la importancia del lugar de la narración como contexto que propicia un discurso preformativo que busca alterar el destino; en segundo lugar examinaremos la relación del sujeto de la narración desde dos espacios diferenciados, el ámbito domestico y el espacio científico; por último expondremos las diferentes facetas subjetivas del narrador más allá de su perfil de ciudadano prototipo domesticado por las diferentes presiones y condicionamientos que sugiere la novela.
Palabras clave: Bioy Casares, dualismo, biopoder, verdad, parresia, destino.
Un enunciado performativo lleva siempre implícito un “yo” que enuncia y un “ahora”. La historia que Lucho Bordenave cuenta se abre paso a partir de ese “yo” y de ese “ahora” que enuncia desde ese lugar, el frenopático, y desde un cuerpo que es la referencia física de ese yo que va a desparecer al final del relato. La huella que deja el sujeto físico desaparece en multitud de referentes una vez el mensaje llega a su destinatario.
La primera contingencia que va determinar la enunciación se nos presenta en la obra desde la primera línea: “Con ésta van tres veces que le escribo. Por si no me dejan concluir, puse la primera esquelita en un sitio que yo sé”. Esta irrupción del relato desplaza al lector y sitúa la escena en una culminación previa a la cual el lector no ha tenido acceso. El referente del primer deíctico es la carta que escribe esa primera persona que inicia el relato. Con él, el “yo” se inserta en el relato y, una vez escrito su final, desaparece la materialidad que posibilitó la escritura, para permitir que el mensaje llegue a su destino. El sujeto se diluye en su propio acto de escritura una vez que la obra no requiere de su presencia, posibilitando una autonomía de lo escrito que cobra vida con su desaparición.
Desde este principio, el relato arranca condicionado por la situación desesperada del narrador, el cual trata de justificarse y dotar de una difícil credibilidad a su carta : “Voy a contarle mi historia desde el principio y trataré de ser claro, porque necesito que usted me entienda y me crea”, escribe Lucho en el primer párrafo, para a continuación explicarle a Félix Ramos por qué le pide ayuda a él y no a alguien más cercano o a un abogado: “Si alega que no somos amigos le doy la razón, pero también le ruego que se ponga en mi lugar, por favor, y que me diga a quien podría mandarlo”.
Este inicio sitúa al narrador desde un principio en una continua justificación de su relato. La selección de una situación de emergencia en la enunciación, así como la de un destinatario que está al margen de la trama ofrece dos lecturas respecto a la manera de analizar los principios de autoridad que van a regir ese “yo” que suscribe la carta : la primera de índole puramente narrativo, a partir del cual la sumisión del narrador a esta circunstancia determinará la forma del relato, la segunda ofrece una estrategia adecuada para analizar dicho relato como una elaboración enunciativa de la exclusión, es decir, el relato de un porteño que escribe desde un Instituto frenopático para tratar de cambiar su destino. Para ello, el narrador trata de definir ese “yo” en un continuo proceso de justificación de normalidad. Eludiendo los elementos cruciales que definen ese sujeto que ya conoce la transformación final, el elemento fantástico. La dificultad de ser comprendido por su destinatario queda relegada en la narración a un después. Su primera intención es la de presentarse, la de definir ese “yo” desde unos parámetros asumibles por cualquier destinatario.
Esta primera contingencia limita las posibilidades de éxito de su mensaje al mismo tiempo que es la causa primera de la emergencia de ese “yo” en la narración. Un “yo” que trata de parecer convincente a ojos de un destinatario ajeno a la trama. La analepsis aparece como la única manera de empezar la historia, Lucho Bordenave comienza desde el momento en que era una persona normal y vivía con su mujer en su casa, dentro de un pasaje, en un barrio de Buenos Aires.
2. Sumisión al espacio domestico
La relación del narrador con lo diferentes personajes que aparecen dentro del ambiente familiar se estructura a partir de diferentes grados de sumisión por parte del personaje. El narrador se nos presenta como un ser dominado por su reducido entorno, en el que la mujer es la principal tirana de su voluntad:
EL carácter de mi señora es más bien difícil. Diana no perdona ningún olvido, ni siquiera lo entiende, y si caigo a casa con un regalo extraordinario me pregunta: “¿Para hacer perdonar qué?”. Es enteramente cavilosa y desconfiada. Cualquier buena noticia la entristece, porque da en suponer que para compensarla vendrá una mala.
Dentro del espacio domestico, Lucho aparece como un ser desplazado que asume resignado las reglas impuestas por su mujer. Las visitas se reducen al entorno familiar de Diana. “En casa, la familia es la de mi señora”, afirma en un momento del relato. Las visitas familiares son retratadas como pequeñas invasiones domesticas en las que Lucho cede sus pantuflas a la autoridad paterna de su mujer, su suegro Martín:
No bien llegó reclamó mis pantuflas de lana. No se las puedo negar, créame, porque se le volvieron una segunda naturaleza; pero cuando le veo con las pantuflas le tomo una rabia”
Durante toda esta parte del relato las dudas existenciales del narrador giran en torno al amor que siente por su mujer. Lucho trata de definir que es lo que ama realmente en su mujer. Diana aparece a ojos del narrador como un doble problema a resolver. Por un lado, Lucho busca un equilibrio entre la imagen autoritaria que ha interiorizado y la imagen material de Diana, su voluntad y su acción quedan supeditadas a ese equilibrio; por otro lado, aparece obsesionado con identificar de manera racional el objeto de su pasión, entre la idea y su materia, Lucho busca el punto intermedio con la misma meticulosidad con la que arregla sus relojes en el taller de casa. En un momento del relato Lucho expresa uno de los motivos más frecuentes que le llevan a una tristeza incomprendida:
(…) La veo a mi señora deprimida o alunada y, naturalmente, me entristezco. Al rato pregunta:
—¿Por qué estás triste ?
—Porque me pareció que no estabas contenta.
— Ya se me pasó.
—Ganas no me faltan de contestarle que a mí no, que no soy tan ágil, que yo no me mudo tan rápidamente de la tristeza a la alegría. A lo mejor creyendo ser cariñoso agrego: Si no querés entristecerme, no estés nunca triste. Viera como se enoja..
En el limitado mundo de Lucho, la experiencia con el otro se reduce al espacio que comparte con su mujer. Es a partir de ella que se constituye una ley domestica en la que el narrador participa como sujeto sometido. Lucho interioriza las reglas domesticas y las aplica, no siempre con acierto como vemos, ya que la imagen interiorizada y su referente externo no siempre coinciden. La queja de Lucho incide sobre esa diferencia, exige una correspondencia entre ambas actitudes para poder ver realizada su imagen autoritaria en el cuerpo de su mujer. Esta paradoja refleja una dialéctica limitada al espacio doméstico en el cual ambas imágenes conviven y procuran una estabilidad defectuosa que le permite evadir una responsabilidad mayor.
Para Lucho el espacio domestico es la última unidad de lugar a partir de la cual todo se concibe desde una lógica de subordinación del sujeto. A partir de este espacio los lugares se estructuran como una superposición de capas interpuestas entre sí. Esta clave de lectura en cuanto a la representación del lugar en el relato la da en un momento del relato Ceferina, la ama de casa de Lucho, “Los que vivimos en un pasaje tenemos la casa en una casa más grande”.
Esta estructuración del espacio, sugerida varias veces a lo largo del relato, es un mecanismo de acotación característico en las obras de Casares. En Dormir al sol supone una estratificación de diferentes unidades coercitivas que tienen su final en los extremos asociados a la soledad del personaje. Uno de los extremos es el lugar en el que la escritura tiene lugar, el frenopático, culmen definitivo de esa estratificación del poder en el que el personaje escribe con la certeza de estar en posesión de una verdad ajena a la vida del barrio. En el otro extremo, la última unidad domestica en la que Lucho adquiere una autonomía personal y se abstrae de las presiones domesticas es el taller de relojes. Ambos espacios se solapan en los extremos de esas dos delimitaciones espaciales en las que el sujeto vive sometido, fuera de los espacios científico y domestico, el narrador accede a un terreno de introspección y creación.
3. Espacio científico y prácticas coercitivas
Los dos lugares centrales en torno a los que se articula el poder la ciencia son el frenopático y la escuela de perros. EL frenopático es el lugar fundamental desde el cual el narrador escribe su mensaje de auxilio. La escuela de perros ejerce una función catalizadora que hace de vínculo entre ese lugar oscuro y hostil que es el frenopático y la vida del barrio. El personaje que hace de vínculo entre la escuela de perros y el espacio domestico es el profesor Standler, en la descripción inicial del narrador es presentado como un ser misterioso con un pasado oscuro:
En el pasaje corren sobre ese individuo los más variados rumores: que llegó como domador del Sarrasani, que fue un héroe en la última guerra, fabricante de jabones de grasa de no sé que osamenta, e indiscutido as del espionaje que transmitió por radio, desde una quinta, en Ramos, instrucciones de una flota de submarinos que preparaba la invasión del país.
En este cita se contraponen la naturaleza domesticadora de Standler, profesor en una escuela de perros, con un pasado que remite a leyendas de espionaje turbias de la segunda guerra mundial. Su descendencia alemana, así como “la fabricación de jabones de grasa de no sé que osamenta”, insinúan su pasado nazi, lo que acentúa su función de domesticación, control, así como de prácticas violentas al servicio del poder científico, el frenopático. Standler es el encargado de señalar quién debe ser internado en el frenopático, sugiere a Lucho que su mujer no está en sus cabales y gestiona el tránsito de cuerpos y almas desde su perrera. Su status de profesor legítima un saber intermedio entre los poderes científicos del frenopático y el ciudadano medio que sugiere la idea de adoctrinamiento. En la primera visita que Standler hace a la casa de Lucho su conversación acerca de la domesticación de perros embelesa a todos los asistentes, salvo a Lucho que observa resignado la fascinación que despierta el profesor.
El lugar en el que se llevan a cabo las prácticas científicas es el frenopático, presentado a lo largo del relato como un lugar inaccesible y misterioso. Esta idea de lugar cerrado la refiere el narrador repetidamente, en sus visitas rutinarias o en los paseos que da alrededor del Instituto tratando de observar lo que ocurre en el interior. Como sabemos, al final el narrador accede al interior y conoce la verdad. En el frenopático se recogen individuos que no están en sus cabales, no son aptos para la vida en sociedad, para darles un reposo. Para ello extraen sus almas y la alojan en el cuerpo de los perros. Esta práctica constituye la idea central del relato. El doctor Samaniego confiesa que la idea le vino en un sueño, trataba de concebir un estado de reposo ideal para el hombre, en su sueño imagina “un perro, durmiendo al sol, en una balsa que navega aguas abajo, por un río ancho y tranquilo”.
Esta idea, momento en el que aparece el título de la novela, sugiere una función benévola de la ciencia, un reposo conciliador para poder seguir luego la vida con tranquilidad. Curiosamente, esta imagen de reposo animal que remite a la pasividad del sujeto y su domesticación, asociada a las prácticas científicas, reproduce el esquema de institucionalización de la ciencia y poder coercitivo tal y como la entienden algunos filósofos de la ciencia como Paul Feyerabend [1]:
Estos juegos consisten en demostraciones científicas que ya forman parte fundamental de lo que nosotros, mirando hacia atrás, denominamos la “revolución científica”. Estos juegos están llenos de ideas profundas y se llevan a cabo con una elegancia y agilidades tales que las convierten en auténticas obras de arte. Y, sin embargo, parece que lo que las estimula es el deseo de dominar a los demás, no mediante la superioridad física o el temor, sino mediante el poder mucho más sutil de la verdad y sus funciones, a saber: la de satisfacer la curiosidad intelectual de los seguidores y así atarlos más estrechamente a uno mismo… Esta es la verdad: la investigación ha dejado de ser un proceso puramente contemplativo y se ha convertido en parte del mundo de las necesidades materiales, en algo que ejerce un poder nuevo sobre los hombres y crea relaciones totalmente nuevas entre ellos; pero en lugar de convertirse en un instrumento de liberación genera necesidades que son insaciables como las necesidades sexuales de un pervertido.
La ciencia al servicio del hombre o la ciencia como poder coercitivo es desde esta óptica uno de los núcleos centrales del relato. La inversión del sueño de superación del hombre en la que el sujeto moderno es dueño de su destino termina abocada a una forma animal, pasiva y domesticada por los poderes científicos. Dentro de ese espacio normativo, el narrador ocupa una plaza central a diferentes niveles que analizaremos en el siguiente punto.
4. El sueño cartesiano
El elemento fantástico es explicado en un momento del relato por el doctor Samaniego. Para ello el doctor alude al concepto de dualidad cartesiana, los cuerpos son materialidades transplantables e independientes del alma. Todo ello tiene su explicación en una conversación entre el Doctor Samaniego y Lucho Bordenave. El doctor le pregunta a Lucho que es lo que más quiere de su mujer, un momento antes el doctor le había dicho que su decisión final dependía de la respuesta que Lucho diera:
—La contestación no es fácil doctor. A veces me pregunto si yo no quería sobre todo su físico… pero eso era cuando no la habíamos internado. Ahora que usted me la devolvió tan cambiada, para qué le voy a negar, extraño el alma de antes.
Lucho, en tanto que protagonista pasivo y espectador resignado de su destino, declara extrañar el alma de antes, aquella que dirigía sus pasiones de manera caprichosa, en ese momento todavía ignora que es lo que ocurre en el hospital del Doctor Samaniego. La respuesta de Lucho parece dar pie al doctor a sincerarse con Lucho:
—¿Recuerda lo que decía Descartes? ¿No? Cómo se va a acordar si nunca lo ha leído. Descartes pensaba que el alma estaba en una glándula del cerebro.
—Dijo un nombre que sonó como pineral o mineral. Pregunté: - ¿El alma de mi señora?
Puso tanto fastidio en su respuesta, que me desorientó.
— El alma de cualquiera, mi buen señor. La suya, la mía…
Si bien la alusión del doctor a Descartes aparece más como una manera sarcástica de introducir el hecho fantástico que una cita erudita, no podemos olvidar que lo fantástico-absurdo es el elemento central que articula toda la historia y obliga a Lucho Bordenave a iniciar su carta de auxilio. Si dejamos por un momento de lado la dimensión absurda y poco creíble del hecho fantástico, la referencia a Descartes va más allá de un mero argumento de autoridad con visos paródicos. Una mirada retroactiva sobre el personaje desde el momento en el que el Doctor Samaniego se sincera nos invita a comprender el texto más allá del puro sarcasmo.
El texto de Descartes en el que aborda el tema de la glándula pineal es Le passions de l’âme. En su análisis de las pasiones Descartes responde a una preocupación de instituir una nueva ética alejada de los errores de los autores clásicos. Una ética que sea capaz de liberar al hombre de su servilismo a los sentidos, una herramienta útil para almas débiles para poder controlar las pasiones. Para ello procede a un análisis completo del cuerpo, esa res extensa en la cual se alojan algunas pasiones que son la causa de muchos de nuestros actos.
Para Descartes la acción y la pasión no dejan de ser siempre una misma cosa que tiene esos dos nombres. Estos nombres definen una dialéctica del cuerpo en el cual la voluntad queda supeditada a otra doble causalidad: actuando sobre el alma como la resolución mental, o actuando sobre el cuerpo, como la voluntad de llevar a cabo un acto. La voluntad es vista siempre por Descartes como el elemento independiente exclusivo al alma, el cual ordena a partir del entendimiento.
La primera elaboración del relato que hemos analizado hacía referencia al lugar de la enunciación. En ella hemos visto como el contexto de enunciación definía y limitaba las posibilidades del relato. La primera dificultad a la que tenía que enfrentarse el narrador era la de dar veracidad a su historia. El personaje comenzaba con una carta en primera persona en la que elude abordar la situación crítica para empezar a narrar la carta que será su última posibilidad de escapar.
En su historia, Lucho procede de manera deductiva para demostrar el hecho científico-fantástico. Nada le permite pensar que esté en posesión de una verdad asumible, su ejercicio narrativo es consciente de la dificultad que supone superar su experiencia personal y llevarla fuera de los muros del frenopático con éxito. Para ello, desde un principio opta por eludir todos los elementos dudosos de la historia, con el fin de encontrar aquello que no lo es. La consecuencia de ello es que todo lo que encuentra a su alrededor en el frenopático, en el momento de la enunciación, no le sirve para su demostración, con una sola excepción, el “yo” como sujeto pensante, o narrante.
Esa primera contingencia posibilita la voluntad del acto de escritura tal y como lo concibe su creador. En ella se inscribe ese “yo” primero que se diluye con la historia en varios referentes posibles. El narrador reconstruye ese espacio domestico en el cual ha interiorizado una serie de reglas incomodas impuestas por una voluntad ajena a él. Fuera de ese espacio de control domestico, tan sólo le queda el taller de relojes, ese lugar simbólico en el que el narrador es capaz de detener el tiempo de esos seres extraños para abstraerse de las voluntades ajenas. Espacio también para la creación personal, para someter el mundo a su voluntad. Al igual que el Dios relojero de Descartes, que pone en marcha los engranajes, las ruedas dentadas, la materia apropiada para que el universo se ponga en marcha de manera autónoma, con la sola transmisión del movimiento entre las piezas del mecanismo, el narrador posibilita ese relato con esa voluntad previa e inaccesible para su narratario, utilizando el lenguaje cartesiano, la sustancia del cuento sería divina.
En la carta XVI, en una especie de guiño al lector, Casares invita al lector a contraponer las dos naturalezas que conviven en el relato. La carta tiene lugar durante el internamiento de Diana. En su ausencia, Lucho Bordenave se confunde, o se deja llevar por las apariencias, pensando que Adriana María, la hermana de Diana, es realmente Diana:
(…) Ni uno mismo se entiende. Sabía que esa mujer no era mi señora, pero mientras no le viera la cara, me dejaba engañar por las apariencias. Probablemente usted pueda sacar de todo esto consecuencias bastante amargas acerca de lo que Diana es para mí. ¿No es más que su cabello, o menos todavía, la onda de su cabello sobre los hombros, y la forma del cuerpo y la manera de sentarse? Quisiera asegurarle que no es así, pero da trabajo poner en palabras un pensamiento confuso.
Usted dirá que Diana tiene razón, que la relojería es mi segunda naturaleza, que propendo a mirar de cerca los pormenores. Creo, sin embargo que la escena anterior, insignificante si la recuerdo por separado, junto al resto de sucesos que le refiero, adquiere sentido y sirve para entenderlos.
La imagen del relojero remite al creador y el reloj a la mecánica del texto, en este último pasaje la mujer de Lucho hace referencia a esa segunda naturaleza. El texto ofrece aquí otra representación del narrador.. A la dualidad personaje-narrador cabe añadir una tercera voz que aparece en el pasaje señalado, una última voz que evoca la figura del autor implícito aportando las claves que estructuran todo el relato: “la escena anterior, insignificante si la recuerdo por separado, junto al resto de sucesos que le refiero, adquiere sentido y sirve para entenderlos”.
Desde esa óptica, la percepción de Lucho se presenta como resultado de una microdistorsión narrativa que ofrece varios niveles de lectura. Nuestro narrador-personaje “propende a mirar de cerca los pormenores”. Obsérvese que dice mirar para luego introducir un “la escena anterior”. Aquí el narrador hace referencia más a los elementos de la composición que a los personajes que se insertan en el relato. Los personajes serían en esta perspectiva como el efecto de un borrado discontinuo, una masa “confusa” difícil de ”poner en palabras”, de racionalizar. Esa materia narrada reflejan los sentidos que operan dentro de ese universo creado por una voluntad perfecta, la del relojero. La “escena” referida invita a detenerse en un contenido difícil de referir de manera objetiva por el narrador en la que los personajes carecen de profundidad, son seres expuestos por una percepción errónea que se deja “engañar por las apariencias”. Esta percepción defectuosa del narrador se contrapone a una meticulosidad obsesiva a la hora de disponer los elementos del mecanismo que inventa.
Ambas percepciones pertenecen a la duda que articula la aparición del sujeto moderno, asociada tradicionalmente a Descartes. Este sujeto es el resultado de un cuestionamiento total del entorno, primera meditación, que desemboca en la conclusión final, la de su propia existencia, en la meditación segunda. Racionalizando el entorno a partir de ella, o de su dualidad (esa doble naturaleza), el personaje de la historia y el creador, el cuerpo y el alma en las meditaciones metafísicas: De manera que la “escena anterior, junto al resto de sucesos que le refiero, adquiere sentido y sirve para entenderlos”:
Et certes cette consideration me sert beaucoup, non seulement pour reconnoitre toutes les erreurs auquelles ma nature est sujette, mais aussi pour les éviter, ou pour les corriger plus facilement: car sachant que tous mes sens me signifient plus ordinairement le vray que le faux, touchant les choses qui regardent les commoditez ou incommoditez du corps, et pourtant presque toujours me servir de plusieurs d’entre eux pour examiner une même chose, et outre cela, pouvant user de ma memoire pour lier et joindre les connoissances presentes aux passés.
El esquema que sigue el narrador de la novela reproduce el mismo recorrido que las meditaciones metafísicas. El narrador, como en las meditaciones, invita a su destinatario a seguir el proceso deductivo, también en primera persona en las meditaciones, para poder entender bien su desenlace. En primer lugar el narrador presenta la dificultad de definir racionalmente el objeto de su pasión amorosa, de encontrar esa imagen unitaria entre la idea y su materialidad. Esta duda lo obsesiona, en una conversación con su amigo Aldini Lucho pregunta a su amigo:
— En Elvira ¿qué es lo que más querés?
— Tal vez uno quiera la idea que uno se hace.
— No te sigo. Confesé.
— Yo tengo la suerte de que Elvira no desmiente nunca esa idea.
Pensé un ratito y dije como si hablara solo: - Bueno. Si yo quiero al físico de Diana, quizá no sea menos Diana su físico, que Elvira la idea que te formas de ella. No hay que hurgar tan adentro.
Aldini respondió con naturalidad.
—Sos demasiado inteligente para mí.
Yo no creo que sea más inteligente que los demás, pero he pensado mucho sobre algunos temas.
Aldini se rinde al silogismo lógico de Lucho, que en su declaración final “he pensado mucho sobre algunos temas”, vuelve a incidir en esa doble naturaleza cartesiana sugerida por el autor implícito. En segundo lugar, para resolver la pregunta que propone Lucho, la historia ofrece la posibilidad fantástica de una dualidad cuyo nudo sería la famosa glándula pineal. En ese punto, la resolución cartesiana para superar la dificultad, el obstáculo epistemológico, entronca perfectamente con la concepción del relato fantástico que se inserta en un universo cotidiano y realista. En ese universo realista, el narrador trata de descubrir por sus propios medios la verdad, sin la injerencia de la tradición, simbolizada en la persona del Doctor Samaniego y en los poderes fácticos del Instituto frenopático. Lucho quiere conocer en todo momento la verdad, saber por qué Diana ya no es la misma después de la internación, las explicaciones del doctor no lo convencen:
— Para que salga de dudas, le voy a sugerir un expediente muy simple. Tómele todas las impresiones digitales que quiera. Después me dirá si es o no es la misma.
— Usted no me entiende. ¿Cómo se imagina que voy a ponerle los dedos a la miseria a la pobrecita?
— Entonces ¿Está convencido?
— Le digo la verdad: estoy convencido que es inútil hablar con usted. No tengo más remedio que hablar con ella. Voy a encontrar el modo de arrancarle la verdad.
La duda a la que hacer referencia el doctor y el problema que suscita recorre toda la novela y define la transversalidad del sujeto enunciador en todos sus planos: por un lado, la duda del personaje, Lucho Bordenave, que establece uno de los temas recurrentes en la obra de Casares, la imposibilidad del amor. Por otro lado, la duda del narrador, que ya conoce el desenlace y reconstruye el universo paso a paso, mecánicamente, para poder superar el estadio del relato realista e invitar a su destinatario a rehacer el camino de los “sucesos que le refiere” para entender mejor. Por último, el autor implícito, que remite a la figura del filósofo y traslada la duda a un lector que reconoce la metafísica implícita al sujeto polifónico que enuncia. Antes que su conceptualización, lo que el texto ofrece es una experimentación filosófica en clave literaria, la recreación de un sujeto literario cartesiano a través de la duda que persigue a un porteño medio arrastra consigo dos nociones claves para interpretar el texto: la primera es la posibilidad de la creación por parte de ese sujeto moderno de una visión que posibilita la expresión de una experiencia que difiere de la experiencia del resto de personajes del relato, la segunda, la relación de dicha experiencia con los mecanismos que desarrolla a lo largo el relato para posibilitar que dicha experiencia sea accesible más allá del contexto de enunciación, del lugar en el que Lucho escribe.
5. Dramatique de la vérité
El frenopático en tanto que lugar cerrado y hostil es al final el elemento que propicia la escritura. Lucho tiene acceso a esa verdad oculta que determina el transito de cuerpos y almas y ejerce un dominio sobre la vida del barrio. Para acceder a la verdad, dice Descartes, basta con que un sujeto sea capaz de ver lo evidente. Para Lucho, su acto de escritura está determinado por una experiencia personal que difícilmente puede ser compartida por el resto de individuos. Esta manera de concebir la escritura vendría a asociarse al concepto de parresia tal y como lo concibe Foucault en su hermenéutica del sujeto. Esta manera de entender la escritura se vincula al modelo cartesiano de la experiencia de lo evidente desarrollada en el punto anterior. En la parresia la relación con la verdad transciende las consecuencias funestas que estas puedan entrañar para el sujeto que narra un experiencia vivida como cierta, como evidencia última que determina su existencia.
Desde el frenopático, el narrador se enfrenta a una tradición científica que engendra nuevos mitos y formas de biopoder sustentadas en la ciencia como lenguaje de dominación. La noción de biopoder desarrollada por Agamben a partir de los textos de Foucault es más que pertinente para la relación entre vida y poder que presenta la obra de Casares, que pone en escena la difícil cuestión de la liberación del sujeto atrapado en las relaciones de poder que lo constituyen. Más allá de estas relaciones, el narrador y el destinatario se sitúan fuera del espacio normativo recreado en la ficción. Fuera de este espacio el narrador se arriesga a decir su verdad, poniendo a prueba su relación con el otro, aceptando ligar su destino a la verdad que enuncia. La parresia aparece en este punto como una realización enunciativa única, el sujeto se define en ella y a partir de ella. El acto de enunciación se identifica por lo tanto al enunciado y al sujeto de la enunciación. El discurso posibilita la emergencia de una subjetividad cuya referencia no es ni un concepto ni un individuo. No hay un concepto detrás de todos los “yo” que se enuncian en el relato, sino en todo caso un sujeto asociado a esa verdad que posibilita su aparición.
El desenlace de la obra ofrece varias lecturas asociadas a ese sujeto moderno sometido por el nuevo saber científico. El destino es la única cosa que el narrador no puede ni dominar ni comprender, su final va unido a la carta que escribe. Es el destinatario en su respuesta el que invita a adivinarlo una vez recibida la carta:
Muchas veces a lo largo de la vida he soñado con la idea de recibir una noticia que altere mi destino. Esta imaginación procede quizá de la historia, sin duda falsa, que leí en algún almanaque popular, de aquel joven inglés, famélico y desesperado, que al llegar a la playa para suicidarse encontró una botella con el testamento del norteamericano Singer, que legaba sus millones a quien lo recogiera. Un día, en la misma puerta de casa, increíblemente el sueño se volvió realidad; pero en la versión que me deparó la suerte, desaparecen los elementos románticos: no hay botella, ni mar, ni testamento, sino un montón de papeles en la boca de un perro. Nuestros deseos por fin se cumplen de manera de persuadirnos de que más vale no desear nada.
El destino de Lucho entronca aquí con una visión más amplia de su propia realidad. El destinatario , ansioso en su descubrimiento, se apropia del lugar del narrador y su comentario literario anula la escritura del narrador, su respuesta a ninguna parte dentro de las referencias que propone la ficción hace que la carta de Lucho pierda su razón de ser dentro de su universo literario.
En su comentario Felix confiesa haber soñado querer cambiar de vida, sin embargo los elementos románticos desaparecen en esa carta que recibe en boca de un perro. A la constitución de un sujeto moderno, encarnado por un porteño que no asume su destino, viene a liarse la idea del sueño romántico que remite a una dimensión antigua del destino. En ese punto, la obra sumerge el destino del hombre moderno en sus orígenes. Una vez entregado el mensaje, Lucho termina siendo reducido a una condición de animal domesticado por los poderes científicos.
La importancia de Lucio en la historia reside más en su destino que en su condición de ciudadano prototipo que asume una realidad defectuosa junto a su mujer. EL destino que Lucio quiere evitar le ofrece una prueba de su dimensión trágica, dimensión que es imposible entender desde su visión racional. En este punto cabe recordar un pasaje del prólogo a Los orilleros donde Borges y Bioy comentan:
Quizá no huelgue señalar que en los libros antiguos, las buscas eran siempre afortunadas; los argonautas conquistaban el vellocino y Galahad, el Santo Grial. Ahora, en cambio, agrada misteriosamente el concepto de una busca de una cosa que, hallada, tiene consecuencias funestas. K..., el agrimensor, no entrará en el castillo y la ballena blanca es la perdición de quien la encuentra al fin.
La búsqueda filosófica de Lucio bordenave tiene también sus consecuencias funestas. Su relato es un proceso a través del cual el sujeto moderno recupera la conciencia de su derrota al enfrentarlo a una conciencia primaria, a la posibilidad de animalizarlo,de domesticarlo por los nuevos poderes coercitivos engendrados por la ciencia. La literatura aparece desde esta perspectiva como la única solución para rescatar al individuo de esa incomoda realidad. En Dormir al sol los personajes viven ignorantes de esa verdad que gestiona sus vidas más allá de su cotidianidad de barrio, los personajes descansan apaciblemente al sol que ofrece la ciencia convencidos del bienestar que esta proporciona. Lucio es la luz que desde las tinieblas de la ciencia trata de rescatar una verdad peligrosa que posibilite su salvación. Una salvación que libere al personaje de su condición de sujeto domesticado a través de la escritura, una escritura que entraña el compromiso con un destino trágico.
Notas:
[1] Feyerabend Paul, ¿Por qué no Platón ?, « De como la filosofía echa a perder el pensamiento y el ciné lo estimula », Editorial Tecnos, 2009.
[2] Descartes René, Les méditations métaphysiques, « Méditation sixième », Librairie philosophique J. Vrin, Paris, 1982.
[3] Foucault Michel, L’herméneutique du sujet, Cours au Collège de France 1981-1982, Hautes études, Gallimard, Seuil, 2001, pp. 355.
[4] Agamben Giorgio, Homo sacer, Le pouvoir souverain et la vie nue, L’ordre philosophique, Seuil, 1997.
[5] Cf. Emile Benveniste, Problème de linguistique générale, L’homme dans la langue, Gallimard, 2006, p 274.
[6] Bioy Casares, Adolfo y Borges, Jorge Luis Los orilleros prólogo de A.B.C. y J.L.B. 2a. edición, Buenos Aires, Editorial Losada, 1975. p. 8
Textos citados:
Giorgio Agamben, Homo sacer, Le pouvoir souverain et la vie nue, L’ordre philosophique, Seuil, 1997.
Emile Benveniste, Problème de linguistique générale, L’homme dans la langue, Gallimard, 2006.
Adolfo Bioy Casares, La invención y la trama, « Obras escogidas », Edición de Marcelo Pichon Rivière, Tusquets Editores, 2005.
A. Bioy Casares y Jorge Luis Borges Los orilleros prólogo de A.B.C. y J.L.B. 2a Editorial Losada, 1975. p. 8.
René Descartes, Les méditations métaphysiques, « Méditation sixième », Librairie philosophique J. Vrin, Paris, 1982.
René Descartes, Les passions de l’Âme, Librairie philosophique J. Vrin, Paris, 1985.
Paul Feyerabend, ¿Por qué no Platón ?, « De como la filosofía echa a perder el pensamiento y el ciné lo estimula », Editorial Tecnos, 2009.
Michel Foucault, L’herméneutique du sujet, Cours au Collège de France 1981-1982, Hautes études, Seuil, 2001.

Fuente:
https://pendientedemigracion.ucm.es/info/especulo/numero46/dormiso.html

***
(Fragmento).
Dormir al sol
Adolfo Bioy Casares

Obras Completas
Novelas I
Grupo Editorial
NORMA
Literatura

PRIMERA PARTE

POR

LUCIO BORDENAVE

I
 Con ésta van tres veces que le escribo. Por si no me dejan con-cluir, puse la primera esquelita en un sitio que yo sé. El día de mañana, si quiero, puedo recogerla. Es tan corta y la escribí con tanto apuro que ni yo mismo la entiendo. La segunda, que no es mucho me-jor, se la mandé con una mensajera, de nombre Paula. Como usted no dio señales de vida, no voy a insistir con más cartas inútiles, que a lo mejor lo ponen en contra. Voy a contarle mi historia desde el princi-pio y trataré de ser claro, porque necesito que usted me entienda y me crea. La falta de tranquilidad es la causa de las tachaduras. A cada rato me levanto y arrimo la oreja a la puerta.
      A lo mejor usted se pregunta: "¿Por qué Bordenave no manda su cartapacio a un abogado?". Al doctor Rivaroli yo lo traté una sola vez, pero al gordo Picardo (¡a quién se lo digo!) lo conozco de siempre. No me parece de fiar un abogado que para levantar quinielas y redoblonas tiene de personero al Gordo. O a lo mejor usted se pregunta: "¿Por qué me manda a mí el cartapacio?" Si alega que no somos amigos le doy la razón, pero también le ruego que se ponga en mi lugar, por favor, y que me diga a quién podría mandarlo. Después de repasar mentalmente a los amigos, descartado Aldini, porque el reumatismo lo entumece -elegí al que nunca lo fue. La vieja Ceferina pontifica: "Los que vivimos en un pasaje tenemos la casa en una casa más grande". Con eso quiero decir que todos nos conocemos. A lo mejor ni se acuerda de cómo empezó el altercado.
      El pavimento, que llegó en el 51 o en el 52, haga de cuenta que volteó un cerco y que abrió nuestro pasaje a la gente de afuera. Es notable cómo tardamos en convencernos del cambio. Usted mismo, un domingo a la oración, con la mayor tranquilidad festejaba las monerías que hacía en bicicleta, como si estuviera en el patio de su casa, la hija del almacenero, y se enojó conmigo porque le grité a la criatura. No lo culpo si fue más rápido en enojarse y en insultar que en ver el automóvil que por poco la atropella. Yo me quedé mirándolo como un sonso, a la espera de una explicación. Quizás a usted le faltó ánimo para atajarme y explicar o quizá pensó que lo más razonable para nosotros fuera resig-narnos a una desavenencia tantas veces renovada que ya se confundía con el destino. Porque en realidad la cuestión por la hija del almacenero no fue la primera. Llovió sobre mojado.
      Desde chico, usted y toda la barra, cuando se acordaban, me perseguían. El Gordo Picardo, el mayor del grupo (si no lo incluimos al rengo Aldini, que oficiaba de bastonero y más de un domingo nos llevó a la tribuna de Atlanta) una tarde, cuando yo volvía del casa-miento de mi tío Miguel, me vio de corbata y para arreglarme el moño casi me asfixia. Otra vez usted me llamó engreído. Lo perdoné porque atiné a pensar que me ofendía tan sólo para conformar a los otros y a sabiendas de que estaba calumniando. Años después, un doctor que atendía a mi señora, me explicó que usted y la barra no me perdonaban el chalet con jardín de granza colorada ni la vieja Ceferina, que me cuidaba como una niñera y me defendía de Picardo. Explicaciones tan complicadas no convencen.
      Quizá la más rara consecuencia del altercado por la hija del almacenero fue la idea que me hice por entonces y de la que muy pronto me convencí, de que usted y yo habíamos alcanzado un acuerdo para mantener lo que llamé el distanciamiento entre nosotros.
      Estoy llegando ahora al día de mi casamiento con Diana. Me pregunto qué pensó usted al recibir la invitación. Tal vez creyó ver una maniobra para romper ese acuerdo de caballeros. Mi intención era, por el contrario, la de manifestar el mayor respeto y consideración por nues-tro mal entendido.
      Hace tiempo, una tarde, en la puerta de casa, yo conversaba con Ceferina que baldeaba la vereda. Recuerdo perfectamente que usted pasó por el centro del pasaje y ni siquiera nos miró.
      -¿Van a seguir con la pelea hasta el día del juicio? -preguntó Ceferina, con esa voz que le retumba en el paladar.
      -Es el destino.
      -Es el pasaje -contestó y sus palabras no se han borrado de mi mente-. Un pasaje es un barrio dentro del barrio. En nuestra soledad el barrio nos acompaña, pero da ocasión a encontronazos que provocan, o reviven, odios.
      Me atreví a corregirle la plana.
      -No tanto como odios -le dije-. Desavenencias.
      Doña Ceferina es una parienta, por el lado de los Orellana, que bajó de las provincias en tiempos de mis padres; cuando mi madre faltó, ya no se apartó de nosotros, fue ama, niñera, el verdadero pilar de nuestra casa. En el barrio la apodan el Cacique. Lo que no saben es que esta señora, para no ser menos que muchos que la desprecian, leyó todos los libros del quiosco del Parque Saavedra y casi todos los de la escuelita Basilio del Parque Chas, que le queda más cerca.

J.Méndez-Limbrick. Novela. Mariposas Negras para un Asesino.


Fragmento. Novela. Mariposas Negras para un asesino. Premio UNA-Palabra 2004. Cuarta Reimpresión 2015.
A las últimas palabras de don Julián aparecía  el joven con un pequeño carro con licores, una fuente con hielo y algunas botellas para las mezclas. En aquel momento,  - desde las frases del octogenario y la llegada del joven -, Henry se sintió el hombre más estúpido sobre la faz de la Tierra: ridiculizado por los dos morgueros... sintió  cómo la cara se encendía de cólera para dar paso  a un frío intenso que invadía el cuerpo.
Pero, también se dijo que ¿quién era él para ingresar a un submundo al que no era llamado, sino que por azar llegaba?
-Nosotros, lo de siempre Adriano, respondieron al unísono Oscar y Juancho a la pregunta de don Julián.
-A mí, no, por favor, Adriano me da un brandy. La verdad con esta noche – sentenció Casasola Brown  enroscándose más que nunca en la semipenumbra de la habitación -, lo mejor es calentar los huesos.
- Ultimo aviso, don Henry, ¿ whisky,  brandy, vodka, vino?- reiteró don Julián.
- En confianza, doctorcito, en confianza, adelantó a decir el Efebo.
- Whisky, sí,  whisky, creo que me caería bien un whisky.
-¿En las rocas, con agua, o con club soda?- preguntó el joven en actitud expectante.
-En las rocas, gracias.
Don Julián o su rostro quiso salir de la semipenumbra, pero la misma oscuridad lo retenía como a un prisionero. Prisionero de las sombras y de sí mismo Casasola Brown continuó con su voz  grave:
-Mire, don Henry, a estos muchachos yo los quiero como si fueran mis hijos. Porque entiendo su trabajo cruel, devastador que es el oficio de morguero, porque es el oficio de la muerte después de la muerte. ¡Ahhh y que no me vengan a decir los patólogos que ellos si les toca la parte fea: las disecciones! ¡Nooo, que vaaa, esa no es la parte fea!, ¿sabe don Henry cuál es la parte dolorosa? ¿lo sabe señor De Quincey? El eterno monólogo con los muertos... la soledad  a la una o dos de la mañana con  estos hombres, mujeres o niños, porque también los niños se mueren. Esa es la parte devastadora del trabajo. Por eso, yo entiendo las bromas pesadas a que son blanco fácil algunas personas y...  perdónelos, porque creo que usted ha sido el último de ellas.
Casasola Brown, el octogenario, el hombre afable, encendió un cigarro, hizo una pausa y prosiguió con su voz  grave:
- Oscar, no me vas a decir que también le contaste a don Henry De Quincey la famosa historia que siempre contás de la chica muerta en el Hospital San Juan de Dios, y que lenguas malintencionadas se encargaron de propalar...
Henry tembló, quería que su cuerpo no tiritara de frío, pero no lo podía evitar.
A las últimas frases de don Julián, Henry miró al Efebo.
El Efebo agachó la cabeza, no porque estuviera avergonzado por lo que adivinaba aquel viejo y de la historia contada, no, bajaba la cerviz porque era indudable que la mirada de Henry era de pocos amigos.
Se hizo un silencio, más allá de los ventanales se oía el viento rasgar los cipreses.
- Le repito, “es un juego” como acostumbran decir estos dos buenos muchachos que yo quiero como si fueran mis hijos que nunca tuve. Porque como le comentaba...  ellos serán mis herederos. ¿A quién más les iba a dejar mi fortuna, si no tengo familia?
Hizo un impasse Casasola, dejó escapar el humo del cigarro y  su brasa ardió como un corazón que bombeara sangre, continuó:
-¿Que si tengo conocimiento de las fotografías?Así es, pero eso no es nada don Henry, es una piedra, es un escollo en el camino que se da y punto.
Nosotros sabemos - y no se ofenda - que su visita obedece a otros derroteros y que usted no es un fanático de la necrofilia. ¡Nooo, por favor! Por supuesto que no. También hago la advertencia que nosotros tampoco lo somos (fanáticos de la necrofilia). Sí estamos conscientes que  hurgamos en los mismísimos límites de lo lúdico y lo macabro. Escuche, don Henry... lo de las fotografías y que yo tuviera sexo con una jovencita muerta son invenciones, personas sin escrúpulos que manchan el nombre o la reputación de una persona sin el menor pudor. ¿Sexo?,  jamás, además,   no se puede llamar sexo tener acceso carnal con una muerta... ignorantes eso no es ni sexo ni violación,  eso se llama profanación de cadáver-  argumentó Casasola -.
Henry miró a los dos morgueros: estaban como dos estatuas con las  cabezas bajas escuchando a su protector don Julián.
- Mi renuncia del Nosocomio del San Juan de Dios, lo hice por problemas personales y laborales con mi jefe superior inmediato, un patólogo de apellido De la Fuente, y punto. La historia negra se vino conmigo al Organismo de Investigaciones Criminales, a la Morgue Judicial. ¿Quién la propaló? No me interesa ya saber quién o quiénes fueron. Tuve mis sospechas y como no tenía pruebas fehacientes... Incluso estos muchachos- y pronunció la frase apuntando con su mano temblorosa y con el cigarro en ella a Juancho y a Oscar - creyeron la historia al principio. Pero, al conocer la verdad, “mi verdad”  reafirmamos la historia, queríamos devolverle a la sociedad que injustamente me endilgaba una mentira con otra mentira. Además, para esa época estaba próximo a recibir la herencia de mi abuelo materno.
¡Ah, perdón, creo que me he desviado de mi comentario inicial, don Henry!
Terminando la frase y de inmediato apuntaló Henry con un tono suave, nervioso:
- No, por favor don Julián, puede ser sincero conmigo en lo que desee.
- Le decía que nosotros sabemos que usted ha venido aquí, a mi casa por la investigación... por los homicidios.
Henry calló, estaba sorprendido en parte y  en parte no.
Reflexionó con rapidez. Los pensamientos  invadieron su cerebro como una corriente eléctrica: era probable que la fuga de información fuera del Organismo de Investigaciones Criminales  y de allí llegara hasta los  morgueros, que él estaba tras la pista del asesino, de La Sombra.
De nuevo escuchó al octogenario.
- Probablemente usted ha pensado que si nosotros teníamos este tipo de prácticas necrófilas, debíamos de saber “algo” sobre los homicidios, ¿estoy en lo correcto don Henry?
Antes de contestar a estas preguntas y otras más que usted es posible se haga déjeme contarle algo de mi vida.
Henry había acabado el trago de  whisky y antes que  pusiera el vaso  sobre la mesita de los licores, don Julián lo invitó a servirse de nuevo  mientras escuchaba su historia.
Ahora en el ambiente se filtraba el frío, no importaba que en la chimenea crepitaran los leños.
Henry escuchó la respiración de Casasola: lenta, pausada.
Fuente: Editorial EUNA.

viernes, 27 de mayo de 2016

J.Méndez-Limbrick. Novela: Mariposas Negras para un Asesino.

FRAGMENTO. NOVELA. Mariposas Negras para un Asesino.
Cuarta Reimpresión 2015. Premio UNA-Palabra 2004.
"...El cuarto de don Julián, daba la impresión que había sido acondicionado para habitación de dormir más que dormitorio funcional. En penumbra la cama de don Julián estaba a un lado del cuarto, y en oposición a la cama una chimenea daba cierto calorcillo al lugar. A diferencia de las otras partes de la casa el cuarto de don Julián – y a pesar de ser igualmente de mármol - mantenía cierta tibieza.
En medio del gran dormitorio Henry miró una mesa de cristal con sus patas de bronce en donde se hallaba un reloj de arena. Encima de la mesa y en caída perpendicular una poderosa luz amarilla parecía aprisionar el reloj y el tiempo que en sus granos dorados iba desgranando segundo a segundo. Al fondo, una puerta corrediza de madera y cristal daba acceso a un extenso jardín interior con una pequeña cascada y un surtidor. La fuente estaba custodiada por dos sátiros en bronce próximos a desnudar a una ninfa. Los límites del jardín terminaban en unas gigantescas tapias cubiertas por una hiedra de donde daba inicio la cascada. Y aunque el jardín estaba iluminado no dejaba de inspirar cierto temor cada vez que el viento golpeaba con cierta insistencia la puerta de cristal y madera evitando que su aliento frío usurpara la habitación.
- Tomen asiento- interpeló don Julián.
- Don Julián, aquí le traemos a un nuevo miembro del club... para que lo conozca -señaló el Efebo - mientras los tres tomaron asiento en semicírculo a varios metros de la cama del octogenario.
- Hermosa casa- comentó Henry- levantándose y tratando de llegar hasta donde el anciano para estrechar su mano y pronunciaba su nombre. - Gracias - contestó don Julián - y con voz amable y enérgica le decía a De Quincey, que no se molestara en moverse de donde estaba. 
Henry no sabía si el anciano decía que : “no se levantara” por amabilidad o porque no quería salir de las sombras que cubrían parcialmente su cama y su cuerpo.
- Los objetos inanimados tienen su encanto, ¿no cree usted? Son primos hermanos del silencio - exclamó don Julián, al mirar la curiosidad de Henry quien observaba el busto en mármol de Sófocles. La enorme silueta se acomodó en la cama, continuó:
-Me dijeron los muchachos por teléfono que usted tenía particular interés en conocerme... que usted estaba interesado en mirar ciertos álbumes que... ¡ahhh... estos muchachos con sus bromas..! porque usted jamás podría pensar en realidad que existen los álbumes, ¿verdad? 
Sorpresa. La última frase de don Julián llegaba a los oídos de su interlocutor como lo inesperado. Un frío y un olor a flores penetrante perturbó el ambiente. Henry se sintió ridículo ante los dos hombres, que ahora los miraba y simplemente en silencio se encogían de hombros en un acto de aceptación a las palabras del señor de la mansión.
Un nuevo latigazo se escuchó en el silencio, era la voz de don Julián:
- Don Henry, está usted en su casa... ¿scotch o ron... o desea usted algo más fuerte... brandy... para calentar el cuerpo? 
A las últimas palabras de don Julián aparecía el joven con un pequeño carro con licores, una fuente con hielo y algunas botellas para las mezclas. En aquel momento, - desde las frases del octogenario y la llegada del joven -, Henry se sintió el hombre más estúpido sobre la faz de la Tierra: ridiculizado por los dos morgueros... sintió cómo la cara se encendía de cólera para dar paso a un frío intenso que invadía el cuerpo.
Pero, también se dijo que ¿quién era él para ingresar a un submundo al que no era llamado, sino que por azar llegaba?
-Nosotros, lo de siempre Adriano, respondieron al unísono Oscar y Juancho a la pregunta de don Julián.
-A mí, no, por favor, Adriano me da un brandy. La verdad con esta noche – sentenció Casasola Brown enroscándose más que nunca en la semipenumbra de la habitación -, lo mejor es calentar los huesos.
- Ultimo aviso, don Henry, ¿ whisky, brandy, vodka, vino?- reiteró don Julián.
- En confianza, doctorcito, en confianza, adelantó a decir el Efebo.
- Whisky, sí, whisky, creo que me caería bien un whisky.
-¿En las rocas, con agua, o con club soda?- preguntó el joven en actitud expectante.
-En las rocas, gracias.
Don Julián o su rostro quiso salir de la semipenumbra, pero la misma oscuridad lo retenía como a un prisionero. Prisionero de las sombras y de sí mismo Casasola Brown continuó con su voz grave:
-Mire, don Henry, a estos muchachos yo los quiero como si fueran mis hijos. Porque entiendo su trabajo cruel, devastador que es el oficio de morguero, porque es el oficio de la muerte después de la muerte. ¡Ahhh y que no me vengan a decir los patólogos que ellos si les toca la parte fea: las disecciones! ¡Nooo, que vaaa, esa no es la parte fea!, ¿sabe don Henry cuál es la parte dolorosa? ¿lo sabe señor De Quincey? El eterno monólogo con los muertos... la soledad a la una o dos de la mañana con estos hombres, mujeres o niños, porque también los niños se mueren. Esa es la parte devastadora del trabajo. Por eso, yo entiendo las bromas pesadas a que son blanco fácil algunas personas y... perdónelos, porque creo que usted ha sido el último de ellas.
Casasola Brown, el octogenario, el hombre afable, encendió un cigarro, hizo una pausa y prosiguió con su voz grave:
- Oscar, no me vas a decir que también le contaste a don Henry De Quincey la famosa historia que siempre contás de la chica muerta en el Hospital San Juan de Dios, y que lenguas malintencionadas se encargaron de propalar...
Henry tembló, quería que su cuerpo no tiritara de frío, pero no lo podía evitar.
A las últimas frases de don Julián, Henry miró al Efebo.
El Efebo agachó la cabeza, no porque estuviera avergonzado por lo que adivinaba aquel viejo y de la historia contada, no, bajaba la cerviz porque era indudable que la mirada de Henry era de pocos amigos.
Se hizo un silencio, más allá de los ventanales se oía el viento rasgar los cipreses.
- Le repito, “es un juego” como acostumbran decir estos dos buenos muchachos que yo quiero como si fueran mis hijos que nunca tuve. Porque como le comentaba... ellos serán mis herederos. ¿A quién más les iba a dejar mi fortuna, si no tengo familia?
Hizo un impasse Casasola, dejó escapar el humo del cigarro y su brasa ardió como un corazón que bombeara sangre, continuó:
-¿Que si tengo conocimiento de las fotografías?Así es, pero eso no es nada don Henry, es una piedra, es un escollo en el camino que se da y punto.
Nosotros sabemos - y no se ofenda - que su visita obedece a otros derroteros y que usted no es un fanático de la necrofilia. ¡Nooo, por favor! Por supuesto que no. También hago la advertencia que nosotros tampoco lo somos (fanáticos de la necrofilia). Sí estamos conscientes que hurgamos en los mismísimos límites de lo lúdico y lo macabro. Escuche, don Henry... lo de las fotografías y que yo tuviera sexo con una jovencita muerta son invenciones, personas sin escrúpulos que manchan el nombre o la reputación de una persona sin el menor pudor. ¿Sexo?, jamás, además, no se puede llamar sexo tener acceso carnal con una muerta... ignorantes eso no es ni sexo ni violación, eso se llama profanación de cadáver- argumentó Casasola -.
Henry miró a los dos morgueros: estaban como dos estatuas con las cabezas bajas escuchando a su protector don Julián.
- Mi renuncia del Nosocomio del San Juan de Dios, lo hice por problemas personales y laborales con mi jefe superior inmediato, un patólogo de apellido De la Fuente, y punto. La historia negra se vino conmigo al Organismo de Investigaciones Criminales, a la Morgue Judicial. ¿Quién la propaló? No me interesa ya saber quién o quiénes fueron. Tuve mis sospechas y como no tenía pruebas fehacientes... Incluso estos muchachos- y pronunció la frase apuntando con su mano temblorosa y con el cigarro en ella a Juancho y a Oscar - creyeron la historia al principio. Pero, al conocer la verdad, “mi verdad” reafirmamos la historia, queríamos devolverle a la sociedad que injustamente me endilgaba una mentira con otra mentira. Además, para esa época estaba próximo a recibir la herencia de mi abuelo materno. 
¡Ah, perdón, creo que me he desviado de mi comentario inicial, don Henry!
Terminando la frase y de inmediato apuntaló Henry con un tono suave, nervioso:
- No, por favor don Julián, puede ser sincero conmigo en lo que desee.
- Le decía que nosotros sabemos que usted ha venido aquí, a mi casa por la investigación... por los homicidios.
Henry calló, estaba sorprendido en parte y en parte no. 
Reflexionó con rapidez. Los pensamientos invadieron su cerebro como una corriente eléctrica: era probable que la fuga de información fuera del Organismo de Investigaciones Criminales y de allí llegara hasta los morgueros, que él estaba tras la pista del asesino, de La Sombra.
De nuevo escuchó al octogenario.
- Probablemente usted ha pensado que si nosotros teníamos este tipo de prácticas necrófilas, debíamos de saber “algo” sobre los homicidios, ¿estoy en lo correcto don Henry?
Antes de contestar a estas preguntas y otras más que usted es posible se haga déjeme contarle algo de mi vida.
Henry había acabado el trago de whisky y antes que pusiera el vaso sobre la mesita de los licores, don Julián lo invitó a servirse de nuevo mientras escuchaba su historia.
Ahora en el ambiente se filtraba el frío, no importaba que en la chimenea crepitaran los leños.
Henry escuchó la respiración de Casasola: lenta, pausada".

jueves, 26 de mayo de 2016

J.Méndez-Limbrick. Fragmento. Novela. Mariposas Negras para un Asesino.


(Fragmento. Novela. Mariposas Negras para un Asesino. Cuarta reimpresión 2015. Premio UNA-Palabra 2004).
- Este don Julián está en todas- exclamó Juancho-, de seguro estaba hace rato esperándonos y nos ha visto con una de las cámaras de circuito cerrado que tiene al frente del portón  principal.
Henry  no hizo ningún comentario: en efecto, pudo mirar en la entrada de la mansión unos muros de piedra  con varios metros de altura que terminaban en unas puntas de lanza de hierro listas para empalar a cualquier intruso que tuviera la idea de traspasar sus límites. Las cámaras de televisión estaban a ambos lados de la puerta principal.
Aceleró el carro y prosiguieron por espacio de unos quinientos metros hasta que se divisó la enorme mansión. Llegaron al pórtico, la puerta se abrió y un joven de escasos veintisiete años les hizo saber que don Julián  estaba esperando en su dormitorio.
La mansión era tan  grande como se miraba por fuera. Su estilo se aproximaba a la construcción de un templo griego. Lo primero que  llamó la atención  a Henry fue su gran luminosidad.  La mansión era de mármol gris pálido y de colores cremas,  contrario a lo que se había imaginado: oscura y de contraluces.
En el recibidor  el piso de mármol estaba adornado por un mosaico con figuras de tres delfines que seguían las naves de Odiseo.  Cuando ingresaron al primer salón,  Henry observó al lado de un gran espejo un óleo en donde  Belerofonte mata a la Quimera...
Avanzaron a otro  salón  en medio de gruesas cortinas de muselina color añil. El  salón estaba iluminado de una luz  azul que se hacía más densa por  el  mármol blanco  que cubría las paredes  y  cielo raso  imitando a un mar áreo. A Henry, le llamó la atención que, a excepción del  cuadro mural de la entrada, en el salón no colgaban pinturas, sino que una  biblioteca estaba empotrada en las paredes, donde en un rincón se hallaban dos búhos en mármol negro de tamaño natural  que la custodiaban.
Siguieron la caminata, el joven andaba de primero sirviendo de guía entre los pasadizos, de segundo iba Juancho, de tercero Oscar y de último Henry.
Mientras caminaban Henry  se abrochaba el saco y de vez en vez con la mano derecha tocaba la Beretta, para asegurarse estuviera en su lugar dándole cierta tranquilidad.
Después de pasar por el Salón Azul, el joven dobló hacia la derecha y  comenzaron a recorrer un  zaguán de unos cien metros de largo. El color de la luz varió  y la luz que los rodeaba ahora era púrpura. Miró al suelo: varios mosaicos narraban pasajes de la Ilíada desde el rapto de Helena hasta las honras fúnebres a Patrocolo.  Un detalle que le interesó a Henry era que en algunos tramos del  zaguán varias estatuas de mármol de tamaño natural eran alusivas a los dioses y héroes de la mitología griega, fue imposible no recordar a Fidias y Praxíteles.
-No se preocupe, doctorcito, - comentó  Juancho a mitad del zaguán de las estatuas -, a este lugar le llamamos Oscar y yo “el túnel”, siempre le hemos comentado a don Julián que mejor ilumine este pasillo con otro color; pero don Julián nos dice que la gracia está en contemplar con este color púrpura las estatuas... en fin...
Y antes que tocara la puerta o que el joven avisara la llegada, se oyó una voz gruesa  de tenor que decía:
-¡Adelante, adelante, está abierto!

Jorge Luis Borges (1899 - 1986) y Adolfo Bioy Casares El Paraiso de los Creyentes (1967).


Jorge Luis Borges (1899 - 1986) y Adolfo Bioy Casares
El Paraiso de los Creyentes (1967)
PRÓLOGO

Los dos films que integran este volumen [ el otro es Los Orilleros ] aceptan o quisieron aceptar las diversas convenciones del cinematógrafo. No nos atrajo al escribirlos un propósito de innovación: abordar un género e innovar en él nos pareció excesiva temeridad. El lector de estas páginas hallará, previsiblemente, el boy meets girl y el happy ending o, como ya se dijo en la epístola al "magnífico y victorioso señor Cangrande della Scala " el tragicum principium et comicum finem, las peripecias arriesgadas y el feliz desenlace. Es muy posible que tales convenciones sean deleznables; en cuanto a nosotros, hemos observado que los films que recordamos con más emoción —los de Sternberg, los de Lubitsch— las respetan sin mayor desventaja.

También son convencionales estas comedias en lo que se refiere al carácter del héroe y de la heroína. Julio Morales y Elena Rojas, Raúl Anselmi e Irene Cruz, son meros sujetos de la acción, formas huecas y plásticas en las que puede penetrar el espectador, para participar así en la aventura. Ninguna marcada singularidad impide que uno se identifique con ellos. Se sabe que son jóvenes, se entiende que son hermosos, decencia y valentía no les falta. Para otros queda la complejidad psicológica. En Los orilleros tendríamos al infortunado Fermín Soriano; en El paraíso de los creyentes, a Kubin.

El primer film corresponde a las postrimerías del siglo xrx; el segundo, más o menos a nuestra época. Ya que el color local y temporal sólo existe en función de diferencias es infinitamente probable que el del primero sea más perceptible y más eficaz. En 1951 sabemos cuáles son los rasgos diferenciales de 1890; no cuáles serán, para el porvenir, los de 1951. Por otra parte, el presente nunca parecerá tan pintoresco y tan conmovedor como el pasado.

En El paraíso de los creyentes el móvil esencial es el lucro; en Los orilleros, la emulación. Esta última circunstancia sugiere personajes moralmente mejores; sin embargo, nos hemos defendido de la tentación de idealizarlos y, en el encuentro del forastero con los muchachos de Viborita, no faltan, creemos, ni crueldad ni bajeza. Por cierto que ambos films son románticos, en el sentído en que lo son los relatos de Stevenson. Los informa la pasión de la aventura y, aCaso, un lejano eco de epopeya. En El paraíso de los creyentes, a medida que progresa la acción, el tono romántico se acentúa; hemos juzgado que el arrebato propio del fin puede paliar ciertas inverosimilitudes que al principio no serían aceptadas.

El tema de la busca se repite en las dos películas. Quizá no huelgue señalar que en los libros antiguos, las buscas eran siempre afortunadas; los argonautas conquistaban el Vellocino y Galahad, el Santo Grial. Ahora, en cambio, agrada misteriosamente el concepto de una busca infinita o de la busca de una cosa que, hallada, tiene consecuencias funestas. K..., el agrimensor, no entrará en el castillo y, la ballena blanca es la perdición de quien la encuentra al fin. En tal sentido, Los orilleros y El paraíso de los creyentes no se apartan de las modalidades de la época.

En contra de la opinión de Shaw, que sostenía que los escritores deben huir de los argumentos como de la peste, nosotros durante mucho tiempo creímos que un buen argumento era de importancia fundamental. Lo malo es que en todo argumento complejo hay algo de mecánico; los episodios que permiten y que explican la acción son inevitables y pueden no ser encantadores. El seguro y la estancia de nuestros films corresponden, ay, a esas tristes obligaciones.

En cuanto al lenguaje, hemos procurado sugerir lo popular, menos por el vocabulario que por el tono y la sintaxis.

Para facilitar la lectura hemos atenuado o borrado ciertos términos técnicos del "encuadre" y no mantuvimos la redacción a dos columnas.

Hasta aquí, lector, las justificaciones lógicas de nuestra obra. Otras hay, sin embargo, de índole emocional; sospechamos que fueron más eficaces que las primeras. Sospechamos que la última razón que nos movió a imaginar Los orilleros fue el anhelo de cumplir de algún modo, con ciertos arrabales, con ciertas noches y crepúsculos, con la mitología oral del coraje y con la humilde música valerosa que rememoran las guitarras.

J.L.B.-A.B.C.

Buenos Aires, 11 de diciembre de 1951
o quizás 20 de agosto de 1975.

miércoles, 25 de mayo de 2016

Dos Fantasías Memorables (1946). Borges y Bioy Casares.


Jorge Luis Borges (1899 - 1986) con Adolfo Bioy Casares
(con el seudónimo H. Bustos Domecq)

Dos Fantasías Memorables (1946)
Indice
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El Testigo
El Signo
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EL TESTIGO
Isaías, VI, 5.

—Dice bien, Lumbeira. Hay espíritus netamente recalcitrantes, que prefieren una porción de cuentos que hasta el Nuncio bosteza cuando los oye por milésima vez, y no un debate mano a mano sobre un temario que no trepido en calificar de más elevado. Usted abre la boca, que por poco se desnuca, para emitir un fallo fenómeno sobre la inmortalidad del cangrejo y antes que se le ganen las moscas le meten la empanada de un cuento que si usted lo oye no lo pescan más en esa lechería. Hay gente que no sabe escuchar. Ni chiste, viejito, mientras me mando otro completo a bodega, que si no me apura voy a facilitarle un caso concreto que si usted no se cae de espaldas, será porque cuando le dieron vuelta el sobretodo usted estaba adentro. Por muy doloroso que sea reconocerlo —y me animo a hablar, porque de usted se dirá con toda justicia que ni bañado con pasta Johnston, pero no que no es argentino— hay que gritar como un destetado que en materia lombricidas la República ha dado un paso atrás que no contribuirá a colocarla en una situación auspiciosa. Otro gallo me cantaba cuando mi yerno se infiltró bajo el ala del nepotismo en el Instituto de Previsión "Veterinarias Diogo" y, con una paciencia de preso, abrió una sólida brecha en el frente único que vuelta a vuelta no se dejaba de materializar a la sola mención de mi nombre. Es lo que siempre le repito al Lungo Cachaza —el Tigre de la Curia, usted sabe—, hay cada atrabiliario que con tal de remover la mugre saca a relucir chimentones que tienen bien ganado su nicho junto al Tatú Gigante: historias que ya son del dominio público, verbigracia la vuelta que me multaron cuando el decomiso de atún o aquel traspié de las partidas de defunción para la Maffia Chica de Rafaela. Ah tiempos, me bastaba con apretar el fierrito de mi Chandler 6, para presentar un cuadro completo del despertador desarmado y reírme hasta quedar sin emplomaduras de los mecánicos de tierra adentro que acudían como moscas con el espejismo de poner en forma carromato. Otras vueltas hacían el gasto los cuarteadores, que Sudaban como sus patas para desatascarme del barro blanco cuando no de una banquina en proyecto. Aquí caigo y aquí levanto, yo sabía arrastrarme en un circuito de ochocientos kilómetros, que no aceptaban los restantes colegas, ni con el cuento de participar en la tómbola de las obras del viejo Palomeque. Como avanzada del progreso que siempre he sido, mi cometido era pulsar blandito el mercado en vista de nuestro nuevo departamento que abarcaba el piojo de los porcinos y que no era otra cosa que nuestro viejo amigo el Polvo de Tapioca Envasado.

Con el pretexto de la inexplicable enterecolitis que diezmó el acervo porcino en faja del sudoeste bonaerense, le tuve que decir chaucito al Chandler, a medio recolectar en Leubuco y, confundido con la nube de energúmenos apalabrados para rellenarme hasta el punto de empaste con polvo de tapioca, pude formar en una de las cuadrillas veterinarias y ganar sano y salvo los perímetros de Puán. Mi lema siempre ha sido que zona donde el hombre al día es un luchador inteligente que da al porcino la medicina y el alimento racional que éste exige para su más elevado rinde en jamón libre de grasa y hueso —el Piojicida Diogo y la Cementina Vitaminizada Diogo, digamos— reviste a la primer ojeada contornos optimistas, alentadores. Sin embargo, como esta vuelta no reportaría nada engrupido como a un miserable contribuyente, usted me creerá si le pinto con el brochazo más renegrido el cuadro que brindaba la campaña al observador atribulado, a la hora en que el ocaso se perdía entre los pajonales, por el hedor casi repugnante de tanto chancho muerto.

Aprovechando que hacía un frío que a uno se le paspaba el umbligo, a lo que agregue usted el ambo de brin, menos el saco que un Duroc-Jersey se lo puso en los últimos estertores de la agonía y el guardapolvo disfraz que lo cedí, a cambio de un acarreo de mi persona en su camioneta rural, a un agente de la Saponificadora Silveyra, que hacía su agosto cargando grasa de osamenta, me colé en el Hotel y Fonda de Gouveia, donde pedí un completo bien calentito que el sereno satisfizo, alegando que a todo esto ya serían las nueve pasadas, con una soda Sifonazo a una temperatura que resultaba francamente inferior. Trago va, chucho viene, me las compuse para sonsacar al sereno, que era uno de esos mudos que cuando se sueltan a hablar tienen más bocas que la desgranadora a plazos Diogo, la hora aproximativa del primer tren carreta a Empalme Lobos. Ya me entonaba de que sólo me restaban ocho horas de santa espera, cuando un chiflón me dio vuelta como una media y era una hendija que se abría para que entrara ese panzón de Sampaio. No se mande la parte que no lo identifica a ese gordo, porque me consta que Sampaio no es delicado y se da con cualquier basura. Ancló en la misma mesa de mármol donde yo estaba tiritando y debatió media hora con el sereno las ventajas de un chocolate con vainillas versus un bol de caldo gordo, dejándose a las cansadas convencer en favor del primero, que el sereno, a su modo, interpretó sirviéndole una soda Sifonazo. Por aquel invierno Sampaio, con un pajizo hasta el cogote y un saquito rabón, había encontrado un cauce proficuo para su comezón literaria y redactaba con letra firulete una listita kilométrica de criadores, invernadores y reproductores de cerdos, para una edición refundida de la Guía Lourenzo.

Así, mientras acurrucados junto al termómetro, nos castañeteaban los postizos, miramos ese recinto desmantelado y oscuro —piso de baldosas, columnas de fierro, el mostrador con la máquina del express— y recordamos tiempos mejores cuando pugnábamos por deshancarnos mutuamente ante la clientela y andábamos por esos terragales de San Luis mascando tierra, que cuando regresábamos al Rosario la limpiadora de alfombras se atascaba. El gordo, por más que oriundo de la nación de no sé qué república tropical, es un panza relámpago y me quiso regalar el espíritu con la lectura de su elucubración en libretas; yo, los primeros tres cuartos de hora, me hacía el chiquito y mantenía a todo vapor el cacumen con la ilusión de que esos Ábalos y Abarrateguis y Abatimarcos y Abbagnatos y Abbatantuonos eran firmas que operaban dentro de mi radio de acción, pero muy pronto Sampaio se deschavetó con la indiscreción de que eran criadores del noroeste de la provincia, zona interesante por la densidad demográfica, eso sí, pero desgraciadamente absorbida por la propaganda innocua y oscurantista de la competencia. ¡Mire que hace años que yo me lo sabía de memoria al gordo Sampaio y nunca se me había pasado por la testoni que ahí, entre tanta grasa, hubiera todo un plumífero de garra y fuste! Agradablemente sorprendido aproveché con toda agilidad el perfil ilustrado que iba tomando nuestro chamuyo y con una zancadilla que en su más garufiante juventud me envidiara el P. Carbone, desvié el temario hacia los Grandes Interrogantes con la idea fija de zampar de cabeza a ese panzón valioso en la Casa del Catequista. Resumiendo grosso modo las directrices de una canillita golazo del P. Fainberg, lo dejé mormoso con la pregunta de cómo el hombre, que viaja como un tren de ferrocarril entre una y otra nada, puede insinuar que son puro infundio y macana lo que sabe hasta el último monaguillo sobre los panes y los peces y la Trinidad. No se me quede dormido con la sorpresa, amigo Lumbeira, si le revelo que Sampaio ni tan siquiera izó bandera blanca ante ese rotundo mazazo. Me dijo más fresquito que un helado de café con leche que en punto a trinidades nadie había pulsado como él las tristes resultas de la superstición y de la ignorancia y que era inútil que yo ensayara una sola sílaba porque ipso fado me iba a barrenar debajo de la peluca una vivencia personal que lo había estancado en la vía muerta del materialismo grosero. Don Lumbeira, le juro y le perjuro que para desatascar al gordo de ese proyecto quise tentarlo con la idea de echar un sueñito sobre las mesas de billar, pero el hombre recurrió al despotismo y me enjaretó sin asco este cuento que yo se lo pasaré ni bien reduzca, con unos buchecitos de feca, las existencias de manteca y de miga que ahora me taponan la boca. Dijo, clavándome los ojos en la campanilla que yo se la mostraba con un bostezo:

—No colija por estas actualidades —jipi en desuso y terno remendón— que siempre anduve redondeando circuitos donde se alterna la planada en que hiede el verraco con el hostal en que opila el conversante. Conocí tiempos galanos. Más de una vez ya le inculqué que mi cuna queda allá en Puerto Mariscalito, que siempre fue la playa novedosa donde acuden las niñas de mi tierra con la ilusión de capear la malaria. Mi padre fue uno de los diecinueve trabucos de la cabildada del 6 de junio; cuando volvieron los moderados pasó, con todo el sector de los repúblicos, del grado de Coronel de Administración al de carterillo fluvial entre los aguazales. La mano que antes revoleara, temida, el trabuco de caño corto, ahora se resignaba a divulgar el lío lacrado, cuando no los sobres oblongos. Por de contado, le pondré en la oreja que mi padre no fue un postal de esos que se reducen a cobrar el sellado en limas, chirimoyas, papayas y cachos de frutales; antes hacía del destinatario pasivo un indio alerta y gananciero, que se allanaba a la adquisición regular de toda suerte de baratijas a trueque de percibir la correspondencia. Cánteme usted, don Mascarenhas ¿quién fue el bisoño que lo auxiliaba en ese patriotismo? El niño de bigotes de manubrio que ahora le anoticia estos fidedignos. Mis primeros gateos fueron colgados del botalón de la piragua; mi primera lembranza, de un agua verde, con reflejos de hojas y espesura de caimanes, donde yo, a lo niño, rehusaba entrar, y mi padre, que era un Catón, me arrojó a lo súbito para curarme del miedo.

Pero esta panza con dos piernas no era hombre para estarse in aeternum engolosinando con baratijas al sencillo habitante de los bohíos; anhelé gastar las suelas en procura del paisaje-novedad, llámelo Cerro de Montevideo cuando no niña lunareja. Ganoso de postales colorínas para el álbum que siempre fui, aproveché una "captura recomendada" que me buscaba como a cosa buena y dije adiós desde la cala de un pescadero a los bonancibles llanos morados, a las verdes maniguas y a las moteadas tembladeras, que son mi país y mi patria, mi nostalgia bonita.

Cuarenta días y cuarenta noches perduró aquella travesía marítima entre pejes y estrellas, con paisajes a toda policromía, que por cierto no olvidaré porque algún marinante de cubierta se dolía del pobre mareado y bajaba a contarme lo que veían esos exagerantes. Pero hasta el paraíso tiene coto y día llegó que me descargaron como tapete enrollado en la dársena de Buenos Aires, entre el polvillo del tabaco y la hoja del plátano. No le brindaré el cuadro alfabético de cuánta cesantía he cursado en mis primeros años de argentino, que si las pongo en fila no cabemos bajo estas tejas. Le haré una minucia, eso sí, de lo que pasó a cortina cerrada en la razón social Meinong y Cía., cuyo personal engrosé como empleado único. Quedaba el caserón al 1300 de la calle Belgrano y era una firma importadora de tabaco holandilla, que el exilado, al cerrársele de noche los ojos que encallecía la industriosa fatiga, se pensaba desterronando la hierba en los deseados tabacales de Alto Redondo. Había un escritorio a nivel, para encandilar a los clientes, y en el sótano teníamos el subsuelo. Yo, que en aquellos años mozos, acusaba el activismo de mi juventud, hubiera dado todo el oro negro de Panuco para mudar de sitio tan siquiera una de las mesillas ratonas que la retina registraba a la manderecha, pero don Alejandro Meinong me había vetado el cambio más nulo en la distribución y baraje del mobiliario, haciendo valer que era ciego y que de memoria transitaba por la casa. A él, que nunca me vio, ahora me figuro estar viéndolo, con sus anteojos negros que eran dos noches, barba de rabadán y piel de miga, sin embargo de una aventajada estatura. Yo no cesaba de repetirle: "Usted, don Alejandro, en cuanto las calores aprietan carga pajizo", pero lo más cierto es que portaba un casquete de terciopelo, que ni para despertarse lo omitía. Bien lo recuerdo, tenía uno de esos anillos de espejo y yo me rasuraba en su dedo. Le saco la palabra de la boca y la corro a la mía para decir que don Alejandro era, como yo, un grumo más del moderno mantillo inmigratorio, porque iba para medio siglo que no apuraba el porro de cerveza en la Herrengasse. Apilaba en el salón-dormitorio porción de biblias en todos los distintos idiomas y era miembro de número de una corporación de calculistas que buscaba el ajuste de las disciplinas geológicas a la cronología marginal que adorna la Escritura. Ya tenía abocado su capital, que no era una indigencia, a los fondos de esos orates, y gustaba iterar que a la nieta Flora le emboscaba una herencia de más quilates que oro capote, u sea el amor a la cronología de la Biblia. Esa heredera era una niña enteque, de nueve años a más contar, de ojos con lejos, como si divisaran el piélago, rubia de pelo, con un estarse decoroso y suavito, como la silvestre lengua de vaca que quién no fue a coger en la madrugada por esas praderías y barrancos de Cerro Presidente. Esa niña, sin compañía de su corta edad, se contentaba oyéndome entonar, en ratos de asueto, el Himno Nacional del terruño, que yo lo acompañaba con pandero; pero bien dicen que no siempre está para monerías el mono, y cuando yo bregaba con la clientela o me despachaba un descanso, la niña Flora jugaba al Viaje al Centro de la Tierra, en el sótano. Al abuelo estas expediciones no le placían. Porfiaba que había peligro en el sótano; a él, que se desplazaba como un correo por toda la casa, le bastaba bajar a lo oscuro para decir que le habían mutado el sitio de las cosas y que tenía la impresión de extraviarse. Para el entendimiento romo esas quejas nomasito eran lujos del desvarío, porque hasta el gato Moño sabía que el depósito no recelaba otras sorpresas que pila sobre pila del holandilla en hoja y un remanente de enseres en desuso de la ex Martiliera de Artículos Generales E. K. T, que había sido inquilino del local, antes que mi don Alejandro. Mentado Moño, vano es persistir ocultando que este gato se sumaba a la cofradía de los desafectos al sótano, porque vez que bajaba por la escalera ciento que huía como si lo espoleara el Patas. Tales repentes en un gatazo, por lo capón, tranquilo, hubieran suscitado el alarmismo del más pachorra, pero yo siempre sigo la derechura, como la piedra imán, aunque de mejor consejo hubiera sido, en ese apretado, sujetar el burdégano. Lueguito, cuando caí en la cuenta, ya era bien tarde y como para gatazos quedé con tanta desventura.

El calvario que usted, aunque se muña de una rueda suplementaria, ya no se me escapa de oír, comenzó en momentos que don Alejandro casi se acomoda en un maletín de cuerina, con la comezón de ir a La Plata. Otro cucufato vino por él y lo vimos partirse lo más vistoso para el congreso de los bíblicos en el cine-salón Dardo Rocha. Desde el portal me dijo que lo esperara el lunes que viene con la cafetera de silbido bien pertrechada. Agregó que el viaje duraría tres días y que yo cuidara de la niña Flora como de oro en paño. Bien sabía él que esta recomendación era un ocio, pues aunque usted aquí me está viendo tan negro y tan grande, mi mejor timbre era ser el perro custodio de la niña.

Una tarde que, provisto hasta el colodrillo de leche asada, me corrí un sueñito que ni regente de los vacajes, la niña Flora dio en aprovechar el relaje de la vigilancia prolija para trabucarse en el sótano. A la oración, hora que acostó a su muñeca, la divisé con fiebre en los pulsos, con alucinaciones y el miedo. Atendiendo que ya le mucheaba el calosfrío, le rogué se ganara los debajos de la cubija y le invertí una infusión de yerbabuena. Esa noche, para que reposara con sosiego, recuerdo que velé a los pies de la cama, tendido en el felpudillo de palma. La niña amaneció tempranera, todavía malilla, no tanto por las fiebres, que habían bajado, cuanto por la pavor. Más a lo tarde, cuando la hubo confortado el cafeto, le puse pregunta de qué la congojaba. Me dijo que la víspera había columbrado en el sótano una cosa tan rara que no podía describir cómo era, salvo que era con barbas. Yo di en pensar que esa fantasía con barbas no era causante de la fiebre, sino lo que el practicón llama síntoma, y la distraje con el cuento del jíbaro que lo eligieron diputado los monos. Al otro día andaba la niña por todo el caserón, lo más cabrita. Yo, que suelo amainar ante la escalera, le pedí que bajase a buscar una hoja avería, con miras al cotejo. Mi demanda sobró para demudarla. Como la sabía niña valiente, le persistí que sln demora satisfaciera la orden, para de una buena vez aventar esas musarañas morbosas. Me lo acordé, en un pronto, a mi padre, botándome del bongo, y no me dejé ganar por las compasiones. Para no desolarla, fui con ella hasta el arranque de la escalera y la vi bajar muy tiesa y durita, como el soldadillo-silueta del tiro al blanco. Bajaba con los ojos cerrados y se entró derecha entre los tabacos.

Apenas daba yo la vuelta con la espalda, cuando oí el grito. No era fuerte, pero ahora me parece que vi en él, como en espejo diminuto, lo que amedrentaba a la niña. Bajé a pantuflo corrido y la pillé tirada en las baldosas. Se me abrazó como si buscara carena, con los brazos como alambrito y ahí, mientras yo le repetía que no dejara solo a su tío San Bernardo (como ella me apodaba) dio su espíritu, quiero decir que se murió.

Quedé hecho nadie y tuve la impresión que toda mi vida, hasta esa ocurrencia, la había ido cursando un ajeno. A lo pronto, el momento en que bajé la escalera se me antojó lejano. Yo seguía sentado en el piso; mis manos, como por cuenta propia, liaban un cigarrillo de papel. La mirada rondaba, también ausente.

Fue entonces que atisbé, sentada en un sillón de hamaca, de mimbre, que iba y venía dulcemente, la causa del temor de la niña, por ende de su muerte. Ya me nombrarán insensible, pero el hecho es que tuve que sonreír cuando vi la sencillez que me había traído esa desventura. Lo primerizo, dése un envión y arranque como vuelo. Vea, de a un tiempo, en un santiamén, los tres combinados que en una suerte de entrevero tranquilo animaban el sillón: como científicamente los tres se estaban en un solo lugar, sin atrás, ni adelante, ni abajo arriba, dañaban un poco la vista, con especialidad en el primer vistazo. Campeaba el Padre, que por las barbas raudales lo conocí, y a la vez era el Hijo, con los estigmas, y el Espíritu, en forma de paloma, del grandor de un cristiano. No sé con cuántos ojos me vigilaban, porque hasta el par que le correspondía a cada persona era, si bien se considera, un solo ojo y estaba, a un mismo tiempo, en seis lados. No me hable de las bocas y pico, porque es matarse. Dé, también, en sumar que uno salía de otro, en una rotación atareada, y no se admirará que ya me lindara un principio de vértigo, como de asomante a un agua que gira. Dijérase que se iluminaban con el propio mover y venían a quedar a unas pocas varas, que si distraído alargo la mano, por ventura me la lleva ese remolino. Oí, en ésas, al tranvía 38, discurriendo por Santiago del Estero y pensé que en el sótano faltaba el ruido de la hamaca. Cuando miré más, era cosa de risa: la hamaca estaba quieta; lo que yo había tomado por balanceo era el ocupante.

¡Ahí me la tengo a la Santísima, pensé yo, creadora del cielo y de la tierra, y mi don Alejandro en La Plata! Bastó ese pensamiento para librarme de la inercia en que estaba. No eran momentos de abundar en amenas contemplaciones: don Alejandro era varón chapado a la antigua, que no escucharía con buena oreja mi explicación de haber negligido a la niña.

Estaba muerta, pero no me avine a dejarla tan cerca de esa hamaca y así la cargué en brazos y la acosté en la cama, con la muñeca. Le di un beso en la frente y me salí, dolido de tener que abandonarla en ese caserón tan vacío y tan habitado. Ganoso de evitar a don Alejandro, salí de la ciudad por el Once. Noticias me llegaron un día que la casa de la calle Belgrano la derribaron cuando el ensanche.

Pujato, 11 de septiembre de 1946.

martes, 24 de mayo de 2016

Adolfo Bioy Casares. Descanso de caminantes.


Tenía alguna razón Borges cuando desaprobaba los libros de breve-dades. Yo replicaba que eran libros de lectura grata y que no veía por qué se privaría de ellos a los lectores. Los Note-books de Samuel Butler, A Writer's Note-book de Somerset Maugham me acompañaron a lo largo de viajes y de años. "Los de Butler se publicaron después de la muerte del autor", dijo Borges y yo aún no vislumbré su argumento. Sin embargo, de algún modo debí admitirlo, porque a pesar de tener infinidad de observaciones y reflexiones breves, más o menos epigramáticas, sin contar sueños, relatos cortos y dísticos, año tras año he postergado la publicación de mi anunciado libro de breve-dades. Debo sentir que su publicación, en vida, excedería el límite de vanidad soportable. Digo soportable porque en casi toda publicación hay vanidad. ¿O es absurdo pensar que al publicar nuestros libros los proponemos a la admiración de nuestros contemporáneos y aun de lectores del futuro?

Sea este cuaderno testimonio de la rapidez de manos del pasado, que oculta, entierra, hace desaparecer todas las cosas, incluso a quien escribe estas líneas y también a ti, querido lector.
ADOLFO BIOY CASARES

(Fragmento).

MARGINALIA
 9 febrero 1975. Entreveo la posibilidad de un cuento de un alpi-nista en Suiza al que, en lo alto de una montaña, un señor le dice “venga a refugiarse” y lo lleva a una cueva, donde hay otros pasaje-ros. Oyen, por radio, noticias de la invasión. Larga temporada: ganas de salir, temor, amores; por último, todo acabó. Baja a Ginebra. Nada habla del asunto.

19 febrero 1975. Encuentro con la estudiosa. Muy inteligente, pero irremediablemente extraviada por críticos y profesores. Esta gente no sabe cómo se escribe e interpretan como si estuvieran en otro mundo y dijeran: “Un hombre y una mujer, escondidos, entran alborozados en un cuartito, ahí él la moja un poco a ella y salen muy contentos”.

31 marzo 1975. Cuestiones de edad. Antes nadie calificaba de "obra maestra" La invención de Morel. Ahora se habla de mis libros como de obras maestras (con indiferencia, como si obras maestras fuera un simple género literario, como si dijeran que son "novelas" o "cuentos"). Hasta me vi en una suerte de Parnaso de la colección Pavillons , que reúne a los tres o cuatro principales autores. Jinetas que se confieren a los que están por irse.

Me explicaron que un perro guardián debe ejercitar su instinto. Si el amo no le encomienda algo para defender, el perro un día lo elige. En una casa un perro eligió el cuarto de baño y no permitió que los moradores lo usaran; otro, un cocker spaniel, cuando se resiente con sus amos defiende un sillón de la sala.

El carácter de un perro. Cuando viaja en el coche si las personas hablan, ladra hasta que se callan. No deja que su dueña viaje en el asiento de adelante, con el novio; tiene que ir en el de atrás, con él. Cuando lo dejan solo en la casa hace sus necesidades en las camas. Cuando se queda solo con las dos ancianas de la familia, las aterroriza ladrando, corriendo, pasando a toda velocidad al lado de ellas. Respeta al hombre de la familia.

¿Amor a la sociedad? Prácticamente, no existe. Es algo que se alega para perseguir a individuos odiados.

Palabras de un fiscal. "Con los traidores, ¿habrá que ser tan severo? Fuera del hampa (o de la policía o de la política o del ejército o de la diplomacia, que son variedades del hampa) los traidores a lo mejor se hubieran distinguido como personas de imaginación y sensibilidad, tal vez poetas o siquiera novelistas".

Sinceridad de una de mis enamoradas. "Tuve un sueño atroz. Con un tipo. Estábamos en cama y comprendí que quería violarme. Yo quería que me besara, no más. Entonces le pregunté si estaba loco. Se enojó, empezó a vestirse, me dejaba... Era horrible".

Es bien sabido que el viajero, cuando llega a tan lejanas regiones, no sabe dónde está y padece de una extraña confusión que lo mueve a reconocer, a recordar parajes que nunca ha visto. Con valerosa frivoli-dad afirma entonces: "Por aquí yo he pasado".

Descubrimiento muy tardío. Hoy, después de cincuenta y tantos años, he descubierto que el Negro Raúl no me conocía. El Negro Raúl era popular mendigo de Buenos Aires; aunque tal vez popular en el Barrio Norte, pues me parece que componía el papel de una suerte de bufón de los chicos de la clase alta. Se congraciaba por la risa cordial que blanqueaba en su cara tosca, por algunos pasos de baile, más o menos cómicos, y, sobre todo, por su negrura. Yo siempre creí (sin indagar mucho las causas) que el Negro Raúl me conocía. El hecho me infundía cierto orgullo. Evidentemente, el Negro me saludaba como a un conocido y hasta hoy no se me ocurrió pensar que para lograr sus fines le convenía esa actitud de personaje conocido y aceptado. Desde luego, en esto no mentía; él era un hombre conocido, más conocido que sus muchos protectores. Ahora estoy por afir-mar que me llamaba Adolfito; habrá oído a la niñera, que me llamaba así, y debió de ser bastante vivo, rápido para pescar en el aire informaciones útiles.
Me acuerdo del Negro, parado y gesticulando, en medio de la calle Uruguay o Montevideo, mientras yo lo miraba y le tiraba monedas desde los balcones del tercer piso de la casa de mi abuela, que hacía esquina (Uruguay 1400), donde vivíamos en aquellos años. Debía de haber entonces poco tráfico, ya que el Negro hacía sus piruetas en medio de la calle y mirando para arriba a la gente que le arrojaba limosna desde los balcones y ventanas.

Del catálogo de un museo de juguetes. Mono en bicicleta, a cuerda, con palanca de dos posiciones, para recorrido grande y recorrido chico. Con fallas por desgaste. En la posición para recorrido grande no funciona, simplemente cumple el recorrido chico. Adviértese, ade-más, que el área del recorrido chico es de menor extensión que In estipulada en el prospecto.

31 agosto 1975. Para que me lo explique Galton. Me despierto. Aún acostado, aún en la oscuridad, imagino el cuadrante del reloj con las agujas en las 9 y 5. Enciendo la luz, me incorporo y veo que las agujas del reloj marcan las 9 y 5. Un hecho similar me ocurrió en 1972, en Niza.

Idiomáticas. Guindado. Suerte de confitería, cuyos clientes no ba-jan de sus automóviles, donde los atiende y sirve el personal. Como me dijo un taxista: "El guindado es el porche [sic] de la amueblada".

Un enamorado de las mujeres. "Mándenme una chica cualquiera. Yo le encontraré encantos para quererla y es claro, a la larga, exigencias, amarguras y estupideces que tarde o temprano me pondrán en fuga.

Subjuntivos y condicionales. Irritado por la lentitud con que se des-plazaban algunos automóviles, el taxista comentó;
—Yo, si podría, volara.

La gente habla de cualquier modo. "Cuando lo oí, me crucé las ma-nos" por "me hice cruces"; un Chubut por un yogurt; Petit Swing por Petit Suisse; crisantelmo por crisantemo; agua de beneficencia por Agua Villavicencio; las pampas fúnebres; las morrois; el quíster. Oído a una maestra de Marta, del Cinco Esquinas: por Aberdeen Angus, Aberdeen Agnus.

Hablando de cosas de la patria, un amigo francés comentó: "Aunque tenga más lectores que nadie, ¿quién sueña, ni siquiera la computadora de una ciudad de provincia norteamericana, con atribuir la suprema autoridad en literatura a Fernández y González, autor del Cocinero de Su Majestad, a Georges Ohnet o a la señora Bullrich? En política, donde las consecuencias son más graves, hay otro criterio. Porque se volcaron a su favor tres cuartas partes de los electores del país, entronizamos a Ponson du Terrail (no se habla de este carismático sino de rodillas, a cabeza descubierta), que se nos fue y nos dejó a Madama Delly y al caos. La democracia, caro amigo, es una locura".

"No tenía vicios —es decir, no bebía ni fumaba en exceso—. Pero no podía vivir sin mujer, o mujeres. Dadas sus circunstancias, puede afirmarse que éste fue, en gran parte, el origen de sus infortunios. Reparaba en alguna muchacha fácil, cuyo cuerpo lo atraía... ". Lo que O´Sullivan dice de George Gissing, podría tal vez decirse de un servidor.

Hacia 1940, en Pardo, después de leer Relativity and Robinson, y The ABC Relativity de Russell, y un libro de un tal Lynch contra Einstein, pensé escribir un cuento sobre un matemático polaco que había descubierto lo que todo el mundo sabe: que la luz no tiene velocidad. Esto explicaría, por cierto, por qué la velocidad de la luz tiene una conducta insólita, que no se parece a la de las otras velocidades.

Me refiere: "La señora de Lonardi me contó que su marido reemplazó a Perón como agregado militar en la embajada de Chile; allí se conocieron; Perón era muy simpático; vivía solo, en un departamento. Ella le preguntó por qué no tenía mucama. Perón contestó: "No quiero meter la negrada en mi casa".

Distracción. Acababan de enterrar a un amigo. Veo llegar un ca-mión de las pompas fúnebres. Pienso: "Vienen a buscar el cajón". Creía entonces que enterraban a la gente sin cajón y que éste lo reser-vaban para sucesivos muertos.

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