jueves, 19 de mayo de 2016

José Donoso «Chatanooga Choochoo».


José Donoso
«Chatanooga Choochoo»

Para Gene y Francesca Raskin
"
“Chatanooga Choochoo” presenta una modelo de brazos desmontables, y que para tener ojos, o boca, debe pintárselos: su cara es cada día una máscara nueva. Pero esta perfecta mujer-objeto es a la vez la mujer devoradora, castradora, capaz de desmontar al hombre y guardarlo en maletines: la bruja tan propia de la narrativa de Donoso, a pesar de su blusa folk.

(Fragmento).
 El chorrito de aceite que Sylvia vertía sobre la escarola era de oro puro a la luz de los sarmientos que ardían en la chimenea, destinados a reducirse a brasas en las que Ramón, que aguardaba fumando su pipa, pronto prepararía las chuletas. La solana estaba abierta a la oscuridad de los cerros, aglomerada aquí y allá en puñados de viejos castaños —restos del bosque ejemplarmente utilizado en la urbanización— que ocultaban por completo todas las demás casas que se alzaron en torno de esta masía central modernizada. Una mariposa nocturna, gorda, blanda, torpe, chocó contra el trozo de espalda que la blusa folk de Sylvia dejaba desnudo, pero a juzgar por el hilo de oro que continuó cayendo imperturbable sobre la ensalada ella no sintió este embate, como si su perfecta superficie dorsal estuviera constituida por algún pulido material inerte. Sin embargo, ese leve choque debió poner en movimiento ciertos mecanismos escondidos bajo la corteza de la espalda, porque Sylvia pronunció estas palabras casi como una respuesta inmediata a la presión de la mariposa:
—Lástima que Magdalena no haya podido venir... es tan simpática. Os pudierais haber decidido por una de las casas hoy mismo y ya está...
Sentí que el tono idílico del día transcurrido eligiendo casa en la urbanización repentinamente cambiaba de signo con las palabras de Sylvia, como cuando de pronto, sin que nada lo justifique, la leche se corta o se pone agria. Al principio creí que era porque me pareció sentir que reaparecía la nota irónica respecto a Magdalena en lo que Sylvia decía, y que el repentino agriamiento se debía sólo a mi natural rechazo hacia las mujeres que, enteradas hace poco de la emancipación femenina en un ambiente para el que esta actitud resulta todavía arriesgada, aplican machaconamente su catecismo contra las «pobres», las víctimas de sus maridos y de su propia pusilanimidad, que se ven obligadas a permanecer atadas en la ciudad junto a sus niños durante los week-ends. Pero no, no fue eso lo que produjo la alteración en la marea, el brusco cambio del placer al sobresalto: sentí que más allá de teorías y de ironizaciones, Sylvia estaba implorando la presencia de Magdalena, la necesitaba como apoyo o ayuda o protección contra no sabía yo qué peligros. Pero, ¿qué protección era necesaria en este agradable mundo que habitábamos, donde el mal no existía porque todo era inmediatamente digerido? Nadie ignoraba que Sylvia y Ramón eran perfectos: su prolongada relación de estructura impecable era universalmente admirada por estar situada más allá —o más acá— del amor, y aunque hoy por hoy resultaba kitsch darle importancia a un detalle de esa naturaleza, también era posible que lo incluyera: no, las palabras de Sylvia sobre Magdalena no revelaban inseguridad al comparar la relación de mi mujer con nuestros hijos y la suya respecto a su hijo, ahora en manos de un marido enquistado en el color local de la vida social madrileña. Cualquier inseguridad resultaba  fuera de  lugar  porque Ramón era Ramón del Solar:  se  quitó  la pipa  de la boca, se acercó al fuego que inflamó su rostro como el de un hechicero, soplando hasta agotar las llamas y dejar una brasada de ascuas. Dijo:
—Las chuletas...
Al pasárselas, Sylvia insistió:
—Y Magdalena tiene tan buen gusto...
¿La había saboreado? Quizá porque pasó la carne junto con decir esas palabras, pensé repentinamente que aludía a ese «sabor» de Magdalena que sólo yo conocía, y esto me hizo replegarme ante la antropófaga Sylvia. Pero se refería, naturalmente, a otra clase de «gusto»: al «gusto» que había presidido, como el valor más alto, nuestra visita a las casas durante la tarde, proporcionándonos un idioma común, un «gusto» relacionado con el discernimiento estético determinado por el medio social en que vivíamos. Fue esto lo que bruscamente, para mí, lo agrió todo: Sylvia no podía condolerse de la ausencia de Magdalena esta noche por la sencillísima razón de que nos conocía apenas; y esta insistencia sobre su buen gusto, sobre la falta que nos hacía, estas alabanzas repetidas que delataban una sensibilidad un poco corta, ya que, sin duda, el idioma de las sugerencias no le parecía suficiente, era una pesada exageración que desvirtuaba posibilidades futuras, puesto que los cuatro nos habíamos conocido sólo la noche anterior: es cierto, sin embargo, que tanto ellos como nosotros conocíamos de sobra nuestras leyendas mutuas, pero era ridículo, además de falso, pretender que había habido tiempo suficiente para que la promesa de amistad entrevista y de simpatía inmediata, esa posibilidad de compartir tanto el sentido del humor como el sentido de lo estético atisbada anoche en el cocktail en casa de Ricardo y Raimunda Roig, sobrepasara una embrionaria afinidad: por el momento, y aunque Sylvia quisiera pretender otra cosa, Sylvia y Ramón eran bidimensionales para nosotros, apenas con más relieve que el resto de los personajes hacinados como en un gran poster gesticulante del cocktail de anoche, tal como nosotros, sin duda, debíamos serlo para ellos.


miércoles, 18 de mayo de 2016

José Donoso. Átomo verde número cinco.



Un matrimonio en Chile se muda a su flamante nuevo piso, tras decorarlo magnificamente, incluyendo una obra de arte moderno llamado `Atomo verde numero cinco`, despues de distintas visitas, notan que desaparecen poco a poco sus piezas, como mostrando que su entorno hace desaparecer aquellos objetos comunes hasta caer en crisis.


(Fragmento)

José Donoso
«Átomo verde número cinco»


Es una verdad universalmente reconocida que llega el momento en la vida de un hombre, y más aun en la vida de una pareja, cuando se hace mandatorio comprar el piso definitivo, instalarse de manera permanente; y después de una existencia más o menos transhumante en pisos alquilados donde las soluciones estéticas nunca quedan completamente satisfactorias, arreglar y alhajar el hogar propio de modo que refleje con rigor el gusto propio y la personalidad propia es uno de los grandes placeres que brinda la madurez. La elección cuidadosísima de las moquetas y las cortinas, la exigencia de que los baños y los picaportes sean perfectos, maniobrar sutilmente —y con toda la libertad que los medios y la sabiduría proporcionan— las gamas de colores y las texturas empleadas en el salón, en el dormitorio, en la cocina y aun en los pasillos, de modo que reposen la vista y realcen la belleza de la dueña de la casa, ubicar con discriminación la cantidad de objetos acumulados durante toda una vida —o media vida, en realidad, puesto que se trata de Roberto Ferrer y de Marta Mora, que acaban de pasar la línea de la cuarentena—, utilizando los mejores y guardando otros para regalar en caso de compromiso y «quedar bien», se transforma en una tarea apasionante, en un acto de compromiso que nada tiene de superficial, sobre todo si la pareja, como en el caso de Marta y Roberto, no tiene hijos. Roberto Ferrer, en los momentos que le dejaba libre la práctica de la odontología, se dedicaba a la pintura —unas abstracciones de lo más elegantes en negro y blanco sobre arpillera rugosa, centradas alrededor de unos cuantos átomos en un color fuera de paleta—, y aunque no poseía una educación artística formal, ciertamente «tenía mucho museo», como solía decirle Paolo, que los asesoró en la decoración del piso. Por eso Roberto sentía que una parte suya muy importante se «realizaba» en la amorosa exigencia que él mismo desplegó para que el piso quedara impecable: original y con carácter, eso sí, sin duda, puesto que ellos no constituían una pareja banal; pero no excesivamente idiosincrásico —no atestado de objetos, por ejemplo, que aunque tuvieran valor, al acumularse podían restarle rigor al piso—, y además preocupándose de que las soluciones prácticas se ajustaran a las soluciones estéticas.
La pintura confortaba a Roberto —cosa que no hacía su práctica odontológica, distinguidísima pero quizá demasiado vasta—, como también su cautelosa colección de grabados: litografías, xilografías, aguafuertes... algún buril, sobre todo, en que lo enamoraba la espontaneidad, la valiente emoción de la síntesis. Ciertas tardes de invierno, cuando no tenía nada que hacer se deleitaba en examinar con lupa la línea un poco peluda que produce la inmediatez de la punta seca, para compararla con la línea químicamente precisa de un aguafuerte, y se convencía más y más —y convencía más y más a Marta, dichosa porque una vez que la profesión de su marido les proporcionó amplitud de medios él prefirió estas civilizadas aficiones de coleccionista, al golf, por ejemplo, o a la montería, que se mostraron brevemente como alternativas posibles— de que era una pena que ahora tan pocos artistas practicaran el buril. En fin, su propia pintura, sus grabados, valiosos objetos reunidos con tanta discriminación en su piso nuevo, su curiosidad por la literatura producida alrededor de estos temas, eran integrantes de la categoría «placer».
En el gran piso nuevo, con su bella terraza-jardín, reservó para sí un cuarto vacío con una ventana orientada al norte, en el cual no quiso poner nada hasta tener tiempo —por ejemplo, cuando se tomara las vacaciones, o hasta que sintiera que las paredes del piso nuevo se transformaban en paredes amigas— para ver cómo instalaría su estudio de pintor. Si es que lo instalaba. No quería sentirse presionado por nada exterior ni interior, ansiaba vivirlo todo lentamente, darle tiempo al tiempo para que la necesidad de pintar, cuando surgiera si surgía, lo hiciera con tal vigor que determinaría la forma precisa del cuarto. Entonces, su relación con el arte se transformaría en una relación verdaderamente erótica, como lo propone Marcuse. ¿Quién sabe si así podría «realizarse» en la pintura? ¿Quién sabe, si como Gauguin, y apoyado por Marta, que aprobaría su actitud, lo abandonara todo para irse a una isla desierta o a un viejo pueblo amurallado en medio de la estepa, y como un hippie más bien maduro dedicarse plenamente al placer de pintar sin pensar para qué ni para quién, ni qué sucedería en el mundo si él no asumía por medio de la pintura su puesto en él? Mientras tanto quedaba el cuarto vacío esperándolo como el mayor privilegio: no dejó que Paolo lo tocara, ni siquiera que le sugiriera un color para los muros de enyesado desnudo... eso lo decidiría solo, cuando llegara el momento. Tampoco permitió que Marta guardara cosas allí «por mientras» —las mujeres siempre andan guardando cosas «por mientras», con una especie de vocación por lo impreciso que no dejaba de irritarlo—, ya que aun eso sería una transgresión: no, dejó el cuarto tal como era, un cubo blanquizco, abstracto, con una puerta y una ventana y una bombilla colgando del alambre enroscado en el centro, nada más. Después se vería.
La solución Gauguin le estaba apeteciendo muchísimo la mañana de domingo cuando Marta se fue al Palau con la mujer de Anselmo Prieto, que ocupó la entrada que le correspondía a él para escuchar a Dietrich Fischer-Diskau cantando el ciclo de «La Bella Molinera». ¿O era «El Viaje de Invierno» esta semana? En fin, estaba lloviendo, y si se levantara —lo que no tenía la menor intención de hacer— y se asomara por la ventana vería cómo en la calle, tres pisos más abajo, arreciaba el frío: la gente con los cuellos de los abrigos subidos, con paraguas enarbolados para defenderse de una penetrante lluvia invisible. Roberto se había quedado en cama porque tenía uno de esos agradables resfríos que ofuscan un poco y borronean las aristas de las cosas, pero que no molestan casi nada porque el dolor de cabeza cede al primer Optalidón. Además, cada ser humano tiene «su» resfrío, como tiene «su» cuenta de banco, «su» sauna y «su» superstición: el resfrío de Roberto, por lo general, se resolvía en una sinusitis que esta vez ni siquiera se había dado la molestia de presentarse. En todo caso, era de esos resfríos que a uno lo liberan de la puritana necesidad de hacer cualquier cosa, incluso leer, incluso entretenerse, dejando que el pensamiento o el no pensamiento vague sin dirección y sin deber. Sobre todo hoy: este primer domingo en que estaban lo que se puede llamar real y definitivamente instalados en el piso nuevo, hasta el último vaso y el último cenicero ocupando sus lugares. El lujo de esta mañana solitaria sin nada que hacer levantó dentro de él una marea de amor hacia todas sus cosas, desde los cojines negros en las esquinas del sofá habano y las lámparas italianas de sobremesa que eran como esculturas de luz pura, hasta ese cuarto que lo esperaba con el yeso desnudo como lujo final y que, yendo más allá que Gauguin, hoy se sentía con valor para dejar intacto, un cubo blanco y nada más, clausurado para siempre.
Sin embargo, se puso las pantuflas para acercarse a la ventana y mirar hacia abajo, a la calle: ahora podía distinguir las gotas minúsculas que hacían abrir paraguas en esta mañana de cielo tan bajo que encerraba la calle con una tapa oscura. Como un ataúd, pensó. Toda esa gente que camina allá afuera está en un ataúd y por eso tiene frío. Adentro, en cambio, es decir afuera del ataúd, donde él estaba, hacía calor: una calefacción tan bien pensada que no era agobiante y sin embargo le permitía levantarse en pantuflas aun estando con catarro. Pero, ¿era verdad que estaba con catarro? ¿Se podía realmente llamar catarro a este sentirse un poco abombado, con la nariz goteando de cuando en cuando? No, la verdad era que no, sólo que no había sentido la necesidad imperiosa de oír a Fischer-Diskau esta mañana... era el tercer concierto de la serie y la gente se peleaba por las entradas, de modo que... no, hiciera lo que hiciera debía nacer de un fuerte impulso interior o no hacerlo... y si pasaba mucho tiempo sin el impulso para pintar podía instalar en su cuarto vacío un pequeño taller para encuadernaciones de lujo, por ejemplo, cosa que no dejaba de tentarlo; o una sala con moqueta y techo de corcho estudiada exclusivamente para escuchar música en condiciones óptimas... todo esto mientras afuera llovía, mientras la gente tenía frío y él no, y pasaban de prisa para ir a misa, o malhumorados llevando un paquetito con queso francés para almorzar ritualmente el domingo en casa de sus suegros y Roberto los observaba con ironía desde su ventana, en su piso perfecto, rodeado por la sutil gama de marrones y beiges tan elegantes y cálidos, con una que otra nota negra o de un verde seco que contrastaba con el conjunto, realzándolo.
No. En realidad no tenía catarro. Hoy no necesitaba engañarse a sí mismo ni siquiera con eso. Lo que le apetecía en este momento era ver, ver y tocar y quizás hasta acariciar y oler los objetos de su piso nuevo, entablar con ellos una relación directa, propia, suya, privada; cometer, por decirlo así, adulterio con ellos en ausencia de su mujer y conocerlos como a seres íntimos con los que —seguramente, si el mundo no cambiaba demasiado ni él tampoco— viviría por el resto de sus días. Porque claro, lo de Gauguin era bello, pero quizás un poquito pasado de moda.
Fuente: Enrico Pugliatti.

martes, 17 de mayo de 2016

José Donoso. Novela: "Este domingo".


En el día domingo, con sus almuerzos familiares, convergen la vejez y la infancia, la burguesía y el hampa. La mutua fascinación entre estos mundos revela un destino de incomprensión, soledad y desamor, narrado por el nieto que evoca con nostalgia aquellos domingos en casa de la abuela...

(Fragmento)
Los «domingos» en la casa de mi abuela comenzaban, en realidad, los sábados, cuando mi padre por fin me hacía subir al auto:
—Listo..., vamos...
Yo andaba rondándolo desde hacía rato. Es decir, no rondándolo precisamente, porque la experiencia me enseñó que esto resultaba contraproducente, sino más bien poniéndome a su disposición en silencio y sin pare-cer hacerlo: a lo sumo me atrevía a toser junto a la puerta del dormitorio si su siesta con mi madre se prolongaba, o jugaba cerca de ellos en la sala, intentan-do atrapar la vista de mi padre y mediante una sonrisa arrancarlo de su universo para recordarle que yo exis-tía, que eran las cuatro de la tarde, las cuatro y media, las cinco, hora de llevarme a la casa de mi abuela.
Me metía en el auto y salíamos del centro.
Recuerdo sobre todo los cortos sábados de invierno. A veces ya estaba oscureciendo cuando salíamos de la casa, el cielo lívido como una radiografía de los árboles pelados y de los edificios que dejábamos atrás. Al subir al auto, envuelto en chalecos y bufandas, alcanzaba a sentir el frío en la nariz y en las orejas, y además en la punta de los pulgares, en los hoyos producidos por mi mala costumbre de devorar la lana de mi guante tejido. Mucho antes de llegar a la casa de mi abuela ya había oscurecido completamente. Los focos de los autos pene-trando la lluvia se estrellaban como globos navideños en nuestro parabrisas enceguecedor: se acercaban y nos pasaban lentamente. Mi padre disminuía nuestra velocidad esperando que amainara el chubasco. Me pedía que le alcanzara sus cigarrillos, no, ahí no, tonto, el otro botón, en la guantera, y enciende uno frente a la luz roja de un semáforo que nos detiene. Toco el frío con mi pulgar desnudo en el vidrio, donde el punto rojo del semáforo se multiplica en millones de gotas suspendi-das; lo reconozco pegado por fuera a ese vidrio que me encierra en esta redoma de tibieza donde se fracturan las luces que borronean lo que hay afuera, y yo aquí, tocando el frío, apenas, en la parte de adentro del vidrio. De pronto, presionada por la brutalidad de mi pulgar, una de las gotas rojas se abre como una arteria desangrándose por el vidrio y yo trato de contener la sangre, de estancarla de alguna manera, y lo miro a él por si me hubiera sorprendido destruyendo..., pero no: pone en movimiento el auto y seguimos en la fila a lo largo del río. El río ruge encerrado en su cajón de pie-dras como una fiera enjaulada. Las crecidas de este año trajeron devastación y muerte, murmuran los gran-des. Sí. Les aseguraré que oí sus rugidos: mis primos boquiabiertos oyéndome rugir como el río que arrastra cadáveres y casas..., sí, sí, yo los vi. Entonces ya no importa que ellos sean cuatro y yo uno. Los sábados a ellos los llevan a la casa de mi abuela por otras calles, desde otra parte de la ciudad, y no pasan cerca del río.
Hasta que doblamos por la calle de mi abuela. Entonces, instantáneamente, lo desconocido y lo confu-so se ordenaban. Ni los estragos de las estaciones ni los de la hora podían hacerme extraña esta calle bordeada de acacias, ni confundirla con tantas otras calles casi iguales. Aquí, la inestabilidad de departamentos y calles y casas que yo habitaba con mis padres durante un año o dos y después abandonábamos para mudarnos a barrios distintos, se transformaba en permanencia y solidez, porque mis abuelos siempre habían vivido aquí y nunca se cambiarían. Era la confianza, el orden: un trazado que reconocer como propio,' un saber dónde encontrar los objetos, un calzar de dimensiones, un reconocer el significado de los olores, de los colores en este sector del universo que era mío.
Siempre se habló del proyecto municipal de arrancar esos acacios demasiado viejos: escorados como borra-chos, amenazaban caer sobre los transeúntes, y el tumulto de sus raíces quebraba el embaldosado de la vereda. Es cierto que con el tiempo alguno de esos árboles cayó: nosotros cinco trepados a la reja de madera o con la cabeza metida en un boquete del cerco de macrocarpas, presenciamos la faena de los obreros que cortaron las ramas y se llevaron a remolque el gigante tumbado. Después parchaban la vereda, plantaban un prunus, un olivillo o cualquier otro efímero árbol de moda que jamás pasaba del estado de varilla porque nadie lo cuidaba. La línea de árboles se fue poniendo cada vez más irregular y más rala.
Pero recuerdo también cuando era sábado y era pri-mavera, las ventanillas del auto abiertas y la camisa de mi padre desabrochada al cuello y el pelo volándole sobre la frente, y yo, con las manos apoyadas sobre la ventanilla como un cachorro, asomaba la cara para beber ese aire nuevo. Me bajo en cuanto el auto se detie-ne ante el portón. Toco el timbre. Alrededor del primer acacio hay un mantel de flores blancas. Mi padre toca la bocina impaciente. Me hinco sobre el mantel blanco sin que él, distraído encendiendo otro cigarrillo, me riña por ensuciarme. Las flores no parecen flores. Son como cosas, cositas: tan pequeñas, tantas. Un labio extendido y una diminuta lengua dura. Las barro con las manos para acumular un montón cuyo blanco amarillea, y el olor a baldosa caldeada y a polvo sube hasta mis nari-ces por entre las flores dulzonas. Mi montón crece. Queda descubierta una baldosa distinta, rojiza, más suave, una baldosa especial que lleva una inscripción. Como si hubieran enterrado a un duende bajo ella: sí, eso le diría a mi abuela. Deletreo cuidadosamente la inscrip-ción.
—Papá...
—Qué...
Toca la bocina otra vez.
—Aquí dice Roberto Matta, Constructor...
—El hizo el embaldosado. Primo mío.
—Si sé. Mi tío Roberto.
—No. No ése. Otro.
—Ah...
La Antonia quita la cadena del portón. Desde la ven-tanilla del auto mi padre me llama para despedirse de mí, pero yo me cuelgo del cogote de la Antonia, besán-dola, hablándole, riéndome con ella para que mi padre crea que no lo oigo y así no se dé cuenta de que no tengo ganas de despedirme de él, y parte sin insistir, sin darse cuenta de mí enojo. Nunca se da cuenta de nada. Ahora no se dio cuenta de que mi interés no fue llamarle la atención sobre el fenómeno de encontrar el nombre de mi tío Roberto Matta escrito en una baldosa de la calle. No vio que estaba ansioso por demostrarle otra cosa: que yo ya sabía leer, que sin que él ni nadie me ense-ñara aprendí en los titulares de los diarios, y que sabía muy bien que esa baldosa rojiza no era la lápida de un gnomo sino que decía Roberto Matta, Constructor. A mi abuela, eso sí, yo le contaría que bajo el acacio de la vereda había encontrado una tumba diminuta. Juntos, en el calor de su cama el domingo en la mañana, muy temprano para que mis primos no hubieran acudido aún a meterse también entre las sábanas olorosas de pan tostado del desayuno, mi abuela y yo bordaríamos sobre el asunto de la tumba del duende. Yo le iba a decir eso para picar su curiosidad y hacerla acompañarme a la calle para mostrarle la baldosa y leer: Roberto Matta, Constructor. Ella se alegraría. Se lo diría a mi abuelo y a las sirvientas y me haría leer otras cosas ante ellas para probarles que su orgullo en mí era fundado. Iba a llamar a mí madre por teléfono para comentarlo, eno-jándose por no habérselo dicho antes. Pero mi madre tampoco sabía. Iba a considerar injustificado el telefo-nazo de mi abuela: cosas de mi mamá, no se le quita nunca lo alharaquienta. Y mi padre desde el sofá o ten-dido en la cama leyendo el diario movería la cabeza sin siquiera enterarse de qué le hablaba mi madre..., preocupado de otras cosas. De cosas importantes que salen en él diario que él no sabe que yo ya leo: no se dio cuen-ta de nada porque estaba apurado para regresar a tiem-po y llevar a mi madre al cine.
Pero no importa.
No me importaba porque siempre, aun ya grandulón, cuando usaba pantalones de golf, llegar a la casa de mi abuela era por fin quebrar la redoma sin que fuera deli-to, era por fin fluir, derramarme. Y entraba corriendo por los senderos del jardín gritando abuela, abuela...
—Salió. Ya va a llegar.
Yo iba ansioso de mostrar mis pantalones de golf a mis primos. Sólo Luis, un año mayor que yo, los usaba. Alberto, que tenía mi edad, iba a heredar los de Luis cuando le quedaran chicos, pero seguro que pasarían años porque Luis era lento para crecer pese al aceite de hígado de bacalao, hasta que finalmente Alberto reci-biría unos pantalones de golf harapientos. Los míos, en cambio, eran flamantes, estrenados esa semana. La Antonia me alcanzó mientras yo, inclinado bajo el ilang—ilang, estiraba mis medias y fijaba las hebillas de mis pantalones preparándome para una entrada triun-fal. Al preguntarle cómo me veía me paré muy tieso para que me examinara. La luz que quedaba era honda como la de un estanque: sí yo me movía, si cualquier cosa se movía, los objetos que reposaban dentro de esa luz fluctuarían silenciosamente y sólo después de un
instante recobrarían la perfección de sus formas quie-tas. La Antonia me sonrió y dijo que me veía muy «ueks». Entonces seguimos caminando juntos.
—Te atrasaste.
—Mi papá tuvo que ver a un enfermo.
—Ah...
—¿Llegaron?
—Están en el porch de atrás.
—¿ Y la Muñeca?
—Ya te dije que te iba a acusar a tu mamá si le siguen diciendo así a tu abuelito...
—¿Dónde está?
—Esperándote.
—¿Quién?
—La Muñeca...
—Y yo te voy a acusar a mi abuelita por decirle asía tu patrón... Y vas a ver no más lo que te va a pasar, vieja atrevida...
Mi abuelo, encerrado en la pieza del piano, tocaba «El herrero armonioso». Encuchándolo desde el porch mis primos se retorcían de risa. Cuando intenté lla-marles la atención sobre mis pantalones me hicieron callar porque estaban jugando al juego de contar los errores de ejecución del abuelo y con cada nota torpe se agarraban la cabeza a dos manos y lloraban de risa: cualquiera de ellos tocaba mejor. Magdalena dejó pasar un buen rato después del final para calmarse antes de ir a avisarle que yo había llegado.
—Apuesto a que no felicitas a la Muñeca...
—Apuesto a que sí...
Cuando mi abuelo salió parpadeando de la pieza del piano miró un buen rato a la Magdalena antes de reco-nocerla, como si la viera por primera vez. Pequeño y seco, con el traje ridículamente entallado, era un perso-naje de farsa que en nuestros juegos llamábamos «la Muñeca» porque era muy blanco, muy blanco, como de porcelana envejecida, y teníamos la teoría de que se echaba polvos. Una vez uno de nosotros se quedó vigilando mientras él tocaba el piano, y nos fuimos a registrar su baño tan meticulosamente ordenado en bus-ca de los polvos que no encontramos.
—Debe usar un esmalte...
—...o alguna fórmula mágica.
—Es distinto, debe tomar algo, tiene el cogote igual y no se va a estar esmaltando el cogote.
Marta, que era gorda y cuyas aspiraciones a enfla-quecer destruimos cuando cumplió nueve años, se pasa-ba la vida con un cordel muy apretado en la cintura, jugando a que era la Muñeca y consolándose con la idea de que por lo menos heredaría su cintura.
—Qué bien tocó hoy, Tata...
—No sé...
—Sobre todo esa parte...
—Ligero, sí, pero Cortot lo toca así.
Seguía parpadeando, mirándola.
—Ya estamos todos, Tata.
—¿Por qué no entran al escritorio, entonces, a acom-pañarme un ratito?
Todos los sábados, al llegar, pasábamos por esta estricta ceremonia: un estirado ritual, siempre idéntico, suplantaba la relación que mi abuelo era incapaz de tener con nosotros. Sólo después de someternos a ella quedábamos libres. Nos convocaba a su escritorio y nos ofrecía, como para romper el hielo, unos alfeñiques deli-ciosos hechos en casa, que guardaba en un tarro de té Mazawatte. Charlaba con nosotros durante diez minu-tos. Después ya casi no nos miraba y jamás nos dirigía ¡apalabra, ni siquiera para reñirnos. Pasaba poco tiem-po en casa, y allí, siempre encerrado en su escritorio jugando interminables partidas de ajedrez con un adversario fantasmal que era él mismo.
Los domingos, en los historiados almuerzos familiares donde comíamos las famosas empanadas de la Violeta, ocupaba la cabecera de la mesa, más allá de nuestros padres y de algún pariente invitado, siempre silencioso en medio de las discusiones y los chismes, consumiendo alimentos desabridos y sin color que no dañaban su estómago. Como postre sólo comía unas gelatinas blanquizcas en forma de estrella: siempre las mismas, durante todos los domingos de mi infancia. Allá al otro extremo de la mesa dominical, llena de primos y tíos y visitas, el rostro de mi abuelo, oscuro con-tra la luz de la ventana a que da la espalda, ingiere esas estrellas translúcidas y tiritonas que reúnen toda la luz. Y yo, al otro extremo de la mesa, lloro y pataleo porque no quiero melón ni sandía ni huesillos ni bavarois, quiero estrella, Nana, quiero estrella, dígale al abuelo que me dé estrella, quiero y quiero y quiero, y lanzo la cuchara al centro de la mesa y mi madre se para y viene a castigarme porque soy malo..., no, no malo, consenti-do porque es hijo único..., cómo no, tan chico y tan irrespetuoso, es el colmo. No, no. El no de mi abuela es persuasivo y absolvente: no, que le traigan una estrella al niño para que no llore, para qué tanto boche, qué cuesta por Dios. Y ella misma, con una cuchara, corta un cacho de la estrella y me lo pone en la boca..., lo saboreo con las lágrimas todavía en las pestañas y es malo, no tiene gusto a estrella, y lo escupo sobre mi ser-villeta bordada de patitos, y entonces sí que me sacan chillando del comedor y me castigan por malo y mi madre y mi padre y mis primos y las visitas siguen almorzando en torno a la larga mesa, comentando lo malo que soy, escuchando mis chillidos que se pierden en el interior de la casa.
Pero los alfeñiques de mi abuelo sí que eran sabrosos. Sentado en el fondo de su sillón colorado, con una rodilla filuda cruzada encima de la otra, nos pregunta a cada uno cómo nos ha ido en el colegio, los decimales no hay quién los entienda, y los quebrados, Luis tiene mala nota en quebrados, sobre todo en división, que es difícil. Su pregunta, mi respuesta, su pregunta, otra respuesta, otra pregunta, más respuestas, interrogatorio, no conversación, como si fuéramos imbéciles, incapaces de mantener una charla durante diez minutos, hasta que después, mucho después, nos dimos cuenta de que la Muñeca era bastante sorda ya en esa época, y por eso interrogaba y no charlaba. A veces nos divertíamos escondiéndonos detrás de la cortina de la pieza del pia-no para verlo tocar: ahogados de la risa lo oíamos comenzar y recomenzar «El herrero armonioso» diez y veinte veces, la cabeza inclinada sobre el teclado hacia el lado del oído que aún oía algo. Al final de los almuer-zos del domingo, declarando que aprovechaba que todos los comensales eran de confianza, se levantaba de la mesa antes que los demás termináramos nuestro menú tanto más complicado y con un ritmo tan distinto al suyo, para ir a encerrarse en su escritorio y buscar la ópera dominical en la radio. La ponía muy fuerte, atro-nando la casa entera, y él, lo espiábamos por entre los visillos de su ventana, se inclinaba sobre la radio y pegaba su oído tratando de oír algo.
Cuando éramos muy chicos temblábamos ante su for-ma de mirarnos durante los interrogatorios de los sába-dos: los cinco enfila ante él, de mayor a menor, respon-diendo a sus preguntas. Recuerdo su mirada. Era como si no enfocara los ojos. La Antonia declaraba que mi abuelo miraba así porque era un santo. Pero no tarda-mos en ver que no enfocaba su vista simplemente porque no nos miraba a nosotros mientras nos agobiaba con sus preguntas. Llegamos a darnos cuenta de que escu-driñaba su propio reflejo en los cristales de sus armarios de libros, arreglándose innecesariamente el nudo de la corbata, pasándose la mano sobre el cuida-doso peinado que parecía pintado sobre su cabeza, vigilando y tironeando su chaleco de modo que no hiciera ni una sola arruga, como si en esos cristales fuera a encontrar una imagen perfecta de sí mismo des-tacada sobre el crepúsculo riquísimo de los empastes.
No oía nuestras respuestas en parte por su sordera, pero más porque no estaba preocupado de eso. Y cuan-do fuimos percibiendo que no le interesábamos absolu-tamente nada pudimos descongelarnos, haciendo descu-brimientos que nos divertían: bajo sus pantalones plan-chados como cuchillos colgaban unos cordones blancos, completamente ridículos, con los que ataba a sus canillas los calzoncillos largos que nunca, ni en el vera-no más tórrido, dejaban de proteger la fragilidad de su cuerpo.
Han tenido que pasar muchos años para que el absurdo de esos cordones blancos retroceda desde el primer plano de importancia. Pienso en el egoísmo, en la indiferencia de su vida. Pero ahora pienso también en la soledad de su esfuerzo por impedir que sus dedos enredaran hasta lo irreconocible las notas de la pieza más simple. Pienso en su vanidad, en ese terror suyo, mudo, ineficaz, ante la sordera y la vejez que avanza-ban. Yo no sé nada de su vida. No sé quién fue. No sé ni siquiera si habrá sido alguien —algo más que ese fantoche que llamábamos la Muñeca. Tal vez ahora, sentado ante mi escritorio, haga este acto de contrición al darme cuenta de que en el momento en que mi abuelo comienza a existir en mi memoria tenía la edad que yo tengo ahora, y su recuerdo nace junto al de su ancianidad y su absurdo. Ahora se me antoja pensar que quizás el abuelo se daba cuenta de que lo encontrábamos ridí-culo. Que se dejaba los cordones de los calzoncillos col-gando intencionalmente, y protegido por la distancia y la irrealidad de la farsa, elegía así no tener ningún con-tacto con un mundo que no fuera estrictamente adulto, donde las leyes de la jerarquía prevalecieran. No era más que otra forma de liberarse del compromiso que implicaba tener una relación individual con nosotros.
Por otro lado, pienso también que nuestra risa era una manera de disfrazar nuestra extrañeza. En mi caso por lo menos, ahora estoy seguro de que eso era. Viéndolo tan pretencioso, tan aislado, tan temeroso, me parecía totalmente imposible cualquier filiación entre ese ser y yo. Alguna vez me cruzó la mente la idea de que llegar a su gran edad implicara un cambio más mis-terioso y radical que el que yo intuía, una sustitución completa de células, un trocar absoluto de facultades. Pero no. Yo no iba a ser nunca, en nada, como él. Tenía la impresión, muy incierta desde luego, de que mi abuelo no era un animal como yo y mi abuela y mis pri-mos y las sirvientas y nuestros padres, sino que pertene-cía a otro reino, tal vez al de los insectos con sus extre-midades flacas y sus gestos angulosos, con esa fragili-dad y aridez de materia con que estaba construida su persona. No sé cómo decirlo..., la sensación de que si yo me moría me iba a podrir y que los jugos de mi cuerpo me unirían con la tierra: cuando él muriera, en cambio, se secaría, se astillaría, y finalmente el aire aventaría lo que de él quedara como polvo de escombros.
Esta distancia entre mi abuelo y nosotros me enseñó por lo menos una cosa: que yo no era el ser más extraño y equivocado del mundo entero, de lo que la critica de los grandes me hubiera convencido si no fuera porque él, sin duda, era peor que yo. Yo estaba con los demás, fuera de la redoma, viéndolo nadar adentro, contem-plando sus evoluciones, comentando la luz en su espiga de escamas, riéndome con los demás del feo gesto ansio-so de su boca al acercarse al vidrio que él no sabía que era vidrio y yo sí, yo sí lo sabía.
Después de unos diez minutos de charla mi abuelo nos despachaba con un suspiro de alivio —no lo oíamos, pero nada nos costaba suponerlo. Y al salir de su escri-torio, nosotros, por nuestro lado, lo olvidábamos com-pletamente durante el resto de nuestra permanencia en su casa. Sólo lo recordaríamos cuando alguien nos hiciera callar, porque él no imponía más que esta limi-tación a nuestro comportamiento: la de moderar nues-tra bulla, la de hacerlo todo a media voz para no herir sus frágiles oídos. Luego fuimos creciendo, y tal vez por su imposición nuestros juegos perdieron el ruido antes que los juegos de otros niños, y tuvimos que suplantar el movimiento con la imaginación, y la bulla con la intre-pidez de la palabra.
Al principio nuestro cuartel general en la casa de mi abuela era el porch de atrás, en el sofá y los sillones de peluche azul que antes que compraran el juego amarillo a rayas eran del salón. Nos instalaban allí para que quedáramos bajo la vigilancia de las sirvientas que tra-bajaban en el repostero, ocupadas en moler chuchoca para la cazuela de pava del domingo, o dejando caer bollos hirvientes sobre el mármol de la mesa, que se transformarían en galletas, alfeñiques, melcochas Los muebles de peluche azul, tan fuera de lugar en ese porch al que entraban la lluvia y el sol, siguieron envejeciendo interminablemente bajo la acción de los elementos, ayudada por nuestros saltos, ablandándose bajo nuestras siestas, sin llegar jamás a romperse del todo. Hasta que un buen día, cuando yo ya era muchachón, los muebles de peluche azul desaparecieron para siempre de su sitio y ni siquiera se nos ocurrió preguntar por ellos porque ahora que éramos grandes pasábamos poco tiempo en el porch de atrás: ya habíamos explorado las posibilida-des ilimitadas de la casa de mi abuela, y las del porch, en comparación con las demás, nos parecían insignifi-cantes.
Mi abuela pasaba casi todo el día afuera durante la semana: su población, sus correteos en el autito que manejaba ella misma, sus pobres. Pero el sábado y el domingo los reservaba para nosotros. Nos trepábamos a ella como a un árbol cuando éramos pequeños, exigién-dole cuentos y dulces y caricias y preferencia y regalos, como a una cornucopia inagotable. Más tarde, ya creci-dos, no podíamos treparnos a su cuerpo, pero estar en su casa era como seguir pegados a ella físicamente, y la casa, como extensión del cuerpo de mi abuela, configuraba ahora la cornucopia: era como inventada por mi abuela para nuestro deleite. Es cierto que nos prohibían la entrada al escritorio de mi abuelo, y creo quejamos vi su dormitorio, grande y vacío, más que desde la puer-ta. Al lado había una pequeña alcoba donde dormía mi abuela. Y al frente, los dormitorios de «las niñitas», mi madre y mi tía Meche cuando eran jóvenes, con sus tocadores al laque blanco con espejos ovalados, y algún retrato de Leslie Noward o Ronald Colman amarillean-do sobre el empapelado de flores: dormitorios terrible-mente inhabitados pese a que la Magdalena y la Marta ocupaban uno cada una cuando dormíamos en la casa de mi abuela los sábados. Todo esto y la sala y el escri-torio y la pieza del piano y el repostero y las despensas y la cocina quedaban en planta baja. Arriba no había más que un cuarto, inmenso, con balcón, que servía para guardar baúles, y donde mis primos y yo dormía-mos los sábados. La casa estaba llena de armarios y de alacenas y subterráneos, de puertas falsas ocultas por cortinas o condenadas con una tranca de palo que era facilísimo desclavar, de maletas cubiertas con etiquetas fabulosas y baúles nominalmente prohibidos que abría-mos con una horquilla retorcida para disfrazarnos con sus contenidos, de posibilidades de que otras sombras se desprendieran de las sombras, y pasos de la oscuridad, y arañas de los techos, y de pronto el deleite de una ven-tana abierta de par en par sobre el jardín donde la luz amarilleaba entre las hojas. Pero preferíamos los tres maniquíes de trapo blanco descabezados que tenían cada uno el nombre de mi abuela, el de mi madre y el de mi tía Meche, con los que jugábamos al juego del miedo. Y hacinamientos de libros sin pasta o a los que les falta-ba un tomo o ediciones innobles o simplemente pasados de moda: Blasco Ibáñez y Bourget y Claude Farrére y Palacio Valdés y Lotiy Merezhkovski y Ricardo León y Mary Webb y Maurice Dekobra, olvidados ahora, olvi-dados quizás ya en esa época y por eso relegados a montones un poco húmedos en los roperos vacíos o detrás de los armarios de los cuartos de diario. En esos libros leímos las primeras cosas prohibidas cuando todos creían que mis primas se extasiaban con la Princesita de los Brezos y nosotros con el Capitán Marryat. Y el hacinamiento de revistas polvorientas que jamás llegó el momento de hacer empastar. Vogue, y La Huas-ca de cuando mi abuelo iba a las carreras, y el inagota-ble National Geographic, y los volúmenes rosados y sin ilustraciones de la Revue des Deux Mondes que nos servían de ladrillos en nuestras construcciones de pala-cios sobre los jardines de la alfombra con medallones casi desvanecidos. Y cajas de sombreros atestados de fotografías de gente que no conocíamos: de vez en cuan-do mi abuela en una recepción de Embajada o las fac-ciones de mi abuelo comiendo un trozo de pierna de cor-dero en un picnic increíblemente pretérito. Y la lavan-dería y el cuarto de costura lleno de mujeres atareadísimas, el olor a plancha, los montones de camisas de mi abuelo blancas y livianas como espuma, tan distintas a las de mi padre, que quedaban como acartonadas. Y la costurera cegatona que nos hacía guardapolvos y para quien dibujábamos zancudos en las paredes que ella nunca terminaba de matar, y un jardinero borracho y fabulador que le tocaba las piernas a la Magdalena cuando nosotros la mandábamos en penitencia por algo, para que después nos contara todo lo que Segundo hizo...
Y en la noche del sábado —la ventana abierta al jar-dín en el verano, las escamas púrpuras de la buganvilla formando un dragón fascinado que se asomaba al bal-cón— esperábamos los tres primos, Luis, Alberto y yo, que mi abuelo y mi abuela se quedaran dormidos, y entonces, en silencio, las dos primas, Marta y Magdale-na, subían hasta el cuarto del mirador y comenzaban nuestros juegos.

Fuente: Club Bruguera.

viernes, 13 de mayo de 2016

Donoso José - Conjeturas Sobre La Memoria De Mi Tribu.


A partir de viejas fotografías de fines del siglo XIX, de rumores oídos en los patios y pasillos de su niñez, de sus propias e infatigables obsesiones, José Donoso reconstruye en Conjeturas sobre la memoria de mi tribu los escenarios y los dramas que han signado la historia de su familia desde que el primer Donoso puso pie en el Reyno de Chile hace cuatrocientos años. Terratenientes altivos e ignorantes, políticos brillantes y advenedizos, intelectuales, locos, médicos y beatas pueblan estas páginas donde la pluma del escritor tiñe la historia privada con la tinta de su imaginación —a menudo más poderosa que su voluntad consciente— o con las conjeturas que dan forma a los datos inconexos. ¿Qué culpas o rencores indujeron a Sor Bernarda, tía abuela del novelista, a pasar sesenta años con el rostro cubierto por un velo negro? ¿Un amor prohibido, una fuga, una liberación? Cada vez que los laberintos de la «verdad histórica» dejan un punto ciego, el instinto del narrador lo ilumina: en esto consiste el arte de novelar, y Donoso lo ejecuta con la maestría y la audacia que lo han hecho célebre.
Fuente: Enrico Pugliatti.

(Fragmento).
Capítulo uno
La trama de los orígenes
 Hace quince días terminé mi nueva novela, Donde van a morir los elefantes: comprobé una vez más que ciertos textos tienen mayor envergadura, poseen más fuerza y presencia que el escritor que pretende haberlos creado. Había iniciado esta novela con un esquema que me creí capaz de despachar en doscientas páginas. Pero el relato, indómito, exuberante, díscolo, se me fue saliendo alegremente de madre, y al final, acezante, completé seiscientas páginas que no comprendo de dónde fueron apareciendo. Resulta difícil pensar que todo este enigmático material no me haya acechado desde siempre, escondido en los pliegues de un texto-previo-al-texto inscrito en el silencio en mi ADN antes de que yo naciera. Un tiránico pie forzado, una simiente remota de lo que muchos avatares más tarde se manifestaría como el espacio y el tiempo de lo que estoy escribiendo: mi modo de sentir, de imaginar, me viene de muy atrás, y ahora estas «memorias» son la ocasión propicia para utilizar esos antiguos instrumentos.
Por los días en que entregué el manuscrito de Donde van a morir los elefantes, una buena amiga, aunque de sensibilidad algo roma, me preguntó con la mejor intención del mundo si se trataba de mi «testamento literario». Contesté con un airado «¡no!». Su pregunta consumió mi pobre remanente de tranquilidad en una llamarada de protesta, ya que hacia el final de la escritura de un libro suelo sentir un trueno en el sismógrafo que oscila con mi habitual temor ante el término de un texto. ¿Por qué esta sensación de catástrofe para mi salud cuando entrego una novela? ¿Por qué esta sensación de merma del oxígeno de la fantasía, de paseo por los ribetes de la muerte, de carencia, de ser un pobre hombre vulnerable e inerme?
Inmediatamente después de expedirle mi texto a Carmen Balcells, mi ilustre agente literario en Barcelona, para que lo ofreciera como en un remate, sentí el acoso de las preguntas de siempre en el momento de consignar mi carne a las fieras que rugen en el circo de las ediciones y los lectores. Son preguntas que no versan ni sobre la calidad literaria o informativa de mi obra, ni sobre el resultado exitoso o no de lo recién entregado. Son mucho más brumosas estas especulaciones propuestas por mi autoritario texto-previo-al-texto: acertijos sin respuesta, preguntas brutales enclavadas en el centro mismo de todas las preguntas posibles. La amenazante perspectiva de no ver nada si no logro despojarme de ciertos antifaces y máscaras que velan la superficie oceánica de mi inconsciente... ¿Confesiones? ¿Qué voy a confesar, si ni siquiera identifico de quién es la sombra que transita desvelada por el jardín, y que puede o no ser una parte esencial de mi yo fugitivo? ¿Por qué me siento incapaz, vano, huero, torpe, ante las invitaciones a compartir la luz, donde la realidad se muestra accesible para mi inteligencia o mi amor? ¿No es todo otra burla salvaje del controvertido Ser Supremo? Los cucos infantiles, las acusaciones de mi propia ineficacia, reaparecen en el gesto virtual del arco tendido: sé que mi flecha no será flecha verdadera mientras no la haga volar de nuevo y no tenga la certeza de que su puntería hará sangrar el blanco.
¿Qué escribir, entretanto, para echar a volar de nuevo mi flecha? ¿Un ponderado romance filosofante? ¿Un libro de viajes y aventuras infantiles? ¿Una relación de míticas batallas entre onas y yaganes que luchan por apoderarse de una manada de guanacos? ¿Un recorrido por las sensibilidades desolladas —víctimas de aquello que entonces solíamos llamar «la vida»— en los salones de Madrid y Lucca, de Washington y Barcelona, de Buenos Aires y Santiago de Chile, al pie de esta cordillera vertiginosa en cuyas cimas heladas encontraron a un pequeño noble incaico, plácidamente dormido bajo un intacto manto de blancura desde hacía varios siglos?
La verdad es que nada de todo esto me apetecía. Carezco de imaginación histórica, aunque la historia, especialmente la de mi tribu, me apasiona cuando me toca de cerca. Pero ninguno de los temas que me escocían en la punta de los dedos me quemaba la mano entera para que los escribiera. Ansiaba verme, y a los míos, en medio de un fragor que desconozco porque, claro, mi historia personal, mi experiencia, es casi exclusivamente doméstica, jamás épica, y sólo los acontecimientos tocados por lo épico son conservados por la memoria en volúmenes empastados en rojo y oro, tanto que en mi casa, de niño, las cartas y los diarios de otro tiempo me parecían servir sólo para embalar la cristalería. Todo lo que me rodeaba se me ocurría carente de arranque y motores propios, sin metabolismos autónomos que estiraran mis sinapsis para ligarme a mundos que no fueran sólo domésticos, sino también encarnaciones de los grandes temas que —lo sentí— me dejaban al margen. Quizás a modo de paliativo me convencía de que crecer significa echar mugrones, enterrar papas para cosechar más de lo mismo, sólo que reconstituido. Reviví esa vieja ansiedad que me había mantenido sediento durante años y años de espera, hasta que me llegó el momento para cumplir ciertas obsesiones, inabordables mientras no florecía en mí el absurdo lirio morado de la nostalgia. Ahora he cumplido setenta años y cuento con lirios y nostalgia para dar y regalar: estoy seguro de que me ha llegado el momento de revisar y revalorar —reinventándola— mi propia historia y la de los míos, y aceptar todo lo que ella puede tener, y de hecho tiene, de «trucado».
Fuente:
Editorial Alfaguara.

miércoles, 11 de mayo de 2016

José Donoso. Novela. Coronación. (Fragmento).


Andrés Ábalos es un hombre de cincuenta años que sigue soltero y que ha dedicado su vida a los negocios y a satisfacer las expectativas de otros más que sus propios deseos. Cuida de su abuela, Elisa Grey de Ábalos, una anciana nonagenaria que padece accesos de locura que han provocado la renuncia de cuanta mujer ha sido contratada para cuidarla. Sólo vive con dos viejas sirvientas, hasta que Estela, una sobrina de una de ellas, llega a la mansión para cuidarla. Andrés no tarda en empezar a desarrollar sentimientos por ella, pese a la diferencia de edad y a que ella pronto empieza una relación con Mario, un joven de origen más pobre cuya historia sirve de contrapunto a la de la decadente familia Ábalos.
Esperpéntica a la vez que realista, la primera novela del célebre narrador chileno prefigura los temas que marcarán su obra: decadencia, identidad, transgresión y locura…

 
José Donoso
 Coronación



 Título original: Coronación
José Donoso, 1957


  Para CARMEN ORREGO MONTES


  PRIMERA PARTE
 El Regalo



  1


Rosario mantuvo la puerta de par en par mientras el muchacho apoyaba la bicicleta en los peldaños que subían desde el jardín hasta la cocina, y lo dejó entrar con el canasto repleto de tarros, paquetes de tallarines, verduras y botellas. Dando un bufido, depositó su carga sobre el mármol de la mesa. Y al verlo quedarse con los ojos fijos en el vapor de la cacerola después de vaciar el canasto pausadamente, Rosario adivinó que algo le sucedía, que tal vez quisiera pedirle un favor o hacerle una confidencia, ya que había desaparecido su habitual atolondramiento de pequeño coleóptero oscuro y movedizo. Entre todos los muchachos que repartían las provisiones del Emporio Fornino, la cocinera, de ordinario seca y agria, siempre prefirió a éste, por ser el único que se mostraba consciente del vínculo que la unía al Emporio. A pesar de su larga viudez, nada halagaba tanto a Rosario como que se la considerara unida aún a tan prestigiosa institución, ya que Fructuoso Arenas había sido empleado de Fornino antes de casarse con ella y pasar a ser jardinero de misiá Elisa Grey de Ábalos.
—¿Qué le pasa, Ángel?
Ángel recorrió la cocina enorme con la vista ensombrecida, paseándola lentamente por el escuadrón de frascos y ollas en orden perfecto sobre las repisas. Respondió:
—Es que don Segundo me agarró ley…
—Es que usted es tan revoltoso, pues Ángel…
—Si no, señora Rosario, si los otros cabros la revuelven igual que yo no más. Es que me agarró ley. Y nada más porque soy amigo del Mario, usted lo conoce, ese cabro alto que tiene reloj con pulsera de oro.
—Ah, sí, es harto diablo ese Mario, a mí no me gusta. Parece que no le tuviera nadita de consideración a una. ¿Y Segundo por qué no le tiene ley? Está más mañoso…
—Bueno, es que el otro día lo pillaron que se quedó con un paquete que la vieja del 213 no había cobrado. Yo le dije al Mario que no se lo robara, a mí no me gustan esas cuestiones, pero lo pillaron, y don Segundo lo quiere echar por ladrón… y parece que me quiere echar a mí también, porque soy amigo del Mario.
La voz de Ángel se fue apagando hasta no ser más que un susurro desalentado. De pronto miró a Rosario, parpadeó como si quisiera llorar, y dijo:
—Y usted que es tan considerada allá en el Emporio, ¿por qué no le echa una habladita a don Segundo? No sé qué le voy a decir a mi vieja si me echan de la pega…
Rosario no tuvo que pensarlo dos veces para decir resueltamente:
—Claro. A mí me tiene que hacer caso no más Segundo. El puesto que le dieron cuando entró a Fornino se lo debe a mi Fructuoso, así que…
Ángel se animó entero. Con un gesto de la cabeza volcó hacia atrás el mechón de pelo negro que le había caído sobre la frente. Acordaron que dentro de dos días debía venir para saber el resultado de la entrevista con don Segundo; el muchacho se despidió, y bajando los escalones con un brinco tomó su bicicleta. La condujo por los senderos del jardín, y al pasar cerca de la desvencijada poltrona de mimbre en que reposaba don Andrés Ábalos, nieto de la dueña de casa, Ángel le hizo una discreta venia antes de abrir la verja y partir pedaleando calle abajo.
A pesar de que hacía más de un cuarto de hora que don Andrés estaba sentado allí, en la sombra verde del tilo, no podía resolverse a abrir el periódico plegado encima de sus rodillas. La necesidad de responder al saludo del muchacho por lo menos con una inclinación de cabeza rescató al caballero de caer en la modorra completa, y entonces, para despabilarse, estiró sus brazos y sus largas piernas enfundadas en los pulcros pantalones grises que convenían a un hombre de sus años y situación. Su garganta emitió un sonido, un runruneo casi, como si todo su ser crujiera de placentera somnolencia. Debilísimos impulsos de desdoblar esas páginas nuevas, fragantes a tinta de imprenta, rozaron su voluntad, pero gustoso los dejó desviarse y no lo hizo. Culpa, sin duda, de aquel vaso de vino que no pudo resistirse a beber después del postre. ¡Pero los postres de Rosario eran tan exquisitos y de tan liviano aspecto que era fácil dejarse engañar y devorar plato tras plato! Entonces, claro, resultaba imposible prescindir de un buen vaso de vino para rematar, y durante la hora siguiente hasta el esfuerzo más trivial se hacía impensable. Por suerte que allí, descansando en la isla de esa sombra fragante y poblada de ruidos levísimos, de vuelos de insectos, de crujidos casi imperceptibles de hojas frescas y tallos tiernos, nada lo llamaba a hacer esfuerzos. Era suficiente mantener abierto apenas un resquicio de sus sentidos para inundarse entero de la complacencia brindada por la atmósfera, por la luz que al caer navegando entre las ramas encendía medallones en el brillo espléndido de sus zapatos negros, y por la tibieza justa de esa hora en el jardín apacible de la casa de su abuela.
Era verdad que tanto la casa como sus habitantes estaban viejos y rodeados de olvido, pero quizás gracias a ese vaso de vino o a la generosa hora del sol sobre la fachada, a don Andrés le fue fácil desechar pensamientos melancólicos. La casa donde misiá Elisa Grey de Ábalos vivía con sus dos ancianas criadas, Lourdes y Rosario, era un chalet adornado con balcones, perillas y escalinatas, en medio de un vasto jardín húmedo con dos palmeras, una a cada lado de la entrada. Además de los dos pisos, arriba había otro piso oculto por mansardas confitadas con un sinfín de torrecitas almenadas y recortes de madera. La casa tenía un defecto: estaba orientada con tan poco acierto que la fachada recibía luz escasas horas porque el sol aparecía detrás de ella en la mañana, y en la tarde la sombra del cerro vecino caía temprano. En otra época era costumbre pintar la fachada todos los años cerca del dieciocho de septiembre, como asimismo los rosales, de blanco abajo y rojos en la punta. Pero rosales ya no iban quedando y todo envejecía muy descuidado. Dos o tres gatos se asoleaban junto a la urna de mampostería, al pie de las gradas, pero afilarse las garras en el agave que contenía era imposible ya, porque la planta estaba seca desde hacía mucho tiempo, seca o podrida o apolillada. Era frecuente ver que las gallinas invadían el jardín, cloqueando y picoteando por los senderos de conchuela y por los bordes del boj enano que antes, cuando Fructuoso vivía, se hallaban tan esmeradamente recortados. Pero Fructuoso había muerto unos buenos quince años atrás, y tal vez por deferencia a su viuda jamás se llegó a tomar otro jardinero. ¡Qué se iba a hacer! Los años pasaban y ya no valía la pena preocuparse. Misiá Elisita no salía de su alcoba desde el decenio anterior, levantándose de su lecho rarísima vez; ni siquiera para su santo y su cumpleaños, las únicas ocasiones en que recibía visitas. Ahora acudía muy poca gente a verla, aun para esas solemnidades. En realidad, fuera del doctor Gros, médico de cabecera de la nonagenaria, y de inesperadas ancianas de camafeo y bastón, las únicas personas que entraban a la casa eran los muchachos del Emporio Fornino que repartían las provisiones en bicicleta.
Don Andrés se dijo que debía hacer un esfuerzo para reaccionar y abrir el periódico. Sólo logró llegar a pasarse las manos por la calva y cruzarlas sobre la pequeña panza que sus años sedentarios venían ciñendo a su cintura. Era frecuente que Lourdes tratara de consolarlo por la mala distribución de los kilos aumentados, asegurándole:
—Pero don Andresito, si la gordura es parte de la hermosura.
El caballero miraba el ruedo desmesurado de la minúscula sirvienta y no se convencía.
Su holgadísima situación financiera, que jamás le exigió otra cosa que firmar vagos papelorios de vez en cuando, lo había redimido de la necesidad de trabajar, mientras que su temperamento tranquilo y libresco lo había salvado de toda vicisitud sórdida, con un despliegue igualmente escaso de esfuerzo. Sin contar esa discreta abundancia en el vientre, que delataba su incapacidad de moderarse ante las seducciones ofrecidas por la buena mesa, los cincuenta y tantos años fueron deferentes con su físico. Su rostro encumbrado en la cima del cuello, nervudo aún bajo un poco de pellejo suelto, había conservado perfiles firmes, la nariz corva, el mentón noblemente dibujado, y detrás de las gafas sus ojos de un azul ya descolorido nunca brillaban muy lejos de la sonrisa. Si bien poseía escasos agrados en la vida, éstos, por ser elegidos con la libertad proporcionada por su situación y su temperamento, eran considerables: leer historia de Francia, hacer más y más preciosa su colección de bastones, mantenerse informado acerca de los advenedizos que movían la política interna del momento, a quienes comentaba incansablemente en el Club de la Unión con los pocos y —¡ay, no podía negarlo!— aburridísimos amigos que le iban quedando.
Don Andrés no recordaba la casa de su abuela sin Lourdes y Rosario. Sin embargo, una intimidad mayor y más afectuosa lo unía a Lourdes, porque la cocinera, a pesar de sus postres magistrales, siempre se le antojó un alquimista de alma refractaria a todo lo que no fuera sondear comprometedores secretos en el laboratorio de su inmaculada cocina. Además, como era Rosario quien pedía las provisiones semanales al Emporio Fornino, ese vínculo con el mundo exterior y con su pasado conyugal cimentaba en ella, cada día más, un convencimiento de su propia importancia que llevaba escrito en la tiesura de su labio superior y en la agresividad de su bigote de virago.
Como las relaciones de Lourdes con el mundo exterior siempre habían sido casi nulas, y el papel que desempeñaba en la casa, además de liviano, incierto, sus intereses se volcaron por completo hacia la familia Ábalos. Era ducha en parentescos, en fechas de nacimiento, en quién se casó con quién, cuándo y dónde y por qué. Como no era raro que a menudo resultara difícil para don Andrés mantener un grado mínimo de ecuanimidad en sus relaciones con su abuela, pasaba gran porción de esa tarde a la semana que destinaba a visitarla, charlando con Lourdes. Ésta, íntima y celadora, no perdía ocasión para amonestarlo por no casarse y, sobre todo, por la vida licenciosa que un soltero de su fortuna e independencia sin duda llevaba. Andrés se sonrojaba cada vez —se había sonrojado durante años—, sin poder más que protestar:
—¡Estás loca, mujer! ¡Cómo se te puede ocurrir!
Pero Lourdes movía la cabeza melancólicamente, sin creerle ni una palabra.
Lourdes se tomaba un mes de vacaciones todos los veranos, y lo pasaba en casa de su cuñado, que era inquilino en un fundo de la zona viñera. Pero como sus cuarenta o más años al servicio de misiá Elisita la habían habituado a la vida de la capital —aunque jamás salía de la casa—, generalmente se impacientaba por volver a la regalada vida santiaguina, porque el campo la agotaba con el trabajo en que, pese a las protestas de sus parientes, insistía en tomar parte, y con la estrechez de la casa mísera. Resultado, su mes de vacaciones nunca duraba más de quince o veinte días.
Así, días antes, había llegado un telegrama de la criada anunciando su regreso para esa tarde. Con el fin de darle la bienvenida, don Andrés acudió a casa de su abuela no obstante haber pasado otra tarde allí esa misma semana. El caballero miró su reloj. Faltaban cinco minutos a lo sumo para que Lourdes llegara, tomando en cuenta el tiempo que el taxi tardaría desde la estación.
Suspiró con alivio. Lourdes estaría de vuelta pronto, y con ella, según lo anunciado en su carta, la cuidadora para misiá Elisita. Era corriente que las cuidadoras de la anciana duraran poco a su servicio: todas partían humilladas después de corto tiempo, furiosas con las crueles sorpresas reservadas por un paciente de tan inofensiva apariencia. Precisamente una semana antes de que Lourdes saliera de vacaciones, la mujer que estaba a cargo de la enferma había abandonado su empleo al cabo de sólo dos meses. Esta crisis dio un objetivo cabal a las vacaciones de la atribulada sirvienta: el de cobrar a su cuñado la palabra empeñada por su mujer en su lecho de muerte —regalarle a Estela, la menor de sus hijas—. Ahora que Estela tenía diecisiete años, Lourdes se sabía con pleno derecho a hacer de ella su salvación en un momento de tan dura crisis. Sólo cuando esta muchacha llegara, misiá Elisita dejaría de ser una persona temible. Por lo menos por un tiempo, hasta que, desesperada como todas las demás, la joven partiera dejando que la suerte de su abuela cayera sobre sus hombros, que ya estaban comenzando a cansarse.
Sin embargo, don Andrés Ábalos no podía negarse que esa única tarde a la semana que pasaba junto a la enferma en el caserón húmedo era de importancia para él, le aportaba algo, algo distinto y tal vez de un orden superior a la trama usual de su vida. Era… bueno, era como si agradeciera a este único pariente que le iba quedando el serle causa de ansiedad verdadera, el hacerlo sentir y sufrir más allá de toda lógica, porque la anciana representaba el lazo más absurdo y precario con la realidad emocional de la existencia. Él ya no tenía otros lazos. Además, no osaría confesarse completamente solo hasta que la señora falleciera. Era su virtud que la larguísima enfermedad de misiá Elisita le enseñara más que nada a contemplar ese día, sin duda muy cercano, con un grado ínfimo de zozobra.
En el momento en que don Andrés por fin se había dispuesto a abrir el periódico para ahuyentar ese atisbo de pensamiento desagradable, un taxi se detuvo en la calle y Lourdes bajó acompañada de una muchacha que no podía ser otra que Estela. Entraron en el jardín cargadas de atados, ramos de flores, canastos, paquetes.
—¡Qué buena moza vienes, mujer! —exclamó el caballero cuando se acercaron—. ¡Qué colores! ¡Pareces de quince!
—¡Ay, don Andresito! Me duele el lomo de tanto andar sentada todo el día. Una ya no está para estos trotes…
Las mujeres depositaron su equipaje en el suelo. Estela se hallaba detenida detrás de su tía, casi como si quisiera ocultarse. Eran las cinco de la tarde. Extendiéndose por el jardín, la sombra del cerro ya las iba a alcanzar.
—Ven… —dijo Lourdes a su sobrina—. Voy a presentarte a don Andrés.
Estela saludó apenas, seria, sin levantar la vista de sus grandes zapatos nuevos. Lo llamó «patrón». ¡Patrón! Era el colmo en esta época y en un país civilizado, reflexionó él, a quien sus amigos en el Club consideraban quizás demasiado democrático, lo que no dejaba de enorgullecerlo.
El aspecto de la muchacha le pareció notablemente poco agraciado. Observándola con más detenimiento, sin embargo, don Andrés concluyó que no tenía derecho a esperar otra cosa de una campesinita. Pero era fuerte y bien formada, con un curioso color cobrizo opaco y cálido esparcido sin matices sobre los labios gruesos, sobre los pómulos levemente alzados, sobre los párpados gachos que ocultaban ranuras húmedas y oblicuas bajo el espesor de las pestañas, sobre las manos toscas. Don Andrés observó que sólo el dorso de la mano era cobrizo como el resto de la piel; la palma era unos tonos más clara, un poco rosada, como… como si estuviera más desnuda que el resto de la piel de la muchacha. Un escalofrío de desagrado recorrió a don Andrés. En fin, el aspecto de la pobre sirvientita ganaría bastante con el delantal blanco de uniforme, y a su modo quizás llegara a verse bonitilla.
—¿Sabes leer?
—Sí, patrón…
—Si es de lo más buena la rural que hay allá en el campo —replicó Lourdes, sonriendo hasta que sus ojillos quedaron convertidos en dos puntitos de satisfacción detrás de los lentes que se resbalaban por su exigua nariz.
El caballero hizo las preguntas de rigor para demostrar tanto a Estela como a sí mismo que, si bien era patrón, era humano y estaba vivamente interesado por el bienestar de los que de él dependían. ¿Estaría contenta en Santiago? ¿Llegaría a acostumbrarse a la vida de la ciudad? ¿No extrañaría a su familia, a sus amigos? Hizo votos para que el tiempo que pasara cuidando a la enferma le resultara grato y fuera prolongado. Cuando le dijo la cifra de su sueldo, las facciones de la muchacha no se alteraron, pero en alguna parte de ese rostro hermético había ahora una sonrisa.
—Llévatela y anda a instalarla —dijo don Andrés.
Y Lourdes, seguida por su sobrina cargada con canastos y envoltorios, partió rumbo a la puerta de la cocina.
Suspirando, don Andrés abrió el periódico. Era un alivio estar por fin seguro de haber encontrado a la persona indicada para que se hiciera cargo de su abuela. Alguien a quien no iba a ser necesario explicar nada de lo trágico de la situación, porque eso sólo la confundiría. En esta muchacha adivinaba esa capacidad de aceptación muda de los campesinos, esa entrega a cualquier circunstancia, por dura que fuera. Y por eso no sufriría como las demás cuidadoras. Estela era un ser demasiado primitivo, su sensibilidad completamente sin forma. En cambio, aprovecharía incontables ventajas, ya que lo tenía todo por aprender. Sí, era la persona justa, única, mejor que la docena de cuidadoras de las más variadas especies, incluso monjas, que en vano había probado durante los últimos años.
Sólo Lourdes y Rosario eran capaces de soportar a misiá Elisita, aunque rara vez se aventuraban al cuarto de la enferma en sus momentos malos. Por lo demás, casi no se las podía considerar sirvientas, puesto que el abuelo Ramón les había dejado generosas herencias a condición de acompañar a su viuda hasta que muriera. Condición innecesaria, porque ambas mujeres se hubieran quedado con misiá Elisita aun sin legados. Éste era su mundo, este cadáver de una familia y de su historia.
Quizás la presencia de la juventud cerca de su abuela lograra paliar la angustia de la nonagenaria, ese odio insistente, esa potencia endemoniada que la hacía escupir insultos canallescos y procaces a cuanta persona se le acercaba. Afortunadamente la pobre no era así todo el tiempo. Había ciclos de horas, de días, hasta de semanas, en que la exaltación desequilibrada se alternaba con la paz.
¡Pero esta paz era un mendrugo cuando Andrés recordaba a su abuela en otros tiempos! ¡Tan armoniosa entonces, tan diestra y callada! Toda la casa había respirado serenidad en aquella época, lo que ella tocaba iba adquiriendo orden y sentido. ¡Y había sido tan hermosa! Su sangre sajona se acusaba en el colorido claro de su tez y sus cabellos, en la finura quizás excesiva de sus facciones, y en ese algo como de ave de corral que, a pesar de su innegable belleza, llegó a acusarse con los años, hasta que la senectud barrió toda individuación de su rostro, dejando sólo la osamenta de una nariz soberbia y cierta fijeza insistente en sus ojos de loca.
El mal que la aquejaba se había venido insinuando desde hacía tantos, tantos años, que el recuerdo de una abuela perfecta pertenecía sólo a la primera juventud de Andrés. Fue precisamente en aquel banco de mampostería, ahora en ruinas, donde él, muchacho de diecisiete años entonces, percibió por primera vez un síntoma de la dolencia que había de terminar con su claridad.
Andrés recordaba esa primavera como una de las más dadivosas. Parecía posible palpar la luz que caía sobre el césped en racimos verdes a través de los tilos y las acacias. El abuelo Ramón, grueso y colorado, terminaba de alistar el trípode de la máquina fotográfica cerca de la maraña de arbustos recién florecidos, deseando aprovechar la hora de sol antes de que la sombra del cerro se desplomara, con el fin de fotografiar a su mujer. Tenía el abuelo bigotes retorcidos como el manubrio de una bicicleta, y vestía chaqueta de alpaca y canotier. Andrés se había partido el cabello al medio con todo esmero y Lourdes le había colocado una rosa amarilla en el ojal.

lunes, 9 de mayo de 2016

ITALO SVEVO La conciencia de Zeno.


Italo Svevo - Ettore Schmitz - (1861-1928) es un novelista italiano, pionero de la novela psicológica, y uno de los primeros escritores que utilizó las teorías psicoanalistas de Sigmund Freud. Italo Svevo es el seudónimo literario de Ettore Schmitz, nacido en el año 1861 en la ciudad de Trieste, que por entonces formaba parte del Imperio Austro-Húngaro. Su educación quedó interrumpida cuando su padre cayó en la bancarrota. Svevo tuvo que trabajar como empleado de banca durante un tiempo y, más tarde, en el negocio de pinturas de la familia de su esposa. Ello no le impidió, sin embargo, escribir, y sus dos primeras novelas, Una vida (1893) y Senectud (1898), constituyeron un completo fracaso, tanto de crítica como de público. En 1907, el escritor irlandés James Joyce, que vivió una temporada en Trieste, le dió clases de inglés. Svevo se sintió entonces con valor suficiente como para empezar una nueva novela, La conciencia de Zeno (1923). Murió unos años más tarde, en 1928, dejando inéditas un buen número de narraciones breves y parte de una novela, Il vecchione. Svevo desarrolló un estilo informal e irónico, usando el dialecto local y esforzándose especialmente en describir los pensamientos y recuerdos de sus personajes, basados en su propia vida. Recibió asimismo la influencia de las ideas de Sigmund Freud acerca de los efectos de las vivencias infantiles sobre los sentimientos de culpabilidad y angustia. Al ser judío, de origen alemán, y ciudadano del Imperio Austro-húngaro hasta que éste quedó disuelto, en el año 1918, Svevo quedó aislado del ambiente literario italiano. Sus novelas, que giran siempre alrededor de los detalles de la vida cotidiana y de la complejidad de las motivaciones humanas, ejercieron muy poca influencia hasta que en la década de 1970 fueron redescubiertas.
***
Publicada en 1923, La conciencia de Zeno es una de las obras cumbre de la narrativa del siglo XX. Apreciada en su época por una minoría, fue James Joyce, amigo íntimo de Italo Svevo, quien subrayó por primera vez la extraordinaria calidad de esta obra, hoy mítica, referencia ineludible para entender la evolución de la novela moderna. Svevo nos presenta aquí, de un modo innovador y desconcertante, la historia de Zeno Cosini, un hombre de negocios torpe y tristón, adúltero y, sobre todo, empedernido adicto a la nicotina. Para intentar dejar de fumar, su psicoanalista le recomienda que escriba sus memorias, cuyo resultado es este maravilloso libro -”una gran comedia psicológica”, como la definió Eugenio Montale. A lo largo de estas páginas, Zeno lleva a cabo un ambiguo ejercicio de racionalización de su experiencia y, poco a poco, nos introduce en los espejismos, las falsedades y las contradicciones de su biografía..

Fuente: Recopilador Enrico Pugliatti.

Prefacio

 Soy el doctor de quien se habla en esta novela a veces con palabras poco lisonjeras. Quien conozca el psicoanálisis sabrá juzgar la antipatía que el paciente siente por mí.
 No voy a hablar de psicoanálisis, porque en este libro ya se habla de él bastante. Debo excusarme por haber inducido a mi paciente a escribir su autobiografía; los estudiosos del psicoanálisis fruncirán el ceño ante tamaña novedad. Pero él era viejo, y yo confiaba en que con esa evocación se refrescaran sus recuerdos del pasado y la autobiografía fuese un buen preludio para el psicoanálisis. Aun hoy mi idea me parece buena, porque me ha dado resultados inesperados, que habrían sido mayores, si el enfermo, en el momento culminante, no se hubiera substraído a la cura, con lo que me privó del fruto de mi largo y paciente análisis de estas memorias.
 Las publico para vengarme y espero que le disguste. Sepa, sin embargo, que estoy dispuesto a repartir con él los elevados ingresos que obtendré con esta publicación, con tal de que reanude la cura. ¡Parecía sentir tanta curiosidad por sí mismo! ¡Si supiera cuántas sorpresas le reservaría el comentario sobre las numerosas verdades y mentiras que ha acumulado aquí!...
 DOCTOR S.
 Preámbulo

 ¿Ver mi infancia? Más de diez lustros me separan de ella y mi vista cansada tal vez podría alcanzarla, si la luz que aún refleja no se viera interceptada por obstáculos de todas clases, auténticas montañas altas: mis años y algunas horas de mi vida.
 El doctor me recomendó que no me obstinara en mirar tan lejos. Hasta las cosas recientes son preciosas para los médicos y sobre todo las imaginaciones y los sueños de la noche anterior. Pero, aun así, debería haber un poco de orden y para poder comenzar ab ovo, nada más separarme del doctor, que estos días se va de Trieste por una temporada larga, sólo para facilitarle la tarea, compré y leí un tratado de psicoanálisis. No es difícil de entender, pero sí muy aburrido.
 Después de comer, repantigado en una tumbona, cojo el lápiz y una hoja de papel. No hay arrugas en mi frente, porque he eliminado todo esfuerzo mental. Mi pensamiento se me presenta disociado de mí. Lo veo. Sube, baja... pero ésa es su única actividad. Para recordarle que es el pensamiento y que su deber sería manifestarse, cojo el lápiz. Y entonces se me arruga la frente, porque cada palabra está compuesta de muchas letras y el imperioso presente resurge y desdibuja el pasado.
 Ayer había intentado el máximo abandono. El experimento acabó en el sueño más profundo y no conseguí otro resultado que un gran descanso y la curiosa sensación de haber visto durante ese sueño algo importante. Pero está olvidado, perdido para siempre.
 Gracias al lápiz que tengo en la mano, hoy permanezco despierto. Veo, vislumbro imágenes extrañas que no pueden tener relación alguna con mi pasado: una locomotora que pita por una cuesta arrastrando innumerables vagones: ¡quién sabe de dónde vendrá y adonde irá y por qué ha acertado a aparecer aquí!
 En el duermevela recuerdo que mi tratado asegura que con este sistema se puede llegar a recordar la primera infancia, la de los pañales. Al instante veo a un niño en pañales, pero, ¿por qué habría de ser yo ése? No se me parece en nada y creo que es, en realidad, el que dio a luz mi cuñada hace pocas semanas y que nos enseñaron como un milagro porque tiene las manos tan pequeñas y los ojos tan grandes. ¡Pobre niño! ¡Sí, sí, recordar mi infancia! Ni siquiera encuentro el modo de avisarte a ti, que ahora vives la tuya, sobre la importancia de recordarla para tu inteligencia y para tu salud. ¿Cuándo llegarás a saber que te convendría recordar tu vida, aun esa gran parte de ella que te repugnará? Y, entretanto, inconsciente, vas investigando tu pequeño organismo en busca del placer y tus deliciosos descubrimientos te encaminarán hacia el dolor y la enfermedad, a la que te empujarán hasta quienes bien te quieran. ¿Qué hacer? Es imposible proteger tu cuna. En tu interior —¡chiquitín!— se está produciendo una combinación misteriosa. Cada minuto que pasa arroja un reactivo. Demasiadas probabilidades de enfermedad te están reservadas, porque no todos tus minutos pueden ser puros. Y, además, eres consanguíneo de personas que yo conozco. Los minutos que pasan ahora pueden ser puros, pero, desde luego, no lo fueron todos los siglos que, te prepararon.
 Aquí me tenéis muy alejado de las imágenes que preceden al sueño. Mañana volveré a probar.

Fuente:
Título original: La coscienza di Zeno
 Traducción: Carlos Manzano
 Editorial Seix Barral, S.A.


miércoles, 4 de mayo de 2016

Roberto Bolaño. Consejos sobre el Arte de Escribir Cuentos.


EL OJO SILVA
Para Rodrigo Pinto y María y Andrés Braithwaite
Lo que son las cosas, Mauricio Silva, llamado el Ojo, siempre intentó escapar de la violencia
aun a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la violencia, de la verdadera violencia, no
se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década del
cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende.
El caso del Ojo es paradigmático y ejemplar y tal vez no sea ocioso volver a recordarlo, sobre
todo cuando ya han pasado tantos años.
En enero de 1974, cuatro meses después del golpe de Estado, el Ojo Silva se marchó de
Chile. Primero estuvo en Buenos Aires, luego los malos vientos que soplaban en la vecina
república lo llevaron a México en donde vivió un par de años y en donde lo conocí.
No era como la mayoría de los chilenos que por entonces vivían en el D.F.: no se
vanagloriaba de haber participado en una resistencia más fantasmal que real, no frecuentaba los
círculos de exiliados.
Nos hicimos amigos y solíamos encontrarnos una vez a la semana, por lo menos, en el café
La Habana, de Bucareli, o en mi casa de la calle Versalles en donde yo vivía con mi madre y
con mi hermana. Los primeros meses el Ojo Silva sobrevivió a base de tareas esporádicas y
precarias, luego consiguió trabajo como fotógrafo de un periódico del D.F. No recuerdo qué
periódico era, tal vez El Sol, si alguna vez existió en México un periódico de ese nombre, tal
vez El Universal; yo hubiera preferido que fuera El Nacional, cuyo suplemento cultural dirigía
el viejo poeta español Juan Rejano, pero en El Nacional no fue porque yo trabajé allí y nunca vi
al Ojo en la redacción. Pero trabajó en un periódico mexicano, de eso no me cabe la menor
duda, y su situación económica mejoró, al principio imperceptiblemente, porque el Ojo se había
acostumbrado a vivir de forma espartana, pero si uno afinaba la mirada podía apreciar señales
inequívocas que hablaban de un repunte económico.
Los primeros meses en el D.F., por ejemplo, lo recuerdo vestido con sudaderas. Los últimos
ya se había comprado un par de camisas e incluso una vez lo vi con corbata, una prenda que
nosotros, es decir mis amigos poetas y yo, no usábamos nunca. De hecho, el único personaje
encorbatado que alguna vez se sentó a nuestra mesa del café Quito, en la avenida Bucareli, fue
el Ojo.
Por aquellos días se decía que el Ojo Silva era homosexual. Quiero decir: en los círculos de
exiliados chilenos corría ese rumor, en parte como manifestación de maledicencia y en parte
como un nuevo chisme que alimentaba la vida más bien aburrida de los exiliados, gente de
izquierda que pensaba, al menos de cintura para abajo, exactamente igual que la gente de
derecha que en aquel tiempo se enseñoreaba de Chile.
Una vez vino el Ojo a comer a mi casa. Mi madre lo apreciaba y el Ojo correspondía al
cariño haciendo de vez en cuando fotos de la familia, es decir de mi madre, de mi hermana, de
alguna amiga de mi madre y de mí. A todo el mundo le gusta que lo fotografíen, me dijo una
vez. A mí me daba igual, o eso creía, pero cuando el Ojo dijo eso estuve pensando durante un
rato en sus palabras y terminé por darle la razón. Sólo a algunos indios no les gustan las fotos,
dijo. Mi madre creyó que el Ojo estaba hablando de los mapuches, pero en realidad hablaba de
los indios de la India, de esa India que tan importante iba a ser para él en el futuro.
Una noche me lo encontré en el café Quito. Casi no había parroquianos y el Ojo estaba
sentado junto a los ventanales que daban a Bucareli con un café con leche servido en vaso, esos
vasos grandes de vidrio grueso que tenía el Quito y que nunca más he vuelto a ver en un
establecimiento público. Me senté junto a él y estuvimos charlando durante un rato. Parecía
translúcido. Esa fue la impresión que tuve. El Ojo parecía de cristal, y su cara y el vaso de
vidrio de su café con leche parecían intercambiar señales, como si se acabaran de encontrar, dos
fenómenos incomprensibles en el vasto universo, y trataran con más voluntad que esperanza de
hallar un lenguaje común.
Esa noche me confesó que era homosexual, tal como propagaban los exiliados, y que se iba
de México. Por un instante creí entender que se marchaba porque era homosexual. Pero no, un
amigo le había conseguido un trabajo en una agencia de fotógrafos de París y eso era algo con
lo que siempre había soñado. Tenía ganas de hablar y yo lo escuché. Me dijo que durante
algunos años había llevado con ¿pesar?, ¿discreción?, su inclinación sexual, sobre todo porque
él se consideraba de izquierdas y los compañeros veían con cierto prejuicio a los homosexuales.
Hablamos de la palabra invertido (hoy en desuso) que atraía como un imán paisajes desolados,
y del término colisa, que yo escribía con ese y que el Ojo pensaba se escribía con zeta.
Recuerdo que terminamos despotricando contra la izquierda chilena y que en algún
momento yo brindé por los luchadores chilenos errantes, una fracción numerosa de los
luchadores latinoamericanos errantes, entelequia compuesta de huérfanos que, como su nombre
indica, erraban por el ancho mundo ofreciendo sus servicios al mejor postor, que casi siempre,
por lo demás, era el peor. Pero después de reírnos el Ojo dijo que la violencia no era cosa suya.
Tuya sí, me dijo con una tristeza que entonces no entendí, pero no mía. Detesto la violencia. Yo
le aseguré que sentía lo mismo. Después nos pusimos a hablar de otras cosas, libros, películas, y
ya no nos volvimos a ver.
Un día supe que el Ojo se había marchado de México. Me lo comunicó un antiguo
compañero suyo del periódico. No me pareció extraño que no se hubiera despedido de mí. El
Ojo nunca se despedía de nadie. Yo nunca me despedía de nadie. Mis amigos mexicanos nunca
se despedían de nadie. A mi madre, sin embargo, le pareció un gesto de mala educación.
Dos o tres años después yo también me marché de México. Estuve en París, lo busqué (si
bien no con excesivo ahínco), no lo encontré. Con el paso del tiempo empecé a olvidar hasta su
rostro, aunque siempre persistió en mi memoria una forma de acercarse, un estar, una forma de
opinar desde cierta distancia y desde cierta tristeza nada enfática que asociaba con el Ojo Silva,
un Ojo Silva que ya no tenía rostro o que había adquirido un rostro de sombras, pero que aún
mantenía lo esencial, la memoria de su movimiento, una entidad casi abstracta pero en donde no
cabía la quietud.
Pasaron los años. Muchos años. Algunos amigos murieron. Yo me casé, tuve un hijo,
publiqué algunos libros.
En cierta ocasión tuve que ir a Berlín. La última noche, después de cenar con Heinrich von
Berenberg y su familia, cogí un taxi (aunque usualmente era Heinrich el que cada noche me iba
a dejar al hotel) al que ordené que se detuviera antes porque quería pasear un poco. El taxista
(un asiático ya mayor que escuchaba a Beethoven) me dejó a unas cinco cuadras del hotel. No
era muy tarde aunque casi no había gente por las calles. Atravesé una plaza. Sentado en un
banco estaba el Ojo. No lo reconocí hasta que él me habló. Dijo mi nombre y luego me
preguntó cómo estaba. Entonces me di la vuelta y lo miré durante un rato sin saber quién era. El
Ojo seguía sentado en el banco y sus ojos me miraban y luego miraban el suelo o a los lados,
los árboles enormes de la pequeña plaza berlinesa y las sombras que lo rodeaban a él con más
intensidad (eso creí entonces) que a mí. Di unos pasos hacia él y le pregunté quién era. Soy yo,
Mauricio Silva, dijo. ¿El Ojo Silva de Chile?, dije yo. Él asintió y sólo entonces lo vi sonreír.
Aquella noche conversamos casi hasta que amaneció. El Ojo vivía en Berlín desde hacía
algunos años y sabía encontrar los bares que permanecían abiertos toda la noche. Le pregunté
por su vida. A grandes rasgos me hizo un dibujo de los avatares del fotógrafo free lancer. Había
tenido casa en París, en Milán y ahora en Berlín, viviendas modestas en donde guardaba los
libros y de las que se ausentaba durante largas temporadas. Sólo cuando entramos al primer bar
pude apreciar cuánto había cambiado. Estaba mucho más flaco, el pelo entrecano y la cara
surcada de arrugas. Noté asimismo que bebía mucho más que en México. Quiso saber cosas de
mí. Por supuesto, nuestro encuentro no había sido casual. Mi nombre había aparecido en la
prensa y el Ojo lo leyó o alguien le dijo que un compatriota suyo daba una lectura o una
conferencia a la que no pudo ir, pero llamó por teléfono a la organización y consiguió las señas
de mi hotel. Cuando lo encontré en la plaza sólo estaba haciendo tiempo, dijo, y reflexionando a
la espera de mi llegada.
Me reí. Reencontrarlo, pensé, había sido un acontecimiento feliz. El Ojo seguía siendo una
persona rara y sin embargo asequible, alguien que no imponía su presencia, alguien al que le
podías decir adiós en cualquier momento de la noche y él sólo te diría adiós, sin un reproche,
sin un insulto, una especie de chileno ideal, estoico y amable, un ejemplar que nunca había
abundado mucho en Chile pero que sólo allí se podía encontrar.
Releo estas palabras y sé que peco de inexactitud. El Ojo jamás se hubiera permitido estas
generalizaciones. En cualquier caso, mientras estuvimos en los bares, sentados delante de un
whisky y de una cerveza sin alcohol, nuestro diálogo se desarrolló básicamente en el terreno de
las evocaciones, es decir fue un diálogo informativo y melancólico. El diálogo, en realidad el
monólogo, que de verdad me interesa es el que se produjo mientras volvíamos a mi hotel, a eso
de las dos de la mañana.
La casualidad quiso que se pusiera a hablar (o que se lanzara a hablar) mientras
atravesábamos la misma plaza en donde unas horas antes nos habíamos encontrado. Recuerdo
que hacía frío y que de repente escuché que el Ojo me decía que le gustaría contarme algo que
nunca antes le había contado a nadie. Lo miré. El Ojo tenía la vista puesta en el sendero de
baldosas que serpenteaba por la plaza. Le pregunté de qué se trataba. De un viaje, contestó en el
acto. ¿Y qué pasó en ese viaje?, le pregunté. Entonces el Ojo se detuvo y durante unos instantes
pareció existir sólo para contemplar las copas de los altos árboles alemanes y los fragmentos de
cielo y nubes que bullían silenciosamente por encima de éstos.
Algo terrible, dijo el Ojo. ¿Tú te acuerdas de una conversación que tuvimos en el Quito antes
de que me marchara de México? Sí, dije. ¿Te dije que era gay?, dijo el Ojo. Me dijiste que eras
homosexual, dije yo. Sentémonos, dijo el Ojo.
Juraría que lo vi sentarse en el mismo banco, como si yo aún no hubiera llegado, aún no
hubiera empezado a cruzar la plaza, y él estuviera esperándome y reflexionando sobre su vida y
sobre la historia que el destino o el azar lo obligaba a contarme. Alzó el cuello de su abrigo y
empezó a hablar. Yo encendí un cigarrillo y permanecí de pie. La historia del Ojo transcurría en
la India. Su oficio y no la curiosidad de turista lo había llevado hasta allí, en donde tenía que
realizar dos trabajos. El primero era el típico reportaje urbano, una mezcla de Marguerite Duras
y Hermann Hesse, el Ojo y yo sonreímos, hay gente así, dijo, gente que quiere ver la India a
medio camino entre India Song y Sidharta, y uno está para complacer a los editores. Así que el
primer reportaje había consistido en fotos donde se vislumbraban casas coloniales, jardines
derruidos, restaurantes de todo tipo, con predominio más bien del restaurante canalla o del
restaurante de familias que parecían canallas y sólo eran indias, y también fotos del extrarradio,
las zonas verdaderamente pobres, y luego el campo y las vías de comunicación, carreteras,
empalmes ferroviarios, autobuses y trenes que entraban y salían de la ciudad, sin olvidar la
naturaleza como en estado latente, una hibernación ajena al concepto de hibernación occidental,
árboles distintos a los árboles europeos, ríos y riachuelos, campos sembrados o secos, el
territorio de los santos, dijo el Ojo.
El segundo reportaje fotográfico era sobre el barrio de las putas de una ciudad de la India
cuyo nombre no conoceré nunca.
Aquí empieza la verdadera historia del Ojo. En aquel tiempo aún vivía en París y sus fotos
iban a ilustrar un texto de un conocido escritor francés que se había especializado en el
submundo de la prostitución. De hecho, su reportaje sólo era el primero de una serie que
comprendería barrios de tolerancia o zonas rojas de todo el mundo, cada una fotografiada por
un fotógrafo diferente, pero todas comentadas por el mismo escritor.
No sé a qué ciudad llegó el Ojo, tal vez Bombay, Calcuta, tal vez Benarés o Madrás,
recuerdo que se lo pregunté y que él ignoró mi pregunta. Lo cierto es que llegó a la India solo,
pues el escritor francés ya tenía escrita su crónica y él únicamente debía ilustrarla, y se dirigió a
los barrios que el texto del francés indicaba y comenzó a hacer fotografías. En sus planes -y en
los planes de sus editores- el trabajo y por lo tanto la estadía en la India no debía prolongarse
más allá de una semana. Se hospedó en un hotel en una zona tranquila, una habitación con aire
acondicionado y con una ventana que daba a un patio que no pertenecía al hotel y en donde
había dos árboles y una fuente entre los árboles y parte de una terraza en donde a veces
aparecían dos mujeres seguidas o precedidas de varios niños. Las mujeres vestían a la usanza
india, o lo que para el Ojo eran vestimentas indias, pero a los niños incluso una vez los vio con
corbatas. Por las tardes se desplazaba a la zona roja y hacía fotos y charlaba con las putas,
algunas jovencísimas y muy hermosas, otras un poco mayores o más estropeadas, con pinta de
matronas escépticas y poco locuaces. El olor, que al principio más bien lo molestaba, terminó
gustándole. Los chulos (no vio muchos) eran amables y trataban de comportarse como chulos
occidentales o tal vez (pero esto lo soñó después, en su habitación de hotel con aire
acondicionado) eran estos últimos quienes habían adoptado la gestualidad de los chulos
hindúes.
Una tarde lo invitaron a tener relación carnal con una de las putas. Se negó educadamente. El
chulo comprendió en el acto que el Ojo era homosexual y a la noche siguiente lo llevó a un
burdel de jóvenes maricas. Esa noche el Ojo enfermó. Ya estaba dentro de la India y no me
había dado cuenta, dijo estudiando las sombras del parque berlinés. ¿Qué hiciste?, le pregunté.
Nada. Miré y sonreí. Y no hice nada. Entonces a uno de los jóvenes se le ocurrió que tal vez al
visitante le agradara visitar otro tipo de establecimiento. Eso dedujo el Ojo, pues entre ellos no
hablaban en inglés. Así que salieron de aquella casa y caminaron por calles estrechas e infectas
hasta llegar a una casa cuya fachada era pequeña pero cuyo interior era un laberinto de pasillos,
habitaciones minúsculas y sombras de las que sobresalía, de tanto en tanto, un altar o un
oratorio.
Es costumbre en algunas partes de la India, me dijo el Ojo mirando el suelo, ofrecer un niño
a una deidad cuyo nombre no recuerdo. En un arranque desafortunado le hice notar que no sólo
no recordaba el nombre de la deidad sino que tampoco el nombre de la ciudad ni el de ninguna
persona de su historia. El Ojo me miró y sonrió. Trato de olvidar, dijo.
En ese momento me temí lo peor, me senté a su lado y durante un rato ambos permanecimos
con los cuellos de nuestros abrigos levantados y en silencio. Ofrecen un niño a ese dios, retomó
su historia tras escrutar la plaza en penumbras, como si temiera la cercanía de un desconocido, y
durante un tiempo que no sé mensurar el niño encarna al dios. Puede ser una semana, lo que
dure la procesión, un mes, un año, no lo sé. Se trata de una fiesta bárbara, prohibida por las
leyes de la república india, pero que se sigue celebrando. Durante el transcurso de la fiesta el
niño es colmado de regalos que sus padres reciben con gratitud y felicidad, pues suelen ser
pobres. Terminada la fiesta el niño es devuelto a su casa, o al agujero inmundo donde vive y
todo vuelve a recomenzar al cabo de un año.
La fiesta tiene la apariencia de una romería latinoamericana, sólo que tal vez es más alegre,
más bulliciosa y probablemente la intensidad de los que participan, de los que se saben
participantes, sea mayor. Con una sola diferencia. Al niño, días antes de que empiecen los
festejos, lo castran. El dios que se encarna en él durante la celebración exige un cuerpo de
hombre -aunque los niños no suelen tener más de siete años- sin la mácula de los atributos
masculinos. Así que los padres lo entregan a los médicos de la fiesta o a los barberos de la fiesta
o a los sacerdotes de la fiesta y éstos lo emasculan y cuando el niño se ha recuperado de la
operación comienza el festejo. Semanas o meses después, cuando todo ha acabado, el niño
vuelve a casa, pero ya es un castrado y los padres lo rechazan. Y entonces el niño acaba en un
burdel. Los hay de todas clases, dijo el Ojo con un suspiro. A mí, aquella noche, me llevaron al
peor de todos.
Durante un rato no hablamos. Yo encendí un cigarrillo. Después el Ojo me describió el
burdel y parecía que estaba describiendo una iglesia. Patios interiores techados. Galerías
abiertas. Celdas en donde gente a la que tú no veías espiaba todos tus movimientos. Le trajeron
a un joven castrado que no debía tener más de diez años. Parecía una niña aterrorizada, dijo el
Ojo. Aterrorizada y burlona al mismo tiempo. ¿Lo puedes entender? Me hago una idea, dije.
Volvimos a enmudecer. Cuando por fin pude hablar otra vez dije que no, que no me hacía
ninguna idea. Ni yo, dijo el Ojo. Nadie se puede hacer una idea. Ni la víctima, ni los verdugos,
ni los espectadores. Sólo una foto.
¿Le sacaste una foto?, dije. Me pareció que el Ojo era sacudido por un escalofrío. Saqué mi
cámara, dijo, y le hice una foto. Sabía que estaba condenándome para toda la eternidad, pero lo
hice.
Ignoro cuánto rato estuvimos en silencio. Sé que hacía frío pues yo en algún momento me
puse a temblar. A mi lado oí sollozar al Ojo un par de veces, pero preferí no mirarlo. Vi los
faros de un coche que pasaba por una de las calles laterales de la plaza. A través del follaje vi
encenderse una ventana.
Después el Ojo siguió hablando. Dijo que el niño le había sonreído y luego se había
escabullido mansamente por una de los pasillos de aquella casa incomprensible. En algún
momento uno de los chulos le sugirió que si allí no había nada de su agrado se marcharan. El
Ojo se negó. No podía irse. Se lo dijo así: no puedo irme todavía. Y era verdad, aunque él
desconocía qué era aquello que le impedía abandonar aquel antro para siempre. El chulo, sin
embargo, lo entendió y pidieron té o un brebaje parecido. El Ojo recuerda que se sentaron en el
suelo, sobre unas esteras o sobre unas alfombrillas estropeadas por el uso. La luz provenía de un
par de velas. Sobre la pared colgaba un póster con la efigie del dios. Durante un rato el Ojo miró
al dios y al principio se sintió atemorizado, pero luego sintió algo parecido a la rabia, tal vez al
odio.
Yo nunca he odiado a nadie, dijo mientras encendía un cigarrillo y dejaba que la primera
bocanada se perdiera en la noche berlinesa.
En algún momento, mientras el Ojo miraba la efigie del dios, aquellos que lo acompañaban
desaparecieron. Se quedó solo con una especie de puto de unos veinte años que hablaba inglés.
Y luego, tras unas palmadas, reapareció el niño. Yo estaba llorando, o yo creía que estaba
llorando, o el pobre puto creía que yo estaba llorando, pero nada era verdad. Yo intentaba
mantener una sonrisa en la cara (una cara que ya no me pertenecía, una cara que se estaba
alejando de mí como una hoja arrastrada por el viento), pero en mi interior lo único que hacía
era maquinar. No un plan, no una forma vaga de justicia, sino una voluntad.
Y después el Ojo y el puto y el niño se levantaron y recorrieron un pasillo mal iluminado y
otro pasillo peor iluminado (con el niño a un lado del Ojo, mirándolo, sonriéndole, y el joven
puto también le sonreía, y el Ojo asentía y prodigaba ciegamente las monedas y los billetes)
hasta llegar a una habitación en donde dormitaba el médico y junto a él otro niño con la piel aún
más oscura que la del niño castrado y menor que éste, tal vez seis años o siete, y el Ojo escuchó
las explicaciones del médico o del barbero o del sacerdote, unas explicaciones prolijas en donde
se mencionaba la tradición, las fiestas populares, el privilegio, la comunión, la embriaguez y la
santidad, y pudo ver los instrumentos quirúrgicos con que el niño iba a ser castrado aquella
madrugada o la siguiente, en cualquier caso el niño había llegado, pudo entender, aquel mismo
día al templo o al burdel, una medida preventiva, una medida higiénica, y había comido bien,
como si ya encarnara al dios, aunque lo que el Ojo vio fue un niño que lloraba medio dormido y
medio despierto, y también vio la mirada medio divertida y medio aterrorizada del niño castrado
que no se despegaba de su lado. Y entonces el Ojo se convirtió en otra cosa, aunque la palabra
que él empleó no fue "otra cosa" sino "madre".
Dijo madre y suspiró. Por fin. Madre.
Lo que sucedió a continuación de tan repetido es vulgar: la violencia de la que no podemos
escapar. El destino de los latinoamericanos nacidos en la década de los cincuenta. Por supuesto,
el Ojo intentó sin gran convicción el diálogo, el soborno, la amenaza. Lo único cierto es que
hubo violencia y poco después dejó atrás las calles de aquel barrio como si estuviera soñando y
transpirando a mares. Recuerda con viveza la sensación de exaltación que creció en su espíritu,
cada vez mayor, una alegría que se parecía peligrosamente a algo similar a la lucidez, pero que
no era (no podía ser) lucidez. También: la sombra que proyectaba su cuerpo y las sombras de
los dos niños que llevaba de la mano sobre los muros descascarados. En cualquier otra parte
hubiera concitado la atención. Allí, a aquella hora, nadie se fijó en él.
El resto, más que una historia o un argumento, es un itinerario. El Ojo volvió al hotel, metió
sus cosas en la maleta y se marchó con los niños. Primero en un taxi hasta una aldea o un barrio
de las afueras. Desde allí en un autobús hasta otra aldea en donde cogieron otro autobús que los
llevó a otra aldea. En algún punto de su fuga se subieron a un tren y viajaron toda la noche y
parte del día. El Ojo recordaba el rostro de los niños mirando por la ventana un paisaje que la
luz de la mañana iba deshilachando, como si nunca nada hubiera sido real salvo aquello que se
ofrecía, soberano y humilde, en el marco de la ventana de aquel tren misterioso.
Después cogieron otro autobús, y un taxi, y otro autobús, y otro tren, y hasta hicimos dedo,
dijo el Ojo mirando la silueta de los árboles berlineses pero en realidad mirando la silueta de
otros árboles, innombrables, imposibles, hasta que finalmente se detuvieron en una aldea en
alguna parte de la India y alquilaron una casa y descansaron.
Al cabo de dos meses el Ojo ya no tenía dinero y fue caminando hasta otra aldea desde
donde envió una carta al amigo que entonces tenía en París. Al cabo de quince días recibió un
giro bancario y tuvo que ir a cobrarlo a un pueblo más grande, que no era la aldea desde la que
había mandado la carta ni mucho menos la aldea en donde vivía. Los niños estaban bien.
Jugaban con otros niños, no iban a la escuela y a veces llegaban a casa con comida, hortalizas
que los vecinos les regalaban. A él no lo llamaban padre, como les había sugerido más que nada
como una medida de seguridad, para no atraer la atención de los curiosos, sino Ojo, tal como le
llamábamos nosotros. Ante los aldeanos, sin embargo, el Ojo decía que eran sus hijos. Se
inventó que la madre, india, había muerto hacía poco y él no quería volver a Europa. La historia
sonaba verídica. En sus pesadillas, no obstante, el Ojo soñaba que en mitad de la noche aparecía
la policía india y lo detenían con acusaciones indignas. Solía despertar temblando. Entonces se
acercaba a las esterillas en donde dormían los niños y la visión de éstos le daba fuerzas para
seguir, para dormir, para levantarse.
Se hizo agricultor. Cultivaba un pequeño huerto y en ocasiones trabajaba para los
campesinos ricos de la aldea. Los campesinos ricos, por supuesto, en realidad eran pobres, pero
menos pobres que los demás. El resto del tiempo lo dedicaba a enseñar inglés a los niños, y algo
de matemáticas, y a verlos jugar. Entre ellos hablaban en un idioma incomprensible. A veces los
veía detener los juegos y caminar por el campo como si de pronto se hubieran vuelto
sonámbulos. Los llamaba a gritos. A veces los niños fingían no oírlo y seguían caminando hasta
perderse. Otras veces volvían la cabeza y le sonreían.
¿Cuánto tiempo estuviste en la India?, le pregunté alarmado.
Un año y medio, dijo el Ojo, aunque a ciencia cierta no lo sabía.
En una ocasión su amigo de París llegó a la aldea. Todavía me quería, dijo el Ojo, aunque en
mi ausencia se había puesto a vivir con un mecánico argelino de la Renault. Se rió después de
decirlo. Yo también me reí. Todo era tan triste, dijo el Ojo. Su amigo que llegaba a la aldea a
bordo de un taxi cubierto de polvo rojizo, los niños corriendo detrás de un insecto, en medio de
unos matorrales secos, el viento que parecía traer buenas y malas noticias.
Pese a los ruegos del francés no volvió a París. Meses después recibió una carta de éste en
donde le comunicaba que la policía india no lo perseguía. Al parecer la gente del burdel no
había interpuesto denuncia alguna. La noticia no impidió que el Ojo siguiera sufriendo
pesadillas, sólo cambió la vestimenta de los personajes que lo detenían y lo zaherían: en lugar
de ser policías se convirtieron en esbirros de la secta del dios castrado. El resultado final era aún
más horroroso, me confesó el Ojo, pero yo ya me había acostumbrado a las pesadillas y de
alguna forma siempre supe que estaba en el interior de un sueño, que eso no era la realidad.
Después llegó la enfermedad a la aldea y los niños murieron. Yo también quería morirme,
dijo el Ojo, pero no tuve esa suerte.
Tras convalecer en una cabaña que la lluvia iba destrozando cada día, el Ojo abandonó la
aldea y volvió a la ciudad en donde había conocido a sus hijos. Con atenuada sorpresa
descubrió que no estaba tan distante como pensaba, la huida había sido en espiral y el regreso
fue relativamente breve. Una tarde, la tarde en que llegó a la ciudad, fue a visitar el burdel en
donde castraban a los niños. Sus habitaciones se habían convertido en viviendas en donde se
hacinaban familias enteras. Por los pasillos que recordaba solitarios y fúnebres ahora pululaban
niños que apenas sabían andar y viejos que ya no podían moverse y se arrastraban. Le pareció
una imagen del paraíso.
Aquella noche, cuando volvió a su hotel, sin poder dejar de llorar por sus hijos muertos, por
los niños castrados que él no había conocido, por su juventud perdida, por todos los jóvenes que
ya no eran jóvenes y por los jóvenes que murieron jóvenes, por los que lucharon por Salvador
Allende y por los que tuvieron miedo de luchar por Salvador Allende, llamó a su amigo francés,
que ahora vivía con un antiguo levantador de pesas búlgaro, y le pidió que le enviara un billete
de avión y algo de dinero para pagar el hotel.
Y su amigo francés le dijo que sí, que por supuesto, que lo haría de inmediato, y también le
dijo ¿qué es ese ruido?, ¿estás llorando?, y el Ojo dijo que sí, que no podía dejar de llorar, que
no sabía qué le pasaba, que llevaba horas llorando. Y su amigo francés le dijo que se calmara. Y
el Ojo se rió sin dejar de llorar y dijo que eso haría y colgó el teléfono. Y luego siguió llorando
sin parar.

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