viernes, 12 de junio de 2015

Premio Hugo de novela 1961. CÁNTICO A SAN LEIBOWITZ Walter M. Miller Jr.


Premio Hugo de novela 1961. CÁNTICO A SAN LEIBOWITZ
Walter M. Miller Jr.

El escritor de ciencia ficción, famoso por su irónica distopia `A Canticle for Leibowitz` (1959), la cual recibió en 1961 el Hugo Award. Fue la única novela que Miller publicó en vida. Su segunda novela `Saint Leibowitz and the Wild Horse Woman`, apareció hasta 1997. Ambas reflejan la preocupación religiosa de Miller y su pesimista visión `Spenglerian` de la humanidad en la cual las culturas van a traves del ciclo de la vida y decaen. Walter M. Miller Jr. nació en New Smyrna Beach, Florida. Creció en el sur americano y estudió en la Universidad de Tennessee, Knoxville desde 1940 a 1942. Después de los de Pearl Harbor, se enlistó en la Fuerza Aérea y estuvo la mayor parte de la IIGM como encargado del radio y como artillero de cola. Miler voló en 53 misiones de bombardeo sobre Italia y los Balcanes, participando entre otras en la destrucción de la Abadía Benedictina en Monte Casino El controversial asalto al viejo monasterio en el Antiguo Continente fue para Miller una experiencia traumática. Después de la guerra, Miller se casó con Anna Louise Becker, tuvieron 4 hijos. Miller estudió ingeniería en la Universidad de Texas, Austin. En 1947 a la edad de 25 años se convirtió al Catolicismo. Trabajó para las líneas de los ferrocarriles y después vivió en una pensión del ferrocarril y el Servicio Social. En años posteriores Miller pasó evitando las visitas. Después de sufrir de depresión por décadas, Miller terminó con su propia vida. Murió de un disparo que el mismo se inflingió el 9 de enero de 1996 en Daytona Beach, Florida. Antes de su muerte, había empezado a trabajar en la secuela de `Canticle`. Esta novela fue finalmente terminada por Terry Bisson. Miller empezó a publicar historias cortas en los 50`s. Antes de `Secret of the Death Dome` (in Amazing Stories), el cual es mencionado en varias fuentes como su primera historia, publicó `MacDoughal`s Wife` en American Mercury (March 1950) y `Month of Mary` en Extension Magazine (May 1950). En 1955 Miller recibió el Hugo Award por su novelette `The Darfsteller` en el cual un teatro había substituido actores humanos por muñecas tamaño humanocontroladas por el Maestro, también una máquina. Durante su período de escritor activo, Miller publicó cerca de 40 historias. Muchas de ellas transfiguradas del tema convencional de ciencia ficción a exámenes de cuestionamientos éticos, relaciones humanas a tecnología y progreso en historia.
Fuente:n.n.

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Cántico por Leibowitz 
Walter M. Miller Jr.
Título original: A Canticle For Leibowitz
Trad. I. Peypoch (revisada por Pedro J. Romero)
Col. Nova Ciencia Ficción nº 47
Ediciones B, 1992
Que el género ha evolucionado en los últimos cuarenta años no es un hecho que se pueda poner en duda. Nuevas temáticas, nuevos estilos, y en definitiva, nuevas inquietudes, han venido a transformar la ciencia-ficción y a convertirla en lo que es hoy en día. Algunos autores como Gibson, Simmons o Egan han introducido importantes novedades en las dos últimas décadas, llegando a crear en algunos casos subgéneros -el ejemplo más notable sería el del ciberpunk- dentro del género madre. Otros incluso han intentado ir más allá, tratando de dotar a sus novelas de una calidad literaria que pudiera acercar las cotas estilísticas de la ciencia-ficción escrita a la corriente principal, el famoso mainstream.

Curiosamente, la persecución de la dignidad del género como `gran literatura` ha conseguido en la mayoría de los casos lo contrario. La excesiva pomposidad unida a las ordenanzas editoriales de nuestro tiempo, cuyo primer mandamiento es engordar las novelas para así poder cobrar más por ellas, ha provocado que la pesadez se haya apoderado de muchos de los libros publicados en la pasada década. Por eso no es extraño que uno sienta la necesidad, de vez en cuando, de oxigenarse con una buena dosis de sencillez (que no simplicidad), para lo cual la mejor opción es siempre mirar hacia atrás y sumergirse en la refrescante lectura que proporciona cualquier novela de la década de los 50.

El libro que nos ocupa es un doctorado sobre la mencionada sencillez: cómo contar algo realmente importante de manera amena, con una estructura muy sencilla y en apenas trescientas cincuenta páginas. La carencia de pretensiones de estilo hace que se lean en un suspiro los varios temas que Cántico por Leibowitz ataca, aunque sea de una manera pacífica.

El motor central es el eterno viaje paralelo de las dos creaciones humanas más significativas, la ciencia y la religión, antagonistas eternas, pero como nos cuenta el autor, condenadas a complementarse. Esta batalla de amor y odio es el instrumento del que se vale Miller Jr. para enseñarnos las dos caras de la moneda y presentarnos a su vez otras tramas menores que en realidad no son tal cosa. El libro, dividido en tres capítulos principales, empuja al lector a través de más de mil doscientos años de historia humana. Los nombres de cada parte dan la clave de lo que nos encontraremos en su interior.

Comienza el viaje (`Fiat homo`) cientos de años después de un holocausto nuclear que ha sumido al mundo en una nueva edad oscura. La ciencia, causante de todos los males, es perseguida, y sólo encuentra cobijo, curiosamente, en la Orden Albertiana de San Leibowitz, dedicada a cuidar los libros que sobrevivieron a la quema posterior a la guerra, convirtiendo el cuidado de la Memorabilia en su razón de ser. No más de cinco personajes bastan y sobran para presentarnos rotundamente cómo es el mundo superviviente. Magistralmente, se marcan las pautas de lo que será el nuevo comienzo de la Humanidad.

Transcurridos seiscientos años, abordamos la segunda parte del libro (`Fiat lux`), y nos encontramos con una incipiente civilización que vuelve a despertar por el único camino que el hombre conoce: la guerra. Y gracias a la Orden de Leibowitz, también por la ciencia, por supuesto. El conflicto es evidente para los monjes que tan bien han guardado el saber durante centurias: puesto que la ciencia es la causante de la destrucción de la Humanidad, ¿deberían dejar que saliera de su refugio? Y por otra parte, ¿qué sería de ellos si todo el mundo tuviera los conocimientos cuya custodia da sentido a la existencia de la Orden?

Finalmente, seiscientos años después (`Fiat voluntas tuas`), el Hombre ha recuperado su antiguo esplendor, aunque la amenaza de la destrucción volverá a estar más presente que nunca, y la última esperanza reposará, como siempre fue, en la religiosa Orden que da nombre a la novela, aunque sea más allá de las estrellas.

La religión como soporte de la civilización. Los supersticiosos monjes de Leibowitz como guardianes de la ciencia, del monstruo exterminador que duerme en sus sótanos, cuidando el recipiente del saber humano, del enemigo, en sus entrañas. A lo largo de toda la narración pervive el conflicto moral entre los dos grandes protagonistas del progreso humano, para bien o para mal, compenetrándose y finalmente combatiendo en un maravilloso último capítulo, en el que además Miller Jr. regala la inteligencia del lector con las dudas morales de los monjes, meros guardianes que ven impotentes cómo su criatura se les escapa de las manos, y a los que no les queda otro camino que la resignación y aceptación de su papel en el destino de la raza humana. El instante más intenso aparece en esa última parte, con la eutanasia como excusa, presentándonos el verdadero dilema que separa religión y ciencia, creencia y saber.

Mención aparte merecen el personaje del judío errante, cuya vivencia de la trama corre paralela a la del lector, y los buitres, imperecedera representación del paso del tiempo, que todo lo devora. Cuando termina la novela, un ciclo más de la evolución humana ha sido expuesto a los afortunados ojos del lector. Aun así, el libro no presenta un destino cíclico cerrado, porque el final, por muchas razones, abre nuevas expectativas para el futuro. Al fin y al cabo, no somos el centro del Universo.

Más de mil años de historia, los conflictos morales humanos y, sobre todo, la inevitabilidad de la estupidez del Hombre, presente en sus genes, y por tanto imposible de extirpar, son algunos de los elementos de estudio de este Cántico por Leibowitz. Todo contado a través de la más sublime sencillez, valiéndose nada más que de una docena de personajes, efímeros pero perfectamente descritos. Sencillamente, una extraordinaria novela, premio Hugo de 1961, escrita por un auténtico conocedor del espíritu humano, a la que Nova debería haber otorgado en su tiempo una portada a su altura.

Santiago L. Moreno 

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(Fragmento de novela).
CÁNTICO A SAN LEIBOWITZ
Walter M. Miller Jr.



Título original: A Cantilce For Leibowitz
Traducción: I. Peypoch
© 1959 Walter M. Miller Jr.
© 1972 Editorial Bruguera S.A.
Av. infanta carlota, 129 - Barcelona.
ISBN 84-02-00670-1
Edición electrónica: Biblioteca de Bizien
R6 04/02


Primera Parte - Fiat Homo

1

El hermano Francis Gerard, de Utah, tal vez no hubiera descubierto los sagrados documentos de no haber sido por el peregrino de los lomos ceñidos que apareció durante el ayuno cuaresmal del joven novicio en el desierto.
El hermano Francis nunca antes había visto a un peregrino con los lomos ceñidos, pero se convenció de que se trataba de un ser real tan pronto como se hubo recobrado del escalofrío que recorrió su cuerpo ante la aparición del peregrino en el lejano horizonte; parecido a una iota serpenteante y negra en la trémula neblina del calor. Sin piernas, pero sosteniendo una cabeza pequeña, la iota se materializó a través del espejo de la neblina en la maltratada carretera; pareció deslizarse, más que caminar, hasta llegar a distinguirse, y obligó a que el hermano Francis se aferrase al crucifijo de su rosario y murmurase un par de avemarías. La iota semejaba una diminuta aparición engendrada por los demonios del calor que torturaban la tierra al mediodía, cuando toda criatura capaz de moverse en el desierto (a excepción de los buitres y algunos monjes eremitas como Francis) se quedaba quieta en su madriguera o detrás de una roca, protegiéndose de la ferocidad del sol. Sólo algo monstruoso, preternatural o con el ingenio atrofiado caminaría voluntariamente por la carretera al mediodía.
El hermano Francis añadió una apresurada plegaria a san Raúl el Ciclópeo, patrono de los deformes, para protegerse de sus infelices protegidos. (¿Quién no sabía que en aquellos días había monstruos en la tierra? ¿Que lo que nacía vivo, por la ley de la Iglesia y de la naturaleza, estaba condenado a vivir y que, de ser posible, quienes lo habían engendrado tenían que ayudarlo a desarrollarse? La ley, aunque no siempre obedecida, lo era con la suficiente frecuencia como para mantener una extendida multitud de monstruos adultos, los cuales escogían a menudo las más remotas de las tierras desiertas para sus vagabundeos y rondas nocturnas cerca de los viajeros de la pradera.) Pero finalmente la iota emergió al aire claro retorciéndose entre nubes de vapor y allí se reveló como un lejano peregrino. El hermano Francis soltó el crucifijo con un tenue amén.
El peregrino era un viejo zanquilargo que se apoyaba en un báculo; llevaba un sombrero de paja, una barba hirsuta y un odre que se balanceaba colgado del hombro. Masticaba y escupía con demasiado placer para ser un espectro y aparentaba ser muy frágil y estar derrengado para poder practicar con éxito el ogrismo o el bandolerismo. A pesar de todo, Francis se apartó silenciosamente del campo de visión del peregrino y se acurrucó detrás de un montón de piedras sin labrar, desde donde podía mirar sin ser visto. En el desierto, los encuentros con extraños, aunque raros, eran ocasión de mutua sospecha y se subrayaban con preparaciones iniciales por ambas partes por si se daba el caso de un incidente, que tanto podría resultar cordial como bélico.
En muy pocas ocasiones, no más de dos o tres veces al año, algún seglar o extraño recorría el viejo camino que pasaba ante la abadía, a pesar de que el oasis que permitía la existencia de ésta habría hecho del monasterio una posada natural para los caminantes; pero se daba la circunstancia de que, dadas las costumbres de la época para viajar, aquella carretera no venía de ninguna parte y no conducía a ningún sitio. Tal vez en épocas pretéritas había formado parte de la ruta más corta entre el lago Great Salt y el viejo El Paso; al sur de la abadía cruzaba otra cinta similar de piedra fragmentada, que se extendía de este a oeste. El cruce estaba erosionado por el tiempo; el hombre no había tenido últimamente nada que ver con ello.
El peregrino estaba ya al alcance de la voz, pero el novicio permaneció oculto detrás del montón de piedras. El hombre llevaba los lomos verdaderamente ceñidos por un pedazo de sucia arpillera; su única vestimenta, además del sombrero y las sandalias. Avanzaba obstinada y penosamente con una cojera mecánica ayudando su pierna tullida con el báculo. Sus pasos rítmicos eran los del hombre que ha hecho un largo recorrido y tiene un largo camino que cubrir. Pero al penetrar en la zona de las viejas ruinas, interrumpió su marcha y se detuvo para orientarse.
Francis se encogió aún más.
No habla ninguna sombra entre el racimo de montículos donde antiguamente se asentó un grupo de edificios; sin embargo, algunas de las piedras más grandes podían proporcionar sensaciones refrescantes a partes selectas de la anatomía de los viajeros acostumbrados a vivir en el desierto, entre los que el peregrino pronto demostró que se contaba. Buscó brevemente una roca del tamaño deseado. Aprobadoramente, el hermano Francis vio que no se aferraba a la piedra y la arrancaba de modo imprudente, sino que, al contrario, se quedaba a cierta distancia de la misma y, con el báculo como palanca y una pequeña piedra como puntal, la levantó hasta que la inevitable criatura reptante salió embistiendo de frente. Fríamente, el viajero mató con su báculo a la serpiente y de un golpe apartó el cuerpo todavía palpitante. Después de haber despachado a la ocupante del agradable hueco de debajo de la piedra, el peregrino se posesionó del refrescante techo del hueco por el método usual de dar vuelta a la piedra. Hecho esto, levantó la parte de atrás de su taparrabo y apoyó su marchito trasero contra la relativamente fresca parte interior de la piedra; se quitó las sandalias con un solo movimiento y presionó las plantas de sus pies contra lo que había sido el suelo arenoso del hueco refrigerante. Así acomodado, movió los dedos de los pies, sonrió haciendo evidente que carecía de dientes y empezó a canturrear una tonada. Pronto estuvo cantando, con verdadero sentimiento, un curioso canto en una lengua desconocida para el novicio. Cansado de su posición, el hermano Francis se removió inquieto.
El peregrino, mientras cantaba, sacó un panecillo y un trozo de queso; interrumpió su canto y se levantó para murmurar suavemente en la lengua de la región, con una especie de deje nasal:
- Bendito seas, Adonái Elohim, Rey de Todos, que hiciste que el sustento saliese de la tierra.
Terminada la oración, se sentó de nuevo y empezó a comer.
Realmente el caminante venía de lejos, pensó el hermano Francis, el cual no sabía de ningún reino vecino gobernado por un monarca con un nombre tan poco familiar y con tales extrañas pretensiones. Aventuró que el viejo hacía una peregrinación de penitencia - quizás a la capilla de la abadía, aunque no fuese de modo oficial una capilla ni el santo fuese aún oficialmente un santo -. Al novicio no se le ocurría otra explicación de la presencia de un viejo caminante en este camino que no iba a ningún sitio.
El peregrino se tomaba su tiempo en comer el pan y el queso; y a medida que la ansiedad del novicio se desvanecía, su incomodidad aumentaba. La regla del silencio para los días de la vigilia de cuaresma no le permitía conversar voluntariamente con el viejo; pero debido a que se le había prohibido abandonar los alrededores de la ermita antes del final de la cuaresma, estaba seguro de que si salía de su escondite antes de que el hombre se marchase éste lo vería u oiría.
Aunque ligeramente vacilante, el hermano Francis se aclaró ruidosamente la garganta y se levantó.
El pan y el queso del peregrino volaron por el aire. El viejo agarró su báculo y se levantó de un salto.
- ¡Trata de acercarte y verás!
Agitó amenazadoramente su báculo hacia la figura encapuchada que se había alzado detrás del montón de piedras. El hermano Francis observó que el grueso final del bastón estaba armado con una punta de hierro. El novicio se inclinó cortésmente tres veces, pero el peregrino ignoró aquella cortesía.
- ¡Quédate donde estás! - chilló -. No te acerques, mutante. No tengo nada de lo que buscas... a menos que sea el queso, y éste puedes quedártelo. Si lo que quieres es carne, soy sólo cartílagos, pero lucharé para conservarlos. ¡Atrás! ¡Atrás!
- Espera... - El novicio hizo una pausa. Cuando las circunstancias exigían la palabra, la caridad y hasta la natural cortesía, podían tener prioridad sobre la regla cuaresmal del silencio; pero hacerlo por su propio impulso lo ponía siempre ligeramente nervioso -. No soy ningún mutante, buen hombre - prosiguió con términos educados. Echó hacia atrás la capucha para mostrar su corte de pelo monástico y le enseñó las cuentas de su rosario -. ¿Comprende su significado?
Durante unos segundos el viejo permaneció al acecho, en actitud beligerante, mientras estudiaba la adolescente cara del novicio cubierta de granos. Su error había sido natural. Las criaturas monstruosas que merodeaban por los límites del desierto llevaban a menudo capuchas, máscaras o hábitos holgados para ocultar sus deformidades. Había algunos cuyas imperfecciones no se limitaban a las del cuerpo, y eran quienes a veces buscaban en los viajeros una fuente segura de carne de venado.
Después de su breve escrutinio, el peregrino se enderezó.
- Ah... uno de ellos. - Se apoyó en su báculo y lo miró ceñudo -. ¿Es la abadía de Leibowitz lo que se ve allí? - preguntó señalando en dirección al sur, hacia el distante grupo de edificios.
El hermano Francis se inclinó educadamente hacia el suelo y asintió.
- ¿Qué haces aquí en las ruinas?
El novicio cogió un pedazo de piedra caliza. Que el viajero supiese leer era estadísticamente improbable, pero decidió probar suerte. Ya que los dialectos vulgares empleados por el populacho no tenían ni alfabeto ni ortografía, escribió en latín: «Penitencia, Soledad y Silencio» sobre una gran piedra plana y las repitió debajo en inglés antiguo. Esperaba, a pesar de su no declarado deseo de tener alguien con quien hablar, que el viejo comprendería y le dejaría en su solitaria vigilia de cuaresma.
El peregrino sonrió burlonamente ante la inscripción. Su risa pareció una mueca fatalista más que otra cosa.
- ¡Vaya, escribiendo aún cosas periclitadas! - dijo, aunque sin condescender a admitir que había comprendido la inscripción.
Dejó su báculo a un lado, se sentó de nuevo en la roca, recogió su pan y su queso de la arena y empezó a limpiarlos.
Francis se humedeció los labios ansiosamente, pero apartó la mirada. Desde el Miércoles de Ceniza sólo había comido frutos de cactos y un puñado de maíz tostado. Las reglas del ayuno y la abstinencia eran muy rígidas en las vigilias vocacionales.
Viendo su turbación, el peregrino partió en dos su pan y su queso y le ofreció una parte al hermano Francis.
A pesar de la deshidratación producida por el insuficiente abastecimiento de agua, la boca del novicio se llenó de saliva. Sus ojos se negaron a apartarse de la mano que le tendía la comida. El universo se contrajo y en su exacto centro geométrico flotó el arenoso bocado de pan oscuro y queso claro. Un demonio dirigió los músculos de su pierna izquierda, los cuales hicieron que su pie avanzase. Después, el demonio se posesionó de su pierna derecha para que colocase el otro pie más adelante que el izquierdo, arreglándoselas, además, para que sus pectorales derechos y bíceps balanceasen su brazo hasta que su mano tocó la mano del peregrino. Sus dedos sintieron la comida y hasta parecieron saborearla. Un estremecimiento involuntario recorrió su cuerpo medio muerto de hambre. Cerró los ojos y vio al padre abad mirándole y blandiendo un látigo. Cada vez que el novicio trataba de imaginar la santísima Trinidad, el rostro de Dios Padre se confundía con la cara del abad, cuyo estado normal, le parecía a Francis, era el del enojo. Detrás del abad ardía furiosamente una fogata, y en medio de las llamas, los ojos del bendito mártir Leibowitz miraban, en la agonía de la muerte, cómo su ayunante protegido era descubierto en el acto de aceptar queso.
El novicio se estremeció de nuevo.


jueves, 11 de junio de 2015

Premio Hammett 2006. Leonardo Padura. Novela: "La neblina del ayer".


Leonardo de la Caridad Padura Fuentes (La Habana, 1955) es un novelista y periodista cubano, conocido especialmente por sus novelas policiacas del detective Mario Conde. Desde 2011, ostenta doble nacionalidad, ya que el Gobierno de España le concedió ese año la española por carta de naturaleza.

Nacido en el barrio de Mantilla, hizo sus estudios preuniversitarios en el de La Víbora, naturalmente, estas zonas de La Habana, muy ligadas espiritualmente a Padura, se verán reflejadas más tarde en sus novelas. Padura estudió Literatura Latinoamericana en la Universidad de la Habana y comenzó su carrera como periodista en 1980 en la revista literaria El Caimán Barbudo, también escribía para el periódico Juventud Rebelde. Más tarde se dio a conocer como ensayista y escritor de guiones audiovisuales y novelista.

Su primera novela —`Fiebre de caballos`—, básicamente una historia de amor, la escribió entre 1983 y 1984. Pasó los seis años siguientes escribiendo largos reportajes sobre hechos culturales e históricos, que, como él mismo relata, le permitían tratar esos temas literariamente. En aquel tiempo empezó a escribir su primera novela con el detective Mario Conde y, mientras lo hacía, se dio cuenta `que esos años que había trabajado como periodista, habían sido fundamentales` en su `desarrollo como escritor`. `Primero, porque me habían dado una experiencia y una vivencia que no tenía, y segundo, porque estilísticamente yo había cambiado absolutamente con respecto a mi primera novela`, explica Padura en una entrevista a Havana-Cultura.

Las policiacas de Padura tienen también elementos de crítica a la sociedad cubana. Al respecto, el escritor ha dicho: `Aprendí de Hammett, Chandler, Vázquez Montalbán y Sciascia que es posible una novela policial que tenga una relación real con el ambiente del país, que denuncie o toque realidades concretas y no sólo imaginarias`.

Su personaje Conde —desordenado, frecuentemente borracho, descontento y desencantado, `que arrastra una melancolía`, según el mismo Padura— es un policía que hubiera querido ser escritor y que siente solidaridad por los escritores, locos y borrachos. Las novelas con este teniente han tenido gran éxito internacional, han sido traducidas a varios idiomas y han obtenido prestigiosos premios. Conde, señala el escritor en la citada entrevista, refleja las `vicisitudes materiales y espirituales` que ha tenido que vivir su generación. `No es que sea mi alter ego, pero sí ha sido la manera que yo he tenido de interpretar y reflejar la realidad cubana`, confiesa.

Conde, en realidad, `no podía ni quería ser policía`4 y en `Paisaje de otoño` (1998) deja la institución —como el mismo Padura dejó tres años antes su puesto de jefe de redacción de la Gaceta de Cuba, la revista de la Unión de Escritores, para consagrarse a la escritura— y cuando reaparece en `Adiós Hemingway` (2001) está ya dedicado a la compraventa de libros viejos.

Tiene también novelas en las que no figura Conde, como `El hombre que amaba a los perros` (2009), donde las críticas a la sociedad cubana alcanza sus cotas más altas.

Padura ha escrito también guiones cinematográficos, tanto para documentales como para películas de argumento.

Vive en el barrio de Mantilla, el mismo en el que nació. Al preguntarle por qué no puede dejar La Habana, el ambiente de su historia, ha dicho: “Soy una persona conversadora. La Habana es un lugar donde se puede siempre tener una conversación con un extranjero en una parada de guaguas”.

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La Habana, verano de 2003. Han trascurrido catorce años desde que el teniente investigador Mario Conde, desencantado, abandonara la policía. En esos años han ocurrido muchos cambios en Cuba, y también en la vida de Mario Conde. Su inclinación por la literatura y la necesidad de ganarse la vida lo han llevado a dedicarse a la compra y venta de libros de segunda mano. El hallazgo fortuito de una valiosísima biblioteca le coloca al borde de un magnífico negocio, capaz de aliviar sus penurias materiales. Pero, en un libro de esa biblioteca, aparece una hoja de revista en la que una cantante de boleros de los años cincuenta, Violeta del Río, anuncia su retiro en la cumbre de su carrera. Atraído por su belleza, por el misterio de su retiro y el silencio posterior, Mario Conde –ahora con más años y más cicatrices en la piel y en el corazón– inicia una investigación, sin imaginar que, al seguir el rastro de Violeta del Río, despertará un pasado turbulento que, como la fabulosa biblioteca, ha estado tapiado durante más de cuarenta años.
Considerado uno de los más significativos representantes de la actual literatura cubana, Leonardo Padura regresa con La neblina del ayer al detective Mario Conde, que le ha permitido crear una vívida crónica literaria de la existencia cotidiana en su isla del Caribe. Además de un retrato de las dificultades de la vida cubana contemporánea, La neblina del ayer es un viaje a La Habana nocturna de los años cincuenta y su música, al mundo de los libros en la isla, y una especie de descenso a los infiernos del bajo mundo habanero de hoy, en el que Conde debe introducirse tras las huellas de la enigmática cantante Violeta del Río.
Fuente: Revista Cruz y Raya. Revista Literaria.

miércoles, 10 de junio de 2015

Félix de Azúa.Historia de un idiota contada por él mismo” Prólogo: Fernando Savater.


Félix de Azúa. (Premio Herralde de novela 1987). 
(España, 1944)
Poeta, novelista y ensayista nacido en Barcelona. Licenciado en Filosofía, profesor de Estética y colaborador habitual del diario El País, fue conocido gracias a su inclusión en la antología Nueve novísimos poetas españoles, editada en 1970 por Josep María Castellet, junto a Manuel Vázquez Montalbán, Leopoldo María Panero y Antonio Colinas, entre otros. Anteriormente había publicado los libros de poemas Cepo de nutria (1968) y El velo en el rostro de Agamenón (1971).
Fuente: N.N.

Nota: No he podido encontrar la novela con que Azúa ganó el Premio Herralde de novela 1987 sin embargo, transcribo un fragmento de su novela: “Historia de un idiota contada por él mismo” quien en su momento fue acogida por la crítica favorablemente.
J. Méndez-Limbrick.

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El protagonista de esta novela, bestseller en Europa, es un `idiota` peculiar: un idiota intelectual que, obsesionado por la felicidad, nos cuenta cómo él y su generación lucharon en balde, en los años sesenta y setenta en España, por conseguirla. Poniendo la inteligencia al servicio del humor, Félix de Azúa juega con los elementos que identifican una memoria colectiva: la educación familiar y religiosa, los sueños de amor y las intrigas olíticas, las creencias filosóficas y los gustos estéticos... Todo se convierte en argumento que denuncia la `idiotez` de creer que la felicidad es un fruto al alcance de la mano de nuestro tiempo.
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Algunos historiadores califican de «siglo idiota» al siglo XIX. Esto es un error. «Siglo estúpido», sin duda; «siglo bobo», quizá. Pero el rango de «idiota» debe reservarse para el siglo XX. El protagonista de esta novela es un idiota del siglo XX. De la segunda mitad del siglo XX, para ser más exactos; lo que conlleva un grado superior y más concentrado de idiotez. Víctima de la insensatez zoológica de la segunda posguerra europea, nuestro personaje se empeña en una afanosa y monotemática investigación de la felicidad, que le conduce inexorablemente a la ruina. Dado el estremecedor futuro que se les anuncia a los idiotas fin de siècle, este libro debiera ser adoptado por todos los institutos de segunda enseñanza como manual de supervivencia. No evita la idiotez, pero ayuda a prevenirla. De otra parte, por haber sido escrito de un modo tan raro, prestigia a quien lo lee, y ya se sabe que el prestigio es uno de los más eficaces encubrimientos de la idiotez.
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HISTORIA DE UN IDIOTA

CONTADA POR ÉL MISMO

 EL CONTENIDO DE LA FELICIDAD

 Prólogo

Fernando Savater


Historia de un idiota contada por otro, amigo suyo
Se lo voy a decir porque ustedes no tienen por qué saberlo: yo estoy en el origen de este libro. No me refiero, desde luego, a que mi nombre aparece en la dedicatoria, acompañado, por cierto, de un elogio claramente envenenado (pero ¿los habrá de otra clase?). Tampoco pretendo haber servido de modelo involuntario para el personaje idiota que protagoniza la historia, aunque muchas de sus idioteces me corresponden tan ajustadamente que se diría que el narrador las cortó a mi medida y según mi patrón. Es probable que a ustedes les ocurra una asimilación igual, sobre todo si son españoles y padecen entre cuarenta y cincuenta tacos. Ni mucho menos puedo envanecerme de haber inspirado las ideas y episodios aquí expuestos, pues soy notablemente incapaz de inspirar nada, salvo pena o desdén: sólo puedo inspirarme, no inspirar, y cuando yo expire, mi pobre inspiración expirará conmigo. Lo que les digo es que yo estoy en el origen de esta obra, es decir, que fui su ocasión, su simple pretexto, quien sin saberlo encendió la mecha de la formidable carga explosiva cuya voladura literaria zarandeará a los lectores de esta generación y de las venideras. Un momento más de atención y se lo cuento en tres patadas.
A comienzo de los años ochenta cierto conocido mío, muchacho amable y emprendedor como lo pedía la época (tan distinta, ay, de la nuestra), fundó una nueva editorial, modesta pero aseada. Tras publicarme con notable primor un librito dedicado a la única ciencia que poseo con discreta competencia, las carreras de caballos, me pidió que le orientara para futuras empresas. Quería hacer una colección de textos breves y bien presentados, lo que los franceses llaman plaquettes, en torno a las cien páginas, sobre un tema común y sugestivo, un tema que se pudiera tratar en forma de ensayo, narración, drama, poesía o aforismos. Por aquel entonces (como por este ahora) yo estudiaba a Spinoza, el más amable y por tanto el más odiado de los pensadores; en especial leía a Robert Misrahi, que sigue pareciéndome su mejor comentarista, y me encontraba a medio camino de su Traité du bonheur. De modo que le propuse a mi amigo editor como título de la serie El contenido de la felicidad y le sugerí una larga lista de nombres a los que podríamos solicitar su contribución en este empeño. Fui nombrado director de la presunta colección, lo que me obligó a efectuar algunas llamadas telefónicas y a escribir varias cartas, dos de las tareas —créanme— que más hondamente saben repugnarme. Recurrí en primer término a los maestros y a los amigos, consiguiendo varias respuestas alentadoras: Agustín García Calvo, José Luis Aranguren, Félix de Azúa, Luis Antonio de Villena y, last but least, yo mismo.
En el ínterin, con esa desconcertante celeridad con que los naipes suelen desertar de los castillos que forman y los políticos abandonan sus promesas electorales, la editorial del amable y emprendedor muchacho vino a quebrar. Que se hunda un proyecto editorial es cosa trivial a fuerza de común, pero que arrastre en su caída un proyecto de colección sobre el contenido de la felicidad es algo aún más trivialmente suscitador de símbolos y presagios, por lo que no deben esperarlos de mí, que padezco discreta aunque tan hondamente como cualquiera el virus moderno de la originalidad. Por lo demás tampoco caben excesivas lamentaciones, porque todas las obras encargadas se escribieron y se publicaron con razonable éxito, aunque cada cual por su lado. Esta dispersión favoreció la creación de un cierto clima eudemonológico y la cuestión de la felicidad se puso de moda: aparecieron obras de sesudos varones y apasionadas vírgenes sobre la cuestión, a quienes jamás se me habría ocurrido encargarles nada en mi nonata colección. Mediaban los años ochenta, ya les digo, y todo parecía posible. Si ustedes vivieron mínimamente la actualidad cultural española de aquella época, seguro que en alguna ocasión no pudieron remediar preguntarse qué coño podemos hacer por la felicidad o qué puede hacer la felicidad por nosotros. Bueno, ahora ya saben cómo y por qué nació tan sublime indagación colectiva.
Tal como les digo, la pesquisa eudemonista produjo varios trabajos estimables que justificaron con creces el frustrado empeño que los originó. Pero sólo consintió la aparición de una obra maestra: HISTORIA DE UN IDIOTA CONTADA POR ÉL MISMO O EL CONTENIDO DE LA FELICIDAD, la contribución de Félix de Azúa. Cualquier libro realmente bueno supone siempre una cierta sorpresa, por mucho reconocimiento previo que nos mereciera el talento de su autor: todo acierto mayor tiene algo de arbitrario, aun de milagroso, que la competencia del escritor no elucida plenamente. En el caso que nos ocupa, además, la obra supuso todo un vuelco en la carrera literaria de Azúa, una auténtica metanaoia no sólo artística sino también comercial. Hasta publicar HISTORIA DE UN IDIOTA, Félix de Azúa estaba considerado como una figura de indudable primera magnitud en la literatura reciente española, pero altivamente inexpugnable para esa inmensa minoría formada por el común público lector. Fue uno de los «novísimos» más emblemáticos de la famosa antología de Castellet y su prestigio seguía sustentado antes que nada por su obra poética, recogida en Poesía, 1968-78 y Farra. Quienes conocíamos sus dos ensayos publicados por aquellas fechas, un estudio sobre Baudelaire (que ahora ha sido vuelto a editar) y La paradoja del primitivo, espléndido trabajo doctoral sobre la estética de Diderot, esperábamos con auténtica ansiedad otros escritos teóricos que confirmasen la rara alianza que en ellos se daba entre vibrante agudeza, seguridad de gusto y fenomenal preparación cultural. Su desempeño como novelista era valorado de un modo menos unánime: la trilogía de sus Lecciones (Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Última lección) mostraban, junto a indicios de la mejor calidad, un excesivo mimetismo con la fórmula narrativa de Juan Benet y cierto regodeo críptico aunque cada vez más aliviado. Ninguno de estos reproches podía hacerse en cambio a su cuarta novela, Mansura, parábola histórica narrada con elegante sencillez y plena maestría que encontró a la crítica (como suele ser habitual) y a los lectores (lo que es más raro) injustificadamente distraídos. En fin, que allá por mil novecientos ochenta y seis, a sus cuarenta y dos años, Félix de Azúa era un magnífico espécimen de ese tipo de escritor que cualquier director de colección se enorgullece de tener en su catálogo y cualquier director de ventas tiembla al verlo en él.
Y entonces llegaron el idiota y su HISTORIA. El libro rompió la reserva de los lectores y se convirtió en un best-seller de calidad, no sólo en España sino también en los países europeos a cuyas lenguas fue traducido. En Francia, nunca demasiado generosa con la cultura de sus vecinos ultrapirenaicos, incluso fue adaptada como monólogo teatral. ¿Cuál es el secreto de este éxito? Podemos aducir algunas conjeturas, nunca del todo resolutorias. Desde luego, no se debe a que el autor cambiase aquí su forma de pensar ni modificase en lo más mínimo sus categorías literarias: por el contrario, quienes le habíamos seguido desde tiempo atrás reconocimos en la HISTORIA DE UN IDIOTA al mismísimo Azúa de siempre en estado casi químicamente puro. Precisamente el acierto pudo venir no de que se velase o travistiese en modo alguno, sino de que se descaró del todo. Veamos: tanto como poeta, como ensayista o como novelista, Félix de Azúa hace siempre gala de una inteligencia sin complejos ni disimulos. Es un atributo bastante intimidador. La forma de que resulte más aceptable por la mayoría es poner esa inteligencia al servicio de un humor realmente prúsico (no por germánico sino por lo ácido). En la HISTORIA, la inteligencia del autor se vuelve burla despiadada contra sí misma, por lo que el lector puede sentirse menos hostigado por ella. El segundo expediente es jugar con los elementos identificatorios de una cierta memoria común. Últimamente se han puesto de moda entre escritores de edad mediana (hablo de España, claro está) las novelas que cuentan cómo fueron las cosas allá por los sesenta y cómo derivaron: lo que anhelábamos cuando teníamos veinte años, nuestros amores furtivos o iniciáticos, nuestras lealtades políticas luego degeneradas en reprensible conformismo, nuestras lecturas, lo que supusimos que era el mundo y el puesto que nos reservábamos en él, las verdades atroces de la dictadura sustituidas por las halagadoras falsedades de la democracia subsiguiente. Es truco habitual de este subgénero, que me apresuro a declarar intensamente detestable, contraponer algún personaje fiel a los ideales de antaño a los aburguesados mutantes que socialmente predominan en su entorno. Como El Quijote para las novelas de caballerías es la HISTORIA DE UN IDIOTA para esta caterva de tediosas y edificantes naderías: sublima el género hasta lo metafísicamente relevante, lo parodia íntimamente y lo aniquila. La única diferencia es que Don Quijote vino después de Amadís y en este caso le ha precedido...
Otra clave de la excelencia de este libro: su protagonista es idiota, pero un idiota del tipo autorreferente, es decir, un idiota intelectual. Es el único personaje que permite desarrollar todos los virtuosismos del pastiche (introspectivo, ideológico, filosófico, hermenéutico...) a un satírico de dieta exclusivamente culturalista como Azúa. En las novelas que han seguido a esta (Memorias de un hombre humillado, Cambio de bandera) los críticos adversos le han reprochado cierta tendencia al esquematismo y a la disección caricaturesca de los personajes, irreales y maltratados por el autor como muñecos de comic. No me parece un defecto serio, siempre que uno no pretenda aplicar el modelo romántico-naturalista allá donde el escritor es el primero en ridiculizarlo. Cambio de bandera, en particular, me parece una divertidísima reprimenda al género «crónica-épico-edificante-de-la-contienda-civil» que a tantos recientes laureados de nuestras letras aún parece encandilar. Y en diagnóstico ético-político va más lejos que ninguno de ellos, aunque a veces el tono acerbamente doctoral resulte demasiado crudo. Lo cual no se le puede reprochar en el Idiota, obvio es decirlo, porque aquí el tema lo impone así más allá de ninguna duda o reserva. ¿Me atreveré a decirlo? Félix de Azúa es algo así como el Aldous Huxley de mi generación, aunque con más quilates artístico-poéticos que ese parangón, para mí, desde luego, nada derogatorio. Siguiendo con el símil, esta exploración del contenido de la felicidad ocupa el mismo lugar que Un mundo feliz en la obra del otro...
Ridiculizada la pretensión de la felicidad, un paso más allá por tanto de este libro, perdura el interrogante injustificable de la felicidad misma. Queda visto para sentencia que ninguno de los programas del menú establecido la cumplen. Sin embargo, aún podría recordarse lo que un filósofo que ha hablado de estas cosas, Ernst Tugenhadt, recuerda: «De la felicidad sólo la felicidad misma puede decidir.» La felicidad debe desenterrarse a sí misma. Lo cual no se logra, sin duda, por medio de teorías ni declamaciones. Ya sabíamos que el hombre feliz no tiene camisa; debemos resignamos a que tampoco gaste una teoría eudemonológica. Lo cual, probablemente, descarta por inviable la colección de libros que yo imaginé, cancelándola con una especie de «el resto es silencio». Así que adiós, amado príncipe...

FERNANDO SAVATER


martes, 9 de junio de 2015

Christopher Tolkien. Historia de El señor de los Anillos.


En este primer volumen de la Historia de El Señor de los Anillos, Christopher Tolkien describe, citando notas y borradores, la intrincada evolución de La Comunidad del Anillo, y la gradual emergencia de las concepciones que transformaron lo que iba a ser un libro mucho más corto: una secuela de El hobbit. El anillo mágico de Bilbo crece, hasta convertirse en el peligroso y poderoso Anillo del Señor Oscuro, y en un asombroso e inesperado salto narrativo, un jinete Negro, entra cabalgando en la Comarca. La identidad del supuesto hobbit llamado Trotter (más tarde Trancos o Aragorn) es en un principio un misterio insoluble, hasta que al fin, muy lentamente, Tolkien descubre que tiene que ser un hombre. Muchas de las figuras mayores del libro aparecen con otros nombres y extrañas características: un siniestro Bárbol, aliado del Enemigo, un feroz y malévolo granjero Maggot. La historia concluye en el punto en que J. R. R. Tolkien abandona el relato durante largo tiempo, cuando la Compañía del Anillo, en la que todavía faltan Legolas y Gimli, se encuentra ante la tumba de Balin, en las Minas de Moria.
Este volumen valió a Christopher Tolkien en 1989 el Mythopoeic Scholarship Award en su subcategoría de estudios sobre los Inklings.
Fuente: N.N.

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(Fragmento). Historia de El señor de los Anillos.

INTRODUCCIÓN


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Como se sabe, J. R. R. Tolkien vendió los manuscritos y los textos mecanografiados de El Señor de los Anillos a Marquette University (Milwaukee) pocos años después de su publicación, junto con los de El hobbit y Egidio, el granjero de Ham, y también de El Señor Bliss. Transcurrió un largo tiempo entre el envío de estos últimos documentos, que llegaron a Marquette en julio de 1957, y el envío de El Señor de los Anillos, que no llegó sino al año siguiente. Esto se debió a que mi padre había decidido clasificar, comentar y fechar los variados manuscritos de El Señor de los Anillos, pero en ese entonces le resultó imposible hacer el trabajo que eso exigía. Es evidente que nunca lo hizo, y finalmente envió los documentos tal cual estaban; se indicó que cuando llegaron a Marquette «no estaban en orden». Si los hubiese ordenado, se habría dado cuenta entonces de que, aunque era voluminosa, la colección de manuscritos estaba incompleta.
Siete años más tarde, en 1965, cuando trabajaba en la revisión de El Señor de los Anillos, le escribió al director de Bibliotecas de Marquette, preguntándole si tenían alguna cronología y una lista de los acontecimientos narrados, porque nunca había hecho «un catálogo o un inventario completo de los documentos que se le enviaron». En esa carta le explicaba que la transferencia se había hecho cuando parte de sus papeles estaban en su casa de Headington (Oxford) y otra parte en sus habitaciones de Merton College; y también le decía que había descubierto que aún tenía «ciertos escritos [que] deberían estar en su poder»: cuando terminara de revisar El Señor de los Anillos se iba a ocupar de ese asunto. Pero no lo hizo.
Recibí esos papeles después de su muerte, ocho años más tarde; pero aunque Humphrey Carpenter se refiere a ellos en Una biografía (1977) y cita algunas notas hechas en un comienzo, no les presté atención por muchos años, por estar absorto en la larga tarea de determinar la evolución de las narraciones de los Días Antiguos, las leyendas de Beleriand y Valinor. No fue sino poco tiempo antes de la publicación del volumen III de «La historia de la Tierra Media» cuando me di cuenta de que la «Historia» bien podría incluir una relación de la escritura de El Señor de los Anillos. Sin embargo, durante los últimos tres años me he dedicado por temporadas a descifrar y analizar los manuscritos de El Señor de los Anillos que están en mi poder (tarea que aún [12] dista mucho de llegar a su fin). En este proceso ha quedado en evidencia que los documentos que quedaron rezagados en 1958 corresponden sobre todo a las primeras etapas de escritura, aunque en algunos casos (y especialmente en el primer capítulo, que fue reescrito muchas veces) las sucesivas versiones que se encuentran entre los papeles llevan la narración hasta un punto bastante avanzado. Pero, en general, sólo se trata de notas y borradores iniciales, con esbozos del desarrollo posterior de la historia, que quedaron en Inglaterra cuando se envió la mayor parte de los documentos a Marquette.
Por supuesto, no sé por qué motivo no se enviaron a Marquette estos manuscritos en particular; pero creo que es bastante fácil explicarlo en términos generales. Por ser extraordinariamente prolífico, mi padre (que en 1963, cuando sufría de una dolencia en el brazo derecho, le escribió a Stanley Unwin: «la imposibilidad de utilizar la pluma y el lápiz me resulta tan frustrante como le resultaría la pérdida del pico a una gallina») revisaba constantemente, reaprovechaba, comenzaba de nuevo, pero nunca tiraba nada de lo que había escrito, de modo que sus papeles eran de una complejidad inextricable, y estaban desorganizados y dispersos. Al parecer, es poco probable que cuando se realizó el envío a Marquette hubiese tenido gran interés en los primeros borradores o recordara claramente en qué consistían, puesto que en algunos casos habían sido sustituidos y superados hasta veinte años antes; y no cabe duda de que habían sido dejados a un lado, olvidados y enterrados hacía mucho tiempo.
De cualquier modo, no cabe duda de que estos manuscritos dispersos deberían reagruparse, y que toda la colección debería estar en un solo lugar. Esa debe de haber sido la intención de mi padre cuando los vendió; y, por lo tanto, los manuscritos que están actualmente en mi poder serán entregados a Marquette University.
La mayor parte del material citado o descrito en este libro se encuentra en los papeles que quedaron rezagados; pero la tercera parte del libro (llamada «Tercera etapa») representó un difícil problema, porque en ese caso los manuscritos estaban divididos. La mayor parte de los capítulos correspondientes a esa «etapa» de escritura se enviaron a Marquette en 1958, pero no ocurrió lo mismo con extensos fragmentos de varios de ellos. Esos fragmentos quedaron separados porque mi padre los había descartado y había utilizado lo que restaba como elementos constitutivos de nuevas versiones. Habría sido absolutamente imposible interpretar esta parte de la historia sin la colaboración ilimitada de Marquette, y de hecho recibí mucha ayuda. En particular, el señor Taum Santoski se ha dedicado con gran habilidad y atención a una compleja operación, en la que a lo largo de muchos meses hemos intercambiado copias comentadas de los textos; y, [13] gracias a eso, ha sido posible determinar la historia textual y reconstruir los manuscritos originales que mi mismo padre desmembró hace casi medio siglo. Quiero dejar constancia de su generosa asistencia con satisfacción y profundo agradecimiento, como también de la asistencia prestada por el señor Charles B. Elston, encargado de los archivos de la Memorial Library de Marquette, por el señor John D. Rateliff y por la señorita Tracy Muench.
Este intento de presentar una relación de las primeras etapas de escritura de El Señor de los Anillos se ha visto dificultada por otros problemas, además del hecho de que los manuscritos estén tan dispersos; se trata especialmente de problemas de interpretación del orden en que fueron escritos los textos, pero también de presentación de los resultados en un libro impreso.
En pocas palabras, la escritura consistió en una serie de «oleadas» o (como las he llamado en este libro) «etapas». El primer capítulo fue reconstituido tres veces antes que los hobbits se marcharan de Hobbiton, pero a continuación la historia llegó hasta Rivendel antes de que se agotara el impulso. Mi padre empezó otra vez desde el comienzo («segunda etapa»), y luego una vez más («tercera etapa»); y, a medida que iban apareciendo nuevos elementos narrativos y nuevos nombres y relaciones entre los personajes, los iba incorporando a borradores anteriores, en distintas oportunidades. Se eliminaron algunos fragmentos del texto y se utilizaron en otras partes. Se incorporaron versiones alternativas en un mismo manuscrito, de modo que la historia permite varias lecturas de acuerdo con las instrucciones dadas. Es muy difícil determinar con absoluta precisión la secuencia de todos estos cambios extraordinariamente complejos. La fecha o las dos fechas anotadas por mi padre sólo ofrecen una ayuda muy limitada, y las referencias a la evolución de la obra que se encuentran en sus cartas son poco claras y no es fácil interpretarlas. Las variaciones en la caligrafía pueden ser muy engañosas. Por lo tanto, para desvelar la historia de la composición hay que basarse en gran medida en las claves que ofrece la evolución de los nombres y los motivos en la narración; pero en tal caso es muy fácil equivocarse por una interpretación errónea de las fechas relativas de las adiciones y las alteraciones. A lo largo de todo el libro se encuentran ejemplos de estos problemas. No supongo ni por un solo momento que haya conseguido desvelar la historia correctamente en todos sus puntos; en realidad, hay varios casos en que las evidencias parecen ser contradictorias y no puedo ofrecer ninguna solución. Los manuscritos son de tal naturaleza que probablemente siempre admitirán diversas interpretaciones. Pero, después de mucho experimentar con distintas teorías, tengo la impresión [14] de que la secuencia de composición que propongo es la que mejor se ajusta a las evidencias disponibles.
En muchos casos, los primeros esbozos de la trama y borradores de la narración son apenas legibles, y se vuelven mucho más complejos a medida que se avanza. Aprovechando cualquier pedazo de papel de pésima calidad que tenía a mano en los años de la guerra —escribiendo a veces no sólo en el dorso de exámenes sino también sobre los mismos exámenes—, mi padre anotaba elípticamente sus ideas sobre la continuación del relato y sus primeras ideas sobre la narración, a gran velocidad. En los rápidos borradores y esquemas, que no pretendía que perduraran mucho más allá del momento en que volviera a ocuparse de ellos y les diera una forma más manejable, las letras son tan poco definidas que, cuando es imposible deducir o adivinar una palabra en base al contexto o a versiones posteriores, pueden seguir siendo perfectamente ilegibles después de un largo examen; y si, como solía hacer mi padre escribió con un lápiz blando, gran parte del texto es borroso e indistinto. Hay que tener en cuenta esto en todo momento: los primeros borradores fueron escritos de prisa, tan pronto como iban surgiendo las primeras palabras y antes de que la idea se desvaneciera, en tanto que el texto impreso (con la excepción de algunos puntos y signos de interrogación en el caso de términos ilegibles) transmite inevitablemente una imagen de calma y de metódica composición, de redacción sopesada e intencional.
En cuanto a la forma en que se presenta el material en este libro, lo que plantea el problema de más difícil solución es el desarrollo del relato a través de sucesivos borradores, que varían constantemente pero que siempre se basan en gran medida en los textos precedentes. En el caso extremo del primer capítulo, «Una reunión muy esperada», en este libro se analizan seis textos principales y diversos comienzos descartados. La presentación de todo el material que corresponde a este capítulo alcanzaría prácticamente para todo un libro, sin considerar numerosas repeticiones y cuasi repeticiones. Por otra parte, no es fácil reconstruir la secuencia de una serie de textos reducidos a extractos y citas breves (cuando las versiones posteriores son muy diferentes de las precedentes), y la descripción minuciosa del desarrollo también es bastante larga. En realidad, no se puede dar una solución satisfactoria a este problema. El compilador debe asumir la responsabilidad de seleccionar y destacar los elementos que considera más importantes y significativos. En general, en cada capítulo presento la primera narración en su totalidad, o gran parte de ella, como base con la que se puede relacionar la evolución posterior. La organización del material compilado depende del trato dado a los manuscritos: [15] cuando se presenta todo el texto o gran parte de él, se recurre en gran medida a notas numeradas (que pueden ser un elemento importante de la presentación de un texto complejo), pero cuando no se incluyen notas el capítulo es más bien un análisis acompañado de citas.
Mi padre dedicó inmensos esfuerzos a la creación de El Señor de los Anillos, y he intentado que esta crónica de sus primeros años de trabajo en el libro sea un reflejo de esos esfuerzos. La primera parte de la historia, antes de que el Anillo salga de Rivendel, fue sin duda la más difícil de escribir (lo que explica la extensión de este libro en comparación con todo el relato); y se han descrito las dudas, las indecisiones, el material descartado, las reestructuraciones y los intentos fallidos. El resultado es necesariamente de una extrema complejidad; pero si bien se podría volver a relatar la historia mucho más breve y resumidamente, estoy seguro de que la omisión de detalles que plantean dificultades o la simplificación excesiva de los problemas y las explicaciones le haría perder a este estudio su interés esencial.
Me he propuesto describir la escritura de El Señor de los Anillos, dar a conocer el sutil proceso de cambios que podía modificar la importancia de los incidentes y las características de las personas y, a la vez, conservar las escenas y los diálogos incluidos en los primeros borradores. Por tal motivo, por ejemplo, analizo en detalle la historia de los dos hobbits que finalmente se convirtieron en Peregrin Tuk y Fredegar Bolger, pero sólo después de las más extraordinarias permutaciones y fusiones de nombres, caracteres y papeles; por otra parte, he evitado todo análisis que no se relacione directamente con la evolución de la narración.
En cuanto a la naturaleza del libro, supongo que el lector está familiarizado con La Comunidad del Anillo y, por supuesto, a lo largo de todo el texto se hacen comparaciones con la obra publicada. Los números de las páginas de La Comunidad del Anillo (CA) corresponden a los tres tomos encuadernados en tela de El Señor de los Anillos (SA) publicados en inglés por George Allen & Unwin (actualmente Unwin Hyman) y la Houghton Mifflin Company —el último de los cuales ha sido publicado tanto en Inglaterra como en Estados Unidos— y en castellano por Ediciones Minotauro.
En la «primera etapa» de escritura, en la que la historia avanza hasta la llegada a Rivendel, la mayoría de los capítulos no tenían título y posteriormente se introdujeron muchos cambios en la división del relato en capítulos, y se modificaron los títulos y la numeración. Por lo tanto, para evitar toda confusión, me ha parecido preferible dar a muchos de mis capítulos simples títulos descriptivos que se refieren al contenido —por ejemplo, «De Hobbiton al Boscaje Cerrado»—, en lugar [16] de relacionarlos con los títulos de los capítulos de La Comunidad del Anillo. Para el título del libro me pareció adecuado utilizar uno de los que mi padre había pensado darle al primer volumen de El Señor de los Anillos, pero que luego descartó. En una carta a Rayner Unwin escrita el 8 de agosto de 1953 (Cartas, n.º 139), proponía El Retorno de la Sombra.
En este libro no se presenta ninguna descripción de la historia de la escritura de El hobbit hasta la publicación de la primera edición en 1937, pero, debido a su relación con El Señor de los Anillos, se hacen constantes referencias a la obra publicada. Esa relación es curiosa y compleja. Mi padre expresó su opinión al respecto en varias oportunidades, pero más en detalle y (a mi juicio) con más precisión en la larga carta que le escribió a Christopher Bretherton en julio de 1964 (Cartas, n.º 257).
Regresé a Oxford en enero de 1926, y cuando se publicó El hobbit (1937) esta «historia de los Días Antiguos» ya había adquirido una forma coherente. No había intención de que El hobbit tuviera ninguna relación con ella. Cuando mis hijos aún eran pequeños tenía la costumbre de inventar y de contarles, a veces de escribir, «cuentos infantiles» para divertirlos… El hobbit debía ser uno de ellos. No tenía necesariamente ninguna conexión con la «mitología», pero como es natural se vio atraído por esa creación dominante de mi mente, lo que hizo que el cuento fuera adquiriendo mayores dimensiones y volviéndose más heroico a medida que avanzaba. Aun así podía mantenerse bastante independiente, con excepción de las referencias (innecesarias, aunque dan una impresión de profundidad histórica) a la Caída de Gondolin, las ramas del Pariente de los Elfos y la disputa entre el Rey Thingol, el padre de Lúthien, con los Enanos. …
El anillo mágico era el único elemento de El hobbit que evidentemente podía relacionarse con mi mitología. Para convertirse en el tema de un extenso relato tenía que ser extremadamente importante. Lo vinculé entonces con la referencia (originalmente) bastante casual al Nigromante, cuyo papel consistía en poco más que en darle un motivo a Gandalf para marcharse y dejar a Bilbo y a los Enanos librados a su propia suerte, lo cual era necesario para el cuento. De El hobbit se derivan también los Enanos, Durin —su primer antepasado—, y Moria; y Elrond. El pasaje del capítulo iii en el que se lo relaciona con los Medio Elfos de la mitología fue producto de un afortunado azar, debido a la dificultad de estar inventando constantemente nombres adecuados para los [17] nuevos personajes. Lo llamé Elrond por casualidad, pero por ser un nombre que provenía de mi mitología (Elros y Elrond, los dos hijos de Eärendel) lo convertí en medio elfo. Sólo en El Señor se lo identifica como el hijo de Eärendel, y por lo tanto biznieto de Lúthien y Beren, un personaje poderoso y Portador de un Anillo.
La opinión que tenía mi padre de El hobbit cuando fue publicado —especialmente en relación con «El Silmarillion»— se refleja con claridad en la carta que le escribió a G. E. Selby el 14 de diciembre de 1937:
No le doy toda mi aprobación a El hobbit, puesto que prefiero mi propia mitología (a la que apenas se alude) con su nomenclatura coherente —Elrond, Gondolin y Esgaroth han quedado fuera— y su historia organizada a esta plebe de enanos con nombres provenientes de los Edda tomados del Völuspá, hobbits y gollums recién inventados (en un rato de ocio) y runas anglosajonas.
La importancia de El hobbit en la historia de la evolución de la Tierra Media consiste entonces, en esta época, en el hecho de que fue publicado, y en la exigencia de escribir una continuación. Como consecuencia, debido a las características que fue adquiriendo El Señor de los Anillos a lo largo de su evolución, El hobbit se vio arrastrado a la Tierra Media… y la transformó; pero, tal como se presentaba en 1937, no formaba parte de ella. Su importancia en relación con la Tierra Media no se manifestó entonces, sino en su influencia posterior.
Más adelante, El Señor de los Anillos influyó en El hobbit, tanto en el texto publicado como (en mucha mayor medida) en las revisiones inéditas del texto; pero en el punto hasta donde llega esta Historia todo eso se encuentra en un futuro distante.
En los manuscritos de El Señor de los Anillos hay marcadas incoherencias, por ejemplo en cuanto al uso de mayúsculas y de guiones, y a la separación de los elementos en nombres compuestos. En mi presentación de los textos no he impuesto ninguna unificación en este sentido, aunque en mis análisis empleo formas coherentes.

lunes, 8 de junio de 2015

Jacques Chessex. Novela:EL VAMPIRO DE ROPRAZ.


Jacques Chessex.
Nació en Suiza en 1934. Estudió en Friburgo y en Lausana, donde impartió clases de francés. Fue fundador de dos revistas literarias. De origen francófono, es tan conocido en Francia como en Suiza.
Es autor de poemas, cuentos, ensayos y novelas. En cualquier caso, su expresión es brillante, concisa, clara y llena de sensualidad, con temas recurrentes como la soledad, el desamparo, la muerte y el erotismo. Ha obtenido premios importantes como el Goncourt en 1973 por su novela `El Ogro`, y es Caballero de la Legión de Honor.

Murió en 2009.

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EL VAMPIRO DE ROPRAZ
En 1903, en Ropraz, en el Haut-Jorat valdense, la hija del juez de paz muere a los veinte años de una meningitis. Una mañana encuentran levantada la tapa del ataúd, profanado el cuerpo de la virginal Rosa y sus miembros parcialmente devorados. Horror. Resurgen las supersti­ciones, la obsesión por el vampirismo, cada quien espía a los demás en lo más crudo del invierno. Más tarde se co­meten otras dos violaciones en Carrouge y en Ferlens. Después de eso hay que encontrar un culpable. Lo será el tal Favez, un mozo de labranza. Condenado, encarce­lado, sometido a estudio psiquiátrico, en 1915 se pierde su rastro. A partir de un hecho real, Jacques Chessex es­cribe el estremecedor relato de la fascinación asesina. ¿Quién mejor que él para narrar la «mugre primitiva», la soledad, los fantasmas de los notables, la mala concien­cia de una época? «Un pequeño gran libro» (Jérôme Garcin, Le Nouvel Ob­servateur), «Una gran danza salvaje, animada por la san­gre, el sexo y la brutalidad en estado puro» (Jacques Sterchi, La Liberté), «Chessex sorprende una vez más con este terrible retrato de una región, una época y un hom­bre con un extraño destino» (Alexandre Fillon, Livres Hebdo).
Fuente:N.N.

(Fragmento de novela).
Capítulo I
Ropraz, en el Haut-Jorat valdense, 1903. Es una región de lobos y de abandono a principios del siglo XX, mal comunicada por transporte público, a dos horas de Lausanne, encaramada en lo alto de una cuesta sobre la carretera de Berna, rodeada de bosques de abetos opacos. Viviendas a menudo diseminadas en desiertos circundados de árboles sombríos, pueblos estrechos de casas bajas. Las ideas no circulan, la tradición pesa, se desconoce la higiene moderna. Avaricia, crueldad, superstición, no estamos lejos de la frontera de Friburgo, donde abunda la brujería. Mucha gente se ahorca, en las granjas del Haut-Jorat. En el granero. En las vigas de la buhardilla. Guardan un arma cargada en la cuadra o la bodega. So pretexto de caza legal o furtiva, atesoran pólvora, perdigones, gruesas trampas con dientes de hierro, cuchillas afiladas en la piedra de amolar. El miedo que ronda. Por la noche se rezan las oraciones de conjuro o de exorcismo. Son protestantes acérrimos pero se santiguan cuando vislumbran monstruos perfilados por la bruma. Con la nieve, el lobo vuelve. No hace tanto tiempo que mataron al último, en 1881, su despojo disecado cría polvo a doce kilómetros, en una vitrina del museo del Vieux-Moudon. Y el oso horrible llegado del Jura. Destripó becerras no hace aún cuarenta años en las gargantas de la Mérine. Los viejos se acuerdan, no se ríen en Ropraz ni en Ussières. En la época de Voltaire, que residió en el castillo de abajo, en la aldea de  Ussières, los bandoleros aguardaban a los alemanes en la carretera principal, la de Berna, y más tarde los soldados que volvían de las guerras de la Grande Armée despojaban a las gentes honradas. Hay que andar con tiento a la hora de contratar a un vagabundo para la cosecha o la patata. Es el extranjero, el fisgón, el ladrón. Con un aro en la oreja, socarrón, la chaira calzada en la bota.
Aquí no hay grandes comercios, fábricas, manufacturas, sólo hay lo que se arranca a la tierra, que es como decir nada. Esto no es vivir. Somos incluso tan pobres que vendemos las vacas por su carne a los carniceros de las grandes ciudades y nos contentamos con cerdo, y lo comemos tanto en todas sus formas, ahumado, atocinado, en picadillo, salado, que acabamos pareciéndonos a ellos, la cara rosa, la cabeza colorada, lejos del mundo, en bosques y cañadas negras.
En esos campos perdidos, una muchacha es una estrella que imanta las locuras. Incesto y divagaciones, en la sombra de la soltería, de la parte carnal para siempre codiciada y prohibida.
La miseria sexual, como la llamarán más tarde, se suma a los extravíos del miedo y la imaginación del mal. Solitario, se vigila la noche, retozos de amor de algunos pudientes y de su cómplice estertorosa, frotaciones del diablo, culpabilidad retorcida en cuatro siglos de calvinismo impuesto. Descifrar sin descanso la amenaza llegada del fondo de uno mismo y del exterior, del bosque, del techo que cruje, del viento que llora; del más allá, de arriba, de abajo: la amenaza llegada de otra parte. Uno se atrinchera en el cráneo, en el sueño, en el corazón, en los sentidos, se encierra en su granja bajo siete cerrojos, con el fusil aprestado y el alma aterrada y hambrienta. El invierno atiza estas violencias bajo la larga nieve amiga de los locos, los cielos rojos y pardos entre el alba y la noche desheredada, el frío y la melancolía que tensan y corroen los nervios. Ah, me olvidaba de la belleza estremecedora de estos pagos.
Y de la luna llena. Y las noches de plenilunio, las oraciones y los rituales, las lonchas de tocino con que se frotan las verrugas y las llagas, las pociones negras contra el embarazo, los ritos con muñecas de madera mal desbastada y acribillada de agujas, martirizada, y la suerte echada por farsantes, las plegarias para la mancha de los ojos. Todavía hoy, en los graneros y los colgadizos, se encuentran grimorios y recetas de decocción de sangre menstrual, de vómito, de baba de sapo y de víbora triturada. Cuando la luna ilumina demasiado, guárdate de mescolanzas. Cuando la luna despunta temprano, guarda la serpiente en el saco. Gana la locura. Y el miedo. ¿Quién se ha deslizado por el sobradillo? ¿Quién ha caminado por el tejado? ¡Vela por tu pólvora y tu horquilla, antes del secreto de los abismos!

domingo, 7 de junio de 2015

SUZY McKEE CHARNAS El tapiz del vampiro. DAVID PRINGLE Literatura fantástica Las 100 mejores novelas.


SUZY McKEE CHARNAS
El tapiz del vampiro


Peter S. Beagle describe este inteligente libro como la mejor novela de vampiros que ha leído, y yo estaría de acuerdo con este juicio. Consiste en cinco relatos vinculados entre sí sobre un vampiro actual que se llama doctor Edward L. Weyland, mé-dico. Bebe sangre y es enormemente longevo, pero en todo otro aspecto parece un miembro normal y doliente del género humano. Depredador que raramente mata, es también un con-sumado intelectual, un antropólogo que escribe libros y da fas-cinantes conferencias. Por lo general, lo vemos a través de los ojos de otros, y el mérito peculiar de Suzy McKee Chamas es haber escrito una «novela de vampiros» que se ocupa más de la variedad de las respuestas humanas al monstruo que del mons-truo mismo. Compuesta en un estilo sobrio pero vívido (con to-ques de humor), es un libro mucho más complejo que otras na-rraciones recientes sobre vampiros (como El misterio de Salem's Lot de Stephen King o Confesiones de un vampiro de Anne Rice), y sin embargo es también una fascinante lectura. Merece que se lo conozca mejor.
En un momento dado el doctor Weyland es capturado por unos insignificantes matones que pretenden explotarlo como una extraña atracción en un espectáculo ilícito. Pero tienen que alimentar a su cautivo, y entre los «voluntarios» que dan su sangre hay una joven llamada Bobbie:

–Oh –dice ella. Y luego, mirando todavía con fijeza–: Oh, caray. Oh, Wesley, está bebiendo mi sangre.
Ella alarga la mano, como para alejar la cabeza del vam-piro, pero en cambio empieza a acariciarle el cabello, y mur-mura: –Esta mañana leí mi tarot y pude ver nuevas cosas fan-tásticas, y yo debía estar detrás de ellas y sentirme realmente segura, ¿sabes? –Hasta el final estuvo sentada absorta y mur-murando «Oh, caray», a intervalos soñadores.
Cuando el vampiro levantó un rostro anegado y pacífico, ella le dijo seriamente: –Yo soy Escorpión. ¿Cuál es tu signo?

Aunque está más interesado en la supervivencia que en el sexo, Weyland ejerce este género de efecto sobre muchas de las mu-jeres que conoce. El episodio principal de la novela concierne  su relación con una psicoterapeuta que llega gradualmente a enamorarse de él. Al principio, está convencida de que él pade-ce de alucinaciones psicóticas y se propone «curarlo». Pero con el tiempo comprende que es un verdadero vampiro, el último miembro de una raza extraña, un solitario arquetípico, ocupa-do siempre en eludir a los «campesinos con antorchas» que amenazan su existencia. Weyland no pide nada de los seres hu-manos, aparte de su sangre, pero su respeto por esa mujer poco común aumenta y llega a poder corresponder al amor de ella. El encuentro es breve, pues para funcionar en este mundo él tiene que dejarla y asumir una nueva identidad.
Weyland conoce a toda clase de gente, desde la dama psi-coterapeuta, pasando por la necia Bobbie y un inseguro mu-chacho de catorce años, hasta varios universitarios poco capa-ces y un autotitulado «satanista», un villano vano y bombástico que actúa como un cínico Van Helsing para el Drácula extra-ñamente noble que es Weyland. Establecida la premisa de un protagonis-ta inmortal que bebe sangre, la historia se desarrolla en términos totalmente realistas. Aquí no hay murciélagos, ajo o estacas de madera. En cambio, hay una increíble gama de de-bilidades humanas hábilmente descritas. Suzy McKee Chamas (nacida en 1939) ha insuflado nueva vida a la leyenda del vampi-ro, rescatando a su héroe de los estereotipos de las películas de horror y dándole un nuevo rango como forastero obscuramente romántico.


Primera edición: Simon & Schuster, Nueva York, 1980

Primera edición en castellano: Martínez Roca, Barcelona, 1991


sábado, 6 de junio de 2015

M. Aguéev. Novela con cocaína, una novela de confesiones.


Novela con cocaína, una novela de confesiones.
«Para el hombre enamorado todas las mujeres son mujeres, a excepción de aquella a la que ama, a la que considera una persona. Para una mujer enamorada todos los hombres son personas, a excepción de aquel al que ama, al que considera un hombre.» Reflexiones como ésta, en una novela por lo demás repleta de infrecuentes revelaciones sobre sexualidad y roles de género, y de elementos ciertamente inéditos como la adicción a la cocaína, debieron llamar la atención, a comienzos de la década de 1930, del grupo de emigrados rusos que editaban en París la revista Cifras y a cuya redacción llegó, con el seudónimo de M. Aguéiev, el manuscrito de Novela con cocaína. La paternidad de la novela, que llegó a ser atribuida a Nabókov y que no sería definitivamente esclarecida hasta 1994, fue desde entonces un enigma. Pero el revuelo estaba justificado por la extraordinaria originalidad de la obra, una narración en forma autobiográfica, ambientada en Moscú en vísperas de la Revolución, de un joven impelido por «el deseo de conferir a mi personalidad un carácter singular», desde sus últimos años en el Instituto hasta su reclusión en el solitario universo de «desdoblamientos» de la cocaína. Osada, profunda e incómoda, con una visión del mundo que supone «un insulto a nuestra noción más luminosa, tierna y pura», esto es, «el alma humana», ésta es una novela imprescindible del siglo XX, por primera vez presentada en traducción directa del ruso.

 
M. Aguéiev
 Novela con cocaína



 Título original: Roman s cocainoi
M. Aguéiev, 1936
Traducción: Víctor Gallego Ballestero

  Introducción


por Víctor Gallego

Pocas obras literarias aparecen envueltas en un misterio tan espeso como Novela con cocaína. Durante más de medio siglo sus páginas han estado rodeadas de hipótesis, enigmas, alusiones, sugerencias y atribuciones.
La historia de la publicación de la novela está llena de lagunas y lugares oscuros, que poco a poco los estudiosos y especialistas se han esforzado por rellenar o esclarecer. Todo empezó a principios de la década de 1930, cuando a la redacción de la revista Cifras, editada por algunos emigrados rusos en París, llegó un paquete procedente de Constantinopla, en cuyo interior se encontraba el manuscrito de Novela con cocaína, firmado por un autor absolutamente desconocido, M. Aguéiev.
Vista la calidad y el interés de la obra, la redacción aprobó su publicación. Fragmentos del libro, que en un principio se tituló Relato con cocaína, aparecieron en La Vida Ilustrada y en la revista Cifras. En 1934 la revista Encuentros dio a la estampa la segunda y última obra conocida del autor, el relato «Un pueblo sarnoso». En 1936 Novela con cocaína se publicó en forma de libro en una editorial parisina. A partir de entonces el nombre de M. Aguéiev desaparece del mundo de las letras, y su persona se evapora, se desvanece como humo sin dejar rastro. ¿Quién es Aguéiev? ¿Dónde está? ¿Qué hace? Durante más de cincuenta años nadie puede dar respuesta cumplida a ninguno de esos interrogantes.
La novela gozó una buena acogida y de su análisis y juicio se ocuparon algunos de los escritores y críticos más renombrados y relevantes de la emigración rusa, como Adamóvich, Merezhkovski o el poeta Jodasiévich (unido sentimentalmente durante algún tiempo a la escritora Nina Berberova).
Adamóvich aportó un par de datos sobre el autor; «Vive en Constantinopla y emplea el nombre de Aguéiev como seudónimo». Merezhkovski le dedicó el comentario quizá más elogioso y entusiasta: «Su lenguaje es excepcional, gráfico. Por un lado, presenta concomitancias con Bunin; por otro, con Sirin [seudónimo empleado en aquella época por Vladímir Nabókov]. En su lenguaje (en sus imágenes) combina la densa materia del estilo de Bunin, entretejida de modelos antiguos, con la novedosa y brillante tela de Sirin. Eso en lo exterior. En lo demás, hay que olvidarse de Bunin, con su densidad, y de Sirin, con el brillo hueco de su seda literaria, y pensar quizá en Dostoievski, aunque en un Dostoievski de los años treinta de nuestro siglo».
En general, la crítica dedicó una atención especial a dos aspectos concretos de la novela: en primer lugar la sinceridad casi cruel con que el autor afronta una temática prácticamente inédita en la literatura rusa, que suele pasar de puntillas por los aspectos más escabrosos de la realidad; en segundo término, la singularidad y la magia de su estilo, alabado por unos como modelo de originalidad y creatividad desenfrenada y atacado por otros por su pretendida vulgaridad, su sentido laxo de la gramática y el empleo de términos poco comunes en obras literarias de cierta ambición. Unos celebraron su atrevimiento y su osadía; otros reprocharon su alejamiento de la tradición literaria rusa; pero nadie se atrevió a negar la incuestionable novedad y frescura de la obra, cualidades que tal vez propiciaron su supervivencia entre tantas obras olvidadas y preteridas de ese período.
A pesar del interés que despertó y de los comentarios elogiosos que mereció, la obra pronto quedó sepultada, a lo que contribuyó quizá la agitación, el desconcierto y el dramatismo ele la situación histórica.
A mediados de la década de 1980, cuando todo parecía indicar que Novela con cocaína había sido devorada definitivamente por el tiempo, un grupo de eslavistas occidentales logró rescatarla del olvido y la volvió a publicar. La aparición de la traducción francesa en 1983 conoció un éxito excepcional y propició otras versiones al inglés y al italiano. Pronto Novela con cocaína alcanzó reconocimiento mundial y un grado de aceptación y aquiescencia que parecía ya definitivo. Poco después la obra aparecía también en la Unión Soviética, con lo que cincuenta años más tarde de su publicación Novela con cocaína llegaba finalmente a Rusia.
Enseguida volvieron a plantearse los mismos interrogantes que habían acompañado la primera aparición de la novela: ¿Quién se ocultaba bajo el misterioso nombre de Aguéiev? ¿Acaso un hombre de carne y hueso, un desconocido genial, o un escritor reconocido y renombrado, que había utilizado ese seudónimo como una eficaz careta? Una circunstancia parecía apuntar en esa última dirección: la extraordinaria maestría literaria de la novela y la destreza del narrador, poco probables, casi desconcertantes, en el caso de un debutante; otro dato, en cambio, parecía descartarla: el testimonio de algunas personas que decían haberlo conocido.
La poetisa Lidia Chervínskaia es la primera en proponer el nombre de Marko Levi como autor de la novela. Según sus palabras, Marko Levi había viajado a Constantinopla a principios de los años treinta y posteriormente había regresado a la Unión Soviética, circunstancia que permitía explicar la ausencia de noticias e informaciones sobre su paradero, y su silencio definitivo. No obstante, en un primer momento, esa sugerencia recibió escasa consideración.
En 1985, en el número 144 de la revista El Mensajero del Movimiento Cristiano Ruso, Nikita Struve, eminente eslavista de la Sorbona y editor de las Obras completas del poeta Ósip Mandelstam, formuló una propuesta que causó un gran revuelo y provocó un torrente de comentarios. En ese artículo el profesor Struve atribuía la autoría de Novela con cocaína a Vladímir Nabókov, aduciendo que las evidentes similitudes y concomitancias —estilísticas y estructurales— entre algunas obras del gran narrador y Novela con cocaína no podían deberse a la simple casualidad. Muchos terciaron en la polémica, bien para defender la hipótesis bien para rechazarla, hasta que la viuda del escritor, Vera Nabókova, pareció zanjar la cuestión con una carta airada, concluyente y un tanto arrogante, dirigida a la redacción del Pensamiento Ruso: «Mi marido, el escritor Vladímir Nabókov, no escribió Novela con cocaína, nunca utilizó el seudónimo de Aguéiev, no publicó en la revista Cifras, que le atacó en uno de sus primeros números, nunca estuvo en Moscú, jamás en su vida probó la cocaína (ni ningún otro narcótico) y escribía, a diferencia de Aguéiev, en un estilo petersburgués extraordinario, límpido y correcto».
La cuestión de la atribución siguió abierta hasta que en noviembre de 1991 apareció en el Pensamiento Ruso un artículo de Serguéi Dediulin titulado «Una autoría definitivamente establecida», en el que se ofrecían datos concluyentes y espectaculares sobre el misterioso autor de Novela con cocaína. En ese artículo se informaba de que una investigadora moscovita, Marina Sorokina, había confirmado en los archivos de Moscú una hipótesis de Gabriel Superfin, según la cual el centro escolar descrito en la primera parte de la novela se correspondía con el instituto privado R. Kreimanovski. Al parecer, la exhumación de los archivos había confirmado que entre los alumnos que terminaron el instituto el año 1916 aparecían los nombres de Marko Levi y de casi todos los personajes de la primera parte de la novela.
De ese modo, parecía confirmarse el nombre de Marko Levi como autor de la novela, aunque una certidumbre casi definitiva no se estableció hasta 1994, gracias a un artículo de los mismos investigadores, Marina Sorokina y Gabriel Superfin, publicado en el almanaque histórico Pasado. En ese artículo se detallan los pocos datos que se conocen sobre Marko Levi. A continuación, paso a referir al lector los más relevantes[1].
Marko Lazárievich Levi nació el 27 de julio de 1898 en Moscú, en el seno de una familia de comerciantes. En agosto de 1912 ingresó en el instituto Kreimanovski, donde estudió hasta 1916. Ese mismo año fue bautizado en la parroquia evangélica de Moscú. Durante los años de la NEP, Levi trabajó como traductor para la sociedad Arcos (All Russian Cooperative Society Limited). En 1924 viajó a Alemania y al parecer adquirió un pasaporte paraguayo. En 1930 abandonó Alemania y se trasladó a Turquía, donde se dedicó a la enseñanza de lenguas y se consagró a la actividad literaria. Desde Constantinopla envió a París el manuscrito de Novela con cocaína. En 1942 Levi fue deportado a la Unión Soviética, acaso como consecuencia del intento de atentado contra el embajador alemán en Turquía, que la policía turca atribuyó a varios ciudadanos soviéticos. Tras regresar a la URSS, Levi se estableció en Yereván (Armenia), donde se casó y llevó una vida reglada y familiar, enseñando lengua alemana en la universidad de la ciudad. Murió en agosto de 1973 en Yereván, ciudad en la que fue enterrado.
Parece que la publicación de la novela en una editorial del exilio le ocasionó algunos problemas, como se desprende de un informe del cónsul general de la URSS, en Estambul, presentado ante el Comisariado General de Asuntos Exteriores el 22 de abril de 1939: «Levi ha señalado que su inofensivo libro no contiene una sola palabra en contra de la URSS. A partir de las conversaciones que hemos mantenido, se deduce que Levi ha recapacitado y reconocido la enormidad de su error».
¿A qué error se refiere el cónsul? ¿A la propia redacción de la novela o a su publicación en una revista del exilio? Sea como fuere, el simple envío del manuscrito a París constituye una prueba irrefutable de las escasas esperanzas que albergaba el autor de publicar Novela con cocaína en la URSS.
Al parecer, Marko Levi era aficionado a la música y el cine, fumaba mucho y coleccionaba naipes (hay alguna alusión a los naipes en la obra). Además, viajaba todos los años a Moscú, al menos una vez. ¿Con qué objeto? ¿Acaso para visitar a alguno de sus antiguos camaradas? ¿O tal vez por razones de índole profesional? Nada se sabe.
¿Volvió a escribir? ¿O, lo mismo que Rimbaud, se desentendió de su obra y abandonó definitivamente la literatura?
El velo del misterio ha levantado algunos de sus pliegues, pero aún sigue cubriendo de sombras y de enigmas las extrañas páginas de Novela con cocaína.

 Nota al texto


Para la traducción se ha utilizado la edición de Novela con cocaína publicada en Moscú por la editorial Terra en 1990.
La obra apareció por primera vez en castellano en 1983, en una traducción del francés de Rosa María Bassols publicada por la editorial Seix Barral.

(Fragmento. Novela. Novela con cocaína).

 Burkievits se ha negado

  El Instituto



  I


Un día de principios de octubre, yo, Vadim Másliennikov (tenía entonces diecisiete años), al dirigirme por la mañana temprano al instituto, olvidé el sobre con el dinero del primer semestre que mi madre había dejado en el comedor por la noche. Me acordé de él cuando había subido ya al tranvía y las acacias y las picas de la verja del bulevar, en continuo tropel, pasaban como una hilera ininterrumpida, y la carga que llevaba sobre los hombros me apretaba cada vez más la espalda contra una barra niquelada. En cualquier caso, ese olvido no me preocupó lo más mínimo. Podía entregar ese dinero al día siguiente y en casa nadie lo robaría; además de mi madre, en el apartamento sólo vivía mi vieja nodriza Stepanida, que llevaba con nosotros más de veinte años, y cuya única debilidad, casi una pasión, eran sus continuos cuchicheos, que sonaban como si alguien estuviera masticando pepitas de girasol; a falta de interlocutores, eso le permitía mantener largas conversaciones consigo misma, a veces incluso discusiones, que interrumpía de vez en cuando con exclamaciones en voz alta del tipo: «¡Pues claro!» o «¡sin duda!» o «¡espérate sentado!».
Una vez, en el instituto, me olvidé por completo del sobre. Ese día no me había aprendido las lecciones, algo que no sucedía con frecuencia, y tuve que prepararlas durante los descansos o ya con el profesor en el aula. Ese estado de intensa concentración en que todo se asimila con facilidad (aunque un día más tarde se olvida con pareja ligereza) contribuyó a apartar de mi memoria cualquier otra cuestión.
Cuando empezó el recreo y nos sacaron al patio, pues hacía un tiempo soleado y seco, aunque también frío, vi a mi madre en el rellano inferior de la escalera; sólo entonces me acordé del sobre y comprendí que no había podido contenerse y había venido a traérmelo. Con su gastada pelliza y su ridicula capucha de la que se escapaban algunos cabellos canosos (tenía entonces cincuenta y siete años), se mantenía apartada de todos y con una evidente inquietud, que de algún modo acentuaba su lastimoso aspecto, miraba con aire desvalido a los estudiantes que pasaban corriendo a su laclo, algunos de los cuales, riéndose, la miraban y comentaban alguna cosa con sus amigos. Cuando llegué a su altura, traté de pasar inadvertido, pero nada más verme esbozó una sonrisa tierna, aunque no alegre, y me llamó. A pesar de la terrible vergüenza que sentía ante mis compañeros me acerqué a ella.
—Vadichka, hijo mío —me dijo con su sorda voz de vieja, tendiéndome el sobre y rozando con prevención un botón de mi capote con su mano amarillenta, como si temiera quemarse—. Has olvidado el dinero, hijo mío. Pensé que te asustarías, así que he decidido traértelo.
Tras pronunciar esas palabras, me miró como si estuviera pidiendo limosna. Irritado por la vergüenza que me había hecho pasar, le dije en un envenenado murmullo que esas sensiblerías estaban de más en el patio y que, dado que no había podido contenerse y había traído el dinero, fuera a pagar ella misma. Mi madre me escuchó en silencio, bajando sus viejos y tiernos ojos con aire culpable y triste; cuando terminé de bajar la escalera ya desierta y abrí la pesada puerta, que absorbía ruidosamente el aire, me volví y la miré, aunque no lo hice porque me diera pena, sino por temor a que se echara a llorar en un lugar tan inapropiado. Mi madre continuaba en el descansillo superior; había inclinado tristemente su deforme cabeza y me seguía con la mirada. Cuando reparó en que la estaba mirando, agitó la mano con el sobre, como se hace en las estaciones; ese movimiento, joven y animoso, no hizo más que resaltar su aspecto avejentado, lamentable y harapiento.
Ya en el patio se me aceraron algunos compañeros y uno de ellos me preguntó quién era ese payaso con faldas con el que acababa de hablar. Respondí, riendo alegremente, que se trataba de una institutriz empobrecida que había ido a verme con cartas de recomendación; añadí que si querían podía presentársela. Al escuchar las carcajadas que suscitaron mis palabras, comprendí que había ido demasiado lejos y que no debía haberlas pronunciado. Cuando mi madre, una vez efectuado el pago, salió del edificio y, sin mirar a nadie, doblada como si intentara volverse aún más pequeña, se dirigió lo más deprisa que pudo a la cancela, haciendo sonar sus tacones gastados y curvos en el asfalto del sendero, sentí que se me encogía el corazón.
Ese dolor, que en un primer momento me afectó con tanta fuerza, no duró mucho; no obstante, su final absoluto, es decir, su curación definitiva, tuvo lugar como en dos fases, pues, cuando regresé a casa del instituto, entré en el recibidor y atravesé el estrecho pasillo de nuestro pobre apartamento, que olía fuertemente a cocina, ese dolor, aunque había dejado de hacer daño, seguía presente en mi ánimo, recordándome su intensidad de una hora antes; más tarde, ya en el comedor, cuando me senté a la mesa enfrente de mi madre, que servía la sopa, ese dolor no sólo no me inquietaba, sino que me resultaba difícil imaginar que en algún momento hubiera podido perturbarme.
Apenas empezaba a sentirme aliviado, cuando una gran cantidad de amargas consideraciones volvieron a soliviantarme. Una mujer tan vieja debía comprender que sus ropas me causaban vergüenza, que había ido al instituto con el sobre sin ninguna razón, que me había obligado a mentir, que me había privado de la posibilidad de invitar a mis compañeros a casa. Observé cómo comía su sopa, cómo levantaba la cuchara con mano temblorosa, cómo vertía parte de ella en el plato; miré sus mejillas amarillentas, su nariz enrojecida por el calor de la sopa y advertí que después de cada cucharada lamía la grasa con la lengua; en ese momento sentí por ella un odio intenso y brutal. Cuando reparó en que la estaba observando, mi madre, con su ternura de siempre, me miró con sus ojos castaños y descoloridos, dejó la cuchara y, como si esa mirada tuviera que ir acompañada de algún comentario, preguntó:
—¿Está buena?
Pronunció esas palabras con cierto aire de niña, sacudiendo la cabeza con gesto interrogativo.
—Está «puena» —dije, sin afirmar ni negar, con la única intención de imitarla. Solté esa palabra con un gesto de repulsión, como si tuviera ganas de vomitar, y nuestras miradas —fría y hostil la mía; cálida, sincera y afectuosa la suya— se encontraron y se fundieron. Esa situación se prolongó durante un buen rato; advertí que la mirada de sus bondadosos ojos se empañaba, adquiría un matiz de perplejidad y luego de pena, pero cuanto más evidente se hacía mi victoria, menos perceptible y comprensible me parecía ese sentimiento de odio —a cuya fuerza debía esa victoria— por esa persona vieja y afectuosa. Por eso, probablemente, acabé cediendo, fui el primero en bajar los ojos, tomé la cuchara y me puse a comer. Una vez apaciguado en mi interior y con ganas de hacer algún comentario intrascendente, volví a levantar la cabeza, pero no dije nada y sin quererlo me puse en pie de un salto. Una de las manos de mi madre, la que sostenía la cuchara, descansaba directamente sobre el mantel. En la palma ríe la otra apoyaba la cabeza. Sus finos labios se estiraban hacia las mejillas, deformando el rostro. De las órbitas oscuras de sus ojos cerrados, con arrugas que se extendían como abanicos, brotaban lágrimas. Había tanta indefensión en esa cabeza amarillenta y vieja, tanto dolor amargo y sin rencor, y tanta desesperación en esa repugnante vejez que nadie necesitaba, que la miré de soslayo y le dije con una voz en la que se transparentaba la rudeza:
—Bueno, no hace falta. Bueno, déjalo. No es necesario.
—Sentí deseos de añadir «mamá», e incluso de acercarme y besarla, pero en ese momento la nodriza, viniendo del pasillo y balanceándose sobre una bota de fieltro, golpeó la puerta con el otro pie y entró con un plato. No sé a causa de qué ni de quién, pero en ese momento descargué un puñetazo sobre el plato; el dolor de mi mano herida y los pantalones empapados de sopa me convencieron de mi razón y de mi justicia, sentimientos que se vieron confusamente reforzados por el extremo pavor de la nodriza; finalmente, lanzando un insulto amenazador me dirigí a mi habitación.
Poco después mi madre se vistió, se marchó y no regresó a casa hasta la noche. Cuando la oí pasar del recibidor al pasillo, aproximarse a mi habitación, llamar a la puerta y preguntar si podía entrar, me precipite sobre el escritorio, abrí apresuradamente un libro y, tras sentarme de espaldas a la puerta, le respondí con indiferencia: «Adelante». Atravesó la habitación y con pasos inseguros se acercó a mí de lado; yo aparentaba estar sumergido en la lectura, pero alcancé a ver que llevaba aún su pelliza y su ridicula capucha negra. Mi madre, sacando la mano de su seno, puso sobre la mesa dos billetes de cinco rublos, arrugados como si a causa de la vergüenza quisieran volverse más pequeños. Tras acariciarme la mano con su manita encogida, exclamó en voz baja:
—Perdóname, hijo mío. Tú eres bueno. Lo sé. —Me acarició los cabellos y se quedó pensativa, como si quisiera añadir alguna otra cosa; pero al cabo de unos instantes, sin decir nada más, salió de puntillas y cerró cuidadosamente la puerta tras ella.

viernes, 5 de junio de 2015

UNA OBRA LITERARIA. J.Méndez-Limbrick.


UNA OBRA LITERARIA. J.Méndez-Limbrick.
1. Una obra literaria no se valora por un premio.
2. Una obra literaria se agiganta o se empequeñece como un enano dependiendo si es buena o mala, si gusta o no gusta ya sea en la Academia o por el público...
3. Existen obras literarias que no necesitan de Premios, ni de compadrazgos para llegar al gran público y que la Crítica Literaria será unánime por su valor intrínseco.
4. El crítico literario es el que tiene la obligación moral de estudiarla lejos de la pomposa adulación de sus amigos.
5. Muchas obras han caído en el olvido porque solo fueron glorificadas por sus contemporáneos o sus compañeros y el Tiempo terminó desnudando su verdadero valor: ninguno.
6. Una verdadera obra literaria camina sola en el Tiempo... brillando con luz propia, por su propio “peso” literario.
7. Una verdadera obra literaria camina inmune al chisme, la envidia e incluso a la maledicencia de críticos mezquinos que la han querido envilecer.
8. Una verdadera obra literaria, es aquella que no necesita de padrinos que con su fanfarria tratan de maquillarla como en una Feria de Vanidades.
9. Una verdadera obra literaria es aquella que perdura en la memoria de los Hombres aunque, sea por un tiempo y después fenezca como todas las cosas en este Universo.
10. Quizá sea un consuelo baladí pero, como nota marginal de la Comedia o de la Tragedia que es esta vida llena de pomposa y estrafalaria vanidad y que, algunas personas la adornan con más altanería, recuerdo este fragmento de los “Detectives salvajes” como glosa altisonante y cruel de que al final, todo es perecedero... ¡Una gran reflexión!
Iñaki Echavarne, bar Giardinetto, calle Granada del Penedés, Barcelona, julio de 1994. Durante un tiempo la Crítica acompaña a la Obra, luego la Crítica se desvanece y son los Lectores quienes la acompañan. El viaje puede ser largo o corto. Luego los Lectores mueren uno por uno y la Obra sigue sola, aunque otra Crítica y otros Lectores poco a poco vayan acompasándose a su singladura. Luego la Crítica muere otra vez y los Lectores mueren otra vez y sobre esa huella de huesos sigue la Obra su viaje hacia la soledad. Acercarse a ella, navegar a su estela es señal inequívoca de muerte segura, pero otra Crítica y otros Lectores se le acercan incansables e implacables y el tiempo y la velocidad los devoran. Finalmente la Obra viaja irremediablemente sola en la Inmensidad. Y un día la Obra muere, como mueren todas las cosas, como se extinguirá el Sol y la Tierra, el Sistema Solar y la Galaxia y la más recóndita memoria de los hombres. Todo lo que empieza como comedia acaba como tragedia.

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Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

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