Juan Goytisolo, persona grata. Por: Carlos Fuentes.
(La gran novela latinoamericana).
Cuando en 1969 publiqué La nueva novela hispanoamericana, incluí en el reparto de autores a Juan Goytisolo. No tardaron en lloverme los reproches: ¿qué hacía un «gachupín» entre nuestros castizos Cortázar, García Márquez, Carpentier y Vargas Llosa?
Pues hacía dos cosas: La primera, recordarnos que no éramos ni castizos ni mucho menos castos, sino fraternales y reconocibles —españoles e hispanoamericanos— en nuestra impureza: impureza del lenguaje, impureza de la sangre, impureza del destino.
En Señas de identidad y Reivindicación del conde don Julián, Goytisolo indicaba ya que España no era España sin las culturas judías y musulmanas que formaron lengua e historia en la corte de Alfonso el Sabio, en el Libro del Arcipreste y en La Celestina de Rojas.
La expulsión de las culturas hebrea y arábiga no sólo mutiló a España. Empobreció a sus colonias. Estableció una política de exclusión y aun de persecución del otro, del diferente. Y como bien plantea el gran filósofo español contemporáneo Emilio Lledó, el lamentable truco de lo peor de los nacionalismos es la invención del otro como malo y de inferior calidad, para no tener que percibir nuestra propia miseria…
La segunda cosa era (como diría el Arcipreste) devolvernos un lenguaje vivo, experimental por fuerza, incierto por virtud, que en España se oponía a la suma de complacencias de la era fascista: complacencia con el paisaje, con la nostalgia, con el folklore, con la insularidad, con el romanticismo populista y con la supuesta esencia española —hidalguía, honor, flama sagrada, realismo cazurro— celosamente reclamada por la tradición inerte.
Pero ¿no era este mismo nuestro problema, el de los escritores latinoamericanos largo tiempo sujetos a la tradición de la propiedad, el buen gusto y el medio tono, el servilismo realista, la humildad costumbrista, el rechazo de la supuesta barbarie indígena y negra, mestiza y, aun, hispánica para ser, cuanto antes, europeos, norteamericanos, civilizados, universales?
Nadie llega solo a las literaturas. En Hispanoamérica, la poesía moderna, de Lugones y Huidobro a Neruda y Vallejo, le abrió el camino tanto a nuestros progenitores en la novela, Alejo Carpentier, Jorge Luis Borges, Miguel Ángel Asturias, Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo, como, en España, Valle-Inclán, Prados, Guillén y Cernuda se la abrieron a Goytisolo, y, con él, a Valente, a Sánchez Ferlosio, a Luis Martín Santos, a Julián Ríos, comprobando, todos ellos, que no hay creación que no se sostenga en tradición, pero que la tradición, a su vez, precisa de una nueva creación para seguir viviendo. Todo un pasado se hace presente en las novelas de Goytisolo y en ese paso fecundo por Ibn-Zaydún de Córdoba, el Arcipreste y la Celestina. Cervantes y Góngora, Francisco Delicado y María de Zayas. Goytisolo nos recuerda a los escritores de lengua española de América que pertenecemos a un tronco común y que nuestras ramas, y a veces nuestras flores, pertenecen todas al mismo árbol de la literatura.
Árbol viejo, árbol fuerte. Pues a las exigencias de antaño —nuevo lenguaje, viejas culturas— se vino a añadir, en la actualidad, un desafío mayor. El reconocimiento del otro. El abrazo a él o ella que no son como tú y yo.
El extraordinario despliegue literario de Juan Goytisolo, tan enraizado en lo mejor de la cultura hispana e hispanoamericana, se abre aún más, en Paisajes después de la batalla, al encuentro con el otro, ese otro universal que es hoy el trabajador migratorio, la viva e incómoda acusación a un orden global que consagra la libertad de las cosas pero rehúsa la libertad de las personas; las mercancías se mueven sin trabas, los trabajadores son prohibidos, perseguidos, vejados, asesinados… Pero sin ellos, las grandes sociedades de consumo modernas no tendrían ni frutas, ni verduras, ni transportes, ni hospitales, ni restoranes, ni nanas, ni jardines. Tendrían, como lo ha advertido John Kenneth Galbraith respecto a la emigración mexicana a Estados Unidos, inflación, escasez de alimentos, servicios bajos y precios altísimos. El trabajador migratorio sirve al país que deja y al país que llega. Sólo el más soez y estúpido de los prejuicios puede considerarlos carga económica o contagio racial.
En Goytisolo, el encuentro con el otro ocurre gracias a la verbalidad narrada. Técnica y contenido se asocian en Paisajes después de la batalla porque el yo autoral, que es el yo personaje, se unen (se funden, se solidarizan) en el narrador, que es el autor-más-los-personajes. Goytisolo obtiene este resultado polifónico mediante el cruce de pronombres, el cruce de tiempos verbales y el cruce de culturas. El mestizaje de la forma se funde con el de la materia.
Para Goytisolo, mestizar es cervantizar y cervantizar es islamizar y judaizar. Es abrazar de nuevo lo expulsado y perseguido. Es encontrar de nuevo la vocación de la inclusión y trascender el maleficio de la exclusión.
El paisaje no carece de humor, África empieza en los bulevares de París y el héroe cómico urbano de Goytisolo detesta el olor de vinagre. ¿Por qué siempre le toca sentarse en un cine junto a alguien que huele a vinagre? ¿Por qué, si es hombre urbano moderno, no sabe cambiar una llanta de automóvil o cortar correctamente un bistec? ¿Por qué, si lee la revista ¡Hola!, no se ha enterado del romance secreto de Julio Iglesias y Margaret Thatcher?
La sonrisa se nos congela en los labios cuando Juan Goytisolo, escritor de gravedad y humor, pájaro veloz en alas del árabe Ibn Al Farid y el castellano Juan de la Cruz, cae tiroteado por los cazadores de la intolerancia sexual, racial, religiosa y política. Anteayer estuvo de vuelta en Sarajevo defendiendo la integridad de la vida multicultural contra la intolerancia y la limpieza étnica. Pero ayer nada más no pudo llegarse, en su propia España, a presentar con Sami Naïr su libro El peaje de la vida en la población andaluza de El Ejido, donde los inmigrantes magrebíes han conocido las más brutales agresiones, denunciadas por Goytisolo al grado que las autoridades del lugar lo han declarado «persona non grata». El premio Don Quijote otorgado en 2010 a Goytisolo reparó —un poco— la inexcusable exclusión de la que ha sido objeto en su patria.
Goytisolidario, Goytisolitario. ¿Qué cosa salva a Juan Goytisolo de la tragedia? Desde que lo conocí, allá por 1960, en el recinto nobilísimo de la editorial Gallimard en París, me subyugó y sorprendió la profundidad de su mirada, sus enormes y encapotados ojos que son azules pero se niegan a admitirlo: los cruzan demasiadas ráfagas de dolor, nostalgia, melancolía; nubarrones de sagrada cólera, pero también relámpagos de humor. Quizá eso, el humor, es lo que lo aparta de la desesperación. Por los ojos de Goytisolo, pantallas de nuestro tiempo, pasan la guerra de España, la madre muerta en un bombardeo, el sofoco franquista, los exilios y migraciones de los pueblos en harapos, las amenazas neofascistas y las desilusiones comunistas; pasa el medio siglo entero de nuestra vida moral, política, intelectual, para culminar en el sacrificio de Sarajevo, el verdadero fin del brevísimo siglo XX que, también, se inició, en 1914, en la capital martirizada de Bosnia-Herzegovina. Sobrevuelan estos hechos terribles las ilusiones generosas compartidas por Goytisolo y su generación. Al perderlas, sin embargo, Goytisolo no se volvió un renegado ni un reaccionario del signo contrario. Navegante incauto pero lúcido de la gran marea de nuestro tiempo —el trasiego de culturas, el movimiento de los pueblos, el contagio de las lenguas, la migración como santo y seña de cualquier nuevo o posible humanismo—, Goytisolo ya no celebra victorias: advierte peligros nuevos, recuerda problemas persistentes que ningún triunfalismo capitalista puede desvanecer. Dice Silvia, mi esposa: «Parece que siempre está a punto de irse». Yéndose, o llegando, Goytisolo trae en los ojos la suma de las injusticias irresueltas del mundo y no cede a los himnos de bando alguno. Es un habitante fugaz de los aeropuertos, pero sólo para ser un hombre radicado en su París de barrios migratorios, en su Barcelona de memorias irrenunciables, en su Marrakech de zocos fraternales. Es culpable, en todas partes, de leso optimismo. Pero en todas partes, también, es reo de esa forma del optimismo que es la risa irreverente, el humor corrosivo, el guante volteado, la pirámide puesta de cabeza. Huérfano errante de Quevedo, en Señas de identidad el protagonista usa los libros más castizos para aplastar cucarachas entre sus páginas.
Entenado del Arcipreste Juan Ruiz, en El conde don Julián el lobo feroz es un árabe bien armado para violar a la caperucita blanca, casta y castiza. Gemelo rebelde de San Juan de la Cruz, en Las virtudes del pájaro solitario pone a los textos árabes y cristianos, sagrados y profanos, a fornicar entre sí. Tierno y tenaz habitante del Sentier parisino al lado de su extraordinaria compañera, Monique Lange, traza unos Paisajes después de la batalla en los que África empieza ya no en los Pirineos españoles, sino en los bulevares parisinos. Pero hasta allí llegan los encabezados sensacionales, indeseables, la globalización informativa que nos revela el ya citado romance secreto de Julio Iglesias y Margaret Thatcher. ¿Nuestro único derecho a la inmortalidad será aparecer fotografiados en la revista ¡Hola!? Humor mestizo el de Goytisolo, humor de contactos y contagios, humor de la tradición y también de la creación, ambas contaminadas desde su origen nada casto, nada castizo. A la máscara universalmente risueña del robot alegre de la postmodernidad, Goytisolo opone, repone, superpone, la piel de las culturas y sus encendidos y variados colores. Como nadie, lo hace en español porque la nuestra es la lengua más impura, menos castiza, más mestiza, del mundo. Escribir en español es cervantizar, y cervantizar es islamizar y judaizar. Hoy, es también mexicanizar, chicanizar, cubanizar, puertoenriquecer, introducir el Chile, argentinizar: hablar en Plata. Éste es el equipaje secreto de Goytisolo, paradoja de la raíz trashumante, no en balde amigo muy cercano de Jean Genet, otro viajero sin equipaje cuyo féretro fue confundido con el de un obrero marroquí emigrado.
Juan Goytisolo rompió los cánones estrechos del realismo narrativo español. Su pregunta a partir de Reivindicación del conde don Julián y de Señas de identidad es la nuestra:
¿Le hace falta la literatura a un mundo externo, extrasubjetivo, que se sobra y basta a sí mismo en su facticidad objetiva?
O dicho de otra manera, ¿qué le da la literatura al mundo, qué añade la literatura para hacerse indispensable en el mundo?
Pues nada más y nada menos que la realidad que le faltaba al mundo. Porque si el mundo nos hace, también nosotros hacemos al mundo. Y una manera de hacer al mundo es crear una verbalización del entorno sin la cual la materia misma de la literatura —el lenguaje y la imaginación— puede sernos arrebatada, deformada, manipulada.
Quiero decir: siempre existieron los campos de Castilla. Pero el día que cabalgó por ellos, lanza en ristre, bacía de barbero en la cabeza, Don Quijote de la Mancha, España y el mundo ya no pudieron ser concebidos sin la imaginación y el lenguaje de Cervantes.
Entre todas las artes, la de la literatura es la más desafiante porque su materia es la más corriente de todas: el lenguaje, que es de todos o no es de nadie.
Convertir el cobre del lenguaje en el oro de la literatura requiere una comunión imaginativa. Es la imaginación lo que asegura la alquimia del verbo, y la imaginación no es otra cosa sino la mediación entre la sensación física y la percepción mental.
Juan Goytisolo habla de la madre de toda narración, la partera de la imaginación y el lenguaje, Scherezada, la mujer que salva la vida contando un cuento cada noche al misógino califa para aplazar el destino que, en ausencia del cuento, la condenaría a morir la siguiente mañana.
La escritura o la vida, titula Jorge Semprún su libro de memorias. Tal es el nombre de toda narrativa de los hijos de Scherezada: dar la vida por la escritura y la escritura a cambio de la vida. Pero con una condición: que la narración no concluya. Tal es el secreto de Scherezada y el de la literatura misma. Jamás dar por concluida la narración. Entregarle al lector la obligación y el privilegio de ser el siguiente narrador.
Scherezada. Las mil noches y una noche. La historia no ha terminado. Tal es, aparte de la belleza intrínseca del gran libro del mestizaje literario —obra indo-iránica, arábigo-abaside, arábigo-egipcia y al cabo arábigo-europea—, el mensaje contemporáneo de la novela de Scherezada. La historia no ha terminado.
Quienes nos dicen lo contrario —la teoría torcidamente interesada del fin de la historia— sólo quieren vendernos, nos recuerda la historiadora española Carmen Iglesias, otra historia. No la nuestra. La suya.
En la presentación del libro de Goytisolo Telón de boca, en Madrid, el filósofo Emilio Lledó aseveró que éste es un libro —podría extenderse a toda la obra de Goytisolo— que reivindica la libertad, la igualdad y el amor contra la guerra, contra el olvido, contra la ignorancia, contra la maldad, contra la mutilación y la muerte de los inocentes…
A estas palabras de Lledó hay que añadir las del propio Goytisolo en contra de otra teoría nefanda, el choque de civilizaciones de Samuel Huntington. Goytisolo habla por los trabajadores migratorios musulmanes en Europa como nosotros hablamos por los trabajadores migratorios mexicanos en Estados Unidos. No como la amenaza contra la pureza racial y la unidad nacional que insidiosamente sospecha Huntington, sino como sujetos —cito a Goytisolo— de «los mismos derechos de que disfrutan los ciudadanos europeos».
El inmigrante —árabe en Europa, mexicano en Norteamérica— no le quita nada a nadie: da más de lo que recibe. Da su trabajo. Y da su cultura a la única civilización humana posible: la del mestizaje que creó a la América indo-afro-europea y a la España celtíbera, fenicia, griega, romana, árabe y judía.
Éste es hoy el cuento inacabado de Scherezada, la fabuladora desvelada: es el cuento del encuentro y enriquecimiento mutuo de las culturas. Es el cuento de la inclusión y en contra de la exclusión. Es el cuento del derecho a imaginar contra la prisión de los dogmas disfrazados de verdades irrefutables.
Éste es hoy el cuento de Scherezada: la historia no ha terminado. La historia renacerá cada día con sus luces de tareas inacabadas, libertades por conquistar, culturas por preservar y vigorizar.