Recopilación de relatos de Raymond Chandler. Chandler acostumbraba a «canibalizar» (utilizando una expresión suya) a menudo sus propios relatos integrándolos en obras mayores. Inicialmente Marlowe aparece en pocas ocasiones como el detective pero posteriormente, en ediciones sucesivas, Marlowe sustituye al protagonista.
Esta edición contiene los siguientes relatos, en orden cronológico:
Los chantajistas no disparan (1933)
El confidente (1934) (*)
Asesino bajo la lluvia (1935)
Tristezas de Bay City (1938)
Estaré esperando (1939)
Un par de escritores (1951)
El lápiz (1959) (*).
(*) Estos dos relatos están incluidos en Todo Marlowe
Raymond Chandler
Relatos
Blackmailers don’t shoot Raymond Chandler, 1933
Traducción: José Luis López Muñoz
Finger man Raymond Chandler, 1934
Traducción: José Luis López Muñoz
Killer in the rain Raymond Chandler, 1935
Traducción: Juan Ramón Ibeas Delgado
Bay City Blues Raymond Chandler, 1938
Traducción: Horacio González Trejo
I’ll be waiting Raymond Chandler, 1939
Traducción: Horacio González Trejo
A couple of writers Raymond Chandler, 1951
Traducción: José Ferrer Aleu
The pencil Raymond Chandler, 1959
Traducción: José Luis López Muñoz
Editor digital: Samarcanda
ePub base r1.2
Relatos de Raymond Chandler
«Blackmailers Don’t Shoot». Black Mask, diciembre 1933; Mallory.
«Smart-Aleck Kill». Black Mask, July 1934; originalmente Mallory, cambiado a John Dalmas en Simple Art of Murder.
«Finger Man». Black Mask, octubre 1934; originalmente sin nombre, cambiado a Marlowe en Simple Art of Murder.
«Killer in the Rain». Black Mask, enero 1935; sin nombre.
«Nevada Gas». Black Mask, junio 1935; Johnny DeRuse.
«Spanish Blood». Black Mask, noviembre 1935; Sam Delaguerra.
«Guns at Cyrano’s». Black Mask, enero 1936; originalmente Ted Malvern, cambiado a Ted Carmody en Simple Art of Murder.
«The Man Who Liked Dogs». Black Mask, marzo 1936; Ted Carmody; canibalizado en Farewell My Lovely.
«Noon Street Nemesis». Detective Fiction Weekly, mayo 1936; Pete Agstich; título cambiado por «Pick Up on Noon Street» al publicarse en Simple Art of Murder.
«Goldfish». Black Mask, junio 1936; originalmente Ted Carmody, cambiado a Marlowe en Simple Art of Murder.
«The Curtain». Black Mask, september 1936; Ted Carmody; canibalizado en The Big Sleep y la introducción de The Long Goodbye.
«Try the Girl». Black Mask, enero 1937; Ted Carmody; canibalizado en Farewell, My Lovely.
«Mandarin’s Jade». Dime Detective, 1937; John Dalmas; canibalizado en Farewell, My Lovely.
«Red Wind». Dime Detective, enero 1938; originalmente John Dalmas, cambiado a Marlowe en Simple Art of Murder.
«The King in Yellow». Dime Detective, marzo 1938; Steve Grayce.
«Bay City Blues». Dime Detective, junio 1938; John Dalmas, canibalizado en The Lady in the Lake.
«The Lady in the Lake». Dime Detective, enero 1939; John Dalmas, canibalizado en The Lady in the Lake.
«Pearls Are a Nuisance». Dime Detective, abril 1939; Walter Gage.
«Trouble is My Business». Dime Detective, agosto 1939; originalmente John Dalmas, cambiado a Marlowe en Simple Art of Murder.
«I’ll Be Waiting». Saturday Evening Post, octubre 14, 1939; Tony Reseck.
«No Crime in the Mountains». Detective Story, septiembre 1941; John Evans, canibalizado en The Lady in the Lake.
«Marlowe Takes on the Syndicate». London Daily Mail, abril 6-10, 1959; publicación póstuma; primero en USA como «The Wrong Pigeon» in Manhunt, febrero 1960; también apareció como «The Pencil», Argosy, septiembre 1965; y como «Philip Marlowe’s Last Case», Ellery Queen’s Mystery Magazine, enero 1962.
(Fragmento).
Los chantajistas no disparan
Título original: Blackmailers Don’t Shoot
Año de publicación: diciembre de 1933
1
El hombre del traje verde azulado —que no era verde azulado bajo las luces del Club Bolívar— era alto y tenía ojos algo separados, la nariz estrecha y una mandíbula prominente. Tenía también una boca bastante sensual. Su cabello era negro y ondulado, con algunas hebras grises casi imperceptibles. El traje se adaptaba a su cuerpo como si tuviera un alma propia y no sólo un pasado dudoso. El hombre se llamaba Mallory.
Sostenía un cigarrillo entre los dedos fuertes y precisos de la mano. Puso la otra sobre el blanco mantel y dijo:
—Las cartas le costarían diez grandes, señorita Farr. No es demasiado.
Miró muy brevemente a la chica que tenía delante; luego miró por encima de las mesas vacías hacia el espacio en forma de corazón donde los bailarines se movían bajo las luces policromas intermitentes. Los clientes se distribuían en la pista de baile aprovechando tanto el reducido espacio que los camareros tenían que balancearse como acróbatas entre las mesas. Pero cerca de donde se hallaba Mallory había sólo cuatro personas.
Una mujer morena y esbelta tomaba whisky frente a un hombre cuyo cuello grueso y enrojecido brillaba de humedad. La mujer miraba fijamente su vaso con apatía y manoseaba un gran frasco de plata que tenía en la falda. Un poco más allá, dos hombres ceñudos y aburridos fumaban cigarros sin hablar entre sí.
Mallory observó con seriedad:
—Diez grandes es un buen precio, señorita Farr.
Rhonda Farr era muy hermosa. Vestía un conjunto negro, exceptuando el cuello de suave piel blanca de su abrigo de noche. Exceptuando también una peluca blanca cuya misión era disfrazarla y que le daba un aspecto muy aniñado. Sus ojos eran azules y tenía la clase de cutis con que suelen soñar los viejos calaveras.
Rhonda replicó en tono desagradable, sin levantar la cabeza:
—Esto es ridículo.
—¿Por qué ridículo? —inquirió Mallory, algo sorprendido y bastante molesto.
Rhonda Farr levantó la cabeza y le dirigió una mirada dura como el mármol. A continuación sacó un cigarrillo de la caja de plata que había abierto sobre la mesa y lo introdujo en una larga y fina boquilla, también negra. Prosiguió:
—Las cartas de amor de una actriz de cine no valen tanto. El público ha dejado de ser esas dulces ancianitas con bombachas de encaje.
Una luz brillaba despreciativa en sus ojos. Mallory le dedicó una mirada penetrante…
—Pero ha venido muy de prisa aquí a hablar de ellas con un perfecto desconocido —observó.
Ella movió en el aire la boquilla y dijo:
—Debí estar loca.
Mallory sonrió con los ojos, sin mover los labios.
—No señorita Farr. Tenía usted un estupendo motivo. ¿Quiere que le diga cuál?
Rhonda Farr lo miró con furia. Luego desvió los ojos y casi pareció olvidarlo. Levantó una mano, la que sostenía la boquilla, y la miró, haciendo una pose. Era una mano muy bella, sin anillos. Las manos bellas son tan raras como un jacarandá en flor en una ciudad donde las caras bonitas son tan comunes como las medias corridas.
Volvió la cabeza, echó una mirada a la mujer de ojos apáticos y dejó vagar sus ojos por las mesas que rodeaban la pista de baile. La orquesta seguía tocando música almibarada y monótona.
—Odio estos antros —comentó con voz fina—. Dan la impresión de existir sólo por la noche, como los profanadores de tumbas. La gente es viciosa sin gracia, pecadora sin ironía. —Posó la mano sobre el mantel blanco—. Ah, sí, las cartas. ¿Qué las hace tan peligrosas, chantajista?
Mallory se echó a reír. Tenía una risa sonora, con un matiz duro e irritante.
—Lo hace usted muy bien —aprobó—. Tal vez las cartas no sean gran cosa. Sólo una sarta de tonterías eróticas. Las memorias de una colegiala que ha sido seducida y es incapaz de cerrar la boca.
—Eso es desagradable —murmuró Rhonda Farr con voz glacial.
—Es el hombre al que van dirigidas lo que las hace importantes —aclaró fríamente Mallory—. Un estafador, un jugador, un oportunista. Y todo lo que eso implica. Un tipo con quien usted no podría ser vista sin perder su lugar en la sociedad.
—Ya no hablo con él, chantajista. Hace años que no hablo con él. Landrey era un buen muchacho cuando lo conocí. La mayoría de nosotros tiene algo en su pasado que prefiere no recordar. En mi caso, pertenece realmente al pasado.
—Con que sí, ¿eh? Y ahora cuénteme una historia de hadas —replicó Mallory con repentino desdén—. Acaba usted de pedir que la ayude a recuperar las cartas.
Rhonda hizo un movimiento espasmódico con la cabeza. Su rostro pareció desintegrarse, convertirse en un grupo de facciones privadas de todo control. Sus ojos parecieron el preludio de un grito… sólo por un segundo.
Casi instantáneamente recobró el dominio de sí misma. Ahora sus ojos parecían casi tan grises como los de él. Dejó la boquilla negra sobre la mesa con una lentitud exagerada y entrelazó los dedos. Los nudillos estaban blancos.
—¿Tan bien conoce usted a Landrey? —preguntó con amargura.
—Quizás es que voy de un lado a otro, averiguo cosas… ¿Cerramos el trato o seguimos insultándonos mutuamente?
—¿Dónde consiguió las cartas? —La voz de Rhonda era todavía áspera y amargada.
Mallory se encogió de hombros.
—En mi negocio no se revelan las fuentes.
—Tengo una razón para preguntárselo. Otras personas han intentado venderme esas malditas cartas. Por eso estoy aquí. Sentía curiosidad. Pero supongo que es usted uno más de los que intentan asustarme y hacerme temblar aumentando el precio.
—No, yo trabajo por mi cuenta —repuso Mallory.
Ella asintió. Su voz era apenas un susurro.
—Eso me consuela. Quizás algún superdotado pensó en hacer una edición privada de mis cartas. Pues no voy a pagar. No hay trato, chantajista. Me importa un bledo si una noche oscura sale usted del anonimato con sus asquerosas cartas.
Mallory arrugó la nariz y bizqueó con aire de gran concentración.
—Muy bien expresado, señorita Farr. Pero no nos lleva a ninguna parte.
Ella replicó pausadamente:
—Ni hace falta. Puedo expresarlo mejor. Si se me hubiera ocurrido traer mi pequeño revólver con empuñadura de nácar, podría decirlo con balas y, además, impunemente. Pero no estoy buscando esa clase de publicidad.
Mallory levantó dos delgados dedos y los examinó críticamente. Parecía divertido, casi satisfecho. Rhonda Farr se llevó la mano a la peluca blanca, la mantuvo allí un momento y la dejó caer.
Un hombre que estaba sentado a una mesa no lejos de ellos, se levantó en seguida y se acercó con rapidez, caminando con pasos ligeros y ágiles y haciendo oscilar un sombrero negro contra el muslo. Lucía un elegante smoking.
Mientras se aproximaba, Rhonda Farr dijo:
—No habrá pensado que iba a venir aquí sola, ¿verdad? No voy sola a un club nocturno.
Mallory rió entre dientes.
—No debe hacerlo nunca, muñeca —dijo secamente.
El hombre llegó a la mesa. Era bajo, bien proporcionado y moreno. Llevaba un pequeño bigote, brillante como el satén, y tenía la clara palidez que los latinos valoran más que los rubíes.
Con un gesto suave y algo teatral, se apoyó en la mesa y tomó de la cigarrera de plata uno de los cigarrillos de Rhonda, que encendió con un gesto ceremonioso.
Rhonda Farr se tapó la boca con la mano y bostezó.
—Es Erno, mi guardaespaldas —presentó—. Cuida de mí. Qué bien, ¿verdad?
Se levantó con lentitud y Erno la ayudó a ponerse el abrigo, tras lo cual abrió sus labios en triste sonrisa, miró a Mallory y dijo:
—Hola, muñeco.
Sus ojos eran oscuros, casi opacos y había en ellos un ardiente destello.
Rhonda Farr se envolvió en el abrigo, inclinó ligeramente la cabeza, esbozó una sonrisa breve y sarcástica con sus delicados labios y se alejó entre las mesas. Iba con la cabeza alta y el rostro tenso y circunspecto, como una reina en apuros. No temeraria, sino reacia a demostrar su miedo. Fue una gran actuación.
Los dos hombres aburridos le dirigieron una mirada de interés. La mujer morena se concentraba, con aire melancólico en la tarea de mezclar una bebida que habría derribado a un caballo. El hombre del cuello sudoroso parecía haberse dormido.
Rhonda Farr subió los cinco escalones tapizados de rojo que conducían a la entrada, pasó frente a un obsequioso maìtre, pasó entre cortinajes dorados y desapareció.
Mallory la vio desaparecer y miró a Erno.
—Está bien, patán, ¿de qué se trata?
Había hablado en tono insultante, con una sonrisa glacial. Erno se puso rígido; su mano izquierda, enguantada, se movió con tal brusquedad que cayó algo de ceniza del cigarrillo que sostenía.
—¿Está bromeando, muñeco? —preguntó enseguida.
—¿Sobre qué, patán?
En las pálidas mejillas de Erno aparecieron unas manchas rojas. Sus ojos se convirtieron en hendiduras negras. Movió un poco la mano derecha, sin guante, y curvó los dedos, haciendo brillar las pequeñas uñas rosadas.
—En cuanto a esas cartas, muñeco, ¡olvídese! Se acabó, muñeco, se acabó.
Mallory lo miró con cínico y exagerado interés, se pasó la mano por el cabello negro y ondulado y dijo lentamente:
—Quizá no sepa a qué te refieres, pequeño.
Erno se echó a reír. Un sonido metálico, un sonido forzado y mortífero. Mallory conocía esa clase de risa: en algunos círculos era el preludio de una ráfaga de disparos. Vigiló la mano derecha de Erno y habló en tono cortante:
—Lárgate, patán. Podrían entrarme ganas de afeitarte a bofetadas esa pelusa que tienes sobre el labio.
El rostro de Erno se contorsionó. Las manchas rojas de sus mejillas se intensificaron. Levantó la mano que sostenía el cigarrillo y lo hizo saltar de repente a la cara de Mallory. Éste ladeó un poco la cabeza y el cilindro blanco pasó sobre su hombro.
No había expresión en su rostro delgado y frío. Con voz distante y vaga, como si proviniera de otra persona, profirió en tono amenazador:
—Cuidado, patán. La gente muere por cosas como ésa.
Erno soltó la misma risa forzada y metálica.
—Los chantajistas no disparan, muñeco —gruñó—. ¿O sí?
—¡Largo, italiano asqueroso!
Estas palabras, el tono burlón y frío, provocaron la furia de Erno, cuya mano derecha se movió como una serpiente. Un revólver salió con ella desde una pistolera de hombro. Mallory se inclinó un poco hacia delante, con las manos aferradas al borde de la mesa. Las comisuras de sus labios, esbozaron una tenue sonrisa. Se oyó un agudo grito procedente de la mujer morena. Las mejillas de Erno palidecieron. Con voz desfigurada por la ira, murmuró:
—Está bien, muñeco. Saldremos afuera. En marcha imbé…
Uno de los hombres aburridos, tres mesas más allá, hizo un movimiento repentino, sin importancia. Fue muy breve, pero aun así llamó la atención de Erno, cuya mirada centelleó. Entonces la mesa se levantó contra su estómago y lo tiró al suelo.
Era una mesa ligera y Mallory era un peso pesado. Se produjo un complicado sonido; tintinearon algunos platos y algunos objetos de plata. Erno yacía en el suelo con la mesa sobre sus muslos. La pistola fue a parar a medio metro de su mano abierta. Su rostro estaba convulso.
Por un instante fue como si la escena estuviese congelada y no fuera a cambiar jamás. Entonces la mujer morena volvió a gritar, esta vez con más fuerza. Todo se transformó en un remolino. Por todas partes había personas levantándose. Dos camareros alzaron los brazos al aire y empezaron a declamar en violento napolitano. Un ayudante sudoroso acudió a toda velocidad, más asustado de maìtre que de una muerte repentina. Un hombre rechoncho de cabello pajizo corrió escaleras abajo agitando un montón de menús.
Erno liberó sus piernas, se puso de rodillas y agarró su revólver. Giró sobre sí mismo, escupiendo maldiciones. Mallory solo, indiferente en el centro de la confusión, se inclinó y propinó un derechazo sobre la mejilla endeble de Erno.
Los ojos de éste se nublaron. El guardaespaldas se desplomó como un saco de papas medio vacío.
Mallory lo observó cuidadosamente durante un par de segundos. Luego recogió su cigarrera de suelo; aún quedaban en ella dos cigarrillos, se puso uno entre los labios y la guardó: Sacó unos billetes del bolsillo del pantalón, dobló uno a lo largo y se lo pasó al camarero.
Se dirigió sin prisa hacia los cinco escalones tapizados de rojo que conducían a la entrada.
El hombre del cuello grueso abrió un ojo vidrioso y precavido. La mujer borracha se puso de pie tambaleándose para ceder a una inspiración: recogió un puñado de cubos de hielo con sus manos enjoyadas y los lanzó contra el estómago de Erno con bastante puntería.