miércoles, 22 de abril de 2015

Raymond Chandler. Algunas anotaciones sobre sus relatos.


Recopilación de relatos de Raymond Chandler. Chandler acostumbraba a «canibalizar» (utilizando una expresión suya) a menudo sus propios relatos integrándolos en obras mayores. Inicialmente Marlowe aparece en pocas ocasiones como el detective pero posteriormente, en ediciones sucesivas, Marlowe sustituye al protagonista.
Esta edición contiene los siguientes relatos, en orden cronológico:
Los chantajistas no disparan (1933)
El confidente (1934) (*)
Asesino bajo la lluvia (1935)
Tristezas de Bay City (1938)
Estaré esperando (1939)
Un par de escritores (1951)
El lápiz (1959) (*).
(*) Estos dos relatos están incluidos en Todo Marlowe

  Raymond Chandler
 Relatos

 Blackmailers don’t shoot Raymond Chandler, 1933

Traducción: José Luis López Muñoz

Finger man Raymond Chandler, 1934

Traducción: José Luis López Muñoz

Killer in the rain Raymond Chandler, 1935

Traducción: Juan Ramón Ibeas Delgado

Bay City Blues Raymond Chandler, 1938

Traducción: Horacio González Trejo

I’ll be waiting Raymond Chandler, 1939

Traducción: Horacio González Trejo

A couple of writers Raymond Chandler, 1951

Traducción: José Ferrer Aleu

The pencil Raymond Chandler, 1959

Traducción: José Luis López Muñoz

Editor digital: Samarcanda

ePub base r1.2




  Relatos de Raymond Chandler


«Blackmailers Don’t Shoot». Black Mask, diciembre 1933; Mallory.
«Smart-Aleck Kill». Black Mask, July 1934; originalmente Mallory, cambiado a John Dalmas en Simple Art of Murder.
«Finger Man». Black Mask, octubre 1934; originalmente sin nombre, cambiado a Marlowe en Simple Art of Murder.
«Killer in the Rain». Black Mask, enero 1935; sin nombre.
«Nevada Gas». Black Mask, junio 1935; Johnny DeRuse.
«Spanish Blood». Black Mask, noviembre 1935; Sam Delaguerra.
«Guns at Cyrano’s». Black Mask, enero 1936; originalmente Ted Malvern, cambiado a Ted Carmody en Simple Art of Murder.
«The Man Who Liked Dogs». Black Mask, marzo 1936; Ted Carmody; canibalizado en Farewell My Lovely.
«Noon Street Nemesis». Detective Fiction Weekly, mayo 1936; Pete Agstich; título cambiado por «Pick Up on Noon Street» al publicarse en Simple Art of Murder.
«Goldfish». Black Mask, junio 1936; originalmente Ted Carmody, cambiado a Marlowe en Simple Art of Murder.
«The Curtain». Black Mask, september 1936; Ted Carmody; canibalizado en The Big Sleep y la introducción de The Long Goodbye.
«Try the Girl». Black Mask, enero 1937; Ted Carmody; canibalizado en Farewell, My Lovely.
«Mandarin’s Jade». Dime Detective, 1937; John Dalmas; canibalizado en Farewell, My Lovely.
«Red Wind». Dime Detective, enero 1938; originalmente John Dalmas, cambiado a Marlowe en Simple Art of Murder.
«The King in Yellow». Dime Detective, marzo 1938; Steve Grayce.
«Bay City Blues». Dime Detective, junio 1938; John Dalmas, canibalizado en The Lady in the Lake.
«The Lady in the Lake». Dime Detective, enero 1939; John Dalmas, canibalizado en The Lady in the Lake.
«Pearls Are a Nuisance». Dime Detective, abril 1939; Walter Gage.
«Trouble is My Business». Dime Detective, agosto 1939; originalmente John Dalmas, cambiado a Marlowe en Simple Art of Murder.
«I’ll Be Waiting». Saturday Evening Post, octubre 14, 1939; Tony Reseck.
«No Crime in the Mountains». Detective Story, septiembre 1941; John Evans, canibalizado en The Lady in the Lake.
«Marlowe Takes on the Syndicate». London Daily Mail, abril 6-10, 1959; publicación póstuma; primero en USA como «The Wrong Pigeon» in Manhunt, febrero 1960; también apareció como «The Pencil», Argosy, septiembre 1965; y como «Philip Marlowe’s Last Case», Ellery Queen’s Mystery Magazine, enero 1962.

(Fragmento).
  Los chantajistas no disparan


Título original: Blackmailers Don’t Shoot
Año de publicación: diciembre de 1933

  1


El hombre del traje verde azulado —que no era verde azulado bajo las luces del Club Bolívar— era alto y tenía ojos algo separados, la nariz estrecha y una mandíbula prominente. Tenía también una boca bastante sensual. Su cabello era negro y ondulado, con algunas hebras grises casi imperceptibles. El traje se adaptaba a su cuerpo como si tuviera un alma propia y no sólo un pasado dudoso. El hombre se llamaba Mallory.
Sostenía un cigarrillo entre los dedos fuertes y precisos de la mano. Puso la otra sobre el blanco mantel y dijo:
—Las cartas le costarían diez grandes, señorita Farr. No es demasiado.
Miró muy brevemente a la chica que tenía delante; luego miró por encima de las mesas vacías hacia el espacio en forma de corazón donde los bailarines se movían bajo las luces policromas intermitentes. Los clientes se distribuían en la pista de baile aprovechando tanto el reducido espacio que los camareros tenían que balancearse como acróbatas entre las mesas. Pero cerca de donde se hallaba Mallory había sólo cuatro personas.
Una mujer morena y esbelta tomaba whisky frente a un hombre cuyo cuello grueso y enrojecido brillaba de humedad. La mujer miraba fijamente su vaso con apatía y manoseaba un gran frasco de plata que tenía en la falda. Un poco más allá, dos hombres ceñudos y aburridos fumaban cigarros sin hablar entre sí.
Mallory observó con seriedad:
—Diez grandes es un buen precio, señorita Farr.
Rhonda Farr era muy hermosa. Vestía un conjunto negro, exceptuando el cuello de suave piel blanca de su abrigo de noche. Exceptuando también una peluca blanca cuya misión era disfrazarla y que le daba un aspecto muy aniñado. Sus ojos eran azules y tenía la clase de cutis con que suelen soñar los viejos calaveras.
Rhonda replicó en tono desagradable, sin levantar la cabeza:
—Esto es ridículo.
—¿Por qué ridículo? —inquirió Mallory, algo sorprendido y bastante molesto.
Rhonda Farr levantó la cabeza y le dirigió una mirada dura como el mármol. A continuación sacó un cigarrillo de la caja de plata que había abierto sobre la mesa y lo introdujo en una larga y fina boquilla, también negra. Prosiguió:
—Las cartas de amor de una actriz de cine no valen tanto. El público ha dejado de ser esas dulces ancianitas con bombachas de encaje.
Una luz brillaba despreciativa en sus ojos. Mallory le dedicó una mirada penetrante…
—Pero ha venido muy de prisa aquí a hablar de ellas con un perfecto desconocido —observó.
Ella movió en el aire la boquilla y dijo:
—Debí estar loca.
Mallory sonrió con los ojos, sin mover los labios.
—No señorita Farr. Tenía usted un estupendo motivo. ¿Quiere que le diga cuál?
Rhonda Farr lo miró con furia. Luego desvió los ojos y casi pareció olvidarlo. Levantó una mano, la que sostenía la boquilla, y la miró, haciendo una pose. Era una mano muy bella, sin anillos. Las manos bellas son tan raras como un jacarandá en flor en una ciudad donde las caras bonitas son tan comunes como las medias corridas.
Volvió la cabeza, echó una mirada a la mujer de ojos apáticos y dejó vagar sus ojos por las mesas que rodeaban la pista de baile. La orquesta seguía tocando música almibarada y monótona.
—Odio estos antros —comentó con voz fina—. Dan la impresión de existir sólo por la noche, como los profanadores de tumbas. La gente es viciosa sin gracia, pecadora sin ironía. —Posó la mano sobre el mantel blanco—. Ah, sí, las cartas. ¿Qué las hace tan peligrosas, chantajista?
Mallory se echó a reír. Tenía una risa sonora, con un matiz duro e irritante.
—Lo hace usted muy bien —aprobó—. Tal vez las cartas no sean gran cosa. Sólo una sarta de tonterías eróticas. Las memorias de una colegiala que ha sido seducida y es incapaz de cerrar la boca.
—Eso es desagradable —murmuró Rhonda Farr con voz glacial.
—Es el hombre al que van dirigidas lo que las hace importantes —aclaró fríamente Mallory—. Un estafador, un jugador, un oportunista. Y todo lo que eso implica. Un tipo con quien usted no podría ser vista sin perder su lugar en la sociedad.
—Ya no hablo con él, chantajista. Hace años que no hablo con él. Landrey era un buen muchacho cuando lo conocí. La mayoría de nosotros tiene algo en su pasado que prefiere no recordar. En mi caso, pertenece realmente al pasado.
—Con que sí, ¿eh? Y ahora cuénteme una historia de hadas —replicó Mallory con repentino desdén—. Acaba usted de pedir que la ayude a recuperar las cartas.
Rhonda hizo un movimiento espasmódico con la cabeza. Su rostro pareció desintegrarse, convertirse en un grupo de facciones privadas de todo control. Sus ojos parecieron el preludio de un grito… sólo por un segundo.
Casi instantáneamente recobró el dominio de sí misma. Ahora sus ojos parecían casi tan grises como los de él. Dejó la boquilla negra sobre la mesa con una lentitud exagerada y entrelazó los dedos. Los nudillos estaban blancos.
—¿Tan bien conoce usted a Landrey? —preguntó con amargura.
—Quizás es que voy de un lado a otro, averiguo cosas… ¿Cerramos el trato o seguimos insultándonos mutuamente?
—¿Dónde consiguió las cartas? —La voz de Rhonda era todavía áspera y amargada.
Mallory se encogió de hombros.
—En mi negocio no se revelan las fuentes.
—Tengo una razón para preguntárselo. Otras personas han intentado venderme esas malditas cartas. Por eso estoy aquí. Sentía curiosidad. Pero supongo que es usted uno más de los que intentan asustarme y hacerme temblar aumentando el precio.
—No, yo trabajo por mi cuenta —repuso Mallory.
Ella asintió. Su voz era apenas un susurro.
—Eso me consuela. Quizás algún superdotado pensó en hacer una edición privada de mis cartas. Pues no voy a pagar. No hay trato, chantajista. Me importa un bledo si una noche oscura sale usted del anonimato con sus asquerosas cartas.
Mallory arrugó la nariz y bizqueó con aire de gran concentración.
—Muy bien expresado, señorita Farr. Pero no nos lleva a ninguna parte.
Ella replicó pausadamente:
—Ni hace falta. Puedo expresarlo mejor. Si se me hubiera ocurrido traer mi pequeño revólver con empuñadura de nácar, podría decirlo con balas y, además, impunemente. Pero no estoy buscando esa clase de publicidad.
Mallory levantó dos delgados dedos y los examinó críticamente. Parecía divertido, casi satisfecho. Rhonda Farr se llevó la mano a la peluca blanca, la mantuvo allí un momento y la dejó caer.
Un hombre que estaba sentado a una mesa no lejos de ellos, se levantó en seguida y se acercó con rapidez, caminando con pasos ligeros y ágiles y haciendo oscilar un sombrero negro contra el muslo. Lucía un elegante smoking.
Mientras se aproximaba, Rhonda Farr dijo:
—No habrá pensado que iba a venir aquí sola, ¿verdad? No voy sola a un club nocturno.
Mallory rió entre dientes.
—No debe hacerlo nunca, muñeca —dijo secamente.
El hombre llegó a la mesa. Era bajo, bien proporcionado y moreno. Llevaba un pequeño bigote, brillante como el satén, y tenía la clara palidez que los latinos valoran más que los rubíes.
Con un gesto suave y algo teatral, se apoyó en la mesa y tomó de la cigarrera de plata uno de los cigarrillos de Rhonda, que encendió con un gesto ceremonioso.
Rhonda Farr se tapó la boca con la mano y bostezó.
—Es Erno, mi guardaespaldas —presentó—. Cuida de mí. Qué bien, ¿verdad?
Se levantó con lentitud y Erno la ayudó a ponerse el abrigo, tras lo cual abrió sus labios en triste sonrisa, miró a Mallory y dijo:
—Hola, muñeco.
Sus ojos eran oscuros, casi opacos y había en ellos un ardiente destello.
Rhonda Farr se envolvió en el abrigo, inclinó ligeramente la cabeza, esbozó una sonrisa breve y sarcástica con sus delicados labios y se alejó entre las mesas. Iba con la cabeza alta y el rostro tenso y circunspecto, como una reina en apuros. No temeraria, sino reacia a demostrar su miedo. Fue una gran actuación.
Los dos hombres aburridos le dirigieron una mirada de interés. La mujer morena se concentraba, con aire melancólico en la tarea de mezclar una bebida que habría derribado a un caballo. El hombre del cuello sudoroso parecía haberse dormido.
Rhonda Farr subió los cinco escalones tapizados de rojo que conducían a la entrada, pasó frente a un obsequioso maìtre, pasó entre cortinajes dorados y desapareció.
Mallory la vio desaparecer y miró a Erno.
—Está bien, patán, ¿de qué se trata?
Había hablado en tono insultante, con una sonrisa glacial. Erno se puso rígido; su mano izquierda, enguantada, se movió con tal brusquedad que cayó algo de ceniza del cigarrillo que sostenía.
—¿Está bromeando, muñeco? —preguntó enseguida.
—¿Sobre qué, patán?
En las pálidas mejillas de Erno aparecieron unas manchas rojas. Sus ojos se convirtieron en hendiduras negras. Movió un poco la mano derecha, sin guante, y curvó los dedos, haciendo brillar las pequeñas uñas rosadas.
—En cuanto a esas cartas, muñeco, ¡olvídese! Se acabó, muñeco, se acabó.
Mallory lo miró con cínico y exagerado interés, se pasó la mano por el cabello negro y ondulado y dijo lentamente:
—Quizá no sepa a qué te refieres, pequeño.
Erno se echó a reír. Un sonido metálico, un sonido forzado y mortífero. Mallory conocía esa clase de risa: en algunos círculos era el preludio de una ráfaga de disparos. Vigiló la mano derecha de Erno y habló en tono cortante:
—Lárgate, patán. Podrían entrarme ganas de afeitarte a bofetadas esa pelusa que tienes sobre el labio.
El rostro de Erno se contorsionó. Las manchas rojas de sus mejillas se intensificaron. Levantó la mano que sostenía el cigarrillo y lo hizo saltar de repente a la cara de Mallory. Éste ladeó un poco la cabeza y el cilindro blanco pasó sobre su hombro.
No había expresión en su rostro delgado y frío. Con voz distante y vaga, como si proviniera de otra persona, profirió en tono amenazador:
—Cuidado, patán. La gente muere por cosas como ésa.
Erno soltó la misma risa forzada y metálica.
—Los chantajistas no disparan, muñeco —gruñó—. ¿O sí?
—¡Largo, italiano asqueroso!
Estas palabras, el tono burlón y frío, provocaron la furia de Erno, cuya mano derecha se movió como una serpiente. Un revólver salió con ella desde una pistolera de hombro. Mallory se inclinó un poco hacia delante, con las manos aferradas al borde de la mesa. Las comisuras de sus labios, esbozaron una tenue sonrisa. Se oyó un agudo grito procedente de la mujer morena. Las mejillas de Erno palidecieron. Con voz desfigurada por la ira, murmuró:
—Está bien, muñeco. Saldremos afuera. En marcha imbé…
Uno de los hombres aburridos, tres mesas más allá, hizo un movimiento repentino, sin importancia. Fue muy breve, pero aun así llamó la atención de Erno, cuya mirada centelleó. Entonces la mesa se levantó contra su estómago y lo tiró al suelo.
Era una mesa ligera y Mallory era un peso pesado. Se produjo un complicado sonido; tintinearon algunos platos y algunos objetos de plata. Erno yacía en el suelo con la mesa sobre sus muslos. La pistola fue a parar a medio metro de su mano abierta. Su rostro estaba convulso.
Por un instante fue como si la escena estuviese congelada y no fuera a cambiar jamás. Entonces la mujer morena volvió a gritar, esta vez con más fuerza. Todo se transformó en un remolino. Por todas partes había personas levantándose. Dos camareros alzaron los brazos al aire y empezaron a declamar en violento napolitano. Un ayudante sudoroso acudió a toda velocidad, más asustado de maìtre que de una muerte repentina. Un hombre rechoncho de cabello pajizo corrió escaleras abajo agitando un montón de menús.
Erno liberó sus piernas, se puso de rodillas y agarró su revólver. Giró sobre sí mismo, escupiendo maldiciones. Mallory solo, indiferente en el centro de la confusión, se inclinó y propinó un derechazo sobre la mejilla endeble de Erno.
Los ojos de éste se nublaron. El guardaespaldas se desplomó como un saco de papas medio vacío.
Mallory lo observó cuidadosamente durante un par de segundos. Luego recogió su cigarrera de suelo; aún quedaban en ella dos cigarrillos, se puso uno entre los labios y la guardó: Sacó unos billetes del bolsillo del pantalón, dobló uno a lo largo y se lo pasó al camarero.
Se dirigió sin prisa hacia los cinco escalones tapizados de rojo que conducían a la entrada.
El hombre del cuello grueso abrió un ojo vidrioso y precavido. La mujer borracha se puso de pie tambaleándose para ceder a una inspiración: recogió un puñado de cubos de hielo con sus manos enjoyadas y los lanzó contra el estómago de Erno con bastante puntería.

martes, 21 de abril de 2015

Rafael Chirbes. Novela: "Crematorio".


Rafael Chirbes.
Escritor y crítico literario español nacido en Tabernes de Valldigna, Valencia, el 27 de junio de 1949. Estudió Historia Moderna y Contemporánea en Madrid, pasando después a Marruecos (en donde fue profesor de español), París, Barcelona, A Coruña o Extremadura, regresando en 2000 a Valencia. Fue crítico literario durante un tiempo, centrándose después en los relatos de viajes y las reseñas gastronómicas (por ejemplo en la prestigiosa revista especializada Sobremesa)

Su primera novela, Mimoun (1988), fue finalista del Premio Herralde y su obra La larga marcha (1996) fue galardonada con el premio alemán SWR-Bestenliste. Con esta novela inició una trilogía sobre la sociedad española que abarca desde la posguerra hasta la transición, que se completa con La caída de Madrid (2000) y Los viejos amigos (2003). Con Crematorio (2007), un retrato de la especulación inmobiliaria, recibió el Premio Nacional de la Crítica, además de muchos otros reconocimientos tanto de la crítica especializada como del público.
***
Rubén, su hermano, es un constructor poderosísimo de Levante, que ha hecho su fortuna arrasando urbanísticamente el pueblo natal de ambos, Misent. Mónica, la joven mujer de éste, entre músicas de moda, clínicas estéticas y contradicciones internas. Silvia, la hija de Rubén, más apegada al hermano fallecido que a su propio padre y encerrada en un matrimonio con Juan Mullor, crítico literario y catedrático, que prepara la biografía de un escritor en sus últimos días, fracasado, Federico Brouard, amigo de la infancia de Matías y Rubén Bertomeu. También entran en el fresco Collado, que hizo el trabajo sucio en los primeros años de la empresa de Rubén, y ahora fracasado y alcoholizado, obsesionado por una prostituta rumana protegida por el jefe de un clan mafioso ruso que opera en la zona.
Fuente:N.N.

lunes, 20 de abril de 2015

Sir Arthur Conan Doyle. Estudios del natural.


Hay ocasiones en que la realidad es más turbia que la ficción o, en otras palabras, en que la naturaleza imita al arte; esta obra es un buen ejemplo: en ella se recogen crónicas, escritas por el inmortal creador de Sherlock Holmes de sonados crímenes que sucedieron en su época; ni que decir tiene que algunos resultan tan espeluznantes como los de sus mejores novelas, y que en algún caso, en el que el autor murió protestando su inocencia, hubiera sido necesaria la participación del legendario detective para su total esclarecimiento.
Pero, además, Estudios del natural desvela, mejor y de forma más amena que cualquier ensayo, las opiniones de Conan Doyle sobre las motivaciones criminales, la justicia… y también el papel de su país en su apogeo imperial (como muestra su jugoso e irónico trabajo «El duelo en Francia»). Sorprendentemente para quienes han visto a Doyle como un campeón de la lógica deductiva es la reflexión y la defensa de lo paranormal que realiza en «Nueva luz sobre viejos crímenes», nueva luz sobre una mentalidad tan compleja como apasionante.
Crónica del crimen, pues, de una época: Estudios del natural es, de la mano de uno de sus más prestigiados cultivadores, testimonio y amenísima lectura. Y un sorprendente descubrimiento.
Fuente:N.N.
***
Hace muchos años, tuve un sueño, uno de esos típicos sueños infantiles llenos de acontecimientos maravillosos. Cuando me desperté, el sueño se había desvanecido, como una de esas hadas de alas de plata que se le aparecen a uno junto a algún susurrante arroyo en las montañas. Durante las horas que siguieron al despertar, las últimas imágenes del sueño continuaron bailándome febrilmente por la cabeza, y en vano intenté recomponer el sueño entero a fin de revivir ese breve instante de éxtasis juvenil.
Se dice que perdemos mucho tiempo soñando; pero ¿quién de entre nosotros no tiene esa inclinación? Dudo que haya alguien tan poco romántico que no le dedique siquiera unos breves momentos conscientes cada día a elevarse por encima del mundo que le rodea, refugiándose en un ensueño deliberado. Y aunque no lo queramos, los sueños tienen una extraña habilidad para invadir nuestras vidas. Nos conducen hasta el mismísimo umbral de tierras a la vez cercanas y remotas. Recorremos vastas distancias de tiempo y espacio en un veloz segundo, y podemos regresar a voluntad si no nos gusta lo que soñamos. Los sueños nos permiten alcanzar con la mayor facilidad todas aquellas cosas a las que en la vida real no podemos aspirar siquiera. Soñando, superamos las hazañas de los gigantes que pueblan nuestros libros de cuentos.
A su manera, cada persona es como Salathiel, el Judío Errante, del que se cuenta que ha vivido en todas las épocas y seguirá viviendo en el porvenir, contemplando cómo se despliegan los siglos. ¡Ojalá fuéramos como él!
Los escritores son los mayores soñadores de todos: sus sueños aparecen en esos momentos en los que bajan la guardia, dejándose llevar por la inspiración, y componen con pluma y tinta esas frases que tanto amarán las generaciones venideras. Pero sólo veneramos los libros cuyos personajes y acontecimientos están directamente asociados a nuestros propios sueños. En este terreno no admitimos nada que nos suene a falso.
Los escritores son los únicos soñadores que comparten sus sueños con otros. Uno de los grandes fabricantes de sueños fue sir Arthur Conan Doyle, el magistral narrador de la época victoriana. Cuando leemos sus libros, la narración cobra vida, e instantáneamente, se nos aparece su autor. Es como si nos estuviera contando él mismo sus historias, en lugar de leerlas en una página impresa. Sus relatos sobre la flor de la caballería, sobre espadachines más atractivos de lo que un artista puede imaginar, se encuentran en sus obras históricas: Sir Nigel, The White Company, Uncle Bernac, Adventures y Exploits of Brigadier Gerard, así como en novelas de fantasía (The Land of Mist, The Lost World, The Poison Belt) y numerosos volúmenes de relatos cortos. También debemos recordar sus narraciones situadas en las siniestras noches de la ciudad de Londres. ¡Cuántas veces hemos seguido la sombra del hombre de la capa escocesa y el gorro de cazador, ya fuera en una animada persecución río Támesis abajo, o en un veloz simón! Sí, estoy hablando de Sherlock Holmes, quizás el mayor sueño de Conan Doyle; las sociedades que honran, hoy en día, a este detective ficticio, atestiguan lo vivo que está ese sueño.
El señor Holmes nunca llevó un gorro de cazador —sir Arthur nos da su palabra sobre este punto—, ni fumó esa pipa que vemos en las películas y en las ilustraciones tardías, ese curioso objeto curvado que hemos terminado por asociar con él. Ambos accesorios le fueron añadidos por William Gillette en su encarnación teatral del personaje. Cuando preguntaron a Gillette por qué, en el escenario, fumaba una pipa curva, replicó que se sostenía con más firmeza en su boca, lo que le permitía recitar su parte con mayor facilidad. Quizás ésos eran los toques que necesitaba Holmes para tener más «vida», ¿no les parece? Holmes es el símbolo de la fe de Conan Doyle en la justicia, y nunca, cuando recordamos a aquél, olvidamos ésta.
¿Qué es lo que pone punto final a nuestros sueños? De acuerdo con el eminente erudito Vincent Starrett, la causa está en los «Enviados de Porlock». Escribe el señor Starrett:
La mayoría de la gente ¡es tan amable! ¡Tienen tan buenas intenciones!… Quizá lo peor de toda la conspiración es su completa carencia de malicia. Si sus propósitos fueran malvados, podríamos poner fin a sus actividades con cualquier objeto que tuviéramos a mano: un bastón, o un tiesto, o por qué no, una silla. Con demasiada frecuencia, sin embargo, el que interrumpe es alguien de quien realmente no nos lo esperábamos: alguien que tendría un escalofrío si le interrumpieran a él golpeando su puerta… ¿Dónde está ese Porlock que parece tener tantos habitantes? Es una región sin fronteras. Su historia es la extraordinaria historia del Tiempo… Quizá llega cargado de buena voluntad. Es el último y más formidable de toda la caravana. Sus asuntos no toleran demora alguna. Y nos detiene más de una hora.
La historia del Tiempo nos dice que invade la intimidad de los escritores de un modo más significativo, quizá, de lo que invade la nuestra. La historia del Tiempo es también el registro escrito de sus interrupciones…
Una de ellas es la que le ocurrió a Samuel Taylor Coleridge mientras estaba escribiendo la línea número 54 de Kublai Jan, un poema narrativo que había concebido enteramente en un sueño. Se despertó de la somnolencia que le había provocado el opio y comenzó a anotar la visión que había tenido, en un estado de trance similar a las inspiraciones de Edgar Allan Poe, que también tenía mucho en común con los sueños. En ese momento, una fatídica llamada a la puerta principal le obliga a levantarse. Cuando vuelve a su escritorio, el sueño se ha desvanecido. El fragmento que ha quedado no es sino uno de los muchos que atormentaron a Coleridge en su vida cargada de deudas.
Y estaba también Charles Dickens. Se encontró con su Enviado de Porlock cuando estaba poniendo una cuña a la mesa de roble manchada de tinta que le servía de escritorio. Murió sin llegar a terminar The Mystery of Edwin Drood. La historia de Drood sigue siendo misteriosa para los batallones, cada vez más diezmados, de eruditos literarios que durante más de un siglo han escrito penetrantes estudios sobre cómo se habría resuelto el misterio si Dickens hubiera vivido lo bastante para acabar su libro. El público le está agradecido, sin embargo, a Wilkie Collins, amigo y colaborador del difunto, por haber escrito la conclusión que permitió que se publicara la novela.
Mencionemos asimismo a F. Arbuthnot Wilson. Quizá le conocen ustedes mejor bajo el nombre de Grant Allen, popular novelista de la era victoriana, y creador del coronel Clay, el primer criminal ficticio. El Enviado de Porlock le visitó en su lecho de muerte en 1899, y su novela Hilda Wade permaneció inacabada. Conan Doyle vivía cerca de su domicilio, y en un rasgo, muy poco habitual, de amistad literaria, completó el libro, que apareció con carácter postumo en 1900.
El mismo Conan Doyle iba a recibir pronto una visita de ese Enviado de Porlock. Era a principios de 1901. Acababa de regresar de Suráfrica. Durante varios meses iba a acosarle la enfermedad. Empezó a escribir un relato cada mes para la revista Strand: la narración de un crimen verdadero, bajo el título genérico «Estudios del natural». Paladín de los derechos humanos e inflexible defensor de la justicia, Doyle estaba seriamente comprometido con el propósito de esos textos, que no se reducía a relatar los hechos y circunstancias de varios famosos crímenes de las décadas pasadas, sino que pretendía tratarlos como una serie de estudios de psicología criminal, de la que pueden extraerse más advertencias que de muchos sermones dominicales. Planeaba, de acuerdo con su contrato con sir George Newnes, el editor de Strand, por lo menos doce relatos. Pero no aparecieron más que tres: «El holocausto de Manor Place», «El noviazgo de George Vincent Parker» y «El discutible caso de la señora Emsley», en los números de marzo, abril y mayo de 1901.
Su Enviado de Porlock llegó a fines de marzo. Como su salud no mejoraba, dejó lo que estaba escribiendo y fue a reunirse con B. Fletcher Robinson, un amigo periodista, en un club campestre cerca de Cromer, en la costa del Mar del Norte. Allí descansó y jugó un poco al golf. Por las noches, junto al fuego del salón, Robinson relataba las leyendas de los demonios que supuestamente se escondían en las canteras de piedra de la región de Dartmoor, en el condado de Devonshire. El Enviado de Porlock que se apareció a Doyle lo hizo bajo la forma de un sabueso espectral, la maldición de la familia Baskerville, y una semana más tarde llegaron a la finca ancestral de los Robinson en Dartmoor. Así fue como Doyle empezó a escribir la más impresionante de las novelas góticas de detectives, El perro de Baskerville. Y nunca reemprendió los «Estudios del natural».
Nada, sin embargo, podemos reprochar a este Enviado de Porlock. Lo que nos quitó con una mano nos lo devolvió con la otra. Quizás es un ejemplo de la ironía del destino, que equilibra la eterna iniciativa de la vida.
Peter RUBER
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domingo, 19 de abril de 2015

Juan Goytisolo, persona grata. Por: Carlos Fuentes. (La gran novela latinoamericana).


Juan Goytisolo, persona grata. Por: Carlos Fuentes.
(La gran novela latinoamericana).

Cuando en 1969 publiqué La nueva novela hispanoamericana, incluí en el reparto de autores a Juan Goytisolo. No tardaron en lloverme los reproches: ¿qué hacía un «gachupín» entre nuestros castizos Cortázar, García Márquez, Carpentier y Vargas Llosa?
Pues hacía dos cosas: La primera, recordarnos que no éramos ni castizos ni mucho menos castos, sino fraternales y reconocibles —españoles e hispanoamericanos— en nuestra impureza: impureza del lenguaje, impureza de la sangre, impureza del destino.
En Señas de identidad y Reivindicación del conde don Julián, Goytisolo indicaba ya que España no era España sin las culturas judías y musulmanas que formaron lengua e historia en la corte de Alfonso el Sabio, en el Libro del Arcipreste y en La Celestina de Rojas.
La expulsión de las culturas hebrea y arábiga no sólo mutiló a España. Empobreció a sus colonias. Estableció una política de exclusión y aun de persecución del otro, del diferente. Y como bien plantea el gran filósofo español contemporáneo Emilio Lledó, el lamentable truco de lo peor de los nacionalismos es la invención del otro como malo y de inferior calidad, para no tener que percibir nuestra propia miseria…
La segunda cosa era (como diría el Arcipreste) devolvernos un lenguaje vivo, experimental por fuerza, incierto por virtud, que en España se oponía a la suma de complacencias de la era fascista: complacencia con el paisaje, con la nostalgia, con el folklore, con la insularidad, con el romanticismo populista y con la supuesta esencia española —hidalguía, honor, flama sagrada, realismo cazurro— celosamente reclamada por la tradición inerte.
Pero ¿no era este mismo nuestro problema, el de los escritores latinoamericanos largo tiempo sujetos a la tradición de la propiedad, el buen gusto y el medio tono, el servilismo realista, la humildad costumbrista, el rechazo de la supuesta barbarie indígena y negra, mestiza y, aun, hispánica para ser, cuanto antes, europeos, norteamericanos, civilizados, universales?
Nadie llega solo a las literaturas. En Hispanoamérica, la poesía moderna, de Lugones y Huidobro a Neruda y Vallejo, le abrió el camino tanto a nuestros progenitores en la novela, Alejo Carpentier, Jorge Luis Borges, Miguel Ángel Asturias, Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo, como, en España, Valle-Inclán, Prados, Guillén y Cernuda se la abrieron a Goytisolo, y, con él, a Valente, a Sánchez Ferlosio, a Luis Martín Santos, a Julián Ríos, comprobando, todos ellos, que no hay creación que no se sostenga en tradición, pero que la tradición, a su vez, precisa de una nueva creación para seguir viviendo. Todo un pasado se hace presente en las novelas de Goytisolo y en ese paso fecundo por Ibn-Zaydún de Córdoba, el Arcipreste y la Celestina. Cervantes y Góngora, Francisco Delicado y María de Zayas. Goytisolo nos recuerda a los escritores de lengua española de América que pertenecemos a un tronco común y que nuestras ramas, y a veces nuestras flores, pertenecen todas al mismo árbol de la literatura.
Árbol viejo, árbol fuerte. Pues a las exigencias de antaño —nuevo lenguaje, viejas culturas— se vino a añadir, en la actualidad, un desafío mayor. El reconocimiento del otro. El abrazo a él o ella que no son como tú y yo.
El extraordinario despliegue literario de Juan Goytisolo, tan enraizado en lo mejor de la cultura hispana e hispanoamericana, se abre aún más, en Paisajes después de la batalla, al encuentro con el otro, ese otro universal que es hoy el trabajador migratorio, la viva e incómoda acusación a un orden global que consagra la libertad de las cosas pero rehúsa la libertad de las personas; las mercancías se mueven sin trabas, los trabajadores son prohibidos, perseguidos, vejados, asesinados… Pero sin ellos, las grandes sociedades de consumo modernas no tendrían ni frutas, ni verduras, ni transportes, ni hospitales, ni restoranes, ni nanas, ni jardines. Tendrían, como lo ha advertido John Kenneth Galbraith respecto a la emigración mexicana a Estados Unidos, inflación, escasez de alimentos, servicios bajos y precios altísimos. El trabajador migratorio sirve al país que deja y al país que llega. Sólo el más soez y estúpido de los prejuicios puede considerarlos carga económica o contagio racial.
En Goytisolo, el encuentro con el otro ocurre gracias a la verbalidad narrada. Técnica y contenido se asocian en Paisajes después de la batalla porque el yo autoral, que es el yo personaje, se unen (se funden, se solidarizan) en el narrador, que es el autor-más-los-personajes. Goytisolo obtiene este resultado polifónico mediante el cruce de pronombres, el cruce de tiempos verbales y el cruce de culturas. El mestizaje de la forma se funde con el de la materia.
Para Goytisolo, mestizar es cervantizar y cervantizar es islamizar y judaizar. Es abrazar de nuevo lo expulsado y perseguido. Es encontrar de nuevo la vocación de la inclusión y trascender el maleficio de la exclusión.
El paisaje no carece de humor, África empieza en los bulevares de París y el héroe cómico urbano de Goytisolo detesta el olor de vinagre. ¿Por qué siempre le toca sentarse en un cine junto a alguien que huele a vinagre? ¿Por qué, si es hombre urbano moderno, no sabe cambiar una llanta de automóvil o cortar correctamente un bistec? ¿Por qué, si lee la revista ¡Hola!, no se ha enterado del romance secreto de Julio Iglesias y Margaret Thatcher?
La sonrisa se nos congela en los labios cuando Juan Goytisolo, escritor de gravedad y humor, pájaro veloz en alas del árabe Ibn Al Farid y el castellano Juan de la Cruz, cae tiroteado por los cazadores de la intolerancia sexual, racial, religiosa y política. Anteayer estuvo de vuelta en Sarajevo defendiendo la integridad de la vida multicultural contra la intolerancia y la limpieza étnica. Pero ayer nada más no pudo llegarse, en su propia España, a presentar con Sami Naïr su libro El peaje de la vida en la población andaluza de El Ejido, donde los inmigrantes magrebíes han conocido las más brutales agresiones, denunciadas por Goytisolo al grado que las autoridades del lugar lo han declarado «persona non grata». El premio Don Quijote otorgado en 2010 a Goytisolo reparó —un poco— la inexcusable exclusión de la que ha sido objeto en su patria.
Goytisolidario, Goytisolitario. ¿Qué cosa salva a Juan Goytisolo de la tragedia? Desde que lo conocí, allá por 1960, en el recinto nobilísimo de la editorial Gallimard en París, me subyugó y sorprendió la profundidad de su mirada, sus enormes y encapotados ojos que son azules pero se niegan a admitirlo: los cruzan demasiadas ráfagas de dolor, nostalgia, melancolía; nubarrones de sagrada cólera, pero también relámpagos de humor. Quizá eso, el humor, es lo que lo aparta de la desesperación. Por los ojos de Goytisolo, pantallas de nuestro tiempo, pasan la guerra de España, la madre muerta en un bombardeo, el sofoco franquista, los exilios y migraciones de los pueblos en harapos, las amenazas neofascistas y las desilusiones comunistas; pasa el medio siglo entero de nuestra vida moral, política, intelectual, para culminar en el sacrificio de Sarajevo, el verdadero fin del brevísimo siglo XX que, también, se inició, en 1914, en la capital martirizada de Bosnia-Herzegovina. Sobrevuelan estos hechos terribles las ilusiones generosas compartidas por Goytisolo y su generación. Al perderlas, sin embargo, Goytisolo no se volvió un renegado ni un reaccionario del signo contrario. Navegante incauto pero lúcido de la gran marea de nuestro tiempo —el trasiego de culturas, el movimiento de los pueblos, el contagio de las lenguas, la migración como santo y seña de cualquier nuevo o posible humanismo—, Goytisolo ya no celebra victorias: advierte peligros nuevos, recuerda problemas persistentes que ningún triunfalismo capitalista puede desvanecer. Dice Silvia, mi esposa: «Parece que siempre está a punto de irse». Yéndose, o llegando, Goytisolo trae en los ojos la suma de las injusticias irresueltas del mundo y no cede a los himnos de bando alguno. Es un habitante fugaz de los aeropuertos, pero sólo para ser un hombre radicado en su París de barrios migratorios, en su Barcelona de memorias irrenunciables, en su Marrakech de zocos fraternales. Es culpable, en todas partes, de leso optimismo. Pero en todas partes, también, es reo de esa forma del optimismo que es la risa irreverente, el humor corrosivo, el guante volteado, la pirámide puesta de cabeza. Huérfano errante de Quevedo, en Señas de identidad el protagonista usa los libros más castizos para aplastar cucarachas entre sus páginas.
Entenado del Arcipreste Juan Ruiz, en El conde don Julián el lobo feroz es un árabe bien armado para violar a la caperucita blanca, casta y castiza. Gemelo rebelde de San Juan de la Cruz, en Las virtudes del pájaro solitario pone a los textos árabes y cristianos, sagrados y profanos, a fornicar entre sí. Tierno y tenaz habitante del Sentier parisino al lado de su extraordinaria compañera, Monique Lange, traza unos Paisajes después de la batalla en los que África empieza ya no en los Pirineos españoles, sino en los bulevares parisinos. Pero hasta allí llegan los encabezados sensacionales, indeseables, la globalización informativa que nos revela el ya citado romance secreto de Julio Iglesias y Margaret Thatcher. ¿Nuestro único derecho a la inmortalidad será aparecer fotografiados en la revista ¡Hola!? Humor mestizo el de Goytisolo, humor de contactos y contagios, humor de la tradición y también de la creación, ambas contaminadas desde su origen nada casto, nada castizo. A la máscara universalmente risueña del robot alegre de la postmodernidad, Goytisolo opone, repone, superpone, la piel de las culturas y sus encendidos y variados colores. Como nadie, lo hace en español porque la nuestra es la lengua más impura, menos castiza, más mestiza, del mundo. Escribir en español es cervantizar, y cervantizar es islamizar y judaizar. Hoy, es también mexicanizar, chicanizar, cubanizar, puertoenriquecer, introducir el Chile, argentinizar: hablar en Plata. Éste es el equipaje secreto de Goytisolo, paradoja de la raíz trashumante, no en balde amigo muy cercano de Jean Genet, otro viajero sin equipaje cuyo féretro fue confundido con el de un obrero marroquí emigrado.
Juan Goytisolo rompió los cánones estrechos del realismo narrativo español. Su pregunta a partir de Reivindicación del conde don Julián y de Señas de identidad es la nuestra:
¿Le hace falta la literatura a un mundo externo, extrasubjetivo, que se sobra y basta a sí mismo en su facticidad objetiva?
O dicho de otra manera, ¿qué le da la literatura al mundo, qué añade la literatura para hacerse indispensable en el mundo?
Pues nada más y nada menos que la realidad que le faltaba al mundo. Porque si el mundo nos hace, también nosotros hacemos al mundo. Y una manera de hacer al mundo es crear una verbalización del entorno sin la cual la materia misma de la literatura —el lenguaje y la imaginación— puede sernos arrebatada, deformada, manipulada.
Quiero decir: siempre existieron los campos de Castilla. Pero el día que cabalgó por ellos, lanza en ristre, bacía de barbero en la cabeza, Don Quijote de la Mancha, España y el mundo ya no pudieron ser concebidos sin la imaginación y el lenguaje de Cervantes.
Entre todas las artes, la de la literatura es la más desafiante porque su materia es la más corriente de todas: el lenguaje, que es de todos o no es de nadie.
Convertir el cobre del lenguaje en el oro de la literatura requiere una comunión imaginativa. Es la imaginación lo que asegura la alquimia del verbo, y la imaginación no es otra cosa sino la mediación entre la sensación física y la percepción mental.
Juan Goytisolo habla de la madre de toda narración, la partera de la imaginación y el lenguaje, Scherezada, la mujer que salva la vida contando un cuento cada noche al misógino califa para aplazar el destino que, en ausencia del cuento, la condenaría a morir la siguiente mañana.
La escritura o la vida, titula Jorge Semprún su libro de memorias. Tal es el nombre de toda narrativa de los hijos de Scherezada: dar la vida por la escritura y la escritura a cambio de la vida. Pero con una condición: que la narración no concluya. Tal es el secreto de Scherezada y el de la literatura misma. Jamás dar por concluida la narración. Entregarle al lector la obligación y el privilegio de ser el siguiente narrador.
Scherezada. Las mil noches y una noche. La historia no ha terminado. Tal es, aparte de la belleza intrínseca del gran libro del mestizaje literario —obra indo-iránica, arábigo-abaside, arábigo-egipcia y al cabo arábigo-europea—, el mensaje contemporáneo de la novela de Scherezada. La historia no ha terminado.
Quienes nos dicen lo contrario —la teoría torcidamente interesada del fin de la historia— sólo quieren vendernos, nos recuerda la historiadora española Carmen Iglesias, otra historia. No la nuestra. La suya.
En la presentación del libro de Goytisolo Telón de boca, en Madrid, el filósofo Emilio Lledó aseveró que éste es un libro —podría extenderse a toda la obra de Goytisolo— que reivindica la libertad, la igualdad y el amor contra la guerra, contra el olvido, contra la ignorancia, contra la maldad, contra la mutilación y la muerte de los inocentes…
A estas palabras de Lledó hay que añadir las del propio Goytisolo en contra de otra teoría nefanda, el choque de civilizaciones de Samuel Huntington. Goytisolo habla por los trabajadores migratorios musulmanes en Europa como nosotros hablamos por los trabajadores migratorios mexicanos en Estados Unidos. No como la amenaza contra la pureza racial y la unidad nacional que insidiosamente sospecha Huntington, sino como sujetos —cito a Goytisolo— de «los mismos derechos de que disfrutan los ciudadanos europeos».
El inmigrante —árabe en Europa, mexicano en Norteamérica— no le quita nada a nadie: da más de lo que recibe. Da su trabajo. Y da su cultura a la única civilización humana posible: la del mestizaje que creó a la América indo-afro-europea y a la España celtíbera, fenicia, griega, romana, árabe y judía.
Éste es hoy el cuento inacabado de Scherezada, la fabuladora desvelada: es el cuento del encuentro y enriquecimiento mutuo de las culturas. Es el cuento de la inclusión y en contra de la exclusión. Es el cuento del derecho a imaginar contra la prisión de los dogmas disfrazados de verdades irrefutables.
Éste es hoy el cuento de Scherezada: la historia no ha terminado. La historia renacerá cada día con sus luces de tareas inacabadas, libertades por conquistar, culturas por preservar y vigorizar.

sábado, 18 de abril de 2015

EN 10 PUNTOS. EL ULISES DE JOYCE. J.Méndez-Limbrick.


EN 10 PUNTOS.
EL ULISES DE JOYCE.
J.Méndez-Limbrick.
"He terminado el Ulises y creo que es una obra fallida. Diarios. Virginia woolf".

1. El Ulises es una novela en donde se sacrifica la forma por el fondo. Estructurada en 18 capítulos, la novela hace referencia a las 24 horas de la vida de Leopold Bloom en Irlanda.
2. Es siempre la gran pregunta: ¿qué es más importante? ¿La experimentación, el juego de palabras, construir una gran catedral de tecnicismos o quizá una novela con mayor mesura, clásica en su forma pero que huela a lo visceral, que nos desgarre por dentro? Quizá el justo medio es lo ideal pero, en Ulises no observo ese justo medio entre forma y fondo.
3. El Ulises, no me sorprendió. Es una novela sin nada de especial que los editores la supieron inteligentemente mercadear. Su argumento es simple (las 24 horas de un ciudadano irlandés) quien realiza los quehaceres de cualquier persona en su vida monótona y anodina.
4. En la novela se recurre constantemente al monólogo interior y al fluir de conciencia que a mi parecer son conceptos muy parecidos pero, que no son lo mismo. Ahora, esta técnica por sí misma no dice nada, no porque utilice técnicas poco exploradas en aquel tiempo la hace per se una novela importante.
5. Le critico a la novela que no posee una trama principal, sino que son escenas que se suceden a lo largo de la novela y que, en muchas ocasiones no poseen conexión entre sí. El lector entonces, descubre tarde que no existe un hilo conductor o una gran narración principal.
6. La gran acción narrativa son entonces, estos pequeños acontecimientos que se suceden a lo largo de los 18 capítulos que consta la novela.
7. Los diálogos se dan pero a mi parecer son poco interesantes. Se hace mucha referencia acerca de la historia de Irlanda, a la Historia Universal, a la política, a la misma Literatura en especial a la literatura inglesa.
8. Existe una tendencia del abuso de giros idiomáticos, escenas groseras, vulgares con lenguaje soez y sexual que la hizo en aquel tiempo objeto de censura. Quizá, esto hizo que la novela obtuviera una gran popularidad por la misma censura en varios países.
9. El famoso monólogo interior – y que más parece “fluir de la conciencia” -  de Molly al final de la novela, me parece intrascendente, falto de tensión dramática, falto de hondura psicológica con un abuso gratuito y desmesurado del tema sexual.
10. La novela ha sido elogiada por la gran crítica. Yo soy de los pocos que se atreve a decir lo contrario. De seguro estoy equivocado. Sin embargo, cuando vuelco los ojos hacia otros autores como: Proust,  Balzac, Tolstoi, Dostoievsky, Kafka, Thomas Mann, el Ulises de Joyce me parece empequeñecido y flaco.
***
Miércoles, 6 de septiembre de 1922[...] He terminado el Ulises y creo que es una obra fallida. A mi juicio, no le falta talento, pero de baja estofa. El libro es difuso. Es enmarañado. Es pretencioso. Es de baja ralea, no sólo en el sentido evidente, sino también en la acepción literaria. Con ello quiero decir que un escritor de primera fila siente por la literatura un respeto tal que le impide servirse de trucos; de sorpresas; de hacer payasadas. Me recuerda constantemente a un colegial con tendencia al comportamiento brutal, rebosante de ingenio y capacidad, pero tan pendiente de sí mismo, tan egotista, que pierde la cabeza y se convierte en un ser extravagante, amanerado, vocinglero, torpón, y consigue que las personas amables le tengan lástima, y que las personas severas se irriten; y una tiene esperanzas de que todo lo anterior le pasará cuando crezca; pero como sea que Joyce tiene cuarenta años, no parece probable que así ocurra.
Diarios. Virginia Woolf.

Pérez Galdós. Fortunata y Jacinta. Novela.


Pérez Galdós. Fortunata y Jacinta. Novela.
Para muchas generaciones, la obra cumbre de Galdós fue Fortunata y Jacinta. (Dos historias de casadas) (1886-87) en cuatro partes, ambientada en Madrid, entre 1869 y 1876.
Comienza con el matrimonio de Jacinta y Juanito Santa Cruz, hijo único de ricos comerciantes que lo mantienen de las rentas. Juanito confiesa a Jacinta que tuvo un hijo de antiguas relaciones prematrimoniales. Al no ser madre, Jacinta adopta al que cree hijo de su marido. Éste revela que su niño murió. Sabiendo que aquella madre, Fortunata, sigue en Madrid, Juanito renovará sus amores.
En su segunda parte, Fortunata acepta casarse con Maximiliano Rubín, enfermizo estudiante de Farmacia, casi impotente, y despreciado por la novia. Maxi vive con su tía Lupe, usurera despótica que acepta este matrimonio si Fortunata se reforma en el convento de las Micaelas. Allí conoce a Mauricia la Dura. La noche de bodas, Juanito Santa Cruz acecha y seduce a Fortunata, que abandona a su marido.
La tercera parte narra el hastío de Juanito por Fortunata y la vuelta con su mujer, mientras se da la Restauración borbónica. Fortunata logra un nuevo amante: el anciano Evaristo Feijoo, que la reconcilia con Maximiliano. Éste, demente y místico, la cree embarazada de un Mesías. En el entierro de Mauricia la Dura, chocan Jacinta y Fortunata, que ante una posible maternidad, se siente legítima esposa de Juanito.
En la cuarta parte, Maximiliano encuentra a su esposa encinta y protegida por el farmaceútico Segismundo Ballester. Aurora Fenelon sugiere que Jacinta, de quien estuvo enamorado Moreno-Isla, tuvo relaciones con éste médico, pero Fortunata descubre que es ahora la propia Aurora la nueva querida de Santa Cruz. Fortunata, identificada en el dolor con su adversaria, da a luz un niño, que, moribunda, entrega a Jacinta. Ésta desprecia a Juanito y agradece el don que, según Guillermina, manifiesta la Providencia.
Fuente:N.N.

***
Fortunata y Jacinta- Fragmento.
Dos historias de casadas
Benito Pérez Galdós


- I -
Juanito Santa Cruz

- I -
     Las noticias más remotas que tengo de la persona que lleva este nombre me las ha dado Jacinto María Villalonga, y alcanzan al tiempo en que este amigo mío y el otro y el de más allá, Zalamero, Joaquinito Pez, Alejandro Miquis, iban a las aulas de la Universidad. No cursaban todos el mismo año, y aunque se reunían en la cátedra de Camús, separábanse en la de Derecho Romano: el chico de Santa Cruz era discípulo de Novar, y Villalonga de Coronado. Ni tenían todos el mismo grado de aplicación: Zalamero, juicioso y circunspecto como pocos, era de los que se ponen en la primera fila de bancos, mirando con faz complacida al profesor mientras explica, y haciendo con la cabeza discretas señales de asentimiento a todo lo que dice. Por el contrario, Santa [6] Cruz y Villalonga se ponían siempre en la grada más alta, envueltos en sus capas y más parecidos a conspiradores que a estudiantes. Allí pasaban el rato charlando por lo bajo, leyendo novelas, dibujando caricaturas o soplándose recíprocamente la lección cuando el catedrático les preguntaba. Juanito Santa Cruz y Miquis llevaron un día una sartén (no sé si a la clase de Novar o a la de Uribe, que explicaba Metafísica) y frieron un par de huevos. Otras muchas tonterías de este jaez cuenta Villalonga, las cuales no copio por no alargar este relato. Todos ellos, a excepción de Miquis que se murió en el 64 soñando con la gloria de Schiller, metieron infernal bulla en el célebre alboroto de la noche de San Daniel. Hasta el formalito Zalamero se descompuso en aquella ruidosa ocasión, dando pitidos y chillando como un salvaje, con lo cual se ganó dos bofetadas de un guardia veterano, sin más consecuencias. Pero Villalonga y Santa Cruz lo pasaron peor, porque el primero recibió un sablazo en el hombro que le tuvo derrengado por espacio de dos meses largos, y el segundo fue cogido junto a la esquina del Teatro Real y llevado a la prevención en una cuerda de presos, compuesta de varios estudiantes decentes y algunos pilluelos de muy mal pelaje. A la sombra me lo tuvieron veinte y tantas horas, y aún durara más su cautiverio, si de él no le sacara el día 11 su [7] papá, sujeto respetabilísimo y muy bien relacionado.
     ¡Ay!, el susto que se llevaron D. Baldomero Santa Cruz y Barbarita no es para contado. ¡Qué noche de angustia la del 10 al 11! Ambos creían no volver a ver a su adorado nene, en quien, por ser único, se miraban y se recreaban con inefables goces de padres chochos de cariño, aunque no eran viejos. Cuando el tal Juanito entró en su casa, pálido y hambriento, descompuesta la faz graciosa, la ropita llena de sietes y oliendo a pueblo, su mamá vacilaba entre reñirle y comérsele a besos. El insigne Santa Cruz, que se había enriquecido honradamente en el comercio de paños, figuraba con timidez en el antiguo partido progresista; mas no era socio de la revoltosa Tertulia, porque las inclinaciones antidinásticas de Olózaga y Prim le hacían muy poca gracia. Su club era el salón de un amigo y pariente, al cual iban casi todas las noches D. Manuel Cantero, D. Cirilo Álvarez y D. Joaquín Aguirre, y algunas D. Pascual Madoz. No podía ser, pues, D. Baldomero, por razón de afinidades personales, sospechoso al poder. Creo que fue Cantero quien le acompañó a Gobernación para ver a González Bravo, y éste dio al punto la orden para que fuese puesto en libertad el revolucionario, el anarquista, el descamisado Juanito.
     Cuando el niño estudiaba los últimos años [8] de su carrera, verificose en él uno de esos cambiazos críticos que tan comunes son en la edad juvenil. De travieso y alborotado volviose tan juiciosillo, que al mismo Zalamero daba quince y raya. Entrole la comezón de cumplir religiosamente sus deberes escolásticos y aun de instruirse por su cuenta con lecturas sin tasa y con ejercicios de controversia y palique declamatorio entre amiguitos. No sólo iba a clase puntualísimo y cargado de apuntes, sino que se ponía en la grada primera para mirar al profesor con cara de aprovechamiento, sin quitarle ojo, cual si fuera una novia, y aprobar con cabezadas la explicación, como diciendo: «yo también me sé eso y algo más». Al concluir la clase, era de los que le cortan el paso al catedrático para consultarle un punto oscuro del texto o que les resuelva una duda. Con estas dudas declaran los tales su furibunda aplicación. Fuera de la Universidad, la fiebre de la ciencia le traía muy desasosegado. Por aquellos días no era todavía costumbre que fuesen al Ateneo los sabios de pecho que están mamando la leche del conocimiento. Juanito se reunía con otros cachorros en la casa del chico de Tellería (Gustavito) y allí armaban grandes peloteras. Los temas más sutiles de Filosofía de la Historia y del Derecho, de Metafísica y de otras ciencias especulativas (pues aún no estaban de moda los estudios experimentales, [9] ni el transformismo, ni Darwin, ni Haeckel eran para ellos, lo que para otros el trompo o la cometa. ¡Qué gran progreso en los entretenimientos de la niñez! ¡Cuando uno piensa que aquellos mismos nenes, si hubieran vivido en edades remotas, se habrían pasado el tiempo mamándose el dedo, o haciendo y diciendo toda suerte de boberías...!
     Todos los dineros que su papá le daba, dejábalos Juanito en casa de Bailly-Baillière, a cuenta de los libros que iba tomando. Refiere Villalonga que un día fue Barbarita reventando de gozo y orgullo a la librería, y después de saldar los débitos del niño, dio orden de que entregaran a este todos los mamotretos que pidiera, aunque fuesen caros y tan grandes como misales. La bondadosa y angelical señora quería poner un freno de modestia a la expresión de su vanidad maternal. Figurábase que ofendía a los demás, haciendo ver la supremacía de su hijo entre todos los hijos nacidos y por nacer. No quería tampoco profanar, haciéndolo público, aquel encanto íntimo, aquel himno de la conciencia que podemos llamar los misterios gozosos de Barbarita. Únicamente se clareaba alguna vez, soltando como al descuido estas entrecortadas razones: «¡Ay qué chico!... ¡cuánto lee! Yo digo que esas cabezas tienen algo, algo, sí señor, que no tienen las demás... En fin, más vale que le dé por ahí». [10]
     Concluyó Santa Cruz la carrera de Derecho, y de añadidura la de Filosofía y Letras. Sus papás eran muy ricos y no querían que el niño fuese comerciante, ni había para qué, pues ellos tampoco lo eran ya. Apenas terminados los estudios académicos, verificose en Juanito un nuevo cambiazo, una segunda crisis de crecimiento, de esas que marcan el misterioso paso o transición de edades en el desarrollo individual. Perdió bruscamente la afición a aquellas furiosas broncas oratorias por un más o un menos en cualquier punto de Filosofía o de Historia; empezó a creer ridículos los sofocones que se había tomado por probar que en las civilizaciones de Oriente el poder de las castas sacerdotales era un poquito más ilimitado que el de los reyes, contra la opinión de Gustavito Tellería, el cual sostenía, dando puñetazos sobre la mesa, que lo era un poquitín menos. Dio también en pensar que maldito lo que le importaba que la conciencia fuera la intimidad total del ser racional consigo mismo, o bien otra cosa semejante, como quería probar, hinchándose de convicción airada, Joaquinito Pez. No tardó, pues, en aflojar la cuerda a la manía de las lecturas, hasta llegar a no leer absolutamente nada. Barbarita creía de buena fe que su hijo no leía ya porque había agotado el pozo de la ciencia.
     Tenía Juanito entonces veinticuatro años. Le conocí un día en casa de Federico Cimarra [11] en un almuerzo que este dio a sus amigos. Se me ha olvidado la fecha exacta; pero debió de ser esta hacia el 69, porque recuerdo que se habló mucho de Figuerola, de la capitación y del derribo de la torre de la iglesia de Santa Cruz. Era el hijo de D. Baldomero muy bien parecido y además muy simpático, de estos hombres que se recomiendan con su figura antes de cautivar con su trato, de estos que en una hora de conversación ganan más amigos que otros repartiendo favores positivos. Por lo bien que decía las cosas y la gracia de sus juicios, aparentaba saber más de lo que sabía, y en su boca las paradojas eran más bonitas que las verdades. Vestía con elegancia y tenía tan buena educación, que se le perdonaba fácilmente el hablar demasiado. Su instrucción y su ingenio agudísimo le hacían descollar sobre todos los demás mozos de la partida, y aunque a primera vista tenía cierta semejanza con Joaquinito Pez, tratándoles se echaban de ver entre ambos profundas diferencias, pues el chico de Pez, por su ligereza de carácter y la garrulería de su entendimiento, era un verdadero botarate.
     Barbarita estaba loca con su hijo; mas era tan discreta y delicada, que no se atrevía a elogiarle delante de sus amigas, sospechando que todas las demás señoras habían de tener celos de ella. Si esta pasión de madre daba a Barbarita [12] inefables alegrías, también era causa de zozobras y cavilaciones. Temía que Dios la castigase por su orgullo; temía que el adorado hijo enfermara de la noche a la mañana y se muriera como tantos otros de menos mérito físico y moral. Porque no había que pensar que el mérito fuera una inmunidad. Al contrario, los más brutos, los más feos y los perversos son los que se hartan de vivir, y parece que la misma muerte no quiere nada con ellos. Del tormento que estas ideas daban a su alma se defendía Barbarita con su ardiente fe religiosa. Mientras oraba, una voz interior, susurro dulcísimo como chismes traídos por el Ángel de la Guarda, le decía que su hijo no moriría antes que ella. Los cuidados que al chico prodigaba eran esmeradísimos; pero no tenía aquella buena señora las tonterías dengosas de algunas madres, que hacen de su cariño una manía insoportable para los que la presencian, y corruptora para las criaturas que son objeto de él. No trataba a su hijo con mimo. Su ternura sabía ser inteligente y revestirse a veces de severidad dulce.
     ¿Y por qué le llamaba todo el mundo y le llama todavía casi unánimemente Juanito Santa Cruz? Esto sí que no lo sé. Hay en Madrid muchos casos de esta aplicación del diminutivo o de la fórmula familiar del nombre, aun tratándose de personas que han entrado en la madurez [13] de la vida. Hasta hace pocos años, al autor cien veces ilustre de Pepita Jiménez, le llamaban sus amigos y los que no lo eran, Juanito Valera. En la sociedad madrileña, la más amena del mundo porque ha sabido combinar la cortesía con la confianza, hay algunos Pepes, Manolitos y Pacos que, aun después de haber conquistado la celebridad por diferentes conceptos, continúan nombrados con esta familiaridad democrática que demuestra la llaneza castiza del carácter español. El origen de esto habrá que buscarlo quizá en ternuras domésticas o en hábitos de servidumbre que trascienden sin saber cómo a la vida social. En algunas personas, puede relacionarse el diminutivo con el sino. Hay efectivamente Manueles que nacieron predestinados para ser Manolos toda su vida. Sea lo que quiera, al venturoso hijo de D. Baldomero Santa Cruz y de doña Bárbara Arnaiz le llamaban Juanito, y Juanito le dicen y le dirán quizá hasta que las canas de él y la muerte de los que le conocieron niño vayan alterando poco a poco la campechana costumbre.
     Conocida la persona y sus felices circunstancias, se comprenderá fácilmente la dirección que tomaron las ideas del joven Santa Cruz al verse en las puertas del mundo con tantas probabilidades de éxito. Ni extrañará nadie que un chico guapo, poseedor del arte de agradar y del arte de vestir, hijo único de padres ricos, [14] inteligente, instruido, de frase seductora en la conversación, pronto en las respuestas, agudo y ocurrente en los juicios, un chico, en fin, al cual se le podría poner el rótulo social de brillante, considerara ocioso y hasta ridículo el meterse a averiguar si hubo o no un idioma único primitivo, si el Egipto fue una colonia bracmánica, si la China es absolutamente independiente de tal o cual civilización asiática, con otras cosas que años atrás le quitaban el sueño, pero que ya le tenían sin cuidado, mayormente si pensaba que lo que él no averiguase otro lo averiguaría... «Y por último -decía- pongamos que no se averigüe nunca. ¿Y qué...?». El mundo tangible y gustable le seducía más que los incompletos conocimientos de vida que se vislumbran en el fugaz resplandor de las ideas sacadas a la fuerza, chispas obtenidas en nuestro cerebro por la percusión de la voluntad, que es lo que constituye el estudio. Juanito acabó por declararse a sí mismo que más sabe el que vive sin querer saber que el que quiere saber sin vivir, o sea aprendiendo en los libros y en las aulas. Vivir es relacionarse, gozar y padecer, desear, aborrecer y amar. La lectura es vida artificial y prestada, el usufructo, mediante una función cerebral, de las ideas y sensaciones ajenas, la adquisición de los tesoros de la verdad humana por compra o por estafa, no por el trabajo. No paraban aquí las filosofías de [15] Juanito, y hacía una comparación que no carece de exactitud. Decía que entre estas dos maneras de vivir, observaba él la diferencia que hay entre comerse una chuleta y que le vengan a contar a uno cómo y cuándo se la ha comido otro, haciendo el cuento muy a lo vivo, se entiende, y describiendo la cara que ponía, el gusto que le daba la masticación, la gana con que tragaba y el reposo con que digería.

viernes, 17 de abril de 2015

Un cuervo llamado Bertolino. (Fragmento. Novela inédita: "Bola Negra"). J.Méndez-Limbrick.


Un cuervo llamado Bertolino.

A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hacía antes por tener  negocios pendientes con Francesco Rocco, Arthur Blackwood y el Lic. Iglesias: una serie de endosos y transacciones comerciales, traspasos de acciones, nuevos testaferros de confianza con los que, debíamos de conversar y, redactar documentos privados para protegernos de los mismos testaferros y frenteadores de nuestros negocios en la Bolsa Nacional de Valores y en la Bolsa de Londres.
Repito, a la semana exacta, me dirigí a la Torre, sin nadie para dar fe de donde me iba.  Ese sería el mejor o mi mejor secreto guardado: la Torre de los Cuervos.
La torre estaba en idénticas condiciones que la última vez: en el primer piso, unos bombillos de poca fuerza iluminaban la Torre de Esmeril así llamada por mí. Cientos de escombros, cientos de máquinas de escribir y utilería de oficina: archivadores de metal, sillas ejecutivas, mesas para salas de reuniones, pisapapeles, papel carbón nunca  utilizado, tinteros a medio usar, folders, clips, engrapadoras, estaban por todos lados… pasé bordeando un enorme escritorio hasta topar de frente con el ascensor.
En el último piso estaba el gran salón con la cúpula de cristal. En un flash me pareció ver el Maestro Oficiante pero no, se trataba que la luz de unos bombillos en la vía pública proyectaba con los objetos del salón una sombra simulando a una persona recostada en los sillones.      
El lugar me fascinó a partir de la primera reunión con el Maestro Oficiante. Existían dos lugares con el mismo efecto narcótico, un efecto que combinado con los opiáceos me llenaban de una paz y una tranquilidad sin parangón: la Torre de Francesco Rocco, poseedora en los meses de invierno de una vista incomparable con las puestas de Sol.
La otra, mi Torre Ave Fénix.  La Torre de  los Cuervos me producía un sentimiento diferente, me producía un sentimiento de prohibición y de egoísmo a la vez: nadie, a excepción de mi persona gozaba de su paisaje:  de los colores ámbares a la distancia,  con un Sol estático a perpetuidad, un Sol inmutable pero, en su inmutabilidad –lo sabía- se fraguaba una especie de rotación constante y nos acompañaba con la vulgaridad de nuestra cotidianidad y mezquina naturaleza humana.
Me recosté en el sillón acariciando el anillo con la piedra púrpura mirando el ocaso de un Sol moribundo, de una puesta de Sol condenada a la eternidad.
En medio de imágenes me dormí. Son esos  segundos que se pasa de la vigilia a un sueño profundo en una especie de encantamiento.
Recuperé la conciencia, observé  la cúpula de cristal donde en su exterior un enorme cuervo picoteaba una y otra vez el vidrio,  en una insistencia que me llamó la atención.
Me recordé de las palabras del Maestro Oficiante respecto de los cuervos y su comportamiento inteligente.
¿Será que el enorme cuervo quiere entrar? Me dije. Me incliné del sofá y miré el gran ventanal y,  se construía en una porción de la enorme vidriera una ventana lo suficiente grande por donde podría pasar el ave. No estaba muy convencido con lo que haría, yo don Julián Casasola Brown abriéndole una ventana a un pajarraco. Me pareció una locura  pero, lo hacía, caminé hasta la ventana y la abrí. Un aliento frío y de madrugada perforó mi nariz y sin poder tener una reacción, el cuervo ingresó al salón posándose en un columpio cerca del cieloraso.

-Pensé no me iba  dejar entrar, mi señor. Escuché una voz. El pajarraco se columpiaba. Volví a mirar en derredor. Aún  con la poca luz del salón se percibían los objetos y la mayoría de los muebles. No, el salón estaba vacío, al menos el único ser humano era yo.
Supuse, el cansancio y la tensión acumulada en los últimos días me hacían ver o percibir “cosas” y  el pajarraco no estaba columpiándose cerca de una columnata de mármol.
Y de nuevo escuché la misma voz… ¿Sucedía?
“Espero JC,  tengamos una buena relación de sirviente a Siré, igual a la tenida con mi anterior amo”. Dijo la voz tan claro que, innegable de lo escuchado.  Y volví a mirar en derredor, nada salido de lo normal: allí estaba el pajarraco en su columpio, allí estaban los claroscuros, ¿Qué sucedía? Pensé: “La mente me hace pasar por  una pésima broma”. Escuché la voz:
-“soy yo”.
- ¿Soy yo? Me dije.
- Sí, soy yo… Bertolino.
-¿Y quién es Bertolino? Repuse.
- Yo. ¡Acá ¡ Respondió la voz con cierto reproche por no poderla ubicar en el salón!
Por un segundo dirigí la vista en donde se ubicaba el cuervo, y escuché la voz.
- Sí, soy yo Bertolino, el cuervo. Y en los instantes de escuchar la frase, el ave extendió las alas en un intento de alzar vuelo pero, no lo hizo, las cerró y se me quedó mirando.
Bertolino no mueve el pico cuando habla y mi señor escucha. Mi señor escucha en su mente pero, soy yo,  Bertolino, el nuevo sirviente.
Así me llamó el primer amo y señor.
- ¿Y cuándo fue?  Dije, creyendo me estaba volviendo loco.
- Hace demasiado tiempo atrás. Cuando nació el Evento de Sucesos y la Zona Fantasma. Siempre he sido el emisario, Bertolino el Emisario. Y sí, sí, nací cuervo, no soy el alma condenada de un hombre en un cuervo… no, no… Bertolino ha sido cuervo desde su nacimiento. Cuervo de plumas negras y pico gigante. Bertolino, el cuervo.

En ese momento entendí las palabras del maestro oficiante al señalarme lo inteligente que son los cuervos.
“Bertolino de pico grande, Bertolino sirviente del nuevo amo, del nuevo Siré”. Dijo el ave y con su enorme pico golpeteaba la cadena del columpio.
“Bertolino será su emisario y los ojos de Bertolino serán sus ojos. Las ocasiones que mi siré cierre los ojos, Bertolino mirará por mi señor. En ocasiones no sucede. Aclaró el ave.
- Y, ¿de qué me sirve mirar lo mirado por un cuervo? Pregunté.
- Es incorrecta la pregunta hecha a Bertolino. No es lo visto por un cuervo es  lo que desea ver mi Siré. ¡Eso es diferente! Agregó.
- ¡Ahhh, también sos astuto con las palabras! Repuse mirando al ave y sus plumas  de un  negro azabache, de un negro metálico y,  cuando alzaba las alas los tonos del plumaje variaban tornasolados.
- Y también juego al ajedrez. Mi antiguo amo y señor me enseñó,  mi primer siré.
(Faltan varias páginas. Otras  páginas  están manchadas con tinta e ilegibles algunos pasajes).

(5)
(…) Bertolino  se hizo mi confidente, mi sombra.
Bertolino tenía razón: en ocasiones cerraba los ojos y me veía en el columpio, meciéndome… Ignoro del cómo y quién  educó el enorme pajarraco. También, ignoro para qué fines se educó. Supuse, los maestros oficiantes lo tenían para espiar a los cofrades, en los que no se confiaba. Ignoro si Bertolino no mentía en lo contado. A Bertolino, sí lo utilicé para espiar,  no a los cofrades, lo utilicé para espiar en un relato cruel y doloroso para mí.

En la historia a contar, Bertolino fue mi “yo” presente, los ojos de Bertolino fueron mis ojos y también mi relator de las últimas semanas de lo sucedido a Beatriz Muriel Nigroponte… aunque nunca lo supiera la abogada.
Bertolino conocía todas mis flaquezas humanas porque, hablar de virtudes, sería egolatría de mi parte.

jueves, 16 de abril de 2015

Henry Fielding. Tom Jones.


Henry Fielding, dramaturgo inglés nacido en Sharpham Park, Somerset, el 22 de abril de 1707, y fallecido en Lisboa el 8 de octubre de 1754. Fue hermano de la también escritora Sarah Fielding. Es considerado, junto a Samuel Richardson, como uno de los iniciadores de la novela inglesa. Estudió en el Eton College, recibiendo una formación que le permitiría conocer las lenguas clásicas y los grandes autores greco-romanos. Tras establecerse en Londres, empezó a escribir poesía y comedias para el teatro, con escaso éxito. Al tiempo que se iniciaba en el periodismo político hizo una gira por Europa, en la que llegó a cursar estudios en los Países Bajos. Volvió a probar suerte con el teatro en Inglaterra, pero debido a sus anteriores fracasos tuvo que estrenar sus obras en pequeños teatros, algunas de las cuales, sátiras políticas, tuvieron gran éxito, lo que hizo aumentar su reputación. Sin embargo, la ley de censura teatral propugnada por el político Robert Walpole, objetivo de la mayoría de las sátiras teatrales de la época, puso punto y final a su carrera como dramaturgo, centrándose en la novela, género con el que tuvo grandes éxitos como An Apology for the Life of Mrs. Shamela Andrews (Apología de la vida de Mrs. Shamela Andrews, 1741), una parodia de la novela Pamela de Samuel Richardson. Otras de sus novelas serían Jonathan Wild (1743), Tom Jones (1749) y Amelia (1751).

***

Tom Jones es una obra de una magnitud casi inabarcable. Al estilo de las mejores novelas, en ella se puede encontrar de todo, desde las (inevitables) reflexiones del autor hasta las aventuras más desquiciantes, pasando por parlamentos llenos de humor, peleas, persecuciones y, por supuesto, amores y desamores.El libro es un prodigioso artefacto narrativo, con una historia central (los amores desventurados entre Sophia Western y Tom Jones) que se desarrolla con una continuidad exquisita y que, sin embargo, da lugar a multitud de subtramas que complementan a aquélla y que enriquecen el todo.
Fuente:N.N.
(Fragmento).

TOM JONES

HENRI FIELDING

LIBRO PRIMERO
En el que se da noticia del nacimiento de un hijo ilegítimo y se inicia la narración de una regocijante y escabrosa historia.
I
Al oeste de la región de Somersetshire vivía un hidalgo caballero cuyo nombre era Allworthy, al que la naturaleza y la fortuna habían colmado de dones. Era un hombre apuesto y dotado de uña singular inteligencia y un generoso corazón.

Había estado casado de joven con una bella y distinguida mujer, que le había dado tres hijos, desgraciadamente malogrados al poco de haber nacido. El caballero, que estuviera sinceramente enamorado de su esposa, había tenido que pasar por el amargo trance de perderla, hacía a la sazón unos cinco años. Había soportado con valerosa resignación el duro golpe. Solía decir que su mujer no había hecho otra cosa que precederle en un viaje que pronto emprendería él también. No se consideraba viudo y añadía que estaba seguro de encontrar de nuevo a su mujer en algún lugar y que entonces ya no volverían a separarse.

A la sazón vivía en su casa de campo en unión de su hermana Brídget Los dos hermanos se tenían un sincero cariño. Ella era soltera. Tendría unos treinta años y podría calificarse como una de esas mujeres que descuellan más por sus cualidades morales que por los encantos físicos. Bridget tenía una personalidad muy acusada, a pesar de lo cual todo el mundo hablaba bien de ella y por todos era querida.

La noche en que da comienzo esta historia, se había ido a dormir un tanto inquieta. Había esperado a su hermano durante todo el día y temía que le hubiese ocurrido algún percance.

Mr. Alworthy, que había permanecido en Londres casi durante tres meses resolviendo un asunto de índole particular, regresó a su casa de campo a media noche. Como estaba muy cansado del viaje, tomó una frugal cena y se retiró a su habitación a descansar. Una vez hubo rezado la oración como solía, dándole gracias a Dios por haberle permitido vivir un día más, al levantar las sábanas para meterse en el lecho, Mr. Allworthy descubrió que en su cama dormía plácidamente una criatura recién nacida.

El asombro dejó paralizado al buen caballero, pero en seguida se recuperó de la sorpresa y, llevado por su bondadoso natural, se acercó 'al abandonado e intruso crío. Observó que estaba envuelto en telas de poca calidad, pero que era de una singular belleza.

Mr. Allworthy, sin reparar que se hallaba en paños menores, hizo sonar la campanilla. A la llamada acudió la señora Deborah Wilkins, quien, al ver al caballero en camisa de dormir, faltó poco para que se desplomara desmayada. El caballero reparó en que, efectivamente, no estaba vestido de una manera adecuada para recibir a una mujer en su aposento, y le rogó al ama de llaves que esperase fuera unos segundos mientras él se ponía una bata. Al volver a entrar la señora Wilkins, le mostró el crío que había encontrado usurpando inocentemente su lugar en la cama. La sorpresa del ama de llaves no fue menor que la experimentada por su señor.

- ¿Y qué vamos a hacer con el niño? -se aventuró por fin a preguntar. -Esta noche, desde luego, tendrá usted que cuidarse de él, señora Wilkins. Mañana, ya me ocuparé yo en persona de buscarle un ama.

- Perfectamente, señor. No dudo que hará usted también todo lo necesario para que sea descubierta la desnaturalizada madre para que sea castigada según se merece. No cabe duda que debe ser una mujer de por aquí. ¡Qué mujer más innoble! Posiblemente no es éste e! primer hijo que ha tenido. ¡Y mire que abandonarlo en la propia cama de usted! Se necesita ser desvergonzada.

- ¿Abandonarlo en mi cama? No creo que haya sido esa su verdadera intención. Con toda seguridad, la madre lo ha hecho pensando que de este modo su hijo será cuidado por nosotros mejor que por ella misma. Prefiero que nos lo haya dejado aquí a que hubiese empleado cualquier otra solución más reprobable.

- No veo de que otro modo más reprobable hubiera podido emplear esa mala mujer -repuso acaloradamente el ama de llaves-. Al saber que una prostituta se ha atrevido a dejar un bastardo en casa de un caballero respetable, quién sabe lo que dirá la gente. Usted sabe, tan bien como yo, que muchos hombres pasan por padres de niños engendrados por otros. Si usted se decide a proteger a la criatura, habrá gente que no dejará de pensar que lo hace porque un fuerte motivo le impulsa a hacerlo. Es la Parroquia la que tiene que cuidar de él y no usted.  El señor Allworthy dejó que su ama de llaves se desahogase verbalmente. El había visto que el niño, que se había despertado, le sonreía y, en aquel preciso momento, decidió ocuparse de su porvenir. Ordenó a la señora Wilkins que se llevase a la criatura y que le buscase ropas apropiadas. Al cabo de dos días, ella también se había encariñado con el niño abandonado, si bien no dejaba de despotricar contra la desnaturalizada madre que lo había abandonado. Entretanto, el señor Allworthy y su hermana decidieron iniciar las oportunas pesquisas para averiguar quién era la madre del chiquillo. Optaron porque la señora Wilkins se ocupase de investigarlo en la Parroquia todo lo discretamente que le fuera posible.

miércoles, 15 de abril de 2015

Alas, Leopoldo(1852-1901). Novela. La Regenta.


Escritor español que usó el seudónimo de Clarín y que debe su fama a una única novela considerada como la mejor novela española del siglo XIX: La Regenta. Nació en Zamora y pasó su infancia en León y Guadalajara debido al cargo de gobernador civil que por entonces desempeñaba su padre. Cursó su bachillerato en Oviedo (Asturias) y después se marchó a Madrid a estudiar Derecho, y allí entró en contacto con la vida literaria y artística.
La Regenta, su obra cumbre, tiene como tema central el adulterio, tratado de una manera como jamás antes se había hecho en la literatura española. El realismo europeo había desarrollado un argumento semejante como Madame Bovary del francés Gustave Flaubert, Ana Karénina del ruso León Tolstoi, El Primo Basilio del portugués Eça de Queirós e incluso Los pazos de Ulloa de Emilia Pardo Bazán.


La Regenta.
Por encima de las diversas etiquetas que la historia literaria le ha ido endosando -realista versus naturalista-, La Regenta pasa por ser la más rica y compleja novela española del siglo XIX. Leopoldo Alas, `Clarín`, sabe trazar un pormenorizado retrato de una ciudad de provincias, Vetusta, que, anclada en el más rancio pasado, es incapaz de prosperar a fuerza de bañarse en sus propias carencias.
Junto a la ciudad, sus habitantes, comparsas de un teatro de apariencias en el que nada es lo que parece.
Entre ellos, Ana Ozores y el Magistral, espíritus controvertidos que, creyéndose superiores al resto de sus paisanos, acabarán por caer en su mismo lodo.
La obra, exponente máximo del espíritu decadente finisecular, sigue siendo fuente de numerosos estudios y de las más variadas interpretaciones. Ha sido llevada al cine y a la televisión, lo que sin duda da fe de su vigencia.

Fuente: NN.

(Fragmento).

LA REGENTA
LEOPOLDO ALAS «CLARÍN»
— I —
La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras de todo se juntaban en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales temblorosos de los faroles, otras hasta los carteles de papel mal pegado a las esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso, y arenilla que se incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo.
Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica. —La torre de la catedral, poema romántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne, era obra del siglo diez y seis, aunque antes comenzada, de estilo gótico, pero, cabe decir, moderado por un instinto de prudencia y armonía que modificaba las vulgares exageraciones de esta arquitectura. La vista no se fatigaba contemplando horas y horas aquel índice de piedra que señalaba al cielo; no era una de esas torres cuya aguja se quiebra de sutil, más flacas que esbeltas, amaneradas, como señoritas cursis que aprietan demasiado el corsé; era maciza sin perder nada de su espiritual grandeza, y hasta sus segundos corredores, elegante balaustrada, subía como fuerte castillo, lanzándose desde allí en pirámide de ángulo gracioso, inimitable en sus medidas y proporciones. Como haz de músculos y nervios la piedra enroscándose en la piedra trepaba a la altura, haciendo equilibrios de acróbata en el aire; y como prodigio de juegos malabares, en una punta de caliza se mantenía, cual imantada, una bola grande de bronce dorado, y encima otra más pequeña, y sobre ésta una cruz de hierro que acababa en pararrayos.
Cuando en las grandes solemnidades el cabildo mandaba iluminar la torre con faroles de papel y vasos de colores, parecía bien, destacándose en las tinieblas, aquella romántica mole; pero perdía con estas galas la inefable elegancia de su perfil y tomaba los contornos de una enorme botella de champaña. —Mejor era contemplarla en clara noche de luna, resaltando en un cielo puro, rodeada de estrellas que parecían su aureola, doblándose en pliegues de luz y sombra, fantasma gigante que velaba por la ciudad pequeña y negruzca que dormía a sus pies.
Bismarck, un pillo ilustre de Vetusta, llamado con tal apodo entre los de su clase, no se sabe por qué, empuñaba el sobado cordel atado al badajo formidable de la Wamba, la gran campana que llamaba a coro a los muy venerables canónigos, cabildo catedral de preeminentes calidades y privilegios.
Bismarck era de oficio delantero de diligencia, era de la tralla, según en Vetusta se llamaba a los de su condición; pero sus aficiones le llevaban a los campanarios; y por delegación de Celedonio, hombre de iglesia, acólito en funciones de campanero, aunque tampoco en propiedad, el ilustre diplomático de la tralla disfrutaba algunos días la honra de despertar al venerando cabildo de su beatífica siesta, convocándole a los rezos y cánticos de su peculiar incumbencia.
El delantero, ordinariamente bromista, alegre y revoltoso, manejaba el badajo de la Wamba con una seriedad de arúspice de buena fe. Cuando posaba para la hora del coro —así se decía— Bismarck sentía en sí algo de la dignidad y la responsabilidad de un reloj.
Celedonio ceñida al cuerpo la sotana negra, sucia y raída, estaba asomado a una ventana, caballero en ella, y escupía con desdén y por el colmillo a la plazuela; y si se le antojaba disparaba chinitas sobre algún raro transeúnte que le parecía del tamaño y de la importancia de un ratoncillo. Aquella altura se les subía a la cabeza a los pilluelos y les inspiraba un profundo desprecio de las cosas terrenas.
—¡Mia tú, Chiripa, que dice que pué más que yo! —dijo el monaguillo, casi escupiendo las palabras; y disparó media patata asada y podrida a la calle apuntando a un canónigo, pero seguro de no tocarle.
—¡Qué ha de poder! —respondió Bismarck, que en el campanario adulaba a Celedonio y en la calle le trataba a puntapiés y le arrancaba a viva fuerza las llaves para subir a tocar las oraciones. —Tú pués más que toos los delanteros, menos yo.
—Porque tú echas la zancadilla, mainate, y eres más grande... Mia, chico, ¿quiés que l'atice al señor Magistral que entra ahora?
—¿Le conoces tú desde ahí?
—Claro, bobo; le conozco en el menear los manteos. Mia, ven acá. ¿No ves cómo al andar le salen pa tras y pa lante? Es por la fachenda que se me gasta. Ya lo decía el señor Custodio el beneficiao a don Pedro el campanero el otro día: «Ese don Fermín tié más orgullo que don Rodrigo en la horca», y don Pedro se reía; y verás, el otro dijo después, cuando ya había pasao don Fermín: «¡Anda, anda, buen mozo, que bien se te conoce el colorete!» ¿Qué te paece, chico? se pinta la cara.
Bismarck negó lo de la pintura. Era que don Custodio tenía envidia. Si Bismarck fuera canónigo y dinidad (creía que lo era el Magistral) en vez de ser delantero, con un mote sacao de las cajas de cerillas, se daría más tono que un zagal. Pues, claro. Y si fuese campanero, él de verdad, vamos don Pedro... ¡ay Dios! entonces no se hablaba más que con el Obispo y el señor Roque el mayoral del correo.
—Pues chico, no sabes lo que te pescas, porque decía el beneficiao que en la iglesia hay que ser humilde, como si dijéramos, rebajarse con la gente, vamos achantarse, y aguantar una bofetá si a mano viene; y si no, ahí está el Papa, que es... no sé cómo dijo... así... una cosa como... el criao de toos los criaos.
—Eso será de boquirris —replicó Bismarck.— ¡Mia tú el Papa, que manda más que el rey! Y que le vi yo pintao, en un santo mu grande, sentao en su coche, que era como una butaca, y lo llevaban en vez de mulas un tiro de carcas (curas según Bismarck), y lo cual que le iban espantando las moscas con un paraguas, que parecía cosa del teatro... hombre... ¡si sabré yo!
Se acaloró el debate. Celedonio defendía las costumbres de la Iglesia primitiva; Bismarck estaba por todos los esplendores del culto. Celedonio amenazó al campanero interino con pedirle la dimisión. El de la tralla aludió embozadamente a ciertas bofetadas probables pa en bajando. Pero una campana que sonó en un tejado de la catedral les llamó al orden.
—¡El Laudes! —gritó Celedonio,— toca, que avisan.
Y Bismarck empuñó el cordel y azotó el metal con la porra del formidable badajo.
Tembló el aire y el delantero cerró los ojos, mientras Celedonio hacía alarde de su imperturbable serenidad oyendo, como si estuviera a dos leguas, las campanadas graves, poderosas, que el viento arrebataba de la torre para llevar sus vibraciones por encima de Vetusta a la sierra vecina y a los extensos campos, que brillaban a lo lejos, verdes todos, con cien matices.
Empezaba el Otoño. Los prados renacían, la yerba había crecido fresca y vigorosa con las últimas lluvias de Septiembre. Los castañedos, robledales y pomares que en hondonadas y laderas se extendían sembrados por el ancho valle, se destacaban sobre prados y maizales con tonos obscuros; la paja del trigo, escaso, amarilleaba entre tanta verdura. Las casas de labranza y algunas quintas de recreo, blancas todas, esparcidas por sierra y valle reflejaban la luz como espejos. Aquel verde esplendoroso con tornasoles dorados y de plata, se apagaba en la sierra, como si cubriera su falda y su cumbre la sombra de una nube invisible, y un tinte rojizo aparecía entre las calvicies de la vegetación, menos vigorosa y variada que en el valle. La sierra estaba al Noroeste y por el Sur que dejaba libre a la vista se alejaba el horizonte, señalado por siluetas de montañas desvanecidas en la niebla que deslumbraba como polvareda luminosa. Al Norte se adivinaba el mar detrás del arco perfecto del horizonte, bajo un cielo despejado, que surcaban como naves, ligeras nubecillas de un dorado pálido. Un girón de la más leve parecía la luna, apagada, flotando entre ellas en el azul blanquecino.
Cerca de la ciudad, en los ruedos, el cultivo más intenso, de mejor abono, de mucha variedad y esmerado, producía en la tierra tonos de colores, sin nombre, exacto, dibujándose sobre el fondo pardo obscuro de la tierra constantemente removida y bien regada.
Alguien subía por el caracol. Los dos pilletes se miraron estupefactos. ¿Quién era el osado?
—¿Será Chiripa? —preguntó Celedonio entre airado y temeroso.
—No; es un carca, ¿no oyes el manteo?
Bismarck tenía razón; el roce de la tela con la piedra producía un rumor silbante, como el de una voz apagada que impusiera silencio. El manteo apareció por escotillón; era el de don Fermín De Pas, Magistral de aquella santa iglesia catedral y provisor del Obispo. El delantero sintió escalofríos. Pensó:
«¿Vendrá a pegarnos?»
No había motivo, pero eso no importaba. Él vivía acostumbrado a recibir bofetadas y puntapiés sin saber por qué. A todo poderoso, y para él don Fermín era un personaje de los más empingorotados, se le figuraba Bismarck usando y abusando de la autoridad de repartir cachetes. No discutía la legitimidad de esta prerrogativa, no hacía más que huir de los grandes de la tierra, entre los que figuraban los sacristanes y los polizontes. Se avenía a esta ley, cuyos efectos procuraba evitar. Si él hubiera sido señor, alcalde, canónigo, fontanero, guarda del Jardín Botánico, empleado en casillas, sereno, algo grande, en suma, hubiera hecho lo mismo ¡dar cada puntapié! No era más que Bismarck, un delantero, y sabía su oficio, huir de los mainates de Vetusta.
Pero allí no había modo de escapar. O tirarse por una ventana, o esperar el nublado. El caracol estaba interceptado por el canónigo. Bismarck no tuvo más recurso que hacerse un ovillo, esconderse detrás de la Wamba, encaramado en una viga, y aguardar así los acontecimientos.
Celedonio no extrañaba aquella visita. Recordaba haber visto muchas tardes al señor Magistral subir a la torre antes o después de coro.
¿Qué iba a hacer allí aquel señor tan respetable? Esto preguntaban los ojos del delantero a los del acólito. También lo sabía Celedonio, pero callaba y sonreía complaciéndose en el pavor de su amigo.
El continente altivo del monaguillo se había convertido en humilde actitud. Su rostro se había revestido de repente de la expresión oficial. Celedonio tenía doce o trece años y ya sabía ajustar los músculos de su cara de chato a las exigencias de la liturgia. Sus ojos eran grandes, de un castaño sucio, y cuando el pillastre se creía en funciones eclesiásticas los movía con afectación, de abajo arriba, de arriba abajo, imitando a muchos sacerdotes y beatas que conocía y trataba.
Pero, sin pensarlo, daba una intención lúbrica y cínica a su mirada, como una meretriz de calleja, que anuncia su triste comercio con los ojos, sin que la policía pueda reivindicar los derechos de la moral pública. La boca muy abierta y desdentada seguía a su manera los aspavientos de los ojos; y Celedonio en su expresión de humildad beatífica pasaba del feo tolerable al feo asqueroso.
Así como en las mujeres de su edad se anuncian por asomos de contornos turgentes las elegantes líneas del sexo, en el acólito sin órdenes se podía adivinar futura y próxima perversión de instintos naturales provocada ya por aberraciones de una educación torcida. Cuando quería imitar, bajo la sotana manchada de cera, los acompasados y ondulantes movimientos de don Anacleto, familiar del Obispo —creyendo manifestar así su vocación,— Celedonio se movía y gesticulaba como hembra desfachatada, sirena de cuartel. Esto ya lo había notado el Palomo, empleado laico de la Catedral, perrero, según mal nombre de su oficio. Pero no se había atrevido a comunicar sus aprensiones a ningún superior, obedeciendo a un criterio, merced al cual había desempeñado treinta años seguidos con dignidad y prestigio sus funciones complejas de aseo y vigilancia.
En presencia del Magistral, Celedonio había cruzado los brazos e inclinado la cabeza, después de apearse de la ventana. Aquel don Fermín que allá abajo en la calle de la Rúa parecía un escarabajo ¡qué grande se mostraba ahora a los ojos humillados del monaguillo y a los aterrados ojos de su compañero! Celedonio apenas le llegaba a la cintura al canónigo. Veía enfrente de sí la sotana tersa de pliegues escultóricos, rectos, simétricos, una sotana de medio tiempo, de rico castor delgado, y sobre ella flotaba el manteo de seda, abundante, de muchos pliegues y vuelos.
Bismarck, detrás de la Wamba, no veía del canónigo más que los bajos y los admiraba. ¡Aquello era señorío! ¡Ni una mancha! Los pies parecían los de una dama; calzaban media morada, como si fueran de Obispo; y el zapato era de esmerada labor y piel muy fina y lucía hebilla de plata, sencilla pero elegante, que decía muy bien sobre el color de la media.
Si los pilletes hubieran osado mirar cara a cara a don Fermín, le hubieran visto, al asomar en el campanario, serio, cejijunto; al notar la presencia de los campaneros levemente turbado, y en seguida sonriente, con una suavidad resbaladiza en la mirada y una bondad estereotipada en los labios. Tenía razón el delantero. De Pas no se pintaba. Más bien parecía estucado. En efecto, su tez blanca tenía los reflejos del estuco. En los pómulos, un tanto avanzados, bastante para dar energía y expresión característica al rostro, sin afearlo, había un ligero encarnado que a veces tiraba al color del alzacuello y de las medias. No era pintura, ni el color de la salud, ni pregonero del alcohol; era el rojo que brota en las mejillas al calor de palabras de amor o de vergüenza que se pronuncian cerca de ellas, palabras que parecen imanes que atraen el hierro de la sangre. Esta especie de congestión también la causa el orgasmo de pensamientos del mismo estilo. En los ojos del Magistral, verdes, con pintas que parecían polvo de rapé, lo más notable era la suavidad de liquen; pero en ocasiones, de en medio de aquella crasitud pegajosa salía un resplandor punzante, que era una sorpresa desagradable, como una aguja en una almohada de plumas. Aquella mirada la resistían pocos; a unos les daba miedo, a otros asco; pero cuando algún audaz la sufría, el Magistral la humillaba cubriéndola con el telón carnoso de unos párpados anchos, gruesos, insignificantes, como es siempre la carne informe. La nariz larga, recta, sin corrección ni dignidad, también era sobrada de carne hacia el extremo y se inclinaba como árbol bajo el peso de excesivo fruto. Aquella nariz era la obra muerta en aquel rostro todo expresión, aunque escrito en griego, porque no era fácil leer y traducir lo que el Magistral sentía y pensaba. Los labios largos y delgados, finos, pálidos, parecían obligados a vivir comprimidos por la barba que tendía a subir, amenazando para la vejez, aún lejana, entablar relaciones con la punta de la nariz claudicante. Por entonces no daba al rostro este defecto apariencias de vejez, sino expresión de prudencia de la que toca en cobarde hipocresía y anuncia frío y calculador egoísmo. Podía asegurarse que aquellos labios guardaban como un tesoro la mejor palabra, la que jamás se pronuncia. La barba puntiaguda y levantisca semejaba el candado de aquel tesoro. La cabeza pequeña y bien formada, de espeso cabello negro muy recortado, descansaba sobre un robusto cuello, blanco, de recios músculos, un cuello de atleta, proporcionado al tronco y extremidades del fornido canónigo, que hubiera sido en su aldea el mejor jugador de bolos, el mozo de más partido; y a lucir entallada levita, el más apuesto azotacalles de Vetusta.
Como si se tratara de un personaje, el Magistral saludó a Celedonio doblando graciosamente el cuerpo y extendiendo hacia él la mano derecha, blanca, fina, de muy afilados dedos, no menos cuidada que si fuera la de aristocrática señora. Celedonio contestó con una genuflexión como las de ayudar a misa.
Bismarck, oculto, vio con espanto que el canónigo sacaba de un bolsillo interior de la sotana un tubo que a él le pareció de oro. Vio que el tubo se dejaba estirar como si fuera de goma y se convertía en dos, y luego en tres, todos seguidos, pegados. Indudablemente aquello era un cañón chico, suficiente para acabar con un delantero tan insignificante como él. No; era un fusil porque el Magistral lo acercaba a la cara y hacía con él puntería. Bismarck respiró: no iba con su personilla aquel disparo; apuntaba el carca hacia la calle, asomado a una ventana. El acólito, de puntillas, sin hacer ruido, se había acercado por detrás al Provisor y procuraba seguir la dirección del catalejo. Celedonio era un monaguillo de mundo, entraba como amigo de confianza en las mejores casas de Vetusta, y si supiera que Bismarck tomaba un anteojo por un fusil, se le reiría en las narices.
Uno de los recreos solitarios de don Fermín De Pas consistía en subir a las alturas. Era montañés, y por instinto buscaba las cumbres de los montes y los campanarios de las iglesias. En todos los países que había visitado había subido a la montaña más alta, y si no las había, a la más soberbia torre. No se daba por enterado de cosa que no viese a vista de pájaro, abarcándola por completo y desde arriba. Cuando iba a las aldeas acompañando al Obispo en su visita, siempre había de emprender, a pie o a caballo, como se pudiera, una excursión a lo más empingorotado. En la provincia, cuya capital era Vetusta, abundaban por todas partes montes de los que se pierden entre nubes; pues a los más arduos y elevados ascendía el Magistral, dejando atrás al más robusto andarín, al más experto montañés. Cuanto más subía más ansiaba subir; en vez de fatiga sentía fiebre que les daba vigor de acero a las piernas y aliento de fragua a los pulmones. Llegar a lo más alto era un triunfo voluptuoso para De Pas. Ver muchas leguas de tierra, columbrar el mar lejano, contemplar a sus pies los pueblos como si fueran juguetes, imaginarse a los hombres como infusorios, ver pasar un águila o un milano, según los parajes, debajo de sus ojos, enseñándole el dorso dorado por el sol, mirar las nubes desde arriba, eran intensos placeres de su espíritu altanero, que De Pas se procuraba siempre que podía. Entonces sí que en sus mejillas había fuego y en sus ojos dardos. En Vetusta no podía saciar esta pasión; tenía que contentarse con subir algunas veces a la torre de la catedral. Solía hacerlo a la hora del coro, por la mañana o por la tarde, según le convenía. Celedonio que en alguna ocasión, aprovechando un descuido, había mirado por el anteojo del Provisor, sabía que era de poderosa atracción; desde los segundos corredores, mucho más altos que el campanario, había él visto perfectamente a la Regenta, una guapísima señora, pasearse, leyendo un libro, por su huerta que se llamaba el Parque de los Ozores; sí, señor, la había visto como si pudiera tocarla con la mano, y eso que su palacio estaba en la rinconada de la Plaza Nueva, bastante lejos de la torre, pues tenía en medio de la plazuela de la catedral, la calle de la Rúa y la de San Pelayo. ¿Qué más? Con aquel anteojo se veía un poco del billar del casino, que estaba junto a la iglesia de Santa María; y él, Celedonio, había visto pasar las bolas de marfil rodando por la mesa. Y sin el anteojo ¡quiá! en cuanto se veía el balcón como un ventanillo de una grillera. Mientras el acólito hablaba así, en voz baja, a Bismarck que se había atrevido a acercarse, seguro de que no había peligro, el Magistral, olvidado de los campaneros, paseaba lentamente sus miradas por la ciudad escudriñando sus rincones, levantando con la imaginación los techos, aplicando su espíritu a aquella inspección minuciosa, como el naturalista estudia con poderoso microscopio las pequeñeces de los cuerpos. No miraba a los campos, no contemplaba la lontananza de montes y nubes; sus miradas no salían de la ciudad.

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