lunes, 13 de abril de 2015

Valle - Inclán. Tirano Banderas. DARÍO VILLANUEVA


Valle - Inclán. Tirano Banderas. DARÍO VILLANUEVA
Han pasado ya más de setenta años desde la publicación de esta novela de Valle-Inclán, acaso la más innovadora de cuantas se hayan escrito en nuestra lengua a lo largo del primer tercio del siglo XX y la que sin duda ha ejercido mayor influencia en la narrativa hispanoamericana posterior, como modelo patrón de lo que se daría en llamar «novela de dictador», que tuvo, por caso, dignísimas herederas de Tirano Banderas en El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias, Yo, el Supremo de Augusto Roa Bastos, o en El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez.
En Valle-Inclán, que ya había viajado en 1892 al México descolonizado, influyó mucho menos el llamado «desastre del 98», cuyo centenario acabamos de conmemorar, que otros dos grandes momentos históricos de los que el escritor fue testigo de excepción: la primera guerra mundial, que vivió directamente en el frente de Verdún, comisionado por la agencia Prensa Latina y el periódico El Imparcial, y la consolidación institucional de la Revolución mexicana que tanto le impresionó en 1921 cuando su segundo viaje a aquella República como huésped de honor del general Obregón. Pocos intelectuales europeos, además, siguieron con mayor interés la trayectoria de la Revolución soviética. Todo ello influyó en el nuevo rumbo que su trayectoria literaria adquiere entre 1917, fecha de publicación de La media noche. Visión estelar de un momento de guerra, y 1924, año de la versión definitiva de su esperpento Luces de bohemia. Basta para justificar este quiebro la comparación entre la República imaginaria de Santa Trinidad de Tierra Firme en Tirano Banderas, novela de 1926 que don Ramón escribe bajo la égida del dictador Primo de Rivera y en la que los gachupines son cómplices abyectos de la tiranía, y el México de la Sonata de estío, publicada en 1903, adonde el marqués de Bradomín llega imbuido de sueños imperiales, recordando a Hernán Cortés, el «aventurero extremeño», y fingiendo desdén ante la belleza de la Niña Chole como su antepasado Gonzalo de Sandoval, fundador del reino de Nueva Galicia, lo había fingido ante sus prisioneras las princesas aztecas. Acaso por este desacompasado ciclo ideológico en relación con los demás escritores de su grupo generacional, Pedro Salinas pudo calificar a Valle-Inclán como «hijo pródigo del 98».
En una conversación con Gregorio Martínez Sierra publicada a finales de 1928, Valle explica uno de los elementos fundamentales para la concepción no sólo de Tirano Banderas sino también de El Ruedo Ibérico: «Creo que la novela camina paralelamente con la historia y los movimientos políticos. En esta hora de socialismo y comunismo, no me parece que pueda ser el individuo humano héroe principal de la sociedad, sino los grupos sociales. La historia y la novela se inclinan con la misma curiosidad sobre el fenómeno de las multitudes».
Tirano Banderas, la novela que Valle-Inclán prefería entre las suyas, es un modelo de construcción narrativa, fundamentada en una poética profundamente innovadora que se basa en la reducción temporal —«la angostura del tiempo», como la denominaba su autor—, el fragmentarismo de la acción, articulada a modo de secuencias o «estampas», e, incluso, la «visión estelar» que le permitía a Valle narrar acontecimientos simultáneos y por lo tanto de alcance supraindividual.
En cuanto a su protagonista, el título pudiera llevarnos a engaño, pues no se trata tanto de pintar a un tirano individual como denunciar la degradación de la persona por la tiranía. Ese afán de totalidad que singulariza a Valle le lleva a concebir una República imaginaria, la de Santa Trinidad de Tierra Firme, que quintaesenciase la América hispana mediante la concurrencia significativa de tres castas, cada una representada por tres individuos. Los insurgentes son criollos: Filomeno Cuevas, el doctor Sánchez Ocaña y Roque Cepeda, en quien Valle expresa su admiración por el personaje histórico de Francisco Madero. Frente a ellos, los despreciables gachupines: el embajador de España, el ricacho don Celes y el usurero Peredita. Y son indios, el revolucionario Zacarías el Cruzado, «el paria que sufre el duro castigo del chicote», en palabras del mismo Valle a Martínez Sierra, y Santos Banderas, el Tirano con rasgos no sólo de un autócrata, sino, como el novelista reveló en una carta a Alfonso Reyes, «del doctor Francia, de Rosas, de Melgarejo, de López y de don Porfirio», Porfirio Díaz contra el que luchó Madero.
Ese completo diseño social e histórico que deja al margen cualquier posible interpretación épica o individualista de la novela, alcanza también a la lengua, que es —cito de una carta valleinclaniana a Alfonso Reyes fichada en 1923— «una suma de todos los países de lengua española, desde el modo lépero al modo gaucho». En cierto modo se puede afirmar, por lo tanto, que Valle no escribe su Tirano Banderas en castellano ni en español, sino en una koiné hispánica de inabarcables fronteras, que van desde California a la Patagonia, a lo que hay que añadir, en esta como en otras obras de su autor; numerosos galleguismos léxicos y sintácticos, voces arcaicas y hablas jergales. Una lengua de todos que proclama el ideal de una comunicación democrática y universal, acorde con los estímulos ideológicos que la fascinante historia del primer tercio del siglo XX propiciaba. Una lengua que, a la vez y en asombroso sincretismo, aporta toda una interpretación estética y filosófica de la realidad.
Se ha advertido en la articulación secuencial de sus «estampas» ciertas influencias cinematográficas en Tirano Banderas, novela que sería finalmente llevada al cine por José Luis García Sánchez en 1993. Efectivamente, Valle-Inclán creía ya en las posibilidades estéticas y expresivas del llamado séptimo arte. Al mismo tiempo que denunciaba la profunda crisis en que el teatro estaba sumido y afirmaba que «si Lope de Vega viviese hoy, lo más probable es que no fuese autor dramático, sino novelista», definía el cine con estas encendidas palabras en una entrevista con el periodista «El Caballero Audaz» fechada en 1928: «Ése es el teatro nuevo, moderno. La visualidad. Más de los sentidos corporales; pero es arte. Un nuevo arte. El nuevo arte plástico. Belleza viva». El ejemplo de Valle-Inclán es sumamente representativo en cuanto a un proyecto experimental de aprovechamiento y fusión de teatro, narración novelesca y cine, y en ese sincretismo puede residir, en gran medida, el aura de modernidad que su obra literaria en general, y Tirano Banderas en particular, conserva hasta hoy.
A lo largo de las páginas de Tirano Banderas el tiempo se va plasmando en múltiples enclaves especiales de Santa Fe de Tierra Firme: el cuartel del Presidente y su cárcel de Santa Mónica; el Casino Español y la redacción del periódico que define los intereses de sus socios gachupines; el Circo Harris y el burdel de la Cucarachita; la legación española y la embajada inglesa... Así podemos percibir en profundidad, y con un marcado propósito de contrastación dialéctica entre las distintas clases sociales y posturas individuales, cómo se va preparando la rebelión del pueblo contra la tiranía, cuáles son los agravios que aquél padece y las añagazas que ésta y sus aliados oponen al triunfo de la causa justa. Valle-Inclán está inventando la técnica más idónea a tal propósito. Siete años después, por ejemplo, André Malraux hará uso de ella en La Condition Humaine para narrar el ímpetu colectivo, unánime y simultáneo de los revolucionarios en China.

domingo, 12 de abril de 2015

Virginia Woolf contra el "Ulises", de Joyce .


Virginia Woolf contra el "Ulises", de Joyce

Miércoles, 16 de agosto de 1922
Debiera estar leyendo el Ulises y formulando mis argumentaciones en pro y contra. Por el momento, he leído doscientas páginas, que ni siquiera representan la tercera parte [...] Ulises me parece el libro propio de un analfabeto, un libro carente de desarrollo; la obra de un obrero autodidacta, y todos sabemos cuán lamentables son esas obras, cuán egotistas, cuán insistentes, cuán primarias, crudas y, en última instancia, nauseabundas. Cuando se puede comer carne guisada, ¿a santo de qué comerla cruda?

Miércoles, 6 de septiembre de 1922
[...] He terminado el Ulises y creo que es una obra fallida. A mi juicio, no le falta talento, pero de baja estofa. El libro es difuso. Es enmarañado. Es pretencioso. Es de baja ralea, no sólo en el sentido evidente, sino también en la acepción literaria. Con ello quiero decir que un escritor de primera fila siente por la literatura un respeto tal que le impide servirse de trucos; de sorpresas; de hacer payasadas. Me recuerda constantemente a un colegial con tendencia al comportamiento brutal, rebosante de ingenio y capacidad, pero tan pendiente de sí mismo, tan egotista, que pierde la cabeza y se convierte en un ser extravagante, amanerado, vocinglero, torpón, y consigue que las personas amables le tengan lástima, y que las personas severas se irriten; y una tiene esperanzas de que todo lo anterior le pasará cuando crezca; pero como sea que Joyce tiene cuarenta años, no parece probable que así ocurra. No lo he leído cuidadosamente; y sólo una vez; y es muy oscuro; por lo tanto seguramente he dejado de percibir sus méritos en una proporción superior a la justa.

Jueves, 7 de septiembre de 1922
Después de haber escrito lo anterior, L. me ha dado una crítica muy inteligente del Ulises, aparecida en el Nation norteamericano; que por primera vez analiza el significado; y ciertamente consigue que el libro sea mucho más impresionante de lo que yo creía. De todas maneras sigo creyendo que en las primeras impresiones se da siempre cierto valor y contienen una verdad duradera; en consecuencia, no me desdigo.

VIRGINIA WOOLF, Diario de una escritora, Ediciones y Talleres de Escritura Creativa Fuentetaja, Madrid, 2003, págs. 71-74. Traducción de Andrés Bosch.
http://www.fuentetajaliteraria.com/catalogo/libro.php?id=17

sábado, 11 de abril de 2015

William Shakespeare. El Rey Lear.


El Rey Lear, ya muy viejo, decide dejar la dirección de su reino en sus tres hijas, para así poder vivir tranquilo sus últimos días. Pero pronto se sentirá amenazado por ellas viéndose absolutamente abandonado. Sólo algunos fieles al rey intentarán devolver el reino a su antiguo propietario.

Describe las consecuencias de la irresponsabilidad y los errores de juicio de Lear, dominador de la antigua Bretaña, y de su consejero, el duque de Gloucester. El trágico final llega como resultado de entregar el poder al hijo malvado y no al bondadoso. Como contrapunto, la hija, Cordelia, pone de manifiesto un amor capaz de redimir el mal por el bien, pero ella muere en un final sobrecogedor. La idea de que el mal se destruye a sí mismo, sin embargo, se ve reforzada por el funesto destino de las hermanas de Cordelia y del oportunista hijo bastardo del conde de Gloucester.
El rey Lear (The King Lear) es una de las principales tragedias de William Shakespeare, fue escrita en su segundo periodo, comenzada en 1605 y representada a finales de 1606. Su fuente principal es la Historia Regum Britanniae escrita hacia 1135 por Godofredo de Monmouth y de raíz netamente céltica.Entre las grandes tragedias de Shakespeare, El rey Lear aparece, en palabras de Shelley, como `el ejemplo más perfecto de arte dramático`. Escrita hacia 1605, en plena madurez creativa del autor, esta obra constituye una intensa y cruel expresión de la presencia del mal en el mundo, una manifestación cercana al absurdo del desorden y la violencia que impregnan la realidad.
Fuente: N.N.
***
El Rey Lear.

Fuentes:
The Rey Lear fue escrita por William Shakespeare entre 1603 y 1606. Para su redacción, el autor se basó en obras anteriores que todavía circulaban a principios del siglo XVII. Dos de ellas son la Historia Regum Brittaniae, escrita en latín por el clérigo Geoffrey de Monmouth (siglo XII) y  La Reina de las Hadas, poema épico atribuido a Edmund Spencer (autor del siglo XVI).

De cualquier modo, la versión de Shakespeare es superadora de las anteriores ya que presenta la locura de Lear como resultado de sus sufrimientos y, además, inventa una historia paralela (la de Gloucester).

 Curiosidades de su representación:

Muchos directores teatrales, a lo largo de la historia, modificaron el guión y le dieron un final feliz, por considerar que el mensaje pesimista de la obra no podía resultar soportable para el público de la época. Así, por ejemplo, Nahum Tate, en 1681, aporta una historia de amor entre Cordelia y Edgar, que sirve para justificar la negativa de la hija a responder la pregunta de su padre al comienzo de la obra. Esta versión fue muy exitosa. Recién en 1838, Macready recupera el texto original casi en su totalidad.

Palabra y realidad.

Tanto Lear como Gloucester modifican radicalmente, a través de su experiencia, su concepto inicial de la relación entre las palabras y la realidad (entre lo que se dice y las intenciones que subyacen al discurso). La situación desencadenante  de los acontecimientos en ambos casos tendrá como núcleo significativo la errónea interpretación por parte de Lear y Gloucester de las palabras de sus hijos.

La palabra “Naturaleza” en la obra.

“Naturaleza” es una de las palabras claves de la obra.  Por ejemplo, para Gloucester y Lear la “naturaleza” representa el requerimiento mutuo de protección entre padres e hijos. En este sentido, recordemos las palabras de Gloucester en la segunda escena del acto inicial: “Estos últimos eclipses de sol y de luna no nos presagian nada nuevo…la naturaleza se encuentra azotada por los efectos que le siguen. El amor se enfría, la amistad cesa, se enfrentan los hermanos…y el vínculo se rompe entre el hijo y el padre. Edmund, procede con Cautela…” (leer el pasaje en su totalidad). Si bien él está aplicando esta visión al hijo equivocado, los síntomas y el diagnóstico son correctos. Lo que él tipifica en los eclipses de sol y de luna , que podrían ser elementos de la naturaleza subvertidos (anunciadores de catástrofes), se refieren a Edmund , aunque él, con un grado de ignorancia semejante al de Lear, los atribuye a Edgar.                                                                                                                                                                                        Edmund se burla de la opinión de su padre: “De aquí la excelente estupidez del mundo, que, cuando nos hallamos mal con la fortuna, lo cual acontece con frecuencia por nuestra propia falta, hacemos culpables de nuestras desgracias al sol, a la luna a y a las estrellas como si fuésemos villanos por conjunción celeste: …ladrones y traidores por el predomino de las esferas…”. Aquí queda, entonces, planteada la oposición entre la “predestinación” y el “libre albedrío”. Dentro del concepto de predestinación (representado por Gloucester), las catástrofes naturales o la subversión de un supuesto orden indican un destino adverso o la aparición de grandes peligros y demás. Dentro de la concepción de Edmund, el libre albedrío sería lo que impera. Para él, el hombre es capaz de vencer los designios de la naturaleza.

En términos más sencillos: para Gloucester, el destino es lo único que rige; para Edmund, la voluntad individual del ser humano es lo que puede solucionarlo todo. Shakespeare nos quiere dar a entender que ambas posturas son erróneas.

Es interesante señalar que Gloucester, con la idea de la predestinación, adhiere una creencia del hombre como algo instituido desde afuera, más allá del accionar del individuo. Mientras que, para Edmund, la injerencia del individuo y su voluntad de torcer los destinos parecería implicar que la ruptura del orden es lo que puede mejorar la condición humana.

Para sintetizar, los dos conceptos básicos de naturaleza que se presentan en la obra son: la naturaleza como orden establecido y la naturaleza como voluntad individual.  

Fuentes;

-clases teóricas dictadas por la prof. Laura Cerrato en la Cátedra de Literatura Inglesa, UBA.

-William Shakespeare, El Rey Lear, Editorial Cátedra.

A continuación les presento una síntesis de un artículo sobre la obra:



EL REY LEAR: la Naturaleza como medida de todas las cosas.



(El siguiente estudio se basa, principalmente, en el análisis exhaustivo de la segunda escena del tercer acto.  Allí Lear increpa a los elementos de la naturaleza).

Si bien tenemos pocos detalles de su vida –por algo se lo conoció como “el hombre de hierro de la literatura”-, sospechamos que Shakespeare habría conocido la obra de Thomas Harriot, un matemático y astrónomo que  investigó las creencias y costumbres de tribus amerindias.                                                                                                                                                                                                  Es altamente probable que, a partir de estos estudios, haya tomado nuestro dramaturgo la idea de la Naturaleza como una entidad en sí misma, en contraste con el hombre, con la sociedad y cultura humanas, e incluso con D´s.

Este concepto de la naturaleza como un poder impersonal con sus propias leyes y rituales, parecería ser el que subyace en la El Reay Lear.  Pienso que la utilización de este concepto podría ser la razón de que Lear acabe convirtiéndose en una tragedia tan indigerible, pues ¿no son las normas de la Naturaleza a menudo tan aparentemente despiadadas, indigeribles, insoportables para los hombres? (Acto III, Esc 2, versos 45-48: “Desde que soy hombre/ tal cortina de fuego y estallido de truenos,/ tales gemidos de rugiente viento y lluvia, no/ recuerdo haber oído. La naturaleza humana no puede soportar/ ni la aflicción ni el miedo”.

Tengamos en cuento que el autor nos sitúa, más que en ninguna otra de sus obras, en un tiempo tan remoto como indeterminado, sin duda profundamente naturalista.

Shakespeare nos presenta una obra que podríamos clasificar como indigerible e incalificable, perturbadora de la imaginación del hombre desde entonces hasta nuestros días. Pues, en su centro, hay una Naturaleza que no se puede llenar con nada humano ni, para el público europeo, divinamente reconocible, donde el hombre, Lear, por mucho que grite e increpe, no dice nada y sólo invoca una nada anticipada y epilogada en el primer y último silencio de Cordelia, y, desde luego, en la muerte de tantos personajes. Una nada por la que campa a sus anchas la aparente gratuidad de tanto sufrimiento, provocada por la cadena de errores de juicio, por el exceso de amor y su ausencia, que configuran la historia, pero que en el fondo, tiene sentido porque la Naturaleza es así, de designios inescrutables a los cuales hay que someterse, como posteriormente a ella serán los del Dios del mundo civilizado. Pero claro, ¿quién, en tiempos de Shakespeare o anteriores, se había atrevido a mirarle a la cara a semejante verdad y exponerla a la luz pública, popular? ¿Y cuánto tiempo se ha tardado, después de él, en hacerlo? Si hubo incluso que cambiarle el final a la obra durante tantos años.

Por esto es la Naturaleza, en mi opinión, el gran tema de la obra.  El caos de muertes en que se sume la obra debido a la cadena de errores de juicio de los personajes tiene su punto de inflexión en la invocación que Lear hace a los dioses Naturales en el páramo. Al más puro estilo indígena, la tormenta posee a Lear como en un ritual (segundo fragmento escogido, cuando Lear habla de la “una tormenta en mi espíritu…”), y se consuma la ley más natural de todas: la muerte, barriendo a unos y otros, malvados e inocentes. Es la ley natural.

En los actos centrales de la obra, del II al IV, la acción queda en cierto modo relegada a un segundo plano, es escasa y el autor se centra en el drama interno de Lear, especialmente a partir del acto III cuando nos encontramos en el páramo. Es en ese lugar, durante la tormenta, que Lear sufre su transformación interior, en especial desde que se refugia en el caseto y la tormenta pasa a estar dentro de él (“una tormenta en mi espíritu…”, III, iv, 12). E, igual que la locura, reestablece la razón en Lear y la ceguera la capacidad de visión en Gloucester, la tormenta restaura el mundo. La Naturaleza no fuerza a todas las cosas de vuelta a su lugar sino que arrasa indiscriminadamente con todo (ya nos lo había avisado el Bufón: “He aquí una noche que no se compadece ni del sabio ni del loco”), dejando a su paso un escenario cubierto de cadáveres y unos desangelados supervivientes que han perdido la fe pero que deben seguir adelante porque es condición de vida hacerlo.
http://campus.belgrano.ort.edu.ar/lengua/articulo/419816/el-rey-lear-analisis-

viernes, 10 de abril de 2015

Hermann Hesse. Estudios sobre Literatura. DOSTOIEVSKI.


Hermann Hesse. Estudios sobre Literatura. DOSTOIEVSKI.
Dostoievski
 1821-1881


Sobre Dostoievski no hay nada nuevo que decir. Lo que puede decirse de inteligente y acertado sobre él, ya ha sido dicho, fue todo una vez nuevo e ingenioso y ya está pasado, mientras que la figura querida y terrible del escritor se nos aparece siempre rodeada de misterio y enigma cuando en momentos de desamparo y recogimiento acudimos a él.
El burgués que lee «Crimen y castigo» y que echado en el sofá extrae un agradable escalofrío de este mundo fantasmagórico, no es el verdadero lector de este escritor, tan poco como el erudito y sabio que admira la sicología de sus novelas y escribe buenos ensayos sobre su visión del mundo. Tenemos que leer a Dostoievski cuando nos sentimos afligidos, cuando hemos sufrido hasta el límite de nuestra capacidad de sufrimiento y cuando sentimos la vida como una sola herida ardiente abrasadora, cuando respiramos desesperación y hemos padecido muertes de desesperanza. Entonces, cuando miramos desde la miseria la vida, solitarios y paralizados y ya no la comprendemos en su crueldad salvaje y hermosa, y ya no queremos nada de ella, entonces estamos abiertos a la música de este poeta terrible y espléndido. Entonces ya no somos espectadores, no somos sibaritas ni jueces, somos hermanos pobres entre todos los pobres diablos de sus obras, padecemos sus sufrimientos, contemplamos con ellos, fascinados y sin aliento, el torbellino de la vida, el molino eternamente moledor de la muerte. Y entonces oímos también la música de Dostoievski, su consuelo, su amor, sólo entonces experimentamos el maravilloso sentido de su mundo aterrador y, a menudo, tan infernal.
Dos fuerzas son las que nos conmueven en estas obras; del ir y venir y del contraste de dos elementos y polos opuestos crece la profundidad mítica y la impresionante amplitud de su música.
Uno es la desesperación, el sufrimiento del mal, la aceptación y el no oponer resistencia a toda la cruel y sangrienta brutalidad y ambigüedad del ser humano. Hay que padecer esa muerte, hay que pasar por ese infierno antes de que nos pueda alcanzar realmente la otra voz, la voz celestial del maestro. La premisa es la sinceridad, el descaro de la confesión de que nuestra existencia y humanidad son un asunto mísero, dudoso y quizás desesperado. Tenemos que habernos entregado al sufrimiento y a la muerte, toda la mueca terrible de la verdad desnuda tiene que haber helado nuestros ojos antes de poder entender la profundidad y verdad de la otra voz.
La primera voz afirma la muerte, niega la esperanza, renuncia a todos los eufemismos y alivios ideológicos y poéticos con los que acostumbramos a dejarnos engañar por poetas agradables sobre el peligro y el espanto de la existencia humana. La segunda voz sin embargo, la auténticamente celestial de esta obra literaria, nos muestra en el otro lado celeste un elemento distinto a la muerte, otra realidad, otra esencia: la conciencia del hombre. Es posible que toda vida humana sea guerra y dolor, infamia y atrocidad, pero además existe otra cosa: la conciencia, la capacidad del hombre de enfrentarse a Dios. La conciencia nos conduce también, a través del dolor y la angustia conduce a la miseria y la culpa, pero conduce fuera del absurdo solitario, insoportable, nos conduce a relaciones con el sentido, la esencia y la eternidad. La conciencia no tiene nada que ver con la moral, con la ley, puede llegar a establecer con ellas los antagonismos más terribles y mortales, pero es infinitamente fuerte, más que la inercia, que el egoísmo, que la vanidad. Muestra siempre, aun en la más profunda miseria, en la última confusión, un estrecho camino abierto, no de vuelta al mundo consagrado a la muerte, sino por encima de él hacia Dios. Y el camino que conduce al hombre a su conciencia es difícil, casi todos viven siempre contra esa conciencia, se resisten, se cargan más y más, perecen de una conciencia asfixiada, pero a cada uno se le ofrece abierto más allá del sufrimiento y la desesperación, el callado camino que da sentido a la vida y hace ligera la muerte. Uno tiene que luchar y pecar contra su conciencia hasta haber pasado todos los infiernos y haberse manchado con todas las atrocidades, para por fin con un suspiro comprender el error y vivir la hora de la transformación. Otros viven con su conciencia en buena amistad, seres raros, felices e inocentes, y les suceda lo que les suceda, todo les afecta sólo desde fuera, nunca les llega al corazón, siempre permanecen puros, la sonrisa no desaparece de su rostro. Uno de esos seres es el príncipe Mishkin.
Esas dos voces, esas dos enseñanzas las he escuchado en Dostoievski en los tiempos en que fui un buen lector de sus libros, en las horas en que la desesperación y el sufrimiento me habían preparado. Hay un artista con el que he experimentado algo parecido, un músico al que no amo ni quiero escuchar siempre, así como tampoco quisiera leer siempre a Dostoievski. Es Beethoven. El tiene ese conocimiento de la dicha, la sabiduría y la armonía que no encontramos en caminos fáciles, que sólo resplandecen en caminos que bordean los abismos, que no alcanzamos con una sonrisa sino solamente con lágrimas, agotados por el sufrimiento. En sus sinfonías, en sus cuartetos hay pasajes donde entre tanta miseria y desamparo brilla algo infinitamente conmovedor, ingenuo y delicado, una intuición del misterio, una seguridad de salvación. Estos pasajes los encuentro de nuevo en Dostoievski.
(1925)

jueves, 9 de abril de 2015

Hermann Karl Hesse. Escritos sobre Literatura.


Hermann Karl Hesse (Calw, Wurtemberg, Imperio alemán, 2 de julio de 1877 – Montagnola, Cantón del Tesino, Suiza, 9 de agosto de 1962) fue un escritor, poeta, novelista y pintor alemán, naturalizado suizo en mayo de 1924.

De personalidad difícil y un tanto huraña, Hesse trabajó como librero mientras desarrollaba su carrera literaria, donde su primer éxito fue `Damien` (1919), obra que ya deja entrever una de las constantes en su obra: el desarrollo del individuo y la rebelión frente a la sociedad mancomunada.

Debido a sus numerosos viajes a la India, donde su padre era misionero, la cultura oriental influyó de manera decisiva en su obra posterior, sobre todo en uno de sus libros más importantes, `Siddartha` (1922), en el que se trata la vida de Buda.

A partir de su condena a la participación de Alemania en la I Guerra Mundial, Hesse optó por exiliarse a Suiza debido al ostracismo al que fue sometido por todo su entorno, siendo allí donde escribió su obra más influyente: `El lobo estepario` (1927).

Hesse recibió el Premio Nobel de literatura en 1946, tres años después de la que sería su último libro: `El juego de abalorios`. A partir de esa fecha, apenas publicó nada más que algunos poemarios de carácter nostálgico y oscuro.

Murió en Montagnola, Suiza, a los 85 años de edad.

***

Esta segunda parte de Escritos sobre literatura reúne un amplio conjunto de comentarios en torno a autores y obras significativos para la historia de la cultura y de la literatura.
En opinión del gran novelista, «los juicios sólo son valiosos cuando aprueban», las críticas que desembocan en descalificaciones personales «son la quintaesencia de la falsedad y la mentira».
A lo largo del volumen se suceden las glosas y apuntes de todas las épocas y civilizaciones: Desde los místicos alemanes de la Edad Media a Peter Weiss pasando por Alejandro Dumas, Gustave Flaubert, Proust, Hemingway y otros muchos grandes escritores y pensadores de la Historia.
Fuente: N.N.

miércoles, 8 de abril de 2015

Algunas especulaciones sobre lo kafkiano. A Laurent.

Algunas especulaciones sobre lo kafkiano

Algunas especulaciones sobre lo kafkiano.
"Moles de piedra, de un negro azulado, se acercaban en cuñas hasta el mismo tren; se asomaba uno por la ventanilla y buscaba inútilmente las cumbres: allí se abrían valles oscu-ros, angostos, desganados, y uno indicaba con el dedo la di-rección en que se perdían; allí venían anchos ríos correntosos que de prisa se precipitaban en forma de grandes olas, sobre el quebrado cauce y, arrastrando en su seno mil olitas espu-mosas, se volcaban bajo los puentes que el tren cruzaba, tan cerca, que el rostro se estremecía al hálito de su frescura", ¡Es quizás esta visión desolada la del paraíso entrevisto por Kafka, ese paraíso al que Karl Rossmann, el héroe de América, se resiste tan empeñosamente en penetrar, a pesar de desearlo con tanta ansiedad? ¿o quizá fuera aquel casti-llo "que se destacaba con limpieza allí arriba en el aire lumi-noso; la nieve, que se extendía por todas partes en fina capa, revelaba claramente el contorno (...) en la montaña, todo tenía un aspecto despejado, todo subía con libertad en el aire, o al menos eso parecía desde aquí"?
Desde la muerte de Franz Kafka, un 3 de julio de 1924, muchas han sido las interpretaciones posibles de sus obras. En los primeros momentos del impacto de su publicación se destacaron las que veían en K. un arquetipo del hombre en lucha contra un sistema, Lucha estéril y sin esperanzas que hizo que los seudomarxistas la consideraran como "de pe-queño burgués angustiado". "Dónde estaba el juez que nunca había visto? ¿Dónde estaba el Alto Tribunal al cual nunca había llegado? (...) uno de los señores cogió la garganta a K. y el otro le clavó el cuchillo a la altura del corazón, repitiendo dos veces más la operación."
No faltaron las explicaciones médicas y psicológicas, unas que correlacionan el largo proceso de su enfermedad (No podía contener sus resoplidos y, de vez en cuando, tenía que pararse a descansar. Nadie lo corría" ), sobre todo en el análisis de La metamorfosis, con la lenta agonía de K., otras que ven en la interrelación padre-hijo la suma de todas las obsesiones y complejos en esos mismos personajes ("... te encontrabas enteramente absorto en el negocio, te dejabas ver sólo una vez por día, causándome así una impresión tan honda, que apenas llegó a disminuir alguna vez con la costumbre"), y que tan bien queda explicitada en Carta al padre.
Es indudable que el carácter común de todas estas inter-pretaciones, hasta las más opuestas, consiste en hacer de las obras de Kafka "novelas en clave", buscando en ellas motiva-ciones religiosas, ontológicas, sociales y mitológicas.
Es innegable que en la obra de Kafka hay un condimento religioso, no cabe duda que su sentimiento de la existencia tiene ciertas analogías con el pensamiento de Kierkegaard; pero su obra no puede reducirse a ser función de estas tesis, o de otras. Una novela no es una idea abstracta oscurecida con metáforas, es un mito revelador, nos arroja una nueva visión del mundo, una nueva forma de sentir lo maravilloso y lo cotidiano.
En esta sociedad deshumanizada, el hombre, despojado de su particularidad, deviene una cosa impersonal y fantástica. Pero esa unidad de  la creación poética y la vida no surgen por expresarse con los mismos materiales, sino porque engendran y expresan las mismas reacciones. El mundo externo e interno de Kafka son uno solo: cuando él nos habla de otro mundo deja entrever que ese otro mundo está en éste. Porque lo que le falta al mundo es también el mundo, se expresa por su negación. "Yo he asumido intensamente la negatividad de mi tiempo, que además me es muy cercano, y que no tengo derecho a combatir, pero que en cierta medida tengo el de-recho de representar."

Kafka no es ni un desesperado ni un revolucionario, es un testimonio iluminador. Su obra es una lucha sin esperanzas. Su única salida era penetrar en la muerte, abandonando así su particularidad. "Será a la muerte a quien me confiaré. Resto de una creencia. Retorno al padre Gran día de reconciliación." Él, que pudo a su vez ser "padre" por medio del matrimonio, no aceptó serlo, de alguna manera no podía ser "un nuevo origen de generaciones".
Toda su obra es una clara búsqueda de hallar un sentido a la vida, él que era "más extranjero que un extranjero". Un miembro del gheto judío de Praga, obligado a expresarse en alemán, enfermo –lo que lo marginaba de la vida–, perdido entre el cielo y la tierra, desgajado de su contexto. Judío ais-lado de su comunidad, pero que siente la nostalgia de ella, la "ausencia del suelo, del aire, de la ley". Así como K. desea aferrarse a una comunidad, penetrar en la "Gracia" en un sentido teológico. Así –como lo expresa Max Brod–, El proceso y El castillo serían la Justicia y la Gracia que la Divinidad nos ofrece. "¿Hasta cuánto soportarás el silencio de la pe-rrada? ¿Hasta cuánto lo soportarás? Esta es la pregunta vital, más allá de todas las otras."
Ese silencio, ese silencio que la Cábala define como la voz de Dios, ese silencio que es una respuesta, genera una actitud común que en Kafka se expresa a través del prisma de su talento; la angustia, esa angustia que nos arrastra a la muerte, pero que nos permite la lucidez necesaria coma para disec-cionar el proceso, como un médico que busca el secreto de la vida entre la carroña y los gusanos de la muerte.
Kafka no es un escritor "negro". Este hombre desespe-rado y solitario aspira a la normalidad con todas sus fuerzas, no quiere ser excluido de la "perrada". El conflicto con el padre, no necesariamente es una muestra de las tesis del psi-coanálisis, ya que, además de prefigurar los conflictos internos posteriores, resume en general la visión de una sociedad represiva y alienante, que ahoga al individuo. Es así que confiesa a Brod su proyecto de titular a toda su obra "Ten-tativa de evadirse de la esfera paterna", pero donde "esfera paterna" representaría en verdad a la  sociedad y la religión, mejor dicho a nuestras concepciones  alienantes de la sociedad y la religión.

Su obra y su vida; inextricablemente ligadas, son un canto desesperado de amor y temor, de rebelión y de angus-tia. La fuerza y la trascendencia de Kafka deben buscarse en haber hallada una técnica para expresar y traducir en forma literaria esa angustia. "El deseo de muerte es uno de los primeros indicios que empezamos a discernir. Esta vida nos parece intolerable, la otra inaccesible. Ya no se siente vergüenza de querer morir; se implora desde la vieja celda que se odia, ser trasladado a otra nueva, que tendremos todavía que aprender a odiar."
Dentro de este universo kafkiano surge un solo perso-naje unificador de esta realidad, intercesor entre el poder (¿Dios quizá?) y el mundo: la mujer. A ella se aferra ambigua y simbólicamente; en Kafka el enfrentamiento de dos tesis filosóficas –trascendencia o inmanencia es un drama que debe vivirse con pleno desgarramiento. Leni, la enfermera del abogado de El proceso, y Frieda, la cantinera del mesón de los señores, en El castillo, representan perfectamente este poder mediador. K. soportará todas las humillaciones, pero se aferrará a ellas con uñas y dientes, única esperanza de redención, recuperación quizá de ese período de Gracia que precedió a la Caída, ejemplificado por esa misma mujer: diosa-madre-amante. En verdad, lo que separa a Tito de Berenice es todo el peso del mundo, que se hunde en las más profundas raíces del pasado.
Kafka es así una especie de Mesías negativo que revela el desorden íntimo y absurdo del mundo. "La vida se reduce a no ser más que simple existencia; no hay más drama ni lucha, sino simplemente usura de la materia, caducidad." Y así hasta la muerte, asesinado por la ausencia de Dios.
Tal es el mundo interior de Kafka y sus ambigüedades. No es optimista, porque no ve ni muestra los medios para cambiar al mundo extirpando las raíces de la alienación. Tampoco es pesimista. "Yo lucho, nadie lo sabe", escribe en sus Diarios. El héroe de El proceso no se detiene hasta encontrar al juez y el de El castillo nunca ceja en su bús-queda. Sólo en la creación artística, en la construcción de! mito, Kafka intenta liberarse de las ambigüedades de este mundo. Su técnica: el arte, la creación, de hecho un desafío a la muerte. Todo artista es, a su manera, un deicida.

“No es necesario que salgas de casa. Quédate en tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. Ni siquiera esperes, quédate solo y en silencio. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar; no puede dejar de hacerlo, se prosternará extático a tus pies."

A. LAURENT

lunes, 6 de abril de 2015

Julio Verne. Veinte mil leguas de viaje submarino.


Julio Verne nació en Nantes el 8 de febrero de 1828. Se escapó de su casa a la edad de 11 años para ser grumete y más tarde marinero, pero, prontamente atrapado y recuperado por sus padres, fue llevado de nuevo al hogar paterno en el que, en un furioso ataque de vergüenza por lo breve y efímero de su aventura, juró solemnemente (para fortuna de sus millones de lectores) no volver a viajar más que en su imaginación y a través de su fantasía.
Una promesa que mantuvo en más de ochenta libros que, según un informe públicado a principios de 1972 por la prestigiosa revista francesa Paris Match como resultado de una investigación realizada por la UNESCO, han sido traducidas a 112 idiomas, lo que coloca a Verne en segundo lugar en la lista de vendedores de éxitos detrás de otro autor de producción más reducida pero mucho más densa (Karl Marx, traducido a 133 idiomas).
Su adolescencia transcurrió entre continuos enfrentamientos con su padre, a quien las veleidades exploratorias y literarias de Julio le parecían el todo ridículas, y los continuos desaires de su prima Caroline, que sumen al joven Julio en profundas crisis de melancolía. Al fin consigue trasladarse a París donde empieza a codearse con lo más granado de la intelectualidad del momento, Victor Hugo, Eugenio Sue, etc., y consigue la amistad y protección de los Dumas, padre e hijo. En 1850 acaba sus estudios de derecho y su padre le conmina a volver a Nantes. Pero Julio se resiste, afirmándose en su decisión de hacerse un profesional de las letras.
Es por esta época cuando Verne, influenciado por las increíbles cotas que alcanzaban por aquel entonces ciencia y técnica, concibe el proyecto de crear la literatura de la edad científica, vertiendo todos estos conocimientos en relatos épicos, ensalzando el genio y la fortaleza del hombre en su lucha por dominar y transformar la naturaleza Pero antes está la necesidad de comer y vestirse. Para conseguir el dinero que le es necesario, una vez que su padre le cortó el suministro del mismo, se centra en el teatro y en operetas, de calidad y éxito irregulares, pero en cualquier caso un trabajo agotador e insatisfactorio, puesto que le roba el tiempo necesario para el estudio de esas ciencias que tanto admira.
En 1856 conoce a Honorine de Vyane, con la que se casa en 1857 tras establecese en París como agente de bolsa. Su carrera como tal no le resultó en absoluto satisfactoria, y así Verne siguió el consejo de un amigo, el editor P. J. Hetzel, quien será su editor in eternum, y convirtió un relato descriptivo de Africa en la que sería la novela. CINCO SEMANAS EN GLOBO, (1863) fue un éxito fulminante y tuvo como resultado un espléndido contrato con Hetzel que garantizaba al joven e inexperto novelista (tenía 35 años cuando publicó su primer libro) la cantidad anual de 20.000 francos durante Los siguientes veinte años, a cambio de lo cual Julio Verne se obligaba a escribir dos novelas de un nuevo estilo cada año. El contrato fue renovado por Hetzel y más tarde por el hijo de éste, con el resultado de que, durante más de cuarenta años, Los voyages extraordinaires aparecieron en capítulos mensuales dentro de la revista MAGASIN D`EDUCATION ET DE RECREATION.
Estaba claro que el destino de la obra de Verne, quien se anticipó a su tiempo con más lógica y acierto que la mayoría de los escritores del género a los que podemos considerar primitivos, con la única excepción de nombres como H. G. Wells, tenía que ser como éste, un auténtico filón para el arte que estaba naciendo al mismo tiempo que sus libros: el cine.
La obra de Verne, en efecto, estará entre las más adaptadas dentro de la literatura (y en ese aspecto si que podemos decir que gana a Karl Marx) y desde LAS TRIBULACIONES DE UN CHINO EN CHINA hasta LA VUELTA AL MUNDO EN OCHENTA DIAS, los modos de adaptar su obra han sido también muy diversos, desde la aventura granguiñolesca a la francesa, como puede darse en el primer caso citado, hasta el gran espectáculo en pantalla grande y reparto estelar, como ocurre en el segundo. Pero son otros los títulos que han merecido un tratamiento más respetuoso y un acercamiento más profundo, como VEINTE MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO, VIAJE AL CENTRO DE LA TIERRA o DE LA TIERRA A LA LANA (adaptada entre otros por George Mélies) que inspiraron lo que puede denominarse con toda justicia como el primer film serio de ciencia ficción posibilista realizado par los americanos en 1950, CON DESTINO A LA LUNA (Destination: Moon), una vez pasada la época de las delirantes fantasías de invasiones marcianas, venusianas, selenitas y de toda la retahila de catastrofismos, incluyendo el cheque de la Tierra con otro cuerpo estelar, con el que el cine USA se divirtió (y nos divirtió, todo hay que decirlo) durante la década de los 30 y los 40, que incluyó la adaptación de clásicos del comic (ya entonces considerados como tales) como Flash Gordon, el Capitán Marvel, Buck Rogers o Brick Bradford.
Tan dotado para la ciencia ficción como para la aventura pura y simple (LOS HIJOS DEL CAPITÁN GRANT, MIGUEL STROGOFF), Verne une las dos vertientes en una de sus obras más sólidas y afortunadas, VEINTE MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO, en la que nos presenta a uno de sus personajes más logrados, patéticos y humanos, el capitán Nemo (nadie), especie de trágico holandés errante que vaga sin rumbo de una parte a otra del mundo, en una sorprendentemente real anticipación de lo que en su día serán los submarinos atómicos, en su Nautilus.
Pese a todo, la vida de Verne no fue fácil. Por un lado su dedicación al trabajo minó hasta tal punto su salud que durante toda su vida sufrió ataques de parálisis. Por si esto fuera poco era diabético y acabó por perder vista y oído. Su hijo Michael le dio los mismos problemas que él mismo había proporcionado a su padre y, desgracia entre las desgracias, sufrió una agresión por parte de uno de sus sobrinos, que le disparó un tiro a quemarropa dejándolo cojo. Su vida marital tampoco fue todo lo feliz que él hubiera deseado, y es comunmente admitido por todos sus biógrafos que mantuvo un matrimonio paralelo con una misteriosa dama, que sólo acabó cuando esta murió.
Verne también se interesó por la vida política, llegando a ser elegido concejal de Amiens en 1888 por la lista radical, siendo reelegido en 1892, 1896 y 1900. Ideológicamente era decididamente progresista en todo lo que concernía a educación y técnica pero de un marcado caracter conservador, y en ocasiones reaccionario, en el aspecto político.
Murió el 24 de marzo de 1905 .

***
NOVELA: VEINTE MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO.
En la segunda mitad del siglo XIX, la desaparición de numerosos barcos sin una explicación clara hace que navegar los mares ya no sea seguro. Los datos señalan a un monstruo marino, mas grande que una ballena, dotado de una gran velocidad, potencia y que se torna, a veces, fosforescente.

Una expedición que incluye al profesor Arronax, un naturalista, saldrá a la mar a intentar develar el misterio. Pero pronto serán atacados por la bestia y los sobrevivientes serán testigos de algo que no creerían si no lo vieran con sus propios ojos.

A bordo de la incomparable embarcación submarina del particular capitán Nemo, podrán ver escenarios vedados a la mirada humana y los prodigios naturales que pueblan los abismos marinos.

En 20.000 Leguas de Viaje Submarino, Julio Verne hace gala, una vez más, de su capacidad para adelantarse a los desarrollo científicos y con su inacabable imaginación y sus magníficas descripciones nos transporta a otro de sus mundos de aventuras.
Fuente: N.N.

domingo, 5 de abril de 2015

FEDERICO GARCIA LORCA.Y EL CICLO DE NEW YORK.


FEDERICO GARCIA LORCA.Y EL CICLO DE NEW YORK.

Es interesante que, por  lo general siempre se hable del poeta granadino como representante del neopopularismo sin tomar en consideración otras corrientes literarias que el poeta exploró. ¿La razón de mi reflexión? Es evidente: Lorca fue más que neopopularista. Lo anterior queda demostrado con su ciclo que abarca de 1929 a 1935, con obras como: "Poeta en New York" (1929) en poesia. «Así que pasen cinco años» 1930-1931, "El público" (1930), Comedia sin titulo (1935), en teatro. Es evidente que para este período de su vida el poeta ha evolucionado y experimentará nuevas formas poéticas tanto en teatro como en poesía alejándose del "neopopularismo" de forma radical. He aquí un ejemplo de lo anterior: J. Méndez-Limbrick.


(Obra de teatro: "Así que pasen cinco años. Acto Segundo. Fragmento).
MANIQUÍ.
Yo canto
muerte que no tuve nunca,
dolor de velo sin uso,
con llanto de seda y pluma.
Ropa interior que se queda
helada de nieve oscura,
sin que los encajes puedan
competir con las espumas.
Telas que cubren la carne
serán para el agua turbia.
Y en vez de rumor caliente,
quebrado torso de lluvia.
¿Quién usará la ropa buena
de la novia chiquita y morena?
JOVEN.
Se la pondrá el aire oscuro
jugando al alba en su gruta,
ligas de raso los juncos,
medias de seda la luna.
Dale el velo a las arañas
para que coman y cubran
las palomas, enredadas
en sus hilos de hermosura.
Nadie se pondrá tu traje,
forma blanca y luz confusa,
que seda y escarcha fueron
livianas arquitecturas.
MANIQUÍ.
Mi cola se pierde por el mar.
JOVEN.
Y la luna lleva en vilo tu corona de azahar.
MANIQUÍ. (Irritado.)
No quiero. Mis sedas tienen,
hilo a hilo y una a una,
ansia de calor de boda.
Y mi camisa pregunta
dónde están las manos tibias
que oprimen en la cintura.
JOVEN.
Yo también pregunto. ¡Calla!
MANIQUÍ.
Mientes. Tú tienes la culpa.
Pudiste ser para mí
potro de plomo y espuma,
el aire roto en el freno
y el mar atado en la grupa.
Pudiste ser un relincho
y eres dormida laguna,
con hojas secas y musgo
donde este traje se pudra.
Mi anillo, señor, mi anillo de oro viejo.
JOVEN.
¡Se hundió por las arenas del espejo!
MANIQUÍ.
¿Por qué no viniste antes?
Ella esperaba desnuda
como una sierpe de viento
desmayada por las puntas.
JOVEN. (Levantándose.)
Silencio. Déjame. ¡Vete!,
o te romperé con furia
las iniciales de nardo,
que la blanca seda oculta.
Vete a la calle a buscar
hombros de virgen nocturna
o guitarras que te lloren
seis largos gritos de música.
Nadie se pondrá tu traje.
MANIQUÍ.
Te seguiré siempre.
JOVEN.
¡Nunca!
MANIQUÍ.
¡Déjame hablarte!
JOVEN.
¡Es inútil!
¡No quiero saber!
MANIQUÍ.
Escucha.
Mira.
JOVEN.
¿Que?
MANIQUÍ.
Un trajecito
que robé de la costura.
(Enseña un traje rosa de niño.)
Dos fuentes de leche blanca
mojan mis sedas de angustia
y un dolor blanco de abejas
cubre de rayos mi nuca.
Mi hijo. ¡Quiero a mi hijo!
Por mi falda lo dibujan
estas cintas que me estallan
de alegría en la cintura.
¡Y es tu hijo!
JOVEN. (Coge el trajecito.)
Sí, mi hijo:
donde llegan y se juntan
pájaros de sueño loco
y jazmines de cordura.
(Angustiado.)
¿Y si mi niño no llega...?
Pájaro que el aire cruza
¿no puede cantar?
MANIQUÍ.
No puede.
JOVEN.
¿Y si mi niño no llega...?
Velero que el agua surca
¿no puede nadar?
MANIQUÍ.
No puede.
JOVEN.
Quieta el arpa de la lluvia,
un mar hecho piedra ríe
últimas olas oscuras.
MANIQUÍ.
¿Quién se pondrá mi traje? ¿Quién se lo pondrá?
JOVEN. (Entusiasmado y rotundo.)
Se lo pondrá mujer que espera por las orillas de la mar.
MANIQUÍ.
Te espera siempre, ¿recuerdas?
Estaba en tu casa oculta.
Ella te amaba y se fue.
Tu niño canta en su cuna
y como es niño de nieve
espera la sangre tuya.
Corre, a buscarla, ¡deprisa!,
y entrégamela desnuda
para que mis sedas puedan,
hilo a hilo y una a una,
abrir la rosa que cubre
su vientre de carne rubia.
JOVEN.
He de vivir.
MANIQUÍ.
¡Sin espera!
JOVEN.
Mi niño canta en su cuna,
y como es niño de nieve
aguarda calor y ayuda.
MANIQUÍ. (Por el traje del niño.)
¡Dame el traje!
JOVEN. (Dulce.)
No.
MANIQUÍ. (Arrebatándoselo.)
¡Lo quiero!
Mientras tú vences y buscas,
yo cantaré una canción
sobre sus tiernas arrugas. (Lo besa.)
JOVEN.
¡Pronto! ¿Dónde está?
MANIQUÍ.
En la calle.
JOVEN.
Antes que la roja luna
limpie con sangre de eclipse
la perfección de su curva,
traeré temblando de amor
mi propia mujer desnuda.

Rainer Maria Rilke Los cuadernos de Malte Laurids Brigge. Guillermo de Torre.



EN Praga vieron la luz algunos de los más singulares espíritus de la literatura contemporánea en lengua alemana: Franz Kafka, Gustav Meyrink, Franz Werfel, Max Brod. En la misma ciudad nació Rainer María Rilke el 3 de diciembre de 1875. Pero aunque la atmósfera poética y legendaria de la ciudad del Golem —el fantasma rabínico que ambula por las calles del ghetto— tenga lejanos reflejos en la obra rilkeana, ésta y él espíritu de su creador son supranacionales, europeístas. Rilke encarna en un momento dado —por sus desplazamientos continuos, por sus amistades internacionales, por su don idiomático y la versión de su obra a diversos idiomas— el tipo del intelectual europeo, del «buen europeo», evadido de los nacionalismos asfixiantes, sin ataduras fronterizas, que postulaba Nietzsche. Precisamente, yo he pensado si su creciente y avasalladora gloria póstuma no le vendrá en buena parte de esta condición de símbolo europeísta —fraguado cuando por lo mismo que tal ideal se sentía muy en peligro, pero no deshecho, era posible entregarse a él utópicamente— tanto o más que por su cualidad de lírico puro. Si bien la segunda hipótesis es asimismo plausible, con alguna restricción. Pues el asombro que a veces manifiesta el mundo ante un gran poeta ¿no será una forma de remordimiento más que de admiración?
En todo caso, la vida de Rilke, no vulgar, cierto es, pero tampoco constelada de peripecias extraordinarias, nos ha sido descrita tan larga y beatamente, con tal fervor y minuciosidad por sus numerosos biógrafos y exégetas —en particular por J. F, Angelloz (R. M. R. L’évolution spirituelle du poète)— que al reducirla ahora a algunos datos y fechas desnudas, tememos que se volatilice. Y esta vida, sin embargo, está tan íntimamente ligada al secreto y al encanto de su obra, que fuerza es considerar ambas conjuntamente. Pues Rilke mismo, a semejanza de su venerado Kierkegaard, había hecho de su vida una experiencia, «un ensayo definido y voluntario de existencia poética». Y para él «crear ante todo, era crearse».
Antes que Praga, ciudad a la sazón bajo el dominio austríaco, donde vivió sus primeros años, y a la que luego no ahorró ironías, su verdadera patria, como la de muchos poetas, era su infancia. «Porque tal vez —escribió Rilke ya maduro— no se es de ningún país, más que del país de su infancia». Procedía —aunque este abolengo haya sido discutido— de una antigua familia corintia y no estaba exento de ciertas ínfulas genealógicas, lo que se tradujo no en su obra —orientada parcialmente a exaltar la humildad, la pobreza— sino en su predilección por ciertos medios y amistades aristocráticas. Rilke, enteramente desasistido de fortuna, realizó él milagro de vivir casi como un príncipe. Cierto que, al cabo, su máximo lujo fue —líricamente— la soledad.
A los diez años fue destinado por su familia a la carrera militar, que en modo alguno se acomodaba con sus gustos y aptitudes. De ahí los cinco años amargos —y su impronta imborrable—, desde 1886 a 1891, que hubo de pasar en las escuelas de cadetes de Sankt-Pôlten y de Weisskirchen. Después abandona esas academias, inicia vagos estudios, nunca terminados, y comienza a escribir y a viajar, yendo en primer término a Munich y a Berlín. A los diecinueve años publica su primer libro en verso —luego repudiado— Vida y canciones. Siguen luego Ofrenda a los lares y éste de rótulo chocante: Las achicorias salvajes, cantos ofrecidos como regalo al pueblo, que en efecto distribuyó gratis, pues la influencia de Tólstoi hacía furor entonces. Y otros libros continúan regularmente: Corona de sueño, Adviento, Para festejarme. Por las mismas fechas, bajo la influencia evidente de Maeterlinck, publica algunos dramas, sin mayor relieve en él conjunto de su obra: Sin presente, La princesa blanca, La vida cotidiana. Además, dos tomos de cuentos y novelas cortas: Al hilo de la vida, Dos historias de Praga. Producción de tanteo toda la anterior, que luego Rilke superó y con la que cierra su primera etapa. Por algo escribió años más tarde que los versos deben ser el fruto de la experiencia y no del sentimiento.
Luego pasa las fronteras y va a Italia, recalando en Viareggio y en Florencia. Son después de dos meses en Moscú —acompañado por Lou Andréas-Salomé, la que había sido prometida de Nietzsche—, adonde vuelve el año siguiente, recorriendo la Rusia meridional, aprendiendo él idioma, y rindiendo una visita a Tolstoi en Iasnaia-Poliana. Estos dos viajes fueron un acontecimiento capital en la vida errabunda de Rilke. «Rusia —escribiría luego— fue, en cierto sentido, la base de mi experiencia y de mi receptividad, del mismo modo que a partir de 1902 París fue él substrato de mi actividad creadora». Otro viaje y otra influencia marcan asimismo una honda impronta en su espíritu: El conocimiento de Suecia y Dinamarca, con la lectura de Hans Peter Jacobsen, haciendo de Niels Lyhne su libro de cabecera.
Reside, a comienzos de siglo, en una colonia de artistas, instalada en Worpswede, en las landas de Luneburgo, cerca de Bremen. Habitaban allí varios pintores jóvenes, luego famosos, como Otto Modersohn y Paula Becker. También una joven escultora, Clara Westhoff, con la cual Rilke se casa en 1901. Fue un intento de romper su innata e incorruptible soledad, al que pronto renunció, pues él resto de sus días siguió viviendo sólo, aunque mantuvo las mejores relaciones y una constante correspondencia con su mujer. En aquél mismo año abre Rilke la segunda época de su producción, ya más cernida y personal, con El libro de horas donde aparecen los ternas místicos, su nostalgia de Dios, seguido por El libro de imágenes.
En 1902, atraído por Rodin —su mujer había sido discípula del gran escultor— llega a París, para escribir sobre él una monografía crítica, sirviéndole unos meses de secretario. Rememorando luego sus primeras visitas a Rodin, confesaba Rilke en una carta: «No llegué hasta usted solamente para hacer un estudio; era para preguntarle: ¿Cómo hay que vivir? Y usted me respondió: Trabajando. Lo comprendo bien. Siento que trabajar es vivir sin morir». En París, profundizando en su soledad, hecha de ansias y expectaciones irresolutas, comienza Rilke a componer él que había de ser su libro capital y más famoso: Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, que sólo terminó y dio a la estampa en 1910. En prosa había dado antes otro libro significativo: las Historias del Buen Dios. Sucesivos viajes le llevan otra vez a Venecia —con Eleonora Duse—, a África del Norte, a España. Y en ésta, dos ciudades le imantan particularmente: Toledo y Ronda. Pasó por Madrid, por el Prado, «para saludar al Greco con entusiasmo, a Goya con asombro, a Velázquez con toda la cortesía posible». Así escribe en una carta a la princesa de Thurn y Taxis, en cuyo castillo de Duino, cara al Adriático, cerca de Trieste, pasó algunas temporadas y donde comenzó otra de sus obras capitales: las Elegías de Duino. Después de la guerra —durante su transcurso, y aunque vivió obligado a permanecer en Alemania, no mostró hacia ella la menor adhesión, ya que en él fondo se consideraba «más latino que germánico»— dirígese a Suiza, errando por sus diversas ciudades, hasta encontrar un reposadero definitivo en él castillo de Muzot, que un amigo habla comprado para él. Tratábase, en realidad, de un caserón señorial, pero destartalado, «terriblemente solo —escribe Paul Valéry, quien le visitó allí— en un vasto panorama de montañas bastante tristes», quedando asombrado de «semejante abuso de intimidad con él silencio».
Corta con algunas escapadas a París sus reclusiones en Muzot. Allí escribe las dos obras que marcan la cima de su evolución poética: los Sonetos a Orfeo y las Elegías de Duino, comenzadas diez años antes. En francés publica una pequeña serie de poemas, Vergers y perfila traducciones de Valéry: Eupalinos y sus poesías. De este idioma había también vertido El centauro, de Maurice Guérin, y La vuelta del hijo pródigo, de André Gide.
Por cierto que él capítulo de sus traducciones merecería más amplia mención, y no sólo como un complemento bibliográfico, sino para subrayar su plurílingüismo y la línea afín de sus preferencias a través de muchas literaturas. La devoción por un autor llevábale a aprender su lengua. Así —al igual que nuestro Unamuno— aprendió el danés para traducir a Kierkegaard; asimismo el ruso para verter a Dostoievsky y Pushkin. Otras de sus restantes traducciones fueron las Cartas de Mariana Alcoforado y los Sonetos de la portuguesa, por Elisabeth Barret-Browning.
Su muerte acaece al comenzar la plena irradiación de su obra, el 29 de diciembre de 1926. Un día, recogiendo rosas para ofrecer un ramo a una amiga que le había anunciado su visita, se hirió con una espina. El pinchazo le ocasionó una infección, complicada con una leucemia. «Quien había cantado —glosa Angelloz— la grandeza de la mujer y la belleza de la rosa, perecía por el pinchazo de una rosa, cogida para una mujer. Por doloroso que sea, este fin era el que Rilke hubiera podido escoger para morir de su propia muerte». Y otros recuerdan cómo Rilke, en sus últimos días, al negarse a las inyecciones que pretendían administrarle, exclamaba: «No; déjenme morir de mi propia muerte. No quiero la muerte de los médicos».
La idea de la «muerte propia» es por lo demás no sólo una obsesión rilkeana; ha sido reconocida como uno de los leit-motivs que señorean su obra. Su precedente está en Jacobsen, quien había escrito: «Yo creo que todo hombre vive su vida propia y muere su muerte propia». En su Libro de horas Rilke acertó así a poetizar esta idea: «¡Oh, Señor!, da a cada uno su muerte propia. — Una muerte que derive de su vida, — en la cual hubo amor, comprensión, y desinterés. — Pues sólo somos la corteza y la hoja. — Y la gran muerte que cada uno lleva en sí — es el fruto en torno al cual todo gravita».
Los restos del poeta fueron depositados en él cementerio de Rarogne, en lo alto de una cumbre, casi en las nubes, y en su tumba fue grabado este epitafio que él mismo habla compuesto: «Rosa, ¡oh, pura contradicción!, voluptuosidad de no ser el dueño de nadie bajo tantos párpados». Pero ya antes, en la primera página de los Cantos del alba había estampado un poema que resume auténticamente el sentido de su vida: «Ésta es la nostalgia: habitar en las nubes — y no tener nunca patria en él tiempo. — Y éstos son los deseos: diálogo en voz baja — de la hora cotidiana con la Eternidad. — Y ésta es nuestra vida: una hora solitaria — entre todas las horas se eleva desde la víspera; — una hora que sonríe de modo diferente a sus hermanas — y se calla ante lo eterno».
En cuanto al hombre, quienes mejor le conocieron, desde Rudolf Kassner a Paul Valéry, desde su traductor francés Maurice Betz (Rilke vivant) hasta Edmond Jaloux (Rainer Maria Rilke), más el testimonio muy valioso de las mujeres que frecuentó (pues parecido en esto, y en su nomadismo, a Lawrence, Rilke no podía vivir sin sentir la atmósfera de la mujer y en ellas dejó una estela admirativa), como la princesa de Thurn y Taxis, Lou Andréas-Salomé, Monique Saint-Hélier, Katherina Kippenberg, la mujer de su editor, nos han dejado de él imágenes parejas, saturadas de fervor. De todo ese material devoto colegimos la imagen de un Rilke humanamente sencillo, modesto (Superviene me ha referido que estuvo hablando con él en una reunión, durante una hora, sin identificarle hasta más tarde) pero deslumbrante, cuya seducción personal —hecha de distinción, extremada cortesía y lirismo envolvente— igualaba o superaba la de su obra. Léanse, en comprobación, estos perfiles trazados por Edmond Jaloux: «Comprendí mejor a Malte Laurids Brigge cuando vi a Rainer María Rilke, con su rostro alargado bajo una hermosa frente, con su esbelta talla menuda, sus ojos claros y pensativos, su cortesía, de gran estilo que hacía de él un hombre de otra época. Llevaba con él su atmósfera propia, lo que significa que una hora pasada con Rainer María Rilke, como una hora pasada con Prourf, no se parece en nada a una hora transcurrida con otro hombre, aunque fuese de tan gran inteligencia o igual talento. Cuando comencé a hablar con Rilke me pareció que era la primera vez que hablaba con un poeta. Quiero decir que los demás poetas a quienes me había acercado, por grandes que fuesen, no eran sin embargo poetas más que por él espíritu; fuera de su labor, vivían en el mismo mundo que yo, con los mismos seres; mi sorpresa al escucharlos sólo era de orden intelectual. Pero Rilke, a medida que discurría, me introducía en un universo que era el suyo, y en él cual sólo se me admitía a penetrar por una especie de milagro. Bajo sus palabras nació lo feérico, lo fantástico; con él me evadía, en fin, del infierno de la lógica, del laberinto de lo posible».
Emociona la devoción y aun la ternura —sin agregar nunca, siquiera como contraste, la menor sombra— con que hablan del hombre Rilke todos aquéllos que le trataron. Y análogo tono apologético prevalece en las numerosísimas críticas sobre su obra. Hablar, pues, de Rilke en otro tono más comedido y cauteloso, como estaríamos tentados de hacer —ya que cierto virtuosismo verbal, en que finca parte de su genio, se nos escapa—, parecería a estas horas poco menos que una irreverencia, un atentado a su gloria. Por lo demás, plenamente legítima o algo desmesurada, esta gloria confirma cierta finísima adivinación de Rilke, expuesta en unas frases suyas sobre Rodin: «Rodin era solitario antes de su gloria, y la gloria que vino le ha hecho más solitario todavía, pues la gloria no es finalmente más que la suma de todos los equívocos que se forman en torno a un nombre nuevo».
En todo caso lo que aquí nos corresponde señalar es cómo este casi endiosamiento, discreto y rigurosamente minoritario en vida del poeta, ha ido creciendo póstumamente hasta alcanzar dimensiones cada vez más vastas y apologéticas. La señal de partida fue dada por aquél cuaderno Reconnaissance à Rilke, publicado en París en 1926 por los Cahiers du Mois, y que constituía un florilegio internacional, pues tras los elogios de numerosos ingenios franceses, encabezados por Paul Valéry, seguían diversos testimonios de numerosos escritores de otros países. Continuaron luego apareciendo, tras la muerte de Rilke, libros de recuerdos personales, de minuciosa exégesis crítica; él ejemplo más acabado de este último género es la obra ya citada de Angelloz. En tal volumen exhaustivo la bibliografía registra no menos de una veintena de obras consagradas enteramente a Rilke —sólo en alemán y en francés—, amén de docenas de artículos. Por cierto que la tarea de consignar las aportaciones rilkeanas en nuestra lengua —particularmente las de América, muy numerosas—, incorporándolas a tan copioso repertorio, aún está esperando su bibliógrafo entre nosotros. En la mayor parte de los casos se trata de traducciones —más bienintencionadas que felices—, salvo algunas excepciones, tales como las realizadas por Marcos Fingerit (Poemas de la pobreza y de la muerte, Antología), Carlos Mastronardi, L. di Lorio, A. J. Battistessa, en la Argentina; I. Pino Saavedra (Poesías) en Chile; Emilio Oribe, Carlos Benvenuto, Juan Carlos Weigle, en el Uruguay; esto por lo que concierne a la obra poética. Eduardo García Maynez, en México, nos ha dado una versión de la Melodía del amor y la Muerte del Corneta Cristóbal Rilke, librito que ya había vertido asimismo al castellano, años atrás, entre nosotros, Luis Saslavsky; las ediciones Hipocampo de La Plata han publicado recientemente una selección narrativa bajo el título Los sueños y otros relatos; él Instituto de Estudios Germánicos de Buenos Aires editó las admirables Cartas a un joven poeta, traducidas por Guillermo Thiéle y L. di Lorio. Y en cuanto a los comentarios críticos, cabe recordar, en primer término, diversos artículos de Azorin, un ensayo de Antonio Marichalar, en España; un prólogo de Xavier Vulaurrutia, en México; y en la Argentina sendos comentarios de Carlos Astrada, José Blanco y Marcos Victoria.
¿Acaso la poesía en sus últimos, en sus más puros reductos, no tiene algo de esencialmente inefable, de fatalmente incomunicable? Pero Rilke, como todo creador afortunado, posee entre sus numerosos libros una obra clave, cuyo encanto es pluralmente asequible, a cambio de la penumbra en que hayan de permanecer —confinadas por la incomunicabilidad de toda poesía, y particularmente de la tuya, al cambiar de lengua— ciertas magias, ciertos misterios no revelados de otras obras. Y esta obra es Los cuadernos de Malte Laurids Brigge. El protagonista habíase presentado a su imaginación, cuando hizo el viaje a Escandinavia, evocando la figura del joven escritor noruego Sigbjörn Obstfelder, muerto prematuramente. ¿Se trata, empero, de una autobiografía simbólica, como algunos han pretendido, con trasposición de personaje? Angelloz lo niega. El caso, con todo, es que en Malte hay mucho de Rilke, y que precisamente las partes del libro que más nos afectan son aquellas en que el autor se escapa de las pequeñas fabulaciones novelescas y da rienda suelta a su agudeza introspectiva. Sobre todo, cuando combina sus exploraciones del mundo interior con las visiones del mundo circundante. En este sentido, la visión rilkeana de París, por desolada e infrecuente, impresiona. Revela una sensibilidad desollada, «familiar de lo inefable», como él mismo escribió en un poema, abierta al misterio de los seres y las cosas más oscuras. Y, como siempre en toda efusión rilkeana, la presencia del misterio indiscernible, la presencia de la muerte, planea sobre él libro. Esta idea de la muerte, unida al estado de angustia que hay en su génesis, determina que muchos hayan buscado un enlace de Rilke con la filosofía existencial. Advirtamos, sin embargo, que no es en los Cuadernos sino en las Elegías de Duino donde cabe notar plenamente esa relación. Se cuenta que al leer esa última obra Heidegger reconoció cómo en sus páginas él existencialismo había alcanzado su más feliz expresión poética.
Mas puntualizar los temas que se despliegan o se entreveran caprichosamente en estos Cuadernos exigiría un análisis más dilatado. Señalemos únicamente una de sus más profundas ideas poéticas: él amor sin respuesta de las que él llamó «las grandes infortunadas». El amor de ciertas mujeres excepcionales, que se nutre de sí mismo; mujeres que crean y fomentan su pasión por encima del sujeto amado. De ahí la devoción de Rilke por mujeres como una Gaspara Stampa, una Mariana Alcoforado, cuyo nombre vuelve con frecuencia en muchos de sus escritos. «Ser amada quiere decir consumirse en la llama. Amar es irradiar una luz inextinguible. Ser amada es pasar, amar es durar» —escribe Rilke—. «He podido experimentar que me erais menos querido que mi amor», llegó a escribir heroicamente la monja portuguesa en una dé sus cartas a Chamilly. Unamuno la apellidó «mustia flor del tiesto conventual», viendo en ella un singular caso de donjuanismo femenino. La prolongación de esta idea rilkeana, la transferencia a ciertas grandes enamoradas de la virtud donjuanesca —en su pura dimensión espiritual, aclaremos—, abre perspectivas intactas a un tema que parecía harto exprimido.
Hay un rasgo singular en la personalidad de Rilke que ya habrá advertido quizás el lector, pero que merece ser subrayado objetivamente: su puro esteticismo, su alejamiento deliberado de los rumores del mundo en pugna. Y en este aspecto se le ha comparado oportunamente con Proust, quien habiendo alcanzado las congojas del tiempo bélico, por sus raíces y por la atmósfera de su obra se mantuvo ajeno a él. Por ello no debe extrañarnos que un historiador, Arthur Eloesser (Contemporary Germán Literature), califique a Rilke como un tardío sobreviviente del romántico individualismo. En el caso de Rilke las delimitaciones cronológicas, las clasificaciones de tendencias no son lo que mejor puede definirle. Con todo, recordemos que según Ricarda Huch, historiadora del romanticismo alemán, los tres caracteres de una vida típica de poeta romántico son: ausencia de familia, ausencia de patria, ausencia de profesión. Rilke encarna cabalmente esos tres caracteres.
En relación con otras grandes figuras poéticas de su época y de su lengua, Rilke sólo podría relacionarse con Stefan George. Pero éste quedó siempre algo prisionero en su esteticismo simbolista y en su patria. De suerte que la relación de ambos poetas es casi puramente cronológica. Más cerca, por encima del espacio y del tiempo, está Rilke de ciertos grandes poetas iluminados: un Novalis, un Blake, un Rimbaud.
El autor de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge reencarna en nuestro tiempo casi un mito: el poeta inspirado —para él hay que superar el miedo a esta palabra— que habiendo escrito un día sus dos primeras Elegías, tardó diez años en encontrar la inspiración para terminarlas en doce días; él solitario, al acecho de las voces misteriosas; el escritor menos «voluntario» —en él sentido que da a esta palabra otro gran poeta, Juan Ramón Jiménez— que sólo consideraba posible escribir cuando este deseo —según aconsejó a Kappus en las Cartas a un joven poeta— hundía sus raíces en lo más profundo de su ser. Tales cartas desprenden, por lo demás, en varios pasajes, una sutilísima lección estética, y en ellas se lee esta frase que debiera grabarse en el pórtico de toda crítica: «Una obra de arte es buena cuando ha nacido de una necesidad. Se juzga por la naturaleza de su origen. No hay otro juez».
GUILLERMO DE TORRE

Buenos Aires, abril de 1941.

sábado, 4 de abril de 2015

Eurípides. Orestes.


Dramaturgo griego, el tercero junto con Esquilo y Sófocles de los tres grandes poetas trágicos de Ática. Su obra, enormemente popular en su época, ejerció una influencia notable en el teatro romano. Posteriormente su influencia se advierte en el teatro del renacimiento como en los dramaturgos franceses Pierre Corneille y Jean Baptiste Racine. Según la tradición, Eurípides nació en Salamina, un 23 de septiembre probablemente del año 480 a.C., el día de la gran batalla naval entre los griegos y los persas. Sus padres, según afirman ciertos expertos, pertenecían a la nobleza.

Orestes, representada en el 408 a.C., es una de las últimas obras del autor. Clitemnestra, culpable de la muerte de su marido Agamenón, es asesinada por su hijo Orestes, quien ante la enormidad de su acto se ve acosado por las Erinis y enloquece. A partir de aquí se plantea un debate sobre si el matricidio ordenado por Apolo y cometido por Orestes es o no justo, y si éste podría haber actuado de diferente modo. Cada uno de los personajes adopta su postura para juzgar el crimen: Electra apoya a su hermano, Tindáreo, su abuelo, se muestra implacable con Orestes, Menelao, hermano de Agamenón, es incapaz de adoptar una decisión firme, Helena, hermana de Clitemnestra, lamenta el asesinato pero no culpa a Orestes por haberlo llevado a cabo, y Pílades, amigo de Orestes, le ofrece a éste su apoyo incondicional. A lo largo de la obra, el protagonista pasará de sufrir tormento por su crimen a actuar con determinación.
Fuente: N.N.

miércoles, 1 de abril de 2015

Coppard Audrey - Memoria Y Evocacion De George Orwell .


Coppard Audrey - Memoria Y Evocacion De George Orwell .

Cuando por fin llegó el año de 1984 todo el mundo volteo a ver a George Orwell, quien en 1950 había publicado una especie de distopía acerca del mundo que nos esperaba vivir para ese año, uno de los anuarios de aquella época (1984) confrontaba la realidad con la esta utopía inversa: 1984 vs 1984, ese también fue el año del lanzamiento de la primera Macintosh y el comercial aludía al tema: el Gran Hermano vigilando y controlando un orden establecido por la gigantesca IBM quien acaparaba el mercado de las computadoras personales junto con sus clones o compatibles y, por otra parte, una chispa de ingenio, creatividad, rebeldía si se quiere y originalidad representada por la Macintosh que ya utilizaba la interfase gráfica y se adelantaba a su tiempo, esa era la chispa que buscaba romper el orden establecido y así se reflejaba en el comercial para Apple Computer. 1984, la novela de Orwell, mostraba un mundo totalitario donde se había cancelada toda forma de expresión individual, todo se había uniformizado y homogeneizado a tal punto que no era posible distinguir la más mínima chispa de rebelión o expresión individual. Este universo inventado por Orwell era pesimista y no daba lugar a la esperanza, así se le reprochó en su momento, sin embargo, la novela de Orwell no dejaba de inquietar y hasta la fecha representa el hito de un universo fantástico que tenía visos de realidad en la Unión Soviética. Orwell creo una crítica del totalitarismo y mediante su fantasía nos puso en guarda contra estas utopías. La personalidad de Orwell ha sido discutida por muchas personas que lo conocieron, lo definen como un tanto abstraido, callado, con una cortesía un tanto fría para sus conocidos, muchas veces prejuicioso, deseoso de aventuras transmigratorias que lo pusieran en el lugar de los demás, valiente, crítico respecto al sistema imperial británico, acomplejado en razón de su origen clasemediero, reservado en muchas de sus opiniones literarias, amante de la naturaleza, con muy poco sentido del humor, sus conocidos refieren sus años de Eton como becario del rey, su paso por la policía imperial en Birmania, la renuncia a ésta, su vida como vagabundo reflejada en Down and out in Paris and London, su combate en la Guerra Civil Española, sus recaidas constantes debido a la tuberculosis, el misterio que rodea la redacción de su novela postuma: 1984, Orwell fue un hombre que disfrutó poco del éxito literario, al parecer no le interesaba tanto, lo mismo que el éxito a nivel social, del cual siempre manifestó cierta indiferencia.
El libro con testimonios compilados por Audrey Coppard y Bernard Crick abunda en testimonios de todas muchas personas que conocieron a Eric Arthur Blair (que era el verdadero nombre de Orwell), estos testimonios son valiosos ya que nos permiten tener un atisbo de un escritor que muchas veces buscaba el anonimato, así como una mejor comprensión de su obra, al menos las anteriores a 1984. Hay que reconocer que el Eric Blair que mencionan los testimonios parece no estar destinado a escribir 1984, sin duda se trata de un enigma propio de una biografía literaria.
Fuente: N.N.

Notas:

Este libro surge del programa Arena de la BBC, Evocación
de Orwell, que se televisó en tres partes a principios de
1984. Nigel Williams, el productor del programa, entrevistó
a muchas personas que habían conocido a Orwell y
Bernard Crick actuó como asesor del programa.
Se puso de manifiesto que, además de estas entrevistas,
existía mucho material disponible sobre Orwell, en parte
impreso y en parte transcripciones de entrevistas, algunas
de personas ya fallecidas. Y mucho de este material
procedía de los archivos de la BBC, especialmente de una
emisión del tercer programa del 2 de noviembre de 1960,
que produjo Rayner Heppenstall, un íntimo amigo de
Orwell.
Audrey Coppard, del Birkbeck College, Londres, colaboró
con Bernard Crick en su obra, George Orwell: A Life.
Cuando éste escribía el libro recibió permiso ilimitado
para hacer citas de los folletos y publicaciones de Orwell.
El punto de vista de Audrey Coppard sobre Orwell es diferente
del de Crick, y parcialmente por este motivo y en
parte para que este libro no repita simplemente los puntos
de vista.de dicha biografía, ella asumió la responsabilidad
de escoger lo que debe aparecer en Evocación de
Orwell. Bernard Crick ha escrito las notas iniciales explicatorias
y la introducción.
Evocación de Orwell es una compilación dirigida al
lector en general. Los estudiosos encontrarán gran parte
de este material y aún más en el archivo Orwell, en University
College, Londres.
El carácter de Orwell fue contradictorio en muchos
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sentidos, razón por la cual los recuerdos sobre él pueden
ser también contradictorios. Esperamos que la diversidad
de los mismos estimulará a los lectores a formular sus propios
juicios.
Estamos agradecidos a Nigel Williams por concebir el
proyecto y por su generosa colaboración con nosotros pero,
sobre todo, agradecemos a todos aquellos cuyas palabras
y juicios han contribuido a lo que esperamos que
sea un libro esclarecedor.
Se mencionan como Ensayos reunidos, los cuatro volúmenes
de The Collecíed Essays,Joumalism and Letiers of
George Orwell (Secker & Warburg, 1968), compilación
de Sonia Orwell y Ian Angus. Las referencias a George
Orwell: A Life por Bernard Crick han sido tomadas de la
edición de bolsillo revisada Penguin de 1982 y no de
la edición encuadernada de Secker y Warburg de 1980.
AUDREY COPPARD
BERNARD CRIK
Birkbeck College, Universidad de Londres
Julio de 1983

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