jueves, 26 de marzo de 2015

Borges. Diálogos. Juan José Saer y Jorge Luis Borges.


En la tarde del 15 de junio de 1968 se encontraron Juan José Saer y Jorge Luis Borges en Santa Fe. Esa noche, Borges hablaría sobre el Ulises de Joyce. Durante un par de horas conversaron ante un grabador. A veinte años de aquel diálogo —inédito hasta hoy— puede verse a Saer indagando en el pensamiento borgiano o a Borges comentando los problemas que Saer se planteaba en torno de la literatura. Ambos hablaron de sí mismos y del otro. Los años nos depararon otra repuesta: la obra del indagador.

—Yo he sido un devoto de Baudelaire. Podría citar indefinida y casi infinitamente Les fleurs du mal. Y luego me he apartado de él porque he sentido —quizá mi ascendencia protestante tenga algo que ver— que era un escritor que me hacía mal, que era un escritor muy preocupado de su destino personal, de su ventura o desventura personal. Y esa es la razón de que yo me aparte de la novela. Creo que los lectores de novelas tienden a identificarse con los protagonistas y finalmente se ven a sí mismos como héroes de novela. En una novela es muy importante que el héroe sea amado, que ame sin ser amado, que su amor sea correspondido... y quizá si suprimiéramos esas circunstancias, desaparecería buena parte de las buenas novelas del mundo. Y creo que para vivir —no diré con felicidad porque eso es bastante difícil— sino con cierta serenidad, conviene pensar lo menos posible en las circunstancias personales. Y en el caso de Baudelaire —como en el de Poe, su maestro— son escritores que realmente perjudican; en el sentido en que el lector tiende a parecerse a ellos, a verse como personaje patético. Y no creo que convenga verse como personaje patético. Lo que convendría en la vida —desde luego yo no lo he logrado del todo— es verse más bien... bueno, como decía Pitágoras, como un personaje lateral ¿no?, como un espectador. Y no creo que la lectura de Les fleurs du mal, de las poesías de Poe o, en general, los poetas y novelistas románticos, pueda ayudarnos en ese sentido. Creo en lo que decía Stevenson: un escritor gana poco, puede no ser célebre —generalmente no lo es— pero tiene el privilegio de influir en muchas personas. Y yo trato de influir de un modo que sea benéfico.
—¿Esto puede entroncar con aquellos primeros ensayos suyos acerca de la literatura de la felicidad? ¿Se acuerda del ensayo sobre Fray Luis de León?
—La verdad es que la literatura de la felicidad es muy rara.
—Exactamente esa es la tesis de aquellos ensayos.
—Tanto que una de las razones de mi admiración a Jorge Guillen es que él es un poeta de la felicidad. Cuando escribe, por ejemplo, "todo en el aire es pájaro"... Realmente, la felicidad se canta en el sentido de "todo tiempo pasado fue mejor". En cambio, una de las virtudes de Whalt Whitman es que se siente a veces una felicidad presente, aunque haya quizás una insistencia un poco sospechosa, se ve que él se impuso el deber de ser feliz. Pero creo que es mejor imponerse el deber de ser feliz, que imponerse el deber de ser desdichado o interesante ¿no?, y digno de lástima, porque me parece muy triste que le tengan lástima a uno ¿no?... aunque uno la merezca.
—Entonces, ese rechazo hacia Poe y Baudelaire podría ser...
—Dictado por un prejuicio, por un afán ético. Y posiblemente de origen protestante ¿no? Usted ha visto que en los países protestantes es muy importante la ética. Entre nosotros se entiende que alguien es o no un caballero, pero en general aquí no se discuten escrúpulos éticos. Desde ya, no creo que sean moralmente superiores en los Estados Unidos, pero creo que al mismo tiempo lo primero que alguien se pregunta sobre algo es si es éticamente justificable. Desde luego, esta pregunta puede llevar a un sofisma o a justificaciones interesadas, pero no importa, es lo primero que surge en una discusión cualquiera ¿no?
—Pero eso no tiene nada que ver con el valor estético de las obras. Usted cree que Baudelaire es un gran poeta y Poe un gran narrador...
—Desde luego. Aunque yo creo que para sentir la grandeza de Poe uno tiene que recordarlo. Es decir que uno tiene que verlo en conjunto. Que es un poco lo que ocurre con Lugones. Si uno piensa en toda su obra, es un gran escritor. Pero si uno lo considera página por página o —peor aún— línea por línea, uno encuentra muchas mediocridades. Pero quizá lo más importante en la obra de un escritor es la imagen final que él deja.
—¿Y de Dostoievsky, Borges? ¿Cuál es la imagen que usted tiene?
—Yo lo creí alguna vez el único. Y releí muchas veces Crimen y castigo y Los poseídos. Luego, en medio de mi entusiasmo, comprendí que me costaba mucho distinguir un personaje de otro. Que todos se parecían bastante a Dostoievsky y que eran personas que parecían gozar en la desventura ¿no?, y eso me desagrada. Entonces dejé de leerlo y no me sentí desmejorado por esa ausencia.
—¿Y no habrá allí, de su parte, una elección inconsciente acerca de lo que debe ser la tarea de un escritor en el momento en que escribe? Es decir que en este país...
—No. No. Yo creo que hay otra cosa, que no comprendí entonces y que comprendo ahora. Y es que de los diversos sabores de la literatura, el sabor que yo siento más profundamente es el sabor épico. Cuando pienso en el cinematógrafo, por ejemplo, instintivamente pienso en algún "western". Cuando pienso en la poesía, pienso en momentos épicos: ahora estoy estudiando la antigua poesía de los sajones. Lo que más me conmueve es lo épico. Hay una frase de Lugones —una frase que yo daría mucho por haberla escrito, pero la he leído, lo cual también es una virtud ¿no?—que dice un personaje de una novela bastante mediocre, La guerra gaucha, dice: "...y lloró de gloria". Yo siento eso muy profundamente. Cuando yo he llorado por un motivo estético ha sido no porque me refirieran una desventura, sino por estar ante una frase que significara coraje. Claro, puede influir también una ascendencia militar, el hecho de sentir nostalgia de esa vida que me ha sido prohibida, y eso quizá sea típico de los hombres de letras, el pensar que otro estilo de vida es superior al que les tocó en suerte; y posiblemente, ese sabor épico no lo sienten los héroes de la epopeya sino los escritores ¿no?
—Pero esa apoteosis del coraje que hay en sus obras —y usted lo dijo en otros momentos— ¿no es más bien un sentimiento estético? Quiero decir que detrás de la violencia y el coraje hay un caos humano y un dolor muy terribles...
—Si, creo que hay eso y que —además— lo épico está en el hecho de que un hombre, por una causa cualquiera —no importa si es justa o injusta porque a la larga todas las causas son justas o injustas— se olvide de su destino personal
—Borges hay un artículo suyo, El arte narrativo y la magia, en el cual...
—Lo recuerdo muy vagamente.
—Yo también en este momento, pero su tesis es que...
—Ah, sí. Ya sé. La tesis de ese artículo es que —de igual modo que la magia ejecuta actos que influyen en la realidad— así en el arte narrativo hay circunstancias más o menos imperceptibles que luego prefiguran lo que sucede después ¿no?
—Sí. Y hay una teoría acerca del nominalismo y el realismo.
—Yo no recuerdo eso. Usted recuerda mi obra mejor que yo.
—Creo que es uno de los artículos más interesantes que usted ha escrito, Borges, o por lo menos de los que a mí más me gustan.
—Yo recuerdo muy vagamente esa nota. Quería decir que lo que sucede en una obra narrativa tiene que estar preparado. Y entonces, esas circunstancias vendrían a ser como pequeñas operaciones mágicas ¿no? Creo que así era...
—¿Usted no recuerda que habla de una traducción de Chaucer sobre un asesinato, en la que se habla de clavar un cuchillo, y hace un análisis de un modo indirecto de expresión que Chaucer traduce de una manera más directa...?
—No. Ahora recuerdo. Yo digo que hay un momento en el que se pasó de la alegoría a la novela. Es decir, del realismo al nominalismo. Y que si quisiéramos fijar una fecha, deberíamos buscarla en aquel momento en el que Chaucer traduce esa línea que dice "con los hierros ocultos, las traiciones" como "el que sonríe con el cuchillo bajo la capa". Y que podríamos fijar ese momento ideal —desde luego— como el momento en que se pasa de la alegoría, en que lo real son las ficciones, a la novela, en que lo real es, por ejemplo, no el asesinato o el crimen, sino Raskolnikov.
—Claro. Yo quería empezar por ahí para referirme a la estructura de la novela, de la novela moderna sobre todo. Usted que es un gran traductor de Faulkner, que conoce tan a fondo el Ulises de Joyce, Proust y toda la narrativa moderna...
—Yo creo poder plagiar —o deber plagiar— a Shaw, cuando dijo de O'Neill que no había nada nuevo en él salvo sus novedades. Creo que en el caso de Faulkner —y quizás en el caso de Proust, aunque yo hablo con más respeto de él que de Faulkner, respetándolos a los dos— esos artificios acabarán por cansar. Creo que volveremos a: "En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme..". Y creo además que un joven escritor debiera empezar por la sencillez y no por la complejidad.
—¿No piensa que esto se parece un poco a aquello que decía Valéry, acerca de que Baudelaire decidió ser clásico porque debía oponerse a un romanticismo anterior? Es decir, que todas estas innovaciones son necesarias para que después aparezca un nuevo clasicismo en la novela, que hay una dialéctica atenta —valga la expresión— de la historia de la literatura...
—Bueno, pero llevando esto a una "reductio de absurdum", significaría que Faulkner, Virgina Woolf y Proust estarían sacrificándose para que haya escritores mejores... No, estoy bromeando, lo que usted quiere decir es que este proceso es necesario, que es un poco como una suerte de flujo y reflujo y que no podemos sustraernos a él y que —desde luego— pueden ejercerse con mayor o menor felicidad. Por ejemplo, Virginia Woolf en Orlando lo hizo muy bien y en otros libros lo hizo con menor felicidad. Y en cuanto a Faulkner, creo que llegó a perderse en sus propios laberintos. Hay una novela suya en la que—para mayor mortificación del lector— hay dos personajes con el mismo nombre, por ejemplo...
—En Luz de agosto .
—Bueno, yo no recuerdo porque no penetré muy profundamente en ese laberinto ya que me desagradó ¿no?
—Uno de los personajes se llama Lucas Banch y el otro Byron Burch. Y hay con ellos una confusión. Pero tiene que ver con la trama de la novela.
—Una vez me propusieron hacer un film con mi cuento La muerte y la brújula. Y ahí, misteriosamente, el asesino y el asesinado se confunden hasta en los nombres —porque uno se llama Roth y el otro Scharlach, rojo y escarlata— así que yo pensé que si llevábamos eso al cinematógrafo, convenía que un actor hiciera los dos papeles, para que se notara que en cierto modo había no sólo un asesinato sino un suicidio ¿no?
—Además, en La espera, Alejandro Villari tiene el mismo nombre de su asesino.
—Es cierto. Pero ahora ya espero portarme bien y no jugar más con esas cosas.
—Pero esos juegos tiene algún sentido ¿verdad?
—Sí. Y en todo caso, yo no los hice "pour épater les bourgois". Además, el burgués ha sido "epatado" tantas veces que ya bosteza cuando quieren asombrarlo. Está curado de espanto, para usar una buena frase española.
—Me parece, Borges, que en toda su obra hay líneas o tendencias expuestas discursivamente y que el objetivismo francés ha desarrollado. Que usted ha planteado problemas que ellos han desarrollado después en sus novelas a un nivel estructural.
—Bueno, vamos a suponer que haya algo nuevo en mi obra ¿no?. Vamos a admitir eso como una hipótesis. En general, cuando un escritor llega a cierto punto piensa que ha llegado al último término. Y cuando otros desarrollan ese término, él se indigna ¿no? Porque piensa que él ha llegado ya a ese límite. Recuerdo el caso de Xul Solar, pintor muy audaz a quien le indignaba todo lo que ahora llamamos arte abstracto, porque le parecía que él había llevado eso hasta donde podía llevarse. De modo que si yo desapruebo lo que se hace ahora, quiere decir que he dado un paso, siquiera mínimo. Y que me enoja que otros vayan más allá. Pero ese es un proceso que no depende de mi voluntad. Han ocurrido cosas raras con mis libros: yo estaba en Texas y una chica me preguntó si al escribir el poema El Golem yo había ensayado una variación sobre el cuento Las ruinas circulares, escrito mucho antes. Yo reflexioné un momento, le agradecí su observación y le dije que nunca había pensado en eso, pero que realmente el cuento y el poema eran en esencia el mismo.
—Uno de los libros de crítica más interesantes que se han escrito sobre su obra es el de Ana María Barrenechea. ¿Qué piensa usted?
—Sí, ha sido traducido al inglés con el título de El hacedor de laberintos o El arquitecto de laberintos. Creo que es un libro muy estimable. Yo no lo he leído porque el tema me interesa poco ¿no?. Me siento muy incómodo cuando leo algo sobre mí. Pero creo que es el mejor libro, en todo caso fue juzgado digno de una traducción y me ha ayudado muchísimo.
—En ese libro, Borges, Ana María Barrenechea, en la parte final, alude al debatido problema de su posición política.
—Bueno, creo que es muy sencilla. Yo me he afiliado al Partido Conservador. He explicado que ser conservador, en la República Argentina, es una forma de escepticismo. Y que es equidistar del comunismo y del fascismo, es un partido medio. Creo que las épocas en las que han predominado los conservadores corresponden a épocas de dignidad y, por qué no decirlo, de prosperidad. Yo era radical. Pero era radical por una razón que me avergüenza confesar: porque un abuelo mío, Isidoro Acevedo, era íntimo amigo de Leandro Alem. Yo no creo que esas razones de tipo genealógico tengan valor. Entonces, unos días antes de las útlimas elecciones, yo fui a hablar con Hardoy y le dije que quería afiliarme al Partido Conservador. Y él me dijo: "Pero usted está completamente loco, vamos a perder las elecciones". Entonces yo hice una frase, así, sonriendo. Le dije: "A un caballero sólo le interesan las causas perdidas". Y él me contestó: "Bueno, si busca una causa perdida no dé un paso más, aquí está". Y me recibió con los brazos abiertos. A lo mejor estoy hablando con cierta frivolidad de cosas muy importantes. Pero creo que las opiniones de un escritor son lo menos importante que tiene. Las opiniones en general son poco importantes. Una opinión, o pertenecer a un partido político o lo que se llama "literatura comprometida", pueden llevarnos a obras admirables, mediocres o deleznables. No es tan fácil la literatura. No depende de nuestras opiniones, es algo que no se hace con las opiniones. Creo que la literatura es mucho más profunda que nuestras opiniones, que estas pueden cambiar y nuestra literatura no ser distinta por eso ¿no?
—Usted lo dijo muchas veces respecto de Kipling.
—Es cierto. Él dijo que a un escritor le está permitido urdir una fábula, pero no le está permitido saber cuál es la moraleja. De eso se encargarán otros, después. Y él lo dijo con cierta tristeza, porque él había sido un escritor comprometido, había dedicado su obra a la difusión o a la justificación del imperio inglés y -al final de su vida-comprendió que había hecho otra cosa, que había escrito algunos poemas y cuentos admirables y que el propósito político posiblemente había fracasado.
—En cuanto a usted, Borges, parece comprensible que su actitud ante el peronismo sea verdaderamente hostil.
—Creo que la palabra hostil es un poco débil. Yo siento repugnancia. Y creo poder decir lo mismo de un lejano pariente mío, llamado Juan Manuel de Rosas, un personaje abominable. Pero, en fin...
—Sin embargo, leyendo en El Hacedor, se descubre un pequeño relato, casi un poema en prosa, El simulacro ¿lo recuerda?
—Sí, eso se lo oí contar a un señor en Corrientes y a otro en Resistencia. Y como esas personas no estaban políticamente de acuerdo, supongo que el hecho era real. Pero si ese cuento es una defensa del peronismo, entonces —para usar una frase no muy original— me cortaría la mano con la que lo he escrito.
—No, yo no creo que ese cuento sea una defensa del peronismo. Pero es una explicación muy sensible de circunstancias particulares y de un episodio que estaban sucediendo en el país. Porque el cuento termina con una frase que para mí es muy significativa. Dice: "el crédulo amor de los arrabales...".
—Sí, es cierto. Pero no creo que el crédulo amor de los arrabales justifique la complicidad del centro. Creo que es otra cosa. Yo puedo respetar el crédulo amor de los arrabales, pero no tengo por qué respetar a un señor que se hizo peronista porque le convenía y además hacía continuamente bromas sobre Perón para que no creyeran que era un imbécil.
—Lo curioso es que el cuento logra dar una imagen real del peronismo, sin ningún tipo de hostilidad, y rescata cosas que en el peronismo eran verdaderamente positivas.
—Bueno, lo siento mucho, pero si he escrito el cuento, quién soy yo para interpretarlo. Pero nunca había pensado en eso. Al escribirlo pensé que era una anécdota muy curiosa y que además era cierta, y que en el caso de que no hubiera sido cierta merecería ser inventada ¿no? Pero, habiendo tantos temas en el mundo ¿por qué hablamos de política, que es el tema que menos domino y en el cual me dejo llevar por pasiones? Y que yo veo, además, como un problema ético. Usted ha visto que yo tengo una preocupación ética. Cuando estuvimos hablando sobre Baudelaire, Dostoievsky, Poe...
—Lo que pasa, Borges, es que interesa su pensamiento por su obra, que tiene gran importancia.
—Bueno, pero si tiene esa importancia no creo tener mayor derecho a elucidarla. El escritor debe ser esencialmente inocente y espontáneo, de modo que lo que yo diga sobre mi obra tiene menos valor que lo que diga Ana María Barrenechea o cualquiera. Yo he escrito mis cuentos una sola vez. Ustedes los han leído muchas. Son más de ustedes que míos. Yo he tratado de que mis opiniones no intervengan en mi obra. De modo que cuando me dicen que estoy encerrado en una torre de marfil, digo que esa imagen tomada del ajedrez es falsa, puesto que nadie ha tenido ninguna duda sobre lo que yo he pensado. Pero no creo que lo que yo piense en materia política o en materia religiosa —lo cual es mucho más importante— influye en lo que escribo. Alguien me dijo alguna vez que yo creía que la historia es cíclica, porque en cierto cuento mío hay formas que se repiten. Pero lo que yo he hecho es aprovechar las posiblidades estéticas de la doctrina de los ciclos. Pero eso no quiere decir que yo crea en ella, ni que descrea tampoco. Yo soy ante todo un hombre de letras que basándose en inquietudes propias ha tratado de aprovechar las posibilidades literarias de la filosofía, de la metafísica y de las matemáticas, pero desde luego no tengo ninguna autoridad para hablar como filósofo, ni como hombre de ciencia, ni como matemático.
—Pero su obra tiene una importancia fundamental, Borges...
—No, no, no creo. Yo me he propuesto distraer y quizás inquietar. Pero creo que la gente se va a cansar muy pronto de lo que yo he escrito.
—Sin embargo, admita que es un paso decisivo para consolidar un lenguaje que —entre otras cosas— no sea un lenguaje costumbrista.
—Ah, bueno, eso sí. Pero yo, precisamente, he llegado a eso cometiendo todos los errores posibles. Cuando empecé a escribir yo quería ser un clásico español humanista, del siglo XVII. Luego adquirí un diccionario de argentinismos. Y me propuse ser un escritor criollo. Y acumulé tantas palabras criollas que yo mismo ya no me entendía sin recurrir al diccionario que luego presté para no ceder a la tentación. Y creo que ahora escribo, digamos... como un argentino normal, escribo normalmente en argentino. Es decir, ni trato de ser español porque eso sería disfrazarme, ni trato de ser argentino porque eso también sería disfrazarme. Creo haber llegado a escribir con cierta inocencia. No creo en el costumbrismo, ni tampoco en el lunfardo que es una ficción literaria asaz pobre ¿no? Una convención literaria, mejor dicho. Últimamente he escrito milongas y me he cuidado mucho de no intercalar ninguna palabra del lunfardo, porque me he dado cuenta de que si cedía a esa tentación se falseaba todo, ya se vería al escritor con su diccionario, tratando de ser orillero... y yo creo que el orillero está más bien en la entonación.
(material compilado por Jorge Conti)
revista Crisis
1988

miércoles, 25 de marzo de 2015

Charles Dickens. Historia de dos ciudades.


El genio de Dickens ha imaginado una conmovedora historia de amor, en medio del terror y el caos de la Revolución Francesa, en los últimos años del siglo XVIII, Es ésta una creación típica del romanticismo, con todo la capacidad de exaltar sentimientos nobles, y, también, son sentido del humor y brillante descripción de la atmósfera de la época. 
El lector no olvidará fácilmente la vigorosa y heroica figura de Sidney Carton, con su miseria humana, pero, a la vez, con sus ansias de belleza y de sacrificio. 
El libro tuvo gran repercusión, fue adoptado para el teatro y posteriormente hicieron de él varias versiones cinematográficas. 
Fuente: N.N.

martes, 24 de marzo de 2015

León Tolstoi. Anna Karenina. Novela.


Publicada por primera vez en 1877. La novela apareció por primera vez como una serie en el periódico Ruskii Vestnik (`El mensajero ruso`), pero Tolstoi chocó con su editor Mikhail Katkov sobre temas relacionados con el final de la novela. Por lo tanto, la novela apareció por primera vez de forma completa en forma de libro.
Ampliamente respetado como ejemplo del realismo, Tolstoi consideró este libro su primera verdadera novela. El personaje de Anna parece que se inspiró en parte, en Maria Hartung (1832–1919), la hermana mayor del poeta ruso Alexander Pushkin.

La novela está dividida en ocho partes. Comienza con una de las frases más citadas: `Las familias felices son todas iguales, las familias infelices lo son cada una a su manera.`

La Primera Parte, introduce el personaje del Príncipe Stepan Arkadyevitch Oblonsky (`Stiva`), un funcionario que le ha sido infiel a su mujer Darya Alexandrovna (`Dolly`). Stiva llama a su hermana casada, Anna Karenina, desde San Petersburgo para que convenza a Dolly de que no le abandone.

Cuando está llegando a Moscú, un trabajador del ferrocarril cae accidentalmente en las vías del tren, presagiando el fatal fallecimiento de la propia Anna. Mientras tanto, un amigo de la infancia de Stiva, Konstantin Dmitrievich Levin llega a Moscú para proponerle matrimonio a la hermana menor de Dolly, Catalina Alexandrovna Shcherbatsky (`Kitty`). Kitty le rechaza esperando una oferta de matrimonio del oficial Conde Alexei Kirillovich Vronsky. Pero a pesar de su interés por Kitty, Vronsky no tiene interés en casarse con ella. Pronto se enamorará de Anna, después de conocerla en la estación de tren de Moscú y haber bailado una mazurca con ella en una fiesta.

Anna, sorprendida por su respuesta a Vronsky, regresa enseguida a San Petersburgo. Vronsky la sigue en el mismo tren. Levin regresa a su granja, abandonando toda esperanza de matrimonio, y Anna regresa con su marido, Alexei Alexandrovich Karenin, un oficial del Gobierno, y su hijo Seriozha.

En la Segunda Parte, Karenin regaña a Anna por hablar demasiado con Vronsky, pero después de un tiempo, ella vuelve a su relación con Vronsky y queda embarazada de un hijo suyo. Anna se muestra angustiada cuando Vronsky se cae en una carrera de caballos, haciendo evidentes para la sociedad sus sentimientos y obligándole a confesárselos a su marido. Cuando Kitty se entera de que Vronsky prefiere a Anna sobre ella, se va de vacaciones a Alemania para recuperarse.

La Tercera Parte examina la vida de Levin en su granja rural. Dolly se encuentra con Levin e intenta revivir sus sentimientos por Kitty. Dolly parece no haberlo conseguido, pero finalmente Levin se da cuenta de que aun le sigue queriendo. De nuevo en San Petersburgo, Karenin se niega a separarse de Anna y le amenaza con no dejarle ver a su hijo Seriozha si le abandona.

Sin embargo en la Parte 4, Karenin encuentra la situación intolerable y empieza a pensar en el divorcio. El hermano de Anna está en contra y convence a Karenin de que hable con Dolly primero. Una vez más, Dolly parece que fracasa en su tarea, pero Karenin cambia sus planes cuando descubre que Anna está muriendo durante el parto. Al lado de ella, Karenin perdona a Vronsly, quien intenta suicidarse por el remordimiento. Sin embargo Anna se recupera, habiendo dado a luz a una hija a la que llama Anna (`Annie`). Vronsky planea marcharse a Tashkent, pero cambia de opinión al ver a Anna, y los dos se marchan a Europa sin haber obtenido el divorcio. Por otro lado, Stiva planea un encuentro en el que Levin y Dolly se reoncilian.

En la Parte 5, Levin y Kitty se casan. Unos meses más tarde, Levin se entera de que su hermnao Nikolai se está muriendo. La pareja acude con él, y Kitty le cuida hasta que muere, a la vez que se entera de que está embarazada.
Fuente: N.N.


(Fragmento).


León Tolstoi
Ana Karenina

PRIMERA PARTE

I
-
Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgra-ciada.
En casa de los Oblonsky andaba todo trastrocado. La es-posa acababa de enterarse de que su marido mantenía relacio-nes con la institutriz francesa y se había apresurado a decla-rarle que no podía seguir viviendo con él.
Semejante situación duraba ya tres días y era tan dolorosa para los esposos como para los demás miembros de la familia. Todos, incluso los criados, sentían la íntima impresión de que aquella vida en común no tenía ya sentido y que, incluso en una posada, se encuentran más unidos los huéspedes de lo que ahora se sentían ellos entre sí.
La mujer no salía de sus habitaciones; el marido no co-mía en casa desde hacía tres días; los niños corrían libre-mente de un lado a otro sin que nadie les molestara. La ins-titutriz inglesa había tenido una disputa con el ama de llaves y escribió a una amiga suya pidiéndole que le buscase otra colocación; el cocinero se había ido dos días antes, precisa-mente a la hora de comer; y el cochero y la ayudante de co-cina manifestaron que no querían continuar prestando sus servicios allí y que sólo esperaban que les saldasen sus ha-beres para irse.
El tercer día después de la escena tenida con su mujer, el príncipe Esteban Arkadievich Oblonsky –Stiva, como le llamaban en sociedad–, al despertar a su hora de costumbre, es decir, a las ocho de la mañana, se halló, no en el dormitorio conyugal, sino en su despacho, tendido sobre el diván de cuero.
Volvió su cuerpo, lleno y bien cuidado, sobre los flexibles muelles del diván, como si se dispusiera a dormir de nuevo, a la vez que abrazando el almohadón apoyaba en él la mejilla.
De repente se incorporó, se sentó sobre el diván y abrió los ojos.
«¿Cómo era», pensó, recordando su sueño. «¡A ver, a ver! Alabin daba una comida en Darmstadt... Sonaba una música americana... El caso es que Darmstadt estaba en América... ¡Eso es! Alabin daba un banquete, servido en mesas de cris-tal... Y las mesas cantaban: "Il mio tesoro"..: Y si do era eso, era algo más bonito todavía.
» Había también unos frascos, que luego resultaron ser mu-jeres...»
Los ojos de Esteban Arkadievich brillaron alegremente al recordar aquel sueño. Luego quedó pensativo y sonrió.
«¡Qué bien estaba todo!» Había aún muchas otras cosas magníficas que, una vez despierto, no sabía expresar ni con palabras ni con pensamientos.
Observó que un hilo de luz se filtraba por las rendijas de la persiana, alargó los pies, alcanzó sus zapatillas de tafilete bordado en oro, que su mujer le regalara el año anterior con ocasión de su cumpleaños, y, como desde hacía nueve años tenía por costumbre, extendió la mano hacia el lugar donde, en el dormitorio conyugal, acostumbraba tener colocada la bata.
Sólo entonces se acordó de cómo y por qué se encontraba en su gabinete y no en la alcoba con su mujer; la sonrisa des-apareció de su rostro y arrugó el entrecejo.
–¡Ay, ay, ay! –se lamentó, acordándose de lo que había sucedido.
Y de nuevo se presentaron a su imaginación los detalles de la escena terrible; pensó en la violenta situación en que se en-contraba y pensó, sobre todo, en su propia culpa, que ahora se le aparecía con claridad.
–No, no me perdonará. ¡Y lo malo es que yo tengo la culpa de todo. La culpa es mía, y, sin embargo, no soy culpa-ble. Eso es lo terrible del caso! ¡Ay, ay, ay! –se repitió con desesperación, evocando de nuevo la escena en todos sus de-talles.
Lo peor había sido aquel primer momento, cuando al re-greso del teatro, alegre y satisfecho con una manzana en las manos para su mujer, no la había hallado en el salón; asus-tado, la había buscado en su gabinete, para encontrarla al fin en su dormitorio examinando aquella malhadada carta que lo había descubierto todo.
Dolly, aquella Dolly, eternamente ocupada, siempre llena de preocupaciones, tan poco inteligente, según opinaba él, se hallaba sentada con el papel en la mano, mirándole con una expresión de horror, de desesperación y de ira.
–¿Qué es esto? ¿Qué me dices de esto? –preguntó, seña-lando la carta.
Y ahora, al recordarlo, lo que más contrariaba a Esteban Arkadievich en aquel asunto no era el hecho en sí, sino la ma-nera como había contestado entonces a su esposa.
Le había sucedido lo que a toda persona sorprendida en una situación demasiado vergonzosa: no supo adaptar su aspecto a la situación en que se encontraba.
Así, en vez de ofenderse, negar, disculparse, pedir perdón o incluso permanecer indiferente ––cualquiera de aquellas acti-tudes habría sido preferible–, hizo una cosa ajena a su volun-tad («reflejos cerebrales» , juzgó Esteban Arkadievich, que se interesaba mucho por la fisiología): sonreír, sonreír con su sonrisa habitual, benévola y en aquel caso necia.
Aquella necia sonrisa era imperdonable. Al verla, Dolly se había estremecido como bajo el efecto de un dolor físico, y, según su costumbre, anonadó a Stiva bajo un torrente de pala-bras duras y apenas hubo terminado, huyó a refugiarse en su habitación.
Desde aquel momento, se había negado a ver a su marido.
«¡Todo por aquella necia sonrisa!», pensaba Esteban Arka-dievich. Y se repetía, desesperado, sin hallar respuesta a su pregunta: «¿Qué hacer, qué hacer?».

lunes, 23 de marzo de 2015

Horacio Quiroga. Sobre el arte de contar historias.


Con la publicación de estos ensayos (1922-1930), Horacio Quiroga buscó explorar el «problema de la literatura». De la ajena y de la propia, porque, como pensaba Borges, leer es una manera de crear, y en él la lectura no fue enciclopédica, ni siquiera muy vasta, sino que constituyó una auténtica profesión de fe, la elección de un trayecto ficcional del que dejó testimonio irrrecusable.
No debe descartarse, en estos textos, una fuerte dosis de humor e ironía (como en su «defensa» frente a los jóvenes vanguardistas), pero por encima de ella la reflexión, la búsqueda de racionalizar el acto creativo, en la que destaca su agudeza, penetración y dominio de la poética del cuento que con tanto magisterio ejerció.

Fuente: N.N.

Fragmento.


                       El manual del perfecto cuentista


Una larga frecuentación de las personas dedicadas entre nosotros a escribir cuentos, y alguna experiencia personal al respecto, me han sugerido más de una vez la sospecha de si no hay, en el arte de escribir cuentos, algunos trucs de oficio, algunas recetas de cómodo uso y efecto seguro, y si no podrían ellos ser formulados para pasatiempo de las muchas personas cuyas ocupaciones serias no les permiten perfeccionarse en una profesión mal retribuida por lo general, y no siempre bien vista.
Esta frecuentación de los cuentistas, los comentarios oídos, el haber sido confidente de sus luchas, inquietudes y desesperanzas, han traído a mi ánimo la convicción de que, salvo contadas excepciones en que un cuento sale bien sin recurso alguno, todos los restantes se realizan por medio de recetas o trucs de procedimiento al alcance de todos, siempre, claro está, que se conozcan su ubicación y su fin.
Varios amigos me han alentado a emprender este trabajo, que podríamos llamar de divulgación literaria, si lo de literario no fuera un término muy avanzado para una anagnosia elemental.
Un día, pues, emprenderé esta obra altruista, por cualquiera de sus lados, y piadosa, desde otro punto de vista.
Hoy apuntaré algunos de los trucs que me han parecido hallarse más a flor de ojo. Hubiera sido mi deseo citar los cuentos nacionales cuyos párrafos extracto más adelante. Otra vez será. Contentémonos por ahora con exponer tres o cuatro recetas de las más usuales y seguras, convencidos de que ellas facilitarán la práctica cómoda y casera de lo que se ha venido a llamar el más difícil de los géneros literarios.
Comenzaremos por el final. Me he convencido de que, del mismo modo que en el soneto, el cuento empieza por el fin. Nada en el mundo parecería más fácil que hallar la frase final para una historia que, precisamente, acaba de concluir. Nada, sin embargo, es más difícil.
Encontré una vez a un amigo mío, excelente cuentista, llorando, de codos sobre un cuento que no podía terminar. Faltábale tan sólo la frase final. Pero no la veía, sollozaba, sin lograr verla así tampoco.
He observado que el llanto sirve por lo general en literatura para vivir el cuento, al modo ruso; pero no para escribirlo. Podría asegurarse a ojos cerrados que toda historia que hace sollozar a su autor al escribirla, admite matemáticamente esta frase final:
«¡Estaba muerta!».
Por no recordarla a tiempo su autor, hemos visto fracasado más de un cuento de gran fuerza. El artista muy sensible debe tener siempre listos, como lágrimas en la punta de su lápiz, los admirativos. Las frases breves son indispensables para finalizar los cuentos de emoción recóndita o contenida. Una de ellas es:
«Nunca más volvieron a verse».
Puede ser más contenida aún:
«Sólo ella volvió el rostro».
Y cuando la amargura y un cierto desdén superior priman en el autor, cabe esta sencilla frase:
«Y así continuaron viviendo».
Otra frase de espíritu semejante a la anterior, aunque más cortante de estilo:
«Fue lo que hicieron».
Y ésta, por fin, que por demostrar gran dominio de sí e irónica suficiencia en el género, no recomendaría a los principiantes:
«El cuento concluye aquí. Lo demás apenas si tiene importancia para los personajes».
Esto no obstante, existe un truc para finalizar un cuento, que no es precisamente final, de gran efecto siempre y muy grato a los prosistas que escriben también en verso. Es éste el truc del leitmotiv.
Comienzo del cuento: «Silbando entre las pajas, el fuego invadía el campo, levantando grandes llamaradas. La criatura dormía…».
Final: «Allá a lo lejos, tras el negro páramo calcinado, el fuego apagaba sus últimas llamas…».
De mis muchas y prolijas observaciones, he deducido que el comienzo del cuento no es, como muchos desean creerlo, una tarea elemental. «Todo es comenzar». Nada más cierto; pero hay que hacerlo. Para comenzar se necesita, en el noventa y nueve por ciento de los casos, saber adónde se va. «La primera palabra de un cuento —se ha dicho— debe ya estar escrita con miras al final».
De acuerdo con este canon, he notado que el comienzo exabrupto, como si ya el lector conociera parte de la historia que le vamos a narrar, proporciona al cuento insólito vigor. Y he notado asimismo que la iniciación con oraciones complementarias favorece grandemente estos comienzos. Un ejemplo:
«Como Elena no estaba dispuesta a concederlo, él, después de observarla fríamente, fue a coger su sombrero. Ella, por todo comentario, se encogió de hombros».
Yo tuve siempre la impresión de que un cuento comenzado así tiene grandes probabilidades de triunfar. ¿Quién era Elena? Y él, ¿cómo se llamaba? ¿Qué cosa no le concedió Elena? ¿Qué motivos tenía él para pedírselo? ¿Y por qué observó fríamente a Elena, en vez de hacerlo furiosamente, como era lógico esperar?
Véase todo lo que del cuento se ignora. Nadie lo sabe. Pero la atención del lector ha sido cogida de sorpresa, y esto constituye un desiderátum en el arte de contar.
He anotado algunas variantes a este truc de las frases secundarias. De óptimo efecto suele ser el comienzo condicional:
«De haberla conocido a tiempo, el diputado hubiera ganado un saludo, y la reelección. Pero perdió ambas cosas».
A semejanza del ejemplo anterior, nada sabemos de estos personajes presentados como ya conocidos nuestros, ni de quién fuera tan influyente dama a quien el diputado no reconoció. El truc del interés está, precisamente, en ello.
«Como acababa de llover, el agua goteaba aún por los cristales. Y el seguir las líneas con el dedo fue la diversión mayor que desde su matrimonio hubiera tenido la recién casada».
Nadie supone que la luna de miel pueda mostrarse tan parca de dulzura al punto de hallarla por fin a lo largo de un vidrio en una tarde de lluvia.
De estas pequeñas diabluras está constituido el arte de contar. En un tiempo se acudió a menudo, como a un procedimiento eficacísimo, al comienzo del cuento en diálogo. Hoy el misterio del diálogo se ha desvanecido del todo. Tal vez dos o tres frases agudas arrastren todavía; pero si pasan de cuatro, el lector salta enseguida. «No cansar». Tal es, a mi modo de ver, el apotegma inicial del perfecto cuentista. El tiempo es demasiado breve en esta miserable vida para perderlo de un modo más miserable aún.
De acuerdo con mis impresiones tomadas aquí y allá, deduzco que el truc más eficaz (o eficiente, como se dice en la Escuela Normal), se lo halla en el uso de dos viejas fórmulas abandonadas, y a las que en un tiempo, sin embargo, se entregaron con toda su buena fe los viejos cuentistas. Ellas son:
«Era una hermosa noche de primavera» y «Había una vez…».
¿Qué intriga nos anuncian estos comienzos? ¿Qué evocaciones más insípidas, a fuerza de ingenuas, que las que despiertan estas dos sencillas y calmas frases? Nada en nuestro interior se violenta con ellas. Nada prometen ni nada sugieren a nuestro instinto adivinatorio. Puédese, sin embargo, confiar seguro en su éxito… si el resto vale. Después de meditarlo mucho, no he hallado a ambas recetas más que un inconveniente: el de despertar terriblemente la malicia de los cultores del cuento. Esta malicia profesional es la misma con que se acogería el anuncio de un hombre que se dispusiera a revelar la belleza de una dama vulgarmente encubierta: «¡Cuidado! ¡Es hermosísima!».
Existe un truc singular, poco practicado, y, sin embargo, lleno de frescura cuando se lo usa con mala fe.
Este truc es el del lugar común. Nadie ignora lo que es en literatura un lugar común. «Pálido como la muerte» y «Dar la mano derecha por obtener algo» son dos bien característicos.
Llamamos lugar común de buena fe al que se comete arrastrado inconscientemente por el más puro sentimiento artístico; esta pureza de arte que nos lleva a loar en verso el encanto de las grietas de los ladrillos del andén de la estación del pueblecito de Cucullú, y la impresión sufrida por estos mismos ladrillos el día que la novia de nuestro amigo, a la que sólo conocíamos de vista, por casualidad los pisó.
Ésta es la buena fe. La mala fe se reconoce en la falta de correlación entre la frase hecha y el sentimiento o circunstancia que la inspiran.
Ponerse pálido como la muerte ante el cadáver de la novia es un lugar común. Deja de serlo cuando, al ver perfectamente viva a la novia de nuestro amigo, palidecemos hasta la muerte.
«Yo insistía en quitarle el lodo de los zapatos. Ella, riendo, se negaba. Y, con un breve saludo, saltó al tren, enfangada hasta el tobillo. Era la primera vez que yo la veía; no me había seducido, ni interesado, ni he vuelto más a verla. Pero lo que ella ignora es que, en aquel momento, yo hubiera dado con gusto la mano derecha por quitarle el barro de los zapatos».
Es natural y propio de un varón perder su mano por un amor, una vida o un beso. No lo es ya tanto darla por ver de cerca los zapatos de una desconocida. Sorprende la frase fuera de su ubicación psicológica habitual; y aquí está la mala fe.
El tiempo es breve. No son pocos los trucs que quedan por examinar. Creo firmemente que si añadimos a los ya estudiados el truc de la contraposición de adjetivos, el del color local, el truc de las ciencias técnicas, el del estilista sobrio, el del folklore, y algunos más que no escapan a la malicia de los colegas, facilitarán todos ellos en gran medida la confección casera, rápida y sin fallas, de nuestros mejores cuentos nacionales…

domingo, 22 de marzo de 2015

Huxley, Aldous. Literatura y Ciencia.


Un lúcido análisis del conflicto entre el mundo artístico y científico, y que el novelista C. P. Snow denominaba el problema de `las dos culturas`. Aldous Huxley, en este ensayo, busca establecer puentes entre ambos mundos:

`En los párrafos que siguen intentaré tratar este tan debatido tema en términos más concretos que los empleados por Oppenheimer y Trilling, por Leavis, Snow y los iniciadores victorianos de esta gran polémica. ¿Cuál es la función de la literatura, cuál su psicología, cuál la naturaleza del lenguaje literario? Y, ¿en qué se diferencian su función, su psicología y su lenguaje de la función, la psicología y el lenguaje de la ciencia? ¿Cuál ha sido en el pasado la relación entre literatura y ciencia? ¿Cuál es la actual? ¿Cuál podrá ser en el futuro? ¿Qué le convendría hacer desde un punto de vista artístico al hombre de letras del siglo veinte respecto de la ciencia de su siglo? Estas son las pregüntas que trataré de responder.
Fuente: N.N.

Carlos Fuentes. La gran novela latinoamericana. Ensayo.


Este ensayo propone un recorrido por la evolución de la novela en Latinoamérica, desde el descubrimiento del continente hasta nuestros días. Quienes emprendan esta ruta hallarán en ella a las grandes figuras de la novela latinoamericana y sus temas constantes: la naturaleza salvaje, los conflictos sociales, el dictador y la barbarie, la épica del desencanto, el mundo mágico de mito y lenguaje y, sobre todo, su vocación de canibalizar y carnavalizar la historia, convirtiendo el dolor en fiesta, creando formas literarias y artísticas entrometidas unas en las otras, como lo son las de Borges, Neruda y Cortázar, sin respeto de reglas o géneros.
Fuente: N.N.

PD: es de lamentar que el escritor Carlos Fuentes en sus 363 páginas, no le dedique  ni tan siquiera un renglón a nuestra Literatura Centroamericana. ¿Será que no existimos para el resto de Latinoamérica?



(Frgamento).
16. El post-boom (1)


1. Una nueva narrativa suramericana: La ciudad


La gran liberación poética del lenguaje le da alas a una prosa imaginativa, renovadora y al cabo, poética en el sentido de fundar la realidad mediante la palabra. Rulfo, Borges, Carpentier, Asturias, Onetti, Lezama Lima, encarnan lo que podríamos llamar el pre-boom hispanoamericano: media docena de autores. Seguiría el boom con una docena y hasta veintena de escritores. En seguida, se ampliaría el radio al post-boom, el mini-boom, incluso el anti-boom, hasta contar con un buen centenar de excelentes novelistas en español, de México al Río de la Plata.
Un hecho notable es la floración de mujeres escritoras. Otro, el desplazamiento del campo antiguo a la ciudad moderna. Otro más, la variedad de estilos, tendencias, argumentos, referencias y opciones. No se puede hablar hoy de una sola escuela literaria, realismo socialista o realismo mágico, novela sicológica o novela política, artepurismo o compromiso. Las categorías del debate anterior han sido superadas por dos cosas que definen en verdad a la literatura: La imaginación y el lenguaje. El signo de la novela hispanoamericana es la variedad —una variedad tan numerosa como el tamaño de nuestras ciudades. Mi ciudad, México, brincó en mi propia vida de un millón a veinte millones de habitantes, y Santiago de Chile, Lima, Caracas y Sao Paulo: trepando por los cerros, invadiendo los llanos, escondiéndose en las atarjeas, la urbanidad latinoamericana es el escenario virtual o patente de la novela actual—, dejando atrás la novela agraria o rural que va de Gallegos a Rulfo.
Escojo, sin embargo, como ciudad emblemática a Buenos Aires. No es tan antigua como México (fundada por los nahuas inmigrantes en 1325) ni tan importante como lo fueron Lima o Quito en la era colonial. Es, sin embargo, la ciudad moderna (o lo fue hasta hace poco) que nació gracias a la inmigración europea, el comercio del interior y el trasatlántico, la veloz urbanización con criterio estético —plazas, avenidas, edificios públicos— y la animación cultural con teatros, cines (la calle Lavalle), librerías, ateneos, universidades.
Ciudad/ciudad, Buenos Aires nos permite observar con intensidad al tema de la urbe en Latinoamérica, que ya traté en relación con Borges y Cortázar. Es natural y paradójico que el país donde la novela urbana latinoamericana alcanza su grado narrativo más alto sea la Argentina. Obvio, natural y paradójico. Después de todo, Buenos Aires es la ciudad que casi no fue: el aborto virtual, seguido del renacimiento asombroso. La fundación original por Pedro de Mendoza en 1536 fue, como todos saben, un desastre que acabó en el hambre, la muerte y, dicen algunos, el canibalismo. El cadáver del fundador fue arrojado al Río de la Plata. La segunda fundación en 1580 por Juan de Garay le dio a la ciudad, en cambio, una función tan racional como insensata fue la primera. Ahora, la ciudad diseñada a escuadra se convirtió en centro ordenado de la burocracia y el comercio, eje del trato mercantil entre Europa y el interior de la América del Sur.
Buenos Aires es un lugar de encuentros. El inmigrante del interior llega buscando trabajo y fortuna, igual que el inmigrante de las fábricas y los campos de la Europa decimonónica. En 1869, Argentina tenía apenas dos millones de habitantes. Entre 1880 y 1905, casi tres millones de inmigrantes entraron al país. En 1900, la tercera parte de la población de Buenos Aires había nacido en el extranjero.
Pero una ciudad fundada dos veces debe tener un doble destino. Buenos Aires ha sido una ciudad de prosperidad y también de carencia, ciudad auténtica y ciudad enmascarada, que a veces sólo puede ser auténtica convirtiéndose en lo que imita: Europa. Los argentinos somos europeos exiliados. Esto —o algo comparable— dijo Borges y confirmó Cortázar.
Y sobre todo Buenos Aires, ciudad, simultáneamente, de poesía y de silencio. Dos inmensos silencios se dan cita en Buenos Aires. Uno es el de la pampa sin límite, la visión del mundo a un perpetuo ángulo de 360 grados. El otro silencio es el de los vastos espacios del Océano Atlántico. Su lugar de encuentro es la ciudad del Río de la Plata, clamando, en medio de ambos silencios: Por favor, verbalícenme.
Construida sobre el silencio, ésta se convierte en una ciudad edificada también sobre la ausencia, respondiendo al silencio pero fundada en la ausencia. La paradoja es que Buenos Aires ha sido al mismo tiempo (o ha parecido ser) la ciudad más acabada de la América Latina, la más consciente de su urbanidad, la ciudad más citadina de todas. Aparentemente, digo, cuando se le compara con el caos permanente de Caracas, la gangrena de Lima o la mancha en expansión de México.
Mancha: La Mancha, hombres y mujeres de La Mancha, reino de Cervantes, escritores en español, ciudadanos de la mancha…
Sin embargo, la evidencia de la ciudad en obras de sueño y temática clásicamente urbanos, como el Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal, las novelas de Eduardo Mallea o los sicodramas coloridos y altamente evocadores de Ernesto Sábato, ofrecen menos contraste para entender la relación entre ciudad, historia y ficción que otras obras argentinas marcadas por lo que yo llamaría una ausencia radical. Éstas son visiones de una civilización ausente, capaces de evocar un devastador sentimiento de vacío, una suerte de fantasma paralelo que sólo habla en nombre de la ciudad a través de su espectro, su imposibilidad, su contrariedad. Buenos Aires, escribió Ezequiel Martínez Estrada, es la cabeza de Goliat con el cuerpo de David, que es la Argentina. Mucha ciudad, poca historia, pero ¿cuánta realidad?
¿Es el grado de la ausencia la medida de la ficción argentina? Ésta es la ausencia que Borges llena con sus fabulosas construcciones —Tlön, Uqbar, Orbis Tertius—, existentes sólo en la memoria de otras ciudades.
Escritores más recientes, en cambio, son incapaces de llenar el vacío. Su proyecto, acaso, consiste en dejar que la ausencia siga ausente. La única presencia es la de las palabras. La literatura, para estos autores, sirve para poner a prueba su materia misma, la palabra y la imaginación, en una sociedad devastada por el uso total, omnidevorador, de la violencia. Desaparecieron los argentinos. ¿Desapareció la nación? El escritor sólo puede responder sondeando estas ausencias a partir de su pregunta: ¿desaparecieron las palabras?
Las palabras, es cierto, fracasan a menudo en su intento de vencer la ausencia que se encuentra en la raíz de muchas historias argentinas. El descubrimiento, por ejemplo; la colonización; el destino de la población indígena. Borges crea otra realidad en nombre de la imaginación. A veces, inclusive, la olvida desesperadamente a fin de surtir las ausencias percibidas. Si no hay Yucatán y Oaxaca, entonces habrá Tlön, Uqbar y Orbis Tertius. Pero Héctor Libertella o Juan José Saer sólo pueden darnos la mirada de Pigafetta, el navegante de la expedición de Magallanes, como una botella arrojada al mar, y radicalizar la ausencia de los indios o, más bien, la ausencia del universo tribal, hermético y aislado, que constituye la otra civilización americana, en tanto que Abel Posse descubre, en sus novelas, que el descubrimiento de América es en realidad el encubrimiento de América. El escritor se impone la obligación de descubrir verdaderamente, a través de la imaginación literaria.
¿Puede sustituirse nada con nada más, y nada menos, que la palabra? Éste es el ejemplo más radical de la narrativa argentina, y nadie aborda mejor el tema que César Aira: «Los indios, bien mirados, eran pura ausencia, pero hecha de una cualidad exclusiva de presencia. De ahí el miedo que provocaban».
Y si Posse, Aira, Saer y Libertella nos inquietan porque su retorno lo es a la ausencia explícita de la naturaleza deshabitada, sus ancestros inmediatos, Adolfo Bioy Casares y José Bianco, no nos inquietan porque sus paisajes son más inmediatamente reconocibles o, sólo en apariencia, menos solitarios. En La invención de Morel de Bioy, la ausencia se presenta mediante un artefacto mental o científico, un aparato implacable, una especie de máquina imposible, como en las caricaturas de Rube Goldberg, cuya dimensión metafísica, no obstante, es funcionar como una memoria de devastadores reconocimientos primigenios, aunque su función científica, acaso, sea la de predecir (en 1941) la holografía láser. Se trata, al cabo, del reconocimiento del otro, el compañero, el amante, el enemigo, o yo mismo, en el espejo. En Sombras suele vestir de Bianco, la ausencia es una realidad paralela, espectral y profundamente turbadora, porque carece de la finitud de la muerte. Bianco nos introduce magistralmente en una sospecha: la muerte no es el final de nada.
No la muerte, sino una ausencia mucho más insidiosa, la de la desaparición, encuentra su resonancia contemporánea en las novelas de David Viñas, Elvira Orphée, Luisa Valenzuela, Daniel Moyano, Osvaldo Soriano, Martín Caparrós, Silvia Iparraguirre, Tomás Eloy Martínez y finalmente Matilde Sánchez. En ellos, asistimos a la desaparición no del indio, no de la naturaleza, sino de la ciudad y sus habitantes. Desaparece la cabeza de Goliat pero arrastra con ella a todos los pequeños honderos entusiastas, los davidcitos que no tienen derecho a la seguridad y al confort modernos, pero tampoco a la libertad y a la vida. La metrópoli adquiere la soledad de los llanos infinitos. La ciudad y sus habitantes están ausentes porque desaparecen, y desaparecen porque son secuestrados, torturados, asesinados y reprimidos por el aparato demasiado presente de los militares y la policía. La ausencia se convierte así en hecho a la vez físico y político, trascendiendo cualquier estética de la agresión. La violencia es un hecho.
Julio Cortázar previó la tragedia de los desaparecidos en su novela El Libro de Manuel, en el que los padres de un niño por nacer le preparan una colección de recortes de prensa con todas las noticias de violencia con la que tendrá que vivir y recordar al nacer.
Cortázar es quien más generosamente llena la ausencia de la Argentina en su gran novela urbana, Rayuela. En ella construye una anti-ciudad, hecha tanto de París como de Buenos Aires, cada una completando la ausencia de la otra. De esta anti-metrópolis fluyen los anti-mitos que arrojan una sombra sobre nuestra capacidad de comunicarnos, escribir o hablar de la manera acostumbrada. El lenguaje se precipita, hecho pedazos. En él, Cortázar observa la corrupción de la soledad convirtiéndose en violencia.
Cortázar le hace un regalo a nuestra conflictiva modernidad urbana. Más que un lenguaje, inventa un contra-lenguaje como respuesta a la anti-ciudad, de la misma manera que para combatir al virus maligno se inocula una porción del mismo, un doble mortalmente atractivo… El contra-lenguaje inventado por Cortázar requiere, como el cuerpo inoculado, la complicidad entre escritor y autor, una especie de creatividad compartida. Un lenguaje capaz no sólo de escribir, sino de re-escribir y aun, radicalmente, de des-escribir la historia moderna de Latinoamérica.
El concepto crítico y exigente que Cortázar se hace de lo moderno se funda en el lenguaje porque el Nuevo Mundo es, después de todo, una fundación del lenguaje. Sólo que es éste el lenguaje de otra ausencia, la de la vinculación entre los ideales humanistas y las realidades religiosas, políticas y económicas del Renacimiento. Con el lenguaje de la utopía, Europa traslada a América su sueño de una comunidad cristiana perfecta. Terrible operación de transferencia histórica y sicológica. Europa se libera de la necesidad de cumplir su promesa de felicidad, pero se la endilga, a sabiendas de su imposibilidad, al continente americano. Como la felicidad y la historia rara vez coinciden, nuestro fracaso histórico se vuelve inevitable. ¿Cuándo dejaremos de ser un capítulo en la historia de la felicidad humana, no para convertirnos, fatalmente, en un capítulo de la infelicidad, sino en un libro abierto del conflicto de valores que no se destruyen entre sí, sino que se resuelven el uno en el otro?
Los grandes escritores de Iberoamérica nos proponen una contribución propia de la literatura. El lenguaje es raíz de la esperanza. Traicionar al lenguaje es la sombra más larga de nuestra existencia. La utopía americana se fue a vivir a la mina y la hacienda, y de allí se trasladó a la villa miseria, la población cayampa y la ciudad perdida. Con ella, de la selva a la favela, de la mina a la chabola, han fluido una multitud de lenguajes, europeos, indios, negros, mulatos, mestizos.
Cortázar nos pide expandir estos lenguajes, todos ellos, liberándolos de la costumbre, el olvido o el silencio, transformándolos en metáforas inclusivas, dinámicas, que admitan todas nuestras formas verbales: impuras, barrocas, conflictivas, sincréticas, policulturales.
Esta exigencia se ha convertido en parte de la tradición literaria hispanoamericana, de la Residencia en la tierra de Pablo Neruda cuando el poeta se detiene frente a los aparadores de las zapaterías, entra a las peluquerías y nombra a la más humilde alcachofa, a Luis Rafael Sánchez, capturado en un embotellamiento de tránsito en San Juan mientras se dirige a una cita amorosa, y en vez se ve obligado a depender de la radio FM de su automóvil y su flujo interminable, heracliteano, de radionovelas y sones tropicales: La guaracha del Macho Camacho. La relación entre la civilización y su ficción puede provenir de una presencia tan material y directa como las de Pablo Neruda o Luis Rafael Sánchez, o de una ausencia tan física como las de Tomás Eloy Martínez y Silvia Iparraguirre, tan metafísica como la de Bioy Casares, tan fantasmal como la de José Bianco, tan mortal como la de Luisa Valenzuela, tan irónica como las de Martín Caparrós, o tan esperanzadoramente crítica y creativa como las de Julio Cortázar, Tomás Eloy Martínez y Silvia Iparraguirre.
2. Iparraguirre ya había escrito un extraordinario relato, La Tierra del Fuego, en el que narra la historia de Jeremy Button, un indio de la Patagonia que es llevado a Inglaterra a fin de «civilizarlo»: lengua, ropa, maneras. Cuando regresa a su tierra natal a fin de educarla, Button se despoja rápidamente de los hábitos británicos y vuelve a ser lo que es y quiere ser: un patagón argentino.
Ahora, en El muchacho de los senos de goma, Iparraguirre cuenta tres historias a la vez separadas y entrelazadas. La de Mentasti, un profesor de filosofía en perpetua contradicción. La de la señora Vidot, capturada entre la nostalgia de la muerte y la pregunta: ¿Quién se va a ocupar de los gatos cuando yo me muera? Y la del joven protagonista, Cris, desconcertado entre la fascinación hacia «Renato» —el filósofo Descartes que le revela Mentasti—, las confusiones sexuales de la viuda Vidot y la necesidad de ganarse la vida vendiendo objetos inútiles: los senos de goma del título.
Buenos Aires es la protagonista abarcadora, madre y madrina y madrastra: «Barrios de millonarios y conventillos de anarquistas, grandeza arquitectónica cimentada en vacas… Acogedora y voraz, corrompida e inocente… Demasiado joven para ser definitivamente mala… Sólo en la contradicción se encuentra su forma». Iparraguirre describe a Buenos Aires. Describe, en su perfil más radical, a Lima, a Caracas, a la Ciudad de México.
Luisa Valenzuela es una escritora disfrazada de sí misma. Quiero decir: en sus novelas, ella siempre está presente. Si su escritura oculta a la escritura, ella se encarga de re-presentarse mediante breves ejercicios —intrusiones— filosóficos, ensayísticos, en apariencia un tanto ajenos a la ficción relatada. Es una trampa: Valenzuela gusta de hacerse presente en sus libros para que, en ese momento, la ficción misma se vuelva ausente y nos obligue a olvidarla por un rato y luego regresar a ella, no sin cierto sentido del pecado propio.
¿Por qué este complicado juego autoral? Pues porque el gran tema de Valenzuela es el secreto. En su Novela negra con argentinos de 1990, Valenzuela describe a personajes disfrazados. Todos son lo que son porque no son lo que parecen ser.
Resulta así que Valenzuela juega un juego de juegos. Ella, autora, se hace presente sólo para alejar al libro y a los personajes pero éstos, a su vez, detrás de sus disfraces, son portadores de un secreto. Es más: necesitan la intrusión autoral y su propio disfraz (que al cabo disfraza de autor mismo) para revelarnos la verdad de sus vidas, que no depende ni de la autoría de Valenzuela ni de sus personales disfraces.
La verdad es un secreto. El lenguaje es un poder entre lenguaje y verdad. Valenzuela ubica al secreto como la realidad real del poder. El yo pensante no es igual al yo existente. Entre ambos se cuela, por ejemplo, el sueño, que es «el sabueso del secreto». Se presenta, en el otro extremo, el lector, para el cual la novela es un secreto también, en la medida en que todo lector está, al mismo tiempo, presente en la lectura pero presente en la ficción.
Lo extraordinario de las novelas de Valenzuela es que el origen de sus ficciones es la realidad más inmediata y palpable de la Argentina durante una década (1979-1989). La escritora se exilió de una nación dominada y degradada (torturas, asesinatos, campos de concentración, desapariciones) por un elenco militar amparado, indiscriminadamente, por las políticas anticomunistas de la guerra fría, añadidas a las persecuciones de toda persona no adicta, aunque no lo dijese expresamente o porque no lo dijese, a la dictadura militar.
Valenzuela regresa a la Argentina en 1989 y no reconoce a su patria. La tiranía militar, el régimen bufo de Isabel Perón y el brujo López Rega, han deformado al país que Valenzuela dejó una década antes. Ella no reconoce a su patria porque su patria ha dejado de conocerse a sí misma. Valenzuela se une a una larga búsqueda no sólo de la nación perdida, sino de la nación nueva por encontrar. La realidad creada por la represión es una trampa que disfraza al país. Valenzuela responde con otra trampa para entrampar a los tramposos. Un lenguaje de significados múltiples, en contra del lenguaje de significado único de la dictadura. Un texto textilero, dice Valenzuela, texto-tela, visible, pero encubridor de los secretos que mejor escondemos: los secretos del cuerpo, sus enfermedades, sus manías, sus necesidades, lo más común.
Terrible manera de contestarle a una tiranía: has violado mi cuerpo, has torturado lo que nos es común a todos. El miserable cuerpo humano.
Añado que Valenzuela hace una clara ubicación del secreto en las clases dominantes de la Argentina y la obliga a conocer (aunque no sepa responder) a una pregunta: ¿Han sustituido ustedes a Dios por el secreto? ¿Es el secreto el Dios del poder? ¿Puede una novela ofrecerles un lenguaje sin poder, pero con nuevos significados: un lenguaje mariposa, volátil y colorido e inapresable?
3. Víctor —«no daré su apellido»— tiene ojos de ogro dopado. Es dueño de un olor primitivo. Es obsesivo, indolente. Su risa es un eco de catarros mal aireados. Habla con el falsete del engaño. Es ególatra y narcisista. Es ratero y goza de una feroz impunidad. Presume de sus experiencias. Son sólo el continuo repetir de los mismos incidentes. Quisiera ser el burlador. Es sólo el rey de las máscaras. No tiene experiencia: todo le ha ocurrido antes. Atrae la gratitud y el morbo, a costas de la vida. A él le interesan solamente todas las mujeres. Es dueño de una vulgaridad violenta. Es pedómano. No tiene el registro de la caricia. Su vanidad es infinita. Lo mueven la compulsión, la impunidad, la intolerancia. Es el apéndice de su propio sexo. La calle es el teatro de su ego. Es un genio peripatético. Está lleno de atributos que dejan al mundo indiferente. Es obsesivo e indolente. Sus manías carecen de empeño. Es tramposo. Presume de su talento de actor. Sólo obtiene papelitos de extra en el cine. Su placer exhibicionista sobrelleva todos los fracasos. Le basta con contemplar su impacto en las mujeres.
No es un simple tenorio: «es un varado en los salones de citas sexuales, sin husos horarios, un vagabundo de dos hemisferios». No es que lleve una segunda vida… Es el multiplicado de modo exponencial en una docena de nombres ficticios y direcciones de correo alternas y seriadas. Crea una dirección y una identidad, pesca a un par de pasajeras —la palabra les cuadra—, las visita durante su estadía y luego se esfuma… la dirección, el nombre, el personaje desaparecen, «es como si se mudara a la luna».
Pero todas son «la mujer de su vida». Quiere ser el caudillo, el patriarca de un «vivero de amantes». Una de ellas es la narradora de esta novela, Los daños materiales. Víctor la describe como corrupta, extorsiva, ludópata perdida, sidosa y adicta, «hablará de mi boca cariada… ladrona y avara, coprófaga, usurera, deudora morosa y, como autora de este libro, difamadora».
¿Prevé la narradora estos insultos de Víctor cuando él lea Los daños materiales? ¿Los ha sufrido ya y sólo los repite aquí? ¿O nunca dijo todo esto Víctor, son sólo injurias que la narradora le atribuye, con ganas de que Víctor las hubiera dicho?
En estas preguntas se cifra el misterio literario de esta novela. ¿Ella inventa a Víctor o es cierto cuanto aquí dice? Ella no le cree a Víctor en ningún momento. ¿Debemos nosotros creerle a ella? ¿Lo imagina ella o de verdad vive «el fragor de la cópula» con Víctor, colgada de una araña, de un ventilador, «penetrada en patadas aéreas»? ¿O es la narradora víctima de su propia pasión atávica, un «fósil cerebral», cazada como una fiera y dormida en la cama encadenada por y para la sumisión? ¿Quiere tener, acaso, el monopolio del agravio? ¿Por qué entonces pide perdón cuando sufre la mirada de odio exaltado… «dispuesto a prenderme fuego», de Víctor?
Pide un largo perdón por «la esclavitud de los pueblos africanos y la extinción de la nación Cherokee», a los Tonton Macoute pasando por Videla, Pinochet y Somoza: pide perdón, y le viene un ataque de risa, un «homenaje a la risa»: más que una risa, «un rugido de vitalidad». Acaso este rugido de la risa contenga la clave más profunda de Los daños materiales. Cierto o falso, vivido o recordado, lo que Matilde Sánchez cuenta es atroz: la vaciedad de la grandeza machista, el ridículo del Buco Cabrón. La autora no quiere adueñarse del «monopolio del agravio», quiere tocar «el fondo del fondo» antes de expulsarlo para siempre. Se pregunta si puede perdonar a quien no lo merece y si en ello no hay un elemento de auto-ironía. Manda a Víctor a los purgatorios de hospitales, morgues, salas de velorio. Entiende que a Víctor no le gusten todas; le gusta cualquiera.
¿Es ella «cualquiera»? ¿O posee el poder del cual carece Víctor: el poder de la literatura? Constancia de los hechos que Víctor, con todas sus crueldades, no puede consignar porque vive a la carrera, en el daño periódico, capturado en su figura pública, arrinconado, in extremis, a destruirse a sí mismo intentando destruir cuanto toca, como la cristalería de la madre de la narradora. Ésta, en cambio, puede abandonar a Víctor en una silla de ruedas, «castigo a la ubicuidad y la manía ambulatoria del personaje»: «Víctor no volverá a joder a nadie».
Mientras duerme, la narradora vive epifanías. Al despertar, las escribe (a sabiendas de que Víctor jamás se sentará a hacerlo). Pero como buena argentina, la narradora, que ha escrito el libro que aquí leemos, se lo cuenta todo a un siquiatra bonaerense, y la duda vuelve a asaltarnos: ¿le miente el siquiatra? ¿Nos ha mentido a los lectores?
Matilde Sánchez ha escrito varias novelas notables: La ingratitud, la primera obra (1990), El dock (1993), que va de la violencia política, a un pueblo perdido de la costa uruguaya con su pareja y un niño huérfano, y El desperdicio (2007) que es la historia de una Elena que es ella más cuatro pero al cabo es sólo una con el país de indigentes y cazadores de donde provino. ¿Bastan la amistad y el talento para sufrir la realidad?
4. En apariencia, Blanco nocturno de Ricardo Piglia es una novela policial, y esta vez las apariencias no engañan, sólo que Blanco nocturno, además de novela policial, es un drama familiar, una nueva radiografía de La Pampa, una novela que se sabe ficción y una narración radicada en sus personajes.
Radiografía de La Pampa: en el centro de un mundo que es puro horizonte, arrieros, troperos, domadores, chacareros, arrendatarios, temporarios que siguen la ruta de la cosecha, gauchos capaces de matar a un puma sin armas de fuego, sólo con poncho y cuchillo, gente sin más rango particular salvo el egoísmo y las enfermedades imaginarias, se mueven o permanecen, son visibles e invisibles, son la «materia» humana de una vasta tierra sin término.
Drama familiar. Sobre esta inmensidad natural, se levanta una naturaleza artificial: la industria, más exactamente la fábrica de la familia Belladona, el patriarca Cayetano, los hijos Luca y Lucio, las hermanas Ada y Sofía. El patriarca encerrado en sus dominios. Los hijos rivales, las muchachas liberadas, promiscuas, entregadas al placer, sobre todo si lo procura el extranjero, Tony Durán, puertorriqueño de Nueva York, llegando al pueblo de La Pampa, amante de las hermanas, elegante, dicharachero, perturbador, asesinado. Y hay la madre fugitiva, irlandesa, que huye en cuanto sus hijos cumplen tres años de edad.
Narración de personajes. A los de la familia propietaria se agregan, decisivamente, el abogado Cueto y el jefe de policía Croce. Éste lo sabe todo, escarba en todos los rincones, sabe que los demás saben que sabe, saber es su fortuna y su daño. Cuando sabe lo que nadie más sabe, se interna voluntariamente en un manicomio y observa la «Comedia Humana» que involucra al abogado Cueto y al supuesto asesino de Tony, el sirviente japonés Yoshio.
Novela policial. ¿Quién mató a Tony Durán? Las sospechas recaen sobre el japonés Yoshio, que es detenido y encarcelado. Sólo que Yoshio es ajeno al drama familiar que es el corazón de la trama, «The heart of the matter», diría Graham Greene, y no es fortuito que cite a Greene, cuyos «Entretenimientos» (A Gun for Sale, The Ministry of Fear) son intensas novelas morales disfrazadas de trama criminal. Pero ¿no es Hamlet una obra detectivesca en la que el príncipe de Dinamarca, asesorado por el fantasma de su padre, investiga y captura al criminal Claudio? ¿No es Los miserables una novela de detectives en la que el inspector Javert busca con celo rabioso al criminal Jean Valjean? No doy más ejemplos. Sólo sitúo a Piglia genéricamente y mucho más allá de cualquier reductivismo.
Novela que se sabe ficción. Parte de la armazón (y de la prosa) de Blanco nocturno son las notas numeradas a pie de página con las que Piglia refiere acontecimientos relacionados con la novela, introduce notas políticas, económicas, financieras, que enriquecen la trama sin entorpecer la narración. Este estilo propio del autor nos va guiando con sutileza por una República Argentina cuyo pasado no sólo ilustra su presente, sino, con otra vuelta de tuerca, nos revela la novedad del pasado.
Renzi. No revelo los misterios que tan hábilmente entrelaza Piglia si me refiero al personaje cuasi-narrador, el periodista Emilio Renzi, a quien ya conocimos como joven escritor en una novela anterior, Respiración artificial. Bisoño autor entonces, Renzi escribe la historia de las traiciones (y tradiciones, que a veces es lo mismo) de su familia antes de encontrarse con el protagonista de las mismas, su tío Marco Maggi. Lo cual remite al lector a la dictadura de Juan Manuel de Rosas y al cabo, al drama de la nación argentina: ¿por qué, teniéndolo todo, acaba por no tener nada? Otro «detective», Arozena, busca la respuesta a los enigmas. Al no encontrarlos él mismo, nos envía a Blanco nocturno con un Renzi periodista, envejecido, cínico, útil e inútil para la prensa, perdido para la literatura, salvado por la imaginación de Ricardo Piglia.
5. Hablando de mujeres, la actriz Eva Duarte protagonizaba en 1943 una serie radiofónica sobre mujeres célebres de la historia: María Antonieta, la emperatriz Carlota, Madame du Barry… Estos programas se anunciaban en la Biblia de la radiofonía argentina, Sintonía. Eran bastante atroces y la actriz era pésima. Tomás Eloy Martínez transcribe a la perfección sus parlamentos en la novela Santa Evita, «Masimiliano sufre, sufre, y yo me vuá volver loca!». Las películas de Eva Duarte no eran mejores; recuerdo haber visto una adaptación de La pródiga de Alarcón que, como anota Tomás Eloy, parece filmada antes de la invención del cine. Y en la portada de la revista Antena, Eva Duarte aparecía a veces con trajes de baño de mal corte, o disfrazada de marinero.
Así la conocí, de oídas, antes que al propio coronel Juan Domingo Perón, a la sazón ministro del Trabajo en el gabinete militar del general Edelmiro Farrel y rumorado, ya, como el poder detrás del trono. Cuál no sería mi sorpresa, al regresar a México en 1945, de saber que en 1944 Perón y Eva Duarte se habían conocido y que ahora, frente a las multitudes, interpretaban su propia radionovela, sin necesidad de imaginar, él, que era César, y ella, que era Cleopatra. La primera vez que los vi juntos en su balcón de la Plaza de Mayo, en el noticiero EMA, supe que de ahora en adelante, Eva Duarte y Juan Perón iban a interpretar a dos personajes llamados «Eva Duarte» y «Juan Perón», o como lo indica Tomás Eloy, dejaron de distinguir entre verdad y mentira, decidieron que la realidad sería lo que ellos quisieran: actuaron como novelistas. «La duda había desaparecido de sus vidas.»
Realidad y ficción. Se ha vuelto un tópico decir que en América Latina la ficción no puede competir con la realidad. Las novelas de Carpentier primero, de García Márquez y Roa Bastos en seguida, le dieron suprema e insuperable existencia literaria a esta verdad hiperbólica. No era —no es— posible, en este sentido, ir más allá de El otoño del patriarca y Yo el Supremo. Sin embargo, sigue siendo cierto que la novela difícilmente compite con la historia en Latinoamérica. Se ha citado una conversación que tuvimos García Márquez y yo a raíz de una increíble secuela de eventos latinoamericanos: Había que tirar los libros al mar, la realidad los había superado.
Tomás Eloy Martínez vuelve a los surtidores mismos de esta paradoja latinoamericana para recordarnos, primero, que en ella se encuentra el origen de la novela; en seguida, para someter la paradoja a la prueba de la biografía (la vida y muerte de un personaje histórico, Eva Perón); y finalmente, para devolver una historia documentada y documentable a su verdad verdadera, que es la ficción.
«El único deber que tenemos con la historia es re-escribirla», dice Oscar Wilde citado por Tomás Eloy. Y el propio autor argentino elabora: «Todo relato es, por definición, infiel. La realidad… no se puede contar ni repetir. Lo único que se puede hacer con la realidad es inventarla de nuevo». Y si la historia es otro de los géneros literarios, «¿por qué privarla de la imaginación, el desatino, la exageración, la derrota que son la materia prima de la literatura?».
Walter Benjamin escribió que cuando un ser histórico ha sido redimido se puede citar todo su pasado, tanto las apoteosis como los secretos. Imaginemos, por un momento, lo que pudo ser la vida irredenta de Eva Duarte, nacida en el «pueblecito» de Los Toldos el 9 de mayo de 1919, hija natural, muchacha prácticamente iletrada que nunca aprendió ortografía, que decía «voy al dontólogo» cuando iba al odontólogo, obligada a aprender urbanidad básica, una Eliza Doolittle de la Argentina profunda, esperando al Profesor Higgins que le enseñara a pronunciar las «erres». En vez, la llevó a Buenos Aires, a los quince años, el director de una orquesta de tangos bufa, llamado Cariño, quien acostumbraba disfrazarse de Chaplin.
Al iniciarse el ascenso de Eva Perón, la oligarquía y las élites argentinas le opusieron el desprecio más feroz. «Esa mina barata, esa copera bastarda, esa mierdita»: a los ojos de sus enemigos sociales, Eva Duarte era «una resurrección oscura de la barbarie». En un país convencido —engañado— de ser «tan etéreo y espiritual que lo creían evaporado», la derrota —mediata e inmediata— de la oligarquía argentina y sus pretensiones por «la mina barata» es una de las mejores historias de venganza política de nuestro tiempo.
El arma histórica de la vendetta de Evita fue una sola: no perdonar, no perdonar a nadie que la humilló, la insultó, la golpeó. Pero su arma mítica fue mucho más poderosa: Eva Duarte creía en los milagros de las radionovelas. «Pensaba que si hubo una Cenicienta, podía haber dos.» Esto es lo que ella sabía. Esto es lo que ignoraban sus enemigos. Evita era una Cenicienta armada. La Argentina no era el olimpo europeo de la América Latina.
La Cenicienta en el poder. Por sórdida y naturalista que sea la historia de los orígenes y el ascenso de Eva Duarte, la acompaña desde un principio otra historia, mítica, mágica, hiperbólica. Los enemigos de Evita no vieron más que la novela naturalista, a lo Zola: Evita Naná. Ella se propuso vivir la novela novelada, a lo Dumas: Cenicienta Montecristo. Pero ni ella ni sus enemigos veían más allá de la Argentina culta, parisina, cartesiana, que las élites porteñas, con Victoria Ocampo y la revista Sur a la cabeza, le ofrecían al mundo.
¿Pues no vencía la ficción a la historia, la imaginación a la realidad, en un país donde los soldados de un campamento perdido en la Patagonia ponían seis o siete perros contra una pared, atados, formaban un pelotón y los fusilaban en medio de tiros errados, aullidos y sangre? «Lo único que nos entretiene acá son los fusilamientos.» Tomás Eloy Martínez recuerda, y describe, la afición de los militares argentinos por las sectas, los criptogramas y las ciencias ocultas, culminando con el reino del «Brujo» López Rega, eminencia gris de la siguiente señora Perón, Isabelita. Sólo a la fábula fantástica puede pertenecer el plan de un coronel argentino para asesinar a Perón: cortarle la lengua mientras duerme. Y Eva misma, cuando conoce a Perón en 1944, empezaba ya a practicar su vocación filantrópica manteniendo a una tribu de albinos mudos escapados de los cotolengos. Se los presenta a Perón. Están desnudos, nadando en un lago de mierda. Horrorizado, Perón los despacha en un jeep. Los albinos se escapan, perdidos para siempre en los maizales. ¿Realidad o ficción? Respuesta: La realidad es ficción.
Tomás Eloy lo admite: las fuentes de su novela son dudosas, pero sólo en el sentido de que también lo son la realidad y el lenguaje. Se filtran deslices de la memoria, verdades impuras. «A lo mejor no estaba sucediendo nada de lo que parecía suceder. A lo mejor la historia no se construía con realidades sino con sueños. Los hombres soñaban hechos, y luego la escritura inventaba el pasado. No había vida, sólo relatos.»
Eva Perón, la Cenicienta en el poder, lo ejerció como la madrina de un cuento de hadas. Como un Robin Hood con faldas, lo daba todo, atendía a las inmensas colas de gente necesitada de un mueble, un traje de novia, un hospital. Argentina se convirtió en su Ínsula Barataria, sólo que el Quijote era ella y Sancho Panza su marido realista, jornalero, chato, sin el carisma que ella le dio, el mito que ella le inventó y que él acabó por aceptar e interpretar. Mítica, Eva Perón podía ser, sin embargo, tan dura como cualquier general o político. Pero esto era secundario al hecho central: Cenicienta no tenía que hacer malas películas y actuar en malas radionovelas. Cenicienta podía actuar en la historia y, lo que es más, verse en la historia. Tomás Eloy narra un maravilloso episodio en que Eva en la platea ve a Eva en la pantalla visitando al Papa Pío XII. La actriz frustrada va repitiendo en voz baja el diálogo silencioso entre la Primera Dama y el Santo Padre. Ya no es necesario actuar en los foros despreciados de Argentina Sono Film. Ahora el escenario es nada menos que el Vaticano, el Mundo… y el cielo. La historia perfecta, después de todo, sólo puede escribirla Dios. Pero imitar la imaginación de Dios es acceder, en la tierra, a su reino virtual. Santa Evita lo fue en vida: en 1951, una niña de 16 años, Evelina, le envía dos mil cartas a Evita, a razón de cinco o seis por día. Todas con el mismo texto, como se le reza a las Santas. Evita ya era en vida, como dice Ricardo Garibay de nuestra Santa Patrona Mexicana, la Virgen de Guadalumpen.
¿Cómo iba a soportar ese cuerpo, esa imagen, la enfermedad y la muerte? «Prefiero que me mate el dolor y no la tristeza», dice Eva Perón cuando su cáncer se vuelve terminal. A los treinta y tres años, la mujer poderosa, bella, adorada, caprichosa, filantrópica, la esposa de Perón pero también la Amante de los Descamisados, la Madre de los Grasitas, se hunde fatalmente en la intolerable muerte temprana, la joven parca se la lleva… Y la ficción que la rodea cada vez más se acentúa con la agonía. Su mayordomo, Renzi, retira los espejos de la recámara de la moribunda, inmoviliza las básculas en 46 perpetuos kilos, descompone los aparatos de radio para que ella no escuche el llanto de las multitudes: Evita se muere. Pero muerta, Eva Perón va a iniciar su verdadera vida. Ésta es la esencia de la alucinante novela de Tomás Eloy Martínez, Santa Evita.
Un cadáver errante. El Dr. Ara, una suerte de Frankenstein criollo, se va a encargar de darle vida inmortal al cadáver embalsamado de Eva Perón. «Evita se había tornado tensa y joven, como a los veinte años… Todo el cuerpo exhalaba un suave aroma de almendras y lavanda… una belleza que hacía olvidar todas las otras felicidades del universo.» El toque final de la teatralidad del Dr. Ara es poner a la muerta flotando en el aire puro, sostenida por hilos invisibles: «Los visitantes caían de rodillas y se levantaban mareados».
Al caer Perón en 1955, los nuevos militares decidieron desaparecer el cadáver de Evita. Pero no lo incineraron, con lo fácil que hubiera sido quemar esos tejidos rebosantes de químicos: volaría en cuanto le acercasen un fósforo. El presidente en funciones ordena, en cambio, que sólo se le dé cristiana sepultura. Es un cuerpo «más grande que el país», en el que los argentinos han ido metiendo todos «la mierda, el odio, las ganas de matarlo de nuevo». Y el llanto de la gente. Quizás dándole cristiana sepultura caerá en el olvido.
Pero Eva Perón, al fin dueña de su destino, se niega a desaparecer. Magistralmente, Tomás Eloy Martínez nos va develando la manera como Evita sigue viviendo, asegura su inmortalidad, porque su cuerpo se convierte en objeto de placer incluso para quienes la odian, incluso para sus guardianes… El fetichismo, indica Freud, es una alteración del objeto sexual. Provoca una satisfacción sustituta —satisfacción, pero también frustración—. Los guardianes del cadáver de Evita no sólo sustituyen el imposible amor sexual con la Diosa o Hetaira nacionales. Aseguran la supervivencia del cadáver, asistidos por el Dr. Ara que, por supuesto, se aferra a que su obra maestra perdure. Triplican el cadáver: uno real y dos copias, el real señalado por marcas ocultas en la oreja, en el sexo. Mueven el cadáver —los cadáveres— para despistar, para deshonrarlo y para seguirlo honrando, para monopolizar la posesión de Evita Perón en su errancia fúnebre, de desván a sala de proyecciones, a cárceles de la Patagonia, a camiones del ejército, a buques transatlánticos pasando por áticos familiares. La llaman La Difunta. ED. EM (Esa Mujer). La llaman «Persona».
Persona: la lengua francesa carece de nuestro rotundo «Nadie», del «nessuno» italiano, del «nobody» inglés. Le da a Nadie su Persona: Persona es respuesta negativa, elipsis de la inexistencia, sustantivo abstracto… De esa Persona que no es Nadie se enamoran los sucesivos carceleros del cadáver. El coronel Moori Koenig, encargado del secreto del cadáver, está a punto de destruirlo a base de zangoloteos, una Evita nómada que va y viene por la ciudad porque no hay ningún lugar seguro para ella —salvo, a la postre, la obsesión del propio coronel—. La odia. La necesita. La extraña. Ordena a sus oficiales orinarse sobre el cadáver. Pero no soporta la ausencia de Evita cuando otro oficial, el Loco Arancibia, la esconde en el ático de su casa y desencadena la tragedia familiar: la mujer de Arancibia muere invadiendo el sacro recinto de la muerta, Arancibia pierde la razón. Evita sobrevive a todas las calamidades. Su muerte es su ficción y es su realidad. Adonde quiera que es llevado, el cadáver amanece misteriosamente rodeado de cirios y flores. La tarea de los guardianes se vuelve imposible. Deben luchar con una muerte en cuya vida creen millones. Sus reapariciones son múltiples e idénticas: sólo dice que los tiempos futuros serán sombríos, y como siempre lo son, Santa Evita es infalible.
El embalsamador lo supo siempre: «Muerta, puede ser infinita».
Es el Dr. Ara quien se encarga, muerta Evita, de contestar las cartas que le siguen dirigiendo sus fieles, pidiendo trajes de novias, muebles, empleos. «Te beso desde el cielo», contesta la muerta. «Todos los días hablo con Dios». Los carceleros del cadáver son, ellos mismos, los prisioneros del fantasma de Persona, La Difunta, Esa Mujer. «Dejó de ser lo que dijo y lo que hizo para ser lo que dicen que dijo y lo que dicen que hizo».
El cuerpo de Eva Perón se muere pero no deja detrás su destino. El arte del embalsamador es semejante al del biógrafo. Consiste en paralizar una vida o un cuerpo, dice Tomás Eloy Martínez, «en la pose en que debe recordarlos la eternidad». Pero el de Evita es un destino incompleto. Necesita un destino último «pero para llegar a él habrá que atravesar quién sabe cuántos otros». Enloquecido por Eva, el coronel Moori Koenig cree asistir al destino de Persona cuando ve el alunizaje de los astronautas norteamericanos. Cuando Armstrong empieza a cavar para recoger piedras lunares, el coronel grita: «¡La están enterrando en la luna!». Yo me quedo, más bien, con este otro clímax: El capitán de artillería Milton Galarza acompaña el cadáver de Persona a Génova en el «Contessino Biancamano». El cuerpo embalsamado viaja en un féretro inmenso, zarandeado, relleno de periódicos, de ladrillos. La única diversión de Galarza durante la travesía es bajar a la bodega y conversar todas las noches con Persona. Eva Perón, su cadáver, «es un sol líquido».
El último enamorado. El formalista ruso Victor Shklovsky admiró la temeridad de los escritores capaces de revelar el entramado de sus novelas, exhibiendo impúdicamente sus métodos. Don Quijote y Tristram Shandy son dos ejemplos ilustres de este «desnudar del método»; Rayuela, un gran ejemplo contemporáneo. Tomás Eloy Martínez pertenece a ese club. Santa Evita está construida un poco a la manera del Ciudadano Kane de Orson Welles, con testimonios de un variado reparto que conoció a Evita y a su cadáver: el embalsamador, el mayordomo, la madre Juana Ibarguren, el proyeccionista del cine donde el ataúd estuvo escondido —segunda película—, detrás de la pantalla. El peinador de la señora, los militares que se ocuparon de su cadáver.
A todos ellos, sin embargo, los trascienden dos autores. Uno de ellos, abiertamente, es Tomás Eloy Martínez. Es consciente de lo que está haciendo. «Mito e historia se bifurcan y en el medio queda el reino desafiante de la ficción.» Quiere darle a su heroína una ficción porque la quiere, en cierto modo, salvar de la historia. «Si pudiéramos vernos dentro de la historia», dice Tomás Eloy, «sentiríamos terror. No habría historia, porque nadie querría moverse». Para superar ese terror, el novelista nos ofrece no vida, sólo relatos. «A lo mejor la historia no se construía con realidades sino con sueños. Los hombres soñaban hechos, y luego la escritura inventaba el pasado.» El novelista sabe que «la realidad no resucita, nace de otro modo, se transforma, se re-inventa a sí misma en las novelas».
Pero a partir de este credo, el novelista está condenado a vivir con el fantasma de su creación, con el sueño que inventa el pasado, con la ficción que se inserta entre mito e historia… «Así voy avanzando, día tras día, por el frágil filo entre lo mítico y lo verdadero, deslizándome entre las luces de lo que no fue y las oscuridades de lo que pudo haber sido. Me pierdo en esos pliegues, y Ella siempre me encuentra. Ella no cesa de existir, de existirme: hace de su existencia una exageración.»
Tomás Eloy Martínez es el último guardián de La Difunta, el último enamorado de Persona, el último historiador de Esa Mujer.
Santa Evita es la historia de un país latinoamericano autoengañado, que se imagina europeo, racional, civilizado, y amanece un día sin ilusiones, tan latinoamericano como El Salvador o Venezuela, más enloquecido porque jamás se creyó tan vulnerable, dolido de su amnesia porque debió recordar que también era el país de Facundo, de Rosas y de Arlt, tan brutalmente salvaje como sus militares torturadores, asesinos, destructores de familias, generaciones, profesiones enteras de argentinos.
Como la América Latina invade a la República Argentina, como los cabecitas negras van rodeando a la urbe parisina del Plata, así invadió Eva Duarte el corazón, la cabeza, las tripas, los sueños, las pesadillas de la Argentina. Alucinante novela gótica, perversa historia de amor, impresionante cuento de terror, alucinante, perversa, impresionante historia nacional à rebours, Santa Evita es todo eso y algo más.
Es la prueba del aserto de Walter Benjamin: cuando un ser histórico ha sido redimido, se puede citar todo su pasado, tanto las apoteosis como los secretos.
Los desaparecidos de Tomás Eloy. El lenguaje en la novela, portadora constante de la duda frente a la fe ideológica, la certeza religiosa o la conveniencia política, no puede dejar de lado ni ideología, ni religión ni política. Tampoco puede, la novela, ser dominada por cualquiera de ellas. Lo que puede hacer es convertir ideología, religión o política en problema, abriéndolas a la puerta de la interrogación, levantado el techo de la imaginación, bajando al sótano de la memoria, entrando a la recámara del amor y sobre todo, dejando la ventana abierta a la palabra de Pascal:
—J’ai un doute à vous proposer.
Regreso por ello a un novelista que es mi contemporáneo, Tomás Eloy Martínez, y su obra última —su última obra—, Purgatorio, donde el autor se propone novelar un tema inescapable: los desaparecidos, la práctica brutal y tétrica de la dictadura militar de los años 1976-1981, llamada «Proceso de Reorganización Nacional». Desaparecer y torturar a los disidentes enfrente de sus esposas e hijos, asesinar a todo sospechoso de leer, pensar o acusar de manera no aprobada por la dictadura, secuestrar a los niños, cambiarles el nombre y la familia.
Toda esta odiosa violación de la persona humana puede ser denunciada en un diario, un discurso, una manifestación.
¿Cómo incorporarla a la ficción, cuando la realidad supera a cualquier ficción?
Tomás Eloy Martínez, en Purgatorio, cuenta la historia de una mujer, Emilia Dupuy, hija de un poderoso argentino que apoya la dictadura y celebra sus distracciones, al grado de invitar a Orson Welles a filmar el campeonato mundial de fútbol, comparable al film de Leni Riefenstahl sobre la Olimpiada de Berlín. Emilia se ha casado con un cartógrafo, Simón Cardoso que, obligado a recorrer y medir el territorio, como es su obligación profesional, es confundido con un terrorista por la policía de la dictadura y desaparecido.
¿Adónde van a dar los desaparecidos? Emilia Dupuy sigue, desesperada, las posibles rutas del marido desaparecido, de Brasil a Venezuela a México y al cabo a Estados Unidos, hasta que, mujer de sesenta años, residente en una pequeña ciudad universitaria de Nueva Jersey, recobra al marido perdido.
Sólo que éste sigue siendo un hombre de treinta años y rompe la costumbre de Emilia, que es sentir la ausencia de la única persona que amó en la vida y que ahora regresa con una «sonrisa de un lugar muy lejano».
No digo más, sino que Orson Welles pone como condición para aparecer en la película que los militares hagan aparecer a los desaparecidos. Y es que en la novela, como en el cine, se pueden crear todas las realidades, imaginar lo que aún no existe y detener el tiempo.
Busquemos entonces, en la novela, la realidad de lo que la historia olvidó. Y porque la historia ha sido lo que es, la literatura nos ofrece lo que la historia no siempre ha sido.
Tomás Eloy Martínez fue —es— un maestro de este arte.

sábado, 21 de marzo de 2015

Quincey Thomas De - Del Asesinato Considerado Como Una De Las Bellas Artes.


Quincey Thomas De - Del Asesinato Considerado Como Una De Las Bellas Artes.
«Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes» es un ensayo de Thomas De Quincey publicado por primera vez en 1827 en la revista Blackwood, es una de las obras maestras del humor negro. En ella Thomas Quincey concibe la muerte como un espectáculo digno de ser visto y gozado. Cuando el asesinato está cometido y no podemos hacer nada por las víctimas, debemos dejar de considerarlo moralmente y pasar a juzgarlo como obra artística según las leyes del buen gusto. Con este planteamiento, De Quincey se retrotrae al «primer asesinato», es decir, el cometido por Caín sobre Abel, y a otros famosos de la historia, hasta concluir en los de mayor actualidad en el mundo anglosajón de la época. A este respecto, dice desdeñar el veneno y demás «innovaciones abominables venidas de Italia» en favor del tradicional corte de garganta. Pretende discutir con los detractores del asesinato dado que «cuando se les oye hablar se creería que ser asesinado tiene todas las desventajas e inconvenientes y que no las tiene el no ser asesinado», y recuerda a continuación las enfermedades y los pesares de que está libre el asesinado.
Recuerda que Marco Aurelio dijo que una de las funciones más nobles de la razón consiste en distinguir si es o no tiempo de irse de este mundo, y dice agradecer a los artistas del asesinato que se dediquen a instruir gratuitamente a los demás en esta rama de la ciencia, si bien se apresura a aclarar que muy pocos cometen asesinatos por principios filantrópicos. Se centra especialmente en una serie de asesinatos cometidos en 1811 por John Williams en el barrio de Ratcliffe Highway, Londres. El ensayo fue recibido con entusiasmo y dio lugar a numerosas secuelas, como «un segundo artículo sobre Asesinato Considerado como una de las Bellas Artes» en 1839 y un «Postscript» en 1854. Estos ensayos han ejercido una fuerte influencia en posteriores representaciones literarias de la delincuencia y fueron alabados por la crítica como GK Chesterton, Wyndham Lewis y George Orwell.
Fuente: N.N.

Archivo del blog

SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

Páginas