viernes, 23 de enero de 2015

César Aira: "Cortázar es un Borges de segunda categoría".



César Aira afirma que Cortázar es un Borges de segunda categoría
El escritor destaca el carácter iniciático de Cortázar para los adolescentes que quieren ser escritores y que siempre lo van a seguir leyendo.
El escritor César Aira definió hoy a Julio Cortázar como un "Borges de segunda categoría", de latón", ya que "quien ha llegado a apreciar a Borges" deja a Cortázar para el "kindergarden (guardería)".

César Aira, que esta semana imparte un taller en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de la ciudad española de Santander, dijo que no aprecia "especialmente" a Cortázar, aunque admitió su "carácter iniciático" para "los adolescentes que quieren ser escritores" y que "siempre lo van a seguir leyendo".

Según Aira, "un escritor realmente bueno aparece una vez cada cincuenta años".

"Los argentinos tuvimos a Borges en el siglo XX", por lo que "no tenemos que preocuparnos en cuatro o cinco siglos por tener otro bueno", añadió.

Por ello, el escritor, a quien Carlos Fuentes calificó como el primer Nobel de Argentina, criticó que la prensa haya adoptado el "mal hábito" de descubrir "cada quince días" un escritor "imprescindible" al que "hay que leer".

Para Aira, "la literatura literaria es una actividad estrictamente minoritaria que interesa a poquísima gente" y lo que se practica en la actualidad es "una novela comercial, que es una puesta al día temática de la vieja novela del siglo XIX".

Algo que nunca le ha preocupado, a pesar de haberse ganado la vida y criado a sus hijos "traduciendo novelas norteamericanas malísimas".

En su opinión, conviene "mucho más traducir mala literatura que buena literatura porque los editores pagan lo mismo por una y por otra y la mala es muchísimo más fácil de traducir, porque está escrita con estereotipos".

Por ello, publica su obra en "pequeñas editoriales independientes en Argentina" creados por amigos suyos. "A veces -apostilla- sólo para publicarme a mí".

El escritor, nacido en Coronel Pringles en 1949, afirmó que le gusta escribir "pequeños libritos secretos" y que no busca adular al público sino crear en él "esa actitud del coleccionista que tiene que buscar, a veces con mucho trabajo, esos libros que se venden en una sola librería en algún suburbio alejado".

César Aira confesó que aceptó la invitación de impartir el taller en la UIMP porque "nunca había dado clases" y quería probar "qué se siente con esto antes de irme de este mundo".

Advirtió a sus alumnos de que lo iba a hacer "a su modo y lo aceptaron con mucho gusto", porque "al escritor se le perdonan muchas cosas".

"El hecho de que estos cursos sean breves, cinco días intensivos, crea un estado de efervescencia intelectual en el que se participa mucho y, por suerte, en un clima muy distendido y agradable", añadió.

En lo que respecta al estilo, César Aira defendió que está formado tanto por los buenos como por los malos hábitos, ya que "la literatura es una actividad tan rara que a veces los defectos sirven más que las virtudes. De hecho, los escritores muy virtuosos suelen ser los más aburridos".

El autor argentino defiende que, frente a la pretensión de escribir algo "bueno" es mejor escribir algo "nuevo", puesto que "ya se han escrito demasiados libros buenos" y "¿si no alcanza toda una vida para leerlos, para qué se necesita alguno más?", se preguntó.

En esa búsqueda de "lo nuevo", la función del escritor es "dejarle al mundo algo que no tenía antes de que estuviéramos nosotros", aunque esa búsqueda le lleve hasta "el fondo de lo desconocido" o a "escribir mal y sacrificar la calidad si es necesario para que salga algo que no había antes".

http://www.escribirte.com.ar/destacados/1/cortazar/noticias/1492/cesar-aira-afirma-que-cortazar-es-un-borges-de-segunda-categoria.htm

miércoles, 21 de enero de 2015

John Cheever


Vida y obra: John Cheever
Cuando murió, en 1982, a los 70 años, por problemas de alcoholismo, era considerado uno de los mejores autores de su país. Ahora, ha caído en el olvido. Aunque escribió novelas, son sus cuentos, que retratan la falsa felicidad de los suburbios de los años 50 y 60, los que constituyen el centro de su obra. Su vida, como la de sus personajes, fue un tortuoso esfuerzo por mantener una fachada falsa de bienestar y por negar su propia naturaleza.

POR ANDRÉS HAX

Una de las funciones de la literatura es generar mitologías. Y uno de los territorios mitológicos del Siglo XX son los suburbios de la costa Atlántica de los Estados Unidos en la posguerra. Allí —en los barrios satelitales de las ciudades entre Washington y Boston, con Nueva York como el epicentro— en las amplias casas (que siguen en pie), rodeadas de césped verde y árboles centenarios,  funcionarios y hombres de negocios se retiraban a criar sus hijos y a descansar de sus trabajos en los centros de finanzas, publicidad y política — todos bajo de la sombra de la Guerra Fría.

El gran testigo literario de la mitología de estos suburbios de los años 40, 50 y 60 fue John Cheever. Escritor principalmente de cuentos —casi todos para la revista literaria y alta-burguesa, The New Yorker— creó un ideario estético y moral de las glorias y penas, de las felicidades e hipocresías de los prósperos residentes suburbanos estadounidenses. Su vida, además, terminó superando ampliamente la de sus personajes semi-trágicos en cuanto a la sordidez y desencanto verdadero oculto detrás de la fachada de una vida supuestamente perfecta.

Cheever intentó, con toda la fuerza de su voluntad, armar una existencia correcta y luminosa, hecha de los componentes básicos de una vida impecable, según los valores de su lugar y época: un esposa fiel y servil acompañada por hijos, un perro, la casa con piscina, ropa elegante, golf y tenis los fines de semana, misa los domingos, y los veranos en las playas de Cape Cod, Martha’s Vineyard o Nantucket. Pero dentro de Cheever latía un oscuro malestar compuesto por una melancolía crónica, un alcoholismo morboso y una promiscua vida bisexual que lo avergonzaba y lo atormentaba.

Cuando murió Cheever —el 18 de junio de 1982, a los 70 años— era uno de los autores más prestigiosos y famosos de su país. Sus cuentos reunidos, publicados en 1978, fueron best seller y ganaron el Pulitzer. Escribiendo en el New York Times, el crítico John Leonard dijo que el volumen constituía “una gran ocasión para la literatura en inglés.” Había sido alabado como el “Chejov americano” y el “Ovidio de Ossining” (el arquetípico suburbio de clase media-alta donde vivió desde 1961). Hoy, aunque es considerado una pieza fundamental en la historia del cuento en los Estados Unidos, su literatura no es enseñada en las universidades y no se renuevan sus lectores. Hoy, ningún lector joven robaría sus volúmenes de una librería, como lo hacen con Burroughs, Bukowski y Kerouac (autores más jóvenes que Cheever pero que publicaron sus grandes obras en paralelo con Cheever). Hoy, Cheever es un autor menor.

¿A qué se debe este eclipse?

En parte se debe a la misteriosa fuerza que designa las reputaciones y las modas literarias. Pero hay otros dos elementos para tomar en consideración.

Por un lado, por mas ingeniosos y líricos que sean los cuentos de Cheever, describen un mundo al cual nadie quisiera volver: de matrimonios infelices y familias donde los hijos son un estorbo; de hombres clasistas y misóginos que toman desenfrenadamente para no enfrentarse con sus fracasos personales; de pequeños pueblos sofocantes donde los rituales comunales son obligatorios, pero vacíos de sentido o alegría.

Por otro lado la vida de Cheever fue un fracaso moral: llena de envida, resentimiento y frustración. No tenía amigos. Toda su vida era falsa. Hizo sufrir a las personas más cercanas a él. Era misántropo y narcisista. Su literatura, al fin, era un acto de evasión y una glorificación de la mentira. Sus personajes, al fin, son como el hijo de Saturno siendo devorado por su padre en el famoso cuadro de Goya.



***

Uno puede dividir la obra de Cheever tres partes. Primero, y principalmente, están los cuentos; se publicaron 121 en el New Yorker y decenas más en otros medios. Después, están cinco novelas, publicadas entre 1957 y 1982. Y finalmente, como fuente secreta de su obra pública, están sus monumentales diarios íntimos, unas 4 millones de palabras. Una selección de los diarios fue publicada en 1991. El escritor (y una vez alumno de Cheever) Allan Gurganus lo ha descrito como “una carta de suicidio de 10.000 páginas.”

El lugar que Cheever ocupa en la historia literaria estadounidense —y la veneración que aun detenta entre un puñado de lectores— se debe casi exclusivamente a sus cuentos. Sin sus cuentos, Cheever no sería Cheever; de la misma manera que Melville, sin Moby Dick, no sería Melville. Sobre los 61 relatos que eligió para su colección definitiva –la que fue tan exitosamente publicada en 1978- dijo:

Estos cuentos a veces me parecen pertenecer a un mundo ya perdido en el cual Nueva York aun estaba llena de la luz del río, donde se escuchaba cuartetos de Benny Goodman en la radio en la librería de la esquina, y cuando casi todo el mundo usaba un sombrero. Acá está la última generación de fumadores en cadena que despertaban el mundo por las mañanas con su toser, que se emborrachaban en fiestas de cocktail y bailaban pasos obsoletos como “La gallina de Cleveland”, que navegaban en cruceros a Europa y quienes realmente eran nostálgicos por el amor y la felicidad, y cuyos dioses eran tan antiguos como los tuyos y los míos, quien sea quien eres tu. Las constantes que busco en la parafernalia, a veces anticuada, son un amor por la luz y la determinación de trazar alguna cadena moral del ser.



***



En 2009 Blake Baily publicó una monumental y premiada biografía de Cheever. Son casi mil páginas que entran en un detalle microscópico sobre la vida del autor. Lo curioso es que es una lectura fascinante, pero unos años después de leerla es posible que no retengas mucho. Es Cheever no hizo mucho durante su vida salvo escribir y beber.

Su infancia transcurre en las afueras de Boston en una familia una vez próspera pero venida a menos. No termina el secundario. Su primer cuento es publicado a los 18 años. Esta unos años en el ejército, pero como oficinista. Se casa a en 1941 a los 29 anos. Se gana la vida vendiendo cuentos a la revista The New Yorker (de adulto, nunca tuvo ningún trabajo renumerado salvo el de escritor). Tienen dos hijos y una hija quienes tratan con distancia y a veces gran desprecio. Vive un año en Italia. Hace unos viajes diplomáticos, en función de escritor, a la Unión Soviética, Corea del Sur. En 1961, a los 49 años, se compra una casa donde por fin morirá. Enseña escritura creativa en una cárcel por unos años y después, muy brevemente, en Boston University y  la Universidad de Utah. A pesar de su éxito como cuentista sufre por veinte años intentando escribir una novela. Durante toda su vida bebe desde la mañana hasta la noche, salvo los últimos dos años, pero ya es tarde. Mientras que pasaba todo esto tiene encuentros sexuales fugaces e insatisfactorios con hombres y mujeres. Solo en el útlimo año de su vida deja de beber y se reconcilia consigo mismo, sexualmente.



***



Puede que hayamos sido demasiado duros con Cheever. En el prólogo de la versión publicada de sus diarios, el hijo de John Cheever —Benjamin, también escritor— dice:

“La mayor parte de su vida sufrió de una soledad que era tan aguda que casi no se podía distinguir de una enfermedad física… Quiso en su escritura romper esta soledad, y hacer añicos el aislamiento de los demás.”

Ahora, para concluir, dejemos a Cheever bajo una mejor luz. Citamos a Benjamin nuevamente explicando su decisión de publicar los diarios íntimos de su padre:

“En 1980 [mi padre] escribió: En los años 30 y 40 los hombres temían la homosexualidad como los primeros marineros temían caerse al fin del océano de un mundo que estaba soportado por la espalda de una tortuga.

Un simplón podría pensar que la bisexualidad fue la esencia de su problema, pero por supuesto que no lo fue. Tampoco fue el alcoholismo. Llego a aceptar su bisexualidad. Dejó de beber. Pero la vida siguió siendo un problema. La forma en la cual se enfrentaba con este problema fue articulándolo. Lo convertía en un cuento y publicaba el cuento. Cuando descubrió que había escrito el cuento de su vida, quiso que eso también se publicara. Y creo que la posibilidad que esto se publicara le hizo temer menos a la muerte. De golpe, la muerte era una oportunidad.”



***



Fuentes / Más Información

Cheever: A Life. Blake Baily. 2009

John Cheever, The Art of Fiction No. 62. Interviewed by Annette Grant. Otoño, 1976.

The Strange Charms of John Cheever. Edmund White. The New York Review of Books. 8 de abril, 2010

Decoding the ‘Mad Men,’ Ossining and Cheever Nexus. The New York Times. 21 Julio, 2010

The demons that drove John Cheever. Rachel Cooke. The Guardian. 18 de Octubre, 2009





A continuación, a modo de bonus track, los dejamos con unas de las escenas más famosas de los cuentos de Cheever.



Una pareja, de vacaciones de verano en una antigua casa heredada y compartida entre hermanos, decide ir a una fiesta de disfraces. Se les ocurre ir vestidos como un ideal de la juventud: él de jugador de futbol americano y ella como novia del baile del fin de la secundaria. Llegan a la fiesta y, poco a poco, se dan cuenta que todos tuvieron la misma idea. Al principio es gracioso, pero luego se convierte en algo siniestro. Aunque todos aun son jóvenes, se dan cuenta que sus vidas terminaron, que ya tuvieron su apogeo. En una siniestra borrachera se terminan tirando, todos en sus disfraces, al mar nocturno…



Una pareja que vive en la ciudad de Nueva York, en el Upper East Side, se compra una radio nueva. Son devotos de la música clásica, aunque sus amigos no lo saben. El marido, de 37 años, teme que sus mejores años han pasado. Tienen dos hijos y los problemas de dinero se empiezan a sentir, aunque la pareja es feliz, dentro de todo. La radio anda mal. Los ruidos que salen de ella son confusas, hasta que pronto, se dan cuenta que lo que pueden escuchar son las conversaciones de todos los departamentos del edificio. Es un horror. Todas las parejas jóvenes, como ellos, que ostentan vidas prosperas y pacíficas, solo pelean. La mujer se vuelve adicta a la radio. El marido por fin la arregla. El matrimonio se derrumba en peleas, insultos, acusaciones, resentimientos…



Un hombre, que fue estrella de atletismo, envejece. Con su esposa va a tres fiestas por semana en el barrio. Beben gin desde el crepúsculo hasta la media noche. Todas las fiestas terminan igual. Uno de los comensales comienza a burlarse, jocosamente, del viejo atleta, comienza un ritual. Arman todos los muebles en el living como una pista de obstáculos. Uno de los invitados sale al jardín y dispara una pistola y el protagonista, como en sus mejores tiempos, corre la pista saltando todas las barreras como una gacela. Hasta que una noche se rompe una pierna. No va más a las fiestas. Sus amigos lo abandonan. Se siente viejo de verdad. Recuperado, va al baile de fin de semana del club de campo. Arma un circuito. Se cae nuevamente. Más tarde en casa, borracho, arma otro circuito. Su mujer, con la pistola de arranque, sin querer, mata a su marido…



En un viaje de negocios el avión donde vuela un hombre se estrella, pero todos sobreviven. Vuelve a casa, a la hora pautada, para encontrar su familia –esposa y tres hijos- preparándose, caóticamente para la cena. Cuenta lo que le pasó, pero no logra hacer un impacto en el caos familiar. Los días pasan y el protagonista comienza a ver todo que lo rodea como una pantomima de falsedad. Se va enamorando de la adolescente que cuida a sus hijos, pero la infatuación termina en nada. El cuento es un retrato lírico y melancólico de un prospero pueblo suburbano. La última frase del relato sale de la nada: Entonces oscurece; es una noche en la cual reyes, vestidos en oro, cruzan las montañas montados sobre elefantes…

http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/ficcion/Vida-y-obra-John-Cheever_0_887311513.html

domingo, 18 de enero de 2015

Joaquín Edwards Bello (Valparaíso, 1888 - Santiago de Chile, 1968) .


Joaquín Edwards Bello
(Valparaíso, 1888 - Santiago de Chile, 1968) Escritor chileno. Considerado uno de los grandes novelistas chilenos, su obra se inscribe dentro del realismo costumbrista.

Nieto de Andrés Bello, nació en el seno de una acomodada familia de banqueros y estudió en el Colegio MacKay y en el Liceo de Valparaíso. Tras residir en París, adonde su familia se desplazó en busca de un tratamiento que pusiera remedio a la enfermedad de su padre, a la muerte de éste se trasladó primero a España y luego a Gran Bretaña.

Es de los pocos escritores chilenos que no ejercieron como diplomáticos, profesores o funcionarios. En cambio sí fue periodista, continuando la tradición familiar (a la rama paterna pertenecían los fundadores de El Mercurio). Así, y ya de regreso a Chile (1906), se dedicó a escribir cuentos, novelas, ensayos y artículos de opinión. Fue miembro de la delegación chilena en la Sociedad de Naciones (1925) y, como periodista, colaboró en el diario La Nación.

Su obra literaria, influida por Émile Zola, constituye una reflexión crítica sobre el sistema político y social del país, el cual cuestiona empleando el recurso de la ironía. Se caracteriza por la dimensión psicológica de los personajes y por su honda preocupación por las cuestiones sociales. La mayoría de sus protagonistas son tipos marginales y desequilibrados, víctimas de la sociedad corrompida en la que viven.



Su primera novela, El inútil (1910), contiene referencias autobiográficas, una constante en su posterior producción. Otros títulos: El monstruo (1912); El roto (1920), obra magistral, considerada un clásico en tanto que representó la introducción del proletario en la literatura chilena; El chileno en Madrid (1928); Cap Polonio (1929); Valparaíso, la ciudad del viento (1931), la más autobiográfica de sus novelas, la cual, al reeditarse en 1946, apareció bajo el título de El viejo Almendral; Criollos en París (1933), otra de sus obras maestras, y su última novela, La chica del Crillón (1935).

Es autor de diversas obras en las que plasmó sus vivencias personales o bien relató episodios históricos nacionales, como Crónicas de Joaquín Edwards Bello (1924), Crónicas chilenas (1925) y El bombardeo de Valparaíso y su época (1934). Póstumamente aparecieron sus Memorias de Valparaíso (1969). Fue Premio Nacional de Literatura, 1943; de Periodismo, 1950, y miembro de la Academia de la Lengua desde 1954. Sufrió un ataque de hemiplejia que lo mantuvo postrado hasta que decidió quitarse la vida a los 81 años.
http://www.biografiasyvidas.com/biografia/e/edwards_bello.htm

viernes, 16 de enero de 2015

Amighetti Ruiz, Francisco 1907 - 1998. Escritor y pintor costarricense.


Amighetti Ruiz, Francisco
1907 - 1998

Pintor y escritor;  en la plástica, destacó sobre todo por sus grabados, la mayor parte hechos con la técnica de la cromoxilografía (grabado en madera). Fue también el autor de los murales de la Casa Presidencial, el Banco Nacional de Alajuela, la Biblioteca del Policlínico de la Caja Costarricense del Seguro Social, el Colegio Lincoln.  Ilustró revistas como Triquitraque y  Repertorio Americano.
Estudió en la Academia de Bellas Artes (1926), la Universidad de Nuevo México, en Albuquerque, en la Escuela de talla directa "La Esmeralda" de México, donde estudió la técnica de la pintura mural. Realizó un Albumde dibujos en el que se aprecia su interés por la caricatura y la asimilación del cubismo. En 1933 publicó en el Repertorio Americano un artículo acerca de Franz Masereel, cuya obra influyó en su creación.
Expuso su obra en Argentina (1932) en El Salvador y Guatemala (1941); participó activamente entre 1931 y 1937 en las Exposiciones de Artes Plásticas, en el Teatro Nacional, con varios premios; en el Álbum de grabados (1934); en el Salón de Honor para la Primera Bienal Centroamericana de Pintura realizado en la Biblioteca Nacional (1971). En la década de 1970 expuso en Alemania, San Juan, Puerto Rico. Venezuela, Estados Unidos, Francia, Rumania, Japón, Israel, Guatemala, Argentina, Ecuador y Panamá. En 1979 y en 1987 se organizaron exposiciones retrospectivas de su obra en el Museo de Arte Costarricense.
En1969 abandonó la Universidad de Costa Rica y prácticamente dejó de pintar al óleo y la acuarela, que retomó en 1992 para realizar los últimos óleos.
Ganó el premio Magón (1970), el  primer premio de grabado en el Segundo Salón anual de Artes Plásticas, con la obra "La Cruz" (1973) y en 1998 el premio Teodorico Quirós del Museo de Arte Costarricense. En marzo del 2010 fue declarado Benemérito de la Patria.

Obra
1934 Arrabal en la noche. Fuente: Rojas, J.M. 1990. Costa Rica en el arte. 1970. Asilo de ancianos. Fuente: Rojas, J.M. 1990. Costa Rica en el arte
1936 Poesía 1981-1982 La gran ventana, su más célebre cromo xilografía, que da fe del resultado de toda una reflexión entorno a su visión del mundo
1942 Niña de Panchimalco. Fuente: Rojas, J.M. 2003. Arte costarricense 1982 Viejos esperando la muerte
1947 Francisco en Harlem (literatura) 1988 Viaje hacia la noche” tríptico, considerado el gran resumen de toda su obra gráfica y de su vida misma
1963 Francisco y los caminos (literatura) década de 1950 La escalera y Carnaval trágico
1966 Francisco en Costa Rica (literatura) Fotografía
1968 - 1969 La niña y el viento, Autorretrato con antepasados, Conversación, Discordia, El niño y la nube, Conflicto entre niño y gato, sus primeros e importantes grabados en color Ilustración de numerosos cuentos en la revista infantil Farolito
1970 grabado “La ventana blanca” Ilustración de numerosos cuentos en la revistas infantil

jueves, 15 de enero de 2015

Jorge Cuesta (1903-1942) El príncipe de los críticos Por Christopher Domínguez Michael



Jorge Cuesta (1903-1942)
El príncipe de los críticos
Por Christopher Domínguez Michael
En el centenario del poeta y ensayista veracruzano Jorge Cuesta (que nació un 21 de septiembre), ofrecemos a nuestros lectores una crestomatía —preparada por Christopher Domínguez Michael— que esboza a uno de los más apasionantes (y apasionados) personajes de la escena literaria mexicana.

Septiembre 2003 |  Entrevista Ensayo literario literatura

Ningún escritor mexicano tuvo una muerte tan atroz (autocastración y suicidio) y ninguno recibió de la posteridad una reparación tan cumplida. Veinte años después de su muerte, acaecida un 13 de agosto en el manicomio del doctor Lavista en Tlalpan, comenzó la recuperación de los papeles de un poeta y crítico que nunca publicó un libro en vida. 1964 es una fecha capital para la literatura mexicana, la de la aparición en la UNAM de los primeros cuatro tomos de los Poemas y ensayos, de Cuesta. Esta crestomatía esta basada en esa primera edición, realizada por Miguel Capistrán y Luis Mario Schneider, quienes en 1981 sumaron un quinto volumen con inéditos y una antología crítica: Poesía, ensayos y testimonios. El FCE pondrá en circulación, a fines de año, una nueva edición de la obra reunida de Cuesta.
        Desde que lo hicieran José Emilio Pacheco y Juan García Ponce, en los años sesenta del siglo pasado, pocos de los escritores mexicanos contemporáneos hemos rehuido la cita con Cuesta. Tan sólo durante los últimos veinte años la bibliografía cuestiana se ha tornado inmensa, y en no pocas ocasiones, delirante. Se discute al poeta, al caso psiquiátrico, al suicida, al químico y al alquimista, al fundador de la crítica literaria en México, al observador implacable del nacionalismo cultural y de sus mitos plásticos, al espíritu liberal que combatió por el Estado laico y lo defendió, en la educación pública y en la universidad, contra el clericalismo de derechas y de izquierdas. Tampoco se olvida al crítico de Marx y el marxismo que llegó en 1935 a conclusiones no distintas a las de Leszek Kolakowski. Pero Cuesta fue esencialmente quien dio forma al canon de nuestra tradición literaria y uno de los pocos intelectuales latinoamericanos que, siguiendo a Julien Benda, denunció "la traición de los clérigos", ese momento fatal cuando se olvidó "la obligación moral de ser inteligente" y se puso a la crítica al servicio del comunismo y del fascismo.
        Escribir sobre Cuesta ha sido, para tres generaciones, el rito de pasaje indispensable para entrar en la tradición crítica: de autor secreto a conciencia de una literatura, ese ha sido el destino de un hombre que, habiendo vivido en las sombras, alcanza su centenario en el mediodía. (CDM)





1. LOS PERSONAJES



André Breton (1896-1966). Cada momento siento más inminente su opresión y más fatal mi incapacidad de evadirme. Confieso, es decir, no puedo ocultar que me trastorna. Quisiera bien descubrir la mistificación de la que me hace víctima y salvarme; pero querría más entonces, ayudar yo mismo a la duración del engaño en que oscureciera. No tengo temor de escribirlo, pues bien sé que no es mi incredulidad ni mi candor lo que allí juego, que no es mi razón siquiera, sino un encantamiento que aun cuando pudiera meditarlo penetrando en el pensamiento, en el propósito de Breton, y que él no intenta ni podría identificar, por lo demás, con él no lograría ni ridiculizarlo ni suspenderlo. No tengo, pues, ese temor, o esa pretensión ahora que reúno los apuntes que mi libertad recoge. Pues no puedo ocultar también que la guardo, por la misma razón de que la pierdo allí. (v, 80.)



Salvador Díaz Mirón (1850-1928). Para comprender la grandeza de Díaz Mirón hay que leerlo sin ingenuidad, hay que evitar el recibir su voz directamente, hay que poner en duda aquello que afirma de un modo inmediato, para sorprender aquello a lo que está respondiendo. En Díaz Mirón hay un interlocutor demoniaco, cuya voz es la que interesa recoger a través de la directa del poeta. Su pensamiento, su discurso, en cada expresión son interrumpidos. Entre la lectura y el lector se interpone un ruido exterior que aleja al texto, al cual hay que obligar a repetir. Se interpone un no, que hace necesaria una insistencia de parte del poeta, para responderle y afirmarse por encima de él. La poesía de Díaz Mirón es una poesía torturada; una poesía sin bondad, una poesía con enemigo, incapaz de producirse sino en la contienda, como fruto de la hostilidad. La atención que con este esfuerzo consigue permite oír también a su silencio. (1934; III, 188.)



André Gide (1869-1951). Y resulta desconcertante que Gide haya súbitamente encontrado necesario, para el riguroso artista que ha sido, someterse a un rigor, si éste puede llamarse también así, que no es comparable al que no sólo supo identificarse con su pensamiento, sino que su pensamiento llegó a ejercer sobre el de los demás. Esta consideración tiene por efecto que su reciente profesión de fe comunista no puede parecer menos que una renuncia a la ética profesional a la que debía ser el escritor más admirado y más influyente de los contemporáneos; que su nueva actitud venga a mostrarse como un argumento en contra de su propia obra y en contra del espíritu de quienes la seguirán, subyugados por su libertad, por su riesgo, por su desinterés y por su fidelidad a ella misma; y que involuntariamente se pronuncie la palabra traición. (III, 384-385.)



José Gorostiza (1904-1973). Pienso que en Muerte sin fin se plantea de una manera más aguda que en cualquier otra producción de los últimos años el drama de la sensibilidad moderna que se manifiesta en fenómenos de apariencia tan técnica como la renovación del estilo alegórico. Muerte sin fin es una poesía hondamente dramática. Pero su drama es interior como en una poesía mística; interior y trascendental. Podríamos definir su asunto como los amores de la forma y de la materia, o como los amores del cuerpo y del espíritu, o como los amores de la parte sensible y de la parte inteligente de la conciencia. (1939; III, 328-329.)



Ramón López Velarde (1888-1921). La suave patria es un canto pintoresco mexicano; su primer libro de versos es el canto de la provincia. Sin embargo, en este aspecto de López Velarde, hay que ver más una tolerancia suya que un verdadero carácter. Dentro de su paisajismo no logra ocultarse un sentimiento clásico, semejante al de Othón, pero mucho más significativo. López Velarde es también un decepcionado del paisaje. Su paisajismo es un gusto en el sentimiento de su decepción; sentimiento que resulta tanto más trágico cuanto no es la naturaleza física lo que refleja su aridez; quien se hace diáfano como un desierto, se expone a los más ardientes y ávidos rayos luminosos y pierde su candidez. En Ramón López Velarde la poesía mexicana se reflexiona apasionadamente, repudia sus artificios y adquiere una conciencia de sus propósitos que es comparable, por su penetración, a la conciencia inmortal de Baudelaire. (1934; II,152.)



José Clemente Orozco (1883-1949). La primera impresión que me da es la de que las telas, el papel, los pigmentos, el aceite, las piedras, se gastan: miro sensibles y vivientes a su materia inorgánica, quemándose en la producción de su alma. Se ve a la luz, al calor, a la humedad, a la fuerza mecánica, como a dioses que habitan y que disfrutan esas ruinas, haciendo sensible en ellas la huella de su vida invisible. [...] De una manera semejante asistimos, en la pintura de Orozco, a la pintura misma, a su realidad desnuda y viviente. No nos oculta ni nos falsifica el poder de su artificio, de sus recursos, pero como es el predistigitador que todavía prefiere cegar; el instrumento que permite a un hombre prevalecer sobre los demás, tiranizándolos; es el instrumento por medio del cual una voz acalla a las otras, convirtiéndolas en oídos, es decir, en esclavos. (III, 413-415.)



Octavio Paz (1914-1998). No es un accidente que resuenen en sus poemas las voces de otros poetas, las de los más próximos a él. No es un accidente ni es tampoco desafortunado. Porque debe decirse, que, si esas voces poseen aptitud para durar, para prolongarse, el hecho de que Octavio Paz las reciba tiene la virtud de ponerlas en posesión del más seguro y del más valioso porvenir que se les puede ofrecer. Una inteligencia y una pasión tan raras y tan sensibles como las de este joven escritor, son de las que deben estar penetrantemente pendientes de lo que el porvenir reclama. Y el porvenir las necesita tanto, que es una fortuna que en Octavio Paz desde ahora las haya comprometido a que le sirvan. (1937; III, 284.)



Alfonso Reyes (1889-1959). Reyes no se abandona nunca, pero tampoco se sujeta; huye de la realidad que está a punto de detenerlo, no dispersándose, pero tampoco recogiéndose, como si la intención fuera la de esquivarse a sí mismo constantemente; no penetra sino a lo que ofrece resistencia, se aparta de lo que puede apasionarlo, esto es: detenerlo o confundirlo, y la única disciplina a la que se atreve es aquella que puede olvidar o en la que puede permanecer sin fatiga. (1927; II, 49-50.)



Diego Rivera (1886-1957). En la galería del Palacio de Bellas Artes, la figura de Lenin resulta tan académicamente tolerable como las nueve musas. [...] El espectador del museo, en suma, encuentra esta pintura de Rivera tan convencional como cualquier otra, y no puede juzgar que los artificios de que se vale son menos lícitos o más extravagantes que los que ha empleado la menos arbitraria de las pinturas religiosas colgadas en la galería. (III, 400.)



José Vasconcelos (1882-1959) La de Vasconcelos es la vida de un místico; pero de un místico que busca el contacto de la divinidad a través de las pasiones sensuales. Su camino a Dios no es la abstinencia, no es la renunciación del mundo. Por el contrario tal parece que en Dios no encuentra sino una representación adecuada de sus emociones desorbitadas y soberbias, que no admiten que pertenecen a un ser hecho de carne mortal. [...] La biografía de Vasconcelos es la biografía de sus ideas. Este hombre no ha tenido sino ideas que viven: ideas que aman, que sufren, que gozan, que sienten, que odian y se embriagan; las ideas que solamente piensan le son indiferentes y hasta odiosas. (1935; III, 261-263.)



Xavier Villaurrutia (1903-1950). Pocos tan exigentes como Villaurrutia. Crítico lo hace su severidad, si no lo hace severo su crítica. Nadie como él ha atendido en México a la producción literaria reciente y la ha comentado con pensamiento justo. Pero su mejor obra crítica no la forman las numerosas notas que riega por las revistas, aunque ellas le dieron ese prestigio tan extraño a su edad y en la pobre intención equivocada; su mejor obra crítica, Reflejos, libro de poesías. (1927; II,30.)

2. IDEAS POLITICAS



El Ateneo de la Juventud. Su aristocracia es una ética, casi una teología. Y ya sabemos lo que es inconformidad con el presente de este carácter; es un antinaturalismo, una renuncia de la sensibilidad, una sublimación de los sentidos. Excepcionalmente ávidos de vivir y de gozar, pero una vida y un gozo contingentes, poco atraídos por el instante y muy sostenidos por la tradición, los ateneístas mexicanos, igual que los tradicionalistas franceses, se han distinguido, además de por esa actitud aristocrática, por su aspiración a sentir el conocimiento como acción, la inteligencia como sensibilidad y la moral como estética. [...] La Revolución de 1910 no le permitió al Ateneo tener una tradición política fiel y precisa... (v, 277.)



Contra Marx y el marxismo, I. Pues sólo a una religión le es permitido identificar mágicamente la conciencia de la injusticia que sufre el proletariado con la conciencia de la realidad universal. Sólo a una religión le es permitido sentir que ha satisfecho todas las necesidades de la conciencia del hombre, al entregarle una filosofía de la transformación de las condiciones en las que se encuentran los trabajadores. Sólo una religión puede carecer de escrúpulos filosóficos para mostrar el mejoramiento del asalariado como una necesidad del electrón y de la Vía Lactea: como algo exigido por la energía interatómica y por los espacios intraestelares; como algo, en fin, que debe satisfacer a la totalidad del universo... (1935; IV, 566.)



La Constitución de 1917. El pensamiento político de 1917 sabía lo que quería; tenía una profunda conciencia de su responsabilidad; se había madurado a través de una larga y penosa reflexión, en medio de una lucha intensa que lo obligaba cada día a justificarse y a robostucerse; era un pensamiento dispuesto a afrontar las más peligrosas e inesperadas experiencias, y a enriquecerse con ellas. (1934; IV, 504-505.)



La defensa del liberalismo. A la profunda y sincera intuición revolucionaria correspondió después una acción falsa, vanidosa y fatua, más dispuesta a sacar provecho de la Revolución que de hacerse digna de él. Pero la más desastrosa consecuencia es que, a fin de ocultar su incapacidad y su fracaso, esta acción ha culpado a la propia libertad que no supo emplear para corromperla, pretendiendo enseguida que, puesto que la libertad se corrompe, la incapacidad y el fracaso han sido de la Revolución por haberse apegado a una Constitución liberal (1934; IV, 505.)



Contra Marx y el marxismo, II. El ideal de Marx fue un mundo fácilmente inteligible, un mundo sin misterios, un mundo claro, que no cueste trabajo concebir. Marx entendía con extraordinaria dificultad, pensaba con un gran esfuerzo, a través de incontables y abrumadoras aproximaciones sucesivas. Pero en vez de ver en esto una limitación propia, señaló el defecto objetivo del mundo, y elaboró toda una "ciencia", genial por su intolerancia y por su sagacidad psicológica, para crear un mundo mecánico y sencillo, adaptado a las mediocres dimensiones de su capacidad intelectual. (1935; IV, 572-573.)



La autonomía espiritual de la Universidad. La función política de la Universidad no consiste en velar porque se haga, en lo general, justicia: consiste en que se haga, en lo particular, justicia a la Universidad. Los intereses sociales que tiene encomendados no le permiten ser altruista, no le permiten distraerse en buscar satisfacción a otros intereses sociales, por valiosos que sean los ideales éticos que los inspiran. Los individuos deben sacrificarse, sin duda, por toda clase de instituciones sociales, si proceden éticamente. Pero una institución no debe sacrificarse por otra. Por lo tanto, desde el punto de vista de la ética, en general, procurar la justicia, la libertad o cualquier otro ideal no es perseguir una causa universitaria. Y precisamente, porque la de la Universidad es una función política, no puede interesarse en la persecusión social de otros ideales, es decir, en otras, acciones políticas, sin abandonar las que la sociedad le tiene encomendada. (1935; v, 55.)



La democracia amenazada. La autoridad democrática es una autoridad expuesta a la crítica; es una autoridad en investigación, a la que se niega una consagración terminante. Las instituciones democráticas por excelencia son la renovación y la crítica de la autoridad: el sufragio popular y el parlamento. De aquí que se acuse a la democracia de debilitar el Estado, por las limitaciones que impone a la autoridad, por la desconfianza con que obliga a considerarla, dificultando el ejercicio del poder. Y de aquí que se diga que la democracia no puede subsistir en circunstancias sociales que requieren la acción violenta y desembarazada del poder ejecutivo [...] Si vamos al fondo de la "crisis de la democracia", encontramos lo que significa en realidad el poder antidemocrático, el poder fundado en la fe: significa el poder fundado en la pasividad política; como la verdad fundada en la fe significa la verdad fundada en la pasividad intelectual. Por poco que nos detengamos a considerarlo, descubrimos que la doctrina antidemocrática, que la doctrina irracionalista del Estado vive a favor de una contradicción que no puede superar y que la conduce necesariamente a su propia destrucción. (1936; IV, 65.)

3. EL CRITICO LITERARIO



Contra el nacionalismo. "La vuelta a lo mexicano" no ha dejado de ser un viaje de ida, una protesta contra la tradición; no ha dejado de ser una idea de Europa contra Europa, un sentimiento antipatriótico. Sin embargo, se ofrece como nacionalismo, aunque sólo entiende como tal el empequeñecimiento de la nacionalidad. Su sentir íntimo puede expresarse así: lo poseído vale porque se posee, no porque vale fuera de su posesión; de tal manera que una miseria mexicana no es menos estimable que cualquier riqueza extranjera; su valor consiste en que es nuestra. Es la oportunidad para valer, de lo que tiene cada quien, de lo que no vale nada. Es la oportunidad de la literatura mexicana. (1932; II, 96-97.)



La tradición. ¿Cuándo se oyó a un Shakespeare, a un Stendhal, a un Baudelaire, a un Dostoievski, a un Conrad, pedir que la tradición le fuera cuidada y lamentarse por la despreocupación de los hombres que no acuden angustiosamente a preservarla? La tradición no se preserva, se vive. Ellos fueron los más despreocupados, los más herejes, los más ajenos a esa servidumbre de fanáticos. Quien está más ignorado por la tradición, más abandonado por ella, luego supone que la tradición depende de algo como la concurrencia de los fieles al templo... (1932; II, 97-98.)



El diablo en la poesía. El demonio es la tentación, y el arte es la acción del hechizo: No hay fascinación virtuosa; la Iglesia es sólo muy razonable al prevenirlo: sólo el diablo está detrás de la fascinación que es la belleza. Por esta causa es imposible que haya un arte moral, un arte de acuerdo con la costumbre. Apenas el arte aspira a no incurrir en el pecado, sólo consigue, como Nietzsche demostró con evidencia, falsificar el arte [...] He aquí por qué son insuperables el diablo y la obra de arte, la revolución y la poesía. No hay poesía sino revolucionaria, no la hay sin la "colaboración del demonio". (1934; II, 166-167.)



Clásicos y románticos. Hay dos clases de románticos, dos clases de inconformes; unos, que declaran muerta a la tradición y que encuentran su libertad con ello; otros, que pretenden resucitarla. La tradición es tradición porque no muere, porque vive sin que la conserve nadie [...] El culto de los clásicos sólo retarda el dominio y el premio de los modernos; débese, pues, anteponer el culto a la modernidad [...] A este sentimiento se asemeja el de otros modernos: los tradicionalistas. Su ortodoxia es tan protestante, su clasicismo es tan romántico, como el sentimiento de los primeros. (1932; II, 98.)



La tradición de la herejía. La literatura española de México ha tenido la suerte de ser considerada en España como una literatura descastada. Este juicio no se ha equivocado, puesto que la devuelve a la mejor tradición castiza, que es la tradición de la herejía, la única posible tradición mexicana [...] Todo clasicismo es una tradición trasmigrante. En el pensamiento español que vino a América de España, no fue España, sino un universalismo el que emigró, un universalismo que España no fue capaz de retener, puesto que lo dejó emigrar intelectualmente. (1934; II, 181-182.)



Oficio de los ojos y de las manos. Poesía que no quiere más que ser exacta y que une, en su claro propósito, la humildad de su oficio o la nobleza de su certidumbre, se somete y sirve, pero encontrando en su esclavitud el más digno empleo de la libertad [...] No es el arte estado de gracia, ni excepcional inspiración, ni alambicada alquimia; es un oficio de los ojos y de las manos. (1927; II, 29.)

4. RETRATOS Y TESTIMONIOS



La pérdida del infierno. Cuesta fue muerto por la sociedad más de lo que por ella murió. En salvación de algún orden creía. Su cultura fue el infierno de comprender o de creer o no en esa cultura elaborada con tesón y tedio. La felicidad de ese infierno. Al hacer su llamado al descastamiento demostraba su desesperación nacionalista. Fausto, el diablo y Margarita son uno en él. Corromper al diablo. Que como otros pierden el cielo, él pierda su infierno. Dialogan en ti y en mí. Cuando Cristo rompe la cruz, Orozco pintó sentencias de ese diálogo. Lo revelado superó a lo formal. (1942; Luis Cardoza y Aragon, El río. Novelas de caballerías, FCE, 1986.)



El radicalismo mexicano. A pesar de las limitaciones de su posición intelectual, más visibles ahora que cuando su autor las formuló, a través de esporádicas publicaciones periodísticas, debemos a Cuesta varias observaciones valiosas. México, en efecto, se define a sí mismo como negación de su pasado. Su error, como el de los liberales y positivistas, consistió en pensar en que aquella negación entrañaba forzosamente la adopción del radicalismo y del clasicismo franceses en política, arte y poesía. La historia refuta su hipótesis: el movimiento revolucionario, la poesía contemporánea, la pintura y, en fin, el crecimiento mismo del país, tienden a imponer nuestras particularidades y a romper la geometría intelectual que nos propone Francia. El radicalismo mexicano, como se ha procurado mostrar en este ensayo, tiene otro sentido. (1950; Octavio Paz, El laberinto de la soledad, FCE, 1950.)



En un bar de la calle Madero. Ya he contado como conocí a los poetas de Contemporáneos, cuando era estudiante, y mi primer encuentro con Jorge Cuesta. Lo que no he dicho es que una noche de marzo o abril de 1935, en un bar de la calle Madero, tuve la rara fortuna de oírlo contar, como si fuese una novela o una película de episodios, uno de sus ensayos más penetrantes: El clasicismo mexicano. Sus oyentes éramos una muchacha amiga suya y yo. Ella abrió apenas la boca durante toda la noche, de modo que a mí me tocó arriesgar algunas tímidas preguntas y unas pocas, débiles objeciones. Fue muy de Jorge Cuesta esto de exponer a su amante y a un jovenzuelo, al filo de la media noche, entre un dry martini y otro, una ardua teoría estética. (1991; Octavio Paz, prólogo a las Obras completas, FCE, IV.)



El suicida. Hay en algunas naturalezas, ciertas resistencias a la cultura. Si se les fuerza, ése es el mal de la enseñanza primaria obligatoria, producen monstruosidades. Hay que dejarlas en el alfabeto y el ábaco. Eso les basta y, en el caso, es lo único saludable. Querer llevarlas más allá es fomentar la proliferación de ejemplares como el de nuestro estrangulador de mujeres, que pretendía resucitar a sus víctimas mediante el coito [y] como el de aquel que acabó castrándose para resistir el deseo de acostarse con su hermana y que había descubierto el secreto de hacer la crítica literaria mediante reacciones químicas... (1954; Alfonso Reyes, Obras completas, XXIII, FCE, 1989.)



Posteridad de un fantasma. Confiemos en que, con el tiempo, no sólo quienes lo conocimos y tratamos personalmente, sino también los escritores que vienen después de nosotros, hablaremos mejor de su obra dispersa en revistas y diarios; obra lúcida y conceptuosa, personalísima en la poesía y en el ensayo libres tanto como en la crítica condicionada a la literatura y a la política. No es hora aún de fijar la silueta de quien llevó una existencia apasionada y apasionante. ¡Si desde sus comienzos literarios se dudó de la existencia real de Jorge Cuesta y se le consideró como un fantasma! (1942; Xavier Villaurrutia, Obras, FCE, 1966.)



El cuerpo. Jorge Cuesta era completamente ajeno a su cuerpo. Su existencia se consumaba por su evasión. Como el radium, se hacía presente por el poder que esparcía. (1958; Elías Nandino en Cuesta, v, 177)



El cadáver. De su muerte supe por recortes de periódico que me llenaron de asco y vergüenza por la prensa de mi país. El espíritu más naturalmente distinguido de mi generación, en las notas de la policía. Y cuando empezaba —que ya la habrá terminado— la Crítica del Reino de los Cielos. (1953; Gilberto Owen, "Encuentros con Jorge Cuesta", Obras, FCE, 1979.)



Los años del olvido. La intransigencia ha impedido que el nombre de Cuesta se amplifique en una merecida fama póstuma. Por el contrario, ese nombre parece hundirse cada vez más en el olvido, parece declinar cada día que pasa... (1958; Rubén Salazar Mallén en Cuesta, v, 189.)



La restitución. La verdadera actualidad de Cuesta, el carácter ejemplar de su obra tal vez sea lo que él mismo advirtió como el mayor mérito de su generación: la actitud crítica —es decir, la eficacia del desacuerdo, el ejercicio de la desconfianza y la incredulidad. (1965; José Emilio Pacheco, "Jorge Cuesta y el clasicismo mexicano" en Cuesta, v, 248.)



El contemporáneo esencial. Como todos los suicidas, su vida está calificada por su muerte; pero sus obras dejar ver que la pasión de aquélla no es ésta, sino la inteligencia, vista como un fin, como una meta, a cuyo imperio debería someterse toda la realidad. (1967; Juan García Ponce, "La noche y la llama" en Cinco ensayos, Universidad de Guanajuato, 1969.)



El problema del Canto a un dios mineral. Mi admiración por el Jorge Cuesta ensayista me llevó a su poesía. Como cualquier lector atento recibí satisfacciones a veces insospechadas; pero al intentar comprender el Canto a un dios mineral me encontré con algo impenetrable y en muchas ocasiones contradictorio: escrito en liras estrictas, parece un poema conceptista que contiene una alegoría clásica: la imagen reflejada en el agua; hay versos aparentemente felices y otros tan oscuros que se contradicen formalmente, y en un poema a tal grado voluntariamente formal, esto no deja de ser, por lo menos, sospechoso. (1982; Inés Arredondo, Acercamiento a Jorge Cuesta, SEP, 1982.)



El clásico. El riesgo de Cuesta es el de una perfección elíptica, que privilegia a la coesión y a lo rotundo de la frase en perjuicio de la experimentación. El gesto profético, la palabra como revelación y revolución, el poeta y el poema como campos de batalla de la Historia son ajenos a este proyecto literario. No será difícil apreciar que, si a algo, esta poesía aspira a ser indagación de y en la inteligencia, canto y música, reveladora y fluida constelación de nuestros ritmos interiores. (1977; Adolfo Castañón, Jorge Cuesta. Poemas, UNAM, 1977.)



La esterilidad. De ahí que la esterilidad, en Cuesta, se convierta en la mayor virtud de la poesía: negarse, decepcionar, desconfiar, dudar, descreer, abstenerse, contenerse, impedirse, obstaculizarse —he aquí "su sistema de bellas artes". (1977; José Joaquín Blanco, La paja en el ojo, UAP, 1980.)



El colonizado. Lo más extremo del pensamiento de Cuesta es su postura ante la tradición. En sus numerosos apuntes sobre el tema, Cuesta va al límite, reconoce y se enorgullece del colonialismo cultural; examina impiadosamente los elementos universales de toda tradición nacional; declara que la poesía mexicana es una poesía europea; afirma que la tradición no se preserva, sino que vive y que la tradición es tradición porque no muere, porque vive sin que la conserve nadie, y, en plena euforia de verdades hirientes, no se detiene ante la provocación, y ve en la influencia de Francia no un factor accidental y caprichoso de nuestro desenvolvimiento nacional, sino su carácter, su distinción, su propiedad personales. Es aquí donde Cuesta acierta y se equivoca... (1985; Carlos Monsiváis, Jorge Cuesta, CREA, 1985.)



De la ley a la ciencia. Jorge Cuesta no era, hablando en propiedad, un alquimista, y no nos ha sido dado encontrar ningún indicio de que siguiera con interés particular la ciencia de los "amos del fuego". Más bien conviene ver en ello una analogía con el procedimiento, con la ideología, en la medida en que trabajaba en el mismo sentido que los alquimistas. (1983; Louis Panabière, Jorge Cuesta. Itinerario de una disidencia, FCE, 1983.)



La locura. El infierno de Cuesta (y no el de la locura) nos atañe a todos. (1985; Guillermo Sheridan, Los Contemporáneos ayer, FCE, 1985.)



El personaje. El poeta conoció a Lupe Marín, la autora de La única, en una tertulia: nunca imaginó lo que le depararía aquella conversación inicial. Lo veo ahí sentado, agitando sus largos dedos, robándose el tiempo... (1991; Jorge Volpi, A pesar del oscuro silencio, Joaquín Mortiz, 1991.)



Nuestro Fausto. Fue el primer intelectual moderno de México. A fines del siglo XX su reputación es firme y pasará algún tiempo antes de que otra generación la ponga en duda. La obra de Cuesta suscita un consenso esencialmente político. Discutimos sus facultades como poeta pero se admite la gravedad de su intención. Se aceptan las limitaciones del pensador pero se le conceden circunstancias atenuantes. La certidumbre que rodea a Cuesta estableció con fijeza su punto de partida como escritor. Sus cofrades y sus enemigos, la inmediata posteridad y el propio Cuesta acordaron que era el desarraigo la figura dramática más exacta para definir su vida y obra. Nuestro primer crítico está arraigado en la cultura contemporánea de México como si con los años sus textos hubieran proliferado tupidamente el jardín del porvenir. Sería hipócrita negar por razones retóricas el triunfo de Cuesta. Es una de las pocas victorias morales que la posteridad ha concedido a un escritor mexicano. Y afirmar que su obra goza de un consenso político es decir que su lugar en la polis de la cultura es determinante. Cuesta es una referencia central porque tuvo la razón o porque consideramos sus razones como nuestras. Esa razón de Cuesta fue el ejercicio de la crítica moderna en las condiciones de una cultura que no la aceptaba como tal. Parece lógico que el escritor no haya sido comprendido en los años treinta del siglo XX y sería aberrante que el presente no intentara pagar deuda tan magnífica. Cuesta fue esencialmente un crítico de literatura. Su celebrada inteligencia le permitió extenderse al resto de las artes y a la esfera moral de la política hasta dejar implícita una crítica más general de la cultura mexicana. Es obvio que no atendió fenómenos éticos y estéticos capitales; pero una de sus cualidades fue la de fijar los límites de su percepción. Entendió la crítica como método intelectual y como actitud moral. La unidad de sus escritos nace del logrado equilibrio que mantuvo entre ambas certezas.

La modernidad de Cuesta requería de una actitud ante la tradición como selección. A diferencia de T.S. Eliot, el poeta mexicano no contaba con una memoria crítica organizada de la cual deslindarse. Entendió al crítico como el creador de su propia tradición y diseñó una cartografía adecuada para conocerla. La literatura mexicana no tenía, ni siquiera, una historia académica consagrada que combatir. Tras la Revolución de 1910 se mantenían certidumbres académicas: neoclasicismo, modernismo, admiraciones parciales —Sor Juana—, atribuciones dudosas —Ruiz de Alarcón— o leyendas públicas como la del romanticismo político. Ninguna de esas sospechas lograban constituir una tradición crítica como la que Cuesta necesitaba para trabajar. Hubo de inventar fragmentos enteros de historia literaria para encontrar su sitio como crítico. [...]

Cuesta es el Fausto de la cultura mexicana del siglo XX. Fausto que crea Faustos, crítico creador de magos, nos dejó al morir los contratos que firmó con Mefistófeles, papeles en herencia que configuran una crítica del demonio en sus manifestaciones pictóricas y políticas. Tres afluentes examinadas que logran una síntesis fáustica, la civilización occidental en México. Genealogía que nace cuando Cuesta crea su propia figura y encarna un sitio nuevo y arbitrario, autónomo en sus funciones y generador de autonomía por sus resultados. Al desprenderse —como actor— de la tradición mexicana, Cuesta reúne las condiciones para reinventar un canon. Ése es el sentido de la batalla antirromántica que emprende, del liberalismo constitucional que pregona y de la elevación de José Clemente Orozco al árido Olimpo de su clasicismo. En cada una de estas maniobras, Cuesta aparece como un negociador exhausto, que sólo firma las capitulaciones cuando sabe que ha vendido su alma al diablo al precio justo. Las condiciones pactadas por Cuesta redituaron en nuestro beneficio. Inversiones a largo plazo, los pactos cuestianos rigen desde la Torre de Marfil hasta la plaza pública. Ello no impide que el papel moneda que acuñó no esté libre de falsificación o, peor aún, de ser retirado de la circulación. Fausto es también un empresario, el arquitecto imprudente que sueña con guiar el caudal de la Naturaleza a través de canales humanos.

Cuesta levantó en sus ensayos un acta cuidadosa y sonora de las relaciones entre la creación artística y sus poderes secretos. Moralista y garante de la ética de la responsabilidad, emprendió la crítica del demonio, ética que alerta contra los íncubos de la ideología, eternos pretendientes al trono, ávidos por trasvestirse y utilizar al "espíritu nacional" como ventrílocuo de sus profecías. Hoy, cuando el siglo se va como empezó, entre las persecusiones nacionalistas, espíritus como el de Cuesta nos llaman y nos vigilan. La traición de los clérigos es una constante histórica y la cláusula política redactada por Cuesta, que limita severamente al Estado en su comercio con la conciencia civil, debe ser celosamente vindicada. Cuesta rubricó cada una de estas salvaguardas en calidad de albacea crítico. El mito trágico de Cuesta —no debemos olvidarlo— empieza por cuenta del propio poeta, cuando, entusiasmado por sus victorias contra la parte del diablo, quiso llevar sus poderes fáusticos ante la delicada audiencia del cuerpo y ésta, unánime, agotó los plazos y dictó su muerte. (1997; Christopher Domínguez Michael, Tiros en el concierto. Literatura mexicana del siglo v, Era, 1997.) –
http://www.letraslibres.com/revista/entrevista/jorge-cuesta-1903-1942

miércoles, 14 de enero de 2015

Xavier Villaurrutia: cuestión de ánimo y melancolía


Xavier Villaurrutia: cuestión de ánimo y melancolía
El libro Nostalgia de muerte de Xavier Villaurrutia es la introducción de un concepto que logra una unidad contundente: la melancolía.

 Javier de la MoraJavier de la Mora.

El diccionario de la Real Academia de la Lengua Española nos dice que la palabra «ánimo» (del lat. anĭmus, y este del gr. ἄνεμος, soplo) posee cuatro acepciones que en el uso diario aplicamos indistintamente: alma en cuanto principio de la acción humana, energía, voluntad y pensamiento. En efecto, «ánimo» es un término que utilizamos para referirnos a la intención de hacer algo o para expresar deshago en las aflicciones por medio de la esperanza o la conformidad: “tengo mucho ánimo” o “estoy desanimado”. En otras palabras: el ánimo es esa facultad instintivo-afectiva a través de la cual podemos realizar nuestros proyectos, hacer todo cuanto nos proponemos en la vida y llevar a cabo nuestros sueños; sin embargo, el ánimo es resultado de un delicado equilibrio entre humores que puede ser alterado con facilidad por las violentas tempestades de lo real y cuyo desorden puede provocar las consecuencias más nefastas: desde la depresión improductiva hasta la demencia y el suicidio.
            A Villaurrutia le pasó lo que a la figura alada del grabado de Durero: “Un genio con alas que no va a desplegar, con una llave que no usará para abrir, con laureles en la frente pero sin sonrisa de victoria” (Klibansky, p. 309). La melancolía de la que Xavier fue víctima enturbió sus relaciones consigo mismo. Víctima de una tristeza incierta pero aguda, sosegada pero incurable, el poeta vivía sumido en un estado de inseguridad amurallado por las limitaciones del lenguaje y la nula posibilidad de decir.
            Y esto es así porque —como dice Roger Bartra invocando a Kant— “las sensaciones no se sustentan principalmente en las ‘cosas externas’ sino más bien en los sentimientos de cada hombre, cuyas raíces se hunden en los temperamentos y en los humores” (Bartra, p. 37). [Así vemos a un Cioran retraído ante su obra, pero también ante sí mismo: una voluntad que desea, pero que no emprende el camino.]
El libro Nostalgia de muerte de Xavier Villaurrutia es la introducción de un concepto que logra una unidad contundente: la melancolía. Y es que casualmente aparecen casi de manera simultánea los libros Muerte sin fin de José Gorostiza, y Muerte de cielo azul de Bernardo Ortiz de Montellanos. Libros con distintas suertes pero que toman como columna vertebral un mismo tema. Lo curioso es que tales obras están lejos de la concepción mexicana de la muerte. El mismo Villaurrutia ubica este acto como algo ajeno a la tierra, pues ésta se consuma no a través de un entierro, como obedece en una concepción occidental e hispana de la muerte, sino con la huida, con el exilio, con el destierro. Los argumentos constantes de su poemario ocurren en dualidad: vigilia y sueño, vida y muerte, presencias y ausencias, lo que es y lo que no, la melancolía provocada por el deseo incumplido de hacer. Y la muerte, por supuesto, es el origen de tal nostalgia.
Nostalgia de la muerte construye un mundo lleno de gritos, estatuas, esquinas, heridas, silencios, noches, sueños, insomnios y deseos. Un mundo que desde la vigilia observa y sufre por lo que en la noche es posible, por lo que en la noche ocurre: momentos en que la carne se petrifica, el hombre se vuelve figura que debe soportar el sufrimiento.

Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera
y el grito de la estatua desdoblando la esquina.
Correr hacia la estatua y encontrar sólo el grito,
querer tocar el grito y sólo hallar el eco
querer asir el eco y encontrar sólo el muro
y correr hacia el muro y tocar un espejo.

Las imágenes desde luego se recrean en un mudo onírico que obliga necesariamente a pensar en que se trata de poemas surrealistas. Un libro que tiene que ver con una concepción del mundo ofrecida por el inconsciente y guiada por el poeta y no a través de él, aunque Nostalgia de la muerte será la expiación del autor mismo. Es decir, la creación del mundo onírico se debe a las necesidades no manifiestas del inconsciente pero que necesariamente están vinculadas con la vigilia. La explicación más coherente tiene que ver con una cuestión íntima, muy lejana de la que Paz podría citar. Nostalgia de la muerte es un poemario, en toda su extensión, que habla del deseo carnal y preferencia de Xavier Villaurrutia. Dada esta situación, no es difícil entender el mundo nocturno de las bocas, las heridas, las petrificaciones, los gritos, los silencios y esa dualidad entre la vida y la muerte. El juego de palabras latente a lo largo del libro es el concepto francés del orgasmo, la petit mort, al que es reducido la muerte. Y de ahí el título: hay un sentimiento de melancolía por no estar en el lugar de origen que es la muerte, el lugar al que se le ha exiliado por ser algo no permitido, socialmente señalado, pero que es un placer que lo mata, que lo aniquila, porque la eyaculación tiene claramente su origen en el empuje del viento (Aristóteles, p. 89).
Cada poema es la explicación de lo que a Villaurrutia le ocurre, de cada uno de sus deseos y tristezas. Los nocturnos son, todos, confidencias y revelaciones de un acto carnal que le trastorna el ánimo. Paz se equivocaba al decir que sólo el “Nocturno de los ángeles” era uno de los pocos poemas eróticos de Villaurrutia. Aunque este poema es también esencial para el entendimiento del libro. El “Nocturno de los ángeles” es un poema que manifiesta el sentir del contemporáneo sobre México, su patria. Hay una algarabía y efusividad por un lugar, fuera de su país, poblado de ángeles, que comparten el secreto del nocturno y de la muerte (la petit mort) sin miedo alguno. “La angustia, la soledad, la noche, el silencio, las calles solitarias, los muros, las sombras, el sueño, todo ese mundo nervalesco asido a su pluma confirmaba la intensidad de su presencia en quien sabía que vivir es estar cumpliendo con la ineludible destrucción interior” (Chumacero, p. XV), que vivir es una cuestión de ánimo o una cuestión perdida de consecuencias nefastas, para vivir la muerte muriendo a todas horas.


Bibliografía

AGAMBEN, Giorgio, Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental, Pre-Textos, Valencia, 2006.
ARISTÓTELES, El hombre de genio y la melancolía (Problema XXX), Acantilado, Barcelona, 2007.
BARTRA, Roger, El duelo de los ángeles. Locura, tedio y melancolía en el pensamiento moderno, Pre-Textos, Valencia, 2004.
KLIBANSKY, et. al., Saturno y la melancolía, Alianza, Madrid, 1991.
PAZ, Octavio, Primeras letras, editorial Vuelta, México, 1992.
___________, Xavier Villaurrutia. En prosa y en persona, FCE, México, 1978.
VILLAURRITUA, Xavier, ‘Nostalgia de la muerte’, en: Obras, Prólogo de Alí Chumacero, FCE, Letras Mexicanas, México, 1996, pp. 44 a 73.

martes, 13 de enero de 2015

HECHICERÍAS DEL DISCURSO NARRATIVO LATINOAMERICANO: AURA DE CARLOS FUENTES. Eduardo Thomas Dublé.


HECHICERÍAS DEL DISCURSO NARRATIVO LATINOAMERICANO: AURA DE CARLOS FUENTES (1)

Eduardo Thomas Dublé
Desde los años 60, la novela latinoamericana desarrolla insistentemente una idea del relato literario como recreador de la memoria histórica.
Quien formula con mayor lucidez esta concepción es el mexicano Carlos Fuentes, cuando afirma que la función del escritor es reinventar el pasado por medio de la imaginación, diciendo lo que no ha sido dicho por los discursos oficiales, develando la realidad oculta de la conciencia de la sociedad.(2) La aproximación entre poesía y memoria histórica conduce a Fuentes a encontrarse con la idea de la historia que sostiene el pensador italiano del siglo XVIII Juan Bautista Vico, para quien la evolución de las civilizaciones se comporta de manera que cada momento periodal incorpora la memoria de las etapas precedentes, con sus logros, fracasos, problemas irresueltos y legados valóricos. La presencia del pasado en el presente es causa de que jamás una época reproduzca de manera idéntica a otra anterior: el modo de desarrollarse el tiempo histórico se asemeja más a una espiral, de evoluciones cada vez más amplias, que al circuito cerrado y siempre idéntico del tiempo cíclico.(3)
El esfuerzo de los narradores latinoamericanos se orienta, a través del siglo XX, a la creación de un lenguaje capaz de desenmascarar los discursos falsos y anacrónicos recibidos de un pasado histórico que se inició con el Descubrimiento, para recrear la memoria de lo silenciado acerca de la realidad del Nuevo Mundo. Su acto escritural adopta la significación de una búsqueda ontológica de la identidad mediante la reinvención de nuestra historia.
Carlos Fuentes enriquece estos postulados recogiendo y proyectando sobre la totalidad de la realidad latinoamericana algunas de las ideas fundamentales del pensamiento de Octavio Paz sobre la cultura de México.
Como se recordará, este ilustre autor mexicano influyó fuertemente a la producción intelectual latinoamericana de mediados de siglo, generando corrientes de pensamiento que se desarrollan hasta la actualidad, en torno a una interpretación de la cultura mexicana a partir del predominio en ella de lo cerrado por sobre lo abierto. De acuerdo con esta teoría de Paz, en la sociedad mexicana han predominado, con escasas excepciones, el disimulo y el enmascaramiento por encima de las actitudes culturales de apertura y comunión. Este modo de ser -afirma Paz- adopta diversas modalidades en sus manifestaciones, entre las cuales se encuentra la preferencia por lo formal en desmedro del contenido. La historia de la cultura mexicana se podría entender, a la luz de esta teoría, como una serie de discursos puramente superficiales y formales en sucesión y disputa, que sólo enmascararían a la verdadera conciencia nacional.
Piensa Octavio Paz que el disimulo del verdadero ser mexicano se remonta a los traumas sufridos en los orígenes de la nación, durante los desgarros de la Conquista y posteriores diversos despotismos e imperialismos. Su resultado más relevante sería la falsificación de la historia mexicana por un discurso cultural que no quiere aceptar las realidades de un origen violento y un ser mestizo.(4)
La verdadera historia de México, puede deducirse de estos planteamientos, no ha sido escrita; mientras tanto, su lugar lo ocupa una "historia falsa" que maneja el discurso oficial.
La acción narrada en Aura (1962), la novela de Carlos Fuentes a que me deseo referir (5), constituye aparentemente un proceso de reencuentro con la historia. El protagonista, Felipe Montero, un historiador de 27 años, se desplaza desde un espacio exterior y periférico, en el que prevalecen las apariencias superficiales y las máscaras -el de la moderna Ciudad de México, cotidiana, alienante- hacia otro espacio interior y central, en el que supuestamente descubre una realidad esencial- la Ciudad de México colonial, histórica, representada por la calle Donceles, en la que se encuentra la casa de la anciana Consuelo, con el número 815.(6) Sin embargo, si se lee la novela atendiendo a su elaboración simbólica, el mencionado reencuentro se traduce en una efectiva regresión en la que el pasado, del que es portadora la anciana Consuelo, se apodera del presente, representado por el joven historiador. Ni las hechicerías de aquélla ni la juventud de Felipe, son suficientes para revitalizar a una situación de encierro estéril, en la que el pasado, convocado por el presente, termina por apoderarse de éste último hasta identificarse con él.
La imagen de la bruja metaforiza en Aura las contradicciones de la memoria histórica latinoamericana, especialmente el anquilosamiento que le produce su incapacidad de introspección.
Se ha visto en la novela latinoamericana contemporánea una tendencia a expresar nuestras concepciones utópicas por medio de la elaboración artística de los mitos en el nivel simbólico de la narración.(7) Puede comprenderse esta característica de la novela latinoamericana a partir del mecanismo de pregunta y respuesta que opera al mito como "forma simple", en el concepto de André Jolles.(8) La utopía significada por el mito en la novela, constituiría una respuesta a las interrogantes fundamentales de la conciencia colectiva latinoamericana. Leyendo Aura a la luz de lo anterior, se constata que elabora a la bruja como un símbolo estrechamente relacionado con las potencialidades del lenguaje.
Creo que el gran mito desarrollado por la literatura latinoamericana contemporánea es el del poder creador y liberador de la palabra. En mi opinión, es sobre la base de la elaboración poética de este mito que nuestros novelistas expresan nuestras utopías más entrañables. Sobre la base de estos supuestos, propondré una interpretación de la imagen de la bruja en esta hermosa novela de Carlos Fuentes.
El arquetipo de la bruja, entre sus muchos sentidos, posee el señalado por Michelet: remite a un estado original, primitivo, humano y solidario, vinculado a la naturaleza. Prefigura utópicamente una sociedad fundada en esos valores. Trascendiendo a la historia, su imagen es significativa de un estado más feliz de la humanidad.(9) El nombre de Consuelo quizás atrae este valor del arquetipo: el de la mujer sabia, conocedora de las hierbas naturales, que entrega alivio a los seres que sufren abandono en un mundo en el que las relaciones humanas fundamentales están destruidas. En su caso, sin embargo, esta cualidad está invertida, como fruto de las contradicciones que manifiesta como personaje y símbolo, aproximándose al tercer estado de la bruja señalado por Michelet: decadente, astuta y maliciosa.(10)
La historia que se relata en Aura, aunque vincula los poderes de la bruja con el conocimiento de la naturaleza y la búsqueda del amor eterno, conduce a los protagonistas a un estado de encierro, asfixia y esterilidad.
La historia que conduce a esta situación es de amor: en ella dos amantes se vuelven a unir, superando las barreras del tiempo y de la muerte.
Se la ha interpretado como la narración de una aventura interior, que puede ocurrir tanto en la imaginación de Felipe como en la de Consuelo. Quien propone que la historia no es otra cosa que un sueño de Consuelo, interpreta a este personaje como a una anciana demente a causa de su propia esterilidad y temor a la senectud, que en su delirio recuperaría a su amado por medio de la imaginación. Las dos interpretaciones se fundamentan en marcas textuales muy precisas que permiten atribuir el relato a uno u otro de los dos personajes.
El epígrafe, tomado de La sorciére de Michelet, es uno de los elementos que inducen a afirmar que la historia narrada es producto de la imaginación de la anciana Consuelo:
El hombre caza y lucha. La mujer intriga y sueña; es la madre de la fantasía, de los dioses. Posee la segunda visión, las alas que le permiten volar hacia el infinito del deseo y de la imaginación... Los dioses son como los hombres: nacen y mueren sobre el pecho de una mujer...
Cada uno de estos modos de interpretar el relato supone escoger un punto de vista que hace sujeto y narrador del mismo a un personaje diferente. Si se toma como sujeto y narrador a Felipe, la historia narrada será la del joven historiador mexicano. Si bien es un personaje extremadamente pasivo, que se limita a responder a los estímulos de la seducción y el hechizo, él es portador del foco narrativo y a través de su conciencia percibimos el mundo narrado. Además es apelado constantemente por la narración en segunda persona singular. Todo esto justifica considerarlo como protagonista.
Escogiendo esta perspectiva, la fábula cuenta como Felipe Montero lee en el diario un aviso que solicita a un historiador joven que domine el francés. La remuneración ofrecida le hace dirigirse a la casa de Consuelo. A pesar de la inquietud que le produce el ambiente lúgubre y encerrado que allí encuentra, la seducción de Aura, la bella sobrina de la anciana, lo lleva a aceptar el empleo, que consiste en traducir las memorias del general Llorente, difunto marido de Consuelo. Durante los tres días que abarca el relato, se enamora de la muchacha hasta el punto de pensar en fugarse con ella, creyendo que es tiranizada por su tía. Es sometido a una serie de situaciones de carácter ritual iniciático, entre las que se incluye el ser poseído dos veces por Aura, una en su recamara y la segunda en la habitación de ella, como parte de una misa negra. Paralelamente, y como parte de los ritos de iniciación, va leyendo los manuscritos del general Llorente que le informan sobre la historia de Consuelo y su marido. De este modo, cuando ya en el final de la novela va a reunirse con Aura en la habitación de Consuelo, durante una supuesta ausencia de la anciana, ya sabe que Aura es sólo la recreación por hechicería de la juventud de Consuelo y que él mismo es el propio general Llorente que retorna obedeciendo a la invocación de la mujer que ama.
Si se asume la otra perspectiva, que considera a Consuelo como sujeto del relato y narradora(11), la historia narrada es la de una mujer bellísima que a los 15 años, en 1867, conoce a un general del estado mayor de Maximiliano en México y se casa con él. Al caer el régimen, es llevada por su marido al exilio en París. Experimenta la frustración de no tener hijos y desea conservar su belleza y juventud a cualquier precio. Comienza a practicar la hechicería, lo que inquieta a su marido, quien un día la ve delirando y gritando que ha logrado engendrar a un ser. Ya anciana y viuda, otra vez en México, recupera a su marido muerto al convocarlo en la persona de Felipe.
Otra lectura posible, compatible con las dos anteriores, interpreta al narrador como manifestación textual del poder creador y profético del lenguaje narrativo.(12) Desde esta perspectiva, las fluctuaciones entre los tiempos gramaticales presente y futuro, que caracterizan a la narración de esta novela, constituyen expresiones del conocimiento y dominio totales que ejerce el creador sobre la historia que está creando. El uso permanente de la segunda persona singular, dirigida al protagonista, da a la narración el sentido de una inapelable determinación del destino.
La figura de la bruja alcanza su significación simbólica en relación con estas especiales características de la instancia de enunciación narrativa. El hecho de que el discurso del narrador apela directamente al protagonista, rompe el modelo narrativo tradicional, haciendo irrumpir un elemento extradiegético en la diégesis, lo que intensifica y destaca los vínculos entre el mundo ficticio y el lenguaje narrativo, integrándolos en torno a la figura simbólica de la bruja.
Reafirma esta idea el hecho de que la acción y, por lo tanto, los procesos de hechicería a que se ve sometido el personaje, están relacionados de manera importante con el lenguaje escrito. La construcción especular del relato, en esta novela, tiene una función importante en la simbolización del poder del lenguaje.(13)
Así como los personajes se desdoblan especularmente unos en otros (Consuelo en Aura; Aura en el conejo llamado Saga; Felipe en el general Llorente), de la misma manera la lectura permite a Felipe reconocerse en los textos escritos como en un espejo. El proceso de hechicería tiene como objetivo, precisamente, obtener ese reconocimiento de Felipe lector en los textos que se le dan a leer.
La novela se inicia con la lectura que hace Felipe de la oferta de empleo en el aviso periodístico. Cree verse reflejado en ese anuncio, que parece hecho para él:
Lees ese anuncio: una oferta de esa naturaleza no se hace todos los días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie más. (11)
La reiteración de la palabra "lees" enfatiza el acto de lectura, lo que prefigura la relevancia que tendrá la actividad lectora posteriormente, cuando Felipe, cumpliendo con las condiciones de su empleo, lea los manuscritos del general Llorente.
La primera reacción de Felipe ante el texto de Llorente es de rechazo por su mediocridad y carencia de interés:
El francés del general Llorente no goza de las excelencias que su mujer le habrá atribuido. Te dices que tú puedes mejorar considerablemente el estilo, apretar esa narración difusa de los hechos pasados: la infancia en una hacienda oaxaqueña del siglo XIX, los estudios militares en Francia, la amistad con el duque de Morny, con el círculo íntimo de Napoleón III, el regreso a México con el estado mayor de Maximiliano, las ceremonias y veladas del Imperio, las batallas, el derrumbe, el Cerro las Campanas, el exilio en París. Nada que no hayan contado otros. (30)
Debe recordarse que Felipe, en cierto momento, intenta abandonar la traducción de los manuscritos del general, para retomar su propia investigación sobre la unidad histórica de los procesos de Descubrimiento y Conquista en el continente, proyecto que había abandonado por carecer de medios económicos para sustentarlo.
El segundo folio de los manuscritos le es entregado por la anciana inmediatamente después de que Aura lo ha declarado su esposo, tras irrumpir en su recamara y poseerlo durante su sueño.
En esta parte de las memorias aparece Consuelo, una joven de 15 años, cuyos ojos verdes fascinan al general, constituyéndose, según él mismo afirma, en su perdición. La narración del general informa que Consuelo practicaba la tortura de gatos -dato que el lector debe asociar con la fugaz visión que tiene Felipe, desde su recamara, de unos gatos ardiendo-, lo que ella justificó ante su marido como un recurso para: "rendre notre amour favorable, par un sacrifice symbolique".(41) El general se refiere también al inmenso orgullo que tenía Consuelo de su belleza, que podría llevarla a cualquier extremo:
Siempre vestida de verde. Siempre hermosa, incluso dentro de 100 años. Tu es si fiére de ta beauté; que ne ferais-tu pas pour rester toujours jeune? (41)
Después de la misa negra, en la que Aura oficia de sacerdotisa y cumple el rol del altar en que el historiador es sacrificado simbólicamente, éste siente, al despertar, "la doble presencia de algo que fue engendrado la noche pasada".(51) Ya en su recámara, revisa los objetos de su botiquín, lee los textos de sus indicaciones y repite sus nombres, para refugiarse en ese lenguaje que nomina y ordena la realidad conocida y así "olvidar lo otro, lo otro sin nombre, sin marca, sin consistencia racional".(52)
El terror de Felipe ante una realidad amenazante que adivina como "lo otro", encuentra correspondencia especular en la siguiente confesión de Aura, que se refiere a su tía:
-Ella tiene más vida que yo. Sí, es vieja, es repulsiva...Felipe, no quiero volver... no quiero ser como ella...otra...(53)
El tercer folio de las memorias no le es entregado a Felipe, sino que él lo sustrae de la habitación de la anciana, en circunstancias que ésta le ha dicho, extraña y sugerentemente vestida con un viejo vestido de novia, que saldrá de la casa por el día. Coincidentemente, Aura lo ha citado para juntarse en esa habitación.
En su lectura, Felipe se salta las hojas en que Llorente describe el mundo decadente en que se mueve, para centrar su atención en aquéllas que informan sobre la mujer de ojos verdes, que ahora aparece francamente dedicada a la hechicería. El general cuenta como le hizo ver que con esas prácticas no iba a solucionar su problema:
Le advertí a Consuelo que esos brebajes no sirven para nada. Ella insiste en cultivar sus propias plantas en el jardín. Dice que no se engaña. Las hierbas no la fertilizarán en el cuerpo, pero sí en el alma...(57)
Lo que Consuelo busca en la hechicería es la fertilidad del alma, que le devolverá su juventud, cosa que afirma haber logrado cuando aparece en las últimas líneas de las memorias de su marido.
La observación de las fotos que sustrajo del baúl junto con el tercer folio, completan la revelación por la que Felipe descubre su identidad con el narrador y protagonista de los manuscritos, y la de Aura con Consuelo. El descubrimiento tiene un efecto destructor sobre los paradigmas que sustentan su realidad, y lo deja instalado en una temporalidad circular de carácter mítico:
caes agotado sobre la cama, te tocas los pómulos, los ojos, la nariz, como si temieras que una mano invisible te hubiese arrancado la máscara que has llevado durante 27 años: esas facciones de goma y cartón que durante un cuarto de siglo han cubierto tu verdadera faz, tu rostro antiguo, el que tuviste antes y habías olvidado (...)No volverás a mirar tu reloj, ese objeto inservible que mide falsamente un tiempo acordado a la vanidad humana, esas manecillas que marcan tediosamente las largas horas inventadas para engañar el verdadero tiempo, el tiempo que corre con la velocidad insultante, mortal, que ningún reloj puede medir.(59)
Como ya señalamos, el arquetipo de la bruja remite a la nostalgia por un tiempo original en el que reinan vínculos solidarios e inocentes con el mundo. Recuérdese al respecto las palabras de Consuelo sobre los animales.
La bruja de Aura, sin embargo, tiene otro sentido. Remite a un tiempo relativamente cercano y determinadamente histórico, que mantiene una significación definida en la memoria mexicana: el régimen de Maximiliano, que aparece en los escritos del general Llorente con características reaccionarias, expresivas de una absoluta alienación respecto de la realidad latinoamericana.
La estructura especular del relato opera de modo que el mundo de Maximiliano se proyecta desde su marco histórico al contexto cultural del lector contemporáneo, representado por Felipe, configurándose como un símbolo de la contradicción latinoamericana entre su necesidad de fundar una realidad propia y la identificación alienante con la cultura Europea. El general Llorente metaforiza el extravío de una Latinoamérica que ha perdido el vínculo vital con sus propias raíces, cuando aparece, deslumbrado por los oropeles de una monarquía caduca, y reduciendo sus lazos con México a una difusa nostalgia:
El general Llorente habla en su lenguaje más florido de la personalidad de Eugenia de Montijo, vierte todo su respeto hacia la figura de Napoleón el Pequeño,, exhuma su retórica más marcial para anunciar la guerra franco-prusiana, llena páginas de dolor ante la derrota, arenga a los hombres de honor contra el monstruo republicano, ve en el general Boulanger un rayo de esperanza, suspira por México...(56)
La relación identificatoria que establece la novela entre el joven historiador contemporáneo y el decimonónico general reaccionario, simboliza a la memoria latinoamericana perdida en el aquelarre discursivo que la embruja y hace caer en un tiempo cerrado: ilusorio, estéril, circular.
La bruja simboliza en Aura a una conciencia histórica en conflicto consigo misma, que opera perversamente a través de un discurso narrativo que anula sus propias posibilidades creativas.
Si entendemos al mito en los términos propuestos por André Jolles, que ya citamos anteriormente: como una "forma simple" que obedece al mecanismo de pregunta y respuesta, podemos afirmar que la imagen de la hechicera Consuelo responde simbólicamente a la pregunta por las causas de nuestra alienación cultural. Su respuesta señala una carencia; pero también propone la utopía de un discurso histórico propio, que recree y libere a nuestra memoria y derogue los falsos relatos con que enmascaramos nuestro pasado.
Asumir la utopía de un lenguaje auténtico en Latinoamérica, sin embargo, supone el difícil desafío de resistirse a las tentaciones que hacen sucumbir al personaje de Carlos Fuentes: el consuelo de las buenas remuneraciones y el hechizo de los bellos -aunque ilusorios- ojos verdes.

Sitio desarrollado por SISIB

 Notas
(1) Este trabajo es parte de la producción del proyecto Fondecyt Nº1950366. Fue expuesto en las VI Jornadas Interdisciplinarias Sobre Religión y Cultura: "Magia y Religión", organizadas por el Centro de Estudios Judaicos de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile, en la Sala Domeyko de la Casa Central de la Universidad, entre los días 24 y 26 de agosto de 1998. También fue publicado en las Actas de esas Jornadas.

(2) Carlos Fuentes: La nueva novela hispanoamericana. México, Editorial Joaquín Mortiz, 1969. "Radical ante su propio pasado, el nuevo escritor latinoamericano emprende una revisión a partir de una evidencia: la falta de un lenguaje. La vieja obligación de la denuncia se convierte en una elaboración mucho más ardua: la elaboración crítica de todo lo no dicho en nuestra larga historia de mentiras, silencios, retóricas y complicidades académicas. Inventar un lenguaje es decir todo lo que la historia ha callado. Continente de textos sagrados, Latinoamérica se siente urgida de una profanación que dé voz a cuatro siglos de lenguaje secuestrado, marginal, desconocido".(30)

(3) Carlos Fuentes: Valiente mundo nuevo. Epica, utopía y mito en la novela hispanoamericana. México, Fondo de Cultura Económica, 1990. "Para Vico, conocer algo, conocerlo de verdad y no sólo percibirlo, requiere que el conocimiento mismo cree lo que quiere conocer. Sólo conocemos verdaderamente lo que nosotros mismos hemos creado (...) El mundo natural no es una creación humana: pero el mundo social e histórico (...) sí lo es y en consecuencia puede ser conocido". Observa Fuentes que la concepción del tiempo histórico de Vico se aproxima al presente "inclusivo y fluido" propio de las artes y las ciencias contemporáneas; al presente constante de las ficciones de Cortázar, al "presente continuo" del que habló Gertrude Stein. (30-31)

(4) Octavio Paz: El laberinto de la soledad. México, Fondo de Cultura Económica, 1959.

(5)Carlos Fuentes: Aura. México, Ediciones Era, !974 (novena edición). Las citas remiten a esta edición.

(6)La relevancia que tiene en la recepción del lector mexicano la elección de la calle Donceles para ubicar la acción de esta novela, la analiza Kenneth M. Taggart: Yáñez, Rulfo, Fuentes: El tema de la muerte en tres novelas mexicanas. Madrid, Editorial Playor, 1983, pp. 198 y ss. También analiza el relato desde el punto de vista de las estructuras míticas del viaje al averno, basándose en el modelo propuesto por Juan Villegas.

(7)Cfr. Jaime Valdivieso: "Significación del mito en la literatura latinoamericana", en Estudios Públicos Nº 39, 1990, pp.275-281. "Es sobre todo en la narrativa donde hallamos precisamente el imaginario de un mundo siempre mejor, alternativa de la sociedad impersonal, tecnificada y alienante en que vivimos. Y este mundo deseado y deseable se da especialmente en el mito, constante generador de ideales y alimento de la memoria e identidad. En especial nos referimos a los mitos de fundación..." (278)

(8) Andre Jolles: Las formas simples. Santiago, Editorial Universitaria, 1972. "La pregunta se dirige hacia el ser y naturaleza de todo lo que observamos en este mundo como constante y multiforme. La respuesta lo reúne en el acontecimiento, que en su incondicional unidad, reduce la pluralidad y lo permanente a unidad. Y como tales, los estructura de manera movediza y firme en un acontecimiento que convierte en fortuna y destino". (109)

(9)Cfr. Roland Barthes: "La sorciere", en Ensayos críticos. Barcelona, Editorial Seix Barral, 1967, pp. 135-149. Prefacio a la edición de 1959 de La sorciere de Jules Michelet, obra que se relaciona estrechamente con la elaboración de lo códigos de hechicería en Aura, sobre la base del epígrafe que Carlos Fuentes toma de ese estudio del historiador francés. La relación intertextual entre ambas obras es analizada por Adriana García Aldridge: "Fuentes y la Edad Media", en Anales de Literatura Hispanoamericana N?4, Madrid, 1975,pp.191-205

(10)Roland Barthes, op. cit., p. 141: "(...) la Bruja profesional es una mujer pequeña, pero maliciosa, fina y oblicua, delicada y astuta (...) Si seguimos fieles a la temática general de Michelet, la tercera Bruja procede de la Moza Despierta (muñeca, alhaja perversa), imagen perniciosa, puesto que es doble, dividida, contradictoria, reuniendo en el equívoco la inocencia de la edad y la ciencia de lo adulto".

(11)Santiago Rojas: "Modalidad narrativa en Aura: realidad y enajenación", en Revista Iberoamericana N? 112-113, pp 487-497.

(12) Ana María Maza S.: "La situación narrativa en Aura de Carlos Fuentes". Alpha N? 13, Año 1997, pp. 27-38.

(13)Sobre el concepto de relato especular, ver Lucien Dällembach: El relato especular. Madrid, Visor, 1991.


Archivo del blog

SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

Páginas