viernes, 3 de octubre de 2014

Octavio Paz Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe.



Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe es mucho más que el mayor estudio que se haya dedicado a una figura central de la historia de la cultura en lengua española: es, también, uno de los títulos fundamentales de toda la obra de Octavio Pa7., No se trata sólo del examen de un personaje concreto y apasionante, de una obra espléndida y singular, es, en el enmarcamiento de este personaje, el mundo de la Nueva España, núcleo esencial de nuestro común pasado colectivo, y, en la confluencia de la cohetería verbal del barroco, el pervivir de la tradición hermética, irrigando, desde un sustrato medieval, aquella poética y la sociedad que la sustenta. Más aún: en los dilemas personales a que se vio enfrentada sor Juana en los últimos años de su vida son reconocibles esquemas de comportamiento análogos a los que han pautado no pocas y a menudo sombrías páginas de la vida contemporánea. De ahí, en palabras del propio Octavio Pa, las coordenadas y el propósito de este libro capital: `la comprensión de sor Juana incluye necesariamente la de su vida y su mundo. En este sentido mi ensayo es una tentativa de restitución: pretendo restituir a su mundo, la Nueva España del siglo XVII, la vida y la obra de sor Juana. A su ve, la vida y la obra de sor Juana nos restituye a nosotros, sus lectores del siglo xx, la sociedad de la Nueva España en el siglo XVII. Restitución: sor Juana en su mundo y nosotros en su mundo`.
Fuente:N.N.

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Octavio Paz
Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe

en: Obras completas,
Edición del autor
Barcelona 2001


PRÓLOGO

Historia, vida, obra

Cuando yo comencé a escribir, hacia 1930, la poesía de sor Juana Inés de la Cruz había dejado de ser una reliquia histórica para convertirse en un texto vivo. El que encen-dió la chispa del reconocimiento, en México, fue un poe-ta: Amado Nervo. Su libro (Juana de Asbaje, 1910) está dedicado «a las mujeres todas de mi país y de mi raza». Este pequeño libro todavía se lee con agrado. Más tarde, entre 1910 1930, abundaron los estudios de erudición: había que desenterrar y fijar los textos. A los trabajos de Manuel Toussaint sucedieron los del infatigable Ermilo Abreu Gómez, que puso ante nuestros ojos por primera vez, en ediciones modernas, Primero sueño, la Carta atenagórica y la Respuesta a sor Filotea de la Cruz. Los poe-tas de Contemporáneos leyeron con simpatía y provecho a sor Juana, sobre todo Jorge Cuesta y Xavier Villaurrutia, que editó los Sonetos y las Endechas. En esos años, a través del fervor inteligente de Cuesta, leí por primera vez los poemas de sor Juana. Me retuvieron los sonetos. No volví a leerla sino hasta 1950, en París. La revista Sur quiso celebrar el tercer centenario de su nacimiento y José Bianco me escribió, pidiéndome un artículo. Acepté el encargo, fui a la Biblioteca Nacional, consulté las vie-jas ediciones y escribí un pequeño ensayo, origen lejano de este libro.
Como si se tratase de una presencia recurrente, cíclica, sor Juana reapareció en 1971. La Universidad de Har-vard me invitó a dar unos cursos y al preguntarme cuál sería el tema de uno de ellos, respondí sin mucho pensar-lo: Sor Juana Inés de la Cruz. Tuve que volver a leerla y leer mucho de lo que se ha escrito sobre ella y que yo ha-bía olvidado o no conocía. Ya para entonces Alfonso Méndez Plancarte había publicado su ejemplar edición de las Obras completas. Las bibliotecas de Harvard pro-vocaron y, asimismo, saciaron mi curiosidad. En sus pasi-llos me encontraba a veces con Raimundo Lida; hablába-mos de sor Juana, la música y la numerología mística. Repetí el curso en 1973 y con las notas que había hecho durante esos años impartí, en 1974, en El Colegio Nacio-nal, una serie de conferencias: Sor Juana Inés de la Cruz, su vida y su obra. Al año siguiente, al releer las notas y oír las cintas magnetofónicas, pensé que valdría la pena utilizarlas en un libro que fuese, simultáneamente, un es-tudio del tiempo en que ella vivió y una reflexión sobre su vida y su obra. Historia, biografía y crítica literaria. Co-mencé a escribirlo pero de una manera intermitente, inte-rrumpido con frecuencia por otros quehaceres. Concluí, hacia 1976, las tres primeras partes. Después, durante varios años, nada. El proyecto dormía y estuve a punto de abandonarlo. A fines de 1980, movido -o más bien: removido- por una suerte de remordimiento, volví al in-concluso manuscrito. En el primer semestre de 1981 es-cribí las tres partes siguientes, las finales.
Mi libro no es el primero sobre sor Juana ni será el últi-mo. La bibliografía sobre su persona y su obra cubre tres siglos y se extiende a varias lenguas, aunque todavía nos falta el previsible estudio de algún erudito japonés. Las últimas en llegar fueron las mujeres. Pero han reparado el retraso con entusiasmo: Dorothy Schons, Anita Arroyo, Eunice Joiner Gates, Clara Campoamor, Elizabeth Wallace, Gabriela Mistral, Luisa Luisi, Frida Schultz y otras. A este grupo se han unido recientemente Georgina Sabat de Rivers y Margarita López Portillo. A la última le debemos, además, una obra que merece reconocimiento: el rescate y la reconstrucción del claustro de San Jerónimo.
La palabra seducción, que tiene resonancias a un tiem-po intelectuales y sensuales, da una idea muy clara del gé-nero de atracción que despierta la figura de sor Juana Inés de la Cruz. Ya su confesor, el jesuíta Antonio Núñez de Miranda, se regocijaba de que hubiese tomado el velo pues

habiendo conocido... lo singular de su erudición junto con su no pequeña hermosura, atractivos todos a la curiosidad de muchos, que desearían conocerla y tendrían por felicidad el cortejarla, solía decir que no podía Dios enviar azote mayor a aqueste reino que si permitiese que Juana Inés se quedase en la publicidad del siglo.

Los temores del padre Núñez se cumplieron aunque de una manera que él no previo. Ni la escasez de noticias so-bre los episodios centrales de su vida ni la desaparición de la gran mayoría de sus papeles personales y de su abundante correspondencia han substraído a Juana Inés de «la publicidad del siglo». Desde hace más de cincuen-ta años su vida y su obra no cesan de intrigar y apasionar a los eruditos, a los críticos y a los simples lectores: ¿por qué escogió, siendo joven y bonita, la vida monjil?; ¿cuál fue la verdadera índole de sus inclinaciones afectivas y eróticas?; ¿cuál es la significación y el lugar de su poema Primero sueño en la historia de la poesía?; ¿cuáles fueron sus relaciones con la jerarquía eclesiástica?; ¿por qué re-nunció a la pasión de toda su vida, las letras y el saber?; ¿esa renuncia fue el resultado de una conversión o de una abdicación? Este libro es una tentativa por responder a tales preguntas.
El enigma de sor Juana Inés de la Cruz es muchos enig-mas: los de la vida y los de la obra. Es claro que hay una relación entre la vida y la obra de un escritor pero esa re-lación nunca es simple. La vida no explica enteramente la obra y la obra tampoco explica a la vida. Entre una y otra hay una zona vacía, una hendedura. Hay algo que está en la obra y que no está en la vida del autor; ese algo es lo que se llama creación o invención artística y literaria. El poeta, el escritor, es el olmo que sí da peras. Entre los es-tudios consagrados a sor Juana hay dos que ilustran las limitaciones del método que pretende explicar la obra por la vida. El primero es la biografía del padre jesuíta Diego Calleja. Fue su primer biógrafo. Para Calleja la vida de sor Juana es un gradual ascenso hacia la santi-dad; cuando percibe alguna contradicción entre esta vida ideal y lo que dice realmente la obra, trata de minimizar la contradicción o la esquiva. La obra se convierte en una ilustración de la vida de la monja, es decir, en un discurso edificante. En el polo opuesto se encuentra el profesor alemán Ludwig Pfändl. Influido por el psicoanálisis, des-cubre en sor Juana una fijación de la imagen paternal, que la lleva al narcisismo: sor Juana es una personalidad neurótica, en la que predominan fuertes tendencias mas-culinas. Para el padre Calleja la obra de sor Juana no es sino una alegoría de su vida espiritual; para Pfändl es la máscara de su neurosis. De una y otra manera la obra de sor Juana deja de ser una obra literaria: lo que leen en ella estos dos críticos es la transposición de su vida. Una vida santa para Calleja y un conflicto neurótico para Pfändl. La obra se convierte en jeroglífico de la vida; en realidad, como obra, se evapora.
No niego que la interpretación biográfica sea un cami-no para llegar a la obra. Sólo que es un camino que se de-tiene a sus puertas: para comprenderla realmente, debe-mos transponerlas y penetrar en su interior. En ese momento la obra se desprende de su autor y se transfor-ma en una realidad autónoma. Inmersos en la lectura, cesan de interesarnos los motivos inconscientes que hayan podido mover a Cervantes a escribir el Quijote. Tampoco nos interesan sus razones; esas razones son una interpre-tación y nosotros, tácitamente, por el solo hecho de leer su libro, superponemos a las interpretaciones del autor las nuestras. La obra se cierra al autor y se abre al lector. El autor escribe impulsado por fuerzas e intenciones conscientes e inconscientes pero los significados de la obra -y no sólo los significados: los placeres y sorpresas que nos depara su lectura— nunca coinciden exactamente con esos impulsos e intenciones. Las obras no responden a las preguntas del autor sino a las del lector. Entre la obra y el autor se interpone un elemento que los separa: el lector. Una vez escrita, la obra tiene una vida distinta a la del autor: la que le otorgan sus lectores sucesivos.
Otros ven la obra como una realidad independiente, autónoma. Parten de una idea que me parece justa: la obra tiene características propias, irreductibles a la vida del autor. Es lícito ver en los poemas de sor Juana Inés de la Cruz ciertas peculiaridades que, incluso si son de ori-gen psicológico, constituyen variedades de los estilos im-perantes en su época. La suma de esas variantes y pecu-liaridades hacen de su obra algo único, irrepetible y autosufíciente. No obstante, aunque nos parezca única -y aunque, en efecto, lo sea- es evidente que la poesía de sor Juana está en relación con un grupo de obras, unas contemporáneas y otras que vienen del pasado, de la Bi-blia y los Padres de la Iglesia a Góngora y Calderón. Esas obras constituyen una tradición y por eso se le aparecen al escritor como modelos que debe imitar o rivales que debe igualar. El estudio de la obra de sor Juana nos pone inmediatamente en relación con otras obras y éstas con la atmósfera intelectual y artística de su tiempo, es decir, con todo eso que constituye lo que se llama «el espíritu de una época». El espíritu y algo más fuerte que el espíritu: el gusto. Entre la vida y la obra encontramos un tercer término: la sociedad, la historia. Sor Juana es una indivi-dualidad poderosa y su obra posee innegable singulari-dad; al mismo tiempo, la mujer y sus poemas, la monja y la intelectual, se insertan en una sociedad: Nueva España al final del siglo XVII.
No pretendo explicar la literatura por la historia. El va-lor de las interpretaciones sociológicas e históricas de las obras de arte es indudablemente limitado. Al mismo tiempo, sería absurdo cerrar los ojos ante esta verdad ele-mental: la poesía es un producto social, histórico. Igno-rar la relación entre sociedad y poesía sería un error tan grave como ignorar la relación entre la vida del escritor y su obra. Pero ya Freud nos previno: el psicoanálisis no puede "explicar enteramente la creación artística; y del mismo modo que hay en el arte y en la poesía elementos irreductibles a la explicación psicológica y biográfica, los hay que son irreductibles a la explicación histórica y so-ciológica. Entonces, ¿en qué sentido me parece válida la tentativa de insertar la doble singularidad de sor Juana, la de su vida y la de su obra, en la historia de su mun-do: la sociedad aristocrática de la ciudad de México en la segunda mitad del siglo XVII? Estamos ante realidades complementarias: la vida y la obra se despliegan en una sociedad dada y, así, sólo son inteligibles dentro de la his-toria de esa sociedad; a su vez, esa historia no sería la historia que es sin la vida y las obras de sor Juana. No basta con decir que la obra de sor Juana es un producto de la historia; hay que añadir que la historia también es un producto de esa obra.
Las relaciones entre obra e historia tampoco son sim-ples. Afirmé más arriba que la obra nunca aparece aisla-damente sino en relación con otras obras, del pasado y del presente, que son sus modelos y sus rivales. Agrego ahora que hay otra relación no menos determinante: la relación con los lectores. Se habla mucho de la influencia del lector sobre la obra y sobre el autor mismo. En toda sociedad funciona un sistema de prohibiciones y autori-zaciones: el dominio de lo que se puede hacer y de lo que no se puede hacer. Hay otra esfera, generalmente más amplia, dividida también en dos zonas: lo que se puede decir y lo que no se puede decir. Las autorizaciones y las prohibiciones comprenden una gama de matices muy rica y que varía de sociedad a sociedad. No obstante, unas y otras pueden dividirse en dos grandes categorías: las ex-presas y las implícitas. La prohibición implícita es la más poderosa; es lo que «por sabido se calla», lo que se obedece automáticamente y sin reflexionar. El sistema de represiones vigente en cada sociedad reposa sobre ese conjunto de inhibiciones que ni siquiera requieren el asen-timiento de nuestra conciencia.
En el mundo moderno, el sistema de autorizaciones y prohibiciones implícitas ejerce su influencia sobre los au-tores a través de los lectores. Un autor no leído es un autor víctima de la peor censura: la de la indiferencia. Es una censura más efectiva que la del Índice eclesiástico. No es imposible que la impopularidad de ciertos géneros -la de la poesía, por ejemplo, desde Baudelaire y los simbolis-tas- sea el resultado de la censura implícita de la socie-dad democrática y progresista. El racionalismo burgués es, por decirlo así, constitucionalmente adverso a la poe-sía. De ahí que la poesía, desde los orígenes de la era mo-derna -o sea: desde las postrimerías del siglo XVIII- se haya manifestado como rebelión. La poesía no es un gé-nero moderno; su naturaleza profunda es hostil o indife-rente a los dogmas de la modernidad: el progreso y la sobrevaloración del futuro. Cierto, algunos poetas han creído sincera y apasionadamente en las ideas progresis-tas pero lo que dicen realmente sus obras es algo muy dis-tinto. La poesía, cualquiera que sea el contenido manifíesto del poema, es siempre una transgresión de la racio-nalidad y la moralidad de la sociedad burguesa. Nuestra sociedad cree en la historia -periódico, radio, televisión: el ahora- y la poesía es, por naturaleza, extemporánea.
En otras sociedades, por encima de la cofradía anóni-ma de los lectores normales, hay un grupo de lectores pri-vilegiados que se llaman el arzobispo, el inquisidor, el se-cretario general del Partido, el Politburó. Esos lectores terribles influyeron en sor Juana Inés de la Cruz tanto como sus admiradores. En su Respuesta a sor Filotea de la Cruz nos dejó una confesión: «no quiero ruidos con la Inquisición». Los lectores terribles son una parte -y una parte determinante- de la obra de sor Juana. Su obra nos dice algo pero para entender ese algo debemos darnos cuenta de que es un decir rodeado de silencio: lo que no se puede decir. La zona de lo que no se puede decir está determinada por la presencia invisible de los lectores te-rribles. La lectura de sor Juana debe hacerse frente al si-lencio que rodea a sus palabras. Ese silencio no es una ausencia de sentido; al contrario: aquello que no se puede decir es aquello que toca no sólo a la ortodoxia de la Igle-sia católica sino a las ideas, intereses y pasiones de sus príncipes y sus órdenes. La palabra de sor Juana se edifi-ca frente a una prohibición; esa prohibición se sustenta en una ortodoxia, encarnada en una burocracia de prela-dos y jueces. La comprensión de la obra de sor Juana in-cluye la de la prohibición a que se enfrenta esa obra. Su decir nos lleva a lo que no se puede decir, éste a una orto-doxia, la ortodoxia a un tribunal y el tribunal a una sen-tencia.
Esta sumaria descripción de las relaciones entre el au-tor y sus lectores, entre aquello que se puede decir y aque-llo que es indecible, omite algo esencial: con frecuencia el autor comparte el sistema de prohibiciones -tácitas pero imperativas- que forman el código de lo decible en cada época y en cada sociedad. Sin embargo, no pocas veces y casi siempre a pesar suyo, los escritores violan ese código y dicen lo que no se puede decir. Lo que ellos y sólo ellos tienen que decir. Por su voz habla la otra voz: la voz re-proba, su verdadera voz. Sor Juana no fue una excep-ción. Al contrario: sus contemporáneos percibieron muy pronto, en su voz, la irrupción de la voz otra. Ésa fue la causa de las desdichas que sufrió al final de su vida. Por-que estas transgresiones eran y son castigadas con severi-dad; y más: no es extraño que en algunas sociedades -como la Nueva España del siglo XVII- el escritor mismo se convierta en el aliado y aun en el cómplice de sus cen-sores. En el siglo XX, por una suerte de regresión históri-ca, abundan también los ejemplos de escritores e ideó-logos transformados en acusadores de sí mismos. Ea se-mejanza entre los años finales de sor Juana y estos casos contemporáneos me hicieron escoger como subtítulo de mi libro el de la sección última: Las trampas de la fe. Confieso que esta frase no se aplica a toda la vida de sor Juana y que tampoco define el carácter de su obra: lo me-jor de ella misma y de sus escritos escapa a la seducción de esas trampas. Pero me parece que la expresión alude a un mal común a su época y a la nuestra. Vale la pena sub-rayarlo y por eso la he mantenido: aviso y escarmiento.
La obra sobrevive a sus lectores; al cabo de cien o dos-cientos años es leída por otros lectores que le imponen otros sistemas de lectura e interpretación. Los lectores te-rribles desaparecen y en su lugar aparecen otras genera-ciones, cada una dueña de una interpretación distinta. La obra sobrevive gracias a las interpretaciones de sus lecto-res. Esas interpretaciones son en realidad resurrecciones: sin ellas no habría obra. La obra traspasa su propia his-toria sólo para insertarse en otra historia. Creo que pue-do concluir: la comprensión de la obra de sor Juana in-cluye necesariamente la de su vida y de su mundo. En este sentido mi ensayo es una tentativa de restitución; preten-do restituir a su mundo, la Nueva España del siglo xvn, la vida y la obra de sor Juana. A su vez, la vida y la obra de sor Juana nos restituye a nosotros, sus lectores del si-glo xx, la sociedad de la Nueva España en el siglo XVII. Restitución: sor Juana en su mundo y nosotros en su mundo. Ensayo: esta restitución es histórica, relativa, parcial. Un mexicano del siglo xx lee la obra de una monja de la Nueva España del siglo XVII. Podemos co-menzar.
OCTAVIO PAZ México, a 31 de marzo de 1991


Cuarta parte
Sot Juana Inés de la Cruz (1680-1690)
3. Religiosos incendios

Desde la perspectiva de la tradición que, sumariamente, he evocado, se comprende con mayor facilidad la actitud de los lectores de los poemas de sor Juana dedicados a María Luisa Manrique de Lara. Es indudable que causa-ron cierto asombro pues de otro modo hubiera sido inne-cesaria la «Advertencia» . También es revelador el tono de esa nota, a la vez cauteloso y tranquilizante, como para salirle al paso a cualquier interpretación deshonesta. Pero una vez así avalados, los poemas se insertaban con naturalidad en un género y una tradición. Esas piezas eran, a un tiempo -o como dice la nota: todo junto-, poe-mas cortesanos y homenajes de gratitud, incienso pala-ciego y declaraciones de una amartelada platónica . El proceso de sublimación que inició el amor cortés y que consumó el neoplatonismo renacentista logró legitimar pasiones e inclinaciones que eran transgresiones de la moral sexual, como las relaciones fuera del matrimonio o entre personas del mismo sexo. Así, mientras esos actos eran casi siempre cruelmente reprimidos, no lo era su ex-presión sublimada. Contrasta la severidad con que se perseguía al «pecado nefando» con la tolerancia y aun la admiración con que se veían las castas pero apasionadas amistades de Ficino. Gozaron de la misma tolerancia Mi-guel Ángel y su exaltado platonismo así como otros artistas y poetas del Renacimiento. Esta actitud no fue exclu-siva de la corte papal y de las repúblicas italianas sino que se extendió a la Inglaterra isabelina y a la Francia de los Valois. Casi siempre se trataba de amistades platoni-zantes entre hombres; digo casi siempre porque también hay ejemplos de safismo sublimado. Uno de los más no-tables es la Elegía de una dama enamorada de otra dama. Su autor, Pontus de Tyard, fue amigo íntimo de Maurice Scève y de Ronsard, protegido de Diana de Poitiers, gran enamorado de la filosofía neoplatónica y de la tradición de Mercurio Trismegisto. Alto dignatario de la Iglesia, murió siendo obispo de Chalón . En su opulento retiro, «entregado a las silenciosas orgías de la meditación», es-cribió y después recogió en sus Oeuvres poétiques (1573), sin que nadie se escandalizase, un curioso poema que exal-ta a la pasión lésbica:

Nostre Amour serviroit d'éternelle mémoire
Pour prouver que l'Amour de femme à femme épris
Sur les masles Amours emporteroit le pris.

Los poemas de sor Juana no son tan directos como la Elegía de Pontus de Tyard. Los sentimientos que expre-san —y que eran seguramente los que experimentaba ella realmente- son mucho más complejos y ambiguos. Hasta ahora he mostrado cómo y por qué fue posible escribir en México y publicar en Madrid, al finalizar el siglo XVII, sin provocar la reprobación general, poemas que tenían por tema la amistad amorosa entre dos mujeres de la aristocracia. Pero ¿cómo se explicaban ellas mismas, Jua-na Inés y María Luisa, su afecto? ¿Cómo lo justificaban, sin encontrar que se oponía a la moral vigente y a su estado, una monja y la otra casada y madre? La tradición que justificaba a esos poemas, también las justificaba a ellas. Sus sentimientos, sor Juana no se cansa de repetirlo y los títulos de sus poemas de subrayarlo, eran honestos, pu-ros, decentes. Su afecto, consagrado por la poesía y la fi-losofía, había sido definido como la excelsa combinación de los tres sentimientos más altos: el amor, la amistad y la caridad.
Sor Juana no se enrojece de sentir lo que siente y alude incansablemente a la índole espiritual de su amor. Por esto insiste en la separación entre el alma y el cuerpo. Cada vez que aparece esta idea, más platónica que cris-tiana, el padre Méndez Plancarte frunce el entrecejo y la llama «fantasía poética», «devaneo filosófico». Por des-gracia para todos los que han querido ignorar o atenuar el platonismo de sor Juana, esas «fantasías» no sólo figu-ran continuamente en sus escritos sino que son el eje sobre el que gira su poema capital, Primero sueño. El pla-tonismo de sor Juana, como el de tantos en el Renaci-miento y en la edad barroca, se insertaba —o, más exacta-mente: se injertaba- en la tradición de la escolástica. La ruptura con esta última no fue obra del hermetismo neo-platónico, aunque éste la preparó, sino del cartesianismo y la revolución científica y filosófica, dos corrientes inte-lectuales que sólo de lejos y lateralmente tocaron a sor Juana. En ella el platonismo tuvo una doble función: la primera, aliada al hermetismo, fue de orden intelectual; la segunda, vital. Sin el estricto dualismo platónico sus sentimientos y los de María Luisa se habrían convertido en aberraciones.
Por su talento y por su estado religioso sor Juana era una mujer fuera del común. Lo mismo ocurría con la Pa-redes: pertenecía a la más alta nobleza y, además de ser hermosa y discreta, era la virreina. La posición de ambas, aunque por motivos distintos, las colocaba por encima de las normas y exigencias ordinarias. Esa condición de privilegio entrañaba, sin embargo, responsabilidades y pesadas servidumbres. Las dos mujeres eran, en cierto modo, prisioneras de su rango. Sor Juana no estaba so-metida a la autoridad de un marido pero sí a la superiora del convento y a las intrigas de sus compañeras. Carecía de temperamento religioso, según se ha visto, y su verdade-ra pasión, hasta entonces, había sido el conocimiento. Solitaria en la agitación de San Jerónimo, voluntariosa e independiente, un día entusiasta y otro decaída, aquejada con frecuencia de males imaginarios y, no obstante, tan dolorosos como los físicos, sus verdaderas y únicas com-pañías eran los fantasmas de los libros. Aunque las cir-cunstancias de María Luisa eran diferentes, su predica-mento era semejante: afecto sin objeto. Estaba casada con un marido mediocre y, a juzgar por el retrato que co-nocemos, más bien enteco e insignificante. Su vida era una cansada sucesión de ceremonias. Sabemos que era des-pierta, vivaz y que amaba las intrigas palaciegas; cuando estuvo en México escribía sin cesar a Madrid pidien-do esto o aquello, siempre solicitando mercedes para sus familiares y protegidos. La forma en que reunió, trans-portó y logró publicar los manuscritos de la Inundación castálida es un indicio de su energía y de su independen-cia. Hay un paralelo entre la actividad palaciega de Ma-ría Luisa y la de sor Juana y su continua correspondencia literaria. En ambos casos, esa agitación ocultaba un vacío interior.
En términos de economía psíquica -para emplear la ex-presión de Freud- el mal de sor Juana no era la pobreza sino la riqueza: una libido poderosa sin empleo. Esa abundancia, y su carencia de objeto, se muestran en la frecuencia con que aparecen en sus poemas imágenes del cuerpo femenino y masculino, casi siempre convertidas en apariencias fantasmales: sor Juana vivió entre sombras eróticas. Sus poemas revelan, además, que fue una verdadera melancólica. Empleo esta palabra en el sentido que le daban Ficino y Cornelius Agrippa pero también en el de Freud: las dos concepciones se completan. Para los primeros, la melancolía era una suerte de vacuidad inte-rior (vacantia) que, en los mejores, se resolvía en una as-piración hacia lo alto; para Freud, la melancolía es un es-tado semejante al duelo: en ambos casos el sujeto se encuentra ante una pérdida del objeto deseado, sea por-que ha desaparecido o porque no existe. La diferencia, claro, es que en el caso del duelo la pérdida es real y en el del melancólico imaginaria. Para Freud —es curiosa la coincidencia con Ficino- la melancolía se asocia, en cier-tos casos, al trastorno psíquico opuesto: la manía. O sea: al furor divino, al entusiasmo de los platónicos.
Ni la vida religiosa ni la matrimonial, ni la liturgia con-ventual ni las ceremonias palaciegas, ofrecían a Juana Inés y a María Luisa satisfacciones emocionales o senti-mentales. La monja no era Santa Teresa ni la condesa era Penélope. Y lo más grave: lo mismo para la religiosa que para la virreina la relación con otros hombres estaba ex-cluida. La moral conyugal en la corte de Carlos II, según el duque de Maura, era severa, sobre todo comparada con la de las cortes de Francia e Inglaterra. En Nueva Es-paña la moral no era menos estricta: es notable que la crónica de tres siglos de virreinato no contenga historias escandalosas sobre las virreinas. Así, el excedente libidinal no podía invertirse en un objeto del sexo contra-rio. Había que substituirlo por otro objeto: una amiga. Transposición y sublimación: la amistad amorosa entre sor Juana y la condesa fue la transposición; la sublima-ción se realizó gracias y a través de la concepción neoplatónica del amor -amistad entre personas del mismo sexo. Estas relaciones, exaltadas y codificadas por la poe-sía, correspondían perfectamente tanto a las necesidades psíquicas de las dos mujeres como a su rango social. Si el amor era la otra nobleza, el amor-amistad platónico era aún más noble y heroico.
La hipótesis que acabo de esbozar no excluye necesa-riamente la existencia de tendencias sáficas entre las dos amigas. Tampoco las incluye. Sobre esto es imposible de-cir algo que no sea una suposición: carecemos de datos y documentos. Lo único que se puede afirmar es que su re-lación, aunque apasionada, fue casta. En cuanto a su per-sonalidad real: para nosotros la condesa de Paredes no es siquiera una sombra sino un nombre y su eco; aunque la figura de sor Juana ofrece un poco más de realidad, cuan-do creemos apresarla se nos escapa, como los fantasmas de sus poemas. No repetiré lo que dije sobre su infancia y sobre el influjo decisivo que tuvieron en su vida los amo-res de su madre y su condición de hija natural: bastará con recordar lo esencial. La ausencia del padre, al que tal vez ni siquiera conoció, probablemente dio origen a en-soñaciones y cavilaciones en las que la nostalgia se mez-claba al despecho. La ausencia, en el lenguaje corriente, es metáfora de muerte: el padre ausente era el padre muerto. Quizá Juana Inés lo mató también, simbólica-mente, en sus sueños. Esta suposición significa que la niña pudo haber invertido la relación natural al identifi-carse no con su madre sino con su padre. Tal sería la ex-plicación de la «masculinización». Sin embargo, Juana Inés también se identificó con su madre, sobre todo a tra-vés de figuras emblemáticas para ella: la diosa Isis, madre y virgen, inventora de la escritura y la «de alto Numen agitada / la, aunque virgen, preñada / de conceptos divi-nos, / Pitonisa doncella / de Delfos...». Por la poesía y la cultura Juana Inés rehace, simbólicamente y en sentido inverso, la disyuntiva de su infancia: la identificación con la madre significa la resurrección del padre o, más bien, su sublimación en alto Numen.
La cultura fue el camino para transcender su conflicto. El origen de su afición a las letras, según ya dije, se re-monta a su infancia y a la influencia de su abuelo. Vivió con él hasta los ocho años y lo quiso mucho. Por todo lo que sabemos, Pedro Ramírez substituyó como arquetipo paternal a las dos figuras antagónicas que dividieron a su infancia: el fantasma del padre ausente y la presencia agresiva del nuevo amante de su madre. El abuelo era hombre de libros y era un viejo; así encarnaba una suerte de virilidad sublimada: el sexo convertido en saber. En la sociedad de sor Juana la cultura era una función predo-minantemente masculina; además, y esto es esencial, ha-bía sido y en parte aún lo era la especialidad y el privile-gio de la casta clerical, es decir, de unos hombres que habían neutralizado a su virilidad. El camino de la cultu-ra, para sor Juana, no sólo pasaba por la masculinización sino que entrañaba la neutralización de la sexualidad. Neutralidad no es sinónimo de esterilidad; hay un mo-mento en que la neutralidad se resuelve en fecundidad simbólica: la madre Juana es Isis, señora de las letras, y también la pitonisa que predice en su cueva (en su celda), encinta no de hijos sino de metáforas y tropos. Su madre había sido hacendada, señora de ganados y cosechas; ella era señora de un pueblo de signos y conceptos.
Como se ha visto, el examen de sus tendencias eróticas no es concluyente y termina en una interrogación. Sus dos extremos fueron, conforme a la definición clásica del temperamento melancólico, la depresión y el entusiasmo (la manía de Platón y la de Freud). Entre ellos, hay una gama de actitudes: masculinización y neutralización de la libido, identificación con el abuelo y también, contradic-toriamente, con la madre. Y siempre un narcisismo exal-tado. Pero el suyo fue un narcisismo corregido por la lu-cidez de la melancolía y el arrebato del entusiasmo. Su imagen en el espejo provoca la caricia de su mirada y, un instante después, la severidad de su crítica; entonces bus-ca otra imagen que la saque de sí y la enamore: una som-bra fantástica, un concepto fugitivo, el rostro de una amiga. ¿Tuvo conciencia de su complejidad? Claro que sí: algunos de sus mejores poemas —romances, décimas, sonetos- son un examen de ese «amoroso tormento... que empieza como deseo / y acaba en melancolía». Tam-bién se daba cuenta de que esos encontrados impulsos y sentimientos, a un tiempo tiránicos e impalpables, se re-sistían a todo intento de clara definición:

Traigo conmigo un cuidado,
y tan esquivo, que creo
que, aunque sé sentirlo tanto,
aun yo misma no lo siento.

Estos versos pertenecen a un romance de amor sacro (56) pero podrían ser de amor profano. Cualquier tema le daba ocasión para, al margen, anotar una reflexión sobre su estado y los enigmas que la habitaban. Cierto, nadie tiene conciencia cabal de su intimidad y sor Juana no es una excepción de esta regla universal. Pero algunos, los más lúcidos, sí saben que son un haz de impulsos y pasio-nes contradictorias y secretas. Este saber sí lo tuvo sor Juana: si algo la distingue, es la lucidez. No se engañó a sí misma en el caso de su relación con la condesa de Pare-des; al contrario, al expresar su sentimiento, lo justifica con el ejemplo del dualismo platónico. En uno de los pri-meros poemas que le dirige -recién llegados los virreyes y María Luisa encinta- le confiesa que vive entre «las dul-ces cadenas de vuestras luces sagradas». Pronto el tú su-cede al vos y comienza a llamarla, como los poetas a sus damas, con nombres arcádicos: Lysi y Filis. Ya antes ha-bía convertido a Leonor Carrete en Laura. En el roman-ce 19, uno de los más apasionados, el anónimo autor de los títulos creyó necesario insertar esta aclaración: Puro amor, que ausente y sin deseo de indecencias, puede sen-tir lo que el más profano. Desde los primeros versos de este poema y no sin que su culto amoroso roce la herejía —como lo advierte, cariacontecido, Méndez Plancarte— declara su platonismo en términos encendidos:

pues del mismo corazón
los combatientes deseos,
son holocausto poluto,
son materiales afectos,
y solamente del alma
en religiosos incendios,
arde sacrificio puro
de adoración y silencio.

Ocho versos conceptuosos y apasionados, con líneas de atrevida hermosura: esos «religiosos incendios» hacen pensar en los más grandes, en un Donne o un Lope. El poe-ma, con altibajos y cierta lentitud -la prolijidad es un de-fecto que casi nunca supieron evitar los poetas del XVII-prosigue y en otro intenso pasaje dice que la quiere como la mariposa «simple / amante que, en tornos ciegos, / es despojo de la llama», como la mano incauta del niño que se hiere al acariciar el cuchillo, como el girasol a la luz, el aire al espacio, el fuego a la materia, como «todas las co-sas naturales» que el deseo «une, amantes, en lazos estre-chos». La quiere, en fin, por ella misma y por ser la que es: Filis. Al llegar a este punto, explica la índole de su afecto:
Ser mujer, ni estar ausente,
no es de amarte impedimento;
pues sabes tú, que las almas
distancia ignoran y sexo.

En los versos siguientes no sólo acepta sino que exalta la singularidad de su afecto: el «orden natural» lo guardan las «comunes hermosuras», no la de María Luisa. La suya es un «prodigio con exenciones de regio». El tema provenzal de la soberanía de la dama, con potestad para romper las normas, justifica su amor-amistad. En el ro-mance 48 vuelve al tema de la separación del cuerpo y el alma en términos no menos inequívocos. El poema res-ponde «a un caballero del Perú que le envió unos barros [búcaros] diciéndole que se volviese hombre». Sor Juana contesta con gracia:

Y en el consejo que dais,
yo os prometo recibirle
y hacerme fuerza, aunque juzgo
que no hay fuerzas que entarquinen:
porque acá Sálmacis falta,
en cuyos cristales dicen
que hay no sé qué virtud de
dar alientos varoniles.

Méndez Plancarte atribuye a una distracción de sor Jua-na la mención de la fuente de la ninfa Sálmacis (Ovidio, Metamorfosis, IV, 285-388). Esta fuente no transforma-ba a las doncellas en mancebos, sino que convirtió a Hermafrodito en andrógino. La transformación de mujer en varón, añade Méndez Plancarte, fue obra de Isis, que cambió a Ifisa en hombre (Ovidio, Metamorfosis, IX, 666-797). Un psicoanalista no dejaría de encontrar signi-ficativa esta confusión. Pero tal vez no es necesario acu-dir al psicoanálisis para explicar este pequeño error. Por una parte, era difícil que Juana Inés, por todo lo que sa-bemos, citase el episodio de Ifisa: se parecía demasiado a su caso. Ifisa, muchacha cretense educada por sus padres como un mancebo, enamorada y prometida de la doncella Ianté, pide a Isis que la convierta en varón y lo logra. Por la otra, no es imposible que el origen de la confusión de sor Juana se encuentre en el tratado de mitología del padre Vitoria. Aunque Ovidio dice claramente que Hermafrodito, al verse cambiado y «ablandados sus miem-bros», pidió y obtuvo de sus padres, Hermes y Afrodita, que

quienquier que a estas fuentes viniese varón, de allí salga semi-varón, y en las tocadas ondas se ablande de súbito ,

en la versión de Vitoria se dice que «Hermafrodito pidió y alcanzó que todos los que allí se bañasen, que tuviesen doblados los sexos naturales...». En todo caso, sor Juana se refiere más adelante no a la transformación en varón sino al hermafroditismo:
Yo no entiendo de esas cosas;
sólo sé que aquí me vine
porque, si es que soy mujer,
ninguno lo verifique.
Y también sé que, en latín,
sólo a las casadas dicen
úxor, o mujer, y que
es común de dos lo virgen.

En el tercer verso atenúa y casi pone en duda su condi-ción femenina («si es que soy mujer») y en los finales la niega: siendo virgen, es doble. Estos versos muestran que no sólo se daba cuenta de su conflicto sino que para ella había cesado de serlo, resuelto por su profesión religiosa y por su platonismo. Tomó las órdenes para que ninguno «verificase» que era mujer; al no haberse casado y ser virgen, es «común de dos». Declara así que, espiritualmente, es un andrógino. Por esto no es bueno que la miren como mujer:
pues no soy mujer que a alguno
de mujer pueda servirle;
y sólo sé que mi cuerpo,
sin que a uno u otro se incline,
es neutro, o abstracto, cuanto
sólo el alma deposite.

La profesión religiosa ha neutralizado a su sexualidad y su cuerpo no se inclina ni a lo masculino ni a lo femenino. Pero su alma responde a otras almas y se corresponde con ellas,, sin distinción de sexo. Este tema es motivo de innu-merables variaciones en romances, décimas, glosas y so-netos. En la escala amorosa del platonismo los ojos y los oídos anteceden inmediatamente al amor supremo, que es el del entendimiento. Ver es una forma inferior de la con-templación y el verdadero amante contempla con los ojos cerrados. En una glosa (142), dedicada a Lysi, se pregunta:

Aunque cegué de mirarte
¿qué importa cegar o ver,
si gozos que son del alma
también un ciego los ve?

En un soneto a Lysi (179) extrema los «conceptos de amante»: su «belleza no es posible» porque sólo el pensa-miento de poseerla ofende al mismo tiempo al decoro de ella y a su propio amor. Esto le da ocasión para una para-doja: No emprender, solamente, es lo que emprendo. En el mismo soneto afirma que el más alto amor no busca correspondencia. Es una idea que repite en muchos poe-mas: sólo se puede llamar «dicha» a aquello que ni se puede merecer / ni se pretende alcanzar (A Lysi, redondillas, 90). En De palacio, un sainete, el premio al galán vencedor consiste en amar sin esperanza de reciprocidad. El padre Méndez Plancarte sostiene que la Lysi del soneto 179 no es la condesa de Paredes: el que habla es un hom-bre. Sin embargo, en los poemas expresamente dirigidos a María Luisa repite una y otra vez su elogio del amor sin correspondencia. En ellos abundan, asimismo, las alusio-nes a esos incidentes y sucedidos que se asocian general-mente a las relaciones amorosas: celos, quejas, ausencias, júbilos, regalos, encuentros. En el romance 18 le pide per-dón por no haberla visto ni escrito durante unos días y le dice que sus deberes religiosos habían sido la causa de la «intermisión». Las quejas por las ausencias se repiten a ve-ces en labios de ella y otras en los de María Luisa. El ro-mance 28, escrito en la época de cuaresma, durante la cual se suspendían las visitas a los conventos, es un ejemplo:

[...] pobre de mí,
que ha tanto que no te veo,
que tengo, de tu carencia,
cuaresmados los deseos,
la voluntad traspasada,
ayuno el entendimiento,
mano sobre mano el gusto
y los ojos sin objeto.
De veras, mi dulce amor;
cierto que no lo encarezco:
que sin ti, hasta mis discursos
parece que son ajenos.


Otro poema en endechas reales (83) reproduce, en térmi-nos aún más tiernos, las disculpas por «no haberla espera-do a ver». Alude seguramente a las visitas que la condesa hacía al convento. Las reglas disponían que las monjas re-cibiesen a los extraños en el locutorio, en donde los visitantes estaban separados por enrejados; sin embargo, al-gunas visitas, sobre todo las de palacio, penetraban hasta otros recintos y las monjas las recibían -de nuevo contra-viniendo a las reglas- con la cara descubierta. Estas ende-chas son notables no por su valor poético sino por su tono directo y efusivo. Sor Juana juega con la palabra espera:esperar a una persona y esperar «lo que no puede esperar-se», la dicha del amor. Al final surgen dos versos: «Baste ya de rigores, / hermoso Dueño, baste», que inmediatamente traen a la memoria, para cualquier lector atento, los terce-tos de uno de sus sonetos más conocidos y apreciados:

Baste ya de rigores, mi bien, baste;
no te atormenten más celos tiranos,
ni el vil recelo tu quietud contraste
con sombras necias, con indicios vanos,
pues ya en líquido humor viste y tocaste
mi corazón deshecho entre tus manos.

Es imposible saber, naturalmente, si el soneto estuvo inspirado por el incidente a que se refieren las endechas. Todo lo que se puede decir es que el tema es el mismo y que es turbadora la aparición de la misma frase en las dos composiciones. Hay otros poemas que contienen frases tan vehementes como las del soneto, aunque no tan per-fectas. Por ejemplo, en estas endechas (82):

Así, cuando yo mía
te llamo, no pretendo
que juzguen que eres mía,
sino sólo que yo ser tuya quiero.

Las quejas por los silencios reaparecen en unas redon-dillas (91). En esta ocasión la quejosa es María Luisa y sor Juana es la que pide perdón por no haberle escrito. Esto le da pie para, otra vez, enunciar paradojas. Hace el elogio del silencio pues a su amor, todo interioridad, le basta con ser sin necesidad de exteriorizarse:

Que en mi amorosa pasión
no fue descuido, ni mengua,
quitar el uso a la lengua
por dárselo al corazón.
Ni de explicarme dejaba:
que, como la pasión mía
acá en el alma te vía,
acá en el alma te hablaba.

En silencio la amaba y en silencio pensaba que ella tam-bién la amaba: en mi mano tenía / el fingirte favorable. Fe-licidad interior y que causa desvarios:

¡Oh cuán loca llegué a verme
en tus dichosos amores,
que, aun fingidos, tus favores
pudieron enloquecerme!

Pero, puesto que la condesa le ordena que hable, lo hace: «si amar a su belleza es delito sin disculpa... tam-bién es un delito del que nunca se arrepiente». Y conclu-ye, no sin atrevimiento:

Esto en mis afectos hallo,
y más, que explicar no sé;
mas tú, de lo que callé,
inferirás lo que callo.

La osadía de los versos finales aparece en otro poema (90) también en redondillas. Como si hubiera presentido algunas de las futuras interpretaciones de sus poemas, declara expresamente que no ama a María Luisa por ha-ber sido agasajada y favorecida sino por la fuerza de su belleza. No quiere que «lo agradecido se equivoque con lo amante». Altiva, aclara nuevamente que el amor más alto es aquel que no espera correspondencia ni premio:

Que estar un digno cuidado
con razón correspondido,
es premio de lo servido
y no dicha de lo amado.

Menos conceptistas y afectadas son las endechas (77) que explican «un sentir de ausente y desdeñado». Aunque el poema está dedicado a Filis, uno de los nombres poé-ticos de María Luisa, Méndez Plancarte afirma peren-toriamente que se trata de otra Filis. ¿Por qué? Esta composición es una más entre las que exaltan la superiori-dad de la ausencia sobre la posesión. Los cuatro primeros versos, en su movimiento de vaivén, expresan admirable-mente las vacilaciones, el ir y venir del desdeñado en amor:

Me acerco y me retiro:
¿quién sino yo hallar puedo
a la ausencia en los ojos
la presencia en lo lejos?

La precisión psicológica se alia a la justeza de la expre-sión: encontrar «la presencia en lo lejos» da en el blanco. El poema termina -y no es el único- con expresiones de despecho amoroso:
A vivir ignorado
de tus luces, me ausento
donde ni aun mi mal sirva
a tu desdén de obsequio.

Entre los grandes placeres eróticos están los de la vista. Sor Juana no se privaba de ellos y en sus poemas la visión no es menos primordial que el concepto. Incluso puede decirse que su conceptismo parte casi siempre de una ima-gen visual o desemboca en otra. Cuando no ve, evoca y fantasea: ve con la memoria y con los ojos de ese espíritu fantástico que mira cuando el artista cierra los ojos. Ese espíritu es el angelillo que dibuja figuras sobre un cuader-no, hecho un ovillo, al lado de la Melancolía, en el gra-bado de Durero. Sus agentes son los spiritelli de Dante y Cavalcanti, que imprimían en el corazón del poeta enamorado la imagen fantasmal de la dama. Sor Juana vuelve a esos fantasmas, a un tiempo fúnebres y pasiona-les, huidizos y obsesivos, en muchos poemas. El título de un poema que ya cité (142.) se ajusta enteramente a la tra-dición de la superioridad del fantasma sobre la criatura real: Porque la tiene en el pensamiento, desprecia, como inútil, verla con los ojos. El placer de imaginar es doble porque es ver con los ojos y con el espíritu. La poesía tiene el don de volver sensible lo impalpable y visible lo incor-póreo. Es un arte de encarnación, aunque esa encarnación también sea imaginaria: palabras, ritmos, conceptos. El mejor ejemplo es uno de sus poemas más celebrados, el romance decasílabo (61) en que «pinta la proporción her-mosa de la condesa de Paredes». Fue escrito cuando ya la condesa de Paredes estaba en Madrid pues el título dice que le «fue remitido desde México». Es una pintura he-cha, ya el modelo ausente, por la memoria y la fantasía.
Casi todos los que se han ocupado de este poema, seña-la Antonio Alatorre, «por una especie de pudor han trasladado su admiración del contenido a la forma, del men-saje a la estructura» . Cierto, la métrica es inusitada y es explicable el interés que ha despertado pero no es menos notable la serie de metáforas que la poetisa despliega ante el lector y que son un conjunto de variaciones sobre cada una de las partes del cuerpo femenino: el pelo, los ojos, la frente, los labios, la garganta, los pechos, el talle, los brazos, las piernas, los dedos de la mano, los pies, la estatura. El poema mereció ser incluido en la Antología poética en honor de Góngora (192,7) de Gerardo Diego, aunque precedido por unas líneas que dicen: «mucho me-jores que los versos enrevesados de Primero sueño son otros [los del romance] más decorativos y luminosos, en que el ingenio de la monja resplandece en sabrosos hallazgos». El juicio sobre Primero sueño me incitaría a compartir, si no fuese tan manifiestamente injusta, la opi-nión de Ortega y Gasset, que encontraba en sus compa-triotas cierta incapacidad para gozar de las ideas. En cuanto al romance decasílabo: sus versos, sí, son decora-tivos y luminosos pero son algo más. No hay muchos poe-mas en la historia de nuestra lengua que puedan igualar su concentración y su riqueza, la desenvoltura de sus imágenes y su sintaxis ajustada al movimiento rítmico. Incluso el artificio del esdrújulo con que comienza cada verso, que parece forzado para el oído moderno, acaba por seducir.
Méndez Plancarte, siempre sensible a la belleza verbal —cuando no se oponía a su ortodoxia—, encomia este poema pero señala que algunas expresiones vienen de dos ro-mances de Góngora que tienen por asunto la historia de Tisbe y Píramo. No hay tal: he comparado los dos roman-ces con el poema de sor Juana y he encontrado apenas va-gos y distantes parecidos. Por la sintaxis, el vocabulario y las alusiones cultas, las coordenadas estéticas del poema son gongoristas. Pero no se parece a los dos romances de Píramo y Tisbe, más bien humorísticos. El verdadero an-tecedente de este romance es otro, en el mismo metro y con tema semejante, de Agustín de Salazar y Torres. Sin embargo, la arquitectura del romance de sor Juana es más sólida, más sorprendente su invención y más estrictas sus líneas. No es profuso sino rico; hay complejidad, no con-fusión. Casi todos los grandes poetas españoles del siglo XVII, sin excluir a Góngora, fueron excesivos; a veces, arrastrados por el entusiasmo o enamorados de sus do-nes, no supieron callarse a tiempo. A pesar de la estética de su siglo y del ejemplo de sus maestros españoles, por temperamento y por inclinación intelectual y artística sor Juana tendía más bien a la reserva y a la economía. Saber hasta dónde se debe llegar: antesala de la perfección. No siempre lo consiguió y muchas veces fue prolija y hasta descosida. Pero unos cuantos poemas revelan que tam-bién conoció el arte difícil de conocer sus límites. El ro-mance decasílabo es uno de ellos. Combina cualidades opuestas que, unidas, producen los efectos más raros: la intensidad y la riqueza. A Valéry, que amaba a Góngora, le habría encantado este poema. Su gongorismo, innega-ble, es su vestido de época: abajo palpita una mujer des-nuda. Las imágenes son abanicos verbales que simultánea-mente descubren y cubren ojos, pechos, frente, boca.
Hay otros poemas de sor Juana que celebran el rostro y el cuerpo de María Luisa, aunque ninguno tan brillante e imaginativo como éste. Entre los billetes y otros poemillas de circunstancias, hay una décima (132) en la que «describe, con énfasis de no poder dar la última mano a la pintura, el retrato de una belleza». La retratada es Filis y la razón de no poder terminar su retrato es que

[...] en oro engasta
pie tan breve, que no gasta
ni un pie.

Además de los dedicados a María Luisa, hay varios poe-mas en los que sor Juana describe a otras mujeres. Los más son jocosos. Un romancillo en versos de seis sílabas (71) «para cantar a la música de un tono y baile regional que llaman el cardador» tiene un encanto que hace pen-sar en Góngora por la gracia y en Lope por la ternura. Belilla, cuyos ojos son de «quítate que ahí voy», tiene el

Talle más estrecho
que la condición
de cierta persona
que conozco yo.

Otros de estos poemitas son caricaturas, como el dedi-cado a «la agrísima Gila» (72), en el que sor Juana termi-na diciéndole: si estos versos no te parecen bastante agrios, puedes echarles «la hiél de tu natural». Entre esos poemas el más notable es la imitación de Polo de Medina en versos pareados: a Lisarda, que examinaré en otro lugar.
Si se comparan los poemas en que se describe el cuerpo femenino con aquellos que mencionan al masculino, se advierte que es mayor el número de los primeros y que esos poemas son más explícitos que aquellos que evocan a la figura masculina. Vemos a las mujeres de sor Juana; sus hombres son «sombras fantásticas». Sin embargo, es imposible, de nuevo, extraer del examen de esos poemas conclusiones acerca de sus íntimas tendencias eróticas. En una cultura masculina que había idealizado a la mujer e instituido un culto poético a la dama (aunque la reali-dad de la condición femenina no correspondiese a esa imagen ideal), era indecente la descripción del cuerpo masculino. La indecencia se volvía escándalo si la autora de la descripción era una mujer y más aún si era una monja. La tradición poética y retórica poseía un vocabu-lario y unas figuras para nombrar al cuerpo femenino pero muy pocos de esos giros podían aplicarse al mascu-lino. Esto podría explicar que en los poemas de sor Juana figuren pocas descripciones del cuerpo masculino y que sean siempre vagas, imprecisas. Al tocar este tema nos enfrentamos otra vez a una limitación histórica quizá in-superable: por una parte, la sociedad en que vivió sor Juana -su cultura, su ética, sus jerarquías sociales- nos ayudan a comprenderla; por la otra, la ocultan. Sus acti-tudes vitales fueron respuestas, muchas veces inconscien-tes, al sistema de usos y prohibiciones de la sociedad ca-tólica de Nueva España. Sus tendencias más íntimas y personales están indisoluble y secretamente enlazadas a la moral y a las costumbres de su época. Hay una zona en que lo social es indistinguible de lo individual. Sor Juana, como cada uno de nosotros, es la expresión y la negación de su tiempo, su héroe y su víctima. Por esto, como cada ser humano, es una figura enigmática.

Los poemas que tienen por tema los retratos de María Luisa y de Juana Inés tienen un interés particular. Segura-mente hubo varios, todos perdidos. El título de la décima 126 es revelador: En un Anillo retrató a la señora con-desa de Paredes. Dice por qué. El retrato estaba pintado en un anillo del índice: para que con verdad sea / índice del corazón. Pero esta miniatura no puede ser el retrato a que se refiere el romance 19 (lo atrevido de un pincel. / Filis, dio a mi pluma alientos) ni el que inspira las redon-dillas (89): Al retrato de una decente hermosura. Este poe-ma consiste en unas variaciones sobre el tema del retrato inanimado pero cruel y la vivacidad dolida de la enamo-rada:

¡Oh, tú, bella Copia dura,
que ostentas tanta crueldad,
concédete a la piedad
o niégate a la hermosura!

Al final aparece una idea que debió ser obsesión para ella pues figura en otros poemas: el retrato es inmune al tiempo pero esta victoria reduce la persona a ser yerta apariencia. La dureza del retrato la hace pensar en la du-reza del original y entonces brota el despecho:

¡Oh, Lysi, de tu belleza
contempla la Copia dura,
mucho más que en la hermosura
parecida en la dureza!
Vive, sin que el tiempo ingrato
te desluzca; y goza, igual,
perfección de Original
y duración de Retrato.

La aliteración (dura, dureza, duración) es feliz. Los tres versos últimos, aunque hermosos, eluden la oposición entre el original y el retrato. En unas décimas (103) se in-sinúa una solución: el despecho ante el retrato impasible se transforma en posesión interior. Aunque este monólo-go de amor frente a un retrato tiene algo teatral, no es calderoniano. Poesía de reflexión y análisis íntimo, here-dera de Petrarca:

Toco, por ver si escondido
lo viviente en ti parece:
¿posible es, que de él carece
quien roba todo el sentido?
¿Posible es, que no has sentido
esta mano que te toca,
y a que atiendas te provoca
a mis rendidos despojos?
¿Que no hay luz en esos ojos?
¿Que no hay voz en esa boca?

La mudez y la inmovilidad del retrato, después de avi-var el tormento de la ausencia, muestran el camino del ver-dadero amor: la interioridad. El tema del poema 91 rea-parece:

Dichosa vivo el favor
que me ofrece un bronce frío:
pues aunque muestres desvío,
podrás, cuando más terrible,
decir que eres impasible,
pero no que no eres mío.

Estas décimas tienen por complemento otras (126) en las que el tema es un retrato de sor Juana «enviado a una persona» (María Luisa). Los dos poemas forman un díp-tico y son como el anverso y el reverso de la misma reali-dad. Ambos fueron incluidos en las Obras completas en una serie que Méndez Plancarte llamó De amor y de dis-creción, sin duda para atenuar un poco la indiscreción de los poemas mismos. El segundo poema es de una extraor-dinaria limpidez. Si el romance decasílabo nos deslum-bra, las décimas nos conmueven más profundamente por su transparencia. No es exagerado decir que se ve a tra-vés de ellas. El sentimiento es hondo pero contenido y la pasión es lúcida. En este poema sor Juana mostró de nuevo su exquisito sentido de la medida: en esos cuarenta versos no hay una palabra de más. Equidistante de juego conceptista y de la confesión sentimental, la poetisa con-sigue lo más difícil, ser inteligente y ser apasionada:

A tus manos me traslada
la que mi original es,
que aunque copiada la ves,
no la verás retratada:
en mí toda transformada,
te da de su amor la palma;
y no te admire la calma
y el silencio que hay en mí,
pues mi original por ti
pienso que está más sin alma.

Méndez Plancarte interpreta la cuarta línea como un juego de palabras: María Luisa ve a Juana Inés copiada (retratada) en el cuadro pero no retractada, es decir, arre-pentida de su afecto. La siguiente décima del poema es un ejemplo del concepto poético, no en el sentido de un Quevedo o un Gracián sino en el de Lope: «una tersa, limpia forma y una extrema condensación de pensamien-tos» . El Retrato dice que, más feliz que el Original, vi-virá con María Luisa. Ser figura pintada la salvará del tormento de verse desamada -y si María Luisa advirtie-se que le falta alma, ella se la podría dar, pues tiene ya la de Juana Inés:

Y si te es, faltarte aquí
el alma, cosa importuna,
me puedes tú infundir una
de tantas como hay en tí:
que como el alma te di,
y tuyo mi ser se nombra,
aunque mirarme te asombra
en tan insensible calma,
de este cuerpo eres el alma
y eres cuerpo de esta sombra.

La amistad con María Luisa Manrique de Lara dejó muchos poemas; algunos interesan por ser documentos biográficos y psicológicos; otros pocos por su valor poé-tico. Estos últimos no llegan a diez pero entre ellos se en-cuentran algunos de los más intensos y hermosos de sor Juana. Dos de ellos, que son dos extremos de su talento poético -el máximo brillo y la máxima diafanidad- son dos pequeñas obras maestras (útil aunque gastada expre-sión): el romance decasílabo (61) y las décimas (126) que acompañan a su retrato. Todos estos poemas, a pesar de la forma desordenada en que se publicaron, se ajustan a la tradición de la poesía erótica desde el Canzoniere de Petrarca: son una serie que cuenta y canta las vicisitudes de una pasión. Los poemas de sor Juana aluden a una historia enigmática que, como se ha visto, es imposible esclarecer enteramente. Su misterio es análogo al de los sonetos de Shakespeare, aunque su mérito poético sea menor. ¿Cuál fue la índole de su relación con María Lui-sa Manrique de Lara? También ella se hizo esta pregunta y la respondió con sus poemas que dicen todo y no dicen nada. Fiel a sus modelos poéticos, su poesía -exaltación y alabanza, queja y reproche- se resuelve siempre en in-terrogaciones y paradojas. Desde Petrarca la poesía eró-tica ha sido, tanto o más que la expresión del deseo, el movimiento introspectivo de la reflexión. Examen inte-rior: el poeta, al ver a su amada, se ve también a sí mismo viéndola. Al verse, ve en su interior, grabada en su pecho, la imagen de su dama: el amor es fantasmal. Esto Juana Inés lo sintió y lo dijo como muy pocos poetas lo han sen-tido y lo han dicho. Su poesía gira -alternativamente exaltada y reflexiva, con asombro y con terror- en torno a la incesante metamorfosis: el cuerpo deseado se vuelve fantasma, el fantasma encarna en presencia intocable.

jueves, 2 de octubre de 2014

La novela Latinoamericana. Por: Agrimalt.


La novela Latinoamericana.

Por: Agrimalt.

Con los nuevos novelistas latinoamericanos que surgen en el siglo XX nace lo que se conoce como la novela latinoamericana. En ella se descubre la realidad, falseada en las producciones anteriores por el pintoresquismo y el encantamiento de la Naturaleza que relegaba al hombre fuera de su entorno. Esta realidad nueva que nos presentan, es una realidad reflejada por una conciencia sobrecargada del drama humano que padecen los hombres en las sociedades modernas. La utilización del narrador en primera persona, la técnica del punto de vista, el monólogo interior, el rescate del lenguaje coloquial, son los medios con que el hombre quiere dar testimonio real de la angustia del hombre, del absurdo del mundo y de la ambigüedad de la realidad. Esta Novelística no pretende dar soluciones (como lo intenta la filosofía), sino problematizar al lector sobre su realidad, además ha adquirido una dimensión metafísica que no tenia; Es la novela del hombre en crisis. También en ella tienen fundamental importancia el mundo de los sueños (onirismo), la alucinación, lo maravilloso y fantástico de la realidad.
Los grandes escritores de la novela Latinoamericana como Fuentes, Rulfo, García Márquez, Varga Llosa, Cortázar, Sábato y otros muchos, expresaban en sus obras una voluntad de crear una literatura a partir de la realidad y la cosmovisión del latinoamericano. Ahora estudiaremos a dos grandes exponentes de la novela Latinoamérica, como lo son Cortázar y Sábato, empezando por el último; que a pesar de su perdida de la visión aún sigue en actividad literaria.
"Uno se embarca hacia tierras lejanas, indaga la naturaleza, ansía el conocimiento de los hombres, inventa seres de ficción, busca a Dios. Después se comprende que el fantasma que se perseguía era Uno-Mismo..." (Hombres y Engranajes, de Ernesto Sábato, 1951).
Con esta breve cita Sábato deja en claro que su tránsito por la literatura y por el mundo ha sido una constante búsqueda de sí mismo, un anhelo de encontrarse, de conocerse, de lograr la comunión de la razón con los sentimientos. Fruto de esa búsqueda son sus tres novelas (Hombres y Engranajes, Sobre Héroes y Tumbas, y El Túnel) donde descansan sus obsesiones, sus sueños, su irracionalidad. Pues si bien Sábato es un lúcido pensador se destaca por su obra narrativa. Es que ella encierra la esencialidad del hombre concreto que él pregona, la constante lucha entre el bien y el mal, los irreducibles espacios de soledad por los que el hombre contemporáneo transita y la victoria de la esperanza ante la muerte y el olvido.
Alguna vez el alemán Nietzsche (1844-1900) escribió que "... la metafísica está en la calle..." y la obra de Sábato es la expresión de esa metafísica cotidiana, que parece rodear a la mítica Buenos Aires.
La novela El Túnel, es la expresión de un humanismo reivindicador de la figura humana moderna; el hombre creado por la divinización de la máquina, el dinero y la razón. Juan Pablo Castel es la representación que nos da Ernesto Sábato, sobre un hombre perdido y solo; "… en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida.", Su pensamiento extra-racional y misántropo lo ha llevado a caer en la locura, es así como su fobia a la soledad lo lleva a matar a Maria Iribarne: "Tengo que matarte, Maria. Me has dejado solo".
En síntesis el Túnel es un estudio sobre la muerte y sobre la soledad. Un estudio que propone una tensión casi insoportable. Sábato se propone inicialmente que el mundo es horrible. Y luego nos convence con argumentos irrefutables, que tiene razón: el mundo es horrible.
Sin Embargo, en su última entrega literaria (1997). Escrita cuando ya tenia 86 años, con el sugestivo titulo de Antes del fin, hace una especie de declaración de esperanza, de fe en el ser humano, dedicada a la juventud: "Si, escribo esto sobre todo para los adolescentes y jóvenes, pero también para los que, como yo, se acercan a la muerte…" y enuncia de esta manera su principal mensaje "…Les propongo, entonces, con la gravedad de las palabras finales de la vida, que nos abracemos en un compromiso… Solo quienes sean capaces de sostener la utopía, serán aptos para el combate decisivo, el de recuperar cuanto de humanidad hayamos perdido." cuanta fuerza elemental y esperanza.
Cortázar sin embargo parece estar destinado para poner en práctica, en la obra de creación hispanoamericana una idea que ya estaba latente en Europa: "Considerar al lector como parte fundamental en la génesis de la obra literaria". (Castellet, José María, 1957)
Julio Cortázar expresa su pensamiento en su mayor obra Rayuela; Crea a Morelli, el escritor sin amigos y sin lectores. No
obstante, en sus teorías literarias encontramos el manifiesto de Cortázar en lo que atañe a literatura de liberación. Ante las acongojantes alternativas del siglo XX, el intelectual se encuentra en solitario. Para él la mayoría de las veces, solamente le queda el lector como meta de comunicación. Ahora bien, este lector está masificado, acosado por los medios de información modernos. El autor no puede permanecer en la misma situación de superioridad que el narrador tradicional; tiene que hacer un pequeño esfuerzo para atraerse la confianza del lector.
El autor debe procurar estar en el mismo tiempo que el lector, a su altura y en su mundo. Morelli parece entregarse a la búsqueda de esta solución: "Intentar en cambio un texto que no agarre al lector pero que lo vuelva obligadamente cómplice al murmurarle, por debajo del desarrollo convencional, otros rumbos esotéricos".
Para Cortázar no hay novela sin lector-creador. La literatura es vida compartida; "puente vivo de hombre a hombre y que el tratado o el ensayo sólo permite entre especialistas". En síntesis, Morelli expresa la sublime intención de Cortázar: "Por lo que a mí respecta, me pregunto si alguna vez conseguiré hacer sentir que el verdadero y único personaje que me interesa es el lector, en la medida en que algo de lo que escribo debería contribuir a mutarlo, a desplazarlo, a extrañarlo, a enajenarlo". Naturalmente, el lector entonces tiene que dejar de ser un ente pasivo que adquiere la obra, la lee y la elimina (lector hembra). No es así la intención del autor, sino que aspira a mucho más: "Hacer del lector un cómplice, un camarada del camino, puesto que la lectura abolirá el tiempo del lector y lo trasladará al del autor.
Morelli-Cortázar no intenta la construcción de un personaje al modo tradicional, sino que pretende que el lector contribuya a dar la dimensión completa de los seres que deambulan por la novela.   Para convertir un ser plano en uno denso también cuenta con la fuerza del lector, con todas sus experiencias, pero también con todas las debilidades, con todas sus limitaciones.
La intra teoría expresada por Morelli, en la novela (meta-novela) que vendría a ser la expresada por Cortázar, se entendería mejor con una simple metáfora: A mitad de camino, como dos ajedrecistas ante los 64 cuadros del tablero, cada uno con sus ejércitos, el autor y el lector deben jugar las diversas piezas de la obra; ambos entran a formar parte de una novela de carácter lúdico.
Por todo lo anterior podemos decir que la expresión alcanzada por Julio Cortázar en su obra adquiere dimensiones difícilmente superables.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Metáfora, simulacro y fin de la utopía latinoamericana en “El Astillero”, de Juan Carlos Onetti por Ricardo Vega Neira


Metáfora, simulacro y fin de la utopía latinoamericana en “El Astillero”, de Juan Carlos Onetti

por Ricardo Vega Neira

Este trabajo consiste en una interpretación de la novela El Astillero (1961) como una metáfora de lo latinoamericano, constituía a partir de diferentes estrategias narrativas que se reúnen, en gran medida, bajo la noción de simulacro de la representación. Este tipo de lectura permite confirmar determinados procesos ficcionales que remiten a aspectos de la realidad social, política y económica común a la región y a la nación en la cual se inserta (zona rioplatense, Uruguay). Más allá de la dimensión metafísica-existencialista de la obra, el simulacro constituye una forma específica de  anulación de la utopía. Para ello, se propone el análisis de los personajes de Larsen y Jeremías Petrus como facetas de una misma metáfora, cuyo significado se encuentra fragmentando en la extensión de la novela.

Palabras claves: simulacro, interpretación metafórica, zona rioplatense, fin de la utopía.

1. Introducción

La obra del narrador uruguayo Juan Carlos Onetti constituye uno de los universos literarios de mayor profundización en las contradicciones y ambigüedades surgidas por la disgregación del sujeto ficticio de la primera mitad del siglo XX, y que se extiende hasta nuestros días. Cedomil Goic lo ubica en la generación neorrealista de 1942, entre quienes alcanzan reconocimiento universal cuando ya el grupo ha perdido vigencia, junto con Juan Rulfo, Ernesto Sábato y José María Arguedas, entre otros (Goic, 2009: 78). De igual forma, Fernando Aínsa ubica a Onetti dentro de un “generación perdida rioplatense que alcanzó su madurez alrededor de 1940” (Aínsa, 1970: 16), y que sin embargo se encuentra en la fase inaugural de la reelaboración narrativa, “la primera fractura ocurrida en el modelo uruguayo de construir la ficción” (Cosse, 1990: 103). Al mismo tiempo, su obra se distingue ideológicamente de la generación anterior, donde “los protagonistas de las novelas […] expresan sus desilusiones, pero buscan todavía un fundamento para la fe en el hombre” (Cosse,op. cit.,18), mientras que su planteamiento literario no deja espacio “para el grito, para el aullido espléndido y gratuito de tantas obras donde el personaje problemático logra encarnar la angustia o el heroísmo” (Cosse, op. cit., 19), colocándose en una línea más cercana a la incredulidad nihilista. Por su parte, Goic lo destaca como “el más extraordinario narrador de la disolución del yo y de la precariedad del mundo y de la persona humana”, así como en su obra novelística un espacio de “desdoblamientos y asunciones de identidades o máscaras diversas como exteriorización de las aspiraciones de autorrealización y de vínculo con el otro, o como expresión del autoaniquilamiento como posibilidad de elusión de la existencia responsable”  (Goic, 2009: 79).

Una de sus novelas principales, El Astillero (1961) consolida el proceso que iniciara en 1939 con su primera obra, El Pozo, en cuanto a la indagación en diversas modalidades de construcción narrativa, a la vez que profundiza temáticamente en el desarrollo de Santa María, ciudad-escenario de al menos cuatro de sus novelas principales (junto con éstas dos, La Vida Breve, de 1950 y Juntacadáveres, de 1964). El Astillero irrumpe en el panorama literario dejando en evidencia la crisis radical del sujeto representado, en cuanto asume absorbentemente el enmascaramiento señalado por Goic, donde Onetti “lleva al límite la disolución de la identidad del ser” (Verani, 2009: 112). La novela aborda los avatares del regreso de Larsen a Santa María luego del exilio, cuyo regreso está aparentemente signado por una secreta venganza, desdibujada una vez que ingresa a Puerto Astillero convertido estratégicamente en Gerente General de la desbaratada fábrica. Controlado por un enloquecido y anciano dueño, Jeremías Petrus, el astillero se derrumba en una penosa agonía, donde ya “no había nada más, desde siempre y para la eternidad, que el ángulo altísimo del techo, las costras de orín, toneladas de hierro, la ceguera de los yuyos creciendo y enredándose (1)”. Desengañado tempranamente, Larsen asume su cargo sin aspirar a revertir esta situación,  aún cuando esto lo lleve inevitablemente a un autoengaño. La ilusoria imagen de una empresa con posibilidades de surgir, en vistas de una inevitable quiebra, se convierte en una manera específica de establecer lazos profesionales y humanos entre los personajes, que aún con diferentes grados de conciencia de los hechos, aceptan las reglas del juego discursivo de hipocresías, conduciendo al transcurso de los hechos a un inexorable absurdo.

La posibilidad de interpretar estos pasajes narrativos como una espléndida metáfora del fin de una utopía latinoamericana a través de la simulación, requiere establecer una relación de correspondencia entre la obra y su contexto de producción, mediante un ejercicio de discriminación de los aspectos referenciales con los cuales se hace posible proponer este tipo particular de lectura.

2.  Reivindicación social y progreso: el fin de la utopía

El contexto latinoamericano en el cual El Astillero es publicado implica complejas y convulsionadas relaciones entre las luchas de la cotidianeidad y una profusa discusión sobre la función de la literatura, desde la disipación irrealista de los límites del sujeto, hasta una literatura leída de acuerdo a su posición crítica con respecto al estado político y social (Goic, 1988: 24). Entre todos, el género de la novela adquiere un carácter eminentemente ideológico, en donde se denuncian los desequilibrios sociales y la intromisión imperialista del capital extranjero, en especial durante el periodo que va entre 1950 y 1965, época en la que toma forma el neoliberalismo económico (Goic, op. cit., 26). La guerrilla de izquierda se ha instaurado como modalidad concreta de lucha por media centuria, pero salvo excepciones (aunque desbaratada, la vía socialista chilena de transformación democrática, o la guerrilla triunfadora sandinista), ha sido forzada al fracaso armado y político ante la consolidación estructural del eje de influencia norteamericano sobre cada uno de los Estados del Caribe y Sudamérica.

En los siguientes veinte años y en nombre del progreso y la modernización, las dictaduras auspiciadas por el gran país del norte y los sectores más conservadores de las oligarquías de cada nación acabarán instaurando el modelo de dependencia económica, clausurando las reivindicaciones sociales y una emergente industria, que se convierte en uno más de lo los incontables proyectos abortados. Por su parte, la actividad literaria se encarga de ficcionalizar las experiencias del efecto devastador de la presencia del capital (Goic, op. cit.,26). Sobre la situación de la literatura uruguaya con respecto a la de países de mayor importancia geopolítica en Latinoamérica, Jorge Rodríguez Padrón señala que “ha tenido que producirse la conmoción política y económica en Uruguay; ha tenido que saltar a primer plano de la actualidad el descontento que se ha generalizado en el país y ha tenido que ser una realidad bien punzante la presencia de la guerrilla urbana para que Uruguay adquiera protagonismo y, sobre todo, para que su literatura pudiese ser valorada en su justa importancia” (Rodríguez Padrón, 1974: 132).

La crisis económica suscitada por el estancamiento del proyecto político del batllismo, doctrina dominante desde el siglo XIX, implicó el desbordamiento de las demandas populares, el ascenso de los partidos de izquierda, la guerrilla, y finalmente, la dictadura. El discurso del progreso es asimilado por la reacción conservadora, y transfigurado en la atomización de la sociedad. La crisis económica de los años ’50 acabó por sepultar a Uruguay a la categoría colonial de proveedor de materias primas, la completa ausencia de infraestructura industrial. Esta situación se repite trágicamente en cada uno de los países latinoamericanos, a diferentes velocidades. Hacia los años ’60, sin embargo, existían las experiencias suficientes como para interpretar el presente tanto como un espacio de lucha reivindicativa como de desolación y aislamiento en el más completo subdesarrollo. (Achugar, Moraña: 2000).

El signo literario se torna tan ambivalente e incierto como la realidad nacional. Al respecto, Fernando Aínsa amplía los límites hacia toda la zona del Río de la Plata como una  Tierra Prometida (Aínsa, 1993: 137), deshabitada, sin historia, donde todo es posible aún. América es el futuro del mundo, señala Hegel. Todos sus habitantes son, por tanto, migrantes o descendientes de extranjeros, condenados o bendecidos a llevar adelante el proyecto mítico de la fundación. La lucha política y social (misión de una raza cósmica, en la terminología de José Vasconcellos) forma parte de este acto aislado, recóndito y ensimismado de colonización. Según Aínsa, mientras la corriente literaria dominante de la época está cargada del entusiasmo en la promesa del futuro, del vitalismo épico y de protesta que reivindica lo autóctono y local, autores como Roberto Arlt, Eduardo Mallea y Juan Carlos Onetti invierten esta relación dada por un escepticismo que burla los preceptos generacionales: “Con estos autores, las capitales del Río de la Plata se sitúan en la «orilla barrosa» y periférica de la cultura occidental. Sus habitantes se sienten desterrados, viviendo lejos del presunto centro del mundo. Buenos Aires y Montevideo están pobladas de «exiliados» europeos planeando imposibles «regresos a los orígenes». La Tierra Prometida, objeto de la ferviente creencia de una generación anterior, es ahora degradada con sarcasmo” (Aínsa, op. cit.). La utopía pierde locación, y con ella, se aísla en una ambigua temporalidad que termina, en el caso de Onetti y particularmente en El Astillero, por anularla.

La desaparición de un proyecto común por cuestiones externas a las posibilidades del ser social, cual destino trágico, implica reelaborar necesariamente la racionalidad con que se desarrollan las relaciones humanas. En Onetti, el devenir no es sino el “reverso de una misma medalla y una repetición de un esquema fatal de la utopía: la felicidad sigue estando donde «uno no está»” (Aínsa, 1993:144). Todo proyecto, personal o global, asume su irrealización desde un principio, y por tanto, la vida se convierte en simulacro de la representación, “en máscara, un modo de sobrevivir inventándose posibles utopías que encubran la conciencia desolada y posterguen el desmoronamiento en la nada” (Verani: 2009: 112). Por tanto, El Astillero corresponde a un espacio de elaboración literaria que asume la imposibilidad de la utopía como requisito de existencia, por lo que sólo podría representar la “turbadora metáfora de la gratuidad de la existencia, de un mundo signado por el sinsentido y la degradación irreversible, construido sobre ilusiones insensatas” (Verani, op. cit.)Esta metáfora es, en definitiva, nuestro reto interpretativo.

3. Simulacro e interpretación metafórica

Al contrario del simulacro como una categoría de la posmodernidad, en El Astillero el concepto constituye una estrategia narrativa mediada por una interpretación metafórica, posibilitada por el principio de interacción contextual que, como proponemos, conforma estructuralmente a la novela. La noción de simulacro de la representación ha sido ampliamente abordada por Jean Baudrillard desde la teoría filosófica y la sociocrítica, donde ha colocado en el centro de las sociedades económicamente desarrolladas los problemas alusivos a la suplantación hiperreal de la realidad, reemplazada por un vacío significativo promovido por los mass-media, la política bélica y otros recursos más sofisticados del orden neoliberal (Baudrillard, 1978). Sin embargo, este no es el criterio analítico con cual podemos abordar la obra narrativa, en primer lugar por no constituir en ningún caso una categoría de análisis literario. Por otro lado, los postulados de Baudrillard anulan las posibilidades de representaciones residuales, ya sean metafóricas, alegóricas o paródicas de la realidad, permutándolas por una carencia radical de sentido, transformado ahora entele-realidad simulada. La diferencia radicaría en discordancias teóricas de orden geopolítico e histórico, al discriminar de su reflexión los espacios regionales donde la modernidad no ha definido sino su condición diferencial, su ambigüedad o simpleirrealización con respecto al Primer Mundo. Tal es el espacio latinoamericano.

Una interpretación metafórica supone un principio de cooperación entre la estrategia del autor modelo de la obra literaria y la competencia referencial de los destinatarios que la leen y construyen determinado significado. Así también, requiere de determinadas condiciones textuales para poder realizarse legítimamente. En palabras de Umberto Eco, toda interpretación supone una relación dialéctica entre autor modelo y la respuesta del lector modelo (Eco, 2000a:86), en donde el texto, como una manifestación lingüística, le exige actuar colaborativamente sobre la actualización de la serie de artificios expresivos y retóricos que lo componen. Asimismo, el texto establece su capacidad comunicativa y su potencialidad de significado al destinatario como condición indispensable de su interpretación (Eco, op. cit., 77). La interpretación, por tanto, permite configurar una faceta posible del autor modelo, a la vez que establece determinada configuración del universo referencial que estaría implicado en el texto. Para ello, entenderemos por autor modelo una estrategia discursiva presente en el texto que organiza, propone sentidos y dirige, en mayor o menor medida, las interpretaciones posibles de la obra a partir de los recursos específicos del texto.

Para sostener el simulacro como estrategia narrativa principal, es necesario atender antes los criterios que condicionan a la interpretación metafórica. En primer lugar, vale considerar que ningún texto puede leerse de manera independiente de la experiencia del lector; esto implica que una lectura interpretativa siempre se iniciará a partir de la competencia lectora que abarca todos los sistemas semióticos con los que el lector está familiarizado (Eco, op. cit., 116). La relación entre la narración del enunciado y la red de relaciones posibles con previos textos, discursos culturales o experiencias sociales complejas compartidas implica que el destinatario construya y no descubra las similitudes como “modelos hipotéticos de descripciones enciclopédicas” (Eco, 2000b: 163-4). La competencia enciclopédica, que corresponde al marco general de los conocimientos de una cultura que un lector modelo posee, se comporta como frontera legitimadora de la interpretación metafórica. Entendemos por lector modelo una propuesta discursiva que exige una serie de saberes referenciales, conocimientos del lenguaje y habilidades de orden cooperativo para la interpretación del texto. Así, la actividad cooperativa del intérprete debe dar cuenta sobre cómo, en el texto, se elabora una codificación metafórica con determinado significado y no otro, mediante qué recursos literarios y a partir de cuáles estrategias narrativas,  para justificar una interpretación de este tipo.

El elemento referencial con el cual la metáfora se vuelve significativa reside en la competencia enciclopédica del lector que interpreta la metáfora. Afirmar este principio implica considerar que habría metáforas inaccesibles al universo cultural no considerado por la estrategia discursiva del autor modelo, y que por tanto, hace al texto significativo, al menos como metáfora, siempre en relación a un intérprete y lector modelo particular, que compone parte de la propia realidad del texto. La especificidad alusiva de la metáfora es un criterio que nos permite legitimar interpretaciones que consideran aspectos regionales, sociohistóricos, políticos y estéticos de determinados textos literarios, a la vez que anula las que sobreinterpretan o interpretan aberrantemente la metáfora de un texto por la carencia de un marco referencial conocido que lo sostenga.

La valoración metafórica de un texto literario permite referirse a los aspectos profundos de la competencia enciclopédica del intérprete (historia local, testimonio generacional, condiciones de pérdidas materiales y humanas, entre otros). A la vez, el texto literario es resultado de esta inestabilidad polisémica referencial, y por lo tanto, la propia metáfora, como estrategia de composición, torna multiinterpretable al texto. Es por esto que requiere especial atención en los artificios semánticos que permiten establecer esta polisemia, en la medida que se acerca o aleja a interpretaciones variadas y en más de una ocasión, opuesta (Eco, 2000b, 178).

El simulacro en la novela, por tanto, será una condición estratégica de composición literaria por parte del autor modelo, donde el relato se comportará estructuralmente como el espacio narrativo en donde el enunciado establece la relación alusiva con la comunidad lectora. Mediante la actividad de cooperación interpretativa con el lector modelo sugerido por el texto, podemos penetrar en sus referentes culturales, sociales, políticos e históricos para establecer uno de los contenidos semánticos que la obra permite y exige.

4. El otro lado de la utopía
4.1. Larsen: simulacro de la reivindicación

La historia de Larsen es la historia de su retorno. Las razones de su exilio nos son desconocidas en el marco específico de esta novela (2). Su regreso pasa vagamente inadvertido. El narrador señala que los curiosos fueron testigos de su regreso, a quienes adjudica la descripción de la aparición de Larsen con un grado de incertidumbre prevalente: “Son muchos los que aseguran haberlo visto”, “Salió del hotel y es seguro que cruzó la plaza para dormir en la habitación del Berna”. Sus motivos de regreso del exilio prohibitivo, pero sin embargo, intrascendente, son igualmente pormenorizados en su narración. Al conocer a Josefina, y a Angélica Inés la hija de Petrus, frente a la casona del viejo, la omnisciencia del narrador nos permite acceder momentáneamente a sus propósitos, aún innegablemente afectados por la minorización retórica:

“Bajando un párpado para mirar mejor, Larsen veía la casa como la forma vacía de un cielo ambicionado, prometido; como las puertas de una ciudad en las que deseaba entrar, definitivamente, para usar el tiempo restante en el ejercicio de venganza sin trascendencia, de sensualidad sin vigor, de un dominio narcisista y desatento”. (23-4) (3)

Las acciones de Larsen en Santa María vuelven a ser ambiguas cuando el propio Jeremías Petrus, le ofrece la Gerencia General en la empresa, sin que existan sino especulaciones al respecto. Al mismo tiempo, estas mismas nos otorgan información que permite prefigurar las condiciones materiales y productivas en que se encontraría, presuntamente, el astillero:

“Es indudable que la entrevista fue provocada por éste, tal vez con la ayuda de Poetters, el dueño del Belgrano; resulta inadmisible pensar que Larsen haya pedido ese favor a ningún habitante de Santa María. Y es aconsejable tomar en cuenta que hacía ya medio año que el astillero estaba privado de la vigilancia y la iniciativa de un gerente general”. (27)

La llegada de Larsen, por tanto, está signada al menos por dos procedimientos narrativos recurrentes: los cambios en la focalización del narrador, que implican una ambigüedad con respecto a su presencia y acciones específicas del protagonista en Santa María que lo posicionan en el alto cargo en el astillero; y la paradoja, al estar marcado su regreso por una razón contrariada, mezcla imposible entre venganza y falta de vigor. Durante diferentes pasajes de la novela, ambos recursos serán recurrentes hasta niveles críticos. Observaremos cómo ambos se reinventan temáticamente en el transcurso de la novela.

Larsen se pone a disposición de Petrus en la Gerencia del Astillero, junto a Gálvez y Kunz, ambos administradores de diferentes áreas de la industrial de barcos. A medida que Larsen ingresa al espacio físico del astillero, se percata inmediatamente de que el negocio no tiene oportunidad de revertir su quiebra, momento en el cual adopta una posición tan clara como incomprensible:

“Tolerando, pasajero, ajeno, también estaba él en el centro del galpón, impotente y absurdamente móvil, como un insecto oscuro que agitara patas y antenas en el aire de leyenda, de peripecias marítimas, de labores desvanecidas, de invierno”. (39-40)

De ahí en adelante, el protagonista, que manifiesta a ratos una lucidez que poca relación tiene con su oblicua llegada a la ciudad, debe someter su intermitente vitalismo (“Iba… necesitando creer que todo aquello era suyo y necesitando entregarse sin reservas a todo aquel con el único propósito de darle un sentido y atribuir este sentido a los años que le quedaban por vivir y, en consecuencia, a la totalidad de su vida”. [41]) a un radical despropósito, encerrado en una resignación que, a medida que se profundiza, adquiere un sentido nuevo: el simulacro, una posibilidad de establecimiento de vínculo tanto con los demás como consigo mismo:

“Entonces, con lentitud y prudencia, Larsen comenzó a aceptar que era posible compartir la ilusoria gerencia de Petrus, Sociedad Anónima, con otras ilusiones, con otras formas de la mentira que se había propuesto no volver a frecuentar”. (58)

La reivindicación prometida se torna en reincidencia; la esperanza íntima, aún confusa e imprecisa, se trasviste en la capacidad auto-reconocida de representar lo que no es, de mentir, con beneficios poco prometedores. No estamos ante un personaje que sufre una inicial metamorfosis, sino más bien uno que acepta un imposible. Larsen confirma su rol como Gerente General, en la medida que éste tipo de relación económica, profesional y social no deje de ser una artificiosa ilusión. Esta necesidad permite que Larsen observe a quienes lo rodean con detenimiento, y aún con cierto resquemor ético, observa que tanto Gálvez como Kunz son “tan farsantes como yo. Se burlan del viejo, de mí, de los treinta millones; no creen siquiera que esto sea o haya sido un astillero; soportan con buena educación que el viejo, yo, las carpetas, el edificio y el río les contemos historias de barcos que llegaron, de doscientos obreros trabajando, de asambleas de accionistas, de debentures y títulos que anduvieron, arriba y abajo, en las pizarras de la Bolsa” (64). La complicidad que surge entre cada uno de los estamentos del astillero, sin que ninguno de ellos se beneficie realmente. Al contrario, la pobreza se apodera de los tres gerentes, mientras Petrus es azotado por la decadencia y la locura. Sin embargo, cada una de las piezas se mantiene, y con ellos, el sinsentido se establece como fórmula cotidiana. Para su desgracia, Larsen continuará teniendo intermitentes momentos de lucidez, los cuales son sentidos con un gran pesar que enrostra la desgracia de su condición:

“En la casilla sucia y fría, bebiendo sin emborracharse frente a la indiferencia del Gerente Administrativo, Larsen sintió el espanto de la lucidez. Fuera de la farsa que había aceptado literalmente como un empleo, no había más que el invierno, la vejez, el no tener dónde ir, la misma posibilidad de la muerte”. (95)

Desgastado por la pérdida del vigor y la ausencia permanente de otros seres humanos, serán sus viajes a Santa María los que le permitirán establecer un diálogo metarreflexivo con otro personaje, el doctor Díaz Grey, el cual termina verbalizando los pensamientos ocasionales de Larsen, aún sin realizar un juicio de valor que lo comprometa, como reconoce, a él mismo:

“Usted y ellos. Todos sabiendo que nuestra manera de vivir es una farsa, capaces de admitirlo, pero no haciéndolo porque cada uno necesita, además, proteger una farsa personal. También yo, claro. Petrus es un farsante cuando le ofrece la Gerencia General y usted otro cuando acepta. Es un juego, y usted y él saben que el otro está jugando. Pero se callan y disimulan”. (114)

El simulacro establece un tipo de verbalización lingüística de ideas, órdenes, promesas y proyecciones entre los personajes de El Astillero que enrarece la finalidad comunicativa del lenguaje. Como un doble ejercicio de producción de enunciados, los sujetos que simulan no comunican entre sí sino una realidad diferente, por necesidad, a la de cualquier vínculo social, los cuales para Larsen, se han roto definitivamente:

“Sospechó, de golpe, lo que todos llegan a comprender, más tarde o más temprano: que era el único hombre vivo en un mundo ocupado por fantasmas, que la comunicación era imposible y ni siquiera deseable, que tanto daba lástima como el odio, que un tolerante hastío, una participación dividida entre el respeto y la sensualidad eran lo único que podía ser exigido y convenía dar”. (123)

El aislamiento final del protagonista termina aniquilándolo. Este final predecible, también toca a Gálvez, quien se suicida en Santa María tras huir con información privilegiada del astillero, la cual terminaría con arruinar a Petrus. Frente a su cadáver, Larsen observa que “ahora sí que tiene una seriedad de hombre verdadero, una dureza, un resplandor que no se hubiera atrevido a mostrarle a la vida”. (223). Sólo la muerte libera a los hombres de la simulación perpetua. La emancipación de la farsa que en un principio asumía como condición vital, trasciende a Larsen al colmo de pormenorizar su propio fallecimiento, de la misma manera que su llegada consistió en un cuadro ambiguo de referencias diversas. La focalización cambiante termina por hacerlo desaparecer, aún cuando a ratos esta misma actividad había permitido cierta posibilidad comunicativa, particularmente con un lúcido Díaz Grey. Cercano a su muerte, continuará teniendo lapsus reflexivos, aunque se acerca más a una indagación sobre el entorno que en sí mismo.

Larsen y los personajes que lo rodean reafirman el simulacro como única manera posible de evitar la catástrofe personal y colectiva. Al llegar a Santa María y a Puerto Astillero, Larsen parte exponiendo ambiguamente las razones de su regreso reivindicatorio, que a medida del desarrollo de la novela se aclaran como una secreta búsqueda del lugar donde morir. Con tan sólo llegar, asume resignado una identidad simulada que finalmente lo terminará destruyendo. Su farsa está tanto en el compromiso con Angélica Inés, en dirigir la empresa de Petrus como en su relación diaria con Gálvez y Kunz, hombres de confianza del astillero, todas facetas de una misma ilusoria reivindicación. Paradójicamente, nunca deja de ser conciente de ello. Larsen termina por desaparecer en la ambigüedad narrativa, la cual vuelve sobre criterios parciales de testigos que presenciaron o confirmarnos su muerte, aparentemente, mucho después de ocurrida, acabando con él mediante la disgregación como protagonista, concluyendo asimismo la novela.

4.2. Jeremías Petrus: simulacro del progreso

El astillero es propiedad de Jeremías Petrus, un antiguo industrial de prestigio que, sumido en la ruina, debe falsificar documentos oficiales para poder mantener el proyecto de la fábrica. Sin embargo, gran cantidad de capital de origen estatal jamás llega al puerto. Al establecerse Larsen en la Gerencia, ya va un año sin que esta produjera, y aún más sin tener un gerente general que los represente. En un primer momento, Petrus parece un veterano optimista, que reconoce la crisis en la medida que es optimista en torno al futuro:

“Tenemos que resistir hasta que se haga justicia, yo lo hice siempre, como si no hubiera pasado nada. Un capitán se hunde con su barco; pero nosotros, señores, no nos vamos a hundir. Estamos escorados y a la deriva, pero todavía no es naufragio.” (29)

Sin embargo, al tiempo que Larsen se introduce en el submundo del astillero, podemos percatarnos de que este optimismo podría ser fruto del exceso de optimismo o de una ilusión demente. Un pasado inciertamente glorioso, imaginado (Larsen imaginó el ruido laborioso de la oficina cinco o diez años atrás. [80]) se inmiscuye en la cotidianeidad laboral, que no es sino el simulacro de Larsen, Gálvez y Kunz. En su extensión, las palabras de Petrus constituyen su propia máscara, patética forma de aceptar la realidad desbaratada. El simulacro del dueño del astillero, por tanto, reúne varios aspectos que responden a motivaciones no del todo semejantes a las de Larsen:

a. Jeremías Petrus es un anciano burgués de Puerto Astillero que se ha vuelto senil y loco. Su optimismo no corresponde al de la época; carece de toda correspondencia con la realidad, y supone sostener sin intermitencias un estado permanente e inagotable de progreso. Su simulacro es, por lo tanto,  de una realidad absurda que se contrapone al proyecto del progreso industrial, que él encarna:

“Espero que todo marche bien en el astillero. Estamos al borde del triunfo, cuestión de días. En está época, es triste, hay que llamar triunfo a un acto de justicia. Tengo la palabra de un ministro. ¿Alguna dificultad con el personal?” (119)

b. El astillero es constantemente saboteado por sus propios Gerentes, quienes sacan un provecho desesperado a los restos aún utilizables de la industria. Petrus vive engañado, y si bien él se engaña esperando el “acto de justicia”, quienes lo rodean no sólo simulan sostener la empresa, sino que promueven su engaño como estrategia de supervivencia personal. A la vez, Petrus engaña a los gerentes  prometiéndoles pagos y mejoras laborales que para todos corresponden a un imposible. Al contratar a Larsen, nos enteramos de que ha habido muchos antes que él en poco tiempo, “como si el viejo Petrus los eligiera o los encargara siempre distintos, con la esperanza de encontrar algún día alguno diferente a todos los hombres, alguno que hasta engorde con el desencanto y el hambre y no se vaya nunca”, reflexiona Díaz Grey. (110).

c. Los problemas de índole familiar terminan por consolidar su delirio. Petrus vive junto a su hija Angélica Inés en la casona de Puerto Astillero. La mujer padece de una enfermedad mental imprecisa. Observada indiscretamente como una muchacha deficiente y enloquecida: “Vimos a la hija de Jeremías Petrus – única, idiota, soltera – pasar frente a Larsen” (4); “no está probado que Vázquez sepa escribir y no es creíble que el astillero en ruinas, la grandeza y decadencia de Jeremías Petrus, el caserón con estatuas de mármol y la muchacha idiota sean temas de cualquier hipotético epistolario de Froilán Vázquez” (5); “Es rara. Es anormal. Está loca pero es muy posible que no llegue nunca a estar más loca que ahora. Hijos, no. La madre murió idiota aunque la causa concreta fue un derrame” (52). Petrus debe aceptar la imposibilidad de comunicación con su hija, lo cual logrará sólo como una simulación de normalidad:

“Así es – asistió Petrus –. Normal, perfectamente normal, para usted, doctor y para toda la ciudad. Para todo el mundo”. (145)

En conclusión, Petrus representa un tipo de empresario liberal que es abrumado por una realidad que limita todas las posibilidades de progreso, incluso negando la propia corrupción como aspecto intrínseco en la modernización. El astillero será una representación únicamente mental para él. No logra superar su anacronismo a través de un simulacro consuetudinario (o podremos decir, unasimulación), sino que la demencia senil lo posiciona en un delirio inevitable, sin ningún momento de lucidez posible.  A diferencia de Larsen, el anciano tiene una hija, cuya condición médica impide que en el seno familiar se pueda revertir definitivamente la simulación enferma y compartida de una realidad inexistente.

5. Metáfora de lo latinoamericano

En la elaboración del modelo hipotético que permite interpretar a El Astillerocomo una metáfora, contemplamos una competencia enciclopédica cuidadosamente definida en torno a la crisis institucional ocurrida en Uruguay en los años ’50 producto del estancamiento económico, lo que lleva al desbaratamiento de la industria – desarrollada hasta entonces – y a un propicio subdesarrollo. Se acaba de esta forma con el proyecto decimonónico de modernizar al país. La Tierra Prometida, la zona rioplatense imaginada, se torna un espacio marginal, remoto, una antítesis de lo que fuera durante su construcción utópica, como el espacio vacío donde todo estuvierapor hacerse, y la historia, por escribirse. De acuerdo a lo anterior, podemos leer la novela como un dominio ficticio en donde se asume una posibilidad – entre otras – de asunción del trauma del estancamiento a partir de la simulación absurda. El astillero es el sitio donde diseñan y construyen los barcos, con destinos remotos. La industria tecnificada que hace posible llevar a cabo el proyecto, el desplazamiento de un estado marginal a otro. La novela propone dos sitios imaginarios, Santa María y Puerto Astillero, a partir de esta condición de marginalidad, otrora espacios fundacionales. Como resultado de este aislamiento-estancamiento, la fábrica ha dejado de producir lo que antes fue posible, y con ella las razones de la existencia de los individuos ligados a su actividad se tornan ilusorias.

La metáfora de El Astillero se construye disgregada, fragmentariamente. Por un lado, Larsen representa las cualidades de un sujeto gastado y desencantado, cuyo desplazamiento trágico a Puerto Astillero asume como única explicación la búsqueda del lugar donde morir. Petrus, por su parte, representa al lastre patético del proyecto nacional-industrial fracasado. Ambos personajes asumen la simulación como una proyección insensatamente obligatoria. El gesto dramático de romper la correspondencia entre el espacio real y el discurso, acaba con la misión liberadora y mítica propugnada por la ideología reivindicatoria. De acuerdo al referente rioplatense, la intromisión definitiva del orden neoliberal, hace colapsar y convertir la utopía en una zona limítrofe con el vacío, condenando a las naciones que comparten este espacio al servilismo neocolonial.

La región del Mar del Plata ha sido poblada, por excelencia, por migrantes europeos que han venido a satisfacer una ilusión, a civilizar expandiendo los designios occidentales. Tanto Larsen como Petrus son extranjeros – sus nombres los delatan – que han quedado varados en Santa María: Larsen, castigado por un exilio intrascendente que lo vuelve a introducir inevitablemente al margen; Petrus como un industrial cuyo proyecto está ahora desubicado, dado el fracaso de las políticas nacionales tradicionales.

El simulacro se consolida como estrategia narrativa, entre otras, por la paradoja y los cambios constantes de la focalización del narrador. Yurkievich señala que “El predominio de lo farsesco convierte a la novela en una doble ficción, la una incluida en la otra. La más vasta es la de primer grado, la historia de la vida, pasión y muerte de Larsen […] luego existe una ficción de segundo grado que la otra contiene: la historia ilusoria de una ilusión, la farsa del astillero” (Yurkievich, 1974: 541). Lo primero ha implicado relegar la realidad a una contradicción permanente, cuya decodificación será siempre un reto a las leyes de causa-consecuencia impuestas por la razón moderna. El espacio está constantemente negado por artificios retóricos que abruman y tornan imprecisos tanto los hechos, sus causas y consecuencias.  Es posible interpretar esta paradoja como una metáfora de las contradicciones impuestas y forjadas en el espacio rioplatense, y luego, latinoamericano, donde se terminan por revertir todas las luchas, de Tierra Prometida a margen, de proyecto a condena. De utopía del progreso a simulacro del mismo.

Los cambios de focalización, por otro lado, disuelven al sujeto para integrarlo al vox populi como un anónimo. Las actividades se tornan ambiguas, y la incertidumbre se apodera de la narración, de la misma manera que todas las seguridades ligadas a la reinvidicación social, personal y al progreso quedan sepultadas al escepticismo de quienes como Petrus la condena se torna irreversible, o para quienes como Larsen  asumen la realidad con una resignación contradictoria, intermitentemente lúcida en el reconocimiento del entorno:

“Mientras fumaba un cigarrillo al sol pensó distraídamente que en todas las ciudades, en todas las casas, en él mismo, existía una zona de sosiego y penumbra, un sumidero, donde se refugiaban para tratar de sobrevivir los sucesos que la vida iba imponiendo. Una zona de exclusión y ceguera, de insectos tardos y chatos, de emplazamientos a largo plazo, de desquites sorprendentes y nunca bien comprendidos, nunca oportunos”. 203

En El Astillero, se consolida un tipo de individuo y un tipo de sociedad que no podría ser sino latinoamericana, tornándose significativa siempre desde un marco de conocimientos esenciales sobre las semejanzas establecidas entre los procesos históricos de sus diferentes naciones. “Lo que es avance en el discurso es retroceso en la historia, presidida por la deflación y la desvalorización”, indica Yurkievich (1974: 538). El espacio ficcional no se eleva en la denuncia de la miseria de los vencidos, desplazados y desposeídos que sobrepoblan Latinoamérica, sino que emerge como una metáfora de la “orilla barrosa”: una confirmación de las condiciones impuestas por el fin trágico de un proyecto y gestada ciudad real tras ciudad ficticia. La lucidez ocasional de Larsen, nos permite reconocer la precariedad de las representaciones significativas posibles, en un espacio real que no es sino la cara oscura de un orden que no está aquí. La desaparición de los personajes de El astillero es lenta y aparentemente inevitable. En Latinoamérica, las ruinas de la utopía desaparecida se elevan inútilmente, como astilleros que pese al óxido, el orín y sus galpones sucios y vacíos, porfían paradójicamente en derrumbarse.

Valdivia, 1er semestre de 2010



6. Referencias bibliográficas
(1) Onetti, Juan Carlos. El Astillero. 1980: 39-40.
(2) En la novela que sucede a El Astillero, Juntacádeveres (1964), Larsen, un inmigrante español venido a Santa María, funda un prostíbulo que termina en su desgraciada expulsión por parte del Consejo de la ciudad. En El Astillero, se nos informa de inmediato del tiempo que duró su exilio (5 años), quién lo expulsa (el Gobernador) y la premonición de su regreso, que termina por cumplirse.
(3) Para este estudio, la versión de El Astillero de 1980 (Ed.: Bruguera: Madrid.).
7. Bibliografía
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Cosse, Rómulo. 1990. “El Astillero o la ciudad posible”. La obra de Juan Carlos Onetti. Coloquio Internacional. Centre de Recherches Latino-Américaines Université de Poitiers. Ed. Fundamentos. Colección Espiral Hispano-Americana. 15: 103-112.
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Goic, Cedomil. 1988. Historia y crítica de la literatura hispanoamericana. Volumen III. Barcelona:  Ed. Crítica.
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Rodríguez Padrón, Jorge. 1974. “Juan Carlos Onetti, desde el ámbito de la fábula”. Cuadernos Hispanoamericanos, 292-294: 131-146.
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Yurkievich, Saúl. 1974. “En el hueco voraz de Onetti”. Cuadernos Hispanoamericanos, 292-294: 535-549.
Fuente: http://critica.cl/literatura/metafora-simulacro-y-fin-de-la-utopia-latinoamericana-en-el-astillero-de-juan-carlos-onetti

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