martes, 19 de febrero de 2013

D. H. (David Herbert) Lawrence


D. H. (David Herbert) Lawrence nació el 11 de septiembre de 1885 en un pueblo llamado Eastwood, Nottinghamshire (Inglaterra). Era el cuarto hijo de Arthur Lawrence, un minero casi analfabeto y aficionado a la bebida, y de Lydia Beardsall, una mujer, antigua maestra, amante de la cultura, hecho que provocaría el interés por la pintura y la lectura del pequeño David, quien desde niño sufrió de frágil salud.
La diferencia cultural entre sus padres fue un elemento clave en la psicología de Lawrence, quien sufrió en su niñez el enfrentamiento habitual entre sus progenitores.

Después de acudir gracias a una beca al Nottingham High School y a la Universidad de la misma ciudad, Lawrence dejó los estudios y comenzó a publicar sus primeros textos y a dar clases desde 1908 en la Davidson Road School de Croydon.

En 1912 Lawrence inició una relación sentimental con Frieda von Richtofen, mujer del profesor Ernest Weekley y hermana del famoso piloto Barón Rojo, Manfred von Richthofen.
Frieda abandonó a su esposo e hijos para convivir con el joven David Herbert en Bavaria (Alemania). Ambos, que viajarían con frecuencia por bastantes países, se casarían en 1914.


En la década de los 20, D. H. Lawrence viaja por Australia, Asia, Estados Unidos y Europa. Asentado de nuevo en Italia, cerca de Florencia, escribe su título más popular, `El amante de Lady Chatterley` (1928), un libro acusado de nuevo de obsceno que narraba de manera explícita la relación sexual entre una mujer culta y adinerada y un guardabosques al servicio de su esposo aristócrata.
D. H. Lawrence Falleció a causa de la tuberculosis el 2 de marzo de 1930 en Vence (Francia). Tenía 44 años..


Inválido de guerra, Sir Clifford Chatterley y su esposa Connie llevan una existencia acomodada, aparentemente plácida, rodeada de los placeres burgueses de las reuniones sociales y regida por los correctos términos que deben ser propios de todo buen matrimonio. Connie, sin embargo, no puede evitar sentir un vacío vital. La irrupción en su vida de Mellors, el guardabosque de la mansión familiar, la pondrá en contacto con las energías más primarias e instintivas y relacionadas con la vida. La fuerte corriente relacionada con la energía sexual que recorre casi toda la obra de D. H. Lawrence encuentra una de sus máximas expresiones en EL AMANTE DE LADY CHATTERLEY, novela que se vio envuelta en la polémica y el escándalo desde el momento de su aparición.

FUENTE: N.N.

CAPÍTULO PRIMERO.

EL AMANTE DE LADY CHATTERLEY

D. H. Lawrence


CAPITULO I

La nuestra es esencialmente una época trágica, así que nos negamos a tomarla por lo trágico. El cataclis-mo se ha producido, estamos entre las ruinas, comen-zamos a construir hábitats diminutos, a tener nuevas esperanzas insignificantes. Un trabajo no poco agobian-te: no hay un camino suave hacia el futuro, pero le buscamos las vueltas o nos abrimos paso entre los obstáculos. Hay que seguir viviendo a pesar de todos los firmamentos que se hayan desplomado.
Esta era, más o menos, la posición de Constance Chatterley. La guerra le había derrumbado el techo sobre la cabeza. Y ella se había dado cuenta de que hay que vivir y aprender.
Se había casado con Clifford Chatterley en 1917, durante una vuelta a casa con un mes de permiso. Un mes duró la luna de miel. Luego él volvió a Flandes, para ser reexpedido a Inglaterra seis meses más tarde, más o menos en pedacitos. Constance, su mujer, tenía entonces veintitrés años, y él veintinueve.
Su apego a la vida era maravilloso. No murió, y los pedazos parecían irse soldando de nuevo. Durante dos años estuvo en manos del médico. Luego le dieron de alta y pudo volver a la vida, con la mitad inferior de su cuerpo, de las caderas abajo, paralizada para siempre.
Esto fue en 1920. Clifford y Constance volvieron a su hogar, Wragby Hall, «sede» de la familia. Su padre había muerto. Clifford era ahora un baronet, Sir Clif-ford, y Constance era Lady Chatterley. Fueron a co-menzar su vida de hogar y matrimonio en la descui-dada mansión de los Chatterley, sobre la base de una renta más bien insuficiente. Clifford tenía una hermana, pero les había dejado. Por lo demás, no quedaban pa-rientes cercanos. El hermano mayor había muerto en la guerra. Paralizado sin remedio, sabiendo que nunca podría tener hijos, Clifford había vuelto a su hogar en los sombríos Midlands para mantener vivo mientras pudiera el nombre de los Chatterley.
Realmente no estaba acabado. Podía moverse por sus propios medios en una silla de ruedas, y tenía otra con un pequeño motor incorporado con la que podía deam-bular lentamente por el jardín y recorrer la hermosa melancolía del parque, del cual estaba realmente muy orgulloso aunque fingía no darle gran importancia.
Habiendo sufrido tanto, su capacidad de sufrimien-to se había agotado en cierto modo. Permanecía ausen-te, luminoso y de buen humor, casi podría decirse chis-peante, con su cara rubicunda y saludable y el empuje brillante de sus ojos azul pálido. Sus hombros eran anchos y fuertes, sus manos potentes. Vestía ropa cara y llevaba corbatas elegantes de Bond Street. Y, sin em-bargo, en su cara podía verse la mirada vigilante, la ligera ausencia de un paralítico.
Había estado tan cerca de perder la vida, que lo que quedaba era de un valor excepcional para él. Era obvio en la emocionada luminosidad de sus ojos lo orgulloso que estaba de seguir vivo tras haber pasado por la tremenda prueba. Pero la herida había llegado tan al fondo que algo había muerto dentro de él, parte de sus sentimientos ya no existían. Había un vacío en su sensibilidad.
Constance, su mujer, rubicunda, de aspecto campe-sino, tenía el pelo castaño, un cuerpo fuerte y movi-mientos pausados, llenos de una energía poco frecuente. Era de ojos grandes y admirativos, con una voz dulce y suave; parecía recién salida de su pueblo natal. Nada de esto era cierto. Su padre era el anciano Sir Malcolm Reid, en tiempos muy conocido como miembro de la Real Academia de Pintura. Su madre había sido una de las cultas Fabianas de la floreciente época pre-Rafae-lita. Entre artistas y socialistas cultos, Constance y su hermana Hilda habían tenido lo que podría llamarse una educación estéticamente poco convencional. Las habían enviado a París, Florencia y Roma para respirar arte, y habían ido en la otra dirección, hacia La Haya y Berlín, a los grandes congresos socialistas, donde los oradores hablaban en todas las lenguas civilizadas sin que nadie se asombrara.
Las dos chicas, por tanto, y desde edad muy tem-prana, no se sentían intimidadas ni por el arte ni por la política teórica. Era su ambiente natural. Eran al mismo tiempo cosmopolitas y provincianas, con el pro-vincialismo cosmopolita del arte mezclado con las ideas sociales puras.
Las habían enviado a Dresde a los quince años, para aprender música entre otras cosas. Y lo pasaron bien allí. Vivían libremente entre los estudiantes, discutían con los hombres sobre temas filosóficos. sociológicos y artísticos; eran como los hombres mismos: sólo que mejor, porque eran mujeres. Patearon los bosques con jóvenes robustos provistos de guitarras, ¡tling, tling! Cantaban las canciones de los Wandervógel, y eran li-bres. ¡Libres! La gran palabra. Al aire del mundo, en los bosques de la alborada, entre compañeros vitales y de magnífica voz, libres de hacer lo que quisieran y -sobre todo- de decir lo que les viniera en gana. Hablar era la categoría suprema: el apasionado inter-cambio de conversación. El amor era un acompaña-miento menor.
Tanto Hilda como Constance habían tenido sus aven-turas amorosas, tentativas, a los dieciocho años. Los jóvenes con quienes conversaban con tal pasión, los que cantaban con tanto brío y acampaban bajo los ár-boles con una tal libertad, deseaban, desde luego, una relación amorosa. Las muchachas tenían sus dudas, pero... se hablaba tanto de la cosa, parecía tener una tal importancia, y los hombres eran tan humildes y tan anhelantes. ¿Por qué no iba a ser una chica como una reina y darse a sí misma como regalo?
Así que se habían regalado, cada una al joven con el que tenía las controversias más sutiles e íntimas.
Las charlas, las discusiones, eran lo más importante; hacer el amor y las relaciones afectivas eran sólo una especie de reversión primitiva y un algo de anticlímax. Después, una se sentía menos enamorada del chico y un poco inclinada a odiarle, como si se hubiera entro-metido en la vida privada y la libertad interior de una. Porque, desde luego, siendo chica, toda la dignidad y sentido de la vida de una consistía en el logro de una absoluta, perfecta, pura y noble libertad. ¿Qué otra cosa significaba la vida de una chica? Eliminar las vie-jas y sórdidas relaciones y ataduras.
Y, por mucho que se sentimentalizara, este asunto del sexo era una de las relaciones y ataduras más anti-guas y sórdidas. Los poetas que lo glorificaban eran hombres la mayoría. Las mujeres siempre habían sabido que había algo mejor, algo más elevado. Y ahora lo sabían con más certeza que nunca. La libertad hermosa y pura de una mujer era infinitamente más maravillosa que cualquier amor sexual. La única desgracia era que los hombres estuvieran tan retrasados en este asunto con respecto a las mujeres. Insistían en la cosa del sexo como perros.
Y una mujer tenía que ceder. Un hombre era como un niño en sus apetitos. Una mujer tenía que conce-derle lo que quería, o, como un niño, probablemente se volvería desagradable, escaparía y destrozaría lo que era una relación muy agradable. Pero una mujer podía ceder ante un hombre sin someter su yo interno y li-bre. Eso era algo de lo que los poetas y los que hablaban sobre el sexo no parecían haberse dado cuen-ta suficientemente. Una mujer podía tomar a un hombre sin caer realmente en su poder. Más bien podía utili-zar aquella cosa del sexo para adquirir poder sobre él. Porque sólo tenía que mantenerse al margen durante la relación sexual y dejarle acabar y gastarse, sin llegar ella misma a la crisis; y luego podía ella prolongar la conexión y llegar a su orgasmo y crisis mientras él no era más que su instrumento.
Ambas hermanas habían tenido ya su experiencia amorosa cuando llegó la guerra y las hicieron volver a casa a toda prisa. Ninguna de ellas se había enamorado nunca de un joven a no ser que ella y él estuvieran
verbalmente muy cercanos: es decir, a no ser que es-tuvieran profundamente interesados, que se HABLARAN. Qué asombrosa, qué profunda, qué increíble era la emo-ción de hablar apasionadamente con algún joven inte-ligente hora tras hora, continuar día tras día durante meses... ¡No se habían dado cuenta de ello hasta que sucedió! La promesa del Paraíso -¡Tendrás hombres con quienes hablar!- no se había pronunciado nunca. Y se cumplió antes de que ellas se hubieran dado cuenta de lo que una promesa así significaba.
Y si, tras la excitante intimidad de aquellas discu-siones vívidas y profundas, la cosa del sexo se hacía más o menos inevitable, qué se le iba a hacer. Marcaba el final de un capítulo. Era también una excitación en sí: una excitación extraña y vibrante dentro del cuerpo, un espasmo final de autoafirmación, como la última palabra, emocionante y muy parecida a la línea de asteriscos que puede utilizarse para señalar el final de un párrafo o una interrupción del tema.
Cuando las chicas volvieron a casa durante las vacaciones del verano de 1913, Hilda tenía veinte años y Connie dieciocho, su padre pudo darse cuenta claramente de que ya habían tenido su experiencia amorosa.
L'amour avait passé par lá, como dice alguien. Pero él mismo era un hombre de experiencia y dejó que la vida siguiera su curso. En cuanto a la madre, una invá-lida nerviosa en los últimos meses de su vida, lo único que deseaba era que sus hijas fueran «libres» y «se realizaran». Ella no había podido ser nunca ella mis-ma: era algo que le había sido negado. Dios sabe por qué, puesto que era una mujer con rentas propias e independencia. Culpaba de ello a su esposo. Pero en realidad dependía de alguna vieja noción de autoridad enquistada en su cerebro o en su alma y de la que no podía librarse. No tenía nada que ver con Sir Malcolm, que dejaba que su nerviosamente hostil y decidida es-posa hiciera la vida a su manera, mientras él seguía su propio camino.
Así que las chicas eran «libres» y volvieron a Dresde, a su música, la universidad y los jóvenes. Amaban a sus jóvenes respectivos y sus respectivos jóvenes las amaban a ellas con toda la pasión de la atracción men-tal. Todas las cosas maravillosas que los jóvenes pen-saban, expresaban y escribían, las pensaban, expresa-ban y escribían para las jóvenes. El chico de Connie era de temperamento musical; el de Hilda, técnico. Pero simplemente vivían para ellas. En sus mentes y en sus emociones mentales, claro. En otros aspectos estaban ligeramente a la defensiva, aunque no lo sabían.
En su interior era también obvio que el amor había pasado por ellos: es decir, la experiencia física. Es curioso la sutil pero inconfundible transmutación que opera tanto en el cuerpo de los hombres como en el de las mujeres: la mujer, más floreciente, más sutil-mente redondeada, sus jóvenes angularidades suaviza-das y su expresión emotiva o triunfante; el hombre, mucho más apaciguado, más introvertido, las formas mismas de sus hombros y sus nalgas menos afirmati-vas, más indecisas.
En el impulso sexual efectivo, dentro del cuerpo, las hermanas estuvieron a punto de sucumbir al extraño poder del macho. Pero la recuperación fue rápida: aceptaron el impulso sexual como una sensación y si-guieron siendo libres. Mientras los hombres, agradeci-dos por la experiencia sexual, entregaron sus almas a la mujer. Y más tarde parecían como quien ha perdido diez duros para encontrar cinco. El chico de Connie podía parecer un poco retraído y el de Hilda algo sar-cástico. ¡Pero así son los hombres! Ingratos y constan-temente insatisfechos. Cuando no quieres saber nada de ellos te odian porque no quieres, y cuando quieres te odian por alguna otra razón. O sin razón ninguna, excepto que son niños enfadados, y no hay manera de contentarlos con nada, haga una mujer lo que haga.
Sin embargo, estalló la guerra; Hilda y Connie fue-ron facturadas a casa de nuevo, después de haber estado allí ya en mayo para el funeral de su madre. Antes de las navidades de 1914 sus dos jóvenes alemanes habían muerto: aquello hizo llorar a las hermanas y amar a los jóvenes apasionadamente, pero poco después les olvidaron. Ya no existían.
Las dos hermanas vivían en la casa de Kensington de su padre, realmente de su madre, y salían con el joven grupo de Cambridge, el grupo que defendía la «libertad», los pantalones de franela, las camisas de franela con el cuello abierto, una selecta especie de anarquía sentimental, un tipo de voz suave y susurran-te y una especie de modales ultrasensibles. Sin embargo, Hilda se casó repentinamente con un hombre diez años mayor que ella, un miembro mayor del mismo grupo de Cambridge, un hombre con no poco dinero y un cómodo empleo hereditario en el gobierno: que ade-más escribía ensayos filosóficos. Pasó a vivir con él en una casa poco amplia de Westminster y entró en esa buena sociedad de gente del gobierno que no está a la cabeza, pero que son, o pudieran ser, el verdadero poder oculto de la nación: gente que sabe de qué ha-bla, o habla como si lo supiera.
Connie realizaba una forma atemperada de trabajo bélico y andaba con los intransigentes de Cambridge, de pantalón de franela que se reían moderadamente de todo, por el momento. Su «amigo» era un tal Clif-ford Chatterley, un joven de veintidós años, que había vuelto a toda prisa de Bonn, donde estudiaba los tecni-cismos de la minería del carbón. Antes había pasado dos años en Cambridge. Actualmente era teniente en un regimiento fino, porque resultaba más elegante bur-larse de todo en uniforme.
Clifford Chatterley era más «clase alta» que Connie. Connie era «intelectualidad» de buena posición, pero él era «aristocracia». No de la grande, pero lo era. Su padre era un baronet, y su madre había sido hija de un vizconde.
Pero, mientras Clifford era de más alta cuna que Connie y más «sociedad», resultaba, a su manera, más provinciano y más tímido. Se encontraba a gusto en el pequeño «gran mundo», es decir, entre la aristocracia con tierras, pero se comportaba de manera retraída y nerviosa en ese otro amplio mundo compuesto por las vastas hordas de las clases medias y bajas y los extran-jeros. Si ha de decirse la verdad, le asustaba un poco la humanidad de las clases medias y bajas y le asus-taban los extranjeros que no eran de su clase. Era, de alguna forma paralizante, consciente de su falta de de-fensas, a pesar de que había disfrutado de todas las defensas de los privilegios. Cosa curiosa, pero fenó-meno de nuestros días.
De aquí que la velada seguridad peculiar de una chica como Constance Reid le fascinara. Ella era mucho más dueña de sí en aquel mundo exterior de caos que él de sí mismo.
Aun así también él era un rebelde: rebelándose in-cluso contra su clase. O quizá rebelde sean palabras mayores; demasiado mayores. Estaba simplemente atra-pado en el rechazo popular y general de los jóvenes frente a cualquier convencionalismo y cualquier clase de autoridad real. Los padres eran absurdos; el suyo, tan obstinado, el que más. Y los gobiernos eran absur-dos; especialmente el nuestro, de siempre esperar a ver qué pasa. Y los ejércitos eran absurdos, y los carca-males de los generales más aún, especialmente el abo-targado de Kitchener. Incluso la guerra era absurda, aunque con la ventaja de que mataba a no poca gente.
En realidad todo era algo absurdo, o muy absurdo: desde luego todo lo relacionado con la autoridad, fuera ejército, gobierno o universidades, era absurdo y no poco. Y en la medida en que la clase gobernante tenía cualquier pretensión de gobernar, era también absurda. Sir Geoffrey, el padre de Clifford, era intensamente absurdo, talando sus árboles y escardando hombres de su mina de carbón para echarlos al fogón de la guerra; y él mismo, tan asentado y patriótico; gastando ade-más en su país más dinero del que tenía.
Cuando la señorita Chatterley -Emma- vino de los Midlands a Londres para algo de enfermera, ha-cía, de forma sutil, bromas constantes sobre Sir Geof-frey y su decidido patriotismo. Herbert, el hermano mayor y heredero, se reía abiertamente a pesar de que eran sus árboles los que se estaban cortando para las tropas francesas. Pero Clifford simplemente apuntaba una sonrisa incómoda. Todo era absurdo, es verdad. Pero ¿y si se iba demasiado lejos y uno también lle-gaba a ser absurdo...? Por lo menos la gente de otra clase, como Connie, tomaba en serio algo. Creía en algo.
Tomaban en serio a los soldados y a la amenaza del alistamiento forzoso y la escasez de azúcar y caramelos para los niños. De todas estas cosas, desde luego, las autoridades tenían absurdamente la culpa. Pero Clifford no podía tomar esto en serio. Para él las autoridades eran ridículas ab ovo, no por el caramelo o los soldados.
Y las autoridades se sentían absurdas y se compor-taban de forma un tanto absurda, y todo era momentá-neamente como el cumpleaños del tonto del pueblo. Hasta que las cosas fueron allí a más, y Lloyd George vino a salvar la situación. Esto llegó a superar incluso el absurdo; el joven rebelde dejó de reírse.
En 1916 Herbert Chatterley murió en la guerra, así que Clifford se convirtió en heredero. Incluso esto le aterrorizaba. Su importancia como hijo de Sir Geoffrey, y criatura de Wragby, le había llegado tan a la raíz que nunca escaparía de ello. Y, sin embargo, sabía que también esto, a los ojos del vasto mundo en ebulli-ción, era absurdo. Heredero ahora, y responsable de Wragby. ¿No era horrible y espléndido y al mismo tiempo, quizás, puramente sin sentido?
Sir Geoffrey no tenía sitio para el absurdo. Estaba pálido, en tensión, remetido en sí y obstinadamente decidido a salvar a su país y su propia posición, fuera con Lloyd George o cualquier otro. Tan desconectado estaba, tan divorciado de la Inglaterra que era real-mente Inglaterra, tan extremadamente incapaz, que in-cluso tenía buena opinión de Horatio Bottomley. Sir Geoffery defendía a Inglaterra y a Lloyd George como sus antepasados habían defendido a Inglaterra y a San Jorge: y nunca supo darse cuenta de la diferencia. Así que Sir Geoffrey talaba los árboles y defendía a Ingla-terra y Lloyd George, Lloyd George e Inglaterra.
Y quería que Clifford se casara y tuviera un here-dero. Clifford creía que su padre era un anacronismo sin remedio. ¿Pero, en qué estaba él ni un centímetro más adelantado, excepto en un impaciente sentido de lo absurdo de todo y del supremo absurdo de su propia posición? Porque, quieras o no, tomó a su título y a Wragby con la mayor seriedad.
La divertida exaltación ya no estaba presente en la guerra..., había muerto. Demasiada muerte y horror. Un hombre necesitaba apoyo y consuelo. Un hombre necesitaba tener un ancla en el mundo de la seguri-dad. Un hombre necesitaba una esposa.
Los Chatterley, dos hermanos y una hermana, ha-bían vivido curiosamente aislados, encerrados uno con otro en Wragby, a pesar de todas sus relaciones socia-les. Un sentido de aislamiento intensificaba el lazo familiar, un sentido de la debilidad de su posición, un sentido de inermidad, a pesar de, o a causa de, la tierra y el título. Estaban al margen de aquellos Midlands in-dustriales en los que pasaban sus vidas. Y estaban al margen de su propia clase a causa de la naturaleza re-traída, obstinada y taciturna de Sir Geoffrey, su padre, de quien se burlaban pero al que estaban tan apegados.
Los tres habían dicho que siempre vivirían todos juntos. Pero ahora Herbert había muerto y Sir Geoffrey quería que Clifford se casara. Sir Geoffrey apenas lo mencionaba: hablaba muy poco. Pero su insistencia muda y taciturna en que así fuera hacía difícil la resis-tencia de Clifford.
¡Pero Emma dijo NO! Era diez años mayor que Clifford y para ella su matrimonio sería una deserción y una traición a lo que habían defendido los jóvenes de la familia.
Clifford se casó con Connie a pesar de todo y pasó un mes de luna de miel con ella. Era el terrible año de 1917 y estaban tan unidos como dos personas jun-tas sobre un barco que se hunde. El era virgen al casar-se: y la parte sexual no significaba mucho para él. Se entendían muy bien, él y ella, aparte de esto. Y a Connie le encantaba moderadamente aquella intimidad que estaba más allá del sexo, más allá de la «satisfac-ción» de un hombre. En todo caso, Clifford no buscaba simplemente su «satisfacción», como parecía suceder con tantos hombres. No, la intimidad era más profunda, más personal que eso. Y el sexo era simplemente un accidente, o un anexo, uno de los procesos orgánicos curiosamente caducos que persistían en su propia cha-bacanería, pero que no eran realmente necesarios. Connie, sin embargo, quería tener hijos: aunque sólo fuera para fortalecer su posición frente a su cuñada Emma.
Pero a principios de 1918 enviaron a Clifford des-trozado a la patria, y no hubo hijo. Y Sir Geoffrey murió de desazón.

domingo, 17 de febrero de 2013

PAIDEIA: II. CULTURA Y EDUCACIÓN DE LA NOBLEZA HOMÉRICA.



II. CULTURA Y EDUCACIÓN DE LA NOBLEZA HOMÉRICA

(30) PARA COMPLETAR e ilustrar la explicación de la areté —el concepto central de la educación griega— trazaremos una imagen de la vida de la nobleza griega primitiva, tal como nos la ofrecen los poemas "homéricos". Ello confirmará los resultados a que hemos llegado en las investigaciones anteriores.
No es posible actualmente considerar la Ilíada y la Odisea —fuen-tes de la historia primitiva de Grecia— como una unidad, es decir, como obra de un solo poeta, aunque en la práctica sigamos hablando de Homero,  tal como  lo  hicieron   originariamente los  antiguos,  in-cluyendo bajo este nombre múltiples poemas épicos.   El hecho de que la  Grecia clásica,   exenta de sentido histórico, separara  ambos  poe-mas de aquella masa, considerándolos como superiores desde un pun-to de vista exclusivamente artístico y declarara a los demás indignos de Homero, no afecta a nuestro juicio científico ni puede considerarse como una tradición en el sentido propio de la palabra.   Desde el pun-to de vista histórico, la Ilíada es un poema mucho más antiguo.   La Odisea refleja un estudio muy posterior de la historia de la cultura. Previa  esta determinación,  resulta un problema de la mayor impor-tancia  llegar  a la  fijación  del  siglo  a  que pertenecen  una   y   otra. La fuente  fundamental para llegar   a la   solución  de  este problema se halla en los poemas mismos.   A pesar de toda la sagacidad con-sagrada al asunto, reina en ello la  mayor inseguridad.   Las  excava-ciones de los últimos cincuenta años han enriquecido,  sin  duda de un modo fundamental, nuestro conocimiento de la Antigüedad griega, especialmente  en lo  que se refiere al problema de la  raíz histórica de la tradición heroica, y nos han proporcionado soluciones precisas. No por ello hemos dado un paso en la fijación de la época precisa de nuestros poemas.   Varios siglos  separan su aparición del nacimiento de las sagas.
El instrumento fundamental para la fijación de las fechas sigue siendo el análisis de los poemas mismos. Pero este análisis no se dirigió originariamente a este fin, sino que fundándose en la antigua tradición, según la cual los poemas en su estado actual corresponden a una redacción relativamente tardía, forjaba conjeturas sobre su estado precedente en forma de cantos separados e independientes. Tal era la clave del problema. Debemos principalmente a Willamowitz haber puesto en relación los análisis realizados primitivamente, con un criterio exclusivamente lógico y artístico, con nuestros conocimien-tos históricos relativos a la cultura griega primitiva. El problema fundamental consiste actualmente en saber si debemos limitarnos a considerar la Ilíada y la Odisea como un todo y resignarnos a dejar (31) el problema sin solución, o si debemos realizar el esfuerzo de distin-guir hipotéticamente, dentro de la epopeya, capas correspondientes a edades y a caracteres distintos.  Ello no tiene nada que ver con la exigencia, legítima y aún no plenamente realizada, de valorar los poe-mas antes que nada como un todo artístico. Sigue en pie el problema de la importancia y el valor de Homero como poeta. Pero no es, por ejemplo, posible considerar la Odisea como una imagen de la vida de la nobleza primitiva si sus partes más importantes proceden de la mitad del siglo VI, tal como lo creen actualmente importantes hombres de ciencia.  Ante este problema no es posible una simple evasión escéptica. Es preciso, o bien refutarlo de un modo razonado, o recono-cerlo con todas sus consecuencias.
No puedo, naturalmente, ofrecer aquí un análisis personal de la cuestión. Pero creo haber demostrado que el primer canto de la Odisea —que la crítica, desde Kirchhoff, ha considerado como una de las últimas elaboraciones de la epopeya— era ya considerado como obra de Homero por Solón, y aun, con toda verosimilitud, antes de su arcontado (594), es decir, en el siglo VII, por lo menos.  Wilamowitz ha debido aceptar, en sus últimos trabajos, que el pro-digioso movimiento espiritual de los siglos VII y VI no ha ejercido influencia alguna sobre la Odisea, lo cual no es fácil explicar ni aun con su indicación de que los últimos poemas rapsódicos son eruditos y alejados de la vida.  De otra parte, el racionalismo ético y reli-gioso, que domina la totalidad de la Odisea en su forma actual, debe ser mucho más antiguo en Jonia, pues al comienzo del siglo VI nace ya la filosofía natural milesia, para la cual no ofrecen un fondo adecuado el estado social y geográfico que se revela en la Odisea.  Me parece indudable que la Odisea, en lo esencial, debió de existir ya en tiempos de Hesíodo. Por otro lado, tengo la persuasión de que los análisis filológicos han realizado descubrimientos fundamen-tales sobre el nacimiento de la gran épica, cuya legitimidad es pre-ciso mantener, aunque la capacidad de nuestra fantasía constructiva y de nuestra lógica crítica no llegue nunca a resolver de un modo (32) completo   el misterio.   El deseo  comprensible de   los  investigadores de querer saber más de lo que realmente podemos saber, ha llevado consigo con frecuencia el descrédito injustificado de la investigación en cuanto tal.   Actualmente, cuando un libro habla todavía, como lo hacemos en éste, de capas más primitivas en la Ilíada, es preciso que ofrezca nuevos fundamentos.   Creo poderlos dar, aunque no en este lugar.  Aunque la Ilíada en su conjunto ofrezca una impresión de ma-yor antigüedad que la Odisea, ello no  supone, necesariamente, que haya nacido en su forma actual, como gran epopeya, en una época muy alejada de la Odisea en su forma definitiva.  La Ilíada, en aque-lla forma, fue naturalmente el gran modelo de toda la  épica poste-rior.   Pero los rasgos de la gran épica se fijan en una época deter-minada y se inscriben más bien en otro material.   Por lo demás, es un prejuicio originario del romanticismo, y de su peculiar concepción de la  poesía  popular,  considerar  a  la   poesía  épica  más primitiva como superior  desde el  punto de vista artístico.   En este prejuicio contra las "redacciones" que aparecen al final de la evolución de la épica y en la subestimación  poética que de ello  resulta, sin  tratar de comprender su sentido artístico, se funda en gran parte la típica desconfianza  del  "hombre de  entendimiento sano" contra la  crítica y el escepticismo que, como siempre, destilan de las contradicciones entre los resultados  de la investigación.   Pero  esta desconfianza no puede tener la última palabra en un problema tan decisivo, en que la ciencia misma es preciso que   revise constantemente sus propios fundamentos, aun cuando nos hallemos tan lejos de nuestro fin como lo estuvo la crítica por largo tiempo.
El más antiguo de ambos poemas nos muestra el absoluto pre-dominio del estado de guerra, tal como debió de ser en el tiempo de las grandes emigraciones de las estirpes griegas. La Ilíada nos habla de un mundo situado en una época en que domina de modo exclusivo el espíritu heroico de la areté y encarna aquel ideal en todos sus héroes. Junta, en una unidad ideal indisoluble, la imagen tradicional de los antiguos héroes, trasmitida por las sagas e incor-porada a los cantos, y las tradiciones vivas de la aristocracia de su tiempo, que conoce ya una vida organizada en la ciudad, como lo demuestran ante todo las pinturas de Héctor y los troyanos. El va-liente es siempre el noble, el hombre de rango. La lucha y la victoria son su más alta distinción y el contenido propio de su vida. La Ilíada describe sobre todo este tipo de existencia. A ello obliga su material. La Odisea halla raras ocasiones de describir la conducta de los héroes en la lucha. Pero si algo resulta definitivamente esta-blecido sobre el origen de la epopeya, es el hecho de que los más antiguos cantos heroicos celebraban las luchas y los hechos de los héroes y que la Ilíada tomó sus materiales de canciones y tradiciones de este género. Ya en su material se halla el sello de su mayor antigüedad. Los héroes de la Ilíada, que se revelan en su gusto por (33) la guerra y en su aspiración al honor como auténticos representan-tes de su clase, son, sin embargo, en el resto de su conducta, ante todo grandes señores con todas sus preeminencias, pero también con todas sus imprescindibles debilidades. No es posible imaginarlos vi-viendo en paz. Pertenecen al campo de batalla. Aparte de ello, los vemos sólo en las pausas de la lucha, en sus comidas, en sus sacrifi-cios o en sus consejos.
La Odisea nos ofrece otra imagen. El motivo del retorno del héroe, el nostos, que se une de un modo tan natural a la guerra de Troya, conduce a la representación intuitiva y a la tierna descrip-ción de su vida en la paz. Estos cantos son en sí mismos antiquísi-mos. Cuando la Odisea pinta la existencia del héroe tras la guerra, sus viajes de aventuras y su vida familiar y casera, con su familia y amigos, toma su inspiración de la vida real de los nobles de su tiempo y la proyecta con ingenua vivacidad a una época más primi-tiva. Así, es nuestra fuente principal para el conocimiento del estado de la antigua cultura aristocrática. Pertenece a los jonios, en cuya tierra surgió, pero podemos considerarla como típica por lo que nos interesa. Se ve claramente que sus descripciones no pertenecen a la tradición de los viejos cantos heroicos, sino que descansan en la ob-servación directa y realista de cosas contemporáneas. El material de estas escenas domésticas no se halla en lo más mínimo en la tradición épica. Ésta se refiere a los héroes mismos y a sus hechos, no a la pacífica descripción de acaecimientos ordinarios. La introducción de estos nuevos elementos no resulta del nuevo material, sino que la elec-ción misma del material resultó del gusto de una edad más contem-plativa y dada al goce pacífico.
El hecho de que la Odisea observe y represente en su conjunto una clase —la de los señores nobles—, con sus palacios y caseríos, representa un progreso en la observación artística de la vida y sus problemas. La épica se convierte en novela. Aunque la imagen del mundo en la Odisea, en su periferia, nos conduzca a la fantasía aventurera de los poetas y a las sagas heroicas y aun al reino de lo fabuloso y maravilloso, su descripción de las relaciones familiares nos acerca tanto más poderosamente a la realidad. Verdad es que no faltan en ella rasgos maravillosos —como la descripción del re-gio esplendor del palacio de Menelao o de la casa de los reyes fea-cios, en contraste con la rústica simplicidad de la casa señorial de Odiseo—, inspirados, evidentemente, en los antiguos recuerdos del fausto y el amor al arte de los grandes señores y los poderosos reinos de la antigüedad micénica, si no en modelos orientales contemporá-neos. Sin embargo, se distingue claramente, por su realismo vital, la imagen de la nobleza que nos da la Odisea de la que nos da la Ilíada. Como hemos dicho, la nobleza de la Ilíada es, en su mayor parte, una imagen ideal de la fantasía, creada con el auxilio de rasgos trasmitidos por la tradición de los antiguos cantos heroicos. Es dominada en su (34) totalidad  por  el  punto de vista que determinó la forma de aquella tradición,  es decir, la admiración  por la sobrehumana areté de los héroes de la Antigüedad.   Sólo unos pocos rasgos realistas y políti-cos, como la escena de Tersites, revelan el tiempo relativamente tar-dío del nacimiento de la Ilíada en su forma actual.   En ella Tersites, el   "atrevido",   adopta   ante  los   nobles   más   preeminentes   un   tono despectivo.   Tersites es la única caricatura realmente maliciosa en la totalidad de la   obra de Homero.    Pero  todo  revela  que  los nobles conservaban  todavía   su sitial  cuando se  inician  estos primeros ata-ques de una nueva edad.   Verdad  es que en la  Odisea faltan seme-jantes rasgos aislados de innovación política.   La comunidad de Itaca se rige, en ausencia del rey, mediante una asamblea del pueblo, di-rigida por los nobles, y la ciudad de los feacios es la fiel pintura de una ciudad jonia bajo el dominio de un rey.   Pero es evidente que la nobleza es para el poeta un problema social y humano  que con-sidera desde una cierta distancia.    Esto le capacita para pintarla como un todo objetivamente, con aquella cálida simpatía por el valor de la conciencia y la educación de los verdaderos nobles  que,  a pesar de la aguda crítica de los malos representantes de la clase, hace su tes-timonio tan indispensable para nosotros.
La nobleza de la  Odisea es   una clase cerrada,   con fuerte con-ciencia de sus privilegios, de su dominio y de sus finas costumbres y modos de vivir.   En lugar de las grandiosas pasiones de las imá-genes sobrehumanas y los trágicos destinos de la Ilíada, hallamos en el nuevo poema un gran número de figuras de un formato más hu-mano.   Tienen todos algo humano y amable;  en sus discursos y ex-periencias domina lo   que la retórica  posterior denomina   ethos.   El trato entre los hombres tiene algo altamente civilizado.   Así lo vemos en la discreta y segura presentación de Nausica ante la sorprendente aparición   de   Odiseo,   desnudo,   náufrago   e   implorando   protección, en  el  comportamiento de Telémaco con   su   huésped  Mentes,  en   el palacio de Néstor y Menelao, en la casa de Alcinoo, en la hospita-laria   acogida al   famoso  extranjero y en  la   indescriptible  y   cortés despedida de Odiseo al separarse  de Alcinoo y su esposa, así como en   el encuentro  del viejo  porquerizo   Eumeo  con   su  antiguo  amo, transformado en mendigo, y en su conducta con Telémaco, el joven hijo  de  su señor.   La auténtica  educación interior   de estas escenas se destaca sobre la corrección de formas que se revela en otras oca-siones y representa una  sociedad en  la cual las maneras  y  la con-ducta distinguidas son tenidas en la más alta estimación.   Incluso las formas  del trato  entre Telémaco  y los altaneros y  violentos preten-dientes son, a pesar del mutuo odio, de una irreprochable educación. Nobles  o vulgares, todos  los miembros   de esta  sociedad  conservan (35) su sello común de decoro en todas las situaciones. La vergonzosa conducta de los pretendientes es constantemente estigmatizada como una ignominia para ellos y para su clase. Nadie puede contemplarla sin indignación y es, a la postre, severamente expiada. Pero al lado de palabras condenatorias para su temeridad y violencia, se habla de los nobles, ilustres, valientes pretendientes. A pesar de todo siguen siendo, para el poeta, señores preeminentes. Su castigo es muy duro porque su ofensa es doblemente grave. Y aun cuando su delito es una negra mancha para el honor de su rango, lo eclipsan la brillante y auténtica distinción de las figuras principales, rodeadas de toda la simpatía imaginable. Los pretendientes no cambian el juicio común favorable a los nobles. El poeta está de corazón con los hombres que representan la elevación de su cultura y costumbres y sigue paso a paso sus huellas. Su continua exaltación de sus cualidades tiene, sin duda alguna, un designio educador. Lo que nos dice de ellos es para él un valor en sí. No es milieu indiferente, sino que constituye una parte esencial de la superioridad de sus héroes. Su forma de vida es inseparable de su conducta y maneras y les otorga una dig-nidad especial que se muestra mediante sus nobles y grandes hechos y por su irreprochable actitud ante la felicidad y la miseria ajenas. Su destino privilegiado se halla en armonía con el orden divino del mundo y los dioses les confieren su protección. Un valor puramente humano irradia constantemente de la nobleza de su vida.
Presuposiciones de la cultura aristocrática son la vida sedentaria, la posesión de bienes y la tradición.  Estas tres características hacen posible la trasmisión de las formas de vida de padres a hijos. A ellas es preciso añadir una "educación" distinguida, una formación consciente de los jóvenes de acuerdo con los imperativos de las cos-tumbres cortesanas. A pesar de que en la Odisea se da un sentido humano respecto a las personas ordinarias y hasta con los mendigos, aun cuando falte la orgullosa y aguda separación entre los nobles y los hombres del pueblo, y existe la patriarcal proximidad entre los señores y los criados, no es posible imaginar una educación y formación consciente fuera de la clase privilegiada. La educación, considerada como la formación de la personalidad humana mediante el consejo constante y la dirección espiritual, es una característica típica de la nobleza de todos los tiempos y pueblos. Sólo esta clase puede aspirar a la formación de la personalidad humana en su tota-lidad; lo cual no puede lograrse sin el cultivo consciente de determi-nadas cualidades fundamentales. No es suficiente el crecimiento, aná-logo al de las plantas, de acuerdo con los usos y costumbres de los antepasados. El rango y el dominio preeminente de los nobles exige la obligación de estructurar sus miembros durante su temprana edad de acuerdo con los ideales válidos dentro de su círculo. Aquí la (36) educación se convierte por primera vez en formación, es decir, en mo-delación del hombre completo de acuerdo con un tipo fijo. La im-portancia de un tipo de esta naturaleza para la formación del hombre estuvo siempre presente en la mente de los griegos. En toda cultura noble juega esta idea un papel decisivo, lo mismo si se trata del kaloj ka)gaqo/j de los griegos, que de la cortesía de la Edad Media caballeresca, que de la fisonomía social del siglo XVIII tal como nos la ofrecen los retratos convencionales de la época.
La más alta medida de todo valor, en la personalidad humana, sigue siendo en la Odisea el ideal heredado de la destreza guerrera. Pero se añade ahora la alta estimación de  las virtudes espirituales y sociales destacadas con predilección en la Odisea.   Su héroe es el hombre al cual nunca falta el consejo inteligente y que encuentra para cada ocasión la palabra adecuada.  Halla su honor en su destreza, con el ingenio de su inteligencia que, en la lucha por la vida y en el retorno  a su casa, ante los enemigos  más poderosos y los peligros que le acechaban, sale siempre triunfante.   Este carácter, no exento de objeciones entre los griegos y especialmente entre las estirpes de la Grecia peninsular, no es la creación individual de un poeta.   Siglos enteros han cooperado a su formación.   De ahí sus frecuentes contra-dicciones.    La figura   del aventurero astuto  y  rico en   recursos  es creación de la época de los viajes marítimos de los jonios.   La ne-cesidad de glorificar su figura heroica lo pone en conexión con el ciclo   de los poemas troyanos y especialmente con aquellos  que se refieren a la destrucción de  Ilion.   Los rasgos más  cortesanos, que la Odisea continuamente admite, dependen del medio social, de deci-siva importancia para el poema que nos ocupa.   Los otros personajes se destacan también menos por sus cualidades heroicas que por sus cualidades humanas.   Lo espiritual es vigorosamente destacado.   Telémaco es, con frecuencia, llamado razonable o inteligente; la mujer de Menelao dice que  a éste no le  falta excelencia alguna ni en el espíritu ni en la figura.   De Nausica se dice que no yerra nunca en la inteligencia de los pensamientos justos.   Penélope habla con pru-dencia e inteligencia.
Es preciso decir aquí algunas palabras sobre la importancia de los elementos femeninos en la vieja cultura aristocrática. La areté propia de la mujer es la hermosura. Esto resulta tan evidente como la valoración del hombre por sus excelencias corporales y espiri-tuales. El culto de la belleza femenina corresponde al tipo de cultura cortesana de todas las edades caballerescas. Pero la mujer no apa-rece sólo como objeto de la solicitud erótica del hombre, como Helena o Penélope, sino también en su constante posición social y jurídica de señora de la casa. Sus virtudes, en este respecto, son el sentido de la modestia y la destreza en el gobierno de la casa. Penélope es muy (37) alabada por su estricta moralidad y sus cualidades caseras. Aun la pura belleza de Helena, que ha traído ya tantas desventuras sobre Troya, basta para que los ancianos de Troya, ante su sola presencia, se desarmen y atribuyan a los dioses todas sus culpas. En la Odisea aparece Helena, vuelta entretanto a Esparta con su primer marido, como el prototipo de gran dama, modelo de distinguida elegancia y de formas sociales y representación soberanas. Lleva la dirección en el trato con el huésped que empieza con la graciosa referencia a su sorprendente parecido familiar aun antes de que el joven Telemaco le haya sido presentado. Esto revela su superior maestría en el arte. La rueca, sin la cual no es posible concebir a la mujer casera, y que sus sirvientas colocan ante ella cuando entra y toma asiento en la sala de los hombres, es de plata y el huso de oro. Ambos son sólo atributos decorativos de la gran dama.
La posición social de la mujer no ha tenido nunca después, entre los griegos, un lugar tan alto como en el periodo de la caballería homérica. areté, la esposa del príncipe feacio, es honrada por la gente como una divinidad. Basta su presencia para acabar sus dispu-tas, y determina las decisiones de su marido mediante su intercesión o su consejo. Cuando Odiseo quiere conseguir la ayuda de los feacios para su retorno a Itaca, por consejo de Nausica, no se dirige primeramente a su padre, el rey, sino que se abraza suplicante a las rodillas de la reina, pues su benevolencia es decisiva para la obten-ción de su súplica. Penélope, desamparada y desvalida, se mueve entre el tropel de los imprudentes pretendientes con una seguridad que revela su convicción de que será tratada con el respeto debido a su persona y a su condición de mujer. La cortesía con que tratan los señores a las mujeres de su condición es producto de una cultura antigua y de una alta educación social. La mujer es atendida y honrada no sólo como un ser útil, como ocurre en el estadio cam-pesino que nos describe Hesíodo, no sólo como madre de los hijos legítimos, como entre la burguesía griega de los tiempos posteriores, sino, sobre todo y principalmente, porque en una estirpe orgullosa de caballeros la mujer puede ser la madre de una generación ilus-tre. Es la mantenedora y custodia de las más altas costumbres y tra-diciones.
Esta su dignidad espiritual influye también en la conducta eró-tica del hombre. En el primer canto de la Odisea, que representa en todo un pensamiento moral más finamente desarrollado que las partes más viejas de la epopeya, hallamos un rasgo de la relación intersexual digno de ser observado. Cuando Euriclea, la vieja sir-vienta de confianza de la casa, ilumina con la antorcha al joven Telémaco en su paso hacia el dormitorio, cuenta el poeta brevemente y en tono épico la historia de su vida. El viejo Laertes la adquirió por un precio excepcionalmente alto cuando era una muchacha joven y bella. La tuvo en su casa durante toda su vida y la honró como (38) a su noble esposa, pero en atención a la suya propia no compartió nunca con ella el lecho.
La Ilíada contiene ideas mucho más naturales. Cuando Agamemnón decide llevar a su tierra a Criseida, caída como botín de guerra, y declara ante la asamblea que la prefiere a Clitemnestra, porque no le es inferior ni en presencia ni en estatura ni en prudencia y lina-je, es posible que ello sea producto del carácter particular de Agamemnón —ya los antiguos comentadores observaron que toda la areté de la mujer es aquí descrita en un solo verso—, pero la imperiosa manera con que procede el hombre, por encima de toda consideración, no es algo aislado en el curso de la Ilíada. Amintor, el padre de Fénix, disputa con su hijo acerca de su amante, por la cual aban-dona a su esposa, y el hijo, incitado por su propia madre, corteja a aquélla y se la sustrae. No se trata de costumbres de guerreros embrutecidos. Ello ocurre en tiempo de paz.
Frente a ello, las ideas de la Odisea se hallan siempre en un plano más alto. La más alta ternura e íntimo refinamiento de los senti-mientos de un hombre que el destino pone ante una mujer, se ma-nifiesta en el maravilloso diálogo de Odiseo y Nausica, del hombre lleno de experiencia con la muchacha joven e ingenua. Aquí se des-cribe la cultura interior por su valor propio, así como en la cuidadosa descripción que hace el poeta de los jardines reales o de la arqui-tectura de la casa de Alcinoo o en la complacencia con que se detiene en el raro y melancólico paisaje de la apartada isla de la ninfa Ca-lipso. Esta íntima y profunda civilización es producto del influjo educador de la mujer en una sociedad rudamente masculina, violenta y guerrera. En la más alta, íntima y personal relación del héroe con su diosa Palas Atenea que le guía en sus caminos y nunca le aban-dona, halla su más hermosa expresión el poder espiritual de inspira-ción y guía de la mujer.
Por lo demás, no debemos limitarnos a sacar conclusiones sobre el estado de la cultura y la educación en aquellas capas sociales sobre la base de descripciones ocasionales de la épica; el cuadro que esbozan los poemas homéricos de la cultura de los nobles com-prende también vivaces descripciones de la educación usual en aque-llos círculos. Es preciso tomar para esto las partes más recientes de la Ilíada conjuntamente con la Odisea. Así como el interés por lo ético se acentúa fuertemente en las últimas partes de la epopeya, también se limita el interés consciente por los problemas de la edu-cación en las partes más recientes. En este respecto nuestra fuente principal es, al lado de la "Telemaquia", el noveno canto de la Ilíada. La idea de colocar la figura del anciano Fénix, como educador y maestro, al lado de la figura del joven héroe Aquiles, ofrece una de las más hermosas escenas del poema, aun cuando la invención en sí tiene indudablemente un origen secundario. Resulta, en efecto, difícil representarse a los héroes de la Ilíada de otro modo que en (39) el campo de batalla y en su figura madura y acabada. Pocos lectores de la Ilíada se formularán la pregunta de cómo aquellos héroes cre-cieron y se desarrollaron y por qué caminos los habrá conducido la sabiduría de sus mayores y maestros desde los días de su infancia hasta el término de su madurez heroica. Las primitivas sagas perma-necieron completamente alejadas de este punto de vista. Pero con el inagotable interés por los árboles genealógicos de los héroes, del cual surgió un nuevo género de poesía épica, se reveló el influjo de las concepciones feudales en la inclinación a ofrecer historias detalladas de la juventud de los héroes y a ocuparse de su educación y de sus maestros.
El maestro por excelencia de los héroes es, en aquel tiempo, el prudente centauro Quirón, que vivía en los desfiladeros selváticos y frondosos de las montañas de Pelión en Tesalia. Dice la tradición que una larga serie de famosos héroes fueron sus discípulos, y que Peleo, abandonado por Tetis, le confió la custodia de su hijo Aqui-les. En los tiempos primitivos su nombre fue unido a un poema didáctico de estilo épico (Xi/rwnoj u(poqh~kai) que contenía la sabidu-ría pedagógica en una serie de sentencias en verso, probablemente derivadas, en su contenido, de las tradiciones aristocráticas. Sus doc-trinas se dirigían, al parecer, a Aquiles. Debió de contener ya mucha filosofía popular cuando la Antigüedad atribuyó el poema a Hesíodo. El par de versos, que se ha conservado no permite, por desgracia, ningún juicio seguro sobre él. Pero el hecho de que Píndaro,  haga referencias a él, dice mucho sobre su relación con la ética aristocrá-tica. El mismo Píndaro, que representa una concepción nueva y más profunda de la relación de la educación con las disposiciones natu-rales del hombre y que concede escasa importancia a la pura ense-ñanza en la formación de la areté heroica, debe confesar repetida-mente, por su piadosa fe en la tradición de las sagas, que los más grandes hombres de la Antigüedad debieron recibir la enseñanza de sus mayores impregnados del amor al heroísmo. A veces lo concede simplemente, a veces se resiste a reconocerlo; en todo caso ha hallado su conocimiento en una tradición firmemente establecida y evidente-mente más antigua que la Ilíada. Aunque el poeta del canto noveno pone a Fénix, en lugar de Quirón, como educador de Aquiles, en otro pasaje de la Ilíada, Patroclo es invitado a proporcionar a un guerrero herido un remedio que ha aprendido de Aquiles y que éste aprendió algún día de Quirón, el más justo de los centauros.  Ver-dad es que la enseñanza se limita aquí a la medicina —Quirón fue también, como es sabido, el maestro de Asclepio. Pero Píndaro lo menciona también como educador de Aquiles en la caza y en las altas artes caballerescas y es evidente que ésta fue la concepción originaria. El poeta de la "Embajada a Aquiles" no pudo utilizar (40) al tosco centauro como mediador, al lado de Áyax y Odiseo, pues sólo podía parecer como educador de un héroe, un héroe caballeresco. El cambio debió de fundarse en la experiencia de la vida del poeta, pues no se separaría sin necesidad de la tradición de las sagas. Como sustituto de Quirón se escogió a Fénix, que era vasallo de Peleo y príncipe de los dolopeos.
La crítica ha formulado serias dudas sobre la originalidad del discurso de Fénix en la embajada y, en general, sobre la figura de éste, que no aparece en ningún otro lugar de la Ilíada. Y existen, en efecto, huellas indubitables que demuestran que debe de haber existido una forma más primitiva de la escena en la cual Odiseo y Áyax fueron los dos únicos mensajeros enviados por el ejército de Aquiles. Pero no es posible intentar reconstruir aquella forma me-diante la simple supresión de la gran amonestación de Fénix, como lo hacen siempre tales restauraciones aun donde, como aquí, son tan obvias. En la forma actual del poema la figura del educador se halla en íntima conexión con los otros dos mensajeros. Como hemos indicado,  en su ideal educador, Áyax personifica la acción, Odiseo la palabra. Sólo se unen ambas en Aquiles, que realiza en sí la verdadera armonía del más alto vigor espiritual y activo. Quien to-cara el discurso de Fénix no podría detenerse ante los discursos de los otros dos y destruiría la estructura artística total del canto.
Pero no sólo a esta consecuencia conduce la crítica ad absurdum, sino que el supuesto motivo por el cual se admite la inclusión del discurso de Fénix descansa en el completo desconocimiento del desig-nio poético del conjunto.   El discurso del anciano es, en efecto, extra-ordinariamente largo, comprende  más de cien versos  y culmina en la narración de la cólera de Meleagro que, para el lector superficial, parece   bastarse a sí   misma.   Se pudo creer que el poeta   sacó el motivo de la cólera de Aquiles de un poema más antiguo sobre la có-lera de Meleagro y que  quiso aquí   citar su fuente,  haciendo una alusión literaria a la manera helenística y dar una especie de resu-men de aquel  poema.   Lo mismo si existía, en el tiempo del  naci-miento de este canto, una elaboración poética de la saga de Meleagro que si la recibió el poeta de una tradición oral, el discurso de Fénix es el modelo de una protréptica locución del educador a su discípulo y la larga y lenta narración de la cólera de Meleagro y de sus funes-tas consecuencias  es un paradigma mítico, como otros muchos que se hallan en los discursos de la Ilíada y de la Odisea.   El empleo de los paradigmas o ejemplos es típico en todas las formas y variedades de discursos didácticos.    Nadie con mejores títulos que el anciano educador, cuya fidelidad y afecto a Aquiles ninguno podía descono-cer, para  aducir  el ejemplo  admonitor  de   Meleagro.   Fénix  podía pronunciar verdades que Odiseo no hubiera podido decir.   En su boca, (41) este intento extremo de doblegar la inquebrantable voluntad del héroe y de traerlo a razón, adquiere su más grave e íntimo vigor: deja aparecer, en el caso de su fracaso, la trágica culminación de la acción como consecuencia de la inflexible negativa de Aquiles.
En parte alguna de la Ilíada es Homero, en tan alta medida, el maestro y guía de la tragedia, como lo denominó Platón. Así lo sin-tieron ya los antiguos. La estructura de la Ilíada toma, así, un matiz ético y educador y la forma del ejemplo pone de relieve el aspecto fundamental del caso: la acción constructiva de la némesis  sobre la conciencia. Todo lector siente y comparte íntimamente, en toda su gravedad, la definitiva decisión del héroe, de la cual depende el des-tino de los griegos, el de su mejor amigo Patroclo y, en último tér-mino, su propio destino. El acaecimiento se convierte necesariamente en un problema general. En el ejemplo de Meleagro se adivina la importancia decisiva del pensamiento religioso de até para el poeta de la Ilíada, tal como se nos ofrece actualmente. Con la alegoría moral de las litai, las suplicantes, y del endurecimiento del corazón humano, resplandece este pensamiento como un rayo impío y amena-zador en una nube tenebrosa.
La idea en su totalidad es de la mayor importancia para la his-toria de la educación griega. Nos permite descubrir, de una vez, lo característico de la antigua educación aristocrática. Peleo entrega a su hijo Aquiles, que carece de toda experiencia en el arte de la palabra y en la conducta guerrera, a su leal vasallo y se lo da como compañero en el campo y en la corte real y éste imprime en su conciencia un alto ideal de conducta humana trasmitido por la tra-dición. Tal función recae sobre Fénix por sus largos años de con-ducta fiel para con Aquiles. No es sino la prosecución de una amis-tad paternal lo que unió al anciano con el héroe desde su más tierna infancia. Con conmovedoras palabras le recuerda los tiempos de la niñez, cuando a las horas de las comidas le tenía en sus rodillas y él no quería estar con nadie más, cómo le preparaba y le cortaba la comida y le daba a beber de su propio vino y cómo, con fre-cuencia, devolvía el vino y le mojaba el frente del vestido. Fénix estuvo con él y lo consideró como su hijo cuando le fueron rehu-sados los hijos por el trágico juramento de su padre Amintor. Así pudo esperar en su edad avanzada hallar su protector en el joven héroe. Pero, además de esta función de ayo y de amigo paternal, es Fénix el guía de Aquiles en el sentido más profundo de la educación ética. La tradición de las antiguas sagas nos ofrece ejemplos vivos de esta educación, no sólo ejemplares de sobrehumano vigor y esfuer-zo, sino también hombres en cuya sangre fluye la corriente viva de la experiencia cada vez más profunda de una antigua dignidad cada día renovada.
(42) El poeta es evidentemente un admirador de la alta educación que halla su pintura en la figura de Fénix; pero, al mismo tiempo, encuen-tra  el destino de Aquiles, que ha sido  formado de acuerdo  con el más  alto modelo  de  la virtud humana, un grave problema.    Contra la poderosa fuerza irracional del hado ciego, de la diosa Até, todo el arte de la educación humana, todo consejo razonable, resulta impo-tente.   Pero el poeta encarna también, en fuerzas divinas que se ocu-pan amistosamente de los hombres, los ruegos  y  argumentos   de la razón.    Verdad es que son siempre lentas  y tardías tras los ligeros pies de Até, pero reparan siempre, al fin, los daños que ha causado. Es preciso honrarlas, como hijas de Zeus, cuando se acercan, y oírlas, porque ayudan amistosamente a los hombres.   Quien  las   rechaza   y obstinadamente las resiste, cae en manos de Até y expía su culpa con los males que le inflige.   Esta vivida y concreta representación reli-giosa,   todavía  exenta   de   toda  abstracción   relativa  a  los  demonios buenos y malos y a su lucha desigual para llegar a la conquista del corazón humano, expresa el íntimo conflicto entre las pasiones ciegas y la más  clara  intelección,  considerado como el auténtico problema de toda educación en el más profundo sentido de la palabra.   No hay que  relacionar  esto  en modo  alguno  con   el   concepto   moderno  de decisión libre, ni con la idea, correlativa, de culpa.   La antigua con-cepción es mucho más amplia y, por lo mismo, más trágica.   El pro-blema de la imputación no es aquí decisivo, como lo será en el co-mienzo de la Odisea.    Pero la ingenua alegría de la educación de la antigua nobleza empieza aquí, en los más viejos y bellos documen-tos, a tomar conciencia de los problemas relativos a los límites de toda educación humana.
La contrafigura del rebelde Pelida se halla en Telémaco, de cuya educación nos da cuenta el poeta en el primer libro de la Odisea. Mientras que Aquiles lanza al viento las doctrinas de Fénix y se pre-cipita a la perdición, Telémaco presta atención a las advertencias de la diosa, encubierta en la figura del amigo y huésped de su padre, Mentes. Pero las palabras de Mentes le dicen lo mismo que le ad-vierten las voces de su propio corazón. Telémaco es el prototipo del joven dócil, al cual el consejo de un amigo experimentado, gozosa-mente aceptado, conduce a la acción y a la gloria. En los siguien-tes cantos, Atenea, de la cual procede siempre —en el sentir de Homero— la inspiración divina para las acciones afortunadas, aparece a su vez en la figura de otro amigo, Mentor, y acompaña a Telémaco en su viaje a Pilos y Esparta. Esta invención procede, evidentemente, de la costumbre según la cual los jóvenes de la nobleza preeminente iban acompañados en sus viajes de un ayo o mayordomo. Mentor si-gue con ojo vigilante todos los pasos de su protegido y le ayuda, en todo momento, con sus consejos y sus advertencias. Le instruye sobre (43) las formas de una conducta social adecuada siempre que se siente íntimamente inseguro en situaciones nuevas y difíciles. Le enseña cómo debe dirigirse a los preeminentes y ancianos señores Néstor y Menelao y cómo debe formularles su ruego para estar seguro del éxito. La bella relación de Telémaco con Mentor, cuyo nombre ha servido desde el Telémaco de Fénelon para designar al viejo amigo protector, maes-tro y guía, se funda en el desarrollo del motivo pedagógico  que domina toda la "Telemaquia" y que todavía ahora hemos de conside-rar con la mayor atención. Parece claro que no era sólo la intención del poeta mostrarnos unas cuantas escenas de los medios cortesanos. El alma de esta encantadora narración humana es el problema, que con clara conciencia plantea el poeta, de convertir al hijo de Odiseo en un hombre superior, apto para realizar acciones juiciosas y coro-nadas por el éxito. Nadie puede leer el poema sin tener la impresión de un propósito pedagógico deliberado y consciente, aunque muchas partes no muestren traza alguna de él. Esta impresión deriva del he-cho de que, paralelamente a la acción exterior de Telémaco, se des-arrolla el aspecto universal y aun prototípico de los sucesos íntimos y espirituales que constituyen su propio y auténtico fin.
Un problema decisivo se suscita al análisis crítico del nacimiento de la Odisea. ¿Fue la "Telemaquia" un poema originariamente inde-pendiente o se halló, desde un principio, incluido en la epopeya tal como lo hallamos hoy? Incluso si alguna vez ha habido un poema consagrado a Telémaco, sólo es posible llegar a la plena comprensión de esta parte de la Odisea a la luz de los intereses de una época que pudiera sentir como actual la situación de aquel joven y compartir con vigor sus problemas pedagógicos, constituida de tal modo que pudiera dar libre curso a la elaboración de aquellas ideas. De otra parte, el nacimiento de Telémaco, la situación de su patria y los nom-bres de sus padres no ofrecían un núcleo suficiente de hechos con-cretos a la fantasía creadora. Pero el motivo tiene su propia lógica y el poeta lo desarrolla de acuerdo con ella. En el conjunto de la Odisea constituye una bella invención compuesta de dos partes sepa-radas: Odiseo, alejado y retenido en la isla de la amorosa ninfa, rodeada por el mar, y su hijo inactivo, esperándole en el hogar aban-donado. Ambos se ponen al mismo tiempo en movimiento para reunirse al fin y asistir al retorno del héroe. El medio que pinta el poeta es la sede del noble caballero. Al comienzo, Telémaco es un joven desamparado ante la inclemencia de los pretendientes de su madre. Contempla resignado la conducta insolente de éstos sin la ener-gía necesaria para tomar una decisión que acabe con ella. Suave, dócil e inhábil, no es capaz de desmentir su ingénita distinción ante los verdugos de su casa, ni mucho menos de mantener enérgicamente sus derechos. Este joven pasivo, amable, sensible, doliente y sin (44) esperanza, hubiera sido un aliado inútil para la lucha ruda y decisiva y para la venganza de Odiseo, a su retorno al hogar, y éste hubiera debido oponerse a los pretendientes sin ayuda alguna. Atenea lo con-vierte en el compañero de lucha, valeroso, decidido y osado.
Contra la afirmación de una consciente formación pedagógica de la figura de Telémaco, en los cuatro primeros cantos de la Odisea, se ha objetado que la poesía griega no ofrece representación alguna del desarrollo de un carácter.    Ciertamente no es la Odisea una no-vela pedagógica  moderna, y el cambio  en el  carácter de  Telémaco no puede ser  considerado como un desarrollo en el sentido actual. En aquel tiempo sólo podía ser explicado como  obra de la inspira-ción divina.   Pero la inspiración no ocurre, como es frecuente en la epopeya, de un modo puramente mecánico, mediante el mandato  de un dios o simplemente en sueños.   No actúa como un influjo mágico, sino como instrumento  natural  de la  gracia divina,   que ejerce un influjo consciente sobre la voluntad y el intelecto del joven, destina-do, en el futuro, a una misión heroica.   No se necesita más que un impulso exterior para suscitar en Telémaco la íntima y necesaria dis-posición hacia la iniciativa y la acción.  La acción conjunta de distin-tos factores, el íntimo impulso que no halla por sí mismo el camino de la acción, ni se pone por sí mismo en movimiento, el buen na-tural de Telémaco, la ayuda y el favor divinos y el momento decisivo de la resolución, se destacan y matizan con la mayor finura.   Todo ello  revela  la profunda inteligencia del poeta del problema que se ha planteado.   La técnica épica le  permite reunir en la  unidad  de una sola acción la intervención divina y el influjo natural educador, haciendo que Atenea hable a Telémaco en la figura del viejo amigo y huésped, Mentes.   Este procedimiento acerca la invención al senti-miento natural humano, de tal modo que todavía hoy se nos aparece en su íntima verosimilitud.   Nos parece natural la acción liberadora de las fuerzas juveniles realizada por todo acto verdaderamente educa-dor y la conversión de la sorda sujeción en actividad libre y gozosa. Todo ello es un ímpetu divino, un  milagro natural.   Así como Homero considera el fracaso del educador, en su última y más difícil tarea de doblegar la orientación que el destino ha impuesto a Aquiles, como  una acción adversa de los demonios, reconoce y venera pia-dosamente, en la transformación de Telémaco de un joven indeciso en un verdadero héroe, la obra de una charis, de la gracia divina. La conciencia y la acción educadora de los griegos en sus más altos momentos es plenamente consciente de este elemento imponderable.  Lo  (45) hallaremos de nuevo, de la manera más clara, en los dos grandes aris-tócratas Píndaro y Platón.
La misma Atenea señala el discurso que, en la figura de Mentes, dirige a Telémaco, en el canto primero de la Odisea, como una amo-nestación educadora.  Deja madurar en Telémaco la resolución de tomar la justicia por su mano, de enfrentarse abiertamente con los pretendientes y hacerlos responsables de su conducta ante la publici-dad del agora y de pedir ayuda para su plan de averiguar el paradero de su perdido padre. Fracasado su intento ante la asamblea, decide, por un súbito cambio, lleno de consecuencias, abordar el problema con sus propias manos y emprender secretamente el peligroso viaje, por cuyas experiencias llegará a ser un hombre. En esta Telemachou paideia no falta ningún rasgo esencial: ni los consejos de un viejo amigo experimentado; ni el influjo delicado y sensible de la madre temerosa y llena de cuidado por su único hijo y a la cual no será conveniente consultar en el momento decisivo, porque no sería capaz de comprender la súbita elevación de su hijo, largo tiempo mimado, sino más bien de frenarlo con sus temores; ni la imagen ejemplar de su padre perdido, que actúa como un factor capital; ni el viaje al extranjero, a través de cortes amigas, donde entabla conocimiento con nuevos hombres y nuevas relaciones; ni el consejo alentador y la benévola confianza de hombres importantes que le prestan su ayuda y entre los cuales halla nuevos amigos y bienhechores; ni la pruden-cia protectora, en fin, de una fuerza divina que le allana el camino, le tiende benignamente la mano y no permite que perezca en el pe-ligro. Con la más cálida simpatía pinta el poeta su íntima confusión cuando en una pequeña isla, Telémaco, educado en la simplicidad de la nobleza rural, entra por primera vez en el gran mundo, para él desconocido, y es huésped de grandes señores. Y en el interés que todos toman por él, dondequiera que vaya, se muestra que, aun en las más difíciles e insospechadas situaciones, no abandonan al inex-perto joven los beneficios de sus buenas costumbres y de su educación y que el nombre de su padre le allana el camino.
En un punto es preciso insistir, porque es de la mayor importan-cia para la comprensión de la estructura espiritual del ideal peda-gógico de la nobleza. Se trata de la significación pedagógica del ejemplo. En los tiempos primitivos, cuando no existe una recopilación de leyes ni un pensamiento ético sistematizado, aparte unos pocos preceptos religiosos y la sabiduría proverbial, trasmitida oralmente de generación en generación, nada tan eficaz, para guía de la propia acción, como el ejemplo y el modelo. Al lado del influjo inmediato del contorno y especialmente de la casa paterna, que se muestra tan poderoso en la Odisea en las dos figuras de Telémaco y de Nausica, se halla la enorme riqueza de ejemplos famosos trasmitidos por la tradición (46) de las sagas.   Les corresponde acaso, en la estructura  social del mundo arcaico, un lugar análogo al que tiene entre nosotros la historia,   incluyendo   la  historia   bíblica.    Las  sagas   contienen   todo el tesoro de bienes espirituales que constituyen la herencia y el ali-mento  de   toda  nueva  generación.    El   educador   de   Aquiles,  en   la Ilíada,   evoca en su  gran  amonestación  el   ejemplo   aleccionador de la cólera de Meleagro.   Del mismo modo, no falta en la  educación de Telémaco el ejemplo alentador adecuado al caso.   El modelo es, en este caso, Orestes, que venga a   su padre en  Egisto  y  Clitemnestra. Se trataba también, en este caso, de un episodio de la gran tragedia, rica en ejemplos particulares, del retorno del héroe.   Agamemnón fue muerto inmediatamente después de su retorno de Troya.   Odiseo per-maneció veinte años alejado de  su hogar.   Esta distancia de tiempo fue suficiente al poeta para poder situar el acto de Orestes y su per-manencia en Fócida antes del comienzo de la acción de la Odisea.   El hecho era reciente, pero la fama  de Orestes se había extendido ya por toda la tierra y Atenea lo refiere a Telémaco con palabras encen-didas.   Así como, en general, los  ejemplos  de las  sagas ganan en autoridad con su antigüedad venerable —Fénix,   en su discurso   a Aquiles, evoca la autoridad de los tiempos antiguos y de sus héroes— en el caso de Orestes y Telémaco, por el contrario, lo impresionante del ejemplo consiste en la semejanza de ambas situaciones tan próxi-mas en el tiempo.
El poeta concede evidentemente la mayor importancia  al motivo del ejemplo.   "No debes vivir ya como un niño, dice Atenea a Telé-maco, tienes demasiada edad para ello.   ¿No has oído el alto honor que ha merecido Orestes, en el mundo entero, por el hecho de haber matado al pérfido asesino  Egisto, que mató  a su padre?   También tú, amigo mío —veo que eres  bello y  gallardo—, tienes  la fuerza suficiente para  que  un  día  las   nuevas  generaciones  te   ensalcen."  Sin el ejemplo carecería la enseñanza de Atenea de la fuerza de con-vicción que descansa  en él.   Y  en el  difícil caso del empleo de la fuerza, la  evocación de un modelo   ilustre es  doblemente necesaria para impresionar al tierno joven.   Ya en la Asamblea de los dioses, hace explicar el poeta a Zeus mismo el problema de la recompensa moral, tomando  como ejemplo a Egisto y Orestes.    Así evita toda posibilidad de escrúpulo moral aun para la conciencia más sensible, cuando posteriormente se refiere  Atenea al mismo caso.   La  impor-tancia capital del ejemplo aparece de nuevo en el curso ulterior de la acción.   Así, en el discurso de Néstor a Telémaco,  donde el vene-rable anciano interrumpe su  narración, relativa  al destino de  Aga-memnón y su casa, para proponer a Orestes, como modelo, a Telé-maco;   y   éste  le   contesta  exclamando:   "Con   razón  tomó   Orestes venganza y los  aqueos esparcirán su gloria por  el  mundo  entero y (47) será cantada por las futuras generaciones. ¡ Cuándo los dioses me otorgarán la fuerza necesaria para tomar venganza de los pretendien-tes por sus vergonzosas transgresiones!" El mismo ejemplo se repite al final de la narración de Néstor.  Y al final de cada una de las dos partes principales de su largo discurso, lo refiere, de un modo expreso y con marcado acento, al caso de Telémaco.
Esta repetición es naturalmente intencionada. La evocación del ejemplo de los famosos héroes y de los sagas forma, para el poeta, parte constitutiva de toda ética y educación aristocráticas. Habremos de insistir en el valor de este hecho para el conocimiento esencial de los poemas épicos y de su raíz en la estructura de la sociedad ar-caica. Pero aun para los griegos de los siglos posteriores, tienen los paradigmas su significación, como categoría fundamental de la vida y del pensamiento.  Basta recordar el uso de los ejemplos mí-ticos en Píndaro, elemento esencial de sus cantos triunfales. Sería erróneo interpretar ese uso, que se extiende a la totalidad de la poesía griega y a una parte de su prosa, como un simple recurso estilístico.  Se halla en íntima conexión con la esencia de la ética aristocrática, y originariamente conservaba, aun en la poesía, su significación pe-dagógica. En Píndaro, aparece con constancia el verdadero sentido de los paradigmas míticos. Y si se considera que, en último término, la estructura íntima del pensamiento de Platón es, en su totalidad, paradigmática y que caracteriza a sus ideas como "paradigmas fun-dados en lo que es", resultará perfectamente claro el origen de esta forma de pensamiento. Se verá también que la idea filosófica de "bien", o más estrictamente del a)gaqo/n, este "modelo" de validez universal, procede directamente de la idea de modelo de la ética de la areté, propia de la antigua nobleza. El desarrollo de las for-mas espirituales de la educación noble, reflejada en Homero, hasta la filosofía de Platón, a través de Píndaro, es absolutamente orgánica, permanente y necesaria. No es una "evolución" en el sentido semi-naturalista que acostumbra emplear la investigación histórica, sino un desarrollo esencial de una forma originaria del espíritu griego, que permanece idéntico a sí mismo, en su estructura fundamental, a través de todas las fases de su historia.

Fuente:

WERNER   JAEGER

Paideia: 
los ideales de la cultura griega
ΛΙΜΗΝ ΠΕΦYΚΕ ΠΑΣΙ ΠΑΙΔΕΙΑ ΒΡΟΤΟΙΣ

LIBRO PRIMERO

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA MÉXICO


viernes, 15 de febrero de 2013

MARCO AURELIO: MEDITACIONES.



BIBLIOTECA CLASICA CREDOS, 5
MARCO AURELIO
MEDITACIONES
INTRODUCCIÓN DE
CARLOS GARCÍA GUAL
TRADUCCIÓN Y NOTAS DE
RAMÓN BACH PELLICER
EDITORIAL CREDOS
Asesor para la sección griega: CARLOS GARCÍA GUAL.
Según las normas de la B. C. G., la traducción de este volumen ha sido
revisada por CARLOS GARCÍA GUAL.
EDITORIAL GREDOS, S. A.
Sánchez Pacheco, 85, Madrid, 1977.
www.editorialgredos.com
PRIMI-RA LDICIÓN, 1977.
S."* RI;IMPRI:SIÓN.



LIBRO II
1. Al despuntar la aurora, hazte estas consideraciones
previas: me encontraré con un indiscreto, un ingrato, un
insolente, un mentiroso, un envidioso, un insociable. Todo
eso les acontece por ignorancia de los bienes y de los males.
Pero yo, que he observado que la naturaleza del bien
es lo bello, y que la del mal es lo vergonzoso, y que la
naturaleza del pecador mismo es pariente de la mía, porque
participa, no de la misma sangre o de la misma semilla,
sino de la inteligencia y de una porción de la divinidad,
no puedo recibir daño de ninguno de ellos, pues
ninguno me cubrirá de vergüenza; ni puedo enfadarme con
mi pariente ni odiarle. Pues hemos nacido para colaborar,
al igual que los pies, las manos, los páφados, las hileras
de dientes, superiores e inferiores. Obrar, pues, como adversarios
los unos de los otros es contrario a la naturaleza.
Y es actuar como adversario el hecho de manifestar indignación
y repulsa.

2. Esto es todo lo que soy: un poco de carne, un breve
hálito vital, y el guía interior. ¡Deja los libros! No te dejes
distraer más; no te está permitido. Sino que, en la idea de
que eres ya un moribundo, desprecia la carne: sangre y
6 0 Mlii:)ITACI()NliS
polvo, huesecillos, fino tejido de nervios, de diminutas
venas y arterias. Mira también en qué consiste el hálito
vital: viento, y no siempre el mismo, pues en todo momento
se vomita y de nuevo se succiona. En tercer lugar,
pues, te queda el guía interior. Reflexiona así: eres viejo;
no consientas por más tiempo que éste sea esclavo, ni que
siga aún zarandeado como marioneta por instintos egoístas,
ni que se enoje todavía con el destino presente o recele
del futuro.

3. Las obras de los dioses están llenas de providencia,
las de la Fortuna no están separadas de la naturaleza o de la
trama y entrelazamiento de las cosas gobernadas por la Providencia.
De allí fluye todo. Se añade lo necesario y lo conveniente
para el conjunto del universo, del que formas parte.
Para cualquier parte de naturaleza es bueno aquello que colabora
con la naturaleza del conjunto y lo que es capaz de
preservarla. Y conservan el mundo tanto las transformaciones
de los elementos simples como las de los compuestos.
Sean suficientes para ti estas reflexiones, si son principios
básicos. Aparta tu sed de libros, para no morir gruñendo, sino
verdaderamente resignado y agradecido de corazón a los
dioses.

4. Recuerda cuánto tiempo hace que difieres eso y
cuántas veces has recibido avisos previos de los dioses
sin aprovecharlos. Preciso es que a partir de este momento
te des cuenta de qué mundo eres parte y de qué
gobernante del mundo procedes como emanación, y comprenderás
que tu vida está circunscrita a un período de
tiempo limitado. Caso de que no aproveches esta oportunidad
para serenarte, pasará, y tú también pasarás, y ya
no habrá otra.
LIBRO II 61

5. A todas horas, preocúpate resueltamente, como romano
y varón, de hacer lo que tienes entre manos con puntual
y no fingida gravedad, con amor, libertad y justicia, y
procúrate tiempo libre para liberarte de todas las demás distracciones.
Y conseguirás tu propósito, si ejecutas cada acción
como si se tratara de la última de tu vida, desprovista
de toda irreflexión, de toda aversión apasionada que te alejara
del dominio de la razón, de toda hipocresía, egoísmo y
despecho en lo relacionado con el destino. Estás viendo cómo
son pocos los principios que hay que dominar para vivir
una vida de curso favorable y de respeto a los dioses. Porque
los dioses nada más reclamarán a quien observa estos
preceptos.

6. ¡Te afrentas, te a f r e n t a s a l m a mía! Y ya no tendrás
ocasión de h o n r a r t e ¡ B r e v e es la vida para cada uno! Tú,
prácticamente, la has consumido sin respetar el alma que te
pertenece, y, sin embargo, haces depender tu buena fortuna
del alma de otros.

7. No te arrastren los accidentes exteriores; procúrate
tiempo libre para aprender algo bueno y cesa ya de girar
como un trompo. En adelante, debes precaverte también de
otra desviación. Porque deliran también, en medio de tantas
ocupaciones, los que están cansados de vivir y no tienen
blanco hacia el que dirijan todo impulso y, en suma, su imaginación.
^^ Aceptamos, siguiendo a Farquharson, la corrección de Gataker. A.
I. Trannoy prefiere la inteφretación de M. Puech, y traduce por imperativo
las dos formas verbales yuxtapuestas que inician el párrafo.
La traducción se basa en un texto en parte conjetural. Según otra
posible versión: «¡Bien, cada uno tiene su vida!»
6 2 MliDITACIONlLS

8. No es fácil ver a un hombre desdichado por no haberse
detenido a pensar qué ocurre en el alma de otro. Pero
quienes no siguen con atención los movimientos de su propia
alma, fuerza es que sean desdichados.

9. Es preciso tener siempre presente esto: cuál es la naturaleza
del conjunto y cuál es la mía, y cómo se comporta
ésta respecto a aquélla y qué parte, de qué conjunto es; tener
presente también que nadie te impide obrar siempre y decir
lo que es consecuente con la naturaleza, de la cual eres
parte.

10. Desde una perspectiva filosófica afirma Teofrasto^^
en su comparación de las faltas, como podría compararlas
un hombre según el sentido común, que las faltas cometidas
por concupiscencia son más graves que las cometidas por
ira. Porque el hombre que monta en cólera parece desviarse
de la razón con cierta pena y congoja interior; mientras que
la persona que yerra por concupiscencia, derrotado por el
placer, se muestra más flojo y afeminado en sus faltas. Con
razón, pues, y de manera digna de un filósofo, dijo que el
que peca con placer merece mayor reprobación que el que
peca con dolor. En suma, el primero se parece más a un
hombre que ha sido víctima de una injusticia previa y que se
ha visto forzado a montar en cólera por dolor; el segundo
se ha lanzado a la injusticia por sí mismo, movido a actuar
por concupiscencia.
^^ Teofrasto, discípulo de Platón y Aristóteles. Éste le nombró su sucesor
en la jefatura del Liceo y tutor de su hijo Nicómaco. Escritor fecundo,
y científico. Autor de los Caracteres, tratado en el que caricaturiza a
treinta tipos, poniendo de manifiesto su agudo sentido de observación
con su punzante ironía.
LIBRO II 63

11. En la convicción de que puedes salir ya de la vida,
haz, di y piensa todas y cada una de las cosas en consonancia
con esta idea. Pues alejarse de los hombres, si existen
dioses, en absoluto es temible, porque éstos no podrían sumirte
en el mal. Mas, si en verdad no existen, o no les importan
los asuntos humanos, ¿a qué vivir en un mundo vacío
de dioses o vacío de providencia? Pero si existen, y les importan
las cosas humanas, y han puesto todos los medios a
su alcance para que el hombre no sucumba a los verdaderos
males. Y si algún mal quedara, también esto lo habrían previsto,
a fin de que contara el hombre con todos los medios
para evitar caer en él. Pero lo que no hace peor a un hombre,
¿cómo eso podría hacer peor su vida? Ni por ignorancia
ni conscientemente, sino por ser incapaz de prevenir o corregir
estos defectos, la naturaleza del conjunto lo habría consentido.
Y tampoco por incapacidad o inhabilidad habría
cometido un error de tales dimensiones como para que les
tocaran a los buenos y a los malos indistintamente, bienes y
males a partes iguales. Sin embargo, muerte y vida, gloria e
infamia, dolor y placer, riqueza y penuria, todo eso acontece
indistintamente al hombre bueno y al malo, pues no es ni
bello ni feo. Porque, efectivamente, no son bienes ni males.

12. ¡Cómo en un instante desaparece todo: en el mundo,
los cueφos mismos, y en el tiempo, su memoria! ¡Cómo es
todo lo sensible, y especialmente lo que nos seduce por placer
o nos asusta por dolor o lo que nos hace gritar por orgullo;
cómo todo es vil, despreciable, sucio, fácilmente destructible
y cadáver! ¡Eso debe considerar la facultad de la
inteligencia! ¿Qué son esos, cuyas opiniones y palabras
procuran buena fama^^...? ¿Qué es la muerte? Porque si se
^^ [y deshonor] según suple Farquharson.
6 4 MliDITACIONlLS
la mira a ella exclusivamente y se abstraen, por división de
su concepto, los fantasmas que la recubren, ya no sugerirá
otra cosa sino que es obra de la naturaleza. Y si alguien teme
la acción de la naturaleza, es un chiquillo. Pero no sólo
es la muerte acción de la naturaleza, sino también acción
útil a la naturaleza. Cómo el hombre entra en contacto con
Dios y por qué parte de sí mismo, y, en suma, cómo está
dispuesta esa pequeña parte del hombre.

13. Nada más desventurado que el hombre que recorre
en círculo todas las cosas y «que indaga», dice, «las
profundidades de la tierra» y que busca, mediante
conjeturas, lo que ocurre en el alma del vecino, pero sin
darse cuenta de que le basta estar junto a la única divinidad
que reside en su interior y ser su sincero servidor. Y
el culto que se le debe consiste en preservarla pura de
pasión, de irreflexión y de disgusto contra lo que procede
de los dioses y de los hombres. Porque lo que procede
de los dioses es respetable por su excelencia, pero lo que
procede de los hombres nos es querido por nuestro parentesco,
y a veces, incluso, en cierto modo, inspira compasión,
por su ignorancia de los bienes y de los males,
ceguera no menor que la que nos priva de discernir lo
blanco de lo negro.

14. Aunque debieras vivir tres mil años y otras tantas
veces diez mil, no obstante recuerda que nadie pierde
otra vida que la que vive, ni vive otra que la que
pierde. En consecuencia, lo más largo y lo más corto
confluyen en un mismo punto. El presente, en efecto,
es igual para todos, lo que se pierde es también igual, y
^^ Palabras de Píndaro, citado por PI.ATÓN en el Teeteto, 174 b.
LIBRO III 65
lo que se separa es, evidentemente, un simple instante.
Luego ni el pasado ni el futuro se podría perder, porque
lo que no se tiene, ¿cómo nos lo podría arrebatar alguien?
Ten siempre presente, por tanto, esas dos cosas:
una, que todo, desde siempre, se presenta de forma igual
y describe los mismos círculos, y nada importa que se
contemple lo mismo durante cien años, doscientos o un
tiempo indefinido; la otra, que el que ha vivido más
tiempo y el que morirá más prematuramente, sufren idéntica
pérdida. Porque sólo se nos puede privar del presente,
puesto que éste sólo posees, y lo que uno no posee,
no lo puede perder.

15. «Que todo es opinión»Evidente es lo que se dice
referido al cínico Mónimo^^. Evidente también, la utilidad
de lo que se dice, si se acepta lo sustancial del dicho, en la
medida en que es oportuno.

16. El alma del hombre se afrenta, sobre todo, cuando,
en lo que de ella depende, se convierte en pústula y
en algo parecido a una excrecencia del mundo. Porque
enojarse con algún suceso de los que se presentan es
una separación de la naturaleza, en cuya parcela se albergan
las naturalezas de cada uno de los restantes seres.
En segundo lugar, se afrenta también, cuando siente
aversión a cualquier persona o se comporta hostilmente
con intención de dañarla, como es el caso de las naturalezas
de los que montan en cólera. En tercer lugar, se
afrenta, cuando sucumbe al placer o al pesar. En cuarto
lugar, cuando es hipócrita y hace o dice algo con fic-
MI:NANDRO, f r a g m e n t o 2 4 9 KOCK.
^^ Mónimo, filósofo cínico, discípulo de Diógenes y Grates.
6 6 MliDITACIONliS
ción O contra la verdad. En quinto lugar, cuando se desentiende
de una actividad o impulso que le es propio,
sin perseguir ningún objetivo, sino que al azar e inconsecuentemente
se aplica a cualquier tarea, siendo así
que, incluso las más insignificantes actividades deberían
llevarse a cabo referidas a un fin. Y el fin de los
seres racionales es obedecer la razón y la ley de la ciudad
y constitución más venerable.

17. El tiempo de la vida humana, un punto; su sustancia,
fluyente; su sensación, turbia; la composición del
conjunto del cueφO, fácilmente corruptible; su alma, una
peonza; su fortuna, algo difícil de conjeturar; su fama,
indescifrable. En pocas palabras: todo lo que pertenece
al cueφo, un río; sueño y vapor, lo que es propio del alma;
la vida, guerra y estancia en tierra extraña; la fama
póstuma, olvido. ¿Qué, pues, puede darnos compañía?
Única y exclusivamente la filosofía. Y ésta consiste en
preservar el guía"^^ interior, exento de ultrajes y de daño,
dueño de placeres y penas, sin hacer nada al azar, sin
valerse de la mentira ni de la hipocresía, al margen de lo
que otro haga o deje de hacer; más aún, aceptando lo que
acontece y se le asigna, como procediendo de aquel lugar
de donde él mismo ha venido. Y sobre todo, aguardando
la muerte con pensamiento favorable, en la convicción
de que ésta no es otra cosa que disolución de elementos
de que está compuesto cada ser vivo. Y si para los mismos
elementos nada temible hay en el hecho de que cada
uno se transforme de continuo en otro, ¿por qué recelar
de la transformación y disolución de todas las cosas? Pues
El daímon o genio o divinidad.
LIBRO III 67
esto es conforme a la naturaleza, y nada es malo si es
conforme a la naturaleza.
En Camunto'^^
Ciudad de Panonia situada junto al río Danubio, residencia habitual
de Marco Aurelio durante la campaña de 170-174, en la que asumió personalmente
las funciones de j e f e del ejército. Según Farquharson, esta localización
debe encabezar el libro siguiente.

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SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

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