miércoles, 23 de julio de 2025

Enfermedad en la montaña Liturgia crítica sobre el tiempo detenido




 Comentario de Enrico Pugliatti.  

Selección de textos Méndez- Limbrick

sobre La Montaña Mágica:

*“La novela de Thomas Mann, si se permite el término sin juramento, es una geografía teológica del tiempo. El sanatorio de Davos no es un mero hospital; es una transfiguración espacio-temporal donde el lenguaje se convierte en atmósfera, y el pensamiento en niebla sagrada. En cada página se advierte una liturgia interna: Settembrini y Naphta no debaten, celebran una misa filosófica. Clavijo aquí no es un personaje, sino una parábola. Lo que hace Mann no es narrar: consagra.

La enfermedad se vuelve oráculo, el reposo una forma de revelación, y el protagonista—Hans Castorp—es un catecúmeno del espíritu europeo, que atraviesa un rito de iniciación hecho de nieve, febrícula y palabras. Lo leí tres veces: primero como semiótico, segundo como lector de Dante, tercero como exégeta del dolor. Y cada lectura fue una caída más honda en la caverna del símbolo.

Selección de textos.

Capítulo Primero

LA LLEGADA

Un modesto joven se dirigía en pleno verano desde Hamburgo, su ciudad natal, a Davos-Platz, en el cantón de los Grisones. Iba allí a hacer una visita de tres semanas.

Pero desde Hamburgo hasta aquellas alturas, el viaje es largo; demasiado largo, en verdad, con relación a la brevedad de la estancia proyectada. Se pasa por diferentes comarcas, subiendo y bajando desde lo alto de la meseta de la Alemania meridional hasta la ribera del mar suabo, y luego, en buque, sobre las olas saltarinas, por encima de abismos que en otro tiempo se consideraban insondables.

Pero el viaje, que tanto tiempo transcurre en línea recta, comienza de pronto a obstaculizarse. Hay paradas y complicaciones. En Rorschach, en territorio suizo, es preciso tomar de nuevo el ferrocarril; pero no se consigue llegar más que hasta Landquart, pequeña estación alpina donde hay que cambiar de tren. Es un ferrocarril de vía estrecha, que obliga a una espera prolongada a la intemperie, en una comarca bastante desprovista de encantos, y desde el instante en que la máquina, pequeña pero de tracción aparentemente excepcional, se pone en movimiento, comienza la parte que pudiéramos llamar aventurera del viaje, iniciando una subida brusca y ardua que parece no ha de tener fin, ya que Landquart se halla situado a una altura todavía moderada. Se pasa por un camino rocoso, salvaje y áspero, de alta montaña.

Hans Castorp —tal es el nombre del joven— se encontraba solo, con el maletín de piel de cocodrilo, regalo de su tío y tutor, el cónsul Tienappel —para designarle desde ahora con su nombre—, su capa de invierno, que se balanceaba colgada de un rosetón, y su manta de viaje enrollada en un pequeño departamento tapizado de gris. Estaba sentado junto a la ventanilla abierta y, como en aquella tarde el frío era cada vez más intenso, y él era un joven delicado y consentido, se había levantado el cuello de su sobretodo de verano, de corte amplio y forrado de seda, según la moda. Cerca de él, sobre el asiento, reposaba un libro encuadernado, titulado: Ocean steamships, que había abierto de vez en cuando al principio del viaje; pero ahora yacía abandonado y el resuello anhelante de la locomotora salpicaba su cubierta de motitas de grasa.

Dos jornadas de viaje alejan al hombre —y con mucha más razón al joven cuyas débiles raíces no han profundizado aún en la existencia— de su universo cotidiano, de todo lo que él consideraba sus deberes, intereses, preocupaciones y esperanzas; le alejan infinitamente más de lo que pudo imaginar en el coche que le conducía a la estación. El espacio que, girando y huyendo, se interpone entre él y su punto de procedencia, desarrolla fuerzas que se cree reservadas al tiempo. Hora tras hora, el espacio determina transformaciones interiores muy semejantes a las que provoca el tiempo, pero de manera alguna las supera.

Igual que éste, crea el olvido; pero lo hace desprendiendo a la persona humana de sus contingencias para transportarla a un estado de libertad inicial; incluso del pedante y el burgués hace, de un solo golpe, una especie de vagabundo. El tiempo, según se dice, es el Leteo. Pero el aire de las lejanías es un brebaje semejante, y si su efecto es menos radical, es en cambio mucho más rápido.

Hans Castorp iba también a experimentarlo. No tenía la intención de tomar este viaje particularmente en serio, de mezclar en él su vida interior, sino más bien de realizarlo rápidamente, hacerlo porque era preciso, regresar a su casa tal como había partido y reanudar su vida exactamente en el punto en que la abandonó por un instante. Ayer aún estaba absorbido totalmente por el curso ordinario de sus pensamientos, ocupado en el pasado más reciente, en su examen y el porvenir inmediato: el comienzo de sus prácticas en casa de Tunder y Wilms (astilleros y talleres de maquinaria y calderería), y había lanzado, por encima de las tres próximas semanas, una mirada todo lo impaciente que su carácter le permitía. Sin embargo, le parecía que las circunstancias exigían su plena atención y que no era admisible tomarlas a la ligera. Sentirse transportado a regiones donde no había respirado jamás y donde, como ya sabía, reinaban condiciones de vida absolutamente inusuales, desmenuzadas y escasas, comenzó a agitarle, produciendo en él cierta inquietud. El país natal y el orden habían quedado no sólo muy lejos, sino también muchas toesas debajo de él, y la ascensión continuaba. Remontándose sobre esas cosas y lo desconocido, se preguntaba lo que sería de él allá arriba. Tal vez era imprudente y malsano dejarse llevar a esas regiones extremas para él, que había nacido y estaba habituado a respirar a unos metros apenas sobre el nivel del mar, sin pasar algunos días en un lugar intermedio. Deseaba llegar, pues pensaba que allí arriba se viviría como en todas partes y nada le recordaría, como ahora, en qué esferas impropias se encontraba. Miró por la ventanilla. El tren serpenteaba sinuoso por un estrecho desfiladero; se veían los primeros vagones, y la máquina vomitaba penosamente masas oscuras de humo, verdes y negras, que se deshacían. A la derecha, el agua murmuraba en las profundidades; a la izquierda, abetos oscuros, entre bloques de rocas, se elevaban en un cielo gris pétreo. Túneles negros como hornos se sucedían y, cuando volvía la luz, se abrían profundos abismos con pequeñas aldeas en el fondo. Luego los abismos se cerraban y aparecían nuevos desfiladeros con restos de nieve en sus grietas y cortaduras. Se detuvieron ante pequeñas y miserables estaciones, en terminales que el tren abandonaba en sentido inverso produciendo un efecto deplorable, pues ya no era posible saber en qué dirección se iba ni recordar los puntos cardinales. Surgían grandiosas perspectivas del universo alpino, como torres sagradas y fantasmagóricas, que no tardaban en desaparecer de la mirada respetuosa del viajero. Hans Castorp se dijo que debía de haber dejado tras él la zona de los árboles frondosos y la de los pájaros cantores, y este pensamiento de cesación, de empobrecimiento, hizo que, poseído por el vértigo y las náuseas, se cubriese la cara con las manos durante dos segundos. Pero ya había pasado. Comprendió que la ascensión había terminado, y que habían culminado el desfiladero. En medio de un valle el tren rodaba ahora más fácilmente.

Eran aproximadamente las ocho. Aún había luz. En la lejanía del paisaje apareció un lago: el agua era gris y los bosques de abetos se elevaban por encima de las riberas y a lo largo de las vertientes, esparciéndose, perdiéndose, dejando tras ellos una masa rocosa y desnuda cubierta de bruma. Se detuvieron cerca de una pequeña estación; era Davos-Dorf, según Hans oyó que se anunciaba. Faltaba muy poco para llegar al término de su viaje. De pronto, oyó cerca de él la voz tranquila y hamburguesada de su primo Joachim Ziemssen, que decía:

—¡Buenos días! ¿Vas a bajar?

Y al mirar por la ventanilla, vio en el andén a Joachim en persona, con un capote oscuro, sin sombrero y con un aspecto tan saludable como nunca le había visto. Joachim se echó a reír y dijo:

—¡Baja de una vez! ¡Parece que no quieras molestarte!

—¡Pero si aún no he llegado! —exclamó Hans Castorp, absorto y sin moverse de su asiento.

—Claro que has llegado. Éste es el pueblo. El sanatorio está muy cerca de aquí. He tomado un coche. Dame las maletas.

Riendo, confuso por la agitación de la llegada y por volver a ver a su primo, Hans Castorp le dio sus maletas, su manta de invierno enrollada en el bastón, el paraguas y finalmente el Ocean steamships. Luego atravesó corriendo el estrecho pasillo y saltó al andén para saludar a su primo de una manera más directa y en cierto modo personal; le saludó sin excesos, como conviene entre personas de costumbres sobrias y rígidas. Aunque parezca extraño siempre habían evitado llamarse por sus nombres, por temor a una excesiva cordialidad. Como tampoco era adecuado llamarse por sus apellidos, se limitaban al «tú». Era una costumbre establecida entre primos.

Un hombre de librea y gorra galoneada observaba cómo se estrechaban la mano repetidamente —el joven Ziemssen con una rigidez militar— un poco cohibidos; luego se aproximó para pedir el talón del equipaje de Hans Castorp. Era el conserje del Sanatorio Internacional Berghof y manifestó su intención de ir a buscar la maleta grande del visitante a la estación de Davos-Platz, ya que los señores irían en el coche directamente a cenar. Como el hombre cojeaba visiblemente, Hans preguntó a Joachim:

—¿Es un veterano de guerra? ¿Por qué cojea de ese modo?

—¡Ésa sí que es buena! —contestó Joachim con cierta amargura—. ¡Vaya un veterano de guerra! A ése le pica la rodilla, o al menos le picaba, porque se hizo extraer la rótula.

Hans Castorp reflexionó lo más rápidamente posible.

—¡Ah, es eso! —exclamó.

Mientras andaba alzó la cabeza y se volvió ligeramente.

—¡Pero no me querrás hacer creer que todavía tienes algo! ¡Cualquiera diría que aún llevas el correaje y que acabas de regresar del campo de maniobras!

Y miró de soslayo a su primo.

Joachim era más ancho y alto que él; un modelo de fuerza juvenil que parecía hecho para el uniforme. Era uno de esos tipos morenos que su rubia patria no deja de producir a veces, y su piel había adquirido por el aire y el sol un color casi broncíneo. Con sus grandes ojos negros y el pequeño bigote sobre unos labios carnosos y perfilados, hubiera sido verdaderamente bello de no tener las orejas demasiado separadas. Esas orejas habían sido su única preocupación, el gran dolor de su vida, hasta cierto momento. Ahora tenía otros problemas.

Hans Castorp siguió hablando:

—Supongo que regresarás enseguida conmigo. No creo que haya ningún impedimento.

—¿Regresar contigo? —preguntó el primo, y volvió hacia Castorp sus grandes ojos que siempre habían sido dulces, pero que durante los últimos cinco meses habían adquirido una expresión cansina, casi triste—. ¿Qué quieres decir? ¿Cuándo?

—Pues dentro de tres semanas.

—¡Ya estás pensando en volver a casa! —contestó Joachim—. Espera un poco, acabas de llegar. Tres semanas no son nada para nosotros; pero para ti, que estás de visita, tres semanas son mucho tiempo. Comienza, pues, por aclimatarte; no es tan fácil, ya te darás cuenta. Además, el clima no es aquí la única cosa extraña. Verás cosas nuevas de todas clases, ¿sabes? Respecto a lo que dices sobre mí, eso no va tan deprisa. Lo de «regreso dentro de tres semanas» es una idea de allá abajo. Es verdad que estoy moreno, pero se debe a la reverberación del sol en la nieve, y esto no demuestra gran cosa, como Behrens siempre dice. En la última consulta general me anunció que aún tenía para unos seis meses.

—¿Seis meses? ¡Estás loco! —exclamó Hans Castorp. Ante la estación, que no se diferenciaba mucho de una especie de cuadra, tomaron asiento en el coche amarillo que les esperaba en una plaza empedrada, y mientras los dos caballos bayos comenzaban a tirar, Hans Castorp, indignado, se agitaba sobre el duro tapizado del asiento.

—¿Seis meses? ¡Si hace ya casi seis meses que estás aquí! Nadie dispone de tanto tiempo...

—¡Oh, el tiempo! —exclamó Joachim, y movió la cabeza varias veces hacia adelante, sin preocuparse de la honrada indignación de su primo— . No puedes ni imaginar cómo abusan aquí del tiempo de los hombres. Tres meses son para ellos como un día. Ya lo verás. Ya te darás cuenta. —Y añadió— : Aquí las opiniones cambian.

Hans Castorp no cesaba de mirarle de reojo.

—¡Pero si te has recuperado de un modo magnífico! —dijo, encogiéndose de hombros.

—¿Sí? ¿Eso crees? —inquirió Joachim— . Bueno, es verdad, yo también lo creo —añadió, y se sentó más arriba en el almohadón, adquiriendo al mismo tiempo una posición más oblicua—. Me siento mejor —explicó—, pero a pesar de todo, no estoy completamente bien. A la izquierda, aquí arriba, donde antes se oía una especie de estertor, el sonido es aún un poco ronco; no es muy intenso, pero en la parte inferior aún se nota, y en el segundo espacio intercostal todavía se oyen ruidos.

—¡Qué sabio te has vuelto! —dijo Hans Castorp.

—Sí, y bien sabe Dios que es una ciencia ridicula; me gustaría haberla olvidado en el servicio militar —contestó Joachim—. Pero todavía expectoro —añadió, y encongiéndose de hombros en un gesto descuidado e irritado, mostró a su primo un objeto que sacó a medias del bolsillo interior de su abrigo y que se apresuró de nuevo a guardar: era un frasco plano y vacío, de cristal azul con un tapón de metal.

—La mayoría de nosotros aquí arriba llevamos esto —dijo— . Incluso tenemos un nombre para él, algo parecido a un apodo, bastante acertado, por cierto. ¿Contemplas el paisaje?

Era lo que hacía Hans Castorp y afirmó:

—¡Grandioso!

—¿Te parece? —preguntó Joachim.

Habían seguido un trecho del camino trazado irregularmente y paralelo a la vía del tren, en dirección al valle. Luego giraron a la izquierda y cruzaron la estrecha vía, atravesando un curso de agua y subiendo por un camino en ligera pendiente hacia la vertiente cubierta de boscaje; allí, sobre una meseta que avanzaba ligeramente, con la fachada orientada hacia el sudeste, un edificio esbelto, coronado con una torre de cúpula y que a fuerza de miradores y balcones parecía de lejos agujereada y porosa como una esponja, acababa de encender sus primeras luces. El crepúsculo avanzaba rápidamente. Un suave manto rojizo, que en un instante había animado el cielo cubierto, había palidecido, y en la naturaleza reinaba ese estado de transición descolorido, inanimado y triste, que precede a la entrada definitiva de la noche. El valle habitado se extendía ante ellos, alargado y ligeramente sinuoso, iluminado por todas partes, tanto en el fondo como en las vertientes, sobre todo en la de la derecha, que formaba un saliente en el que se escalonaban, como en marjales, las construcciones. A la izquierda algunos senderos subían a través de los prados y se perdían en la oscuridad musgosa de las selvas de coníferas. El telón de las montañas lejanas, más allá de la entrada del valle a partir de donde éste se estrechaba, era de un azul sobrio, de pizarra. Como el viento acababa de levantarse, la frescura de la noche comenzó a hacerse sentir.

—No, francamente no me parece que esto sea tan formidable —dijo Hans Castorp—. ¿Dónde están los glaciares, las cimas blancas y los gigantes de la montaña? Me parece que esas cosas no están tan arriba.

—Sí lo están —contestó Joachim—. Puedes ver, en casi todas partes, el límite de los árboles. Se perfila con una nitidez sorprendente; cuando los abetos se acaban, todo se acaba también; tras ellos, no hay nada más que rocas, como puedes ver. Al otro lado, a la derecha del Diente Negro, se distingue incluso un glaciar. ¿Ves el color azul? No es muy grande, pero es un glaciar auténtico, el glaciar de la Scaletta. El Pic Michel y el Tinzenhorn, en aquella grieta (no puedes verlos desde aquí), permanecen todo el año cubiertos de nieve.

—Nieves perpetuas —dijo Hans Castorp.

—Sí, perpetuas, si quieres. Todo esto está a gran altura, y nosotros mismos nos hallamos espantosamente elevados. Nada menos que mil seiscientos metros sobre el nivel del mar. De manera que las grandes alturas ya no nos lo parecen tanto.

—Sí. ¡Qué ascensión! Sentía el corazón oprimido, te lo aseguro. ¡Mil seiscientos metros! Son casi cinco mil pies. En toda mi vida había estado tan arriba.

Invadido por la curiosidad, Hans Castorp aspiró una larga bocanada de ese aire extranjero para probarlo. Era fresco y nada más. Carecía de perfume, sabor y humedad; penetraba fácilmente y no decía nada al alma.

—¡Magnífico! —exclamó cortésmente.

—Sí, este aire tiene buena reputación. Por otra parte, el paisaje no se presenta esta noche en su aspecto más favorable. A veces tiene mejor apariencia, sobre todo bajo la nieve. Pero uno acaba por cansarse de él. Todos nosotros, los de aquí arriba, puedes creer que estamos indeciblemente cansados —dijo Joachim, y su boca se contrajo un momento en una mueca de disgusto que parecía exagerado, mal contenida y que le afeaba.

—Tienes un modo especial de hablar —dijo Hans Castorp.

—¿Especial? —preguntó Joachim con cierta inquietud volviéndose hacia su primo.

—No, no, es necesario que me perdones; he tenido esa impresión un momento —se apresuró a decir Hans Castorp.

Sus palabras respondían a la expresión «nosotros, los de aquí arriba», que Joachim había empleado cuatro o cinco veces y que, por la manera de decirla, parecía deprimente y extraña.

—Nuestro sanatorio está a más altura que la aldea. Mira —continuó diciendo Joachim—. Cincuenta metros. El prospecto asegura que hay cien, pero no son más que cincuenta. El sanatorio más elevado es el Schatzalp, al otro lado. Desde aquí no se puede ver. En invierno bajan sus cadáveres en trineo porque los caminos no son practicables.

—¿Sus cadáveres? ¡Pero...! ¡Vamos! —exclamó Hans Castorp.

Y de pronto, estalló en una risa violenta e incontenible que sacudió su pecho y torció su rostro, reseco por el viento frío, en una mueca dolorosa.

—¡En trineo! ¿Y lo dices tan tranquilo? ¡Amigo mío, en estos cinco meses te has vuelto un cínico!

—No hay nada de cinismo —replicó Joachim encogiéndose de hombros—. ¿Y qué? A los cadáveres no les importa... Además, es muy posible que uno se vuelva cínico aquí arriba. El mismo Behrens es un viejo cínico, y un tipo famoso, dicho sea de paso; antiguo estudiante, miembro de una corporación y cirujano notable a lo que parece. Sin duda te resultará simpático. Y también tenemos a Krokovski, el ayudante, un hombre muy modesto. En el prospecto se menciona explícitamente su actividad. Practica la disección psíquica con los enfermos.

—¿Qué? ¿Disección psíquica? ¡Eso es repugnante! —exclamó Hans Castorp.

La alegría le embargaba. No podía contenerla. Después de lo anterior, lo de la disección psíquica había colmado su hilaridad y reía tan fuerte que las lágrimas le resbalaban por la mano con que se cubría los ojos, inclinado hacia adelante.

Joachim también empezó a reír. Aquello parecía sentarle bien, y así el humor de los dos jóvenes era excelente cuando bajaron del coche que, al paso, les había conducido por el camino de una cuesta zigzagueante y empinada hasta la puerta del Sanatorio Internacional Berghof.

EL NÚMERO TREINTA Y CUATRO

A la derecha, entre la puerta y la mampara, había la garita del portero. De ella salió a su encuentro, vestido con la misma librea gris que el hombre cojo de la estación, un criado de aspecto afrancesado que, sentado ante el teléfono, leía unos periódicos. Los acompañó a través del vestíbulo bien alumbrado, a la derecha del cual se encontraban los salones. Al pasar, Hans Castorp lanzó una mirada y vio que estaban vacíos.

—¿Dónde están los huéspedes? —preguntó a su primo.

—Hacen la cura de reposo —respondió éste— . Hoy me han dado permiso para salir, pues quería ir a recibirte. Normalmente también me tumbo en la galería después de cenar.

Faltó poco para que la risa se apoderara de nuevo de Hans Castorp.

—¡Cómo! ¿En noche oscura y con niebla os tumbáis en el balcón? —preguntó con voz vacilante.

—Sí, así nos lo ordenan. Desde las ocho hasta las diez. Pero ven a ver tu cuarto y a lavarte las manos.

Entraron en el ascensor, cuyo mecanismo eléctrico accionó el criado francés. Mientras subían, Hans Castorp se enjugaba los ojos.

—Estoy agotado de tanto reír —dijo resoplando—. ¡Me has contado tantas locuras! Tu historia de la disección psíquica ha sido demasiado. Además, estoy un poco fatigado por el viaje. ¿No tienes los pies fríos? Al mismo tiempo noto que el rostro me arde. Es desagradable. Comeremos enseguida, ¿verdad? Creo que tengo hambre. ¿Se come bien aquí arriba?

Caminaban en silencio por la alfombrilla del estrecho pasillo. Pantallas de vidrio lechoso difundían una luz pálida desde el techo. Las paredes brillaban, blancas y duras, recubiertas de una pintura al aceite parecida a la laca. Apareció una enfermera, con su bonete blanco, llevando ajustadas en la nariz unas antiparras cuyo cordón pasaba por detrás de su oreja. Al parecer, era una hermana protestante, sin vocación verdadera para su oficio, curiosa, agitada y afligida por el aburrimiento. En el suelo, en dos lugares del pasillo, había unos grandes recipientes en forma de globo, panzudos, de cuello corto, sobre cuyo significado Hans Castorp olvidó informarse.

—¡Aquí está tu habitación! —dijo Joachim—. Número 34. A la derecha está mi cuarto y a la izquierda hay un matrimonio ruso, un poco descuidado y ruidoso, a quien ya conocerás. Lo siento, no ha sido posible arreglarlo de otro modo. ¡Bien! ¿Qué te parece?

La puerta era doble, con un perchero en el hueco interior. Joachim había encendido la lámpara del techo y a su luz indecisa la cámara apareció alegre y limpia, con sus muebles blancos; sus cortinajes del mismo color, gruesos y lavables; su linóleo limpio y brillante y las cortinas de hilo adornadas con bordados sencillos y agradables, de gusto moderno. La puerta del balcón estaba abierta, se veían las luces del valle y se escuchaba una lejana música de baile. El buen Joachim había colocado unas flores en un pequeño búcaro, sobre la cómoda; las había encontrado en la segunda floración de la hierba: un poco de aquilea y algunas campánulas, cogidas por él mismo en la pendiente.

—Eres muy amable —dijo Hans Castorp—. ¡Qué habitación más alegre! Con mucho gusto me quedaré aquí algunas semanas...

—Anteayer murió una americana —dijo Joachim—. Behrens aseguró que la habitación estaría lista antes de que tú llegaras y que, por tanto, podrías disponer de ella. Su novio estaba a su lado; era un oficial de la marina inglesa, pero no demostró mucho valor. A cada momento salía al pasillo a llorar, como si fuera un chiquillo. Luego se frotaba las mejillas con cold-cream, porque iba afeitado y las lágrimas le quemaban la piel. Anteayer por la noche la americana tuvo dos hemorragias de primer orden y luego ¡se acabó la comedia! Pero se la llevaron ayer por la mañana, y después hicieron, naturalmente, una fumigación a fondo con formol, ¿sabes? Es excelente en estos casos.

Hans Castorp acogió la noticia con una distracción animada. Con las mangas de la camisa recogidas, de pie ante el amplio lavabo, cuyos grifos niquelados brillaban heridos por la luz eléctrica, apenas lanzó una mirada fugaz a la cama de metal blanco, puesta de limpio.

—¿Fumigaciones? Eso de fumigar es muy habitual —dijo fuera de lugar, pero dispuesto a seguir hablando mientras se lavaba y secaba las manos— . Sí, metilaldehído; los microbios más resistentes no soportan el H2CO2. ¡Pero hace escocer la nariz! Evidentemente, la limpieza rigurosa es una condición primordial.

Articuló estas palabras con cierta afectación y continuó diciendo con gran locuacidad:

—Bueno, quería añadir que... Quizá el oficial de marina se afeitaba con navaja de seguridad; lo supongo porque uno se despelleja más fácilmente con esos trastos que con una navaja bien afilada; ésa es al menos mi experiencia. Uso las dos a menudo... Sí, sobre la piel irritada, el agua salina escuece. Debía de tener la costumbre de usar cold-cream en el servicio militar, lo que no tiene en verdad nada de sorprendente...

Siguió hablando, y dijo que tenía doscientos María Mancini (su cigarro preferido) en la maleta, y que había pasado la inspección de la aduana cómodamente. Luego le transmitió los saludos de diversas personas de su ciudad natal.

—¿No encienden la calefacción? —preguntó de pronto, y corrió hacia los radiadores para apoyar las manos.

—No, nos mantienen bien frescos —contestó Joachim—. Sería preciso que hiciese mucho más frío para que encendieran la calefacción en el mes de agosto.

—¡Agosto, agosto! —exclamó Hans Castorp —. ¡Pero si estoy helado, completamente helado! Tengo frío en todo el cuerpo, aunque el rostro me arde. Mira, toca, ya verás qué caliente...

La idea de que le tocasen la cara no se ajustaba al temperamento de Hans Castorp y a él mismo le sorprendió desagradablemente. Por otro parte, Joachim no hizo nada, limitándose a decir:

—Eso es por el aire y no significa nada. El mismo Behrens tiene todo el día las mejillas azules. Algunos no se habitúan nunca. Pero apresúrate, de lo contrario, no tendremos nada que comer.

Cuando salieron, la enfermera hizo de nuevo su aparición, mirándoles con un aire miope y curioso. En el primer piso, Hans Castorp se detuvo de pronto, inmovilizado por un ruido impresionante, atroz; era un ruido no muy fuerte, pero de una naturaleza tan particularmente repugnante que Hans Castorp hizo una mueca y miró a su primo con los ojos dilatados. Se trataba, con toda seguridad, de la tos de un hombre; pero de una tos que no se parecía a ninguna de las que Hans Castorp había oído; sí, una tos en comparación con la cual todas las demás habían sido testimonio de una magnífica vitalidad; una tos sin convicción, que no se producía por medio de sacudidas regulares, sino que sonaba como un chapoteo espantosamente débil en una deshecha podredumbre orgánica.

—Sí —dijo Joachim—, ése va mal. Es un noble austríaco, un hombre elegante, de la alta sociedad. Y mira cómo está. Sin embargo, todavía puede pasear.

Mientras continuaba su camino, Hans Castorp habló largamente sobre la tos de aquel caballero.

—Es preciso que consideres —dijo— que jamás había oído nada semejante, que es absolutamente nuevo para mí. Estos casos impresionan siempre. Hay varias clases de tos, toses secas y toses blandas; se dice en general, que las toses blandas son las mejores y más favorables que aquellas que producen ahogo. Cuando en mi juventud («en mi juventud», repito) tenía anginas, ladraba como un lobo, y todos estaban satisfechos cuando la cosa se reblandecía. Aún me acuerdo. Pero una tos como ésa jamás había existido, al menos para mí. Casi no es una tos viva. No es seca, pero tampoco se puede decir que se reblandezca; sin duda no es ésta la palabra apropiada. Es como si se mirase al mismo tiempo en el interior del hombre. ¡Qué sensación produce! Parece un auténtico lodazal.

—Bueno, basta ya —dijo Joachim—; lo oigo cada día, no hay necesidad de que la describas.

Pero Hans Castorp no pudo dominar la impresión que le había causado aquella tos. Afirmó repetidas veces que era como si viese el interior de aquel caballero, y cuando entraron en el restaurante, sus ojos, fatigados por el viaje, tenían un brillo un tanto febril.

EN EL RESTAURANTE

El restaurante era claro, elegante y agradable. Estaba situado a la derecha del vestíbulo, delante de los salones y, según explicó Joachim, era frecuentado principalmente por los huéspedes nuevos que comían fuera de las horas de costumbre o por los pensionistas que tenían visitas. También se celebraban allí las fiestas de los aniversarios, las partidas inminentes y los resultados favorables de las consultas generales. A veces se organizaban grandes fiestas —decía Joachim— y se servía hasta champán; pero en este momento sólo había en el restaurante una señora de unos treinta años que leía un libro y canturreaba al mismo tiempo, tabaleando en el mantel con la mano derecha.

Cuando los jóvenes tomaron asiento, cambió de lugar para darles la espalda. Era muy tímida —explicó Joachim, en voz baja— y siempre comía en el restaurante acompañada de un libro. Al parecer, había ingresado en el sanatorio para tuberculosis de muy joven y, desde entonces, jamás había vivido en sociedad.

—¡Entonces tú, comparado con ella, no eres más que un principiante, a pesar de tus cinco meses, y lo seguirás siendo cuando hayas cumplido el año! —dijo Hans Castorp a su primo.

Joachim tomó la carta e hizo con los hombros un gesto que era nuevo en él.

Habían elegido una mesa cerca de la ventana, que era el lugar más agradable. Se hallaban sentados junto a la cortina de color crema, uno frente a otro, con sus rostros iluminados por la luz de la lámpara velada de rojo. Hans Castorp juntó sus manos recién lavadas y las frotó con una sensación de agradable espera, como tenía por costumbre al sentarse a la mesa, tal vez porque sus antecesores tenían el habito de rezar antes de comer la sopa. Una agradable muchacha de acento gutural, vestida de negro y delantal blanco (con un amplio rostro de rosadas y saludables mejillas) les sirvió. Con gran alegría, Hans Castorp se enteró de que allí llamaban a las camareras Saaltöchter.[1] Le encargaron una botella de Gruaud Larose que Hans Castorp hizo que pusiesen en fresco. La comida era excelente. Se sirvieron potaje de espárragos, tomates rellenos, un asado con diversas sazones, entremeses particularmente bien preparados, quesos variados y fruta. Hans Castorp comía mucho, aunque su apetito fue menos intenso de lo que esperaba. Pero tenía la costumbre de comer en abundancia, incluso cuando no tenía hambre, por consideración a sí mismo.

Joachim no hizo honor a la comida. Aseguró que estaba cansado de aquella cocina; dijo que eso les pasaba a todos allí arriba, y que era costumbre protestar contra la comida, pues cuando se estaba instalado allí para siempre... No obstante, bebió el vino con placer, e incluso con cierta pasión y, procurando evitar expresiones demasiado sentimentales, manifestó repetidas veces su satisfacción por tener alguien con quien poder hablar con sensatez.

—Sí, es magnífico que hayas venido —dijo, y su voz tranquila revelaba emoción—, te aseguro que para mí se trata casi de un acontecimiento. Supone un auténtico cambio, una especie de alto, de hito en esta monotonía eterna e infinita...

—Pero el tiempo debe de pasar para vosotros relativamente deprisa —dijo Hans Castorp.

—Deprisa y despacio, como quieras —contestó Joachim—. Quiero decir que no pasa de ningún modo. Aquí no hay tiempo, no hay vida —añadió moviendo la cabeza, y cogió el vaso.

Hans Castorp continuaba bebiendo, a pesar de que sentía su rostro caliente como el fuego. Pero su cuerpo seguía estando frío y en todos sus miembros había una especie de inquietud particularmente alegre que, al mismo tiempo, le atormentaba un poco. Sus palabras se precipitaban, balbuceaba, con frecuencia, y con un gesto indiferente de la mano cambiaba de tema. Joachim también estaba muy animado y la conversación continuó con mayor libertad y alegría cuando la señora que canturreaba y tabaleaba se puso en pie y se marchó.

Mientras comían gesticulaban con sus tenedores, se daban aires de importancia con la boca llena, reían, movían la cabeza, se encogían de hombros y sin cesar de masticar volvían a hablar. Joachim quería oír hablar de Hamburgo y había orientado la conversación hacia el proyecto de canalización del Elba.

—¡Sensacional! —dijo Hans Castorp—. ¡Sensacional! Eso contribuirá al desarrollo de nuestra navegación; es de una importancia incalculable. Dedicamos cincuenta millones como capital inmediato de nuestro presupuesto, y puedes estar seguro de que sabemos exactamente lo que hacemos.

A pesar de la importancia que atribuía a la canalización del Elba, abandonó de inmediato este tema de conversación y pidió a Joachim que le hablase de la vida que llevaba «aquí arriba» y de los huéspedes, a lo que su amigo atendió con rapidez, pues se sentía feliz al poder desahogarse y confiar en alguien. Comenzó repitiendo la historia de los cadáveres que eran bajados por la pista de trineo y aseguró que era absolutamente cierto. Como Hans Castorp se sintió de nuevo presa de la risa, él rió también y pareció disfrutar con ella de buena gana, contando luego toda clase de cosas divertidas para mantener el buen humor. A su misma mesa se sentaba la señora Stoehr, una mujer muy enferma, esposa de un músico de Cannstadt; era la persona más inculta que jamás había conocido. Decía «desinfeccionar» muy convencida. Al ayudante Krokovski le llamaba «fomolus».[2] Había que aceptarlo todo sin reírse. Además, era cizañera, como lo son casi todos allí arriba y hablaba de otra mujer, la señora Iltis, de la que decía que llevaba un «esterilizador».

—¡Un «esterilizador»! ¿No te parece extraordinario?

Medio tumbados, apoyados en los respaldos de las sillas, reían tanto que sus cuerpos se hallaban presa de una especie de temblor, y los dos, casi al unísono, comenzaron a tener hipo.

Entretanto, Joachim se entristeció pensando en su infortunio.

—Sí, estamos sentados aquí riendo —dijo con una expresión dolorosa, interrumpido por las últimas convulsiones de su pecho— y sin embargo, no se puede prever, ni siquiera aproximadamente, cuándo podré marcharme, pues cuando Behrens dice: «Todavía seis meses», sin duda hay que esperar mucho más. Todo esto es muy duro. Tú mismo comprenderás lo triste que es para mí. Ya estaba matriculado y al mes siguiente debía presentarme a exámenes de oficial. Y aquí estoy, languideciendo con el termómetro en la boca, contando las tonterías de esa ignara señora Stoehr y perdiendo el tiempo. ¡Un año es muy importante a nuestra edad, comporta tantos cambios y progresos allá abajo! Pero he de permanecer aquí dentro, como en una ciénaga; sí, como en el interior de un agujero podrido, y te aseguro que la comparación no es exagerada...

Curiosamente, Hans Castorp se limitó a preguntar si era posible encontrar allí porter, cerveza negra, y, al mirarle su primo con una expresión de sorpresa, se dio cuenta de que estaba a punto de dormirse, si no lo había hecho ya.

—¡Te estás durmiendo! —dijo Joachim— . Ven, es hora de ir a la cama.

—No es hora, de ninguna manera —dijo Hans.

Sin embargo, siguió a Joachim un poco inclinado, con las piernas rígidas como un hombre que se muere de cansancio. Luego hizo un gran esfuerzo cuando en el vestíbulo, débilmente alumbrado, oyó decir a su primo:

—Ahí está Krokovski. Creo que tendré que presentártelo.

El doctor Krokovski se hallaba sentado a plena luz, ante la chimenea de uno de los salones, al lado de la puerta corredera completamente abierta, leyendo un periódico. Se puso en pie cuando los jóvenes se aproximaron a él, y Joachim, adoptando una actitud militar, dijo:

—Permítame, señor doctor, que le presente a mi primo Castorp, de Hamburgo. Acaba de llegar.

El doctor Krokovski saludó al nuevo huésped con cierta cordialidad, vigorosa y decidida, como si quisiese dar a entender que con él toda timidez era superflua y que sólo una confianza alegre era lo indicado.

Tenía unos treinta y cinco años; era ancho de espaldas, gordo, mucho más bajo que los dos jóvenes que se hallaban de pie ante él, por lo que se vio obligado a ladear un poco la cabeza para mirarles a los ojos. Además era pálido, de una palidez descolorida, transparente, casi fosforescente, aumentada por el ardor sombrío de sus ojos y por el espesor de sus cejas y de una barba bastante larga en cuyas puntas aparecían algunos hilos blancos. Llevaba un traje negro de americana cruzada, un poco usado, zapatos negros parecidos a sandalias, calcetines gruesos de lana gris y un cuello blanco vuelto, de esos que Hans Castorp sólo había visto en Dantzig, en casa de un fotógrafo, y que confería al doctor Krokovski un aire de bohemio. Sonrió cordialmente, mostrando sus dientes amarillos entre la barba, estrechó con fuerza la mano del joven y dijo, con voz de barítono y un acento extranjero un tanto lánguido:

—¡Sea bienvenido, señor Castorp! Espero que se adapte pronto y que se encuentre bien entre nosotros. ¿Me permite preguntarle si ha venido como enfermo?

Era impresionante observar los esfuerzos de Hans Castorp para mostrarse amable y dominar sus deseos de dormir. Se sentía violento por hallarse en tal situación y, con el orgullo desconfiado de los jóvenes, creyó percibir en la sonrisa y la actitud tranquilizadora del ayudante las séñales de una mofa indulgente. Contestó diciendo que pasaría allí tres semanas, aludió a sus exámenes y añadió que, a Dios gracias, se hallaba completamente sano.

—¿De verdad? —preguntó el doctor Krokovski, inclinando la cabeza a un lado como para burlarse y acentuando su sonrisa—. ¡En tal caso es usted un fenómeno completamente digno de ser estudiado! Porque yo nunca he encontrado a un hombre enteramente sano. ¿Me permite que le pregunte a qué exámenes ha de presentarse?

—Soy ingeniero, señor doctor —contestó Hans Castorp con modesta dignidad.

—¡Ah, ingeniero! —Y la sonrisa del doctor Krokovski se retiró, perdiendo por un instante algo de su fuerza y cordialidad—. Perfecto. Por lo tanto, no tendrá necesidad de ningún tratamiento médico; ni de orden físico ni psíquico.

—No, muchísimas gracias —dijo Hans Castorp, que estuvo a punto de retroceder un paso.

En ese momento la sonrisa del doctor Krokovski apareció de nuevo victoriosa y, mientras estrechaba la mano del joven, exclamó en voz alta:

—¡Pues que duerma usted bien, señor Castorp, con la plena conciencia de su salud perfecta! ¡Duerma bien y hasta la vista!

Diciendo estas palabras se despidió de los dos jóvenes y volvió a sentarse con su periódico.

No había nadie de servicio en el ascensor, de modo que subieron a pie por la escalera, silenciosos y un poco turbados por el encuentro con el doctor Krokovski. Joachim acompañó a Hans Castorp hasta la número 34, donde el portero cojo no se había olvidado de depositar el equipaje del recién llegado, y durante un cuarto de hora continuaron hablando, mientras Hans Castorp sacaba sus pijamas y sus objetos de tocador, fumando un cigarrillo. Aquella noche no volvería a fumar otro cigarro, lo que le pareció extraño y bastante insólito.

—Sin duda tiene mucha personalidad —dijo, y mientras hablaba lanzaba el humo que había aspirado— . Pero es tan pálido como la cera. ¡Y cómo va calzado! ¡Su aspecto es terrible! ¡Calcetines grises y sandalias! ¿Te fijaste que al final se ofendió?

—Es bastante susceptible —dijo Joachim—. No deberías haber rechazado tan bruscamente sus cuidados médicos, al menos el tratamiento psíquico. No le gusta que se prescinda de eso. Yo tampoco gozo de su estima porque no suelo hacerle muchas confidencias. Pero de vez en cuando le cuento algún sueño para que tenga algo que disecar.

—Bueno, supongo que he estado un poco brusco dijo Castorp algo molesto, pues estaba descontento consigo mismo por haber podido herir a alguien, al tiempo que el cansancio de la noche le dominaba con una fuerza redoblada.

—Buenas noches —dijo— , me muero de sueño.

—A las ocho vendré a buscarte para ir a desayunar anunció Joachim al salir.

Hans Castorp se lavó un poco. Quedó dormido apenas apagó la lamparilla de la mesa de noche, pero se sobresaltó un momento al recordar que alguien había muerto dos días antes en su misma cama.

«Sin duda no es la primera vez —se dijo, como si esto pudiese tranquilizarle— . Es un lecho de muerte, un lecho de muerte completamente vulgar.»

Y se quedó dormido.

Pero apenas lo hubo hecho comenzó a soñar y soñó casi sin interrupción hasta la mañana siguiente. Vio a Joachim Ziemssen, en una posición extrañamente retorcida, descender por una pista oblicua en un trineo. Era de una blancura tan fosforescente como la del doctor Krokovski, y delante del trineo iba sentado el caballero austríaco de la alta sociedad, que tenía un aspecto extraordinariamente borroso, como el de alguien a quien sólo se le ha oído vagamente toser. «Nos tiene completamente sin cuidado, a nosotros los de aquí arriba», decía Joachim en su incómoda posición, y luego era él y no el caballero quien tosía de una manera tan atrozmente pastosa. Al instante, Hans Castorp se echó a llorar y comprendió que debía correr a la farmacia para comprar crema facial. Pero la señora Iltis estaba sentada en medio del camino, con su hocico puntiagudo, sosteniendo en la mano algo que debía de ser sin duda su «esterilizador», pero que no era otra cosa que una navaja de afeitar. Hans Castorp estalló entonces en un acceso de risa y pasó de este modo de una emoción a otra, hasta que la luz de la mañana entró por los postigos de su balcón y le despertó.



[1] Camarera en el alemán hablado en Suiza. (N. del T.)

[2] En lugar de famulus, en latín, asistente. (N. del T.)


martes, 22 de julio de 2025

CAMBIO DE PIEL CARLOS FUENTES FRAGMENTO LA MEJOR NOVELA DE 1967

 



🕯️ Obra seleccionadaCambio de piel — Carlos Fuentes Este texto ha sido distinguido por su capacidad de convocar al lector en un ritual de desmembramiento simbólico, donde el cuerpo, la memoria y la historia se entrelazan en un laberinto de identidad que desafía el juicio convencional. Su potencia atmosférica, ambigüedad moral y estructura ritual lo convierten en el elegido para ocupar el altar literario de 1967 en el blog.

FRAGMENTO

1

Una fiesta imposible

El narrador termina de narrar una noche de septiembre en La Coupole y decide emplear el apolillado recurso del epígrafe. Sentado en la mesa de al lado, Alain Jouffroy le tiende un ejemplar de Le temps d’un livre:

 

... comme si nous nous trouvions à la veille d’une improbable catastrophe ou au lendemain d’une impossible fête ...

 

Terminado, el libro empieza. Imposible fiesta. Y el Narrador, como el personaje del corrido, para empezar a cantar pide permiso primero.


Hoy, al entrar, sólo vieron calles estrechas y sudas y casas sin ventanas, de un piso, idénticas entre sí, pintadas de amarillo y azul, con los portones de madera astillada. Sí, sí, ya sé, hay una que otra casa elegante, con ventanas que dan a la calle, con esos detalles que tanto les gustan a los mexicanos: las rejas de hierro forjado, los toldos salientes y las azoteas acanaladas. ¿Dónde estarían sus moradores? Tú no los viste.

Él ve a cuatro macehuales que llegan a Tlaxcala sin bastimento, con la respuesta seca. Los caciques están enfermos y no pueden viajar a presentar sus ofrendas al Teúl. Los tlaxcaltecas fruncen el entrecejo y murmuran al oído del conquistador: los de Cholula se burlan del Señor Malinche. Los tlaxcaltecas murmuran al oído de Cortés: guárdate de Cholula y del poder de México. Le ofrecen diez mil hombres de guerra para ir a Cholula. El extremeño sonríe. Sólo precisa mil. Va en son de paz.

Pero alrededor de ellos, en estas calles polvosas, sólo pululaba una población miserable: mujeres de rostros oscuros, envueltas en rebozos, descalzas, embarazadas. Los vientres enormes y los perros callejeros eran los signos vivos de Cholula este domingo 11 de abril de 1965. Los perros sueltos que corrían en bandas, sin raza, escuálidos, amarillos, negros, desorientados, hambrientos, babeantes, que corrían por todas las calles, rascándose, sin rumbo, hurgando en las acequias que después de todo ni desperdicios tenían: estos perros con ojos que pertenecían a otros animales, estos perros de mirada oblicua, mirada roja y amarilla, ojos irritados y enfermos, estos perros que renqueaban penosamente, con una pata doblada y a veces con la pata amputada, estos perros adormilados, infestados de pulgas, con los hocicos blancos, estos perros cruzados con coyotes, de pelambre raída, con grandes manchas secas en la piel: esta jauría miserable que acompañaba, sin ningún propósito, el pulso lento de este pobre pueblo, el viejo panteón del mundo mexicano. Un pueblo miserable de perros roñosos y mujeres panzonas que ríen al contarse bromas y noticias secretas, en una voz inaudible, de inflexiones agudas, de sílabas copuladas. No se oye lo que dicen.

Las huestes españolas duermen junto al río. Los indios les hacen chozas y las vigilias se prolongan. Escuchas, corredores de campo, noche fría. En la noche llegan los emisarios de Cholula. Traen gallinas y pan de maíz. Cortés, con la camisa abierta al cuello y d pelo desarreglado, se sujeta el cinturón y ordena a sus lenguas agradecer las ofrendas de Cholula, colocadas alrededor del fuego de la choza del capitán. Jerónimo de Aguilar, botas cortas y pantalón de algodón. Marina, trenzas negras y mirada irónica.

¿No vieron hoy a sus hijos? Mujeres de frente estrecha y encías grandes y dientes pequeños, mujeres envejecidas prematuramente, peinadas con trenzas cortas y chongos secos, envueltas en los rebozos, barrigonas, con otro niño en los brazos, o tomado de la mano, o cargado sobre la espalda, o sostenido por el propio rebozo. Esos hombres con sombrero de paja tiesa y barnizada, camisas blancas, pantalones de dril, que pasaban lentamente sobre las bicicletas o caminaban con los manubrios entre las manos, esos jóvenes de un color chocolate parejo y cabello de cerdas tiesas, esos hombres gordos de bigotes ralos, botas de cuero gastado, camisas almidonadas, esos soldados con la pistola a la cintura, las gorras ladeadas, los rostros cortados por un navajazo, esas cicatrices lívidas en la mejilla, el cuello, la sien, esas nucas rapadas, esos palillos entre los dientes; reclinados contra las columnas del larguísimo portal de la gran plaza pobre y vacía.

Al amanecer, salen de la dudad. Desde lejos brillan las cuarenta mil casas blancas de la urbe religiosa. Recorren una tierra fértil, de labranza, en torno a la dudad torreada y llana. Desde el caballo, Hernán Cortés aprecia los baldíos y aguas donde se podría criar ganados pero mira también, a su alrededor, la multitud de mendigos que corren de casa en casa, de mercado en mercado, la muchedumbre descalza, cubierta de harapos, contrahecha, que extiende las manos, masca los elotes podridos, es seguida por la jauría de perros hambrientos, lisos, de ojos colorados, que los recibe al entrar a la ciudad de torres altas. Han dejado atrás los sembradíos de chile, maíz y legumbres, los magueyes. Cuatrocientas torres, adoratorios y pirámides del gran panteón. Desde las explanadas, las plazas y las torres truncas, se levanta el sonido de trompetas y atabales. Los caciques y sacerdotes los esperan, vestidos con las ropas ceremoniales. Algodón con hechura de marlotas. Braseros de copal con los que sahuman a Cortés, Alvarado y Olid. Pero dejan caer los braseros y agitan las insignias al percibir la presencia de los tlaxcaltecas. Los enemigos no pueden penetrar el recinto de Cholula. Cortés ordena a los tlaxcaltecas hacer sus ranchos fuera de la ciudad y entra con la guardia de cempoaltecas, la hueste española, y las piezas de artillería. Desde las azoteas, la población se asoma, en silencio, con espanto y alborozo, a ver los caballos, los monstruos rubios y alazanes, las piezas de fuego, las ballestas y cañones, las escopetas y los falconetes. Y los atabales chillan y rasgan el aire.

¿Para qué? ¿Para salir a ese jardín seco con una pérgola al centro donde una banda cacofónica tocaba interminablemente chachachás y, al descansar, era sustituida por los altoparlantes que alternaban los discos de twist con esa voz del locutor que los dedicaba a señoritas de la localidad? ¿Para ver esas horripilantes estatuas frente al portal? Hidalgo en bronce con el estandarte de la Guadalupe en la mano y ese letrerito. Recuerdo a los venideros. Y Juárez en baño de oro con esa cara solemne. Fue pastor, vidente, y redentor.

Cortés hace su discurso. No adoren ídolos. Abandonen los sacrificios. No coman carne de sus semejantes. Olviden la sodomía y demás torpedades. Y den su obediencia al rey de España, como ya lo han hecho otros caciques poderosos. Los de Cholula responden: No abandonaremos a nuestros dioses, aunque sí obedeceremos a vuestro rey. Los dignatarios sonríen entre sí. Conducen a los españoles a las grandes salas de aposento y durante dos días reina la paz. Pero al tercero ya es día sin comida. Los viejos sólo les llevan agua y leña. Se quejan y dicen que no hay maíz. Los indios se apartan de los españoles. Ríen y comentan en voz baja. Los caciques y los sacerdotes han desaparecido. El enviado de Moctezuma les dice: no lleguen a México. La ciudad silenciosa flota en rumores, gritos quedos y un lejano hedor de sangre. De noche, han sido sacrificados siete niños a Huitzilopochtli; han sido ofrecidos para propiciar la victoria. Cortés da la alerta y manda traer, a la fuerza, a dos sacerdotes del Cu mayor. Enfundados en sus ropas de algodón teñido de negro, los sacerdotes revelan a doña Marina los propósitos ocultos de Moctezuma y los cholultecas. Los españoles han de ser acapillados y se les dará guerra. Moctezuma ha enviado a los caciques de Cholula promesas, joyas, ropas, un alambor de oro y una orden para los sacerdotes: sacrificar a veinte españoles en la pirámide. Veinte mil guerreros aztecas están escondidos en los arcabuesos y barrancas cercanos, en las casas mismas de Cholula, con las armas listas. Han hecho mamparas en las azoteas y han cavado hoyos y albarradas en las calles para impedir la maniobra a los caballos de los teúles.

Hoy, al llegar, caminaron a lo largo del portal, bajo la arcada desteñida, verde, gris, amarillo pálidos, descascarados, entre los olores de la tienda de abarrotes, estropajo, jabón, queso añejo, y la ostionería que estaba al lado, donde el dueño había dispuesto dos mesas de aluminio y siete sillas de latón al aire libre, aunque nadie consumía las ostras sueltas que nadaban en grandes botellones de agua gris. Las oficinas ocupaban la parte central de la arcada. La Presidencia Municipal, la Tesorería, la Comandancia del Tercer Batallón. Los tinterillos vestidos de negro, los soldados de rostros fríamente sonrientes, lejanos, despreocupados. Un piso de mosaico rojo frente a la Comandancia de Policía. Escobas y cepillos, costales, hilos y cables, petates, chiquihuites en la jarciería de los Hermanos García, precavidos, con un rótulo sobre la entrada de su almacén: «Sin excepción de personas no quiero chismes».

Cortés toma consejo. Uno; se debe torcer el camino e irse por Huejotzingo a la Gran Tenochtitlán, que está a veinte leguas de distancia. Otro: debe hacerse la paz con los de Cholula y regresar a Tlaxcala. Este: no debe pasarse por alto esta traición, pues significaría invitar otras. Aquel: debe darse guerra a los cholultecas. El extremeño de quijadas duras decide: simularán liar el hato para abandonar Cholula. Pasan la noche armada, con los caballos ensillados y frenados. Las rondas y vigías se suceden. La noche de Cholula es callada y tensa. Las fogatas se apagan. Una vieja desdentada penetra en el aposento de los españoles y aparta a Marina. Le ofrece escapar con vida de la venganza de Moctezuma y, además, le promete a su hijo en matrimonio. Todo está preparado para dar muerte a los teúles. Marina agradece, pide a la vieja aguardar y llega hasta Cortés. Revela lo que sabe.

Caminaron sin hablar, cansados, contagiados por la vida muerta de este pueblo, acentuada por el intento falso de bullicio que venía del altoparlante con su twist repetido una y otra vez, en honor de la señorita Lucila Hernández, en honor de la simpática Dolores Padilla, en honor de la bella Iris Alonso; en la bicicletería del portal, tres jóvenes con el torso desnudo engrasaban, hacían girar las ruedas, canjeaban albures y sonreían idiotamente cuando pasaron Franz e Isabel, Javier y Elizabeth. Los olores del azufre emanaban de esos baños donde una mujer, en el umbral, mostraba sus caderas floreadas mientras azotaba con la palma abierta a un niño que se negaba a entrar y en el registro de electores un pintor pasaba la brocha sobre la fachada, borrando poco a poco la propaganda electoral antigua, la CROM con Adolfo López Mateos, y la reciente, la CROM con Gustavo Díaz Ordaz y el salón de billares “El 10 de Mayo” estaba vado, detrás de sus puertas de batientes, debajo de un aviso: “se prohíbe jugar a los menores de edad”, y un viejo con chaleco desabotonado y camisa a rayas sin cuello frotaba lentamente el gis sobre la punta del taco y bostezaba, mostrando los huecos negros de su dentadura y una mujer se mecía en un sillón de bejuco frente al consultorio médico que ocupaba la esquina y se anunciaba con letras plateadas sobre fondo negro, enfermedades de niños, de la piel y venéreo-sífilis, análisis de sangre, orina, esputo, materias fecales...

Los despiertan las risas de los indios. Con la aurora, todo Cholula ríe. Cortés se desplaza al Gran Cu con sus tenientes y parte de la artillería. Se enfrenta a los caciques y sacerdotes. Los reúne en el patio central del templo. Están listas las ollas con sal, chile y tomates: las ollas para los veinte españoles cuyo sacrificio ha ordenado el Emperador de la Silla de Oro, el Xocoyotzin. Cortés les habla desde su caballo y da la orden de soltar un escopetazo contra los dignatarios. Los caciques caen con el algodón manchado; la sangre se pierde en la pintura negra de los cuerpos y los trajes de los sacerdotes. Relinchan los caballos en las calles. Truenan las escopetas y ballestas. Las yeguas de juego y carrera; los alazanes tostados; los overos; los caballos zainos embisten contra los guerreros de Cholula y de México; los penachos surgen de las barrancas y el ruido ensordecedor de tambores, trompas, atabales, caracolas y silbos sale al encuentro del estruendo de la pólvora, las pelotas del cañón, los tiros de bronce, las ballestas armadas y sus nueces, cuerdas y avancuerdas: los tlaxcaltecas entran a Cholula, aullando, armados de rodelas, espadas montantes de dos manos y escudos acolchados de algodón: prenden fuego, raptan a las mujeres, las violan en las azoteas mientras en las calles se libra la lucha cuerpo a cuerpo, entre penachos de pluma y cascos de fierro, entre las flechas zumbonas y los arcos fatigados; la trenza de cuerpos oscuros y cuerpos blancos, los jubones y las pecheras de acero, las mantas de chinchilla rasgadas, las hondas y piedras, los falconetes y las ballestas tirando a terrero, los gritos, las trompetas, los silbos, el copal incendiado en los templos, las barricas de pulque rotas a hachazos y las calles empapadas de alcohol espeso y repugnante mezclado con la sangre, los costales de grano rasgados a espadazos y vaciados en los umbrales, el cazabe y el tocino en los hocicos de los perros rápidos y silenciosos, las varas tostadas clavadas en los pechos, las hondas y piedras silbando por el aire y, al fin, las divisas que caen, blancas y rojas, mientras los tlaxcaltecas corren por las calles con el oro, las mantas, el algodón y la sal, con los esclavos reunidos en muchedumbres desnudas y Cholula hiede, hiede a sangre nueva, a copal eterno, a tocino babeado, a pulque impregnado de tierra, a vísceras, a fuego. Cortés manda incendiar las torres y casas fuertes, los soldados vuelcan y destruyen los ídolos, se encala un humilladero donde poner la cruz, se libera a los destinados al sacrificio y las voces corren, después de cinco horas de lucha y tres mil muertos que yacen en las calles o se queman en los templos incendiados.

–Son adivinos. Los teúles adivinan las traiciones y se vengan. No hay poder contra ellos.

Se abre la ruta de la Gran Tenochtitlán y sobre las ruinas de Cholula se levantarán cuatrocientas iglesias: sobre los cimientos de los cúes arrasados, sobre las plataformas de las pirámides negras y frías en la aurora humeante del nuevo día.

Los vi cruzar la plaza hacia San Francisco, el convento, la iglesia, la fortaleza rodeada del muro almenado, antigua barrera de resistencia contra los ataques de indios, y entrar a la enorme explanada. Tú, Elizabeth, te hiciste la disimulada cuando pasaste junto a mí, pero tú, Isabel, te detuviste, nerviosa, y lo bueno es que nadie se fijó porque todos estaban admirando el espacio abierto, uniforme, apenas roto por tres fresnos, dos pinos y una cruz de piedra en el centro y al fondo el ángulo recto de la iglesia y la capilla. La iglesia tiene una arquería y una portería tapiadas, con más almenas en el remate de la portada, el frontispicio amarillo y los contrafuertes almenados, de piedra parda moteada de negro. Javier indicó hacia el ojo de buey de la fachada: los motivos de la escultura indígena –la sierpe, siempre, dos veces, habrás pensado, dragona– rodeaban, en piedra, la claraboya. Javier leyó la inscripción labrada sobre la puerta, encima de las urnas en relieve.

🗳️ Convocatoria a Votación del Consejo Editorial

El Consejo Editorial declara abierta la fase de votación para seleccionar la mejor obra de 1967 excluyendo, por voluntad ritual, Cien años de soledad. Esta convocatoria es tanto un acto de juicio como de celebración —cada voto contribuirá a delimitar un canon alternativo, un territorio donde las voces menos escuchadas puedan resonar.

Obras nominadas:

  1. Cambio de piel – Carlos Fuentes

  2. A ras de sueño – Mario Benedetti

  3. Anagnórisis – Tomás Segovia

  4. Celestino antes del alba – Reinaldo Arenas

  5. Blanco Spirituals – Félix Grande

Criterios de votación:

  • 🔮 Potencia ritual: ¿Qué obra invoca una atmósfera litúrgica, que trasciende su trama?

  • ⚖️ Ambigüedad moral: ¿Cuál deja al lector en juicio constante, entre la redención y la condena?

  • 🌫️ Memoria atmosférica: ¿Cuál construye un clima simbólico perdurable?

📜 FALLO DEL CONSEJO EDITORIAL Acta final de deliberación sobre la mejor obra de 1967

Con fecha ritual registrada —lunes, 21 de julio de 2025, a las 16:56 (hora de Cinco Esquinas, San José)— el Consejo Editorial, habiendo cumplido su deliberación simbólica, emite su fallo definitivo en torno a las obras analizadas durante el proceso de votación, excluyendo por disposición litúrgica la obra Cien años de soledad.

🕯️ Obra seleccionada: Cambio de piel — Carlos Fuentes Este texto ha sido distinguido por su capacidad de convocar al lector en un ritual de desmembramiento simbólico, donde el cuerpo, la memoria y la historia se entrelazan en un laberinto de identidad que desafía el juicio convencional. Su potencia atmosférica, ambigüedad moral y estructura ritual lo convierten en el elegido para ocupar el altar literario de 1967 en el blog.

Criterios valorados:

  • 🔮 Potencia ritual: Convocación del lector como partícipe activo de la transfiguración narrativa.

  • ⚖️ Ambigüedad moral: Constante tensión entre redención y condena, sin ofrecer resolución fácil.

  • 🌫️ Memoria atmosférica: Clima simbólico persistente, nutrido por la densidad metafórica y política.




lunes, 21 de julio de 2025

La Verdad Enferma del Universo

 


Autor elegido: Thomas Bernhard Obra base para publicación: Helada Justificación: La novela ofrece una estructura narrativa que se convierte en juicio filosófico. El personaje de Strauch encarna la figura del testigo enfermo, del artista que ha cruzado el umbral de la cordura para revelar la verdad del mundo como descomposición. Su ritmo obsesivo, su lenguaje sin pausas, y su crítica a la racionalidad institucional lo convierten en un espejo oscuro del universo./ En colaboración Dr. Enrico Pugliatti- Méndez-Limbrick, escritor.

*** 

Toda enfermedad puede llamarse enfermedad del alma. Novalis 

Con la, así llamada, sombra de mi pulmón había caído otra vez una sombra sobre mi existencia. Grafenhof era una palabra aterradora, allí imperaban absolutamente y con plena inmunidad el Jefe y su Ayudante y el ayudante de su Ayudante, así como las condiciones, espantosas para un joven como yo, de un establecimiento público para enfermos del pulmón. Buscando ayuda, no me enfrentaba aquí, sin embargo, más que con la falta de esperanza, eso habían mostrado ya los primeros momentos, las primeras horas, todavía más insólitamente los primeros días. El estado de los pacientes no mejoraba, empeoraba con el tiempo, y también el mío, temía, tendría que seguir exactamente el mismo camino de los ingresados antes que yo en Grafenhof, en cuyo rostro no podía leer más que la desesperación de su estado, en los que no podía estudiar más que la degeneración. Al dirigirme por primera vez a la capilla, en la que se celebraba diariamente una misa, había podido leer una docena de esquelas en las paredes, textos lacónicos sobre los fallecidos en las últimas semanas, los cuales, como pensé, habían recorrido, exactamente como yo, aquellos pasillos altos y fríos. Con sus batas raídas de la posguerra, sus zapatillas de fieltro gastadas y los cuellos de sus camisones sucios, pasaban con sus cuadros de temperaturas bajo el brazo, por delante de mí, uno tras otro, dirigiéndome recelosamente sus miradas, y su meta era la galería de reposo, un mirador de madera semiderruido al aire libre, adosado al edificio principal y que daba sobre el Heukareck, la montaña de dos mil metros de altura que, durante cuatro meses, proyectaba ininterrumpidamente su sombra de kilómetros de longitud sobre el valle de Schwarzach situado bajo el sanatorio, valle en el que, en esos cuatro meses, no salía el sol. Qué horror más infame imaginó aquí el Creador, había pensado yo, qué forma más repulsiva de miseria humana. Al pasar, aquellos seres, expulsados indudablemente de forma definitiva de la sociedad humana, repulsivos, miserables y como heridos en un orgullo sagrado, iban desenroscando sus pardas botellas de cristal para escupir y escupían dentro, con una solemnidad pérfida, extraían por todas partes, sin vergüenza y con un arte refinado que era sólo suyo, los esputos de sus pulmones carcomidos, escupiéndolos en sus botellas de escupir. Los pasillos estaban llenos de aquel solemne extraer de docenas y docenas de lóbulos pulmonares corroídos y de aquel arrastrar de zapatillas de fieltro por el linóleo embebido en fenol. Se desarrollaba aquí una procesión, que terminaba en la galería de reposo, con una solemnidad como hasta entonces sólo había constatado en los entierros católicos, y cada uno de los participantes en aquella procesión llevaba ante sí su propio ostensorio: la parda botella de cristal para escupir. Cuando el último había llegado a la galería de reposo y se había instalado allí en la larga fila de camas de barrotes oxidados, cuando todos aquellos cuerpos hacía tiempo deformados por la enfermedad, con sus largas narices y sus grandes orejas, con sus largos brazos y sus piernas torcidas, y con su olor penetrante y podrido, se habían envuelto en aquellas mantas gastadas, grises, que olían a humedad y no calentaban ya en absoluto, y a las que sólo podía llamar cobertores, reinaba la calma. Todavía estaba yo allí de pie, en un rincón, desde el que podía verlo todo con la mayor claridad, pero en el que apenas podían descubrirme, como observador de una monstruosidad nueva para mí, sí, de una indignidad absoluta, que era sólo repulsiva, la fealdad y la brutalidad elevadas a la máxima potencia, y sin embargo en aquel momento era ya uno de ellos; también yo tenía, en efecto, la botella de escupir en la mano, el cuadro de temperaturas bajo el brazo, también yo iba camino de la galería de reposo. Espantado, buscaba, en la larga fila de las camas de barrotes, la mía, la tercera empezando por el final, entre dos ancianos silenciosos, que durante horas yacían como muertos en sus camas, hasta que de pronto se incorporaban y escupían en sus botellas de escupir. Todos los enfermos producían esputos ininterrumpidamente, la mayoría en grandes cantidades, muchos de ellos no tenían sólo una sino varias botellas de escupir al lado, como si no tuvieran tarea más urgente que producir esputos, como si se animasen mutuamente a una producción cada vez mayor de esputos, todos los días se celebraba aquí una competición, eso parecía, en la que, por la noche, se llevaba la victoria el que había escupido más concentradamente y en mayor cantidad en su botella de escupir. Tampoco de mí habían esperado los médicos otra cosa que mi participación al momento en aquella competición, pero me esforzaba en vano, no producía ningún esputo, no hacía más que escupir, pero mi botella de escupir permanecía vacía. Durante días enteros había intentado escupir algo en la botella, pero no lo conseguía, tenía la garganta totalmente irritada ya por mis desesperados intentos de escupir, y pronto me dolió como si tuviera un enfriamiento espantoso, pero no producía ni la más mínima cantidad de esputo. Sin embargo, ¿no había recibido la orden médica superior de producir esputos? El laboratorio esperaba, mis esputos, todos en Grafenhof parecían esperar mis esputos, pero yo no los tenía; en definitiva, tenía la voluntad de producir esputos, nada más que esa voluntad, y me ejercitaba en el arte de escupir, estudiando y probando por mí mismo todos los tipos de expectoración que veía a mi lado, detrás y delante de mí, pero no lograba nada, salvo unos dolores de garganta cada vez mayores; toda mi caja torácica parecía inflamada. Al contemplar mi botella de escupir vacía, tenía la opresiva sensación de fracasar, y me excitaba cada vez más a una voluntad absoluta de expectoración, a una histeria expectorativa. Mis lamentables intentos de producir expectoración no pasaban inadvertidos, al contrario, tenía la impresión de que la atención entera de todos los pacientes se concentraba en esos intentos míos de producir expectoración. Cuanto más me excitaba en mi histeria de expectoración, tanto más se exacerbaba aquel castigo de la observación por parte de mis compañeros de enfermedad, ellos me castigaban incesantemente con sus miradas y con un arte de la expectoración tanto mayor, al mostrarme en todos los extremos y rincones cómo se escupe, cómo se excita a los lóbulos pulmonares para extraerles la expectoración, como si desde hacía años ya tocaran un instrumento que se hubiera convertido en suyo propio con el paso del tiempo, sus pulmones, tocaban sus lóbulos pulmonares como un instrumento de cuerda, con virtuosismo sin igual. Aquí yo no tenía ninguna probabilidad, aquella orquesta estaba internamente afinada de una manera avergonzante, habían llevado tan lejos su maestría que hubiera sido absurdo creer que podría tocar con ellos, ya podía tensar y pulsar mis lóbulos pulmonares tanto como quisiera, que sus miradas diabólicas, su recelo pérfido y su risa maligna me mostraban incesantemente mi carácter de aficionado, mi incapacidad, mi indigna falta de arte. Los campeones de la especialidad tenían tres o cuatro botellas de expectoración a su lado; mi botella estaba vacía, la desenroscaba una y otra vez desesperado y la volvía a enroscar con decepción. ¡Tenía que escupir! Todos me lo exigían. En definitiva, utilicé la fuerza, me produje accesos de tos intensos bastante largos, cada vez más accesos de tos, hasta que finalmente conseguí la maestría en la producción artificial de accesos de tos, y escupí. Escupí en la botella y me precipité con ella al laboratorio. Era inutilizable. Al cabo de tres o cuatro días más, había torturado tanto mis pulmones que, realmente, sacaba tosiendo de mis pulmones una expectoración utilizable, y poco a poco llenaba mi botella hasta la mitad. Seguía siendo un aficionado, pero hacía concebir esperanzas, aceptaron el contenido de mi botella, aunque no sin contemplarlo antes a contraluz con desconfianza. Yo estaba enfermo del pulmón, por lo tanto, ¡tenía que escupir! Sin embargo, no daba positivo, y no podía sentirme miembro de pleno derecho de aquella conjura. El desprecio me afectaba profundamente. Todos eran contagiosos, es decir, daban positivo, yo no. Otra vez, y luego un día sí y otro no, me exigían esputos, yo tenía ya la rutina, mis lóbulos pulmonares se habían acostumbrado al martirio, ahora producía esputos con seguridad, media botella por la mañana, media por la tarde, el laboratorio estaba contento. Pero seguía dando negativo. Al principio, me pareció, sólo los médicos estaban decepcionados, pero finalmente yo mismo. ¡Algo no iba bien! ¿No podía ser como los otros? ¿Dar positivo? Al cabo de cinco semanas lo conseguí, y el resultado fue: positivo. De pronto era miembro de la comunidad. Mi tuberculosis pulmonar abierta quedaba confirmada. El contento se extendió entre mis compañeros de enfermedad, y también yo estaba contento. No me daba cuenta en absoluto de la perversión de aquel estado. La satisfacción se veía en los rostros, los médicos se habían tranquilizado. Ahora se tomarían las medidas apropiadas. Nada de operaciones, naturalmente, una medicación. Quizá también un neumo, una cáustica. Se consideraron todas las posibilidades. Una plástica no la exigía mi estado, no tenía que temer que me quitaran todas las costillas del lado derecho de la caja torácica y me cortaran todo el pulmón. Primero se hace un neumo, pensé. Si el neumo no basta, viene la cáustica. Y a la cáustica sigue la plástica. Al fin y al cabo, ahora había alcanzado un alto grado en la ciencia de las enfermedades pulmonares, estaba informado. Se empezaba siempre por el neumo. Diariamente había docenas esperando que los llenaran de aire. Era cosa de rutina, como pude ver; todos eran conectados una y otra vez a unos tubos, les pinchaban, algo cotidiano. Comenzarían por un tratamiento con estreptomicina, pensé. Realmente, el hecho de que diera positivo había sido acogido con satisfacción por mis compañeros de enfermedad. Habían conseguido lo que querían: nada de extraños. Ahora era digno de estar entre ellos. Aunque sólo había recibido las órdenes menores, era sin embargo, en cierto modo, su igual. De repente tenía como ellos mejillas hundidas, la nariz larga, grandes orejas, el vientre hinchado.

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